Imagen y realidad del legislador antiguo. 1936

Platón y su concepción de la ley

Una fe infinita en el poder de la educación para la virtud, llevó a Platón a proponer un completo sistema de vida en el cual se procuraba desarrollar en su forma más promisoria y vivaz la convivencia humana. La felicidad —la felicidad por la virtud— sólo era accesible para el hombre en el seno de una comunidad que viviera asentada sobre ciertos principios de solidaridad comunística, que —tanto en el Estado radical de La República como en el Estado moderado de Las Leyes— solo podía lograrse con una superación de las pasiones y los apetitos individuales; y a esta superación no podía llegarse sino por la omnipotente labor de la educación. Una educación sabiamente dirigida por el Estado para el logro de sus fines, con prescindencia de todo interés que no fuera el suyo, podía alcanzar metas dificilísimas; podía lograr que se constituyeran tres castas que colaboraran para el Estado, que floreciera una humanidad nueva, con hombres y mujeres de iguales derechos y aptitudes semejantes, que se procediera, en fin, a un reparto comunístico de los bienes. Solo se requería para esta empresa que toda actividad del Estado se transformara en actividad educativa.

Una idea muy precisa de la educación permitía a Platón proponer tan radical estructura de vida. Fuera del tiempo y de las contingencias históricas, existe una verdad “que la ley establece y que las personas más ancianas y más sensatas consideran como verdaderamente justa por su experiencia”.[1] Hacia ese paradigma está dirigida la concepción platónica del Estado; dada esa verdad, “la educación consiste en atraer y guiar a los jóvenes hacia ella”.[2] Cumplida esta exigencia de la ley, el Estado se desenvuelve dentro de sus propios principios y se logran los objetivos propuestos.

Megilo de Lacedemonia y Clineas de Creta, hablando en Las Leyes del placer y de la templanza, se admiraban de que el Ateniense —bajo cuya sabiduría escondía Platón la suya propia— defendiera la costumbre ática de los banquetes, en los que el amable vino de Lesbos se escanciaba generosamente. Traía Megilo su extrañeza de aquella Esparta en que la embriaguez de los ilotas servía de ejemplo de austeridad a los espartanos.

Pero Platón había descubierto la posibilidad de usar el banquete ático tradicional como instrumento del Estado. Un banquete bien dirigido —como una nave por experto piloto— procura al individuo no solo un goce lícito sino también lecciones provechosas. El banquete era para Platón la gran escuela de la convivencia; el vino que traiciona los ánimos servía también para que los comensales aprendieran a sobreponerse a su influencia; pero, además, el vino ofrecía al Estado un recurso que el Estado no debía despreciar; el vino obraba sobre el espíritu de los ancianos y los hombres maduros, y, dándole mayor flexibilidad, haciéndolo más plástico, permitía obrar sobre ellos, educarlos, como se educaba a los muchachos siempre que el que intentara la empresa fuera aquel que pudiera y supiera hacerla. Era, pues, necesario regular la dionisíaca actividad del banquete, legalizarla, y hacerla servir a la mágica perfección del Estado.[3] Fue en un banquete ático, en aquel banquete celebrado en la casa de Agatón y en el cual se habló de Eros el demoníaco, donde Pausanias pidió una ley que no permitiera a los ciudadanos amar a los muy jóvenes porque nadie podía prever qué resultaría de tan tierna juventud.[4]

Esta ley platónica que intenta regular la embriaguez y el amor, aun cuando él la estructura resueltamente en un proyecto de Estado con existencia jurídica, parece más bien precepto moral que no exigible ley política. Pero tal era, sin embargo, su precisa concepción de la ley. Le exigía que solo tuviera como punto de mira un objetivo de perenne belleza y que se atuviera solo a él, con premeditado olvido de todo lo demás, riqueza o cualquier otra ventaja que no fuera aquélla.[5] Imagen ideal de la ley, se imponía por su propia perfección y satisfacía la exigencia racional del hombre griego: “Llamemos leyes a la objetivación de la razón”.[6] Y esa perfección —que no era sino la perfección de la razón omnipotente— le permitía alcanzar todos los sectores, introducirse en secretos reductos de la individualidad y satisfacer todas las necesidades surgidas de la convivencia.

Naturalmente, el logos que infundía tan poderosa calidad a la ley sobrepasaba a veces los límites de lo humano: pero era solo el logos, no el hombre mismo, que no perdía su perspectiva humana. Hablando de Licurgo y recordando el oráculo famoso, lo llama Platón “hombre dotado de una especie de virtud divina”;[7] no era sino la mágica fuerza de la razón, ante cuyo poderío se inclinaba el hombre griego. Para esta ley, el ciudadano no tenía secretos. La convivencia social, con sus exigencias —con su suprema exigencia de asegurar la libre expresión individual— se apoyaba en la fuerza de una ley que todo lo alcanzaba y preveía, y que llegaba a pedir —por boca del filósofo que una vez quiso ser legislador y fue vendido como esclavo en Egina— la jurisdicción sobre la elección de los jóvenes a quienes se debiera amar.

Esquema tradicional de la ley

Esta concepción platónica de la ley se ajusta al esquema tradicional griego de la ley. Sin corresponder —es innecesario decirlo— al concepto realista de la legislación positiva, se asimila el proceso de idealización racionalista del griego y da una visión de la estructura política y de su origen concordante con la que el griego tenía; pero en tanto que Platón creaba por completo su Estado ideal, el griego idealizaba una sustancia real, histórica, que ofrecía la vida social griega.

La ley —la ley como instrumento de convivencia— era para el griego preocupación fundamental porque creía en la utilidad de su vigencia y sobre todo porque creía en su poder educativo. Aristóteles, que en materia política prefiere no abandonar la tierra, atribuye a las leyes, primero, la facultad de educar las pasiones, de modelarlas e igualarlas para suprimir los excesos, y por este medio, remediar la posibilidad de conflictos sociales derivados de la desigualdad de las fortunas. Porque “aun esta justa medianía de las fortunas no serviría para nada” de no moderarse las pasiones.[8] Influyendo, así, sobre la vida en forma tan activa y profunda, no podía la ley por menos que configurar la sociedad según su espíritu. El idealismo griego no descubría en la sociedad rastro alguno de vida espontánea que, imponiéndose y quebrando los esquemas legales, modelara la historia según sus fuerzas propias e impulsos originales. La estructura social, su división en clases, el orden del Estado tal como se daba históricamente, no era sino el producto de un convencimiento racional que había llevado a postular ciertas condiciones de vida como las imprescindibles en toda sociedad.[9] La sola razón había configurado la sociedad tal como se daba en cada momento y la sola razón debía producir en él modificaciones: “La inteligencia sin pasión es la ley”.[10] “La pasión pervirtió a los mejores magistrados”, agregará luego Aristóteles; pero esta venganza tan expresiva y dramática de la realidad negada, no enseñará nada a los idealistas griegos. Unido a la tradición griega contra la disolvente y revolucionaría prédica de los sofistas —no olvidemos el sentido polémico de la Política— sostiene el antiguo preceptor de Alejandro el respeto más absoluto a la ley. La conservación de la ley exige sacrificios porque la verdad no se hace evidente sino a través de un ejercicio asiduo en su conquista. La fuerza de la ley es el hábito [11] y si, a veces, se percibe la imperfección de la ley, es preferible su perduración a no quebrar su fuerza consuetudinaria. La ley ha obrado sobre la sociedad y ha logrado el respeto del ciudadano a esta objetivación de la razón, a este producto de la inteligencia sin pasión. La vida social ha obtenido ya de esta ley un beneficio positivo que es necesario no malograr sino a cambio de ventajas considerables.[12] Y las costumbres —cuyas leyes valen más para Aristóteles que las leyes escritas—[13] merecen un respeto equivalente por parejos motivos: creada una norma objetiva y racional, toda la realidad debe someterse y permitir su configuración.

El esfuerzo especulativo de los filósofos griegos se apoyaba sólidamente sobre un parejo esfuerzo en el hombre medio. Por sobre las leyes positivas, se descubre una noción ideal de la ley que explica la licitud del pensamiento de los filósofos; con una limitada agudeza para captar lo histórico, el griego olvidaba o despreciaba lo contingente y mantenía la universalidad teórica de las ideas. Y frente a la superioridad que se concedía juntamente al hombre y a la bestia cuando se entregaba la autoridad al hombre, aparecía la superioridad de Dios y la razón —lo objetivo— cuando se entregaba la autoridad a la ley.[14]

Concepción heterodoxa de la ley

Esta concepción tradicional, apoyada y apuntalada por Aristóteles, estaba destinada a sufrir embates poderosos; el tiempo nuevo, con Filipo y Alejandro, con los señores al estilo de los siracusanos, aportaba un sentido realista a la política que ya no coincidía con ella; y la especulación política de los sofistas estaba dando el tema de esa nueva noción. Solo un racionalismo moderado podía sostener la identidad de la razón, de la inteligencia pura, con la objetivación cristalizada que es la ley. La sofística descubre y explota este aspecto contradictorio de la concepción tradicional y opone la razón a la ley. Relativistas despiadados, afirmaban que, en efecto, era la ley una creación de la razón; pero de una razón histórica —dada en el tiempo—; la ley permanecía, así, estable —objetiva, como quería Platón— en tanto que la razón corría con ritmo humano y acelerado. Esta oposición se adivina en la concepción sofística de la ley; Gorgias, en el elogio a los atenienses señalados durante la guerra, recordaba entre sus méritos que anteponían la modicidad de lo equitativo a la pedantería de la ley.[15] No es que la ley no fuera también racional, sino que, siéndolo, no representa sino un Estado cristalizado, que se levanta ensoberbecido contra la razón, activa siempre. Y la razón, “la única ley universal y divina”, se opone así a un producto suyo, que quiere contraponer a su viva fuerza creadora la fuerza aplastante de su estructura constituida.

Afirmada por racional, es ahora, pues, negada por no serlo en forma radical, por no poder, esencialmente, serlo. Y el pensamiento sofístico, consecuente consigo mismo, descubre que si se señala la aparición de la ley como producto de un determinado momento de la razón, la ley se condiciona históricamente, se vincula a las circunstancias en que se origina y no se desprende de su contingencia histórica.

Una reflexión concordante guardaba la tradición griega en unas palabras de Anacarsis, el viajero escita, que conserva Plutarco. Las leyes —contesta Anacarsis a las preocupaciones legislativas de Solón— son telas de araña que enredan y detienen a los débiles pero que son rotas por los poderosos. Es pueril querer contener las injusticias y codicias de los ciudadanos con los vínculos de las leyes.[16] De esta instructiva confrontación de las dos concepciones de la vida social, la de Anacarsis parecería glosada, en su sentido profundo, por los sofistas al discutir la noción de ley.

Frente a la noción ortodoxa de una ley universal y ahistórica, afirma Trasimaco en La República que cada tipo de Estado crea leyes ajustadas a su peculiar tipo de dominación [17] y Calicles, en el Gorgias, enseña con criterio harto moderno que la ley está hecha por las mayorías en relación a sus intereses, y mirando hacia ellos deciden los elogios y las censuras.[18]

Esta negación del valor absoluto de la ley pareció revolucionaria. Significaba toda una nueva concepción de la vida social y encontró en Eurípides un divulgador peligroso. La ley era, así, discutible, y contra la demagogia que tal afirmación significaba, levanta Aristóteles su profesión de fe conservadora.

Se inauguraba, en efecto, una época de escepticismo político, preñada de todos los renunciamientos de estoicos y epicúreos. La vida política se escapaba de entre las manos del demos para ser botín de guerra del tirano poderoso y afortunado; la ley sería una palabra absurda y sin sentido; de todo esto, era promisoria anticipación la especulación del pensamiento sofístico.

Perdido el prestigio de su origen, la ley no significaba para el sofista ni siquiera vehículo de educación. Lazo convencional, la ley se burla cuando se puede y se viola en proporción de las fuerzas relativas de gobernantes y gobernados. Si es una garantía mutua, es incapaz de actuar sobre la conducta en otra forma que por coacción.[19] Y el magnífico fragmento del Sísifo satírico de Critias nos muestra el pensamiento sofístico llevado a sus últimos términos, explicando la invención de los dioses como un ardid de hombres ingeniosos para corregir la secreta burla de la ley.[20]
Es esta concepción heterodoxa de la ley y de las formas de convivencia social la que está plena de tiempo futuro. Pero la concepción tradicional —aun desprovista de realidad— pesará durante largo tiempo en la conciencia antigua y solo será progresivamente desalojada por la concepción positiva del derecho, en Roma.

El legislador

Sin embargo, esta concepción ideal de la ley apenas podría explicarse sin la concepción, paralelamente ideal, del legislador. Imagen esta más antigua, aparece adornada de viejo prestigio mitológico; recuerda las figuras de Hamurabi y Moisés y se entronca directamente con las creencias religiosas de origen o influencia oriental. El mundo griego conocía la figura de Minos, estrechamente vinculada a su mitología, y le asignaba relieves singulares. Legislador al que se vincula el orden social cretense, un pasaje de Homero lo señala en contacto directo con Zeus.[21] Bajo esta influencia Minos se transforma en legislador por antonomasia y su figura de prestigio sobrenatural encarna la aspiración de la finísima sensibilidad política del griego a la inmanencia de la sabiduría en el legislador.[22] Según este modelo, y por el mismo proceso, los legisladores presumiblemente históricos adquieren, en la conciencia popular y de los espíritus cultivados, un tono semejante. Un elemento divino caracteriza fuertemente la figura del legislador, para justificar la validez universal de la ley como producto de una inteligencia privilegiada y superior; pero no es la calidad divina de su personalidad, sino el origen divino de su inspiración.[23] Licurgo es llamado “caro a los dioses”[24] y si su figura, como la de Numa,[25] adquiere a veces contornos sobrenaturales, no es por dudosa naturaleza de su personalidad, sino por la existencia en ellos de esa especie de virtud divina [26] que no es sino el reconocimiento de su creación intelectual y del ascendiente que con ella logran sobre la credulidad popular.

Porque es interesante destacar cómo el origen histórico —aun incierto o falso— no se omite nunca. El origen divino no se procura, porque basta la virtud divina de su razón; el legislador es un hombre, pero un hombre en el cual se ha dado una capacidad inusitada de sustraerse al mundo histórico, o, mejor, de sobreponerse a él. El legislador está, así, al margen del acontecer cotidiano y posee dotes especiales para la comprensión del devenir histórico,[27] sin comprometerse en forma tal que se ate a él. Ha habido, pues, un esfuerzo racional para construir, sobre un material histórico, una figura de caracteres racionales, ahistóricos, caracterizada por el primado de una fuerza intelectual —la sabiduría al modo antiguo— que era necesario referir a la inspiración de los dioses para justificarla en su grandeza.

Pero así como una visión heterodoxa negaba la validez universal de la ley, el legislador es negado también en sus caracteres tradicionales por razones idénticas. Es la crítica sofística —el fragmento de Sísifo satírico de Critias, por ejemplo—[28] la que denuncia la farsa y el engaño —viejo Voltaire— oculto en la creación de las normas políticas y en la invención de los dioses, que Plutarco, a pesar de la religiosidad de su espíritu, no puede por menos que acoger.[29] Pero aun con esta capitis diminutio, la validez de la grandeza del legislador subsiste por sus solos valores humanos; y el mismo Plutarco nos presenta entonces la virtud y la grandeza del legislador como originada en una feliz reunión —según el ejemplo platónico— de la autoridad real y una razón cultivada por la filosofía.[30]

Esta imagen ideal del legislador se había plasmado con tal fuerza que casi se independiza de la realidad misma. El legislador existe en potencia, antes de toda actividad. Frente a la realidad, puede ejercer su capacidad si aquella se da en forma propicia; y la realidad no actúa sino como mero receptáculo de su actividad objetiva.[31] Esta actividad, como la de la ley, que es su obra, se extiende por los más diversos sectores, sin limitaciones, sin separación de fronteras ni jurisdicciones. Ante todo debe ser la educación su principal preocupación. La educación se logra por las leyes, pero a su vez las leyes solo se garantizan por la educación cívica.

Esta preocupación del Estado por la función educativa repercute sobre la imagen ideal del legislador: en Numa es un defecto no haberlo entendido así, y es virtud suprema en Licurgo el que la educación haya constituido la base de su obra social.[32] El legislador, al mismo tiempo que legisla para la eternidad según principios cuya eventual alteración no toma en cuenta, vigila y atiende el cumplimiento de la ley y la virtual perfección de la vida social en todas sus formas. Y así como una presunta ley debía vigilar en Atenas la elección de los jóvenes a quienes se amara, en Roma las leyes de Numa previeron la estabilidad de las relaciones familiares y la vida doméstica.[33]

Imagen ideal de Solón

En sus líneas generales, este proceso de idealización se cumple en forma pareja en todos los casos. Pero entre todos, la formación de la figura legendaria de Solón merece atención singular. Por la época de su aparición, Solón es un personaje moderno: el ateniense de la época clásica podía sin torturarse referirse a su época y a la Atenas de su tiempo, como lo hace Herodoto,[34] uniendo su recuerdo a sucesos y circunstancias familiares al ateniense. Un siglo y medio apenas lo separa de Pericles, y el periodo está perfectamente jalonado por grandes demarcaciones que lo hacen más gráficamente representable. Y sin embargo, a nuestra propia vista casi, la tradición modela y configura el personaje, lo despoja de ciertos elementos, le atribuye otros, y nos presenta una imagen semejante a las que tradiciones lejanas nos daban de los antiguos legisladores. La confrontación es interesante e instructiva.

Herodoto nos ofrece un testimonio singular. Sus oyentes y lectores no necesitaban enterarse de la personalidad de Solón y Herodoto sobreentiende su prestigio inmenso. Habla de Solón viajero, e —implícitos sus caracteres históricos— nos destaca las notas trascendentes de su personalidad, para acentuar su aspecto ahistórico. Nos habla de su juicio imperturbablemente objetivo frente al deslumbrante alarde de Creso, de su sabiduría vidente, de su firme y seguro criterio moral; por contraste, Creso le opone la debilidad de su grandeza humana y aparece como el hombre y el monarca oriental, atado a la baja limitación de su humanidad.

Todos los otros testimonios referentes a Solón concurren a conformar esta imagen ideal. Su desprecio por la tiranía, comentado y admirado como prenda de renunciación, se señala como un detalle que debe oponerse a las ambiciones políticas desatadas y nuestros testimonios principales coinciden en destacar este rasgo del legislador capaz de sobreponerse a las pasiones y a las contingencias inmediatas de la convivencia histórica.[35] Solón mismo ofrece los elementos para esta afirmación [36] y son sus fragmentos poéticos los mejores materiales para afirmar su personalidad ideal. Su sabiduría, que le permite despreciar el lujo oriental de la corte de Creso, le permite igualmente aconsejar sobre cuestiones de gobierno y de moral tanto como sobre la responsabilidad y el tino político de los jefes.[37] La sabiduría del legislador, como la previsión de la ley, debía alcanzar todos los rincones de la vida.

Dotado de tal personalidad, alejado de las bajas pasiones y con la vista puesta siempre en objetivos tan altos como nos lo muestra la tradición literaria, su actuación política no podía menos que estar dotada de parejas virtudes. Dos son los caracteres que la tradición afirma con más unanimidad. Primero, la circunstancia de ser elegido Solón árbitro y mediador entre dos partidos;[38] segundo, el hecho de haber terminado su misión odiado de ambos por no haber satisfecho radicalmente a ninguno.[39] Sobre este hecho, verosímilmente histórico, la tradición forja el carácter más destacado de la personalidad ideal del legislador. Frente a las pasiones desencadenadas, frente a los intereses de partido o personales, el legislador se levanta como ajeno a toda contienda y postula una solución, que no es en sí ajena a la realidad, [40] pero que la tradición destaca como racionalmente equidistante y contraria al particular interés de las facciones; éstas procuran entonces —oponiendo a la sabia universalidad de la previsión del legislador el mezquino interés de las fuerzas históricas en juego— derogar el sistema legislativo de Solón.[41]

Cumplida su obra, es decir, redactadas en forma orgánica sus disposiciones sin atenerse a su realización, o, en otras palabras, objetivada la razón en un cuerpo teóricamente congruente de normas, Solón se aleja para que el juego de la realidad no lo instruya sobre los inconvenientes de sus leyes; la larga secuela de conflictos que traen sus innovaciones, no tocan, pues, su prestigio ni quiebran su imagen tradicional. Con estas circunstancias, la figura de Solón se adapta al clásico modelo; la realidad no tiene fuerza suficiente como para torcer su predeterminada equidistancia, ni para violentar su natural capacidad para sustraerse al mundo histórico, y, firme como un pilar —son sus palabras—, soporta con altura los embates de un lado y de otro. Como el Licurgo legendario, como el Numa romano, su actividad es múltiple y se dirige a todos los aspectos de la vida; la leyenda los recoge y Solón —razón actuante frente a los indeterminados impulsos de la vida— afianza su imagen deshumanizada frente a su propia realidad.

Solón

El origen

Resulta interesante confrontar las apreciaciones ideales sobre la figura de Solón con los testimonios mismos sobre su figura y su actuación.

Solón es un hombre orientado hacia las nuevas modalidades de la vida griega y producto a su vez de ellas. Es de origen eupátrida, pero su familia ha perdido su riqueza [42] y Solón, desprovisto de prejuicios, procura reconstruir su perdida fortuna. Síntoma de una nueva sensibilidad, le preocupa el problema de la riqueza y dedica su actividad a conseguirla en la lícita y ahora honorable actividad del comercio.[43] No cree en el deshonor de la pobreza porque sabe de la ceguera de la fortuna,[44] pero aspira siquiera a una medianía cómoda y compatible con su virtud.[45] Una vez lograda, sus nuevos intereses y su nueva posición social lo vinculan a la clase media,[46] clase de enriquecidos en el comercio y la navegación que habitaban la costa.

Los partidos y el Estado social

Estos mesoi, elementos ajenos a las luchas de eupátridas y thetes, tenían en su actuación como grupo una actitud equidistante que los llevaba a postular una política transaccional, tanto a la llegada de Solón como después de cumplir este su misión.[47] Con la aparición de esta nueva clase social en Atenas, entonces, el problema se desdobla en el tradicional problema social, por una parte, y en un nuevo problema político, por otra.

La cuestión social, el angustioso problema de la lucha de las clases, se desenvuelve entre dos grupos: los ricos eupátridas, ricos en propiedades raíces, dueños de la tierra, y los trabajadores de esta misma tierra, sometidos a la entrega de los 5/6 de la producción a los propietarios, sobre la garantía de su persona y de las de su familia. Son los “ricos y pobres”, los “dos partidos” de que nos hablan las fuentes.[48]

El problema político, ahora, no mantiene los mismos términos. En la lucha por la supremacía política, a los dos elementos opuestos tradicionalmente se le agrega un tercero, la clase media, los litorales, la gente enriquecida en el comercio y la navegación.[49] Las fuentes califican a este tercer partido de intermedio y partidario de una política moderada.[50] Este concepto merece ser analizado. Su moderación provenía de su prescindencia en la cuestión social que no le afectaba; pero en la cuestión política eran radicales enemigos de los eupátridas y aspiraban a desalojarlos del monopolio gubernativo. Junto a este partido, el partido popular de los oprimidos no planteaba la cuestión en el plano político sino en el social; no aspiraba a conseguir engañosas participaciones en el gobierno sino a proceder a una revolución integral que sacara sus existencias de la miserable situación en que estaban. Su finalidad no era ni irrealizable, ni como tal se les aparecía a ellos mismos: la idea de una dictadura había aparecido con evidente claridad entre ellos, y Plutarco nos muestra el momento en tonos vivísimos: “La mayor parte, y los más robustos, se reunían y se exhortaban a no mirar con indiferencia semejantes vejaciones, sino más bien a elegir un caudillo de su confianza, sacar de angustias a los que estaban ya citados por sus deudas, obligar a que se hiciera nuevo repartimiento de tierras y mudar enteramente el gobierno”.[51]

Tenemos así a los eupátridas frente a dos enemigos: por una parte, el tradicional enemigo en el campo social, los oprimidos que se rebelaban y soñaban un trueque fundamental del orden social; por otra, el nuevo enemigo en el campo político, que no aspirando a modificación alguna que afectara al régimen social, solo pretendía participar en el gobierno en la medida en que su potencialidad económica lo permitía, sobreentendiendo que su superioridad económica radicaba no solo en el monto de las fortunas sino en la circunstancia de tratarse de fortunas monetarias. Circunstancialmente, y convencidos los oprimidos de su incapacidad para luchar solos, se produce la fusión de litorales y montañeses —de la plebe y el orden ecuestre, dirán los romanos— y Solón llega al gobierno, producto de la fuerza de esa alianza y como la máxima concesión que podían hacer los eupátridas a las fuerzas opositoras. Solón se consagra así jefe del partido popular,[52] para despojar a los eupátridas de sus privilegios políticos, por cuenta de los literales, y de sus privilegios económicos y sociales, por cuenta de los oprimidos. Para contrarrestar esta doble ofensiva, los eupátridas esperan su salvación del apoyo que ofrecerían a Solón si quisiera instaurar en su provecho una tiranía.[53]

Las reformas

Pero una vez en el poder. Solón no escucha el canto de la sirena que lo inducía a erigirse en tirano y se decide a cumplir su plan legislativo.[54] Porque es evidente que la legislación de Solón obedece a una intención unitaria. Frente al conflicto social, su actitud, considerada desde dos puntos de vista, es incompleta y contradictoria. Con respecto a los oprimidos, satisface sus necesidades más apremiantes mediante la anulación de todas las deudas atrasadas y una liberación —la seisacteias— de las tierras y en consecuencia de los deudores; pero la finalidad social del movimiento, la transformación de fondo que había dejado entrever,[55] no se realiza; de ahí el descontento y la hostilidad popular. Con respecto a los eupátridas, la situación es la inversa, porque si bien detiene la posibilidad de una dictadura popular que procediera a un nuevo reparto de tierras, en cambio realiza un reajuste de la economía y de las finanzas que los perjudica enormemente en sus intereses actuales y en sus posibilidades futuras: de ahí la hostilidad de los eupátridas.[56]

Así, pues, las dos clases antagónicas se sienten defraudadas; las reformas solonianas han resultado excesivas para unos e insignificantes para otros. Pero si este es el resultado de su gestión para resolver el problema social, el problema político resulta afrontado con actitud bastante más radical. En este problema la clase de los oprimidos se limitaba a ir a la zaga de los ricos comerciantes y marinos, que eran los factores principales de la cuestión. Solón, que solo en un aspecto actual y fragmentario afronta el problema social, se dedica a construir sólidamente la estructura política que deseaba el otro sector de la masa popular que lo había impuesto. Basándose en el censo de las fortunas, divide a la población en cuatro clases según el monto de sus rentas [57] y entrega las magistraturas a las clases más poderosas.[58] Suprimido el privilegio de origen, la gran masa de ricos, los litorales que lo apoyaban y que las fuentes no nos nombran cuando se habla de los descontentos, entra de lleno en la dirección del Estado, compitiendo ventajosamente con los nobles de estancadas fortunas raíces.

Se establece así un régimen democrático, porque la fortuna estaba abierta a todos, pero en el cual se creaba un nuevo privilegio: el de la riqueza. Solón perfecciona su constitución con medidas de orientación concordante y crea o remoza un Areópago constituido por antiguos arcontes y pentacosiomedimnos, por consiguiente, con funciones de cuerpo supervisor y conservador de las leyes.[59]

Esta democracia basada en las clases censitarias reconoce ante todo la posibilidad para cualquier individuo de cambiar de clase; la esencia de su democracia es reconocer en todo individuo un pentacosiomedimno virtual; es imprescindible, pues, el dar una estructura que asegure el predominio a los ricos pero que no cierre el camino a los que no lo son. Solón establece, sobre este principio, una estructura democrática. Crea cuerpos colegiados con funciones políticas y judiciales que son última instancia en muchos de los asuntos públicos y en ellos tienen cabida todos los ciudadanos, [60] en un doble papel de jueces o acusadores, pues la ley establecía que pudiera recurrir en justicia cualquiera, aun cuando no fuera el agraviado.[61] Con esto se consigue crear una constitución democrática en el sentido de que otorgaba a todo ciudadano el derecho de escalar el poder político, con la sola condición de que agregara a su condición de ciudadano la condición de rico; una constitución, en consecuencia, que, con diferencia de grados, estaba dirigida a responder a los intereses de las clases que lo habían llevado al poder y que Solón defendía con tan evidente determinación. Esta diferencia de grados se advierte claramente si se clasifica en forma elemental el conjunto legal que nos recuerdan las fuentes. Si a los oprimidos les ofrece una solución momentánea y fraccionaria de sus problemas y una participación eventual en la vida política —en el caso que por propio esfuerzo dejaran de ser oprimidos—, a los litorales ricos les ofrece la amplia estructura de la constitución política de esencia timocrática y un conjunto de medidas destinadas a favorecer el desarrollo del nuevo espíritu económico; así, la transformación monetaria[62] se orientaba hacia el amplio intercambio internacional y era sumamente ventajoso para los tenedores, el respeto y la protección de las industrias, [63] la autorización de la exportación del aceite, [64] las leyes que permiten testar y que procuran la supervivencia del capital privado, [65] y la inspección por el Areópago de los medios de vida de los ciudadanos.[66] Este conjunto legal —al cual sólo se agrega la seisacteia, por una parte y las disposiciones de carácter moral por otra— define claramente la orientación de la legislación soloniana como el instrumento del predominio político de la nueva clase de los ricos.

Consecuencia de la legislación soloniana

Cumplida su obra, Solón se retira y los conflictos renacen con mayor vigor. Los tres partidos comienzan nuevamente sus ataques y los oprimidos, defraudados en sus esperanzas, vuelven a la aspiración de instaurar una dictadura que cumpla su programa revolucionario de repartimiento de tierras. Pisístrato se presta a ser la cabeza visible de este partido extremo [67] y respaldado en la temible fuerza popular se apodera del poder. Son entonces los eupátridas y los ricos los que se unen ante el peligro de una dictadura de abajo y lo derrocan;[68] pero, libres de Pisístrato, recomienzan la lucha por el predominio y las ventajas logradas, dando lugar a un entendimiento entre Pisístrato, exiliado, y Megacles, el jefe de los litorales,[69] del cual resulta la vuelta de Pisístrato al poder, nuevo fruto del triunfo de la clase de los ricos, esta vez solos en su lucha por la conquista del poder. En la historia ulterior el conflicto social se acalla y el progreso material y el bienestar económico fortalecen la conciencia nacional, dando lugar —con Clístenes— a la consolidación y perfeccionamiento de la estructura política creada por Solón.

Sobre esta realidad histórica, la mente racionalista del griego conforma su imagen trascendente y eterna del legislador, a imagen y semejanza de aquella otra que la leyenda de Minos o Licurgo ofrecía a su espíritu. El tiempo hace olvidar el juego de los intereses económicos y la conciencia nacional, que se va construyendo rápida y profundamente en Atenas, contribuye a transformar a Solón en el personaje ahistórico que la leyenda nos presenta.

De esta actitud para la conformación trascendente del ser histórico y del hecho histórico, arranca la noción ideal del legislador y la ley. Es esta misma actitud la que Platón ejercita cuando habla del Estado ideal, del legislador por excelencia, de la ley previsoramente sabia. Una ilusión intelectual le permite suponer que aquella personalidad o aquel Estado ideales pueden darse con idénticos caracteres en la realidad. Pero la realidad se toma sus venganzas, y el Estado, el legislador y la ley reales, se imponen a cada momento por sobre las creaciones del espíritu, llamándonos a juicio con respecto al hecho histórico, a su validez y al juego dialéctico que provoca la determinación de las ideas por lo real. Venganza de la realidad fue aquella aventura de Platón en Sicilia, que pudo terminar marcando la clara frente platónica con el estigma de la esclavitud.

Notas

1 Plat., Leyes, lib. II, V.

2 Idem.

3 Plat., Leyes, lib. II, XII.

4 Plat., Banquete.

5 Plat., Leyes, lib. IV, II.

6 Plat., Leyes, lib. IV, VI.

7 Plat., Leyes, lib. III, XI.

8 Arist., Pol., lib. II, cap. IV, 5.

9 Arist., Pol., lib. IV, cap. VI, 2.

10 Arist., Pol., lib. III, c. XI, 4.

11 Arist. Pol., lib. II, cap. V, 13 y 14; lib. VIII, cap. VII, 1; lib. II, cap. VIII, 1.

12 Arist., Pol., lib. II, cap. V, 13 y 14.

13 Arist., Pol., lib. III, cap. XI, 6.

14 Arist., Pol., lib. III, cap. XI, 4.

15 Plat.,Gorgias.

16 Plut., Solón, V.

17 Plat., Rep., lib. I.

18 Plat., Gorgias.

19 Licofrón, citado en Arist., Pol., lib. III, cap. V, II.

20 Critias, Sísifo satírico.

21 Oda XIX, 178.

22 Plat., Leyes, lib. I, 1; Arist., Pol., lib. II, cap. VII, 2; Plut., Teseo, XVI.

23 Plut., Comparación de Licurgo y Numa, I.

24 Plut., Lic., V; Plat., Leyes, lib. III, XI.

25 Plut., Numa, IV y XV.

26 Plat., Leyes, lib. III, XI.

27 Arist., Pol., lib. VIII, cap. VII, 5.

28 Critias, Sísifo satírico.

29 Plut., Numa, IV.

30 Plut., Numa, XX.

31 Arist., Pol., lib. IV, cap. VI, 2.

32 Plut., Comparación de Licurgo y Numa, IV.

33 Plut., Comparación de Licurgo y Numa, III.

34 Her., I, 29-33.

35 Dióg. Laercio, I, 49; Plut., Solón, XIV.

36 Plut., Solón, XIV.

37 Arist., Const. At., XII, 2.

38 Plut., Solón, XIV; Arist., Const. At., V, 1.

39 Arist., Const. At., XI, 2; XII, 1, 3 y 5; Plut., Solón, XV.

40 Plut., Solón, XV.

41 Her., I, 29; Plut., Solón, XXIX.

42 Plut., Solón, I; Arist., Const. At., V, 3.

43 Plut., Solón, II.

44 Plut., Solón, III.

45 Plut., Solón, II.

46 Plut., Solón, XVI; Arist., Pol., lib. VI, cap. IV, 10; Arist., Const. At., V, 3.

47 Arist., Const. At., XIII, 3; Plut., Solón, XIII.

48 Arist., Const. At., II, 2, y V, 1; Plut., Solón, XIII.

49 Dióg. Laercio, I, 58; Her., I, 59; Plut., Solón, XIII; Arist., Const. At., XIII, 3.

50 Plut., Solón, XIII; Arist., Const. At., XIII, 3.

51 Plut., Solón, XIII.

52 Dióg. Laercio, I, 49; Arist., Const. At., II, 2.

53 Plut., Solón, XIV.

54 Plut., Solón, XV; Arist., Const. At., XII, 4.

55 Plut., Solón, XIV.

56 Arist., Const. At., XI, 2, y XII, 1 y 5; Plut., Solón, XVI.

57 Plut., Solón, XVIII; Arist., Const. At., VII, 2 y 4.

58 Arist., Pol., lib. II, cap. IX, 4.

59 Plut., Solón, XIX.

60 Plut., Solón, XVIII; Arist., Pol., lib. II, cap. IX, 2-3; Arist., Const. At., IX, 1.

61 Plut., Solón, XVIII.

62 Plut., Solón, XV; Arist., Const. At., X, 2.

63 Plut., Solón, XXII y XXIV.

64 Plut., Solón, XXIV.

65 Plut., Solón, XXI.

66 Plut., Solón, XXII.

67 Plut., Solón, XXIX y XXX; Her., I, 59; Arist., Const. At., XIII, 3.

68 Her., I, 60; Arist., Const. At., XIV, 3.

69 Arist., Const. At., XIV, 4.