Indicaciones sobre la situación de las masas en Argentina. 1951

Tras un período de aparente estabilidad —provocada por la coacción ejercida por ciertas fuerzas conservadoras— Argentina ha entrado en los últimos años en una crisis de transformación. Aunque no es fácil hacer un diagnóstico de sus caracteres, parece evidente que no constituye sino la primera etapa de un proceso social de cierta intensidad; lo acompaña, naturalmente, un proceso económico sumamente complejo por sus raíces y concomitancias con los problemas internacionales, y aparece caracterizado por cierto proceso político que se presenta en esta primera etapa como su expresión acabada. Pero es necesario no dejarse engañar. El proceso político es, entre todos, el menos importante y lo fundamental es todo lo que se oculta tras de él en el plano económico y social, especialmente en relación con la situación de las masas, porque esa situación puede crear condiciones políticas forzosas en lo futuro.

Mi propósito es reunir algunas indicaciones útiles para la comprensión del proceso social a que hoy se asiste en Argentina, proceso que en términos generales, puede caracterizarse como de ascenso repentino de masas. Como ocurre siempre, hay en él algunos elementos que no son peculiares sino que corresponden al desarrollo general, en tanto que otros provienen directamente de circunstancias ocasionales y, aunque menos brillantes, son sin duda los que explican mejor el sinuoso curso que adopta.

Las masas argentinas. Si llamamos masas, en sentido económico-social, a aquel conjunto que, dentro de una comunidad, se caracteriza porque sus problemas inmediatos carecen de soluciones individuales y dependen inevitablemente de la dirección que la comunidad imprima al desarrollo de los grandes problemas económicos y sociales, advertimos que las masas comprenden en Argenti-na menos proporción de clase media que en otra parte, aunque ésta participe en gran proporción de la sensibilidad multitudinaria de aquélla. Mientras las clases medias tienen cómodas vías de acceso para que sus miembros lleguen individualmente a escalones más altos, las masas —y especialmente las masas rurales— tienen dificultades harto mayores para desprenderse de las limitaciones a que se hallan sujetas. Una vigorosa estructura económica, en la que priman los intereses de los hacendados y terratenientes, les señala determi-nadas posibilidades económicas, en tanto que, desde el último cuarto del siglo XIX, se agregan a esas constricciones otras que proceden de la incorporación de Argentina al ámbito de los países en proceso de desarrollo capitalista.

Para caracterizar la situación de las masas argentinas conviene aclarar algo acerca de su composición étnica. Sin duda alguna es Argentina uno de los países americanos en que ese problema tiene menos importancia pues no existen fuertes núcleos indígenas que planteen graves —o insolubles— dificultades de adaptación. Pero aun así no faltan algunos elementos de diversidad que merecen ser tenidos en cuenta. Los grupos indígenas que aún existen en algunos lugares del país conservando su idiosincrasia particular quizá no sobrepasen el número de 30.000 almas; de aquí que carezcan de importancia. Pero en cambio existe una población mestizada muy numerosa que forma claro contraste con la de puro origen europeo. Un cálculo aproximado —muy impreciso, por lo demás— permite suponer que la población con mezcla de sangre indígena puede alcanzar una vigésima parte de la población total del país. Naturalmente, no se trata solamente de mestizaje en primer grado —que, sin embargo, no falta— sino más bien en combinaciones variadísimas, pues no han existido generalmente inhibiciones para los matrimonios mixtos entre descendientes de europeos y mestizos. Este elemento constituye uno de los grupos fundamentales de las masas, pues pertenecen en su mayoría a ese tipo social, y a él corresponde la designación de
criollo.
Al lado del grupo mestizo se halla el de los inmigrantes de origen europeo, susceptible de ser subagrupado según las diversas nacionalidades y tendencias; y al lado de éste, el de sus descendientes nacidos en el país, en primera generación o en generaciones sucesivas.

Estas masas se agrupan, en general, en dos grandes sectores, urbano el uno y rural el otro. En las zonas del norte y oeste del país, donde están instalados los obrajes madereros, los algodonales, los yerbales y los ingenios, predomina la población mestiza entre quienes proporcionan la mano de obra, sin que falte alguna colonia de origen europeo. También se dedica esa misma población a los trabajos mineros que tienen algún desarrollo en la zona. En el centro y el litoral, en cambio, la población mestiza se combina en distintas proporciones con la de origen europeo. En las faenas agrícolas predomina en general el último, pero en las ganaderas mantiene el criollo su antiguo prestigio y no ha sido reemplazado. En cuanto a las ciudades, ocurre algo semejante: predomina la población mestiza en el norte y el oeste y se combina con la de origen europeo en la central y litoral, observándose un neto predominio de esta última solamente en Buenos Aires y Rosario.

Situación económico-social. Desde el último cuarto del siglo XIX la situación de las masas empezó a cambiar considerablemente con respecto a la que tenían antes en cuanto a las condiciones económi-cas y sociales. Señalemos ante todo que antes de esa época el número de inmigrantes era escaso y que las masas eran casi exclusivamente criollas. Vivían tradicionalmente dentro de un régimen patriarcal, con todas las ventajas y los inconvenientes que le son inherentes. En un país semidesierto, en el que la ganadería era la actividad fundamental, cubrían las zonas rurales llevando un tipo de vida bastante primitivo, con un nivel bastante bajo de civilización material y un índice de libertad bastante alto aunque estuviera ocasionalmente restringido por la autoridad fuerte de los dueños de estancias que eran generalmente también los jefes políticos locales o nacionales. En las ciudades la situación era análoga, pues las posibilidades económicas de las masas entrañaban la necesidad de una perpetuación del régimen de tutela, frente al cual —como en las campañas— las probabilidades de ascenso social eran limitadas.

Este cuadro empezó a modificarse notablemente en el último cuarto del siglo XIX como resultado de la nueva orientación que, en materia económica y social, impusieron los grupos que derrocaron a Juan Manuel de Rosas. Los principios sustentados por esas minorías ilustradas que trataron de organizar el país según las corrientes progresistas en boga por entonces en Europa, se transparentan fielmente en el planteo que de la situación argentina hizo Domingo Faustino Sarmiento en Facundo. Civilización y barbarie. Parecía necesario —por razones eminentemente políticas— sobreponer la influencia de las ciudades a la de las campañas, y transformar la fisonomía demográ-fica y étnica del país mediante la atracción de una inmigración masiva que, acrecentando aceleradamente el volumen de la población del país, disminuyera la influencia de las masas criollas, a las que se hacía responsables del predominio del autoritarismo. Estos principios fueron llevados a la práctica y desde sus comienzos se pudo advertir la magnitud de la experiencia que se realizaba. La masa inmigrada opuso a la masa criolla una distinta concepción de la vida y, sobre todo, un distinto tipo de actividad económica, que podríamos llamar intensiva frente a la economía extensiva que predominaba en el país; además puso en movimiento otras formas de actividad económica en el campo mediante el desarrollo amplio de la agricultura, y en las ciudades dio considerable impulso al comercio y a algunas manufacturas, todo ello particularmente en la región litoral, que prefirió por razones de clima.

El complejo social se alteró, pues, por la yuxtaposición de dos elementos muy diversos desde todo punto de vista. Pero a medida que corría el tiempo se alteró aún más, pues se incorporaron las generaciones de hijos de inmigrantes más o menos acriollados según los casos, que constituían un tipo híbrido respecto a las tradiciones del país y a las tradiciones paternas. Y como además seguían llegando nuevas olas de inmigrantes que renovaban el choque inicial, el conjunto se constituyó de tal manera que en lo futuro habría de caracterizarse por lo proteico de su fisonomía, según las sucesivas fases de acomodación de los distintos elementos. Este proceso no ha concluido y acaso así se explique buena parte de las vicisitudes de la vida argentina.

Pero otros factores debían contribuir también a precipitar la modificación del complejo social que constituye la masa argentina. Según los mismos principios que orientaron la organización nacional en el último cuarto del siglo XIX, se trató de atraer a los capitales extranjeros que debían estimular la transformación económica del país. Así se crearon las condiciones mediante las cuales las masas comenzaron a ingresar en la categoría de grupos asalariados. El régi-men patriarcal comenzaba a presentar algunas brechas, y por entre ellas veían asomarse las primeras organizaciones de tipo capitalista para ocuparse de determinadas explotaciones que requerían un esfuerzo disciplinado y permanente. El fuerte impulso que se dio a las obras públicas —puertos, ferrocarriles—, el desarrollo que alcanzaron los obrajes, los yerbales, los ingenios y algunas explotaciones mineras, exigieron abundante mano de obra que, por la región de donde se obtenía, provino preferentemente de las masas criollas. Las condiciones del reclutamiento del personal, las del trabajo y la remuneración, así como las perspectivas generales que se ofrecían al obrero, fueron de bajísimo nivel. Se usó sistemáticamente la constricción y se organizó el expolio del obrero, lo cual, unido a las condiciones en que se realizaba el trabajo y a los rigores del clima, produjo una considerable disminución del capital humano en aquellas regiones.

En cuanto a las del centro y del litoral, la situación general de las masas trabajadoras fue menos rigurosa por el tipo de labor y las condiciones climáticas; y en cuanto a la remuneración ofrecida en las zonas agropecuarias, si bien es cierto que no fue miserable, tampoco alcanzó niveles que, por ejemplo, permitieran a un obrero constituir una familia. Pero lo más grave fue que no se estimuló en modo alguno la radicación de los agricultores, el afincamiento de los inmigrantes que llegaban deseosos de obtener pequeñas parcelas para explotarlas al modo en que lo hacían en sus regiones de origen, con óptimos resultados; se oponía a ello el régimen de la tierra, el predominio de los latifundios y el sistema de comercialización de los productos de la tierra, de modo que el abandono de los campos por los trabajadores desilusionados fue un fenómeno constante que contribuyó a crear las grandes aglomeraciones urbanas que hoy caracterizan a Argentina.

Puede decirse, pues, que la política económica y social que predominó desde el último cuarto del siglo XIX, si bien contribuyó a organizar el país y a desarrollar su riqueza, se despreocupó totalmente de las consecuencias que desataría con el tiempo con respecto al complejo social. Librado al juego de las fuerzas internas, evolucionó rápidamente y adquirió una fisonomía cambiante que no podía sino desorientar cada vez más a las minorías dirigentes.

Actitud política. Dentro del plan de transformación nacional, se pensó que era imprescindible desarrollar activamente la instrucción pública, y en efecto se realizó una provechosa campaña de alfabetización. Pero conspiraban contra los posibles resultados de esta política cultural, en primer término, el bajo nivel de vida puesto de manifiesto en el tipo de vivienda, los hábitos, etc., y en segundo término, la falta de una educación política, en reemplazo de la cual se ofrecía el espectáculo de una calculada organización electoral destinada a prescindir de las masas. Este último aspecto es de importancia suma para comprender los problemas que se plantearon posteriormente.

En el planteo originario de los hombres de la Organización Nacional, la atracción de población y la atracción de capitales estaban inspiradas por el afán de evitar la reproducción de situaciones como la que condujo a la instauración de un poder despótico de base popular por Juan Manuel de Rosas. Parecía que bastaban aquellas medidas para evitar su reiteración. Pero en la práctica, las soluciones propuestas resultaron harto limitadas, y por otra parte fueron luego desvirtuadas por los grupos privilegiados. El complejo social que se constituyó con los elementos antes señalados manifestó muy pronto un marcado escepticismo político, por lo demás muy justificado. El Estado no abandonó nunca en teoría los altos objetivos que le habían señalado Alberdi o Sarmiento, pero los grupos que se perpetuaron en el poder se estrecharon cada vez más y se esforzaron por defender celosamente sus privilegios. La vida política se organizó sobre la base de las clientelas electorales y no se ahorraron esfuerzos para evitar la intervención popular en ella, aunque hubiera que llegar a la violencia. Sin duda los grupos esclarecidos de la burguesía —representados según los casos por Mitre, Alem, Del Valle, Joaquín González, Marcelo de Alvear y Lisandro de la Torre— denunciaron los excesos y hasta promovieron movimientos políticos para romper el cerco de privilegios que contenían el desarrollo del país. Pero la organización electoral triunfó reiteradamente, favorecida por el bajo nivel cultural que caracterizaba a las masas, por cuyo ascenso en ese sentido poco o nada se hacía. Sólo cuando Hipólito Yrigoyen, jefe de la Unión Cívica Radical, apeló al fervor popular con tácticas propias de los viejos caudillos, se vio a las masas polarizarse a su alrededor y triunfar luego favorecido por circunstancias imprevistas.

Yrigoyen desalojó a la oligarquía de las posiciones que hasta entonces había conservado como si le pertenecieran por derecho propio, y la reemplazó con gentes de condición humilde. En general, hubiera querido defender a los desposeídos en todos los aspectos; pero su gobierno fue de tipo paternal; ayudaba al que se le acercaba, pero carecía de dotes de estadista como para promover una legislación análoga, por ejemplo, a la que Batlle y Ordóñez había puesto poco antes en funcionamiento en Uruguay. Y cuando el movimiento obrero adquirió cierto desarrollo, no vaciló en contenerlo con la violencia. Fue la suya una dictadura de masas, pero de masas desorganizadas que aspiraban a ver en el gobierno a un hombre de los suyos, sin resabios aristocráticos y que fuera capaz de moderar los excesos de la oligarquía. Pero los grupos que, dentro de la masa, comenzaban a singularizarse y aspiraban a un derecho obrero regular, ni fueron satisfechos ni gozaron de influencia alguna.

Yrigoyen perdió finalmente el fervor de sus partidarios y su base política se debilitó hasta el punto de no poder impedir la reacción de las fuerzas conservadoras, desatada en 1930. Una coalición política sumamente extraña, en la que no faltaban, junto a los conservadores de viejo cuño, los entusiastas del fascismo mussoliniano, instauró entonces un gobierno cuya consigna fundamental fue devolver el poder a las viejas familias que lo habían detentado hasta entonces. Pero Argentina había cambiado mucho en los quince años transcurridos desde la llegada al poder de Yrigoyen, y el mundo no había cambiado menos durante la posguerra. Fue necesaria, pues, la violencia para lograr ese propósito, y sobre ella se construyó un orden político artificial.

Lo que ocurrió entonces constituye el antecedente directo de la realidad actual. Reapareció el sistema de las clientelas políticas y la desembozada protección del privilegio. Lisandro de la Torre, Mario Bravo y Alfredo Palacios denunciaron enérgicamente la política dirigida por los ganaderos en defensa de sus intereses y los atropellos institucionales de un gobierno que tenía que defender su situación a causa de la ausencia absoluta de base popular. Y entretanto, las masas trabajadoras debieron sufrir las consecuencias en carne propia.

En efecto. La perpetuación de la estructura económica agrícolo-ganadera —con primacía de la ganadería— mantenía sumamente limitados los horizontes de las masas que crecían en número y se distribuían de diversos modos en un país cuya vitalidad rebasaba aquellos márgenes. En las regiones del norte y el oeste, las masas estaban a merced de los empresarios que eran al mismo tiempo jefes políticos, especialmente en los ingenios, los obrajes, los yerbales y las minas. De aquí derivó un hecho que habría de tener marcada importancia: la aparición de un profundo resentimiento popular contra los grupos dirigentes, y de un marcado escepticismo político al que correspondía y acompañaba la clara conciencia de ciertas reivindicaciones sociales y económicas que las masas consideraron de estricta justicia. Así abandonaron las masas la militancia en el plano político —que les era ajeno— y se situaron en el de la lucha social. Sólo se necesitaba una ocasión favorable para que se manifestara esta nueva actitud, y esa ocasión llegó después de la revolución militar de 1943.

En el análisis de lo que ha ocurrido después conviene distinguir lo estrictamente político de lo que constituye el fenómeno social. Lo primero escapa a los límites de este análisis y, a mi juicio, es un episodio circunstancial, en tanto que lo segundo constituye una experiencia que estimo de gran trascendencia para el país.

El hecho más saliente es la transformación en la distribución de la población. Una política de estímulo a la producción industrial favorecida por la situación de posguerra ha provocado un fuerte aumento en la demanda de mano de obra en las ciudades y un alza considerable de los salarios en la industria. La consecuencia ha sido un acentuado éxodo rural y un acrecentamiento correspondiente de la población urbana, congregada preferentemente en la zona litoral y muy particularmente en Buenos Aires. El problema de una urbe desmesurada y de población excesiva con respecto a la capacidad de producción del país se ha acentuado, pues, precisamente cuando se anota un considerable descenso en la producción agropecuaria; y el de una futura repoblación del campo se plantea como el gran interrogante del futuro, hasta el punto de poder afirmarse que en él reside la cuestión fundamental de la política argentina de los próximos quinquenios.

Tras estos fenómenos se esconde otro de no menor significación: el innegable ascenso operado en las masas tanto en el monto de la remuneración como en las condiciones de trabajo, con el consiguiente aumento del poder adquisitivo y las posibilidades de goce.

Finalmente caracteriza a las masas un considerable desarrollo del índice de politización y un actualizado interés por el problema del gremialismo. La adhesión o la oposición respecto al partido gobernante mueven en igual medida el interés por los problemas políticos, y puede decirse que aquel escepticismo ha dejado paso a un marcado interés por los problemas políticos. Si se suma a esto la activa propaganda que se hace desde el Estado en favor de la organización gremial, se tendrá un claro panorama de cómo se activa la conducta de las masas.

Todos estos signos revelan que se ha desencadenado un proceso social. Sólo con una gran ingenuidad puede esperarse que el proceso esté concluido. El proceso está apenas iniciado y sería tarea im-posible determinar cuál ha de ser su futuro desarrollo. De lo que se puede estar seguro es de que se ha logrado un cierto progreso al que las masas no renunciarán, de modo tal que es ineficaz cualquier planteo que se haga sobre la base de retrotraer su situación a la de hace diez o veinte años. Prácticamente lo han reconocido así los partidos progresistas que parten ya de esta nueva realidad para tratar de atraer o reconquistar partidarios.

Cómo ha de comportarse el complejo social que constituyan las masas argentinas, es cosa incierta. Pero algunos datos pueden obtenerse de ciertos hechos, pues se asiste al acrecentamiento de la in-fluencia de la masa criolla especialmente en las ciudades al tiempo que se vuelcan nuevas olas de inmigrantes sobre las ciudades. No debe desdeñarse el hecho de la despoblación de los campos, que ha de traer importantes consecuencias en el orden económico y social. Acaso alrededor de este problema se reordenen las filas para las contiendas políticas de los próximos cincuenta años.