El destino de la mentalidad burguesa. 1969

El destino de la mentalidad burguesa

Bajo la angustia que produjo en su ánimo la situación que siguió a la Primera Guerra Mundial, Paul Valéry escribió en 1919, con claridad ejemplar, el ensayo que tituló La crisis del espíritu. A medio siglo de distancia vuelve a ser sugestiva su lectura, acaso más que la primera vez. Valéry advirtió precozmente un extraño fenómeno que él llamó la crisis intelectual de Europa, y preanunció el inevitable derrumbe de todo el mundo de ideas y valores que había predominado durante siglos, tras el cual “las obras de Keats y de Baudelaire” —decía el poeta eligiendo los ejemplos que le eran caros— irían a reunirse con las de Menandro en el insondable abismo de la historia olvidable.

Ciertamente, Valéry percibía otras crisis. “La crisis militar —escribía— tal vez ha terminado. La crisis económica es visible en toda su fuerza”. Pero lo que atrajo su atención de un modo dramático fue lo que él llamó la crisis intelectual, sin duda la más difícil de descubrir y sopesar pero en la que él entreveía los más decisivos presagios. Valéry creyó ver en ella los comienzos de un cambio profundo y decisivo que, a la larga, trastornaría los fundamentos mismos del orden tradicional. El “Hamlet intelectual” de Valéry —acaso él mismo— se encara aterrado con las figuras más preclaras del pensamiento europeo, y al descubrir que están realmente muertas, comienza a meditar sobre “la vida y la muerte de las verdades”. Europa era, en rigor, lo que preocupaba a Valéry, seguramente porque sospechó que había llegado la hora de su ocaso como foco de un mundo que ella había creado a su imagen y semejanza. Y, ciertamente, Europa era el hogar de ese mundo de ideas y valores que Valéry veía entrar en crisis. No se equivocaba. Los tiempos que siguieron profundizarían y acelerarían la disolución de ese mundo de ideas. Pero no nos equivoquemos nosotros: no sólo el mundo de las ideas puras, de las ideas caras a las minorías intelectuales, las de Leonardo, Leibniz o Kant, sino también las ideas primarias y radicales que constituyen el patrimonio básico y la forma mentis de nuestra sociedad. Porque, ya hoy, para el historiador es evidente —como premonitoriamente lo advirtió el poeta— que lo que ha entrado irremediablemente en crisis es el sistema mismo de la mentalidad burguesa.

En rigor, la mentalidad burguesa es esa forma mentis que suele conocerse corrientemente con el nombre de mentalidad moderna. Pero la designación es equivocada. Y no sólo porque no es válido designar una forma mentis con una fórmula que evita la caracterización conceptual para satisfacerse con una simple referencia cronológica, sino también, lo que es más grave, porque esta última es inexacta, puesto que el proceso de su formación y desarrollo no coincide con los límites convencionales de la llamada Edad Moderna. Una caracterización conceptual obliga a preferir la expresión “mentalidad burguesa” para esa forma mentis.

En verdad, la mentalidad burguesa tiene un proceso de desarrollo largo y complejo, casi laberíntico. Se constituyó al calor de los cambios socioeconómicos que operaron las nacientes burguesías europeas desde el siglo XI, y se desarrolló desde entonces con una continuidad profunda aun cuando a lo largo del tiempo haya enmascarado más de una vez su fisonomía. Fue desde entonces, primariamente, patrimonio de los grupos sociales que habían operado la revolución burguesa en el mundo feudal, los mismos que crearon el mundo mercantil y urbano que fue el marco de la vida europea. Pero como era la mentalidad adecuada a una nueva situación real, dejó pronto de ser exclusiva de los grupos burgueses y logró captar otros de raíz señorial a los que poco a poco logró reducir a sus propias formas. Pero, a su vez, sufrió los embates de la mentalidad cristianofeudal, propia de las viejas aristocracias señoriales y de los sectores dependientes de ellas. Y de ese juego de variadas y entrecruzadas influencias recíprocas nacieron fórmulas transaccionales, diversas y sucesivas, que imprimieron su sello en cada momento a las sociedades, tanto en Europa como en el mundo europeizado.

A través de un largo proceso y a partir de ciertas experiencias primarias, la mentalidad burguesa elaboró un nuevo mundo de ideas, de valores y de normas cuyo primer momento de maduración se produjo entre los siglos XV y XVI. Es el momento que se ha dado en llamar Renacimiento. Lo que maduró entonces fue, por una parte, cierto conjunto de actitudes y opiniones acerca del hombre y de la realidad que constituyeron convicciones profundas y predominantes en vastos sectores; pero también maduró cierta combinación de esas actitudes y opiniones con otras tradicionales de raíz cristianofeudal que poseían el prestigio de su arraigo en los sectores aristocráticos, con los que no desdeñaban vincularse las nuevas oligarquías de origen burgués. Así se formó una mentalidad transaccional feudoburguesa que predominó en las clases altas, feudoburguesas también en gran parte por su composición, en virtud de variadas alianzas. Tal fue la mentalidad propia de las nuevas aristocracias que desarrollaron las formas culturales llamadas renacentistas.

Una mentalidad transaccional, con variable participación de las distintas corrientes que la componían, configuró también el conjunto de actitudes y opiniones propio de las sociedades barrocas, en las que coexistían el burgués y el gentilhombre en los términos en que los presentó Molière en el siglo XVII o Goldoni en el XVIII. Pero el componente burgués siguió creciendo en intensidad —mientras decrecía el componente señorial— a medida que la estructura del mundo mercantil se afianzaba y dominaba directamente la vieja estructura rural y en gran parte feudal. Y al llegar el siglo XVIII, reyes ya burgueses —mucho antes que Luis Felipe— desencadenaron una política ilustrada que no era sino la expresión de ese sistema de actitudes y opiniones que ordenaría y proclamaría el movimiento filosófico que se llamó, precisamente, la Ilustración. La Enciclopedia de d’Alambert y Diderot y la ingente obra de Goethe expresaron entonces con plena nitidez el segundo punto de madurez de la mentalidad burguesa.

Aun cuando los sistemas políticos que nacieron con la revolución norteamericana de 1776, con la Revolución Francesa de 1789 y con las revoluciones latinoamericanas de principios del siglo XIX, significaron un triunfo de la mentalidad burguesa, otros factores impidieron que ese triunfo se generalizara. La revolución industrial y el sistema napoleónico alteraron el proceso de difusión, y la Europa romántica vio revivir las tradiciones preburguesas con inusitado brío. El espíritu de la Santa Alianza triunfó, pero no fue por mucho tiempo. Tras las revoluciones de 1830 y 1848 las burguesías lograron definitivamente un papel hegemónico en las sociedades europeas y su forma de mentalidad alcanzó durante la segunda mitad del siglo XIX su mayor esplendor. La Inglaterra victoriana o la Francia de la Tercera República cuajaron bajo el signo de la mentalidad burguesa sirviendo de modelo a todo el mundo europeizado, y los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial — la belle époque— mostraron a un tiempo mismo su tercera maduración y, ahora, los primeros signos de su crisis. El aire melancólico de Marcel Proust y de Oscar Wilde testimoniaban esa situación naciente que se haría aún más nítida en el Thomas Mann de Los Buddenbrook o en el John Galsworthy de La saga de los Forsyte.

Esa crisis, ya insinuada antes de la guerra, fue la que estalló cuando terminó la guerra, y la que señaló con rara claridad Paul Valéry. No era la primera, por cierto, pero esta vez tenía caracteres que antes no había manifestado. Hasta entonces, todas las ofensivas desencadenadas contra la mentalidad burguesa habían tenido un carácter nostálgico porque provenían de sectores sociales adheridos a formas tradicionales de pensamiento que la mentalidad burguesa había abandonado. Fue el trascendentalismo cristiano lo que se opuso desde el siglo XV a la profanidad y el realismo que erigía contra él la mentalidad burguesa; y fue la concepción señorial de la vida, inspiradora de una cultura del ocio, lo que se opuso por entonces también a la cultura del homo faber burgués. En la medida en que estas formas tradicionales de mentalidad lograron imponerse en ciertos sectores de las burguesías, configuraron las cortes renacentistas y barrocas, espejos de una situación transaccional que, sin embargo, no expresaban la totalidad de la vida de las sociedades de su tiempo, así como sus expresiones estéticas o intelectuales no representaban más que a las nuevas aristocracias. Pero las sociedades eran mucho más densas y su desarrollo no se confundía con el desarrollo de las nuevas elites, de modo que más tarde o más temprano terminaban por sobrepasar las corrientes anacrónicas y por destruir el encantamiento de una perduración insostenible. La mentalidad burguesa mostraba así su solidez, en la medida en que expresaba fielmente las situaciones reales.

Todavía la crisis romántica se insinuó en un primer momento como un movimiento nostálgico. Reverdeció con Walter Scott ese mundo convencional de la castellana y el trovador, y también ese mundo de ideas religiosas que Chateaubriand se empeñó en renovar apelando a la fe primigenia. Pero muy pronto, y en vísperas de su triunfo final, se advirtieron los signos premonitorios de la crisis de la mentalidad burguesa; esta vez, sin embargo, la crisis no provenía de los embates de formas anacrónicas de pensamiento, no miraba al pasado nostálgicamente, sino que arrancaba de un disconformismo que cuestionaba sus fundamentos a partir de ciertas situaciones nuevas de las que emergían nuevas formas de mentalidad proyectadas hacia el futuro.

Tales fueron, precisamente, las evidencias que mostró esta crisis cuando se desencadenó abiertamente después de la Primera Guerra Mundial, cuando Valéry la reconoció como una crisis intelectual. Algunos de los que la advirtieron quisieron apelar, infructuosamente, a un retomo del pasado señorial; otros, igualmente conservadores pero más realistas, quisieron apelar a un retorno a las formas puras de la mentalidad burguesa, llegando a sacralizar principios que medio siglo antes execraban los ultramontanos; pero los más lúcidos y los menos comprometidos comenzaron a advertir que no había retorno posible porque la crisis de las actitudes y las opiniones emergía de otra crisis más profundas que socavaba sus raíces. ¿Por qué siente el “Hamlet intelectual” de Valéry que Leonardo, Leibniz, Kant, están muertos? ¿Por qué antes los veía vivos y de pronto comienza a verlos muertos? El contexto los ha herido. Tal es el sentido de la crisis intelectual que angustiaba a Valéry, iluminada primero por la luz de la crisis total que siguió a la Primera Guerra Mundial y diáfanamente esclarecida a lo largo del medio siglo que ha transcurrido desde entonces.

La conciencia de las minorías intelectuales adquirió durante la posguerra una extraordinaria lucidez. Filósofos y ensayistas se inclinaron atentamente sobre los extraños fenómenos que tenían ante sus ojos: unos describieron sus signos y otros intentaron un diagnóstico. El escepticismo general, el hedonismo predominante, el obsesivo carpe diem de quienes se resistían a aceptar compromisos para su efímera existencia, parecieron los rasgos de la sociedad. Pero, en rigor, eran sólo los rasgos de las elites, y no de todas, pues aquellas con vocación social aceptaban una misión que las trascendía. Aquellas elites, empero, eran las que constituían la clave de la crisis. Un mundo en resuelta actitud de cambio iba a reemplazar a un mundo aparentemente estable, y las formas de la mentalidad burguesa, transformada de pronto en una forma mentis tradicional y nostálgica, empezaron a acusar la debilidad que les ocasionaba la falta de consenso militante. Y eran precisamente las elites escépticas y hedonistas las que se retraían como si sintieran que los fundamentos de sus convicciones estaban en bancarrota. Y mientras comenzaba la batalla por la consumación del cambio en el mundo occidental, quienes debían defender el mundo constituido vieron debilitarse sus filas por la ola, destructiva y creadora a un tiempo, del disconformismo.

Sólo a los obcecados pudo parecer que el cambio era la muerte, cuando es notorio que el cambio es vida y creación, la historia misma. Por lo demás, el cambio fue incontenible y se advirtió de inmediato en las formas cotidianas de la vida, en los vestidos femeninos, en los nuevos ritmos de jazz. Pero, sobre todo, la crisis se hizo visible a través de los cambios sociales. No sólo, por cierto, a través de los cambios sociales impuestos coactivamente por una revolución radical, como en el caso de Rusia, sino también a través de cambios espontáneos suscitados por las sociedades mismas en el seno de regímenes que nada hacían para promoverlos. Tal fue el caso del mundo occidental, en el que las estructuras comenzaron a debilitarse no por una acción coactiva directamente ejercida sobre ellas, sino simplemente por su notoria inadecuación a los cambios que se operaban espontáneamente en las sociedades y que, por eso mismo, eran aún más irreversibles que los cambios revolucionarios.

Al debilitamiento de las estructuras contribuyó mucho la crisis intelectual. Fue la progresiva pérdida del consenso lo que las dejó inermes, y no bastaron las apelaciones a los peligros inminentes de destrucción para que las elites lograran sacudir el escepticismo con respecto a la vigencia de los fundamentos en que se apoyaba su mundo de actitudes y opiniones.

Acaso los más claros signos de ese escepticismo fueron las respuestas emocionales que se ofrecieron a las alternativas del cambio —aceleración y resistencia—, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Déjense de lado las respuestas ideológicas que suponen una clara conciencia de los fenómenos, y se verá que aun entonces las actitudes predominantes no estuvieron dirigidas a convalidar las estructuras o a vigorizarlas mediante una acción deliberada y tenaz. El disconformismo de las elites contribuyó tanto o más que la subversión a debilitar los fundamentos del sistema, precisamente porque destrozó la coherencia y el vigor de la mentalidad burguesa. El disconformismo no propuso modelos de salvación y rara vez se adhirió a alguno de los que eran propuestos; por el contrario, adoptó actitudes que implicaban un enfrentamiento con las situaciones y las ideas vigentes.

Unas veces se valió el disconformismo de la denuncia o la protesta pasiva; otras de una abierta rebeldía; otras de una violencia generalmente simbólica. De todos modos, aunque de reducido alcance, eran decisiones activas. Pero otras veces el disconformismo se valió de expresiones aun más reticentes y prefirió la evasión individual, fundada en un nihilismo total. En el fondo era lo mismo. El disconformismo no apelaba a la acción sino que resolvía las situaciones individuales frente a la crisis, dejando que la crisis siguiera su curso y contribuyendo a su agudización con su pasividad. Pero como el disconformismo surgió en el seno de las elites, la pasividad era en rigor un paso contra las estructuras que se negaban a defender, denunciándolas como anacrónicas e insatisfactorias. Por eso la crisis intelectual tuvo a la larga consecuencias más profundas que cada una de las ocasionales crisis de situación.

Nacido en una situación crítica, el disconformismo denunció el sentimiento de soledad del individuo, al que vio como un “hombre acorralado” por una sociedad hostil: la sociedad multitudinaria, la sociedad competitiva del mundo industrial, la “sociedad solitaria”, como la llamó Riesman. La alienación fue denunciada como el resultado de las exigencias de una sociedad de que el individuo no puede evadirse y a la que hay que servir sin que se vislumbren sus finalidades. Fue denunciada la frustración del individuo en el seno de una sociedad cuyas estructuras eran rígidas y ya incapaces de dar cabida a la creación, la creación grande o pequeña que justifica cada destino individual; y fue denunciada la represión que una sociedad entrevista como un monstruo vengativo, opera sobre cada individuo oponiéndose a la libre expresión de su personalidad. Era, en el fondo, una sola denuncia contra la sociedad y contra sus estructuras, pero no tanto en el plano de las relaciones sociales como en el de las relaciones entre el individuo y las formas tradicionales de mentalidad, cuyos carriles dejaron de parecer aperturas adecuadas para las nuevas actitudes y opiniones que un mundo en cambio suscitaba.

Esta denuncia del disconformismo parecía siempre condicionada por las situaciones cotidianas. Pero, en rigor, el encadenamiento de las denuncias reveló que el disconformismo se dirigía contra algo que estaba más allá de lo que constituía su pretexto inmediato. No sólo encaraba las situaciones cotidianas sino los fundamentos y las causas de esas situaciones. Ese que se sentía alienado, frustrado o reprimido por una sociedad hostil, no sólo rechazaba las formas reales de la sociedad; por el contrario, quizá eso fuera lo de menos, y de lo que se trataba era de afirmar una nueva noción de la condición humana, inadecuable ahora a la vieja estructura. Era el homo faber, una de las dos piedras angulares de la mentalidad burguesa, lo que había comenzado a ser cuestionado. Acaso nadie supiera bien cuál sería luego el perfil de la condición humana; pero era seguro que no sería el del homo faber; y esta certidumbre, que no alcanzaba a originar una filosofía, bastaba para desencadenar un disconformismo radical que vulneraba la totalidad de las estructuras.

Pero no nos engañemos. Quien entrevé un nuevo perfil de la condición humana cuestiona totalmente la imagen de la realidad. También el realismo comenzó a ser cuestionado, ese realismo radical que constituía la otra piedra angular de la mentalidad burguesa, y tampoco nadie pudo decir hasta ahora cómo será la realidad donde se aloje este hombre que se piensa de manera distinta. Por eso no poseemos una nueva filosofía, sino simplemente un disconformismo que nos lleva a pensar, como el “Hamlet intelectual” de Valéry, que están muertos todos aquellos que nos dieron la imagen conceptual de la realidad y del hombre vigente hasta ayer.

Este examen del destino de la mentalidad burguesa está escrito en pasado, porque rastrea una crisis que comenzó hace medio siglo. Pero pudiera seguir escrito en presente, porque estamos lejos de haber salido de la crisis. El destino de la mentalidad burguesa es languidecer y acaso solamente sobrevivir embozada en los pliegues de otra nueva, que ya ha demostrado su tendencia a constituirse. Pero las crisis de mentalidades son procesos tan largos como lentos; y si la mentalidad burguesa se elaboró a lo largo de diez siglos, su crisis y su reemplazo no pueden precipitarse. Estamos apenas en los albores de la crisis intelectual que Valéry descubrió hace cincuenta años. No nos esperan tiempos de claridad sino de confusión.