Ideas para una historia de la educación. 1937

No sería fácil determinar con precisión cuándo la pedagogía, con sus caracteres de pensar sistemático y autónomo frente a lo educativo, se desglosa de la reflexión ética o psicológica, sobrepasa la etapa de pura praxis, y gana conciencia de sí misma, de sus problemas, de sus objetivos y de sus métodos. En todo caso, ni con los sofistas ni con Quintiliano, el pensar pedagógico alcanza tal etapa, como no la alcanza con el pensamiento medieval, cuya íntima estructura vedaba el claro planteo del problema educativo. Se afirma que el Humanismo echa las bases de la pedagogía; en efecto, con Vives y Comenio la pedagogía delimita su campo y plantea sus principales problemas. Pero en rigor, todavía le falta una total autonomía, y, sobre todo, una discriminación de sus supuestos básicos, peculiares, que la independizarán del resto del pensamiento especulativo. Esta tarea sólo ha de cumplirse cuando, en los albores del siglo XVIII, comienza a constituirse, como abstracción, el concepto de cultura, en cuanto producto objetivo del espíritu, gracias a los ensayos de Voltaire y Rousseau. Es sobre todo en este último, y sobre todo en su distinción —de vasta tradición clásica— entre naturaleza y cultura, donde encontramos la primera noción que en el campo pedagógico debía servir para crear un problema autónomo, postulados específicos y hasta las bases para una ordenación metodológica propia.

A partir de ese instante la pedagogía reclama para sí la totalidad de los problemas educativos. La ubicación en el tiempo de este dato tiene para nosotros suma importancia. Educación y pedagogía, términos en estrecha unión a partir del siglo XVIII, no habían mantenido hasta entonces excluyente vinculación. La educación, por no constituir el fin específico de una disciplina autónoma, se agregaba en los estudios humanísticos, tanto como en la reflexión espontánea y precientífica, en calidad de preocupación de tipo moral o de tipo político. De este modo, si al estudiar la historia de la educación a partir del siglo XVIII no podemos imaginarla independientemente de la meditación pedagógica sistemática, cosa muy distinta nos acontece cuando escrutamos en el panorama histórico anterior la significación y el carácter de los problemas educativos. Fenómeno vastísimo, la educación sólo toca en contados puntos con la reflexión pedagógica, en tanto que, como realidad, como relación humana constante, se halla permanentemente presente en el panorama cultural de una época o de un pueblo. La educación romana, sentida como preocupación fundamental por el latino, alcanza, por sus proyecciones, por su trascendencia como fenómeno histórico y hasta por su valor universal, mucho más allá de cuanto pudiera pensarse a través de Cicerón o de Quintiliano.

Planteado el problema en estos términos, será necesario delimitar qué alcance se da aquí a la educación. Para lograrlo es menester que previamente se aclare otro aspecto de la misma división que hemos planteado dentro de la historia de la educación. Acaso el problema básico de la pedagogía sea obtener con caracteres de rigurosa objetividad la determinación del ideal pedagógico. Pero la historia de la educación no ha conocido nunca la existencia de un ideal pedagógico puro, sino la existencia de ideales de vigencia social para alcanzar los cuales la educación era un simple medio. No eran pues ideales educativos propiamente dichos, con una motivación pedagógica y nacidos de una clara conciencia de la labor educacional, sino meras adaptaciones a los ideales que profesaba una comunidad condicionada históricamente. De aquí, pues, que la educación no reivindicara para sí sino el dominio de lo metodológico, puesto que se le privaba de dictaminar sobre su propia finalidad, campo reservado a la ética unas veces, y a formas derivadas, como la política, otras.

La educación será, pues, en adelante, para nosotros, y en tanto nos preocupe el tema no como especulación actual sino como tema de historia, un tipo de relación humana que vincula al educando —sin distinción de edades— a una comunidad con una determinada concepción del mundo y de la vida, a la cual es necesario articular su propia existencia. Este proceso excede en mucho a las meras formas escolares y aun a toda forma sistemática. Es constante y suelen ser expresiones suyas muchos fenómenos que habitualmente no se tienen por tales. En tal sentido sólo es lícito acercarse a la historia de la educación partiendo de la comunidad histórica.

Tradicionalmente, la historia de la educación ha enfocado el problema como exclusivamente individual. La educación no sería sino una determinada acción ejercida sobre cada individuo con un determinado fin. Pero la educación no ha sido, ni en los períodos más individualistas, una labor individual, porque la educación es fundamentalmente una relación, el establecimiento de un vínculo, la determinación de una situación dentro de un sistema dado. Todo lo que el hombre encuentra a su alrededor, todo lo que él pueda buscarse para constituir su mundo, proviene de una situación previa que es la existencia del hombre dentro de un grupo. El grupo tiene, como tal, caracteres propios de los cuales participa el individuo en tanto que individuo. Para establecer su definitivo contacto, su relación permanente con la comunidad, el individuo asiste a un proceso que —sea cual fuere su naturaleza, iniciación en la horda, educación racional, etc.—, está destinado a vincularlo a aquellos valores que esa comunidad prefiere. En tal sentido casi toda la vida es educación, hasta el momento en que el adulto, participando en la comunidad de adultos, interviene y actúa sobre ella.

Solamente ahora empieza a afirmarse que lo propio de la pedagogía es poner la educación al servicio de algo inherente al educando y no al servicio de la comunidad a la cual pertenece. En rigor, una pedagogía así entendida está también en último término al servicio de la comunidad, porque el fruto de su labor educacional ha de ser recogido finalmente por ella. Pero al establecer la educación del niño, del adolescente y del joven como procesos de libre expresión de las generaciones, como lo hace Wyneken, establece en ellos mismos los objetivos a lograr. Esta tendencia de la pedagogía moderna se escinde en nuestros días en dos corrientes. Afirma una que el objetivo de la educación es el educando como individuo y postula el más amplio respeto por la personalidad humana. La otra, con un sentido mucho más moderno del problema, establece que el sujeto de la educación no es sino la generación íntegra, cuyo sentido solidario no puede per-derse de vista. Esta última, defendida sobre todo por Gustav Wyneken, define la educación como un proceso de capacitación de la conciencia individual para participar de la conciencia total de la humanidad. Pero al plantearse la aspiración contemporánea en estos términos obtenemos un punto de vista sumamente útil para el planteo de una historia de la educación. Si se define la educación —dice Wyneken— como “la introducción de la conciencia juvenil individual en la conciencia social, se representa uno la juventud como una suma de defectos e imperfecciones”. La primera conquista, la más alta, de la pedagogía, ha sido precisamente reconocer, en la niñez, en la adolescencia y en la juventud, valores propios que no pueden medirse por el nivel de la comunidad adulta. La educación debe ajustarse a la necesidad de que cada edad se realice plenamente dentro de sus particulares modos de vida.

Pero he aquí que esta aspiración, este postulado pedagógico, apenas se ha insinuado en pleno siglo XX. Hasta ahora —aún ahora—, la educación no ha sido sino aquella reducción de lo imperfecto del educando a la perfección de la madurez. El proceso de toda educación ha sido, pues, un proceso para introducir al hombre nuevo en un sistema dado de preferencias y de valores.

Cada comunidad histórica ha intentado, pues, incorporar sus jóvenes a su particular cosmovisión. La educación no ha sido sino este tránsito, y los ideales educativos no han sido sino reflejos de aquélla. De aquí que si queremos establecer la sedación de los ideales educativos y de la educación misma, no tendremos sino que establecer históricamente, en primer lugar, los círculos de cultura dados con su peculiar concepción del mundo y de la vida, y observar después de qué manera se opera el tránsito de eso que hoy sabemos mundo autó-nomo y sui generis de la infancia, la adolescencia y la juventud, a este otro mundo adulto con una estructura de vida definida y vigorosa. En rigor, estamos aquí ya en poder de las dos normas fundamentales para la construcción de una historia de la educación.

De estos dos términos, el primero excede en mucho el campo de una historia de la educación y es todo un amplio capítulo de la historia de la cultura; pero para esta historia restringida provee de un material indispensable: los valores preferidos, las concepciones aceptadas, los ideales elaborados; el segundo es la educación misma —tránsito hacia esos valores— y constituye el tema preciso de una historia de la educación, presentado no sólo en su proceso mismo, sino también en los múltiples contrastes y situaciones en que suele darse. Acaso será útil una breve exploración sobre el campo de cada uno.

La comunidad hacia la cual se dirige la conciencia del educando puede entenderse como humanidad en sentido total o, en forma más circunscripta, como comunidad condicionada históricamente. En el primer caso, la humanidad, como elaboradora de una cultura objetiva y total, no está presente en forma inmediata en el educando sino a través de una comunidad histórica en la que es peculiar, en ese caso, su tendencia totalitaria de la cultura. En el segundo, la comunidad se expresa concretamente por ciertas características que le dan fisonomía particular, y que el educando reconoce como su comunidad. Lo propio de esa comunidad es poseer una peculiar cosmovisión.

Una cosmovisión, una concepción del mundo, una concepción de la vida, es un panorama constituido por un sistema de valores, de reacciones ante las cosas, de aspiraciones y voliciones, por un conjunto más o menos orgánico de explicaciones con respecto al mundo circundante. Este panorama constituye el clima cultural de cuya latencia surgen las interpretaciones sistemáticas de la realidad, las va-loraciones y las normas. Dentro de él, no sólo la realidad, sino la vida misma busca una interpretación, dibuja un plan, esboza una trayectoria. Y de esta concepción de la vida y del mundo surge un plan ideal de vida, colectivo e individual a un tiempo, corregido permanentemente en sus proyecciones pero sensiblemente uniforme en cuanto a sus caracteres profundos.

Sobre este esquema general de los ideales de vida, una comunidad elabora en diversas direcciones los tipos que lo realizan, históricamente, cotidianamente. Es así como una comunidad puede admitir diversos ideales de vida, estableciendo a veces jerarquía entre ellos, asimilándolos otras en un plano común; el ideal de santidad y el ideal heroico comparten durante mucho tiempo, en la alta Edad Media, la estima del Occidente europeo; en situación de menos jerarquía se coloca primeramente el ideal burgués, que se superpone sobre aquéllos y los supera en la estima de la baja Edad Media: un ejemplo —entre otros muchos— de esta puja de ideales de vida, nos la da todavía reflejada la literatura del siglo XVII en Le bourgeois gentilhomme, de Molière, o la del siglo XVIII en La locandiera, de Goldoni.

Simultáneamente, la educación se dirige en cada sector de una comunidad hacia los diversos ideales de vida; conseguir realizar uno de ellos es el fin último de la educación tal como se ha dado históricamente y la determinación de esos ideales de vida aparece así como el paso primero y previo para toda investigación acerca del hecho educativo a través de las culturas históricas.

Metodológicamente, esta investigación no puede sino seguir una vía histórica. Circunscripto el círculo cultural elegido, una prolija y sistemática exploración de las fuentes más diversas, desde las históricas, literarias y filosóficas hasta las más humildes entre las no literarias, aportarán los materiales para elaborar después con riguroso sentido crítico. Esta investigación de las concepciones del mundo y de la vida sólo se ha hecho en muy pequeña escala.

Pero si la determinación de los ideales de vida constituye en rigor un problema estrictamente histórico, la historia de la educación tiene interrogantes precisos sobre ellos, a los que deberá dar preferencia. En primer lugar deberá plantearse el problema de clasificar los ideales de vida coexistantes en cada grupo. A simple vista se advierte la licitud y hasta la sencillez de clasificar los ideales de vida de acuerdo con los grupos nacionales y aun de acuerdo con las diversas clases sociales; en efecto, se trata aquí de estructuras fijas —naciones y clases— que será fácil aprehender. Pero no será tan fácil cuando se plantee la determinación de los ideales de las edades o de los sexos, la investigación del sentido de la niñez o la adolescencia, en una comunidad y en una época, o la determinación del contraste de los ideales masculinos y femeninos. Se hallarán períodos en donde tales ideales se ofrecen explícitamente, como ocurre con el tipo del efebo griego, el paje medieval o las preciosas francesas del siglo XVII. En otros, un difícil rastreo deberá descubrirlo o, en todo caso, demostrar su no existencia como ideal autónomo, que es, en última instancia, también un dato positivo para la historia de la educación. Igualmente entraña alguna dificultad descubrir los ideales que se dan en grupos que pueden constituirse circunstancialmente en cada comunidad y en cada época; así, un fenómeno muy frecuente de influencias determina la presencia de grupos filoextranjeros dentro de una cultura dada: filo-helénico en Roma, anglofilo en Francia en la época de Voltaire, anglófilo y francófilo en pugna en el Buenos Aires de principios de siglo; a estos grupos, generalmente de elite, corresponden ideales de vida que no coinciden con otros grupos existentes. Grupos de ideales excluyentes se dan también como dependientes de tendencias políticas o religiosas.

Obtenida esta clasificación de los ideales de vida, será menester establecer sus relaciones y descubrir sus proyecciones educativas. Aquí también aparecen problemas de enunciación simple, tales como las relaciones entre clases sociales o entre grupos de influencias diversas; pero son menos sencillos los que plantea la oposición de las generaciones o la de los sexos.

Insistiendo en estos aspectos particulares del problema, la determinación, clasificación y relaciones de los ideales educativos se constituyen en un capítulo, fundamental y previo, de toda historia de la educación; el proceso mediante el cual el educando tiene acceso a ellos, el tránsito hacia la cosmovisión de la comunidad, constituyen el otro capítulo.

Nos es posible afirmar hoy que la acción educativa es un proceso de coacción. Acaso circunstancialmente una determinada edad haya impuesto su concepción y la comunidad acatado tales valores. Pero normalmente las generaciones que se educaban no eran sino el objeto de una coacción exterior de la comunidad para llevarlas a cierto tipo de vida adulto.

Si partimos de nuestro conocimiento de la diversidad del mundo del niño y del joven, de la autonomía de su modo originario de vida, ese tránsito no puede menos que ser definido como coacción. Entonces, el hecho educativo mismo plantea el dilema entre autonomía y heteronomía de la educación, dilema que sí se plantea como tal a la reflexión pedagógica contemporánea se resuelve siempre en la historia de la educación como heteronomía. Buscar en las culturas históricas cómo y en qué medida se ha realizado esta coacción es el tema básico de este segundo término necesario para construir una historia de la educación.

Dentro del cuadro general del tránsito coactivo a los valores de la comunidad, la historia de la educación deberá plantearse algunos problemas poco vistos y fundamentales. Será necesario descubrir la resistencia del individuo o de las generaciones de educandos a la acción coactiva de la comunidad y determinar en qué momento de la cultura el educando siente la necesidad de hacer valer su rebeldía y cuándo esta rebeldía es fructífera; y deberá establecer cuándo el edu-cando otorga una adhesión espontánea a su comunidad, apresurándose a sumarse a su número.

Y cuando haya establecido este índice de autonomía o heteronomía de la educación será el momento de llegar al más concreto de los problemas que deba plantearse una historia de la educación: el problema de cuáles son y en qué medida actúan los instrumentos de coacción que la comunidad posee. El Estado, la familia, la escuela, deberán estudiarse como agentes de una lenta acción sobre el educando. Positiva en unos casos y negativa en otros, su función no siempre tiene la misma importancia ni actúa de la misma forma; ante todo, su acción sistemática es relativamente moderna y será necesario determinar de qué manera aquellos agentes actuaron allí donde no hubo plan orgánico.

Pero cuando Estado, familia y escuela se hayan estudiado en su cambiante significación educativa, el estudio de los agentes de la coacción de la comunidad sobre el educando no estará todavía agotado. Porque junto a estas formas permanentes y duraderas de la sociedad occidental, innumerables modos de convivencia, característicos de determinados ciclos o etapas de cultura, se manifiestan en forma transitoria, traídos por necesidades circunstanciales y, por consecuencia, poderosísimos en su momento. Ni el Estado, ni la familia ni la escuela pueden oponerse en poder educativo, como instituciones, al ágora o a los teatros atenienses, al foro romano, a los mercados y a las corporaciones medievales, al periodismo o a la radiotelefonía de nuestros días. Descubrir en cada momento estos agentes locales será la función de una historia de la educación que quiera contemplar su panorama con veracidad y no de acuerdo con un estrecho criterio construido sobre lo que es hoy la educación.

Para esta historia de la educación no abundan los materiales en la actualidad. Pero me parece una empresa de jerarquía altísima intentar no sólo fijar las normas a que debe ajustarse —aunque no sean indiscutibles ni definitivas—, sino también comenzar, con el aporte monográfico, su futura realización. Para la discusión de las primeras, pueden ser estas páginas un plan de trabajo.