Experiencia y saber históricos en Alejandro Korn. 1941

Cuando el joven Telémaco se encontró lanzado a la inverosímil y maravillosa aventura de decidir un día sobre su destino, una voz, que parecía salir de los labios del anciano Méntor, aconsejó al muchacho que se hacía hombre cuáles eran los pasos que debía dar para conducirse como cuadraba a un hijo de tal padre.

Después, el viejo Méntor se alejó. En el extraño ritmo de su huida, todos aquellos que rodeaban al joven Telémaco advirtieron los signos de una presencia extraña. Entonces, sereno y seguro, Néstor se acercó al inquieto y desconcertado hijo de Ulises y le dijo que ya no temía por su suerte, porque, bajo la figura de Méntor, era la propia Palas Atenea quien velaba por él: era, pues, esa voz y ese consejo lo que era necesario seguir.

Como Pablo en el camino de Damasco, solo él había entendido lo que significaban las palabras que todos oían sin entender. Pablo por la fe y Néstor por la experiencia viva, configuran la imagen del individuo de excepción: frente al devenir de la vida, atento al sentido de las cosas, el madurado examen o la intuición profética señalaban con signos inequívocos la voz que había que escuchar. Todos habían observado el porte aquilino del viejo Méntor; pero fue Néstor, y solo él, quien descubrió que era la diosa Palas transfigurada, y solo él supo advertir al joven Telémaco que era una voz divina la que había escuchado, y que tras el consejo se escondía la verdad.

Algo había en la figura de Alejandro Korn que hacía recordar los contornos homéricos del anciano Néstor. Era, seguramente, la austeridad dúctil, producto de la constante interacción de la inteligencia y el sentido moral. Había vivido mucho y había vivido intensamente. Poseía, como resultado de su permanente actitud vigilante, un agudísimo sentido para descubrir en el fondo de la naturaleza humana los móviles secretos, y su consejo era prudente y seguro, y se posaba sobre la duda como una golondrina que es a la vez anuncio y certeza.

Su voz y su consejo, antes que saber intelectual, se ofrecían a quienes lo escuchaban o lo leían, como experiencia viva, que surgía renovada de la honda e inagotable vertiente de su espíritu. Hija de la vida, era cálida como ella y poseía la plasticidad de lo humano. Era experiencia, sabiduría recogida fuera de sí mismo, pero trabajada amargamente por su celo intelectual y vertida luego, con la generosidad de un gran señor del espíritu, para adoctrinar, hecha ejemplo y voz.

Esta experiencia de la vida provenía de su atenta y constante preocupación por lo histórico. Antes que filósofo era hombre y le apasionaba su íntima esencia, observándola a un tiempo mismo con la lupa del erudito y la pupila del hombre apasionado y vivo.

Vida histórica le ofrecía su contorno social y vida histórica buscaba en la lectura asidua. De una y otra fuente recogía una enseñanza palpitante y su reflexión incansable tejía con ella un cañamazo de amplia trama, dentro de cuyo orden cabía la eterna fluctuación de la vida.

Este saber hecho experiencia era el típico saber histórico de Alejandro Korn. Cuando escribió sobre la Historia, tradujo a fórmulas sistemáticas y categóricas —en el hermoso capítulo de los Apuntes filosóficos— un pensamiento vivo, profundamente sentido, que se enmarcaba en la más vasta y trabajada concepción de Croce, a quien admiraba con singular respeto.

La Historia es, para él, concepción del proceso histórico, y, si no es eso, apenas es nada el mero saber de hechos. Pero esa concepción la veía renovarse en cada historiador —al fin no hay sino historiadores, dirá Korn— y esta recreación constante, así como la incapacidad de matematizarse, restaba para él carácter científico a la Historia. Lo que hay que exigirle al historiador, dice, es talento y sentido histórico. La previa labor de erudición —tan respetable co-mo necesaria— no puede ser erigida en finalidad de las disciplinas históricas, construidas sobre la valoración, no sobre la enunciación de los hechos; por eso nos dice, comentando una obra de un contemporáneo, que no es lícito darnos, en Historia, la búsqueda en lugar del hallazgo. La expresión es exacta y definitoria. La búsqueda es análisis, desarticulación de los procesos, marchas y contramarchas a lo largo de la ancha vía del tiempo. Pero el hallazgo debe ser, por sobre todo, una concepción coherente de la vida histórica; a ella se tiende, y fuera pueril invalidarla como aspiración, porque en cierto momento de la Historiografía se la haya construido sin saber riguroso ni comprensión profunda.

Pero la reflexión de Korn no debía detenerse en los lindes del problema gnoseológico de la Historia. Más allá, la naturaleza misma de la vida histórica plantea su interrogante, quizá porque la respuesta yacía latente en su actitud ética. El torso que Korn veía emerger desde el abismo de la determinación natural hacia la clara promesa de la libertad, era precisamente el de ese Yo que constituye la esencia espiritual del hombre, que configuraba su humanidad y que es el protagonista simbólico de la vida histórica.

El Génesis y Goethe —dos de las raíces de su meditación— le sugirieron la clara fórmula de la que arrancaba para explicar su sentido: “Al principio fue la coacción”. Desde esa etapa en adelante, el hombre lucha por desprenderse de las ataduras y limitaciones de la naturaleza. Por sobre ella el hombre crea su mundo, y para lograrlo debe vencer en dura lucha los imperativos primeros de su propio ser y las exigencias de su medio ambiente. “Esa rebeldía —dirá Korn— es el asunto de la Historia.”

Si “el hombre es el animal que se subleva contra el destino”, es porque lo anima y lo impulsa una aspiración ética que configura un ideal trascendente de vida. Para lograrlo, el hombre lucha, y es propio de la lucha el riesgo de ser derrotado o vencer. Una u otra posibilidad acaso modifiquen el destino individual, pero confirman en todo caso la vocación beligerante del hombre en cuanto tal: indigna del varón es la entrega o la huida, no la derrota.

“Por la aptitud técnica —afirma el filósofo—, se inicia y se mantiene la acción del hombre sobre su contorno.” Pero la naturaleza no da cuartel y no se obtienen sobre ella victorias decisivas. A cada instante, agazapada en las encrucijadas de la vida y transfigurada bajo formas cambiantes, toca el ámbito de la cultura con su intento avasallador de determinarla y constreñirla, o toca los más íntimos rincones del corazón con su llamado a los pecados capitales contra el espíritu. La libertad no es una tierra de promisión donde es posible el descanso y el abandono. “La libertad deviene”, se logra para perderse de inmediato si no se defiende el palmo trabajosamente conquistado, y de esa eterna inquietud se nutre la cultura, y por ella se anima, y se evade del ciclo vital cuya curva se cierra con el nacer y el morir.

Pero, esquivado el duro señorío de la naturaleza, afirmado el profundo significado ético de la aspiración a la libertad, el hombre descubre que no por eso se debate en el seno de una existencia carente de finalidad y de sentido. Reacio a las afirmaciones metafísicas, Korn afirma, sin embargo, la presencia de una estructura en la vida histórica: “Se vislumbra en ella —dice— la sombra de un orden superior, aunque sombra escurridiza e inasible”. El filósofo que había en Korn no arriesgaba ni una caracterización ni una teoría de este orden intuido en la vida histórica. Pero a mitad de camino entre su pensamiento reflexivo y su actitud vital ante las cosas, la acción surge como la consecuencia inexcusable de aquella y por ella se califica y se humaniza la conducta. Junto a la actitud teórica, emergiendo de su profundidad y prolongándose en una marcha acentuada por el imperativo del espíritu, la acción es la resolución final del destino del hombre. En esta afirmación, de cuyo tono parece desprenderse una extraña fe, se reflejan, diáfanas, su hombría y su inteligencia tanto como en la resuelta firmeza de su voz entrecortada o en la ternura de su mirada severa y profunda.

He aquí, pues, que por el examen de su pensamiento tornamos a encontrarnos con la presencia viva de Alejandro Korn. Porque la acción que postulaba el filósofo como cauce donde debía desembocar la actitud reflexiva del hombre, era precisamente la exigencia ineludible y terminante de su conciencia moral. Hombre de pensamiento singularmente profundo, poseía al mismo tiempo el sentido de la acción y el sentimiento de su dignidad, y por eso su vida fue, por sobre todo, militancia y lucha. A su alrededor cambiaron los conmilitones y a su frente cambiaron los objetivos del combate; en vano pasó el tiempo y su actitud fue firme y sostenida, como brotando de una conciencia vigilante, con algo de encina y algo de cíclope.

En las luchas universitarias y en las luchas políticas, Alejandro Korn fue ejemplo y voz: porque Alejandro Korn era hombre austero y cuando su conciencia lo llamaba a la acción, su cuerpo aparecía en las filas como uno de tantos, y su voz lo volvía a sacar de ellas para otorgarle un lugar de mando y de consejo. Porque Alejandro Korn —cabeza blanca y mirada firme— era, en la acción, por sobre todo, experiencia y sabiduría.

En la vida argentina fue un hombre de excepción. Para pisar terreno firme en el momento en que vivía, se inclinó —estudioso y meditabundo— sobre el pasado argentino, y fruto de su celo intelectual fue su estudio sobre Las influencias filosóficas en la Argentina. Obra de historiador y de filósofo, las Influencias… acusan sobre todo una actitud vigilante con respecto a la vida del país, al que amaba con singular amor. En el espectro de la realidad, eligió la gama de colores que le era más familiar para recomponer, en su conciencia, la íntima esencia de la vida argentina. Pero tras su afán intelectual, fundido con él, se advierte la mirada avizora del hombre de viva inquietud contem-poránea que quiere conocer hasta en sus más recónditos secretos el área en que ha de dar el supremo combate de la existencia.

Cincuenta y ocho años tenía sobre sus espaldas cuando anunció en circunstancias memorables, la llegada de una nueva era: el anciano que percibía en su propio pasado el pasado de la cultura de su tiempo, supo decir a quienes sostenían a su lado sus primeros combates: Incipit vita nova. Del siglo XIX de donde arrancaba, Alejandro Korn sopesaba con sereno juicio la marcha prometeica, que conducía al dominio de la naturaleza, después de haber desentrañado su secreto. Pero junto a la admiración, Korn colocaba su rebelión creadora, y formaba en las filas que constituían por entonces un Bergson o un Croce. Su gesto era resuelto y quienes quedaban rezagados fingieron ignorarlo, pero Korn se sobrepuso porque tenía la vocación incontenible y la mente clara. Pero junto a la función de meridiano —como alguien ha dicho— que cabe a Korn en el panorama de las ideas, es aleccionador observar en él al minucioso y certero vigía que hace un alto para descubrir el sentido total de la marcha, disimulado en los zigzags y entrecortado en los paraderos. Caminante experto, Korn sabía que era menester fijar el norte antes de continuar la aventura, y su misión debía ser la de determinar el rumbo, atento a la secreta voz que hacía de él un hombre de excepción.

Vita nova, anunciada en un horizonte lejano, significaba para el filósofo que doblaba el último recodo de la vida, una esperanza inaccesible. Hay una grandeza señorial en el gesto de Alejandro Korn, a quien la muerte no inspiraba temor, quizá porque, como el maestro de Atenas, no quería tener la arrogancia de juzgar lo desconocido. La vida histórica pasaba a la vera de su destino personal, y con magnífica elegancia clavaba en ella su mirada el filósofo para descubrir su secreto, sin querer recordar que su río arrastraba con él las aguas de su vida. Comenzar es siempre una aventura, y es doblemente duro comenzar cuando la espalda es corva y la cabeza es gris: doble grandeza hay, pues, en el Incipit vita nova, que hizo de Alejandro Korn un maestro.

Todos sabemos con qué bravura y con qué elegancia vivió su vida. Pero lo que debe ser señalado por quien quiera —siquiera brevemente— caracterizar su preocupación por lo histórico, es cómo su actitud fue consciente e históricamente conducida. Los que vivieron a su alrededor, los que lucharon con él o los que gozaron de su intimidad recuerdan todavía su consejo y su voz, que tenían a un tiempo mismo energía y prudencia, clarividencia en el juicio y sabiduría para la conducta.

¿Quién no sintió a su lado la sombra protectora de Néstor? El anciano estaba hecho de dulzura y de probidad; pero cuando el curso de las cosas parecía engañar con su voz de sirena a los más jóvenes del barco, la palabra de Alejandro Korn sabía descubrir certeramente cuál era, entre todas, la voz secreta que era necesario escuchar, y entonces su consejo era enérgico y vibrante, como animado por un celo profético.

La Historia era historia viva y palpitante en Alejandro Korn, y a través de su corazón abierto para todo lo humano, había cristalizado en experiencia. De su seno debía surgir después para adoctrinar, hecha ejemplo y voz. Por eso, a veces, se creía vislumbrar, tras su recia figura, la sombra venerable de Néstor.