Biografías de ayer, vidas de hoy. 1930

El escaparate de la librería tiene un algo de cilindro inscriptor; constantemente, un lápiz agudo y perspicaz —el mismo que hace los asientos en el Diario— registra con prontitud, casi con ansiedad, la curva de interés del público lector. Esta vez, la curva es sugestiva; ha dado un brinco y presenta una problemática sinuosidad: renovación.

Sí; junto a las novelas, aparecen las vidas —de hombres ilustres, de enamorados célebres—; junto a las historias, las biografías; junto al mundo cósmico de la historia universal, el horizonte pequeñito de un hombre. Sin duda hay un problema en todo esto.

¿Cuál sería su planteo? Los escritores comienzan a escribir biografías, los lectores a leer biografías: tal el problema, minúsculo problema de dos factores.

Señores, ¿a qué tanto leer vidas ajenas? ¿cómo perder el tiempo —el tiempo con mayúscula, ese tiempo del que alguien dijo que era oro— como perderlo en enterarse de otros hombres, de quienes buscamos la vida menor, esa vida que gozamos tendidos en la poltrona de nuestro cuarto? Es extraordinario que sea hoy cuando haya surgido la sed de vida menor, hoy que huimos del goce amable de la poltrona familiar.

Qué secreto apetito impulsó a leer biografías, hace unos años, al lector moderno; qué secreta inquietud movió a escribirlas en el mismo momento —, me parecen los términos primeros a dilucidar. En el fondo se agita un deseo de compensación, una angustiosa ambición de equilibrio. La vida moderna es una expresión yanqui, de origen parisién, que se nos da acompañada por un chirrido insolente de claxón y que quiere decirnos nuestro frenético deseo de fundirnos en su laberinto; pero nos dice también nuestro dolor por el peso muerto de nuestra obligada vida exterior, más precisamente, de nuestra vida excéntrica; esa vida moderna tiene un ritmo peligroso y difícil, y hay que seguirlo pese al nuestro propio. A veces pensamos al hombre como el átomo constitutivo de esas manchas polícromas que esperan el ademán del guardia para cruzar la calle. Y todos formamos de vez en cuando en las filas de los que cruzan una calle.

El escritor, que vive un poco al margen de la vida, esperando que su correr depare fases nuevas, sorprendió un interés angustioso del hombre por los hombres. Un señor perdido entre legajos burocráticos y aturdido por timbres y teléfonos, pedía a gritos la vida de uno de los superhombres del mundo para llorar su pérdida y consolar su propio vacío; y el escritor pensó que este superhombre, tal como este señor lo deseaba, podía mostrar al hombre también, superándose en cada momento de la vida sin abandonarla. La emoción era nueva y consoladora, y se lanzó a construir el gran espejo universal. El pedido del pobre señor fue concedido; y un día apareció una biografía, escrita por un literato y que era otra cosa que la biografía clásica, esa biografía que en unos tomos de lujo tenía en su casa y en cuyo rótulo decía Plutarco o Macaulay. Era una vida, la vida de un hombre.

Porque no siempre la vieja biografía fué la vida de un hombre; las más veces era tan sólo medio hombre el que entresacábamos de sus páginas. Plutarco sentía aún la épica obsesión de los semidioses y quiso que los hombres ilustres fueran por sobre todo ilustres. Desde él la biografía no quiso sino héroes y los buscó con lupa optimista y despreocupada. Y el héroe —perfil imaginario de alguien— surgía artificial y contrahecho a mostrar su silueta arbitraria y extemporánea.

El héroe —compañero provechoso, lo llama Carlyle— es una aspiración; más bien que el tipo imaginario que resulta de mejorar cada individuo según un canon previo, el producto de una específica manera de imaginarlo, de acentuar sus caracteres, de concretar en él todo aquello que es en él creador querer ser, aspiración. En esa calidad de aspiración, de obsesión mejor, los héroes cumplían su papel paradigmático, y la humanidad bebía la heroicidad que ellos destilaban. Ante el devenir de la vida vulgar, ofrecían su vida de piedra para perpetuo ejemplo y los hombres incorporaban a su alma la voluntad segura de hacer la suya de piedra también.

Sólo esas servían, las que por ser de piedra no se sujetaban a pasión ninguna, porque era ese papel paradigmático, que nadie como ellas podría cumplir, lo que interesaba por sobre todo. Era un valor moral y didáctico el que quería lograrse, y en su logro fincaba el mérito y el fin. Todos los que colmaban su vida con la imperfección cotidiana, repasaban las páginas de su Plutarco para encontrar el medio hombre inmortal que haría de su vida una vida perfecta, dejando pasar sin advertirla, la suya propia, íntima, vital, de la que ignoraban el mérito mayor, la integridad. Macaulay, con un secreto afán de moral práctica, separa cuidadosamente el Bacon canciller del filósofo; “Imitad éste!” “Cuidaos de aquel!”; esto se nos quiere decir. Y para decírnoslo, trunca una vida extraordinaria y destruye el profundo dramatismo del contraste.

Hay que decir, sin embargo, que no podía ser de otra manera. Los biógrafos, que al llenar este cometido singular no dejaron de ser historiadores, llevaron a la biografía todo aquello qué es peculiar y propio de la historia, y a las dos, historia y biografía, les hicieron marcar un mismo paso, no intentando — ni sospechando acaso— matiz alguno. El Macaulay historiador, que es en historia un estudioso de un tipo especial, hijo de la filosofía positiva, nieto de Bacon, se vertía íntegro en este género que estaba un poco al margen de su ocupación principal, y en el que no advertía sino una expresión, acomodada entre dos momentos fijos, de este suceder más amplio, más extenso en tiempo y lugar, que era el telón de fondo y en realidad el fondo mismo. Así, no cabía en él, que se veía obrando como de costumbre, predisposición especial para adaptarse a la finura de la nueva empresa, y llegaba a cumplirla sin el rito previo de renunciar a todo aquello que es en el historiador defensa contra las grandes magnitudes, sin intentar la búsqueda de ese nuevo tono —tono menor— en que acordar el acorde multiforme y sutil de las vidas humanas. Todos —me atrevería a decir— todos los que hicieron alguna vez biografía, los que mostraron o quisieron mostrar la modulación múltiple y una del alma de un hombre, entraron sin respeto en ella, hurgaron cómo investigadores de probada objetividad, revolvieron los vestigios —mudos sin el sésamo mágico— y sacaron luego a luz un ente marciano, extraño a nosotros, y lo que es peor, extraño a él mismo. En tanto, en el tintero —en el magno tintero de la incomprensión— quedaba una especie de fantasma incorpóreo que esperaba entre las olas espesas de tinta que le vinieran a pedir su yo, extraño las más de las veces a su obrar mundanal y anecdótico.

Quizás alguno —alguno que yo no se quien sea— haya superado con una extraña y exótica virtud —eso es el genio— la rigurosa imposición de la hora. Porque era la hora quien imponía el tipo de historia y este corolario humilde y didáctico —quizás humilde por didáctico. Las dos, historia y biografía, ramas de este tronco viejo como el hombre que es la preocupación del tiempo, respondían a la norma común; pero la categoría era sin duda distinta, y la historia, primogénita, imponía este seudorespeto fraternal, un poco artificial, siempre ilógico. Cuando pasó esa hora —y es ahora cuando está pasando— la historia sintió llegado el momento de desprenderse de aquellas taras que le robaban fluidez y ligereza. Había sido, valga la metáfora, un edificio como esas ruinas de viejos pueblos en las que sólo ha resistido la fachada. En ella, el observador o el estudioso se detenían con fruición, hasta enterarse de los más minúsculos detalles. Luego, el interior —al que sólo a los de intuición casi genial se les ocurría pasar— mostraba su inexistencia y dejaba ver un cielo despejado. La fachada se perpetuaba en el infructuoso vegetar de las puertas para siempre cerradas, y dejaba crecer no se que ilegítima planta entre sus piedras.

La biografía, como más próxima al latir cotidiano, sintió en su pulso joven el sopor senil de la historia y sospechó, con la aguda intuición de los prisioneros, la hora de la liberación.

Tal nuestra perspectiva: la historia, consciente de su papel extraordinario, sintiendo la exigencia de su vivir al día, intenta laborar en su futuro. Desprenderse de su exceso formal es su labor contemporánea, y cargarse de vivencia interior su labor futura; nada puede decirse aun de su por hacer. La biografía en tanto, por no haber sido víctima de aquella laboración por que pasó la historia, ha seguido su curso normal, y hoy —este hoy joven y nuestro que es 1930— representa la más legítima de las disciplinas históricas, la que con más humana pureza se acerca al espíritu del hombre a decirle su tiempo vivido, a mostrarle el panorama infinitamente repetido de la tragedia del hombre —ese hombre que fué siempre antes de cada uno. Por eso el hombre de cultura, que no aspira a resolver las misteriosas complicaciones de los palimpsestos sino a asomarse a su propio vivir con ese mínimo de exterioridad que exige la vida resucitada de otro hombre, vuelve a la biografía, ya sin la vaga obsesión racional de aprender y con una emoción vital y humana.

Sería oportuno señalar cómo hoy llena la biografía, en el ámbito cultural, el mismo papel que llenó en otro tiempo el complejo historia-biografía, y cómo no hay reproche alguno para este último en decir que ya no podría hacerlo. Hay una ley inexorable en esto de las satisfacciones vitales. La biografía, como género, responde a una exigencia de tal clase, apremiada por su doble naturaleza, impuesta por esta crisis de la historia. Para responder a ambas imposiciones, el biógrafo —sin duda el más típico escritor de la hora— se mueve en dos distintos planos, con una actividad que trasciende de todo género conocido, para determinar uno nuevo y preciso. Uno nuevo que ha invadido los escaparates de las librerías como una nueva invasión bárbara, en que, como en la otra, se ha impuesto un principio vital.

De este género nuevo, yo quiero señalar ante todo esa imposición; al devenir histórico, objetivo, se le ha impuesto un plano en qué ocurrir, un plano que es para nosotros lo fundamental. La vida, esa vieja vida renovada en nosotros, quiere ser ahora lo primero. Hacerla correr para, hacerla fluir hacia algo, sería —sirva el argumento aristotélico— subordinar su valor, empequeñecer su magna y suprema jerarquía. Subordinarla, limitarla, es decir a uno que no sea el que es, sino ese otro —modelado según moldes de un logicismo estricto y racional— que se nos da a priori, con algo de heroico y de infalible.

De la vida-unidad, de ese complejo de espiritualidad y de vitalidad que es nuestra vida, de eso se olvida el espectador, porque sabe de sobra lo que en cada uno es cotidiano y doméstico. Hay una analítica parcialidad que nos impulsa a buscar en el hombre lo que en él es extraordinario y distinto, y que nos proporciona abstracciones inertes; corporizarlas luego, para poder decir: he ahí el guerrero, he ahí el filósofo, es cometer una herejía en esta moderna — y antigua— religión del hombre.

A ese caudal de personalidad unilateral —el guerrero, el filósofo— sumemos el otro medio hombre, el que se quita la coraza, se seca el sudor de la frente y bebe el vino viejo de la cratera. La forja en uno sólo de los dos metales nos hará encontrar al hombre perdido, ese que se quedaba en el magno tintero de la incomprensión, y nos mostrará la línea sola y única en que vibra el alma toda de cada uno. El que se emborrachaba y escribía versos, era un sólo y poliforme Verlaine.

El biógrafo de estos años últimos, ésto es lo que se ha propuesto por norma. La vida de este hombre —se ha dicho— es un complejo irresoluble. Partirla en pedazos, es atomizar lo que es por sobre todo unidad. Y fuera él de la vida, ha comenzado a hacer correr el tiempo entre las dos fechas mortales de esta única historia finita, y a mostrar el claroscuro de la vida de un hombre, conservando su ritmo cambiante y diferencial. En él existe la intención de no cortarlo, de dejarlo correr como corrió otra vez; y de esta biografía se trasluce una cosa necesaria y fatal —existir — que se aparece en primer plano y cuyo acontecer es lo más importante; aparece el hombre frente a su vida como nosotros, como cada uno de nosotros frente a la nuestra propia, con una prescindencia vital y despótica de todo lo no es nuestra vida.

En esta superposición de las dos corrientes, la ajena, aquella cuya expresión se observa, se impone al lector por un artificio que es constitutivo del género. Nos sentimos dentro de este mundo que no es el nuestro, porque en las páginas del libro, la línea precisa del devenir de un hombre nos ha encerrado con esa limitación que impone al espíritu lo finito, aquello que tiene principio y fin, y que transcurre entre estos dos jalones imponderables del hacer y el morir. En tal sentido, la biografía se aleja de la pura historia y se dirige a un paradigma remoto, la novela. Porque en la novela lo específico es precisamente esa capacidad de obligarnos a volcarnos en un mundo del que percibimos el principio y el fin. El paisaje de la novela, siempre estricto, tiende a capturarnos en un universo cuyas limitaciones vemos, y cuya trama miramos un poco desde arriba y con algo de omnipresencia. El biógrafo, con lo cotidiano y lo heroico de un hombre, nos crea un mundo preciso y limitado del que no podemos huir. Allí invernamos y agotamos su vida entre las dos tapas —nacimiento y muerte— del libro.

Yo quisiera que a éste género moderno, modernísimo, que ha aparecido precisamente para resarcirnos de la vida moderna y de la propia excentricidad, no se le llamara ya biografía; que con tal palabra se designaran a las obras del viejo estilo, y se llamaran vidas a las modernas. Pensamos ya la vida según ese concepto nuevo y la vida de los hombres ilustres se nos antoja algo inhumano y descarnado. El héroe, cualquiera que él sea, es un sujeto sin angustia íntima, y la angustia es lo que de más nuestro tenemos. Busquemos el Shelley, libro angustioso, y pensemos allí la vida del hombre mortal.