Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval. 1950

La vasta crisis que se desencadena en las postrimerías del siglo XIII y caracterizará los dos últimos siglos medievales en la Europa occidental tiene en Dante Alighieri un testigo singular. Quizá no se ha reparado suficientemente en la vibración histórica de su pensamiento, y sobre todo en la certeza de su apreciación de la realidad cambiante que lo rodea. Cierto es que, frente a la crisis, opta por defender polémicamente el orden que se derrumba y que, por lo demás, carecía en la realidad de la perfección que él le atribuía. Pero eso no obsta para que su apreciación de la crisis se dirija con precisión a sus puntos vitales y descubra en ellos exactamente la mutación que se opera.

En dos planos se sitúa el caudal de sus observaciones: el del mundo y el del trasmundo, fundidos en el pensamiento y en la actitud vital de la Alta Edad Media, y que la crisis tiende a discriminar. En uno y otro, separadamente, nos será dado contemplar la indagación del poeta, observador apasionado pero certero.

I

La crisis en el orden del mundo

La peculiaridad de un mundo que se desordenaba y caía en la anarquía, comenzó a hacerse evidente a los ojos de Dante con motivo de los conflictos de la comuna florentina. Los problemas de la convivencia social y política aparecieron entonces ante su vista con los caracteres de un proceso de desintegración, y a partir de su experiencia en el orden comunal, Dante proyecta sus esquemas hacia los órdenes más vastos en que aquél se incluía: Italia, el imperio, el papado, el mundo entero concebido con cierta doble y heterogénea calidad de unidad ideal y de conglomerado real. Sobre esas realidades, vinculadas a su esquema originario, ejercita el poeta su penetrante visión, en tanto que las nuevas realidades que se constituían —estados territoriales, reinos— no alcanzan a atraer suficientemente su atención inteligente.


Florencia y el orden comunal

De origen güelfo y partícipe de las luchas urbanas, Dante se nos aparece compenetrado de los ideales comunales y sumergido dentro de sus límites. Esa compenetración con su ciudad llevó al poeta a una activa participación en su vida política. Su derrota lo condujo al exilio, y durante ese tiempo consideró reflexivamente el sino de Florencia, de modo que su actitud crítica puso ante sus ojos el problema de su propia ciudad y el de todas las comunas independientes.

Referida a Florencia, esa actitud crítica se proyecta en su imagen de la “cittá partita”, a la que se refiere al interrogar a Ciacco sobre las causas de las discordias que la ensombrecen, ciudad de tan variable suerte que parece sufrir un sino trágico. Las sucesivas convulsiones que la sacuden en el siglo XIII mueven al poeta a recordar un pasado mejor— el que recuerda Cacciaguida— anterior a la crisis de expansión que debía producir tantas y tan graves transformaciones. Entonces la ciudad era pequeña y concentrada:

Fiorenza dentro da la cerchia antica

y su población se caracterizaba por su pequeño número y su íntima homogeneidad. Pero poco a poco —en un proceso de causas generales que obran sobre Florencia y sobre todo el occidente europeo— la vieja comuna comienza a transformarse tanto en su estructura económica y social como en su fisonomía política y moral, y empieza a difundirse “il maladetto fiore”.

Dante descubre la mutación económica que constituye uno de los rasgos fundamentales de su época, provocada por la concentración en Florencia de nutridos grupos provenientes del contado; tras ella la ciudadanía, antes pura, se tornó híbrida y permitió el ascenso de grupos ávidos cuyas ambiciones darían por tierra con el orden tradicional (Comm. , Par., XVI, 49 y sigs.). A esta mutación económicosocial correspondía la persistente inestabilidad política que tanto preocupaba a Dante y que, conduciendo a la lucha entre las facciones, hacía resaltar la importancia de un poder regulador pues, como dice en De Monarchia, “allí donde puede haber un litigio debe haber un juicio”. En las sucesivas mutaciones reconoce Dante sobre todo la presión de las ambiciones personales y escapan a su observación otros fenómenos que explicarían los hechos en sus rasgos generales.

Pero más grave todavía parece a Dante la mutación moral que observa, en parte contemplando la realidad y en parte proyectando sobre ella los viejos tópicos de los historiadores y moralistas de la Antigüedad. El tiempo antiguo —como tantas veces— adquiría a sus ojos la más alta jerarquía moral porque veía en él confundidas las virtudes fundamentales y la sencillez de las costumbres. Giovanni Villani haría la misma observación, y tenían ambos un fundamento cierto, pues entre aquella época y la de ellos interponíanse aquellas mutaciones económicosociales que no por trascender del ámbito comunal se notaban menos en la ciudad toscana.

Dante señala en aquel pasado los rasgos de una existencia simple, ajena a las inquietudes nacidas de la riqueza y a las preocupaciones por el lujo; era aquél un “vivir reposado y bello”, Florencia “una dulce morada”, a la que parecía justo llamar, recordando sus dos virtudes predominantes, “sobria y púdica” (Comm., Par., XV, 97 y sigs.). Pero después, tras la crisis, la ciudad adquiere los rasgos que el poeta hace describir a Ciacco y a Brunetto Latini. Los corazones han sido mordidos por las tres fieras —soberbia, envidia y avaricia— y los florentinos han olvidado no sólo sus antiguas virtudes sino también toda virtud, hasta el punto de tornarse enemigos de ella y perseguir a quienes la practican y defienden. De ese modo, lo que constituía su antigua gloria se desvanecía y la comunidad se sumía en el piélago de los intereses inmediatos, que producían con sus movimientos la inestabilidad política que caracterizaba a Florencia.

Esa inestabilidad política se refleja en las constantes luchas intestinas. Dante se atiene a la versión corriente acerca del origen familiar del conflicto que polarizó las opiniones alrededor de los grandes núcleos que orientaban la política del Imperio, el papado y las comunas. Poco después, Florencia no era ya sino una pieza en el tablero de un juego que la sobrepasaba y, al advertir el hecho, se detiene Dante a considerar la constante intromisión de las potencias extrañas en el ámbito florentino, acusando su certidumbre de que el orden comunal marcha hacia su crisis.

También hubieran podido considerarse como intromisiones extrañas las de los emperadores alemanes; pero sin duda correspondían al orden tradicional y Dante las admite como inseparables de la situación de la Italia central y septentrional. Cosa distinta ocurría a sus ojos con otros elementos del juego de poderes, especialmente a partir del momento en que el papado comenzó a dirigir sus miradas hacia Francia para escapar a la presión del imperio. El papado mismo y sus vicarios franceses aparecen desde entonces como agentes extraños al desenvolvimiento de la comuna, desprovistos de todo derecho y sostenidos por la fuerza. Por eso castiga Dante tan decididamente a Carlos de Anjou y a Carlos de Valois, así como el tronco real de los Capeto, responsables de la nueva era que se abre el papado (Comm , Purg., XX, 49 y ss.). Pero nadie pareció a sus ojos tan responsable de las interferencias extrañas en el desenvolvimiento de la comuna como el propio pontificado, representado sobre todo en la persona de Bonifacio VIII, a quien movía una ambición desmedida y el afán de oro. Era una mutación radical en el orden del mundo —un vasto mundo muy impreciso en el que se proyectaba una parva realidad— que arrastraba el destino de las comunas y presagiaba una era de radical desasosiego.

El destino de Italia

Sin duda el destino de las comunas libres estaba unido, en el espíritu de Dante, al destino de Italia, vieja unidad histórica sobre la que vagaba el elogio de Virgilio en el segundo libro de las Geórgicas, tierra privilegiada y “donna di provincie” en otro tiempo, en cuyo suelo había fundado el pueblo romano el reducto de su grandeza y había echado los fundamentos históricos de su derecho el dominio imperial.

De aquella unidad histórica no quedaba ya, ciertamente, sino un vago recuerdo y la certidumbre —no completamente justificada— de que subsistía como una unidad espiritual. Lo que había en Dante de antiguo güelfo movíalo, seguramente, a afirmar el derecho de las comunas a la independencia, en tanto que lo que en él había arraigado de gibelino conducíalo a aceptar —o a desear— la inclusión de Italia dentro de un orden imperial, orden laxo pero eficiente, sin que nada de todo ello —según parece— lo impulsara a imaginar una Italia autónoma y unificada. Si ésta adquiría en su espíritu altísima jerarquía era como centro natural del Imperio, como baluarte de sus fundamentos históricos y jurídicos, pero no como unidad política independiente, sueño que nada en la tradición del orden que Dante quería restaurar podía apoyar. Y en este último aspecto, la política de los güelfos, la actitud del pontificado y la orientación que se adivinaba en los Anjou de Nápoles significaban otros tantos atentados contra sus ideales.

La atención de Dante está atraída de manera eminente hacia el destino de la Italia central y septentrional, de la que provenía su más vigorosa experiencia histórica. Junto al destino de Florencia, el poeta se preocupa por el de Pisa y el de Pistoya, muy próximas a su propia suerte y vinculadas a la trágica escisión entre güelfos y gibelinos; y no menos le preocupa la romana, tan estrechamente ligada al destino imperial y al duelo entre el Imperio y el papado. En estos y en otros lugares descubría Dante los signos de los tiempos: la progresiva declinación del orden comunal, la decisión cada vez más firme de desprenderse de la dependencia imperial, la lucha entre las facciones, la vigorosa penetración de las influencias del pontificado y la aparición de las señorías. Todo ello convulsionaba a Italia y la sumía en el caos, apartándola irremisiblemente de la que Dante consideraba vehementemente como su intransferible misión histórica, y que hacía de ella la condición necesaria del orden universal y de la paz, condición a su vez de la felicidad del género humano.

Causa de la resistencia frente al imperio era el pontificado, y sobre éste recae la más violenta imprecación del poeta, pues destruyendo la relación entre Italia y el imperio se conspiraba contra el orden que el papado debía ser el primero en sostener con enérgica decisión. Ya se verá hasta qué punto está llena de odio esta condenación; pero ahora conviene sólo destacar la sanción que merece a sus ojos todo el que se ha prestado a favorecer la política deletérea del papado: los emisarios pontificios, los intrigantes y traficantes que recogían sus inspiraciones en Roma, y sobre todo los príncipes de la casa de Anjou que echaban al fuego de las luchas internas de las ciudades italianas la leña de su ambición y su poder.

Todo ello sumía a Italia en una desgracia que crecía hasta parecer irremediable, y la apartaba cada vez más de lo que Dante seguía aferrado en sostener que constituía su misión histórica. Italia era el núcleo de la romanidad, pero estaba abismada en la guerra civil:

el’un l’altro si rode

di quei ch’un muro ed una fossa serra.

De su antigua privilegiada posición había descendido hasta la miseria y la anarquía, por lo que estaba desierto “il giardin de lo’mpero”. En este punto lanza Dante su punzante pregunta sobre cuál es el arcano de Dios que se esconde tras los insondables males de su época, entre todos los cuales la declinación de Italia parécele el más grave, abandonada del papa y del emperador, y ya empalidecida su estrella frente a la de las nuevas potencias que surgían sobre el horizonte.

La crisis del papado

La suerte de Italia no era a los ojos de Dante sino el resultado de la torpe política del papado, víctima a su vez de sus errores. Su misión hubiera debido ser siempre la del pastor de almas, una misión de paz y amor, y cada vez se apartaba más de ella. Habíase llegado a ese estado como consecuencia del más grave y dañoso paso que diera el imperio respecto del papado: la donación de Constantino —admitida entonces— y en la que Dante ve el punto de partida de todos los males ulteriores. Desde entonces las preocupaciones terrenales arrastraron a la Iglesia, en la que el dinero

c’ha desviate le pecore e li agni,

pero che fatto ha lupo del pastore.

Era la misma línea interpretativa de algunos de los poetas provenzales —como Peire Cardinal— y de algunos predicadores entre místicos y revolucionarios. Dante recuerda con verdadera indignación a Nicolás III, a Bonifacio VIII, a Clemente V, en quienes la codicia resulta repugnante y la fiebre de poder obsesiva. Cegados por la ambición, los papas quisieron ser como reyes y emperadores y comenzaron por negar el derecho eminente del Imperio, obstaculizando su acción y llegando hasta a afirmar que el emperador depende del vicario de Cristo, error que Dante rebate largamente en el tercer libro de su De Monarchia. Todos los vicios propios de la vida mundana infectaron desde entonces a la Iglesia, y Dante fustiga a sus miembros con dureza. Recuérdense las palabras de Pier Damiano y de San Benito, que culminan en las que pronuncian San Pedro y Beatriz sobre el mismo punto. Hay en las de esta última: “Sappiche’l vaso che’l serpente ruppe” una amenaza que se relaciona con la primacía asignada por Dante al imperio en el plano terrestre, primacía, que, pese a su experiencia, esperaba el poeta que volviera a manifestarse.

La crisis del Imperio

Su experiencia, en efecto, no acusaba sino la certidumbre de que el orden imperial hallábase en crisis, y la idea del Imperio adquiere en su espíritu el perfil de una esperanza de salvación, acaso reminiscencia de las promisorias palabras de la IV Égloga de Virgilio. Es él, precisamente, quien anuncia al poeta la llegada de una era feliz en que el misterioso Veltro ha de obrar la purificación de la humanidad. La bestia, símbolo de la avaricia, será vencida por quien restaure la dignidad del género humano, devolviéndole a su existencia civil la antigua honestidad.

Un emperador o un príncipe poderoso se esconde, sin duda, en la imagen del lebrel capaz de contener la acometida de las bestias. Su papel debía ser continuar la línea de aquellos señores que, fieles a su misión, establecieron la paz y el orden en el mundo, un mundo en el que por cierto el poeta discrimina la excepcional significación de Italia, cuna y baluarte del Imperio. El poeta recuerda a Augusto porque instaura la paz, a Justiniano porque ha vuelto a ajustar los frenos de Italia, y sobre todo a los primeros Staufen que hicieron del dominio de Italia punto central de su política. Dante se adhiere a los Staufen por viejas y nuevas razones. Si esperó mucho de Enrique VII, sintió justificadas sus ambiciones y sus esperanzas por la adhesión de su antepasado Cacciaguida a Conrado III, defensor de los cristianos. Esta defensa, en una y otra tierra, había sido antaño la misión de los emperadores, antes de que se suscitaran las trágicas consecuencias de su tiempo, en las cuales la negligencia o la cobardía habían triunfado sobre el claro deber.

Torpeza había sido antaño en Constantino “hacerse griego” y abandonar el centro natural del Imperio: de esa torpeza participaron luego, de modo aún más culpable a sus ojos, los últimos Staufen, Rodolfo I y Alberto I, que vacilaron en descender a Italia y dejaron que prosperaran los vicios que corroían las ciudades italianas y las ambiciones del papado. Nada de lo que fundamenta esa presunta deserción parece a sus ojos capaz de explicar ese abandono, pues para Dante el problema imperial se centra en Italia y no en Alemania, del mismo modo que sólo a través de Italia percibe la profunda crisis que, arrastrándola, la excede y se radica con caracteres diversos en otros ámbitos. Hasta tal punto es firme en Dante esa convicción que no vacila en considerar vacante el trono imperial desde la época de Federico II hasta la de Enrique VII a causa del abandono de Italia. Y por haber vuelto a pensar en su destino y haberla sentido como indisolublemente unida a la corona imperial, el poeta confiere a este último una altísima dignidad y una misión renovadora, que anuncia Beatriz con misteriosas palabras:

Non sará tutto tempo senza reda

l’aquila che lasciò le penne al carro…

Su afán debía ser “drizzare Italia”, esto es, volver a restablecer el orden imperial en el que ella ocupara el lugar que le correspondía; pero cuando quiso cumplir esa misión, las circunstancias se mostraron ad versas: demasiado tarde, dice una vez; demasiado pronto señalará más adelante; porque era en efecto demasiado tarde y demasiado pronto según que se considerara la perspectiva del viejo y del nuevo orden.

Con todo, la frustración de sus propósitos no disminuía la grandeza de Enrique VII, cuya alma debía reposar augusta en el más alto cielo. Su antorcha debía pasar a otras manos, y ya la inagotable esperanza del poeta descubría en Cangrande della Scala el nuevo predestinado por la estrella de Marte.

Esta última perspectiva revela el signo peculiar de su concepción del orden imperial. Nada podía ocultar a sus ojos las limitadas posibilidades del señor gibelino de Verona que, en el mejor de los casos, hubiera podido crear un nuevo orden político en una parte de la Italia septentrional. Y sin embargo, en él se depositaba la nueva esperanza, precisamente porque el orden imperial significaba eminentemente para Dante la restauración del antiguo sistema político, en el que el imperio ejercía sobre Italia una autoridad laxa aunque suficiente para asegurar su predominio y mantener la sujeción de otras fuerzas odiadas y temidas. Tal era el orden político a que aspiraba Dante, que sólo en el plano de los grandes ideales podía relacionarse con su concepción ecuménica, esa concepción que lo movía a decir que la jurisdicción del emperador “ha per confine soltanto l’Oceano”, esto es, la tierra entera. En el plano de la realidad, en cambio, la imposibilidad de constituir no sólo esa vasta unidad política sino siquiera la más reducida que había organizado Otón I, suscitaba en su ánimo la misma inquietud que en los joaquinistas había despertado la crisis de la Iglesia, cuyos vicios habían destruido toda posibilidad de un orden establecido sobre ella. Así se dibujaba la crisis por todas partes, y el poeta, mientras percibe sus signos inequívocos, se niega a descubrir todas las otras fuerzas históricas que surgían potentes y vigorosas, y en particular los estados nacionales que aparecían cada vez más nítidamente como las verdaderas y vigentes entidades históricas del tiempo que empezaba. La significación de Nápoles y Sicilia, Aragón, Francia, Castilla, Inglaterra era tan obvia que apenas puede suponerse que Dante no la advirtiera, de modo que en su negación es necesario ver una deliberada contraposición de un orden jurídico ideal respecto al plano de la realidad, a su juicio desencaminada. El caso típico es el de Francia, castigada reiteradamente en su dinastía reinante, ligada de manera tan estrecha a su experiencia y símbolo de una nueva realidad que surgía de la disgregación del orden tradicional. Pero no menos violenta es la actitud de Dante con respecto a los otros reinos, visible en la sanción contra todos los monarcas de su tiempo. Viendo lo que ve, Dante toma partido por el mundo ideal que reconstruye sobre la imagen del pasado, y se propone luchar por su restauración, en homenaje a su antigua grandeza, a su inmaculada perfección.

II

La crisis en el orden del trasmundo

Una experiencia personal conduce también a Dante a la percepción de la crisis que se opera bajo sus ojos en el orden del trasmundo. La dolorida fuga del amor sensual habíalo situado en el plano del amor absoluto tras su primera transfiguración, y desde él había de ascender luego hacia otro aún más alto. El tránsito desde la Vita Nuova al Convivio supone un pasaje desde la experiencia poética hacia la experiencia cognoscitiva y una segunda transfiguración del amor, concebido ahora como estudio y forma de la filosofía.

En ese tiempo que transcurre entre la muerte de Beatriz y el “mezzo del cammin” de la vida, Dante se sumerge en la sabiduría, introduciéndose “nelle scuole de religiose e alle disputazioni de filosofanti” y, por cierto, alcanza una profunda compenetración de su caudal. Empero, otras preocupaciones atrajeron también por entonces su atención, preocupaciones propias del mundo y de la carne, a las que alude Dante al ser interrogado por Beatriz en un diálogo revelador:

Ond’ella a me: “Per entro i mie’ disiri…”

Sin embargo, no tardó Dante en advertir cómo se perdía en una selva oscura, poblada de bestias peligrosas, y testimonio de este despertar es el comienzo de la Commedia. Muy pronto advirtió también que no le bastaba la sabiduría humana para recobrar la buena vía, y aunque su salvación no podía ser exclusivamente suya, sino de todos, de su comunidad, de Italia, del Imperio, del mundo entero necesitado de un redentor, lebrel seguro y poderoso que espantara las bestias amenazadoras. Una esperanza renace entonces en su corazón, según el consejo de Virgilio, melancólico por su imposibilidad de acompañarlo en toda su extensión. Una transfiguración del amor se opera en su conciencia y se fija en

l’amor che move il sole e l’altre stelle.

Desde allí se propone reproducir idealmente el largo camino recorrido hacia la culminación de su desarrollo espiritual, hacia la conquista de su nueva y definitiva verdad, para mostrar a los que permanecen enceguecidos como él lo estuvo, la negrura de la selva, la perfidia de las bestias, la pertinacia del error que conduce por falsos caminos y el fatal engaño de quienes abandonan la verdadera fe por apariencias tan seductoras como condenables. El orden del trasmundo, condición necesaria del orden mundanal, delata a sus ojos la crisis en que se agita, y el poeta clama a sus semejantes desnudando su corazón para que su propia experiencia sirva de ejemplo a los extraviados. Pero el desierto comienza ya a constituirse alrededor de su clamor y Dante empieza a pensar, como otros por entonces, en la necesidad del hórrido castigo para los pertinaces. La era de la misericordia terminaba y el juicio dantesco corresponde a la inspiración de todos aquellos que participaban de la certidumbre de que tan sólo el fuego purificador podía restaurar un orden que se desvanecía por la imperceptible acción del pensamiento crítico.

Omisión del trasmundo

Una progresiva exaltación de la fe y una polémica afirmación del orden del trasmundo, debían conducir a Dante no sólo a la rápida percepción de las actitudes agnósticas y ateas —ya conocidas, sin duda— sino también al agudo análisis de su significación y a la búsqueda de sus supuestos y consecuencias.

Todas las actitudes incrédulas y las que provenían de un naturalismo más o menos desembozado fueron reunidas por Dante —como solíase por entonces, de manera polémica— bajo el signo del epicureísmo, cuyos fieles halla agrupados en el sexto círculo. La incredulidad acerca de la otra vida esconde el último secreto de la crisis que Dante contempla. La larga línea de la incredulidad medieval —o de una credulidad harto tibia incapaz de incidir sobre la radical actitud ante la vida— adquiría una notable significación tras el ejemplo de Federico II, homo pestifer et maledictus, scismaticus, hereticus et epycurus, como dice Salimbene. Dante la había visto antes —sin extrañeza, por cierto— en Cavalcanti, pero sólo ahora descubría las proyecciones que esa actitud entrañaba. Y símbolo elocuente de esa actitud era el grande y noble Farinata degli Uberti a quien, aun sometido al tormento, concede el poeta la entereza de perseverar en su incredulidad.

Más que el duro tormento que sufría, torturaba aún entonces al viejo gibelino el desastre que sufría su partido, porque sólo regían para él los valores propios del mundo terrenal, sin que gravitaran sobre su conducta los propios del trasmundo. Esta actitud, que suscitaba en Dante el recuerdo de su propio extravío, hacía vibrar ahora su espíritu lleno de indignación, lleno también de seguridad en la salvación individual y en la salvación del mundo por obra de la fe. Esta certidumbre le hace estallar violentamente cuando recapacita sobre quienes juzgan finiquitada la vida con su curso terrestre, sin reparar en que vivir

è un correre a la morte

y tras ella empieza la verdadera vida.

La certidumbre de la existencia de esa otra vida que es la verdadera parece crecer constantemente en él, como si quisiera contener con su fervor a los incrédulos; y si toda la concepción del juicio final que nutre la Commedia parece movida por ese afán admonitorio, la afirmación de que el juicio verdadero se acerca sella su imprecación de modo definitivo: “e noi siamo giá ne l’ultima etade del secolo, e attendemo veracemente la consummazione del celestiale movimento”, como dice en el Convivio. Por eso Beatriz pudo decir al poeta proféticamente:

Vedi nostra cittá quan’ella gira:

vedi il nostri scanni si ripieni,

che poca gente piùci si disira.

quizá para que nadie ignorara ya cuán próximo estaba el castigo de quienes negaban la realidad del trasmundo y la vigencia de su orden, fundamento necesario del orden terreno.

Elusion del orden

Uno y otro completaban la imagen del orden universal, orden perfectísimo e insondable, acerca de cuya existencia todo parecía hablar a Dante hasta crear en su ánimo la definitiva convicción:

Guardando nel suo figlio con l’Amore

che l’uno e l’altro eternalmente spira,

lo primo ed ineffabile Valore,

quanto per mente a per loco si gira,

con tant’ordine fe, ch’esser non puote

sanza gustar di lui chi ciò rimira.

Y sin embargo, descubre a su alrededor quienes no descubren esa evidencia ni alcanzan esa convicción, negando o ignorando la sabiduría divina creadora del orden. El poeta increpa con furor a quienes la niegan; pero también a quienes pretenden descubrir su secreto por otras vías que no sean las de la fe. “¡Oh estultísimas y viles bestezuelas!”, les llama en el Convivio.

La razón ensoberbecida

Tras esa resistencia a reconocer el orden universal y su origen divino, descubre Dante el ensoberbecimiento de la razón humana torpemente engañada en cuanto a sus posibilidades. Sólo locura puede ser la esperanza de alcanzar el último secreto por una vía que, de ser eficaz, hubiera hecho innecesaria la revelación. La razón, circunscripta así a lo que es lícito a partir de la causa primera, debe reconocer sus propios límites y detenerse ante lo que le es vedado. Empero, el poderío de la razón comienza a parecer a algunos ilimitado, y por esa vía se han lanzado al conocimiento de Dios; Dante quiere declarar paladinamente la impotencia del instrumento racional acusándose a sí mismo de haber incurrido en aquel error. Esta soberbia, observa el poeta, proviene sobre todo de la ignorancia. La totalidad del misterio de lo creado permanece vedada al hombre que aspira a conocerla por la vía de la razón, porque el creador ha infundido en su obra su propia sabiduría, parte de la cual es inalcanzable para la débil mente humana (Comm., Par. XIX, 40 y sigs.). Frente a ese misterio “están cerrados nuestros ojos intelectuales mientras el alma está atada y encadenada por los órganos de nuestro cuerpo”, y el poeta escuchará de labios de Beatriz la acabada declaración de cuán escaso es el poder de los instrumentos que muchos creen bastar para ese conocimiento.

Extraña cosa —parece pensar el poeta— que se ensoberbezca contra Dios lo que no es sino su pálido reflejo, razón humana que él creó “y quiso que fuera inferior a su poder”, cuando hasta lo poco que podemos conocer debiera obrar como testimonio de su infinita grandeza y conducirnos hacia una más perfecta fe, pues la filosofía es cosa visiblemente milagrosa y ordenada en la mente de Dios en testimonio de la fe para los que en este tiempo viven. Así lo declara Dante en el Convivio, encadenando su vocación en el sistema que quiere defender contra toda esperanza.

Primacía del mundo

Pero de todos los rasgos de su tiempo, acaso el que más profundamente hiere la conciencia de Dante es el ascenso de los valores referidos al mundo, que se corresponde con la omisión del trasmundo. Aferrado a la convicción —sólo en parte fundada— de que en otro tiempo, en ese “antes” nostálgico, habían prevalecido los ideales del espíritu puro, y sobre todo los que ponían el acento de la vida en el más allá de la existencia, descubría en su tiempo una adhesión cada vez más visible a los intereses inmediatos de lo terrenal, una excluyente preocupación por las cosas más próximas y perecederas. De las dos naturalezas de que participa el hombre —según expresa en De Monarchia—, una corruptible y otra incorruptible, parece prevalecer la primera en los duros tiempos en los que realiza su experiencia. Y acaso porque él mismo experimentó en otro tiempo los vehementes llamados de la naturaleza corruptible, con toda su cálida sensualidad, no se resiste ahora a clamar contra el amor a la vida que juzga insensato —aunque en el fondo todavía late en él— y que halla en su largo peregrinar por diversas tierras, como lo hallará en su viaje por Infierno y Purgatorio entre los que no alentaban más y purgaban allí su insensato apego a lo perecedero. En todos ellos, ciertamente, sería posible el nostálgico recuerdo de Cavalcante Cavalcanti del “dolce lome”, dolorida reminiscencia de aquella pesadumbre que descubrieran entre los muertos Ulises o Eneas durante sus descensos al país de las sombras. Porque para todos parecían dulces los goces de la tierra y eran incontenibles las pasiones que latían en ellos.

Esas pasiones constituían a los ojos de Dante otros tantos pecados, y quienes se dejaban vencer por ellas merecían purgar transitoria o definitivamente su culpa. Círculo tras círculo, Dante los descubre atados a la carga de su antigua falta: a sus ambiciones de poder y gloria, a su lujuria, a su gula, a su avaricia, a su iracundia o a su violencia. Tan retrospectivas como parezcan las observaciones, el sentido pragmático de las invectivas del poeta es transparente y está referido estrechamente a su tiempo y a su contorno. Porque en cuanto reveladoras de un insensato amor al mundo y a la carne resultan detestables esas pasiones a sus ojos, y ese insensato amor se le ofrece como el más evidente signo de la catástrofe.

Si se piensa en la historia florentina de los tiempos de Dante, en la circunstancia de que la Commedia es contemporánea de La Pratica della Mercatura de Balducci Pegolotti, se atribuirá toda su significación a los razonamientos del Convivio sobre el dinero, “il maladetto fiore” . Viles e imperfectas son las riquezas, dice Dante, cuando no existe ya otro módulo que ellas para juzgar a las personas, y harto injustificada la definición de la nobleza según la fortuna. Porque el dinero —de cuya falta se lamenta alguna vez el poeta— testimonia, o simboliza mejor, la insubordinación de los anhelos terrenos y oscurece los más altos ideales. Algo semejante ocurre con la falsa sabiduría, la que aparentan “legistas, médicos y sacerdotes” que sólo persiguen riquezas o dignidades, ciegos a la vanidad de tantos cuidados.

El poeta apela a la última realidad del hombre. Dirigiéndose a Estado, Virgilio contiene su gesto con una advertencia reveladora:

chè tu se’ombra e ombra vedi

Para quienes alcanzan la certidumbre de que la vida mortal no es sino un breve intervalo durante el cual “se marcha hacia la muerte”, tantos desvelos y cuidados no parecen sino locuras. Es lo que Dante se empeña en recordar a quienes lo olvidan:

O insensata cura de’ mortali…

Sólo la meditación y la inmersión en el mundo trascendente pueden ahogar esta diabólica insurrección del mundo terrenal, que a los ojos de Dante caracteriza a su tiempo y revela —exactamente— el progresivo abandono de aquella sostenida presencia del trasmundo anterior a la crisis.

III

Militancia frente a la crisis

Una progresiva y ascendente sensación de horror ante la dislocación de todo el sistema de ideales que conformaba su espíritu asalta a Dante a medida que avanzamos desde la Vita Nuova hasta la Commedia, a través de la Monarchia y él Convivio. Otros descubrían ya las nuevas perspectivas que en diversos planos asomaban, y se sustraían a ellas o se introducían en su curso con diverso ánimo. Pero nadie midió la trascendencia de ese dislocamiento como la midió Dante. En él es perceptible la discriminación de las vías ya definitivamente clausuradas y de las que aún permanecían abiertas, y más aún el descubrimiento de la inevitable y dolorosa crisis del conjunto, ante la cual se resiste a adoptar la posición de quien se aferra con ánimo ligero a las posibilidades que se abren para la propia existencia individual. Por el contrario, afirmado en su concepción universalista, desdeña la consideración de las nuevas posibilidades que, como en toda crisis, se abren para ciertos aspectos parciales de la actividad, y empieza a defender denodadamente la necesaria supervivencia del orden total amenazado.

Conmueve a Dante el nuevo orden terreno, que imposibilita el alto amor a que llamaba la lírica renovada, y estimula, en cambio, la entrega de la vida a las pasiones; pero no le conmueve menos el creciente ensoberbecimiento de la razón humana y la amenaza que se cierne sobre la vigencia universal de la revelación. De ese estado de ánimo nace una vocación para la defensa militante del orden tradicional; acaso semejante a la que por entonces representaban los dominicos y de la que es testimonio toda su obra.

La gracia que le ha sido concedida parece obligarlo a manifestar la excelsitud del bien amenazado; y esa exaltación anima su vibrante clamor sobre la necesidad de la fe. Acaso fuera suficiente reclamar en cada uno el ejercicio de la virtud, la vida ascética que el poeta elogia en Francisco de Asís. Pero los tiempos le parecen exigir otra actitud más activa, no dirigida solamente hacia la salvación individual, sino orientada hacia la militancia contra los errores que amenazaban la vasta construcción edificada por la Iglesia y que proveía de sentido a su mundo y a su propia existencia. Esa actitud militante era la de los dominicos, inspirados por

il santo atleta

benigno a’ suoi ed a’nemici crudo

Siguiendo su inspiración, el deber de la hora parecía no la suave catequesis, sino la dura lucha inmisericorde. Porque ahora, para Dante, lo importante y urgente no es el destino de cada individuo, sino el destino del mundo mismo; y la misión había de ser destruir sin piedad los violentos impulsos que promovían la destrucción del orden, y aterrorizar a los débiles para defenderlos de la seducción de las innumerables voces que empezaban a levantar su canto. ¿Acaso era otro el significado de los fieros frescos de la Capilla de los Españoles, inspirados por Passavanti, o los del Camposanto de Pisa? ¿Acaso es otro el de la Commedia, iluminando ante los desprevenidos ojos de los irresponsables el escenario de la condenación y castigo? Poeta, Dante Alighieri usa sus armas con denodado vigor para conmover los espíritus y cubre con el telón del orden universal la realidad de un mundo disgregado y lanzado hacia inimaginables caminos.