Brevísima historia argentina.* 1966

La historia de la República Argentina se inicia con las poblaciones aborígenes que habitaron su territorio desde tiempos remotos. En algunos lugares ha dejado una huella profunda y persistente. Pero en el área geográfica que hoy constituye la Argentina no eran sino grupos aislados, heterogéneos, que en muchos casos se ignoraban entre sí. Como unidad política y cultural, la Argentina nace con la colonización española, y no desde el primer momento. La Patagonia fue muy poco explorada. Las regiones occidentales miraban hacia Chile y el Pacífico. El noroeste constituía una prolongación remota del Perú. Pero en el siglo XVIII, cuando se constituye el Virreinato del Río de la Plata, la Argentina ya está dibujada. Podría decirse que su territorio fue toda el área que por una u otra razón descubrió que se orientaba hacia las bocas del Río de la Plata, donde se había levantado Buenos Aires. Para esa época no solo se había dibujado su contorno físico. La Argentina comenzaba a ser ya una entidad social y cultural, tenue, sin duda, pero en la que estaban perfilados muchos de los rasgos que la caracterizarían por largo tiempo, acaso hasta hoy. También estaban ya delineados algunos de los problemas fundamentales de la vida nacional, pero la situación de dependencia los mantuvo contenidos hasta la hora de la emancipación. Entonces se desencadenaron y comenzó una larga lucha para ordenar la vida del país, sus fuerzas sociales, su desarrollo económico, sus tendencias religiosas e ideológicas, su régimen político, su papel internacional.

Esta lucha aún no ha cesado. No podría decirse que la Argentina es un país estabilizado. Sus problemas son profundos y complejos, en la medida que sus recursos, sus posibilidades y sus aspiraciones son inmensos. Es difícil estabilizar una sociedad muy diversificada, con una prodigiosa riqueza sin explotar, con una imagen de sí misma que la induce a proyectos ambiciosos y la obliga a vastas empresas. Los argentinos saben que su país no es un país estabilizado. Pero saben que ese hecho es fruto de su historia. Dadas las fuerzas que la Argentina esconde, la estabilidad sería la frustración. Su historia es la de su renovación, la de sus ensayos, la de sus equivocaciones; pero es también la de sus triunfos y sus aciertos, gracias a los cuales muchos sillares de su arquitectura están ya firme y definitivamente asentados.

La historia de la Argentina —quizá como la de otros países— es la de una vasta aventura, quizá la de algunos atrevidos experimentos, realizados para responder a los desafíos de su contorno. En esa historia se esconde el secreto de lo que hoy es la Argentina, un país en el que la magnitud de las promesas que encierra suele disimular su vigorosa y decantada realidad.

En el variado paisaje argentino, vivían dispersos desde tiempo inmemorial distintos grupos de poblaciones autóctonas confinadas en su propia región y que, generalmente, ignoraban a sus vecinos. Los pampas habitaban la llanura desde el Río de la Plata hasta la cordillera de los Andes; los guaraníes se extendían por Corrientes y Misiones, y los matacos, guaycurúes, tobas y chañés ocupaban los bosques chaqueños; los tehuelches poblaban la Patagonia, y los onas y yaganes las islas meridionales. Todos ellos tenían rasgos distintivos, pero poseían aproximadamente el mismo nivel de desarrollo. Eran, en general, nómades y vivían de la caza y la pesca, aunque algunos sabían cultivar mandioca, zapallo y maíz. La alfarería y los tejidos que fabricaban eran rudimentarios, como también las embarcaciones y las viviendas. En continua guerra, obedecían a los caciques de las distintas naciones en que se agrupaban. Y obedecían aun más a sus magos, que conocían los secretos de la abundancia y la escasez, de la victoria y la derrota, de la naturaleza toda, en fin, que suponían animada por espíritus.

Solo los diaguitas, que habitaban los valles del noroeste argentino, poseían un nivel más alto de desarrollo. Reunidos en aldeas con casas de piedra, fabricaban una excelente alfarería finamente decorada y numerosos objetos de hueso, madera, piedra y cobre. Eran hábiles agricultores, y cosechaban zapallo, papa y maíz en las terrazas que construían en las laderas de las sierras. Guanacos, llamas y vicuñas les proporcionaban las fibras para sus hermosos tejidos. Quizás algunas de estas técnicas las aprendieron de los quechuas, que descendieron desde el altiplano boliviano y los sometieron. Hubo, sin duda, largas guerras, de las que son testimonio los pucaraes o fortalezas de piedra que vigilaban los pasos estratégicos. Y la sumisión a los quechuas significó para los diaguitas la adopción de la lengua de los conquistadores y de sus cultos solares, que reemplazaron las creencias animalísticas tradicionales.

En 1516 aparecieron los españoles en el Río de la Plata. Uno de ellos recogió la noticia de que había ricas minas hacia el interior del territorio y el vasto río recibió el nombre de una esperanza. Tentado por ella, Sebastián Gaboto remontó el Plata y el Paraná en 1526, fundando el primer establecimiento español, un fuerte que llamó Sancti Espíritu, sobre las bocas del río Carcarañá. Pero el esfuerzo fue inútil y Pedro de Mendoza fue enviado en 1536 para intentarlo nuevamente. Esta vez, el español se instaló en la orilla occidental del Río de la Plata y fundó Buenos Aires: un muro de tierra rodeando unas chozas de barro y paja. Desde allí intentaron sus capitanes llegar al Perú, ya legendario por las noticias de Pizarro; como no lo lograron, uno de ellos decidió establecer una base más próxima y fundó Asunción sobre el río Paraguay, en beneficio de la cual Domingo de Irala resolvió poco después despoblar Buenos Aires.

Por esos años, los conquistadores del Perú intentaron descender hacia el sur. Redujeron a los diaguitas y fundaron varias ciudades: Santiago del Estero en 1553, San Miguel de Tucumán en 1565 y Córdoba en 1573. Otros conquistadores penetraron desde Chile y fundaron Mendoza en 1561 y San Juan en 1562. Esas dos regiones —el noroeste y el oeste— quedaron orientadas hacia aquellos centros de colonización. Pero el Río de la Plata recuperó la atención de los españoles, y desde Asunción bajó Juan de Garay para fundar Santa Fe en 1573 y Buenos Aires —por segunda vez— en 1580. Predominaban entre los compañeros de Garay los criollos, y tanto ellos como los españoles recibieron solares en la ciudad y tierras en los alrededores para que se radicaran. Buenos Aires fue una puerta abierta hacia el Atlántico y comenzó a atraer hacia ella a toda la región, en la que poco después se fundaron nuevas ciudades: Salta en 1582, Corrientes en 1588, Jujuy en 1593.

Durante largo tiempo fue muy pobre la vida de tales aldeas. La región no poseía minas y España no le prestó la atención que otorgaba a México o al Perú, y hasta llegó a prohibir que Buenos Aires comerciara desde su puerto. Pero la vasta llanura comenzó a producir inmensos ganados semisalvajes que pronto constituyeron una inmensa riqueza: el sebo y los cueros dieron origen a un comercio de alguna importancia, y las poblaciones urbanas se tonificaron con él, mientras se procuraban los productos que necesitaban por medio del contrabando.

En el Tucumán —que correspondía a la región noroeste del país— hubo violentas rebeliones de indígenas; en otras regiones fueron menos graves, y en el Paraguay trató de evitarlas el primer gobernador criollo —Hernandarias— encomendando a los jesuitas la fundación de misiones para reducirlos. Por su parte, los criollos que no encontraban perspectivas en las ciudades solían emigrar a los campos, donde se constituían poco a poco las “estancias”, en las que se recogía de vez en cuando un gran número de animales. Eran los vecinos afincados en las ciudades los que gozaban de mejores condiciones de vida. En todas las ciudades, diversas órdenes religiosas fundaron escuelas y en Córdoba comenzaron los estudios universitarios en 1622. Plácida y monótona, la vida aldeana se desenvolvía sin sobresaltos, excepto cuando se producía una rebelión indígena o cuando se sentía en Buenos Aires la amenaza portuguesa desde la Colonia del Sacramento. Este era el baluarte de los contrabandistas, y para reprimirlos el gobierno español decidió transformar a Buenos Aires en la sede de un nuevo virreinato, que quedó fundado en 1776.

Diez años antes habían sido expulsados los jesuitas del Río de la Plata, como de los demás dominios españoles, y el hecho había producido cierta polarización de las opiniones. El primer virrey fue Pedro de Cevallos, que les era fiel. A él le tocó acabar con los portugueses de la Colonia del Sacramento y abrir las puertas del comercio con Chile y Perú. El segundo virrey fue Juan José de Vértiz, partidario, en cambio, de la política de los ministros progresistas de Carlos III. En 1778 se creó la aduana de Buenos Aires y poco después se instaló en la ciudad la primera imprenta. Vértiz, que antes, siendo gobernador, había fundado una “Casa de Comedias”, tuvo otras muchas iniciativas: un colegio superior —el de San Carlos—, una casa de niños expósitos, un hospicio para mendigos y un hospital para mujeres fueron instituciones que él puso en funcionamiento y cambiaron la fisonomía de la ciudad. Años más tarde, en tiempos del virrey Arredondo, se autorizó el comercio con naves extranjeras y se creó el Consulado: su secretario, Manuel Belgrano, defendió los principios de la libertad de comercio y desafió a los comerciantes monopolistas. Por entonces, comenzaron a advertirse en Buenos Aires los primeros efectos de las ideas de la Revolución francesa, que arraigaron en algunos negros esclavos que soñaban con su emancipación, pero también en muchos criollos que comenzaron a participar de ellas. Los primeros periódicos que se publicaron en Buenos Aires, El Telégrafo Mercantil (1801) y el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802), reflejaban las nuevas preocupaciones por los problemas económicos y sociales.

Designado virrey en 1804, el marqués de Sobremonte debió enfrentar la invasión de un ejército inglés en 1806. La decidida acción del jefe del fuerte de Barragán, Santiago de Liniers, logró ponerle fin. La situación española era grave a causa de la amenaza de Napoleón, y un Cabildo abierto encomendó el mando militar de la plaza a Liniers, cuyo desempeño fue tan eficaz que contuvo una segunda invasión al año siguiente. Pero el apoyo popular a Liniers significó la polarización de los grupos criollos contra los grupos españoles tradicionalistas. El ambiente comenzó a agitarse a causa de las noticias que llegaban de España: la abdicación de Carlos IV, la prisión del rey, del príncipe heredero, la invasión francesa y la designación de José Bonaparte como rey. Hubo partidarios de diversas actitudes, pero se adivinaba que muchos pensaban en la independencia. Cuando la Junta Central de Sevilla designó virrey a Baltasar Hidalgo de Cisneros, las opiniones estaban definidas, y poco después, el 25 de mayo de 1810, un movimiento popular depuso al virrey y designó una Junta de Gobierno. Nunca más se restauró la autoridad española en el Río de la Plata.

Presidía la Junta Cornelio Saavedra y era uno de sus secretarios Mariano Moreno. Ambos representaban las dos tendencias que se oponían en aquella: Saavedra la conservadora y Moreno la liberal. Pero la acción del nuevo gobierno no se vería dificultada solo por esa oposición: el más grave problema era si las ciudades del interior respaldarían al gobierno surgido en Buenos Aires y si tolerarían que la antigua capital del virreinato siguiera siendo la cabeza de toda la región. Moreno trató de difundir el pensamiento de la Revolución francesa a través de sus artículos de la Gazeta de Buenos Aires, pero no halló mucho eco. Problemas urgentes y concretos surgieron en cada región, y pese a los esfuerzos militares de dos expediciones enviadas al interior, la situación del gobierno de Buenos Aires comenzó a debilitarse. Moreno debió renunciar y la Junta fue ampliada con representantes del interior, más bien moderados. Un Triunvirato la reemplazó poco después; y entretanto, Manuel Belgrano y José de San Martín lograban derrotar a las fuerzas españolas, pero sin aniquilarlas. En 1813 se reunió la Asamblea General Constituyente, que tomó numerosas decisiones que revelaban el predominio de los progresistas. También consagró el Himno Nacional que había compuesto Vicente López y Planes; y este hecho, unido a la creación de la bandera azul y blanca por Manuel Belgrano poco antes, revelaba la intención de afirmar la soberanía de la “nueva y gloriosa nación”. Pero la misión específica que la Asamblea se había asignado, que era constituir jurídicamente el país, no pudo cumplirse. Fue creado un Poder ejecutivo unipersonal —el Directorio— pero quedaron patentes las disensiones que separaban a Buenos Aires de algunas provincias; las del litoral y la Banda Oriental del Uruguay comenzaron a rechazar la autoridad del gobierno de Buenos Aires y poco después llegarían a las armas contra él.

Un nuevo intento de organizar la nación se hizo en 1816. Un congreso reunido en Tucumán volvió a fracasar en esa tarea. Pero en cambio asumió la responsabilidad, en medio de los mayores peligros, de declarar la independencia el día 9 de julio. Hizo frente a los peligros externos el general José de San Martín, que había preparado cuidadosamente un poderoso ejército para cruzar los Andes y aniquilar en Chile el poderío español. Cumplida la difícil travesía, San Martín derrotó en 1817 a los españoles en Chacabuco y al año siguiente en Maipú. La amenaza española quedó conjurada, pero los peligros internos de disgregación se acentuaron. Las provincias del litoral se alzaron en armas contra el gobierno de Buenos Aires, acusado de centralista. Esta fue, efectivamente, la orientación que el congreso dio a la constitución aprobada en 1819. Y frente a ella, la rebelión se hizo general. El 1 de febrero de 1820 las tropas provincianas derrotaron en Cepeda a las del gobierno central y obligaron a Buenos Aires a firmar el Tratado del Pilar. Según él, caducaba la autoridad directorial y se echaban las bases de un régimen federal, dentro del cual se establecía la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Era un golpe mortal contra la aduana de Buenos Aires, que constituía el fundamento del poder de la antigua capital del virreinato. Con el tratado del Pilar se cerraban diez años de infructuosos intentos de ordenar la nación sobre el modelo del virreinato. A través de sangrientas luchas se buscaría en adelante una nueva fórmula para la organización del país.

A la crisis del poder central siguió un período en el que cada provincia quedó librada a sus propias fuerzas. Las del litoral, cuya posición geográfica les permitía esperar un vigoroso desarrollo económico, pensaron en independizarse. Entre Ríos lo hizo en un momento de optimismo y la Banda Oriental lo intentó bajo la inspiración de José Artigas, pero ambas fracasaron. La segunda cayó bajo la autoridad de los portugueses, hasta que en 1825 un grupo de treinta y tres orientales mandados por Lavalleja promovió otra vez la anexión a Buenos Aires. Entre tanto, las otras provincias litorales así como las del interior del país mantuvieron el designio de restablecer la unidad nacional, pero, como se establecía en el Tratado del Pilar, dentro de un régimen federal. El obstáculo era su escaso desarrollo y su tradicional dependencia del puerto de Buenos Aires, de modo que cualquier solución debía fundarse en la inclusión de este, aunque sustrayéndole el privilegio de sus exclusivos beneficios. Tal solución era la que se buscaba a través del sistema federal.

Todas las provincias vieron surgir enérgicos jefes —los caudillos— que impusieron su autoridad sobre ellas. Estanislao López en Santa Fe, Bustos en Córdoba y sobre todo Juan Facundo Quiroga en La Rioja fueron figuras singulares de este período. Su prestigio popular fue grande, acaso porque compartían las tendencias y los rasgos de las masas criollas; se declaraban demócratas y lo eran, ciertamente, en un sentido primario; pero aun cuando expresaran los sentimientos colectivos, ejercían un poder discrecional que los convertía en verdaderos autócratas. Solo se exceptuó de tal suerte en 1820 la provincia de Buenos Aires que, por el contrario, logró establecer una democracia institucional y desarrollar una política moderna y progresista.

Tras el Tratado del Pilar, fue elegido gobernador de Buenos Aires Martín Rodríguez, de quien fue ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia. A él se debieron profundas innovaciones y reformas que cambiaron la fisonomía de la provincia e hicieron de ella un modelo que muchos quisieron que todo el país imitara. A la luz de la experiencia y de los principios progresistas, se reformó la justicia, el régimen municipal, el ejército, las escuelas y los colegios, las órdenes religiosas, la política económica, el régimen de la tierra pública; pero además se promovieron nuevas instituciones, como la Sociedad de Beneficencia y la Universidad de Buenos Aires, que se inauguró el 12 de agosto de 1821. En el orden político, el gobierno de Buenos Aires sancionó una Ley de Olvido, destinada a apaciguar las pasiones políticas, y promovió un tratado con las provincias del litoral para echar las bases de un entendimiento con ellas, que permitiera luego restaurar la unidad nacional.

Entre tanto, San Martín, que se había mantenido ajeno a las luchas civiles, había preparado una expedición para acabar con la amenaza del poder español. Desembarcó en la costa peruana y en julio de 1821 entró en Lima, proclamando la independencia del Perú: de este modo, la amenaza de una restauración del poder español quedó neutralizada. Pero otra amenaza exterior comenzaba a cernirse sobre las fronteras. Celoso de la decisión que los orientales habían adoptado en el Congreso de La Florida en 1825, Brasil —que se había independizado en 1822— rechazó la anexión de la Banda Oriental a Buenos Aires y declaró la guerra en diciembre de 1825.

Pocos días después, un congreso que sesionaba en Buenos Aires desde 1824 para tratar de constituir la nación, creó un Poder Ejecutivo nacional para hacer frente a la guerra. Bernardino Rivadavia fue elegido presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata y se encomendaron las fuerzas al general Carlos María de Alvear y al almirante Guillermo Brown. Mientras Rivadavia veía crecer la oposición interior —sobre todo a causa de la declaración de la ciudad de Buenos Aires como capital de la nación— la escuadra y el ejército triunfaban en los escenarios de la guerra. Brown en la batalla de Juncal y Alvear en la de Ituzaingó dieron al país la sensación del triunfo. Pero Rivadavia quería la paz a toda costa, preocupado por la crisis interna, y toleró las desventajosas negociaciones de su embajador Manuel José García, que ofreció a Brasil la posibilidad de crear un Estado independiente en la Banda Oriental, tal como lo sugería la diplomacia inglesa, deseosa de tener en el Río de la Plata un puerto ajeno a poderosas influencias. La situación hizo crisis. El congreso había sancionado poco antes, en diciembre de 1826, una constitución centralista que varios gobiernos de provincia rechazaron. Rivadavia presentó su renuncia en junio de 1827 y el intento de unificar la nación —desunida desde 1820— fracasó.

Buenos Aires eligió entonces gobernador a Manuel Dorrego, federal moderado, a quien tocó firmar la paz con Brasil y reconocer la independencia de la Banda Oriental. Pero al regresar los ejércitos, sus jefes se dispusieron a aniquilar a los caudillos federales. Los generales Lavalle y Paz asumieron esa responsabilidad. En 1828, Lavalle depuso y fusiló a Dorrego, y Paz se enfrentó con Quiroga en el interior, derrotándolo. Pero Lavalle tuvo que hacer frente a la rebelión federal que en la llanura bonaerense acaudillaba Juan Manuel de Rosas, y Paz fue hecho prisionero por Estanislao López en marzo de 1831. Los unitarios —como se llamaba a los partidarios del régimen centralista— quedaron en situación de inferioridad y el país se vio dividido en tres áreas políticas bien definidas, que eran también tres áreas económicas: el interior, bajo la autoridad de Juan Facundo Quiroga; el litoral, bajo la de Estanislao López y Buenos Aires, bajo la de Juan Manuel de Rosas. Sorpresivamente, Quiroga cayó asesinado en febrero de 1835 y poco después Rosas era elegido gobernador de Buenos Aires. La desunión de las provincias quedó consumada con el triunfo de los federales en aquella que defendía con más ahínco la tesis de la unidad.

Campeón del federalismo, Rosas realizó, sin embargo, una suerte de unificación del país. Pero no dentro de un sistema institucional, que él juzgaba prematuro, sino de hecho, en virtud del ascendiente que alcanzó sobre los demás gobiernos provinciales. El país logró una unidad laxa dentro de lo que se llamó la Federación, palabra que designaba al mismo tiempo al país constituido por provincias federales y al régimen político al que estaba sometido. La Federación reconocía la imprecisa autoridad del gobernador de Buenos Aires, con lo que moderaba la concepción básica de las autonomías provinciales. Pero reconocía, sobre todo, la vigencia de ciertas ideas, que eran más bien actitudes mentales. Era hostil a las formas de vida europeas, a las ideas liberales, a los cambios económicos, a la ilustración, a la libertad política. En realidad, los ideales de la Federación se relacionaban estrechamente con los del absolutismo español, tal como habían triunfado en España con la restauración de Fernando VII. Rosas era llamado “restaurador de las leyes”, y en tal título se descubría la hostilidad a cuanto habían hecho los gobiernos de la República desde la Revolución de Mayo.

Lo más singular de la Federación fue que dio al problema de la libre navegación de los ríos —fundamental para las provincias litorales— la misma respuesta que los antiguos gobiernos centralistas. La aduana de Buenos Aires siguió beneficiando exclusivamente a la provincia y el omnipotente gobernador obstaculizó enérgicamente la actividad económica del interior del país. Por eso, precisamente, contó con el apoyo de estancieros y comerciantes ingleses, que se beneficiaron con una suerte de monopolio para la venta de productos manufacturados. Apoyaron también a Rosas los estancieros criollos que formaban parte de su círculo, que además de obtener vastas extensiones de tierras obtuvieron pingües ganancias con las ventas de cuero y de tasajo.

La concepción política de la Federación suponía la unanimidad de opiniones; quienes no participaban de ellas debieron emigrar, y así se constituyó, sobre todo en Montevideo y en Santiago de Chile, un nutrido grupo de proscriptos. Todos combatieron al régimen. En Chile escribió Sarmiento el Facundo, vasto intento de explicación del fenómeno sociológico que se escondía detrás del ascenso de Rosas. En Montevideo escribió Echeverría el Dogma Socialista. Pero en esta ciudad, tan próxima a Buenos Aires, los proscriptos procuraron luchar activamente, preparando la guerra contra quien consideraban un tirano. Desde allí apoyaron al general Lavalle en sus diversos intentos militares y allí actuó el general Paz cuando las fuerzas adictas a Rosas pusieron sitio a Montevideo en 1843.

Para entonces la situación argentina se había agudizado. Hasta 1840 Rosas había conducido su política no sin cierta cautela. Pero ese año estalló una extensa insurrección a la que Rosas respondió no solo enfrentándola militarmente sino también extremando la represión. La persecución de los opositores fue enérgica y justificada a los ojos de los federales por el apoyo que les prestaba Francia, que había bloqueado el puerto de Buenos Aires para defender su propia posición en Montevideo. Las rebeliones frustradas se sucedieron, pero cuando pareció que Rosas podía imponerse en la Banda Oriental, Inglaterra se asoció a Francia y se enfrentó a él. Obstinado en sus ideas, Rosas acentuó la preponderancia económica de Buenos Aires y amenazó con ahogar a sus propios aliados, entre los cuales, el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, realizaba ciertos audaces experimentos para vitalizar la riqueza de su provincia.

Cuando diversas circunstancias obligaron a Francia e Inglaterra a levantar el bloqueo en 1850, el gobierno del Brasil asumió la responsabilidad de impedir que Rosas dominara las dos márgenes del Plata. Los antirrosistas encontraron un nuevo aliado, y ante la acentuación de las restricciones a la libre navegación de los ríos, Urquiza decidió encabezar la rebelión contra Rosas. En mayo de 1851, se declaró públicamente contra él y cruzó el río para obligar a las fuerzas rosistas a levantar el sitio de Montevideo. Logrado esto, volvió a su provincia y con un poderoso ejército invadió Santa Fe y Buenos Aires. En Caseros derrotó a Rosas el 3 de febrero de 1852, y el gobernador vencido se refugió en un barco inglés que lo alejó definitivamente del país.

Árbitro de la situación, Urquiza dependía, para promover la unidad y el ordenamiento institucional del país, de los designios de diversos grupos. Sus antiguos amigos federales y los gobernadores de las distintas provincias que lo habían apoyado aspiraban a una solución que no compartían totalmente los antiguos proscriptos. Atento a las fuerzas reales, Urquiza convocó a una reunión de gobernadores en San Nicolás, de la que surgió un acuerdo que garantizaba la libertad de comercio, la libre navegación de los ríos y el reparto proporcional de las rentas nacionales. Pero Buenos Aires, que no había visto con buenos ojos a Urquiza, rechazó el acuerdo y poco después se sublevó contra Urquiza. Este se abstuvo de intervenir y se dedicó a promover la reunión de un congreso que, en Santa Fe y sin representación bonaerense, dictó la Constitución Nacional, que fue sancionada el 1 de mayo de 1853.

Buenos Aires no juró la Constitución y con ello consagró la secesión entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina, que agrupaba a las demás provincias. Esta situación se mantuvo a lo largo de nueve años, durante los cuales las tensiones fueron en aumento. Sin embargo, Buenos Aires reconoció, al dictar su constitución provincial de 1854, que no renunciaba a formar parte de la nación. Pero a pesar de todo, enfrentó a la Confederación, cuyo gobierno ejercía Urquiza y había fijado su sede en la ciudad de Paraná. Mediante una audaz política fiscal, la Confederación trató de transformar a Rosario en un puerto internacional, por el que debían salir sus productos. Eran esos no solo los tradicionales de la ganadería sino, y cada vez más, las lanas y también los cereales que comenzaron a producirse en las colonias agrícolas que el gobierno estimuló, pobladas de inmigrantes atraídos por disposiciones generosas.

Pero la diferencia de poderío económico era inmensa. La Confederación se ahogaba por falta de recursos, en tanto Buenos Aires, pese a los ataques de los indios que se ensañaron con ella, poseía recursos cuantiosos. Desesperada, la Confederación apeló a una política de derechos diferenciales, favoreciendo las mercaderías que entraban directamente al puerto de Rosario; pero Buenos Aires respondió al desafío con otras medidas y las tensiones condujeron a la guerra. En 1859, Urquiza avanzó sobre Buenos Aires y derrotó a sus fuerzas, mandadas por Bartolomé Mitre, en la batalla de Cepeda. El resultado fue un pacto de unión, por el que Buenos Aires se declaraba parte de la nación y aceptaba la Constitución con algunas reservas. Diversos pasos debían conducir a la unidad nacional; pero nuevos conflictos estallaron y otra vez se enfrentaron los dos ejércitos. La victoria favoreció en Pavón a Buenos Aires, y el jefe vencedor, Mitre, asumió interinamente la presidencia de la nación. Convocado un congreso, fue elegido él mismo como presidente constitucional por seis años, funciones que asumió el 12 de octubre de 1862.

El período que transcurre entre 1862 y 1880 marca un viraje fundamental en la historia argentina. La acción orgánica y tenaz del poder público durante las tres primeras presidencias constitucionales no solo puso fin a los viejos problemas que se habían debatido durante cinco décadas sino que inició una era de cambios sustanciales en la estructura económica y social del país. Esta doble faz de la acción de las minorías gobernantes correspondía a un cambio profundo de mentalidad en la generación que llegó al poder después de la batalla de Caseros. Era el fruto de la paciente labor de estudio de los emigrados, de Alberdi, de Echeverría, de Sarmiento, quienes habían inculcado a sus contemporáneos la idea de que, tras las crisis políticas, conmovían fundamentalmente al país ciertos problemas profundos cuya solución era imprescindible. Llegada al poder, esa minoría emprendió la tarea de poner en marcha la Constitución, que recogía la dolorosa experiencia de muchos años y resolvía sabiamente los problemas institucionales al tiempo que establecía los principios generales del funcionamiento económico del país. Pero, al mismo tiempo, emprendió la tarea de poner en funcionamiento un plan económico y social que había sido esbozado por economistas y sociólogos durante largos años. Tal fue la labor que se desarrolló durante las presidencias de Bartolomé Mitre (1862-1868), Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y Nicolás Avellaneda (1874-1880).

Formó parte de los equipos de gobierno y del parlamento un grupo de hombres de formación muy homogénea, con preocupaciones e intereses análogos, y que concibieron la política nacional como una respuesta al desafío que lanzaba a los países como la Argentina una Europa que se industrializaba rápidamente. Esa política requería afianzar el ordenamiento interno y promover ciertos cambios económico-sociales. En el fondo, constituía una revolución; pero fue concebida como una acción lenta y firme, destinada a vencer innumerables obstáculos y a difundir una nueva actitud mental entre los sectores activos del país.

El ordenamiento interno no era cosa fácil. Las medidas necesarias para llevarlo a cabo rozaban siempre los viejos problemas que habían suscitado tantos conflictos. El gobierno nacional debió crear el Estado casi de la nada y en constante choque con otros poderes. Hubo que fijar los límites interprovinciales, fijar las jurisdicciones, resolver el espinoso problema de las relaciones entre el Estado nacional y la provincia de Buenos Aires, en cuya capital residían los dos gobiernos; hubo que resolver el problema de los ejércitos provinciales, que debían desaparecer, establecer los servicios de correos, suprimir las aduanas provinciales; hubo que fijar el sistema impositivo, establecer las normas contables, redactar y poner en vigencia los códigos y la administración de justicia. Todo esto, y mucho más, fue hecho metódicamente, hasta crear un vasto aparato de poder y administración para que funcionara en todo el país. No faltaron dificultades y hasta hubo algunas insurrecciones armadas, pero el Estado nacional las superó, como superó la amenaza de los indios, que finalmente fueron reducidos por el general Julio A. Roca en 1879. Vigente la Constitución y establecidos, uno a uno, los innumerables engranajes de la vida nacional, la dura etapa de la desunión de las provincias quedó superada.

Vestigios de esa lucha fueron las tensiones políticas, puestas de manifiesto, sobre todo, a la hora de resolver el problema de las candidaturas presidenciales. Mitre, porteño, fue el principal sostenedor de una política nacionalista provinciana y, con él, todos los grupos provincianos que recelaban de los porteños. Esta extraña combinación de suspicacias agitó la vida política y llevó a la presidencia, después de Mitre, a dos provincianos: Sarmiento y Avellaneda, que, con todo, mantuvieron la línea de la política nacionalista. Un problema, grave entre todos, suscitó una crisis peligrosa: el de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, en 1880, que la provincia resistió por las armas. Pero también este problema fue superado.

Desde 1865 hasta 1870, la Argentina mantuvo, junto al Brasil y al Uruguay, una dura guerra con el Paraguay, siempre vinculada con el problema de la navegación de los ríos. Vencedora, la Argentina sostuvo que “la victoria no da derechos” y procuró resolver los problemas internacionales con la mayor equidad.

Entretanto, la atención del país se volcaba cada vez más hacia Europa, como resultado de aquella actitud mental que habían adoptado las minorías dirigentes. Solo en relación con las posibilidades que ofrecía la economía europea podían hacerse los cambios que habían propuesto los economistas y sociólogos que veían en la realidad social del país la causa de su malestar político. En Europa había excedentes de población para poblar el vasto desierto argentino y, de acuerdo con el principio formulado por Alberdi de que, en la Argentina, “gobernar es poblar”, comenzó a fomentarse la inmigración masiva. Prevaleció la de los países menos desarrollados industrialmente, y llegó en número considerable. El saldo inmigratorio de la década de los sesenta a la de los setenta fue de 76.000 inmigrantes, y el de la década de los setenta a la de los ochenta fue de 85.000. Su distribución fue singular: se fijó preferentemente en las zonas del litoral, y como no hubo una política de colonización, fue muy grande el número de inmigrantes que permaneció en las ciudades o volvió a ellas después de alguna experiencia rural. Las ciudades, pues, crecieron rápidamente, sobre todo Buenos Aires, pero también Rosario, Bahía Blanca y otras en menor medida. Allí se dedicaron los inmigrantes a actividades comerciales, preferentemente, en tanto que los que habían permanecido en las áreas rurales trabajaron sobre todo en las nuevas regiones dedicadas a la agricultura.

Para ese entonces, el país comenzó a producir lanas en gran escala y, poco a poco, cereales; esto, unido a las carnes, que comenzaron a mejorar gracias a la mestización de los ganados, significó un considerable volumen de productos exportables. La inmigración fue un importante factor de progreso económico, pero creó algunos problemas inesperados. Sobre todo porque constituyó grupos marginales que no se asimilaban fácilmente. En Martín Fierro, el poeta José Hernández recogió el sentimiento de animadversión que los criollos manifestaron frente a este extranjero que venía a enriquecerse. Para acelerar la asimilación, se buscó el apoyo de la escuela pública, de la que Sarmiento fue propulsor entusiasta. En ella deberían familiarizarse los hijos de inmigrantes con las tradiciones del país y fundirse con los nativos.

Para estimular el desarrollo económico, se procuraron capitales extranjeros que se invirtieron en las grandes obras públicas que el país necesitaba. La más importante fue la de los ferrocarriles. Entre 1862 y 1880, se tendieron 2.516 kilómetros de vías férreas, iniciándose las líneas troncales que nacían en Buenos Aires y conducirían a su puerto las riquezas exportables que el campo producía. De ese modo, no solo la inmigración, sino también la riqueza y su distribución, contribuyeron al crecimiento de la capital.

Con la definitiva sumisión de los indios y la federalización de Buenos Aires, el presidente Avellaneda puso fin a una época. Su sucesor, Julio Argentino Roca, fue impuesto por el informe Partido Autonomista Nacional, el único verdaderamente importante y que reunía a los grupos influyentes de las provincias. Progresista y liberal de convicciones profundas, consideró que habían quedado enterrados todos los problemas que habían dividido al país desde 1810 y enunció su programa de gobierno con una fórmula muy significativa: “Paz y administración”. Era, sin duda, lo que querían las clases acomodadas del país, y sobre todo las que aspiraban a serlo. Se vislumbraba una vaga promesa de trabajo y de riqueza que estimulaba el optimismo colectivo, en un país que crecía a ojos vistas. Y el gobierno administró sabiamente dentro de un clima de paz, como invitando a todos a la prosperidad.

No sin sacudidas, el país aceleró el ritmo de su crecimiento y prosperó visiblemente. Los inmigrantes siguieron llegando en cifras crecidas. Con unos 4.000.000 de habitantes —como indicaba el censo de 1895—, el país recibió 800.000 inmigrantes en el decenio 1890-1899. Había recibido 1.000.000 en el decenio anterior; y en el quinquenio que precedió a la celebración del centenario de la Revolución de Mayo, en 1910, recibió 1.200.000. Así se explica, por ejemplo, que Rosario, que solo contaba con 23.000 habitantes en 1869, llegara a 91.000 en 1895. El país vivía una gran aventura. La gran aventura económica era la de los productos agropecuarios, que reportaban al país gruesas sumas. Pero la gran aventura social y cultural, menos visible, era la de la formación de un cuerpo social nuevo, de caracteres insospechados, de cuyo comportamiento futuro poco podía preverse. Pronto apareció la primera generación de hijos de inmigrantes y luego la segunda, cada una con rasgos sociales y culturales diferentes. En ese mar confuso, los viejos grupos de la aristocracia criolla cerraron sus filas, se retrajeron y acentuaron con ello la heterogeneidad del cuadro social.

Esa antigua aristocracia retuvo el gobierno del país. A su sombra se enriquecieron vastos sectores de recién llegados, pero ella conservó el control del poder. Con él impulsó la riqueza y consolidó la estructura económica del país. Los ferrocarriles prolongaron sus líneas, se construyeron puertos, diques y canales, redes de aguas corrientes y cloacales, edificios públicos y privados concurrían para llevar a cabo un vasto programa que haría de la Argentina un país de riqueza casi legendaria.

Pero el desarrollo vertiginoso de la riqueza trajo consigo sus riesgos. El clima de venalidad y de especulación se hizo intenso, y la inflación comenzó a crecer. En 1890, una crisis —quizá de crecimiento— estalló con caracteres alarmantes. Muchas fortunas se derrumbaron. Al año siguiente quebraron el Banco Nacional y el de la Provincia de Buenos Aires, y quedó en descubierto una inmensa deuda exterior. Fueron necesarios ingentes esfuerzos para restaurar el crédito nacional.

Sin duda, Roca cumplió con su lema. Pero no pudo impedir que se suscitaran otros conflictos distintos de los tradicionales. Eran los que traía consigo la nueva situación. Movido por sus concepciones liberales, Roca promovió algunas leyes —la de educación, la de Registro Civil— que plantearon un enfrentamiento entre católicos y liberales. En el orden político, la omnipotencia del presidente de la República comenzó a levantar resistencia en sus propias filas; y en los que no pertenecían a ellas, un sentimiento de frustración, puesto que la vida pública parecía patrimonio de unos pocos. Roca señaló a su sucesor, Miguel Juárez Celman, y a él le tocó soportar la crisis de 1890, en la que apareció por primera vez un movimiento político opositor de nuevo cuño. Una revolución popular reveló una corriente de opinión democrática que reflejaba los anhelos de esa vasta masa que había creado el progreso, la inmigración, la vida de las grandes ciudades, la riqueza: una masa políticamente inmadura, pero numerosa y aferrada a sus instituciones. Fue su portavoz Leandro N. Alem, orador inflamado que echó las bases de la Unión Cívica Radical; pero de las filas de esos revolucionarios saldrían Lisandro de la Torre, fundador de la Liga del Sur, partido santafesino de agricultores, y Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista. Así, en pocos años, el decorado del escenario político cambió completamente. El que se había montado después de Caseros quedó envejecido y uno nuevo apareció a la vista de todos.

Desde la revolución de 1890 hasta 1916, la vida política consistió en un esfuerzo desesperado de los grupos tradicionales por subsistir y en sucesivos esfuerzos de sus adversarios por entrar en escena. Los radicales fueron a la revolución dos veces, en 1893 y en 1905. Entretanto, comenzaron a sucederse las huelgas y los movimientos obreros en una escala que los grupos tradicionales consideraron peligrosa. En 1902, fue sancionada la Ley de Residencia, en virtud de la cual el gobierno podía deportar a cualquier extranjero que tomara parte en movimientos juzgados subversivos. Pero las huelgas siguieron y la represión fue cada vez más violenta, hasta llegar a un clima amenazador en 1909 y 1910. Para ese entonces, el Partido Socialista había conseguido llevar un diputado a la Cámara: Alfredo L. Palacios, elegido por la capital en 1904, a quien se debieron las primeras leyes sociales que tuvo el país.

Pero la inquietud de los sectores obreros —extranjeros en su mayoría— era un fenómeno ajeno a la inquietud de la vigorosa clase media, constituida por elementos criollos y por descendientes de inmigrantes, que no quería la protección del Estado sino su control. Aspiraba a compartir el poder con los grupos tradicionales o a ejercerlo sola si era posible. Por eso su exigencia era, en suma, la de poder votar libremente y llevar al poder a sus representantes. La Unión Cívica Radical que, muerto Alem, reconocía como su jefe a Hipólito Yrigoyen, fue la organización política que expresó esta tendencia.

La obstinación de los grupos tradicionales que ejercían el poder levantó contra ellos a algunos sectores de su propio seno, que temían las consecuencias de un enfrentamiento: Joaquín V. González, Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña fueron entre otros los que señalaron ese riesgo. En 1910, Roque Sáenz Peña ocupó la presidencia de la República y asumió la responsabilidad de dar al país la legislación electoral necesaria para que la democracia no fuera desvirtuada. En 1912, fue aprobada la ley electoral —hoy llamada Ley Sáenz Peña— y poco después fue puesta en vigencia en Santa Fe, donde los radicales obtuvieron su primer triunfo. En el año 1916, al producirse la renovación presidencial, Hipólito Yrigoyen obtuvo el triunfo.

La Unión Cívica Radical ejerció el poder desde 1916 hasta 1930. Marcelo T. de Alvear sucedió a Yrigoyen en 1922 y al término de su mandato, en 1928, volvió a ser elegido Yrigoyen, cuyo gobierno duró hasta la revolución de 1930, que lo depuso. Cuando llegó al poder, el radicalismo no tenía más bandera que el sufragio libre. Carecía de un programa orgánico frente a los problemas nacionales, y sin embargo, era evidente que entrañaba un estilo político original y cierta propensión a dar soluciones nuevas.

Sin duda, provenía esa actitud de la peculiaridad del conglomerado social que formaba el radicalismo. Compuesto de grupos de diverso origen —criollos unos e inmigrantes otros—, tenía sin embargo como denominador común un sentido de lo popular, una inequívoca preferencia por los sentimientos más que por las ideas, y un raro optimismo acerca del destino del país que le permitía confiar en la espontánea solución de los problemas. Todo esto —y más— encontraba su símbolo en Yrigoyen, cuyo atractivo personal ejercía una poderosa gravitación.

Al subir al poder, en plena guerra mundial, la economía argentina se beneficiaba con la fuerte demanda de materias primas. Habían surgido además algunas industrias de reemplazo y había plena ocupación. Pero la situación comenzó a cambiar poco después de terminada la guerra. Las exportaciones comenzaron a verse restringidas según las posibilidades de la economía de posguerra y las incipientes industrias tuvieron que afrontar la competencia de los productos que volvían a importarse. De ese modo, el tradicional ritmo de la prosperidad se vio alterado, precisamente cuando un clima mundial de renovación dejaba sentir su influencia en la Argentina.

La crisis de algunas industrias provocó, especialmente en Buenos Aires, un fuerte malestar obrero que culminó en algunas huelgas violentas. Las de enero de 1919 alcanzaron un punto álgido, sobre todo porque se vio en ellas un reflejo de las actitudes revolucionarias que flotaban en Europa al calor de la Revolución Rusa de 1917. También en el ambiente universitario se produjo por entonces una conmoción profunda. Grupos estudiantiles exigieron la separación de algunos catedráticos y el derecho a participar en el gobierno de la universidad, pero dieron a sus exigencias un carácter tumultuario que alteró la vida académica. Pronto se advirtió que tras los planteos estrictamente universitarios flotaban otras preocupaciones de carácter social. La reforma universitaria, que el gobierno apoyó para sustraer a los conservadores uno de sus reductos, alteró la fisonomía de las universidades y reveló —como las huelgas obreras— la aparición de un nuevo clima en el país. La mera conquista de la democracia formal, por la que el radicalismo había luchado, comenzaba a no parecer suficiente.

En el orden político, el gobierno de Yrigoyen chocó con una vigorosa oposición. Durante muchos años, el presidente había adoptado una postura intransigente frente a los gobiernos conservadores, prometiendo una victoria revolucionaria. Pero finalmente había llegado al poder por las vías legales que el conservadorismo había creado, y no pudo —o no quiso— romper la legalidad constitucional. De ese modo, el gobierno Radical debió enfrentar una vigorosa oposición en el parlamento y una hostil resistencia de la mayoría de los gobiernos provinciales. Fue, pues, muy difícil su acción, y casi imposible consagrar una legislación que alterara la organización básica del país. Sin embargo, mediante la intervención federal en algunas provincias, el gobierno consiguió quebrar las organizaciones tradicionales del poder y, poco a poco, el radicalismo fue controlando todos los mecanismos.

Un nuevo estilo político predominó en el país. Fuera de cierta imprecisión con respecto a las soluciones que debían buscarse para sus problemas fundamentales, el radicalismo acusó ciertas tendencias definidas. Sin duda, no compartía totalmente los principios del liberalismo económico; por el contrario, manifestó cierta tendencia a la estatización que se advirtió en el franco apoyo que prestó a las empresas nacionales, especialmente a Yacimientos Petrolíferos Fiscales, de la que el radicalismo hizo una bandera representativa de su nacionalismo económico y de su decisión de oponerse a los grandes monopolios internacionales. Por lo demás, una generosa y romántica actitud de solidaridad con los débiles llevó a Yrigoyen a definir una política opuesta a las intervenciones armadas.

Pese a que se habían desvanecido las promesas revolucionarias que el radicalismo había hecho desde 1890, pese a la transigencia con el conservadorismo, pese a su confusa política obrera, Yrigoyen llegó al fin de su mandato con un prestigio aun mayor que el que tenía al iniciarlo. Su bondad se hizo casi legendaria y su personalidad intocable. Así, su prestigio tuvo algo de carismático y se sobrepuso a las contingencias de la política cotidiana.

Su sucesor, Alvear, poseía un temperamento muy distinto. Intachable en su conducta pública y consecuente con sus ideas era, sin embargo, un hombre de mundo que en nada parecía un iluminado. Elevar la dignidad de la función pública y ajustar la administración fueron sus preocupaciones fundamentales; pero su gobierno careció de iniciativas importantes y, lo que es más grave, careció de visión frente a los problemas que se incubaban en esa agitada posguerra durante la cual se sometió a revisión todo el orden tradicional. Esa ceguera fue particularmente grave puesto que también estaba en revisión el sistema de las relaciones económicas, especialmente entre los países que constituían los principales mercados de la Argentina.

Así, la crisis económica de 1929 sobrevino sin que el radicalismo tuviera opiniones firmes sobre cuáles eran los recursos a que podría apelar si se conmovía el marco de su economía. El problema lo percibía claramente, en cambio, la oposición conservadora, muy vinculada a los intereses ganaderos, que eran los más amenazados. Una sorda resistencia contra el radicalismo comenzó a crecer, polarizándose en la figura de Yrigoyen, cuyo prestigio parecía asegurar su reelección. Efectivamente, en 1928 volvió a la presidencia, pero ya muy anciano e incapaz de ajustar sus ideas a una situación totalmente nueva. Su gobierno fue ineficaz, y como el peligro de un desastre económico se acentuaba, los conservadores promovieron un golpe militar que depuso al presidente en septiembre de 1930.

Políticamente, la revolución había sido un golpe contra el radicalismo. Pero en el fondo era la respuesta del orden económico tradicional a la crisis de 1929, que parecía destinada a alterarlo profundamente. Los conservadores se apoderaron del poder para defenderlo, dispuestos a afrontar todos los riesgos que tal decisión implicaba y sabiendo que la revolución sería impopular. Lo fue, en efecto. En su gestación se advirtió la presencia de grupos influidos por el fascismo italiano y partidarios del corporativismo y la dictadura. Pero pese a que el jefe militar de la revolución, el general José E. Uriburu, les profesaba cierta simpatía, no prosperaron y el país se vio conducido a una solución aparentemente constitucional y democrática, pero en verdad fundada en el fraude electoral. Proscripto el radicalismo, los poderes del Estado aparecieron con un estigma que debilitó su autoridad moral. El gobierno del general Justo, desde 1932 hasta 1938, emprendió una reforma económica destinada a contraer la producción y a garantizar las máximas seguridades para los exportadores de carnes. Lo más grave de esa política fue que, mediante una severa regulación de la producción, se disminuyeron las posibilidades de trabajo en vastas zonas del país, de las cuales comenzaron a emigrar densos grupos de trabajadores hacia el litoral y especialmente hacia Buenos Aires. Hubo ocupación para algunos en determinadas nacientes industrias, pero la desocupación fue notable. Este hecho, que debía tener importantes consecuencias, pasó inadvertido.

Más atrajo la atención pública el curso de los cambios políticos. El presidente Roberto Ortiz, que subió al poder en 1938, se propuso llevar al país a la normalidad institucional. Intervino la provincia de Buenos Aires y ofreció elecciones libres. Las tensiones aumentaron con ese motivo, pero bruscamente Ortiz renunció a causa de su progresiva ceguera, sucediéndole el vicepresidente, Ramón Castillo, profundamente conservador y ligeramente partidario del Eje. Esta última circunstancia modificó la línea neutralista de Ortiz. Pero el curso de la guerra modificó la situación y Castillo fue depuesto por una revolución militar en 1943.

Asumió la presidencia el general Pedro P. Ramírez ante la incertidumbre del país, que no comprendía el sentido del movimiento. Algo tenía que ver, sin duda, la situación de ciertos grupos demasiado comprometidos con el Eje y que deseaban controlar el poder al advertirse la derrota alemana. Una de las consecuencias fue una tardía declaración de guerra a Alemania y Japón en enero de 1944. Igualmente confusos fueron otros actos del nuevo gobierno. Pero todo ello perdió importancia frente al rápido ascenso de uno de sus miembros, el coronel Juan D. Perón, que ocupó la Secretaría de Trabajo y Previsión y, poco después, el Ministerio de Guerra. Desde ambos cargos, y gracias a una clara visión de la situación social del país, Perón pudo construirse una sólida base política.

Para lograrla, comenzó a actuar en los conflictos laborales inclinando el peso del Estado en favor de los sindicatos obreros, justificando su acción ante los sectores militares mediante una teoría de la organización para la defensa nacional que requería la coincidencia benévola de todos los sectores de la vida del país. Con todo, más importante que su acción misma fue su atractivo personal, su oratoria eficaz y, sobre todo, la explotación sistemática de ciertos tópicos que hicieron impacto sobre las masas suburbanas, naciente proletariado industrial falto de experiencia sindical y sensible a los matices autóctonos que Perón sabía introducir en su sencilla explicación de los complejos problemas contemporáneos. Un vehemente nacionalismo, encarnado en la hostilidad contra el embajador norteamericano, y una inflamada condenación de la oligarquía acentuaban el tono revolucionario de Perón.

Cuando se advirtió la magnitud de su fuerza, estos sectores se aunaron para neutralizarlo. Pero el movimiento militar que lo desalojó del poder a principios de octubre de 1945 fue arrollado por el movimiento popular del día 17 que, fuera del apoyo oficial que tuvo, reveló el impresionante volumen de la masa que lo defendía. Apartado de las funciones públicas, Perón concurrió a las elecciones de 1946 y obtuvo una fuerte mayoría que lo consagró presidente constitucional.

Reelegido en 1952, su gobierno abarcó desde junio de 1946 hasta septiembre de 1955. Durante ese largo plazo, Perón aprovechó la abundante disponibilidad de divisas que el país había acumulado durante la guerra para financiar una política de abundancia que consolidó su posición. Perón aseguró altos salarios a los obreros —cuyo monto los patronos trasladaban a los precios— y, además, leyes jubilatorias, indemnizaciones por despido, vacaciones pagas, aguinaldo y otras ventajas concretas que, pese a la inflación, daban la impresión a los sectores asalariados de hallarse dentro de un régimen de protección. El movimiento obrero oficial, agrupado dentro de la Confederación General del Trabajo, adquirió los caracteres de un grupo de poder. Y aun la masa no sindicada se aglutinaba alrededor de Perón por el atractivo de su oratoria y por la seducción que ejercía su esposa, Eva Perón, a quien le estaba encomendado el mantenimiento de ese fervor popular de hondo sentimentalismo.

En el orden político, el régimen sancionó una constitución en la que se admitía la reelección presidencial y se sentaban algunos principios de soberanía económica. Consecuente con ellos, Perón se manifestó decidido defensor del desarrollo industrial. Mediante el crédito estimuló la instalación de fábricas, aun cuando no afrontara los problemas de las industrias básicas. Para proteger la producción agropecuaria se creó el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio, que debía asegurar precios remuneradores para las cosechas. Esta tendencia a la intervención estatal se manifestó también en la nacionalización de los ferrocarriles, los teléfonos, el gas y la navegación fluvial.

Desde 1950, la situación comenzó a cambiar. Las reservas de divisas empezaban a agotarse y, al mismo tiempo, comenzaron a bajar los precios internacionales de las materias primas. Una sequía malogró las cosechas y la inflación se acentuó, de modo que los aumentos de salarios, cada vez más discutidos y controlados, no alcanzaron a cubrir el sombrío panorama que se divisaba. Todavía pudo la propaganda ocultar los fenómenos profundos. La Fundación Eva Perón, que presidía la esposa del presidente, otorgaba protección directa a aquellos que llegaban hasta su despacho y hacía espectaculares donativos en manifestaciones públicas. La esposa del presidente gozaba, sin duda, de una extraordinaria simpatía popular y cumplía una misión política fundamental dentro del régimen. Por eso su fallecimiento, ocurrido en 1952, fue un duro golpe para Perón, que tuvo que multiplicarse para atender las exigencias del sector militar y del sector obrero, sin descuidar la atención de la administración, cada vez más comprometida con una política que era difícil sostener.

Diversas circunstancias condujeron a un enfrentamiento entre la Iglesia Católica y el presidente. El gobierno suprimió la enseñanza religiosa y esbozó una tímida ley de divorcio. Entonces su base política se resquebrajó y perdió el apoyo de fuertes sectores militares. En junio de 1955, una sublevación militar fracasó, pero poco después, en septiembre, otra, encabezada por el general Eduardo Lonardi, triunfó, y Perón abandonó el país.

El general, Lonardi llamó “revolución libertadora” a la que había triunfado y proclamó el principio de que no había “ni vencedores ni vencidos”. Figuraron entre sus colaboradores inmediatos hombres que habían participado en el movimiento peronista al lado de otros que se habían mantenido en la oposición. Había también conservadores ultramontanos y liberales avanzados. Esta heterogeneidad revelaba la amplitud del apoyo prestado al jefe de la revolución, pero dificultaba la definición de una política. Mientras en ciertos sectores hubo una depuración rígida, en el movimiento obrero hubo una especie de transacción que impidió, por cierto, que la revolución tomara un carácter violento. A fines de año, los grupos liberales desafiaron al presidente y le exigieron la dimisión, reemplazándolo el general Pedro E. Aramburu.

Ante la gravedad de la situación económica, el gobierno había solicitado un informe al economista Raúl Prebisch, cuyo diagnóstico fue grave. Con todo, las soluciones que propuso no fueron aceptadas y la controversia entre partidarios de la libre empresa y partidarios de la planificación, con distintos grados de intensidad, se inició entonces y habría de continuar. Frente a la Confederación General del Trabajo se adoptó una actitud más enérgica, sobre todo después de producirse un conato revolucionario peronista que fue sofocado.

Consecuente con su posición liberal, el gobierno llamó a una Junta Consultiva a los principales partidos políticos, con exclusión de la Unión Federal —de extrema derecha—, el Partido Comunista y los sectores peronistas. Ante la perspectiva de encaminar al país hacia la normalidad, el gobierno convocó una Asamblea Constituyente en Santa Fe. Las elecciones sirvieron para tantear el estado de la opinión pública. La Asamblea, en cambio, apenas pudo restaurar la vigencia de la Constitución de 1853, agregándole algunos capítulos declarativos. La tensión política estaba ya referida a la elección presidencial que se esperaba, y la Unión Cívica Radical, que era el único partido que podía competir con el peronismo, se había dividido en dos sectores: la Unión Cívica Radical del Pueblo y la Unión Cívica Radical Intransigente. Esta última fue acusada de haber logrado un vago acuerdo con algunos sectores peronistas: lo cierto es que su candidato, Arturo Frondizi, resultó triunfante en las elecciones de 1958.

Fiel a su palabra, y resistiendo muchas presiones, Aramburu entregó el poder a su sucesor. Se inició entonces una era de audaces iniciativas, que el país suponía maduramente estudiadas gracias a la imagen que de sí y de su programa había sabido dar el partido triunfante. En el orden social, el gobierno promovió la Ley de Asociaciones Profesionales, que consolidaba el movimiento sindical y la Confederación General del Trabajo. En el orden económico, su política fue de desarrollo y puso el mayor énfasis en el petróleo, en la siderurgia, en la petroquímica y en otras industrias básicas. Para estimularlas, el gobierno buscó capitales extranjeros y obtuvo fuertes empréstitos, realizando algunas veces, como en el caso de las empresas petroleras norteamericanas, contratos que vastos sectores consideraron perjudiciales para la economía del país. De todos modos, la explotación petrolífera se intensificó, al par que crecían otras industrias, especialmente la automotriz.

Pero la situación política fue desde el comienzo muy inestable. La sensación de que el gobierno había triunfado gracias al apoyo del peronismo creó a su alrededor un ambiente de sospechas por parte de ciertos grupos políticos y, en especial, de las fuerzas armadas. Muchas figuras del gobierno fueron objetadas por estas y muchos actos censurados directamente. Siempre tensas, las relaciones entre el Poder Ejecutivo y las fuerzas armadas llegaron a ser amenazantes. No faltaron los emplazamientos ni las rebeliones abiertas, en tanto que el presidente perdía poco a poco la autoridad y la fuerza que hubiera necesitado para enfrentarlos.

Al aproximarse las elecciones de 1962, las tensiones se acentuaron. El peronismo parecía tener mayoría y muchos sectores antiperonistas —entre ellos las fuerzas armadas— sostenían que tolerar su regreso al poder era traicionar a la Revolución Libertadora. El dilema era, pues, o la proscripción del peronismo o su triunfo. El gobierno aseguró a las fuerzas armadas que el partido gobernante triunfaría, especialmente en la provincia de Buenos Aires, donde debía elegirse gobernador. Pero los hechos desmintieron esas afirmaciones. Triunfante en Buenos Aires el candidato peronista, Frondizi intervino la provincia y adoptó otras medidas desesperadas. Pero fue inútil. El gobierno había perdido la confianza de las fuerzas armadas y estas no vacilaron en deponerlo en marzo de 1962.

El vicepresidente José María Guido asumió el poder. Su política fue vigilada de cerca por las fuerzas armadas, que para entonces se dividieron profundamente. El país estaba en una encrucijada y hubo un comienzo de guerra civil. El bando “azul” se impuso finalmente y fijó la política del gobierno, que llamó a elecciones generales. Resultaron electos numerosos legisladores y algunos gobernadores de provincia peronistas. Pero para la elección presidencial el candidato del “Frente” que agrupaba al peronismo, a la Unión Cívica Radical Intransigente y al Partido conservador Popular no pudo llegar a las elecciones. Mediante la aplicación de diversas disposiciones legales fue impuesto el criterio de que subsistían las condiciones políticas creadas por la revolución de 1955.

Quedaban enfrentados los candidatos de algunos partidos menores con el de la Unión Cívica Radical del Pueblo, Arturo U. Illia. Este último obtuvo el mayor número de sufragios y en el Colegio Electoral fue elegido presidente con el voto de varios partidos políticos. El 12 de octubre de 1963, asumió la presidencia de la nación.