Defensa de la democracia. 1941

La defensa de la democracia (1941)

Si, como les gusta decir a sus detractores, existe una crisis de la democracia, será necesario buscar sus raíces en los problemas sociales y morales que conmueven a las comunidades que hoy se estructuran según sus principios políticos y no en los principios mismos; cada una de ellas sufre de un mal que le es propio, y acaso de otros que parecen comunes a todas. Pero que no se ilusionen por eso los detractores de la democracia: males semejantes, quizá más profundos, y seguramente menos fácilmente remediables, padecen las comunidades que ya la abandonaron para reemplazarla por regímenes de fuerza, y no parece que del mero cambio político hayan recibido las soluciones anheladas. Hay, pues, en esto de la crisis de las formas políticas un espejismo que oculta la realidad profunda de los procesos sociales y económicos y la realidad, más profunda aún, del orden moral.

Pero, afirmada esta conmoción subyacente en toda crisis política, queda por aclarar cuál es la forma institucional que puede permitir y facilitar la solución de los problemas que plantea la convivencia social.

No podrían rechazarse de manera empírica y rotunda, sin caer en una ingenuidad histórica, los regímenes unipersonales de fuerza; como consecuencia de largos períodos de conquista, y como prolongación del mando militar, el régimen autocrático ha encontrado una justificación práctica en muchos períodos históricos; pero, si para resolver el problema de la formación de grandes bloques impersonales, el poder unipersonal de fuerza parecía inexcusable, resulta parejamente injustificable el postularlo como solución natural de las crisis sociales y morales. Obsérvese cómo corresponde a la aparición de las dictaduras una correlativa aspiración imperial y se comprenderá cómo se pretende reemplazar la relación natural entre la conquista y la autocracia por una justificación artificiosa de la dictadura por la conquista; hay, pues, dentro de un estricto realismo histórico una justificación del poder autocrático, y toda dictadura recurre a ella cuando pretende justificar su conquista del poder; pero la verdad es que, de hecho, las dictaduras surgen muchas más veces como resultado de las luchas político-sociales que no como producto de aquella exigencia imperial, y en todos aquellos casos, junto a esa justificación, se postula su primacía como instrumento de resolución de las crisis económico-sociales y morales de las comunidades sobre las que se erigen; y esto es lo que se descubre de inmediato como históricamente falso.

Frente a la dictadura, no queda para el hombre de Occidente —de finísima sensibilidad política— otro camino que la democracia; en realidad, la metáfora es inexacta: la democracia no es, en rigor, un solo camino; es más bien como un mar de caminos, sobre cuya superficie es posible encontrar rutas infinitas, unas rectas y breves, otras tortuosas y lentas, pero todas con posibilidad de encontrar puertos seguros. En tanto que la dictadura, aun la del hombre superior que conduce sabiamente, y generosamente, la marcha de una comunidad a través de situaciones peligrosas, quiebra la capacidad de autoconducción de la comunidad y se encuentra un día inevitablemente en un callejón sin salida; la democracia, aun cuando marche a tumbos y parezca naufragar ante problemas concretos, mantiene siempre abierta la ruta para encontrar una solución, no solo a las cuestiones inmediatas, sino, lo que es más, al permanente problema de la convivencia. Del libre juego de las tendencias, en el que cabe la inspiración del hombre de genio, sin dictadura y sin quiebra del ejercicio de la soberanía popular, resulta el delineamiento preciso y seguro de las aspiraciones de la comunidad, de las soluciones originales que considera capaces de satisfacerlas, del modo de vida que corresponde a su sensibilidad y a sus peculiaridades históricas; esta misión es propia de la comunidad, y es intransferible porque no hay genio personal que reproduzca su gama infinita de matices aun cuando, temporalmente, parezca encarnar las consignas más caras al sentimiento unánime. Solo un simplismo —falso, dicho sea una vez más, como todos los simplismos históricos— puede esperar llegadas mesiánicas o ver realizar misiones históricas, como la del rey vikingo, que llegaba misteriosamente del mar en una nave de vela escarlata para salvar al bello país de Dinamarca de la anarquía y del desorden. Lícita en la esperanza religiosa, la aspiración mesiánica no corres-ponde sino a una radical insensibilidad política: he aquí el verdadero peligro que amenaza a la democracia.

En la historia de Occidente, la sensibilidad política ha constituido uno de los factores decisivos dentro de la ordenación institucional: diríase que, por ella, tenemos los occidentales más historia que la que ha tenido ninguna otra cultura. Sin embargo, por veces el hombre occidental la ha visto amenguarse y palidecer, y por veces ha renunciado a ella de manera casi total, aunque transitoria, para despertar a ella de nuevo con la misma violencia que otras culturas han despertado a un sentimiento religioso. En Occidente, el amenguamiento de la sensibilidad política ha sido siempre un fenómeno de escepticismo social y moral, aunque se haya proyectado luego en formas místicas; en el fondo, es el hombre insatisfecho como tal el que renuncia a la vida política, primero, y a la vida terrenal, después; su insatisfacción proviene de su experiencia histórica, en la que descubre la permanencia de un orden injusto, sin esperanzas de mejoramiento ni de redención; agobiado por su impotencia económica, por su insignificancia social, que lo sumerge en una masa amorfa y políticamente neutra, el hombre de Occidente —en Grecia, en Roma, en Europa occidental, acaso pronto en América— comienza a renunciar a sus posiciones políticas si, a cambio de ellas, espera obtener un mejoramiento económico y social que la comunidad no ha sabido o no ha podido darle; este distingo entre las aspiraciones políticas y las aspiraciones económico-sociales ha sido siempre hábilmente explotado por los grupos dictatoriales y estas masas escépticas, dispuestas a trocar su primogenitura por las lentejas de aquel “varón inquieto” que se llamó Saúl, han constituido los puntos de apoyo de los autócratas con sentido político-social, como los que hoy surgen.

Quien se plantee, pues, seriamente el problema de la crisis de la democracia y de la necesidad de su defensa, tendrá que discriminar sutilmente entre los peligros que la amenazan desde afuera y los gérmenes que la minan por dentro. De los dos, estos últimos son los más temibles porque si la comunidad no pierde la fe en ella como instrumento político-social, su defensa está asegurada con solo que se ejercite una política de previsión y de realidad; pero si es ella la que falta, ni será posible esa política ni será, a la larga, eficaz. El germen que la mina es la insensibilidad política que puede desarrollarse en el seno de la comunidad al calor de un escepticismo creciente ante su incapacidad para solucionar los problemas sociales y económicos de las masas: hay, pues, que atacar el mal en su base y provocar un funcionamiento del régimen democrático que asegure soluciones justas y eficaces; fortalecida la posición económico-social de los grupos que integran la comunidad, su cohesión se mantiene y se fortalece y su sensibilidad política asegura una conducta vigilante y un creciente interés por la res publica, por lo que es común y, por lo tanto, intransferible a manos irresponsables.

Que se piense en el destino de la Argentina y de la América y que se recuerde la extremada sensibilidad política que ha dirigido su conducta histórica. Guiadas por ella, las naciones que surgieron en el siglo XIX se estructuraron según los principios democráticos, seguras de encontrar en ellos los resortes que podían resolver los problemas que surgieran de la convivencia. Su primer deber histórico es, pues, resolverlos, a medida que se presenten, cada día los de cada día, para que no se alargue la lista de reivindicaciones sociales que puede ser un día esgrimida por los falsos profetas. Y cumplido este deber —o mejor, mientras se va cumpliendo— que no se pierda de vista el peligro que las amenaza desde afuera, ante el cual América debe presentar la sólida muralla de sus democracias aliadas.