El problema de los contactos de cultura. Un tema actualísimo de la sociología. 1939

LA MORFOLOGÍA DE LA CULTURA Y ESCUELA DE VIENA

La elaboración moderna del concepto de “cultura”, ya entrevisto en Rousseau y en Voltaire, pero trabajado sistemáticamente sólo después de Hegel y en un sentido indicado por él, ha proporcionado a la ciencia histórica una definición estricta de su tema propio. La vaga noción de “narración del pasado”, vigente todavía para Ranke, se organiza en un concepto circunscripto y preciso, referido a la actividad creadora y trascendente del hombre y regido por el criterio de valor: en cuanto la cultura es un objeto histórico, constituye el tema de la Historia.

Pero la cultura como ente es el producto de una elaboración filosófica. El objeto inmediato de la investigación histórica son las culturas concretas, de cuya diversidad trata la Historia y sobre cuya presunta unidad conceptual especula la Filosofía. La Historia reconoce, desde Rickert, la validez histórica de lo individual y no es lícito ya repetir la estéril tarea de perseguir esquemas de ley en una disciplina esencialmente individualizadora. El problema de la Historia es, pues, describir las culturas en cuanto proceso creador, y aspira, en última instancia, a comprender su significación en el sentido que a esta frase le corresponde dentro del pensamiento de Dilthey.

Cuando quiere sobrepasar la etapa descriptiva y –en el camino hacia la comprensión– aspira a fijar guías metodológicas de tipo sistemático, el estudio de las culturas –especie de historia detenida en el tiempo– procura captar esquemas formales, empíricamente discriminados en el conjunto de complejos culturales, aunque de ninguna manera establecidos con carácter de legalidad: son dados en la realidad histórica y no implican exigencia causal; el estudio de las culturas desemboca así en una morfología de la cultura.

La morfología de la cultura reconoce en Ratzel y en Frobenius sus precursores y, en este último, acaso, el diseñador de su estructura científica. De las premisas establecidas por ellos ha surgido una vigorosa escuela etnológica –la llamada escuela de Viena, que encabezaron Graebner y el Padre Schmidt–, así como diversos esfuerzos individuales: el genial aunque fracasado de Spengler y los que el pensamiento alemán contemporáneo realiza en busca de una morfología de la cultura en el sentido de las ciencias del espíritu; esta dirección, señalada ya por Frobenius en la última fase de su pensamiento (“Paideuma”, 1921), ha sido recogida por muchos estudiosos; nombremos a Alfred Vierkandt y a Eduard Spranger, quienes, parcialmente, han aceptado la tarea de contribuir a dilucidar en un campo que no es el de ninguna de las ciencias estrictas de hoy, algunos de los problemas que –acaso provisionalmente– se agrupan con el nombre de Morfología de la Cultura.

¿En qué medida la ciencia histórica puede aprovechar este esfuerzo teorético para darle más preciso sentido al tema de su investigación? La cultura –cabe responder– tiene un momento histórico cuya investigación cubre el campo de aquella ciencia; pero el secreto de su entraña no está agotado en él; la aguardan ciencias sistemáticas que investigan en profundidad aquellos aspectos que la Historia debe considerar yuxtapuestos, para trabarlos estrechamente en busca de su coherencia y de su sentido total. En la medida en que la Morfología de la cultura establece formas propias de aquella instancia histórica, sus resultados, y sobre todo sus pautas de investigación, aclaran y enriquecen la temática de la ciencia histórica. Por sobre aquéllas, otras formas trascienden el campo propio de la Historia y se dirigen hacia la Filosofía de la Cultura o hacia la Sociología, esto es, hacia disciplinas sistemáticas. Con la sola exigencia de guardar celosamente la rigurosa delimitación de los campos para no recaer en estadios superados de su marcha, la ciencia histórica puede –y acaso debe– insistir en esta organización de su tema fundamental.

A este género de problemas, apenas desbrozado aún, pertenece el de los contactos de cultura, cuyos términos quiere señalar esta nota.

LA PERCEPCIÓN INMEDIATA DEL PROBLEMA

El fenómeno ha sido observado espontáneamente y ha sido, a veces, expresamente formulado por algunos escritores. Herodoto encierra, en la oposición de griegos y bárbaros, el tema mismo de su historia, que, más que la narración de una guerra, persigue la raíz misma del contraste de dos culturas en la cuenca del Mar Egeo. Griegos y romanos se sentían a sí mismos como dos entidades originariamente diferenciadas y luego puestas en contacto; Horacio expresó, en dos versos famosos, en qué zonas veía establecido el vínculo entre ambas:

Graecia capta ferum victorem cepit,

et artes intulit agresti Latio.

Desde la Edad Media, el Oriente y el Occidente se diseñaban como complejos radicalmente distintos e irreductibles. La idea de “infiel” señalaba para el cristiano, preferentemente, al árabe, pero ocultaba tras él una vaga noción del mundo oriental; la idea se fue precisando con el avance de las olas mongólicas, y la invasión turca le dio carácter definitivo: el Occidente cristiano se oponía al Oriente infiel.

El Humanismo introduce un matiz en la apreciación. Las culturas que se designan con los nombres de “gótica” y “antigua” se perciben como épocas de sentido antitético; en las designaciones mismas se implicaba una caracterización de las culturas de donde provenían sus contenidos: germánica y heleno romana, de las cuales la segunda se consideraba la más valiosa. Esta percepción de lo distinto subsistirá, pero en el Romanticismo se invierte la valoración: lo medieval se revaloriza precisamente por lo germánico que lo anima.

Contemporáneamente con aquella percepción de la diversidad de las épocas, se despierta en Europa una curiosidad universal –producto también de este afinamiento de la sensibilidad– que se proyecta en las expediciones lejanas, luego en la conquista y por último en la colonización; pero en la base de esta acción se halla la capacidad de discriminar lo culturalmente distinto; también se halla la convicción irrazonada de que es posible la reducción de grupos humanos de una cultura a otra. Es sabido cómo se discutió la licitud jurídica de esta actitud; de la polémica doctrinaria debía inferirse que la catequesis debía, en todo caso, ser anterior a la conquista; pero ya la catequesis –tanto como la colonización– implica aquella convicción y supone la apreciación de lo distinto.

Algunas veces la diversidad de las culturas ha parecido susceptible de quedar sepultada bajo una forma de validez universal: así apareció en Occidente la idea de Imperio, distinta de la de origen oriental y realizada por Grecia y por Roma, y así se concibió luego la noción de la Ecúmene cristiana. Pero esta concepción de la unidad de las culturas busca, para realizarse, un plano de coincidencia: la actividad política renunciada, o el ansia religiosa insatisfecha; fuera de este núcleo de lo más íntimamente humano, las culturas subyacentes bajo aquellas formas ecuménicas divergen y acaso podría afirmarse que entienden la unidad que les es impuesta no de acuerdo con una ortodoxia de fondo, sino según una ortodoxia de forma, que deja permanecer libres las más espontáneas maneras de su peculiaridad. Sólo en la comunidad de la existencia de una necesidad política o de un ansia metafísica, probarían las ideas de Imperio y de Ecúmene la existencia de una unidad de las culturas; pero el planteo mismo de sus condiciones de realización afirma la divergencia de las culturas históricas frente a interrogantes comunes. La definitiva convicción del Occidente acerca de la imposibilidad de una unidad política o religiosa crea, desde el siglo XIX, una forma derivada de la idea antigua de imperio, pero que no se dirige hacia la dominación directa de tipo político militar, sino hacia la mera explotación económica, con prescindencia de todo control que no interese para ese fin: es el imperialismo –tendencia a lo imperial, en perpetuo estado de formación y destinada a no consolidar nunca–; en su fundamento subyace el supuesto de la posibilidad de una unidad de la organización capitalista universal: a lo político y lo religioso se agrega así lo económico en la serie de zonas de coincidencia buscadas para realizar una unidad de cultura.

LAS CUATRO FORMAS DE SPRANGER: INMIGRACIÓN, COLONIZACIÓN, RECEPCIÓN Y RENACIMIENTO

Aun insuficiente y somera, bastaría esta ligera enunciación de las circunstancias en que ha sido percibida espontáneamente la diversidad radical de las culturas históricas, para explicar el interés que suscita en el historiador la búsqueda de las formas dentro de las cuales se realizan los contactos de cultura. Lo corriente es que el historiador, sin preocuparse de doctrina, elija una zona –espacial o temporal– de contacto de culturas y la estudie prolijamente, mostrando cómo se da allí el fenómeno. Pero no es menos lícito para el historiador intentar la determinación de las formas mismas que caracterizan el fenómeno, establecidas por una cautelosa comparación: valga el ejemplo encerrado en las “Weltgeschichtliche Betrachtungen”, de Jacob Burckhardt, de quien nadie podría sospechar que se apartara un instante de la más pura actitud histórica.

Esta tarea se hace arriesgada y difícil por la finura del matiz que separa esta concepción morfológica de las antiguas asimilaciones de la vida histórica a la biología, así como de la tendencia científico natural a crear un orden legal. Pero no por evitar ese riesgo podría la historiografía contemporánea persistir en esquemas anteriores a su moderna estructuración gnoseológica. Acaso pueda ser útil esta enunciación de los capítulos posibles de una investigación de este tipo, acerca de aquel problema de los contactos de cultura, sobre cuya observación espontánea tenemos testimonios suficientes.

Para poder hablar sobre los contactos de las culturas es menester, primeramente, establecer los supuestos que implica el solo planteo de la cuestión. El primero es la existencia y la autonomía de las culturas históricas. Se han definido las culturas como “estructuras sobreindividuales” o como “formaciones objetivas impersonales”, en las que se realiza una determinada concepción del mundo y de la vida. Cada grupo humano ha creado la suya cuando estaba animado por un estilo original de vida, y su conjunto constituye la historia humana. Para que se suscite el problema de los contactos de cultura debe admitirse –implícita o explícitamente– la autonomía de estos complejos culturales, negando al mismo tiempo –en cierta medida– la existencia de un desarrollo histórico unitario de la humanidad. Pero una vez admitida la existencia de las culturas y admitido este carácter de autonomía, se hace evidente otro supuesto básico de la cuestión. Un fondo común de humanidad –el hombre, con sus penas, sus ambiciones y sus obras, es el único elemento invariable, dirá Burckhardt– permite en un instante dado traducir los esquemas y los contenidos de una cultura a otra, acercada a la primera por circunstancias externas, comercio o guerra. El contacto de las culturas –digámoslo desde ahora– se resuelve en fenómenos de influencia; pero entonces admitimos la posibilidad de aquella traducción de elementos culturales. Spengler, acentuando el carácter orgánico –vegetal– de las culturas, había negado la existencia de influencias vivas y sólo admitía la imitación de formas muertas y desprovistas de su contenido original. Otros –Spranger, entre ellos, en su substancioso trabajo “Probleme der Kulturmorphologie”– sostienen la evidencia del traspaso de elementos de cultura, tal como, de hecho, lo admitía la investigación histórica empírica. Sobre estos dos supuestos –existencia y autonomía de las culturas y posibilidad de interacción– descansa el problema formal de los contactos de cultura.

El contacto de las culturas se resuelve positivamente para la Historia –y para la cultura misma– en fenómenos de influencia; pero el hecho mismo, tal como lo observa, por ejemplo, la investigación de los productos de arte o el análisis de las formas jurídicas, no nos dice el proceso histórico cultural por el cual se establece. Como antecedente de aquellos resultados, la Historia busca la forma en que esas influencias se desencadenan y se desarrollan, como hechos históricos.

Analizando someramente el problema, Spranger encuentra cuatro formas típicas de influencia, que él distingue como “inmigración”, “colonización”, “recepción” y “renacimiento”. El examen es muy ligero y acaso podría precisarse más aun su resultado, sobre todo si se entiende por influencia un fenómeno más complejo que el que resulta de una acción directa de una cultura sobre otra. Pero, en todo caso, las formas típicas de Spranger son las que pueden considerarse básicas y sólo cabría incorporar algunos otros fenómenos y acaso establecer nuevos matices. Una revisión ligerísima de éstos y aquéllas permitirá sistematizarlos debidamente.

Se encuentran en primer lugar las formas que podrían caracterizarse como influencias impuestas sistemáticamente: corresponde a este tipo la colonización, acción iniciada sólo después de una posesión de hecho de la tierra. Lo primero que aparece en ella son las formas regulares de la dominación, realizadas en el Estado, a través de cuyos marcos comienza a filtrarse el contenido espiritual de la cultura colonizadora; ésta, a su vez, sufre la acción modificadora de la cultura autóctona, pero su cohesión –fruto del traslado orgánico del grupo social– resiste fuertemente toda acción corrosiva.

En seguida, y como procesos más complejos, se nos aparecen los que provienen de fenómenos de “prestigio”. En un momento dado, ciertos hechos, ciertas ideas o, simplemente, ciertos estilos de cultura, se presentan ante un grupo social señalados por un acento peculiar. El valor que se ve realizado en ellos se ofrece con caracteres de evidencia y a su alrededor se produce un obscurecimiento irrazonado de todo lo que se aparta de aquel módulo cultural. El “prestigio” que da categoría a esos hechos o esas ideas los transforma en fuerzas históricas de gran poder: a veces se traducen en lemas y polarizan ciertas corrientes históricas alrededor de fórmulas esquemáticas que sólo valen porque suponen, tácitamente, aquellas ideas o aquellos hechos. En todo caso, el grupo social ante quien se produce esta hipervalorización del hecho ve en él una forma arquetípica de cultura.

Cuando el prestigio corresponde a sectores de vida que interesan a las mayorías –seguridad político social, progreso económico, etcétera–, la relación entre ambos grupos sociales se da en forma de inmigración. Lo propio de esta forma es que el vehículo de influencia está disminuido en su eficacia, o por un sentimiento de menor valía con respecto a su propia cultura –de la cual escapa–, o por un interés de adaptación acelerada al nuevo medio; de aquí que la influencia de las corrientes inmigratorias sólo se ejerza en aspectos muy parciales y, en general, sobre la superficie; su importancia proviene más bien del tipo humano que produce, desarraigado y, en cierta medida, en situación de escepticismo moral.

Cuando, en cambio, el prestigio proviene de sectores de vida culta, la eficacia de la influencia es mucho mayor: su vehículo es un grupo o sector de gran receptividad constituido dentro del propio cuerpo social que recibe la influencia y que actuará después como fermento dentro de éste. Originariamente se da como fenómenos de minorías y, según que se dirija hacia culturas extranjeras y contemporáneas o hacia épocas pretéritas de la suya propia, esta influencia adopta la forma de la recepción o del renacimiento.

La recepción aparece como una descategorización radical de la propia cultura en homenaje a otra, más o menos contemporánea, de la que se adoptan primeramente, por un mero fenómeno de “moda”, ciertas formas externas: lenguaje, costumbres, estilos; en forma más lenta estas formas se van saturando de contenido espiritual y se produce una verdadera absorción del estilo vital de la cultura recibida; con variantes y con desfiguraciones, la nueva cultura se extiende por diversas capas sociales y alcanza en diversas medidas todas las formas de actividad humana. Pero lo típico del fenómeno es que la adopción permanece siendo una operación consciente que no llega, en consecuencia, a eliminar los modos vitales propios del grupo social: en un momento dado, la cultura recibida, aun cuando haya sido profundamente captada en su estilo, puede ser rechazada por un acto consciente de restauración del pasado.

El renacimiento supone la descategorización de un pasado inmediato para revalorizar un pasado remoto. Una vieja manera de vida, un viejo estilo de cultura se cubren ahora de renovado prestigio y se restaura cuanto lo recuerde. Como las realidades histórico sociales han cambiado, la adopción de lo antiguo no puede ser total y el renacimiento sólo retrotrae el sentido general de la cultura, conformando a él los nuevos contenidos. Pero este sentido general sólo puede ser captado a través de una visión histórica, y ésta no siempre es justa: rápidamente, la visión del pasado remoto se carga de matices contemporáneos que se proyectan en aquel pasado, en el que se creen descubrir. Todo renacimiento oculta, pues, una creación de cultura que sólo en su momento inicial mantiene el signo de aquel pasado tutelar; luego surge de él un momento nuevo de cultura, elaborado bajo aquella influencia cargada de prestigio y erigida en idea directriz.

Encontramos, finalmente, influencias recíprocas. A veces, en efecto, las influencias no se dan en la simple forma de una cultura activa y una pasiva, sino que se trata de fuertes acciones recíprocas; la importancia es entonces pareja para las dos culturas porque ninguna de ellas puede reivindicar para sí el carácter de raíz única del nuevo producto cultural elaborado por la interacción de todas. El logro de ese nuevo producto de cultura se debe a una voluntad transaccional que lleva a las culturas en contacto a establecer zonas de coincidencia; lo prestigioso es entonces lo que es común, lo que es “universal” dentro del ámbito en que se opera el contacto; los grupos sociales que la desarrollan son aquellos que, dentro de cada cultura, desdeñan lo estrechamente nacional y postulan, en cambio, un sincretismo total. Un apretado haz de influencias se entrecruzan así, constituyendo culturas universalistas y sincréticas.

Sobre estos temas debería realizarse el análisis del problema de las influencias consideradas como resultados de los contactos –próximos o remotos– de cultura. Antes que consecuencias en el arte, la literatura, la economía, el derecho o la política, las influencias culturales son hechos históricos que no es lícito olvidar cuando se analizan sus proyecciones. Dentro de esta estructuración morfológica en que los vemos presentarse, la ciencia histórica encuentra un plan articulado de investigación.