El caso argentino. 1976

El análisis del caso argentino, referido a los últimos treinta años, presenta dificultades particularísimas en el momento de escribir este informe. El proceso socioeconómico y político argentino, en relación con el juego entre democracia, autoritarismo y desarrollo, no está en este momento en una cierta fase —definida— de un movimiento pendular, sino en una compleja crisis particularmente difusa y fluida, acerca de la cual es sumamente difícil hacer un diagnóstico a corto plazo, objetivo y fundado.

1. El trasfondo de la vida política argentina revela el vigor de la concepción democrática, si tomamos esta expresión, por el momento, en su sentido más extenso. Los experimentos autoritarios habían terminado en Argentina con la caída del gobernador Rosas de la provincia de Buenos Aires y la acomodación política de los gobernadores de las demás provincias a la nueva situación y a las tendencias predominantes después de la batalla de Caseros (1852). Luego de treinta años de guerras civiles, los problemas fundamentales que separaban a las provincias se habían clarificado, y las clases dirigentes creyeron llegado el momento de organizar el país mediante una constitución nacional y las correspondientes constituciones provinciales que requería el sistema federal de gobierno aceptado por todos. Ese cuerpo de constituciones consagró los principios de una democracia representativa.

Desde entonces hasta 1945 no hubo intentos políticos de tipo decididamente autoritario, aunque haya habido dos revoluciones militares —en 1930 y en 1943— que introdujeron temporariamente ciertas actitudes que insinuaron —y prepararon— una conversión hacia el autoritarismo. Pero, entretanto, hubo un manejo peculiar del sistema democrático sobre el que conviene detenerse.

La democracia consagrada por las constituciones y las leyes, era, como es habitual, perfecta. En la práctica, la democracia funcionó originariamente para lo que podría llamarse la sociedad integrada, quedando fuera de su juego una sociedad políticamente marginal que era, precisamente, la que constituían las clases populares y aun algunos sectores de las clases medias. Las clases dirigentes mantuvieron las formas electorales, convocaron al “pueblo” a las urnas, pero operaron como para que el poder no escapara durante varias décadas de sus manos. A partir de 1880, aproximadamente, una clase dirigente renovada, enérgicamente progresista y capaz de promover el cambio económico del país, mereció ser considerada, políticamente, como una oligarquía cerrada. La que predominó por entonces fue, pues, una típica democracia formal que encubría un sistema social oligárquico.

De cualquier manera, hubo una progresiva educación para la democracia. Lo significativo es que las tendencias democráticas persistieron y cobraron renovado vigor al producirse la profunda transformación social que operó, aproximadamente desde 1870, la ingente masa de inmigrantes europeos que empezó a llegar al país. Hubo, al principio, una natural indiferencia política de los grupos inmigrados, algunos de cuyos sectores robustecieron con su apoyo, pasivo o activo, a las oligarquías dominantes. Pero al cabo de una generación las cosas cambiaron, y sobre todo cambiaron al aparecer las sucesivas generaciones de hijos de inmigrados. Preocupados por su ascenso económico y social, desencadenaron una vigorosa acción individual; pero el resultado fue que constituyeron nuevos sectores sociales de pequeña y mediana clase media, que muy pronto abandonaron la indiferencia política de sus padres y se adhirieron a los principios de la democracia con singular vehemencia. Los nuevos grupos sociales de origen inmigratorio no quisieron ser marginales y lucharon por su integración, apelando a la letra de la democracia formal. Hacia fines del siglo ya constituían el núcleo principal de un nuevo partido político —la Unión Cívica Radical— que exigía, sobre todo, la pureza del sufragio como método para la plena participación en el poder.

Un vigoroso y casi explosivo sentimiento democrático tonificó a la sociedad
argentina, especialmente después de sancionarse en 1912 una nueva ley electoral. Pocos años después el radicalismo llegó al poder, desalojando a la oligarquía tradicional y poniendo en pleno funcionamiento los principios de la democracia política. Sin duda su aplicación fue defectuosa en muchos casos. Pero fue evidente que la gran mayoría confiaba en que era perfectible. La mentalidad
argentina se consustanció inequívocamente con la democracia, dando consistencia a la letra de los textos constitucionales establecidos después de la batalla de Caseros.

Como en otras partes, este robustecimiento y generalización de una mentalidad democrática originó cierto sentido de élite en los grupos desplazados, que se consideraban como una aristocracia. Pero eran grupos minoritarios e insignificantes, que sólo adquirieron cierta fisonomía cuando empezaron a sentirse apoyados por las ideas de Barrès y Maurras y, sobre todo, por las del fascismo italiano. Así se gestó un cierto componente de lo que más tarde sería el único intento autoritario experimentado en Argentina —con Perón—, que aun así conoció ciertas importantes limitaciones en cuanto al sentimiento elitista.

2. El primer enfrentamiento entre democracia y autoritarismo se planteó con la revolución de 1930. Las dos opciones le fueron planteadas por distintos grupos políticos al general Uriburu, jefe de la revolución. Acaso inclinado a la solución autoritaria, cedió finalmente a la presión generalizada en favor de la democracia, aunque de una manera singular. El sector que la apoyaba, hostil al radicalismo mayoritario, delineó una política basada en su proscripción y en el fraude electoral. Pero se preocupó de conservar las formas democráticas. El resultado fue explosivo y de larga repercusión. A partir de entonces, vastos sectores de la sociedad
argentina, por primera vez desde la batalla de Caseros, dejaron de creer en la democracia, imperfecta pero perfectible, y comenzaron a condenar en bloque toda forma de democracia. Ese escepticismo político caracterizará la época entre 1930 y 1945. Sobre todo, cundió el escepticismo frente a la democracia y a la acción política en general entre las nuevas generaciones, precisamente cuando empezaban a operarse los fenómenos de migración interna y de concentración urbana que debían transformar en poco tiempo la fisonomía de la sociedad
argentina.

En una situación económica difícil, la naciente sociedad urbana de masas comenzó a esperar soluciones de quien las ofreciera. Nada esperaba de las clases tradicionales que, ante la crisis de los mercados tradicionales, comprimieron la economía nacional para salvar sus intereses sectoriales. Y nada pareció esperar de los viejos partidos populares que se mostraban impotentes frente a los sectores conservadores. El escepticismo creció frente a una democracia que veía subvertida y frente a unos partidos que parecían no responder a sus intereses. Fue en ese período —entre 1930 y 1945— cuando más debilitada estuvo en Argentina la concepción democrática.

Corresponden a ese período algunos testimonios singulares del escepticismo generalizado que suscitaron tanto la crisis económica general y sus agudas proyecciones en las clases medias y populares como el espectáculo de la democracia pervertida, a lo que debe agregarse la crisis de la convicción tradicional acerca de la grandeza argentina, elaborada desde 1880, y de la certidumbre de un futuro brillante y casi imperial. Son, fundamentalmente, las obras de Ezequiel Martínez Estrada, de Raúl Scalabrini Ortiz y de Eduardo Mallea, y en el plano de la literatura popular las letras de los tangos de la época, en particular las de Enrique Santos Discépolo. Frustración, amargura y desaliento caracterizan a estos testimonios, contemporáneos de una pobreza inusitada en Argentina y de un monopolio del poder por una falsa élite.

Hasta entonces, la economía argentina no había sido objeto de revisión desde 1880. Producir cereales y carnes para la Europa industrializada y urbanizada constituía el programa económico de todos los partidos políticos. Sólo en el sector militar habían aparecido preocupaciones económicas nuevas, al calor de las experiencias sufridas por Argentina después de la Primera Guerra Mundial y a la luz de los planteos estratégicos y logísticos desarrollados en algunos países europeos durante la primera posguerra. Una definida y perseverante preocupación por los problemas de la infraestructura económica que se relacionaban con la defensa nacional movió a los grupos militares esclarecidos a promover el desarrollo de las industrias básicas, antes de que nadie hubiera hablado de ese problema en Argentina. Así se organizó la explotación estatal del petróleo y, poco después, la producción de acero y otros productos, aun en condiciones consideradas por muchos como antieconómicas. Comenzó entonces a perfilarse una política de desarrollo industrial que debía conjugar-se no sin dificultades con el sistema económico tradicional fundado en la exportación de productos agropecuarios y la importación de productos manufacturados.

3. El estatismo comenzó en Argentina, ciertamente, bajo la influencia de los sectores militares esclarecidos. En cierto modo, se insinuó también a través de las concepciones económicas que los sectores conservadores pusieron en funcionamiento después de 1930, cuando intentaron un cierto dirigismo para defender sus intereses sectoriales en medio de la crisis general que se abatió sobre el país como consecuencia de la retracción de sus tradicionales compradores europeos. Sumadas todas las experiencias pareció evidente que los intereses nacionales no siempre coincidían con los intereses sectoriales, con lo que la economía argentina, hasta entonces no reexa-minada, se transformó en un tema de reflexión cada vez más urgente y apasionante. Los sectores militares esbozaron una política industrializadora y, en el seno de la Unión Cívica Radical, apareció el grupo Forja que por primera vez en la historia de ese partido trató de delinear una política para el desarrollo básico y autónomo de la economía argentina.

Un tímido desarrollo industrial había comenzado a producirse espontáneamente por entonces, con las industrias de sustitución de importaciones. Pero al comenzar la Segunda Guerra Mundial ese desarrollo se intensificó. El proceso coincidió —no casualmente, por cierto— con las migraciones internas que se produjeron desde las regiones empobrecidas del interior hacia las regiones prósperas del litoral. Las grandes ciudades actuaron como polos de atracción, sobre todo por la promesa de altos salarios industriales, superiores a los tradicionales en otras actividades. Así, al cabo de poco tiempo —hacia 1943, al estallar la revolución militar— pudo advertirse la formación de una nueva sociedad urbana masificada, dentro del cuadro de un desarrollo industrial que, aunque por el momento moderado, parecía prometer un imprevisible crecimiento, al menos a quienes sospechaban la imposibilidad de perpetuar el tradicional esquema agroexportador de la economía argentina.

4. Dentro de ese cuadro de transformación social y económica, se produce la aparición del inusitado intento autoritario de Perón. Su llegada a la escena política significó la polarización de las nuevas masas, que se podrían caracterizar con todos los rasgos ya señalados del proceso socioeconómico y político argentino desde 1930: a) escépticas con respecto a la llamada democracia; b) sin experiencia política y sindical a causa de su origen migratorio desde regiones de tradición caudillesca; c) proclives, por eso mismo, a la aceptación de un autoritarismo paternalista; d) deseosas de incorpo-rarse a la estructura en la que sólo eran grupos marginales; e) anhelantes de ponerse en el camino del ascenso social y económico; f) hostiles a las formas tradicionales de la democracia y a los partidos comprometidos con ella, incluyendo los opositores que se habían mostrado ineficaces; g) conscientes, poco a poco, de su significación en el cuadro de la política urbana de masas; h) suficientemente desarraigadas como para poder adaptarse a las nuevas condiciones de vida y de trabajo y desprejuiciadas como para poder integrarse sin escrúpulos en la clientela política del que le ofreciera una nueva perspectiva social y económica.

Como de costumbre, esa masa no tenía un solo origen. Grupos arraigados se unieron a los grupos desarraigados. Gentes con experiencia política y sindical se sumaron a las gentes sin experiencia. Cuadros tradicionales giraron desde antiguas posiciones hacia la nueva constelación política. Así, el experimento autoritario se vio respaldado por un vasto conjunto social que volcó su apoyo a quien constituía su aglutinante. El experimento autoritario quedó configurado como una dictadura de masas.

Pero no había comenzado así. El experimento autoritario empezó con fuerte apoyo del poder militar. Fue una derivación coherente de la revolución pretoriana de 1943. Sólo el apoyo del poder militar permitió que el autoritarismo diera el primer paso sostenido por aquellos sectores castrenses que compartían una cierta opinión acerca de la situación social, política e internacional que vivía el país en 1945. El autoritarismo paternalista y personalista se puso de manifiesto por primera vez desde la Casa de Gobierno. Pero el segundo paso fue inmediato. El autoritarismo personalista no sólo necesitaba otros apoyos políticos sino que los encontró al alcance de la mano; y al cabo de muy poco tiempo lo que había nacido como un gobierno militar impopular se convirtió en un gobierno popular, apoyado simultáneamente en el poder militar y en el poder sindical y, por añadidura, en un difuso poder popular que se constituyó alrededor de la figura carismática del jefe. El poder autoritario delineó una política social de corte populista, fundada en la redistribución del ingreso y en el estímulo de los servicios y ayudas sociales. También delineó al principio una política económica nacionalista, fundada en la tradición militar, cuyo signo debía ser la industrialización del país. En este sentido, sin embargo, quedaron de manifiesto dos líneas. Por una parte se hizo cargo de la concepción militar del autoabastecimiento industrial y propuso un vasto desarrollo de la infraestructura y de las industrias pesadas y semipesadas, del que quedó un testimonio meramente indicativo en los dos planes quinquenales que se elaboraron. Pero, de hecho, el poder autoritario se ocupó más del desarrollo de la pequeña y mediana industria, no sólo para apoyar y promover los esfuerzos realizados por la industria privada durante la Segunda Guerra Mundial sino también para movilizar a su favor los sectores sociales urbanos vinculados a ella, tanto empresarios como obreros.

De las dos políticas, el poder autoritario prefirió poner más énfasis en la social que en la económica, y se volcó resueltamente hacia un populismo de caracteres demagógicos. Estimuló el consumo de las clases populares y medias y recurrió repetidamente a los aumentos salariales para compensar el alza de los precios, puesto que, normalmente, aquéllos fueron cargados a los costos. Pero a partir de 1952, cuando la inflación y la baja productividad pusieron en peligro todo el andamiaje del régimen, el poder autoritario, que se había desentendido progresivamente de la política económica de tradición militar, hizo una tímida conversión hacia el desarrollismo ya en boga promoviendo una ley de inversiones extranjeras y procurando la radicación en el país de empresas de capital extranjero para la explotación del petróleo y la fabricación de automotores. Un llamado “congreso de la productividad” debía buscar la colaboración de los sectores obreros y empresarios para restaurar la crítica economía nacional.

En rigor, el saldo más visible y significativo que quedó del experimento autoritario fue la formación del poder sindical, que creció en detrimento del poder militar. De los dos pilares que sostenían el autoritarismo, uno se robustecía en tanto que el otro se debilitaba. Pero el poder sindical no logró ser autónomo. Precisamente por ser el pilar fundamental del poder autoritario, éste lo vigiló estrechamente. La Confederación General del Trabajo alcanzó teóricamente un papel preponderante en la conducción del Estado, pero sólo a condición de que el Estado —representado por el poder autoritario— lo controlara y dirigiera sin disimulo. Lo que se desarrolló fue, pues, un “sindicalismo vertical”, cuya dirección dependía del poder autoritario, y con esas características funcionó prestándole su apoyo incondicional.

El experimento fue singular. Aun dirigido y controlado, el poder sindical representaba legítimamente a una gran masa obrera y aglutinaba la adhesión de vastos sectores populares. Gracias a eso, el poder autoritario fue una auténtica dictadura de masas, que para muchos constituyó una nueva concepción de la democracia, y acaso para otros una concepción moderna que reflejaba la mejor posibilidad política dado el proceso de transformación de la sociedad
argentina. ¿Qué podían ofrecer, en cambio, los partidos tradicionales que se presentaban como expresión legítima de la verdadera democracia? Subsistía en las nuevas masas el escepticismo frente a la democracia formal y, por su parte, los partidos tradicionales no podían entrar en la carrera demagógica, puesto que era visible que una política social fundada solamente en los periódicos aumentos de salarios y, de hecho, en la inflación sin crecimiento de la producción no podía ser programa de quienes se oponían al poder autoritario denunciando no sólo el autoritarismo y la violación de los derechos individuales sino también una política económica en franco camino de fracaso. Pero lo más grave para los partidos que reivindicaban la representación de la democracia era que el poder autoritario gozaba del respaldo de la mayoría, cualesquiera fueran los medios de que se valiera para conservarlo. Desde un punto de vista formal, el poder autoritario se había constituido y consolidado dentro de un sistema de normas legales antes negadas por algunos de aquellos partidos e insuficientemente defendidas por otros que, como el radicalismo y el socialismo, sustentaban legítimamente los principios democráticos tradicionales pero no conseguían vulnerar la mayoría electoral que apoyaba al poder autoritario. Precisamente en nombre de la democracia defendían las masas al poder autoritario. Típico dilema de la sociedad contemporánea, el conflicto entre autoritarismo y democracia escondía —y revelaba— las contradicciones de una sociedad en acelerado proceso de cambio y cuyas formas de mentalidad respondían ajustadamente a inocultables situaciones reales.

5. Un punto debe señalarse: el desarrollo del poder autoritario no enervó el sentimiento democrático sino que, por el contrario, lo tonificó. También este corolario es representativo de la peculiaridad de la situación social contemporánea argentina.

Cuando el poder autoritario cayó en 1955 por obra del poder militar —acaso alarmado por la creciente injerencia del poder sindical en el gobierno, aunque fuera controlado—, Argentina vivió durante dieciocho años en una curiosa situación. Todos los adversarios del poder autoritario derrocado se unieron alrededor de la idea de la democracia, y buscaron una y otra vez fórmulas para restaurarla. Parecía seguro que la vasta aglutinación política que el poder autoritario había alcanzado se disolvería; pero a nadie se le ocultaba que era necesario esperar que desapareciera quien constituía su principio aglutinante. Y, en la espera, se ensayaron fórmulas diversas, todas las cuales fracasaron por la atracción que seguía ejerciendo desde su exilio el caudillo derrotado y triunfante a un tiempo.

Hubo fórmulas políticas, como la que imaginaron los partidarios de “un peronismo sin Perón”, que recibieron cierto estímulo de algunos grupos de poder. Hubo fórmulas económicas, como el desarrollismo propuesto por Frondizi, que implicaba también un planteo político manifestado en un pacto para obtener los votos peronistas. Y hubo fórmulas militares, que pretendieron restaurar un autoritarismo aparentemente vacío pero colmado, en rigor, de una tensa espera, puesto que tenía como objetivo fundamental asegurar un gobierno indeciso para la república mientras llegara la hora —como fue dicho explícitamente— de la desaparición física de quien aglutinaba a las masas mayoritarias.

Efectivamente, Argentina vivió durante todo ese tiempo una tremenda y dramática indecisión. Nunca fue más claro que el cambio social había originado una sociedad sin élites, en tanto que las que reclamaban para sí tal título sólo representaban a una sociedad extinguida. Argentina no supo decidir si prefería la democracia o la dictadura, el populismo o el desarrollismo, el nacionalismo o el liberalismo. Detrás de tanta indecisión se ocultaba el lento e inexorable proceso de transformación de la estructura económica argentina, que había dejado de ser estrictamente agropecuaria para transformarse en una estructura mixta, agropecuaria e industrial. Un alto porcentaje del producto bruto lo producía la actividad industrial, en tanto que la actividad agropecuaria seguía produciendo la mayor cantidad de divisas. A tropezones, sin dirección fija, el país, sin embargo, seguía produciendo y creciendo, y las crisis, siempre anunciadas y temidas, no llegaban nunca a alcanzar mayor gravedad.

Correspondió al gobierno militar que rigió al país desde 1966 hasta 1973 navegar entre esas indecisiones. Sería imposible diagnosticar cuál fue su orientación social, económica y política, fuera de los rasgos que le prestaba su actitud frente al peronismo. Ministros nacionalistas reemplazaron a ministros liberales en la dirección de la economía sin que nadie se preocupara demasiado por esos repentinos virajes. En rigor, sólo expresaban la indecisión de una economía en proceso de transformación que no lograba dirimir el duelo entre los intereses sectoriales y de una sociedad en proceso de cambio que carecía de élites con claridad en la determinación de sus fines. Tan dramática fue esa indecisión, que el gobierno militar, surgido en 1966 para evitar toda posibilidad de retomo de Perón, se decidió un día a llamar a elecciones sabiendo que corría el riesgo de que el peronismo volviera al poder.

Lo que pasó entonces fue un extraño caso de psicología social. Acaso por reacción contra el poder militar, pero, en el fondo, como una expresión de la indecisión colectiva, se produjo una extraña polarización de fuerzas alrededor de Perón. De todos los sectores sociales, de todas las posiciones políticas, de todos los grupos económicos, se desprendieron vastos núcleos que se sumaron a las fuerzas que tradicionalmente apoyaban al exiliado caudillo. Cada uno esperó de él lo que deseaba: unos, una política social como la de sus primeros gobiernos; otros, una economía desarrollista; o una política económica nacionalista y autárquica; o un gobierno de orden; o una política socialista; o una restauración cristiana y occidental; cualquier cosa dentro del repertorio de la indecisión argentina. Pero todos ellos coincidieron en una abdicación no sólo democrática sino también republicana. La voz de orden —o mejor, el grito— fue: “Todo el poder a Perón”. Era una apelación antidemocrática y antirrepublicana al autoritarismo; pero, en rigor, era un desesperado salto en el vacío y una absurda apelación a quien se suponía que era capaz de descubrir y expresar qué era lo que preferían los argentinos. La apelación al autoritarismo fue la más desconsoladora declaración de impotencia de una sociedad en proceso de cambio que no podía hallar la fórmula capaz de expresar su vocación fundamental. La jerga popular expresó ese sentimiento mediante una increíble reflexión entre cínica y esperanzada: “El viejo sabe”.

Desgraciadamente “el viejo” no supo. Cuando volvió al poder no intentó repetir el experimento autoritario porque, aunque contaba con el apoyo sindical, carecía del apoyo militar. Todas las indecisiones argentinas estuvieron presentes en su conducta política, sin que atinara a ofrecer una sola respuesta coherente. Se apartó del totalitarismo pero no planteó en forma limpia el juego democrático. Insinuó una política económica desarrollista, pero puso en funcionamiento otra, equívoca e indecisa, entre el nacionalismo y el populismo. Dejó correr las esperanzas de una turbia izquierda y, finalmente, se volvió hacia una oscura derecha. Destruyó los cuadros de su propio partido, y sólo atinó a encomendar su sucesión a su propia esposa. El saldo fue catastrófico.

Una sola cosa hemos ganado: parecería que cada sector de la sociedad
argentina ha empezado a circunscribir sus objetivos. El fracaso de Perón probó que el experimento autoritario estaba indisolublemente unido a su figura carismática, y Argentina parece haber vuelto a confiar en un retorno a la democracia, eso sí, enriquecida con la vasta experiencia social de los últimos treinta años. Entretanto, una sorda lucha de los intereses económicos sectoriales se encamina hacia una fórmula de equilibrio. Se adivina en ella una tendencia a un tipo de desarrollo no comprometido con los rasgos del “desarrollismo”. Todo hace pensar que han dejado una huella profunda en la vida argentina algunos elementos de la política populista.