La ciudad latinoamericana y los movimientos políticos. 1969

En la vida política latinoamericana, las ciudades, y especialmente las capitales, han desempeñado un papel de tal importancia que con frecuencia ha permitido confundir su historia con la del país al que pertenecen. Esta imagen debe ser corregida, pero conviene prestar al hecho mismo toda la atención que merece, pues aunque no es exclusivo de América Latina, adquiere en ella una singular significación. La decisiva influencia política de las ciudades corresponde fielmente a las peculiaridades del ordenamiento socioeconómico y sociocultural del área latinoamericana, y por eso es importante establecer qué mecanismos la desencadenan y de qué modo se ejerce.

Núcleo político por excelencia, la ciudad impone ciertos caracteres precisos a las formas de la convivencia social. Cualquiera sea la importancia que asuman las otras funciones urbanas, el uso que del poder se hace en la ciudad incide tan profundamente sobre todas las demás que la función política resulta siempre eminente. Es en la ciudad donde se opera la mayor concentración de poder político, en distintas escalas, sin duda, pero siempre con la mayor eficacia instrumental. Por eso la ciudad conforma, en alguna medida, la vida del contorno regional y nacional, ordenando los cuadros dentro de los que todas las actividades se desenvuelven, imponiendo los principios y normas que las orientan según los designios de los grupos sociales predominantes y montando los mecanismos coercitivos para asegurar su vigencia.

La concentración del poder que se produce en la ciudad abarca tanto al poder institucionalizado como al poder no institucionalizado. La ciudad aloja a los representantes del poder institucionalizado: político y administrativo, legislativo, judicial, tanto en el orden nacional como en el provincial y municipal, así como en el orden eclesiástico; y aloja también los centros de decisión de los organismos coercitivos con que cuenta el poder institucionalizado. Pero, además, la ciudad aloja una masa de opinión pública que, por hábito, por educación y por necesidad, apoya directa o indirectamente el ejercicio del poder institucionalizado, aun cuando alguno de sus sectores se oponga circunstancialmente a quienes lo detentan. Porque la complejidad de la vida urbana exige una regulación permanente, a veces imperceptible, pero que se hace dramáticamente visible en el momento en que se debilita o desaparece y fuerza la aceptación del poder.

Pero, además, es en la ciudad donde se alojan los grupos que ejercen más vigorosamente el poder no institucionalizado. Vinculados a las actividades básicas de la colectividad, los grupos de poder y los grupos de presión operan preferentemente en la ciudad, cerca del poder institucionalizado y cerca también de los distintos sectores sociales que pueden ser movilizados a favor de ciertas opiniones y exigencias. En la ciudad esos grupos, generalmente sectoriales, multiplican su gravitación extendiendo sus propias opiniones y sus propias exigencias —a veces sutilmente encubiertas— a vastos grupos que consciente o inconscientemente se pliegan a ellas, y pueden aprovechar las características formas psicosociales de actuación de los grupos multitudinarios.

Ciertos sectores poseen, al margen de las estructuras del poder legalmente institucionalizado, una suerte de institucionalización social y jurídica que los capacita para enfrentarse con aquel. La ciudad es el escenario fundamental de tales tensiones, no sólo porque en su ámbito es más fácil y más eficaz la organización de los grupos competitivos, sino porque constituye el centro de más rápida comunicación social. La información es en la ciudad más fiel y más precisa, y el conocimiento de los cambios situacionales más exacto y ajustado a sus mecanismos profundos. Es esa información la que asegura la rápida aglutinación de los grupos urbanos y la acelerada galvanización de las opiniones, referidas a coyunturas concretas. En la ciudad, la acción posee, pues, una orientación más definida, y por eso más eficaz.

Estos caracteres de la vida urbana se dan en las ciudades latinoamericanas, sin ser, claro está, exclusivos de ellas. Pero se dan de cierta manera, en función de ciertos mecanismos peculiares y con modalidades propias. Así ha ocurrido a lo largo de toda su historia, conformando un estilo de comportamiento político que no sólo es revelador de determinadas situaciones intransferibles —comparadas con las situaciones contemporáneas en otras áreas— sino que es también revelador de la continuidad de ciertos procesos y de la persistencia de los factores que los desencadenan. No es esta la ocasión de extenderse sobre ese desarrollo secular; pero aun para destacar sus rasgos en los últimos ochenta años resulta imprescindible puntualizar, al menos esquemáticamente, algunos de los caracteres del funcionamiento político de la ciudad latinoamericana en ciertos momentos críticos. Sólo de ese modo se puede comprender, a mi juicio, el papel que en la vida latinoamericana ha desempeñado la ciudad a partir de los cambios que se hacen patentes alrededor de la penúltima década del siglo XIX.

Instrumento de una política colonizadora destinada a impostar, sobre un territorio considerado culturalmente neutro, las formas de sociabilidad y la cultura de los países ibéricos, la ciudad latinoamericana nació como un reducto no sólo para asegurar la supervivencia física del grupo conquistador y conservar inmunes sus formas de vida, sus normas y creencias —esto es, su cultura—, sino también para operar desde ella la progresiva ocupación del territorio circundante y la reducción de las poblaciones autóctonas a sus propios esquemas culturales. Todo esto requería una inflexible conducción política, esto es, el ejercicio de una autoridad centralizada que ejecutara un vasto designio cuyo horizonte era mucho más extenso que la mera acción militar, sólo en apariencia la más importante, puesto que en realidad no era sino un medio para alcanzar ciertos fines que la sobrepasaban. La ciudad fue una base de operaciones socioculturales, instalada en un medio considerado hostil, y en la que se custodiaba la vida de quienes eran instrumentos de esas operaciones así como los imponderables elementos de la cultura que se proyectaba instaurar y transferir. La garantía del éxito de esas operaciones fue la concentración del poder en la ciudad, concebida como ciudadela militar y cultural a un tiempo. La Plaza Mayor, foro urbano rodeado por el Fuerte, el Cabildo y la Catedral, constituía el foco de ese poder.

Esta situación se perpetuó a lo largo de los siglos XVII y XVIII, a medida que se consolidaba la ocupación de la tierra, se organizaba la explotación de las riquezas naturales y se sistematizaban las relaciones económicas de los grupos poseedores con las metrópolis y sus mercados. La posesión de la tierra y, más aún, la explotación de sus riquezas, originó la formación de grupos sociales poderosos, aristocracias coloniales viejas y nuevas, según las fluctuaciones de la vida económica que, una vez abandonado el espejismo del retorno a la patria europea, crearon en las ciudades americanas las condiciones necesarias para disfrutar de sus riquezas, vigilar la administración de sus propiedades y permanecer cerca de las fuentes del poder político y administrativo a fin de mantenerlo favorable a sus intereses y compartir sus halagos. Fiel expresión de este designio fueron las casonas y palacios que erigieron, a partir del siglo XVII y sobre todo en el XVIII, los ricos poseedores, frecuentemente investidos de títulos nobiliarios: las moradas de los marqueses de la Torre de Cossio, de Prado Alegre o de Calimaya, o la del conde de San Mateo de Valparaíso en México; la de Berrocal en San Juan de Puerto Rico; la de los Mijares o la del conde de San Xavier en Caracas; la de Chamorro o la de la Cueva, o la de los Leones, o la de Landívar en la antigua Guatemala; la del marqués de San Jorge en Bogotá; la del marqués de Maenza en Quito; las de Javara o de Torre Tagle en Lima; o las más modestas de los Uriburu en Salta, de los Allende en Córdoba o de los Colombres en Tucumán, estas tres en Argentina. Esta enumeración ejemplifica la generalidad del fenómeno.

Junto al poder político se consolidaron, pues, en las ciudades, los grupos sociales y económicos más influyentes y de más decididas actitudes conservadoras. Pero, además, se constituyó en muchas de ellas durante la segunda mitad del siglo XVIII una burguesía local vinculada a las actividades mercantiles, a la administración pública y a las profesiones liberales, que se segregó de los grupos monopolistas y se adhirió a las doctrinas liberales. Fue en las ciudades donde se manifestó la tensión entre esos grupos. Si antes no habían aparecido otras querellas que las jurisdiccionales entre autoridades eclesiásticas y civiles, los conflictos entre las órdenes religiosas o los pleitos pueblerinos entre familias, la situación comenzó a cambiar lentamente: la expulsión de los jesuitas, la emancipación de las colonias inglesas de América del Norte y la explosión de la Revolución en Francia proporcionaron un nuevo marco ideológico a las tensiones espontáneas suscitadas por el desarrollo económico, y poco a poco empezaron a constituirse grupos de opinión o incipientes partidos políticos.

Esas nuevas burguesías urbanas de tendencia liberal fueron las que agitaron el ambiente al producirse la crisis española de 1810. Allí donde predominaron, trataron de imponer —no siempre con éxito— una política de modernización de las estructuras políticas de los nuevos países, subestimando o desconociendo, a veces, la significación de las áreas rurales, en las que un proceso socioeconómico más o menos autónomo —pero en todo caso dispar con respecto al de las ciudades— había creado un orden social sui generis, con sus formas de vida propias y con su propio sistema de ideas acerca de la convivencia social y política. Más tarde, en la primera mitad del siglo XIX, las ciudades experimentaron un fuerte retroceso no sólo en la medida en que sufrieron las consecuencias de las convulsiones políticas y militares propias de las guerras de la Independencia y de las guerras civiles sino también en cuanto tuvieron que ajustarse —dado el factum de la Independencia y la necesidad de reordenar la vida dentro de sus límites geográficos y de sus propios recursos— al papel que les correspondía teniendo en cuenta la nueva significación que alcanzaron las áreas rurales, subestimadas en el momento de la fundación y sometidas durante todo el período colonial al imperio urbano.

El retroceso urbano de la primera mitad del siglo XIX se advirtió en muchas ciudades, que acusaron una disminución demográfica o al menos una estagnación, así como acusaron estancamiento en su crecimiento espacial. Pero sobre todo sufrieron un retroceso político. El poder pasó en muchas regiones a manos de caudillos cuyas fuentes de poder estaban en las áreas rurales. Y con todo, la consumación de cada triunfo significaba la instauración en la ciudad de un poder, a veces de apariencia bárbara, que procuraba obtener de la tradición colonial una convalidación formal. A medida que la situación social se estabilizó, sobre todo a partir de mediados del siglo, las ciudades recuperaron su hegemonía y muy pronto se vieron en el cambio físico que sufrieron los signos de una mutación profunda en el ordenamiento de la vida de cada país y del área latinoamericana en conjunto.

Tales cambios se produjeron, sustancialmente, en su ordenamiento social, y sus consecuencias pudieron advertirse sobre todo a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Comenzó a crecer el volumen de la población urbana y, simultáneamente, a modificarse el sistema de las relaciones sociales, porque a medida que aumentaba el volumen demográfico, se acentuaba, por una parte, la movilidad social de ciertos sectores y por otra, la estratificación de los grupos tradicionales. Estos cambios sociales se reflejaron muy pronto en el paisaje urbano. La demolición de las murallas de Panamá en 1856, de Lima después de 1870, de San Juan de Puerto Rico en 1897, fueron signos físicos de una expansión que, en otras ciudades, no requirió tales esfuerzos; pero en casi todas las capitales y en varias ciudades menores se produjo un crecimiento territorial que fue acompañado generalmente de cierta modernización urbanística y arquitectónica, y de una redistribución ecológica de la población. Para entonces se produjeron y consolidaron ciertas formas nuevas de poder social y, paralelamente, de ciertas formas nuevas de poder político. La respuesta social fue un vigoroso cambio de actitudes políticas en ciertos sectores, un planteo nuevo de las tensiones y los enfrentamientos políticos, que, en ocasiones, se cargaron de explosivos contenidos sociales. Tales son los problemas que deben examinarse para comprender el papel que las ciudades han desempeñado en la vida política latinoamericana en los últimos ochenta años, que corresponden al período de más pronunciado viraje producido en el área.

La incorporación del mundo productor latinoamericano al ámbito económico europeo y norteamericano en las condiciones requeridas por el desarrollo industrial, produjo generalmente en las últimas décadas del siglo XIX una consolidación de las viejas aristocracias terratenientes y, además, una renovación y un robustecimiento de sus cuadros mediante la incorporación de nuevos sectores que respondieran eficazmente a las exigencias propuestas por las nuevas perspectivas. Las aristocracias se modernizaron en sus actitudes económicas y culturales, pero, al mismo tiempo, se retrajeron socialmente y adquirieron ciertos rasgos de oligarquías conservadoras en su comportamiento social y político. Tal fue la respuesta de los sectores tradicionales vinculados a la riqueza nacional y al sistema económico y financiero internacional, cuando el desarrollo de la actividad productiva, mercantil y a veces manufacturera promovió la formación de nuevas clases medias en las ciudades que constituían los emporios de la administración y comercialización de las materias primas nacionales así como los centros de la importación de productos manufactureros extranjeros. Acrecentadas por el flujo migratorio —interno y externo— las clases medias se orientaron hacia el sector terciario y buscaron un nivel de vida que parecía posible alcanzar a causa de la mayor disponibilidad de los bienes de consumo.

Las relaciones entre estos dos sectores —una clase alta con fuerte tendencia a la estratificación y unas clases medias urbanas de gran movilidad— alteraron el tradicional equilibrio social de muchos países, en la medida en que alteraban el juego de las fuerzas políticas en el ámbito de las ciudades. Las clases altas acentuaban la defensa de sus privilegios estrechando sus filas, precisamente cuando se producía la lenta constitución de un conglomerado de imprecisos contornos que comenzaba a ignorar los fundamentos de tales privilegios y descubría la legitimidad de sus propias aspiraciones a compartir el poder.

Este hecho nuevo —la progresiva pérdida del consenso tradicionalmente otorgado a los fundamentos de los privilegios de la clase alta— fue el resultado de diversos factores que no es oportuno analizar aquí. Pero es necesario señalarlo porque simultáneamente actuó modificando la condición de las clases populares. Por razones ideológicas comenzó a revisarse la actitud tradicional con respecto a los grupos indígenas, tal como lo hizo el movimiento peruano que encabezó González Prada, o el movimiento que impulsó la revolución mexicana. Pero, en rigor, las razones ideológicas correspondieron a cierta transformación en el papel de esos sectores dentro de una economía en cambio. Por eso se manifestó también en relación con el naciente proletariado urbano, al que, por su parte, procuraron canalizar ciertos socialistas de formación europea. Y en la creciente resistencia contra las clases altas tradicionales, se formaban vastos e imprecisos conglomerados disidentes cuyos miembros coincidían sólo en la oposición contra el orden tradicional, sin que sus distintos sectores pudieran coincidir, sin embargo, en las soluciones propuestas. Una aureola de población indiscriminada, económicamente indefensa —generalmente de origen campesino y preferentemente inmigrada, a veces india o mestiza— circundaba en las ciudades a estos conglomerados prestándoles la fuerza de su número y acentuando su estructura multitudinaria.

Los cambios en el ordenamiento social urbano suscitaron una rápida transformación de la fisonomía de las ciudades. De la ciudad que, aun con algunos centenares de miles de habitantes, no había perdido los caracteres de la “gran aldea”, se pasó rápidamente a la “gran ciudad”, con la intensiva ocupación de los barrios céntricos, con la formación de zonas residenciales de alto nivel, con la formación de barrios medios y populares de modesta arquitectura y, sobre todo, con la aparición de suburbios densamente poblados ocupados generalmente por las clases populares recién incorporadas, que comenzaron a extenderse a medida que lo permitió el desarrollo de los transportes. Las zonas residenciales finiseculares atrajeron, generalmente, a las viejas familias que abandonaban las casonas de la antigua Plaza Mayor y de las calles adyacentes. En las nuevas residencias, preferentemente imitadas de las del faubourg Saint-Germain, adoptaron progresivamente un nuevo género de vida: en las proximidades del Prado montevideano, del Paseo Colón limeño, de la Alameda santiaguina, de Altagracia en Caracas, de Catete o Laranjeiras en Río de Janeiro, en las Colonias Roma o Juárez en México o el barrio Norte bonaerense, la aristocracia desplegó ciertas formas de convivencia social, refinada y convencional cuya más fiel expresión quizá haya sido el espíritu que animó la poesía del modernismo: la de Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, Julián del Casal, Julio Herrera y Reissig o Leopoldo Lugones, tan disconformistas como parecieran ser ellos mismos. Más tarde, al compás de su renovación y de la consolidación de su riqueza, las clases altas volvieron a desplazarse hacia zonas más alejadas, muy pronto valorizadas y provistas de inequívocos signos de status: en Montevideo hacia Pocitos primero y hacia Carrasco después, en Lima hacia San Isidro y Miradores, en Santiago hacia Providencia, en Caracas hacia Los Caobos y las nuevas urbanizaciones que circundan el Country Club, en Río de Janeiro hacia Copacabana e Ipanema, en México hacia San Ángel y El Pedregal, en Buenos Aires hacia la Avenida del Libertador. Una arquitectura más espectacular y agresiva denotaba el acceso a la riqueza de nuevos sectores de sensibilidad y actitud diferentes de las de las generaciones anteriores.

Entretanto, las ciudades crecieron, a veces vertiginosamente, multiplicándose los distritos de clase media y las barriadas populares. Si las clases bajas tradicionalmente integradas pudieron localizarse en barrios antes periféricos y luego relativamente céntricos, ocupando en ocasiones colectivamente antiguas casonas de la alta burguesía, los nuevos sectores que se incorporaban a la ciudad atraídos por los altos salarios o, simplemente, por la posibilidad de formas de vida menos primitivas que las de las zonas rurales, comenzaron a instalarse en viviendas improvisadas que se levantaron en terrenos ocupables. Los materiales tradicionales —ramas, cañas, barro, paja— comenzaron a ser sustituidos por los desechos industriales: maderas de cajones, latas, cartones, chapas, o combinados con ellos. Así surgió el cordón de subciudades que rodea hoy —por lo demás como en muchos otros lugares del mundo— a muchas ciudades latinoamericanas: cantegriles montevideanos, callampas santiaguinas, favelas cariocas, villas miseria bonaerenses, barriadas limeñas, sanjuaninas o caraqueñas, a las que hay que agregar los barrios marginales para la población indígena o negra, como el que está enclavado en Panamá a pocos pasos de la Plaza 5 de Mayo.

Entre ambos extremos —las lujosas zonas residenciales de vieja y de nueva data y las subciudades de emergencia— crecieron constantemente los barrios medios que alojaron extensos grupos sociales, generalmente adscritos al sector terciario. Extenso y sumamente móvil, el sector de las clases medias caracterizaba hasta las primeras décadas de este siglo sólo a algunas ciudades latinoamericanas, especialmente a Montevideo, Buenos Aires y, en cierto modo, a Santiago de Chile y San Pablo. Pero el desarrollo urbano ha significado la concentración de ese sector en muchas otras ciudades que antes revelaban la presencia predominante de dos grupos abismalmente separados: ricos y pobres. Los variados subsectores de las clases medias han impuesto una nueva fisonomía a diversas ciudades, como Lima o México, y esa fisonomía refleja nuevas tendencias sociales que, a su vez, buscan su expresión política.

Las variaciones operadas en el ordenamiento social de las ciudades originaron vigorosos cambios en las actitudes políticas de los distintos grupos. El fenómeno se advirtió sobre todo en las capitales, donde tradicionalmente se concentraba el poder político y administrativo, y donde bastaba alcanzarlo para ejercer una autoridad incontrastable sobre todo el país. Sólo unas pocas ciudades que no tenían rango de capitales, particularmente San Pablo y Guayaquil, operaron como centros políticos importantes a causa de su vigoroso desarrollo económico. Fue tanto la transformación social de las ciudades como la localización del poder de decisión en materia de política económica lo que hizo de las ciudades el escenario necesario de las más vigorosas tensiones políticas. Aun en las capitales donde se constituía una vigorosa clase media —y con más razón donde el fenómeno no era tan pujante— la concentración de los grupos sociales que controlaban la economía nacional les otorgó una fuerza que parecía incontrastable. Quienes detentaban el poder económico exigieron y obtuvieron el poder político. Estaban enfrente de esas oligarquías las clases medias y las clases populares. Pero su acción era indecisa, y el espejismo de bienestar que proporciona la vida urbana promovía cierto predominante conformismo, al que se agregaba la inexperiencia política de los grupos populares apenas salidos de un régimen paternalista. Heterogéneas e inconexas, las clases medias urbanas se asimilaron a los principios del liberalismo y de la democracia formal, y conducidas por ellos aspiraron sobre todo a compartir el poder político con la esperanza de obtener por esa vía una ligera modificación en el sistema de la distribución de la riqueza. Los grupos predominantes, más coherentes y más herméticos, se abroquelaron dentro de una estructura constitucional y legal; pero vigilaron celosamente su funcionamiento impidiendo el cumplimiento total de los principios que la inspiraban.

Pese a su coherencia como clase, sus intereses económicos o los encontrados intereses de grupo suscitaron conflictos en su seno, a los que no fueron ajenas las influencias de los grandes monopolios. Para asegurar el mantenimiento del poder en manos de uno de sus grupos, y al mismo tiempo, para contener las aspiraciones de los sectores más politizados de las clases medias liberales, las oligarquías no vacilaron en recurrir a la dictadura, fenómeno que fue, sin duda, el más típico de la vida política latinoamericana desde las últimas décadas del siglo XIX.

Porfirio Díaz en México, Estrada Cabrera y Ubico en Guatemala, Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Caracas, Machado y Batista en La Habana, constituyeron casos extremos, y por eso significativos, del desarrollo de una fuerte tendencia al poder dictatorial de unas sociedades todavía controladas por vigorosas oligarquías vinculadas al capital extranjero y amenazadas por el incontenible surgimiento de clases medias urbanas, ilustradas y liberales, que aspiraban a hacer efectivos los principios que estaban escritos en todas las constituciones sin que se cumplieran casi en ninguna parte. Ramón del Valle Inclán primero —en Tirano Banderas— y Miguel Ángel Asturias después —en El Señor Presidente— dejaron un testimonio vigoroso de este tipo de poder dictatorial ejercido desde ciudades que se transformaron en verdaderas cortes. Como en otras partes y otras épocas, los sectores poseedores que confiaron su defensa a un individuo en cuya eficacia creían, no vacilaron en ceder parte de sus derechos políticos, sabiendo que los recuperaban por la vía del favor en un juego de trueque en el que se amasaban grandes fortunas. La venalidad fue el sino de esas cortes, sin que estuvieran ausentes la adulación y la crueldad. El poder político se hizo absoluto y por su intermedio se controlaba la totalidad de la actividad nacional. Esa circunstancia hacía de la capital la meta de todos los peregrinajes, y también el objetivo de todos los intentos de reacción.

Las clases medias urbanas adquirieron su primera fisonomía como cuerpo político bajo la influencia de algunos sectores ilustrados —provenientes en su mayor parte de las profesiones liberales—, que desencadenaron movimientos cuya bandera era, simplemente, la letra de la constitución existente pero no cumplida. La Unión Nacional, en Lima, inspirada en Manuel González Prada, y la Unión Cívica Radical, en Buenos Aires, encabezada por Leandro N. Alem, son sin duda los movimientos más representativos, a los que podría agregarse el Partido Colorado en el Uruguay, bajo la inspiración peculiar que le dio Batlle y Ordóñez, aunque este no surgiera en una situación tan característica como las anteriores. Eran, sin duda, movimientos nacionales en alguna medida, pero su acción se apoyó sobre las burguesías urbanas ilustradas, y su planteo fue liberal y principista, lo cual situaba en las ciudades sus principales baluartes. Esos movimientos triunfaron precozmente en Uruguay y en Argentina, precisamente por la gravitación que ejercían Montevideo y Buenos Aires, cuya población representaba un alto porcentaje de la población del país.

Si no faltó un movimiento semejante en la ciudad de México contra Porfirio Díaz —como el que al comenzar el siglo representó en principio Francisco Madero—, la singular significación de las clases rurales lo sobrepasaron y radicalizaron, y en esa misma medida fueron neutrales y a veces hostiles las burguesías urbanas a los movimientos encabezados por Emiliano Zapata y Francisco Villa, actitud no muy diferente de la que habían tenido un siglo antes cuando se produjeron las insurrecciones de Hidalgo y Morelos. Pero allí donde faltó una burguesía urbana liberal e ilustrada que encabezara la lucha contra los dictadores y los grupos socioeconómicos que los respaldaban, las clases rurales permanecieron inertes o sólo esporádica y estérilmente activas. Burguesías urbanas apoyaron el movimiento revolucionario de Betancourt y Gallegos en Venezuela, y la acción de los partidos renovadores de diversos países, como el de Liberación Nacional en Costa Rica o el Democrático Revolucionario de Guatemala.

Sólo en algunos países llegó a organizarse un movimiento socialista de tipo europeo. Fue fuerte en Argentina, Uruguay y Chile; pero en todos los casos formaron en sus filas preferentemente obreros urbanos, de los cuales, en los dos primeros países, constituía la mayoría un sector proletario —manufacturero o industrial— radicado en Montevideo o en Buenos Aires y de origen inmigratorio en gran parte. En los mismos estratos buscó sus adeptos el comunismo, con menor fortuna y con menos capacidad todavía que el socialismo para trascender los límites de las grandes ciudades. Y este hecho, singularmente revelador, confirma una vez más cierta heterogeneidad constitutiva de la sociedad latinoamericana, en la que los sectores rurales y los sectores urbanos de las clases populares revelan una diferenciación más acentuada.

Los grupos, relativamente reducidos, de las masas populares urbanas que se habían volcado al socialismo o al comunismo, y que habían organizado el movimiento sindical según los principios de esas líneas políticas, fueron sobrepasados en Argentina a partir de 1945 por los grupos adictos a Perón, constituidos en un impreciso movimiento popular cuyos baluartes principales estuvieron en el cordón suburbano de Buenos Aires, y que reflejó, acaso antes que ningún otro, una modalidad singular de la política urbana en Latinoamérica. Fue el movimiento de los grupos sociales no integrados hasta entonces en la ciudad, con una fuerte conciencia de su marginalidad y una actitud nacionalista de tradición criolla con la que desafiaban a la urbe cosmopolita y a sus clases altas; pero eran, además, grupos situados en condiciones óptimas para operar utilizando todos los mecanismos de acción multitudinaria que ofrece la ciudad. El vasto despliegue popular que se produjo en Buenos Aires el 17 de octubre de 1945 puso de manifiesto la existencia de un nuevo dispositivo de acción, cuyo parámetro puede hallarse acaso en la mecánica política del fascismo europeo, pero que funcionó en este caso según la peculiar situación de un grupo central concentrado en el borde de la capital como consecuencia de las migraciones internas a que se había visto forzada en la década del 30 una buena parte de la población rural de ciertas regiones.

El fenómeno de 1945 en Buenos Aires puede compararse con el “bogotazo” de 1948. En ambos casos la erupción asumió los caracteres de un movimiento popular incontrolado, sorpresivo para quienes creían conocer la realidad social, manifestado en una reacción sin finalidades concretas destinada solamente a expresar una actitud de rebelión y de protesta contra una situación que parecía no ofrecer perspectivas para las clases desposeídas.

Distintos fueron los movimientos organizados, unas veces bajo la forma de huelgas generales y otras veces bajo la forma de movimientos típicamente políticos y partidarios. Pero la constitución social de las clases populares parecía tender cada vez más a canalizar aquellos movimientos eruptivos hacia estas formas más organizadas.

Foco del poder institucionalizado, por una parte, y marco de las fuerzas sociales que buscan un reajuste del poder económico y el poder político por la otra, la ciudad latinoamericana ve acentuarse sus tensiones internas. Contribuye aún más a acrecentarlas el incesante proceso de concentración urbana, que constituye el signo predominante de la vida social contemporánea.