La concepción griega de la naturaleza humana. 1940

LA CONCEPCION GRIEGA DE LA NATURALEZA HUMANA [1]

A lo largo de muchos siglos de meditación —sistemática o libre— el hombre griego ha acumulado una vasta sabiduría acerca de la esencia de la naturaleza humana. Pero su contenido no siempre se nos presenta bajo esa apariencia: sólo en épocas de metódica reflexión filosófica el hombre griego se ha sentido capaz de dirigirla hacia el análisis de su propio ser. Antes, una actitud menos libre aunque no menos profunda y sagaz, le había permitido llegar ya a profundas intuiciones sobre el alma humana y sobre el ser que ella configura. Sus resultados, empero, no bastaron para delinear la representación autónoma del hombre: fueron los Dioses quienes recogieron, en su múltiple y cambiante estructura, los rasgos que el agudo examen del ser humano le había descubierto al filósofo, o al poeta, o al hombre del Ágora. Goethe pudo decir que el esfuerzo del griego ha consistido en divinizar al hombre.

En Grecia, por eso, la concepción del hombre y la concepción de la divinidad no pueden buscarse separadamente [2]. Al iluminar la primera zona de su reflexión —el mundo de los dioses olímpicos— el griego ha descubierto, en forma indiferenciada, lo humano y lo divino. Por un proceso de universalización propio de su mente y por su estado de adolescencia filosófica, ha encerrado en la concepción de lo divino todos los resultados de su apasionada observación del alma humana, único testimonio a su alcance de aquella esfera metafísica. Un día advierte el griego la trasposición de datos que subyace en aquélla, al descubrir una nueva zona de reflexión. Cuando el hombre comienza a ser el objeto de su meditación sistemática, el filósofo descubre lo que había de indiferenciado en la idea de la divinidad, lo que había de observación psicológica transformada en mito, lo que había de genuinamente humano elevado a la categoría de carácter divino.

De este descubrimiento con respecto a los dioses, debía resultar, por una parte, una actitud crítica, que encuentra en la Sofística su expresión más definida; por otra, se insinuará un intento de religiosidad de nuevo tipo que asoma en Platón y que es visible en algunas escuelas post-aristotélicas. Debía resultar también una sistematización de la reflexión sobre el hombre, concebido como ente “sui géneris” y equidistante del plano divino y del plano de la Naturaleza.

LA IMPERFECCIÓN HUMANA

La concepción griega de la divinidad emerge de una intuición primera sobre la imperfección del hombre. Entre los atributos de la divinidad, el griego señala preferentemente los que denotan una comunidad de su naturaleza con la naturaleza humana y una diversidad en la medida; en ese contraste se advierte que es la segunda la que está percibida, analizada y confrontada frente a un canon racional que el hombre elabora incesantemente y que constituye un ideal de vida. De la imperfección humana frente a ese canon, el griego aprende a creer en la divinidad pero aprende a creer también en la perfectibilidad del hombre. Su imagen de la imperfección humana se proyecta así en una actitud ética activa, nacida del examen de la realidad y de la creación y vigencia de sus esquemas racionales.

El sentimiento de la imperfección humana —presente en la épica— está expreso en Heráclito [3] y con Sócrates adquiere plenitud: el hombre aparece entonces consciente de ser imperfecto en la medida en que es hombre. A partir del siglo IV, el conocimiento de la naturaleza humana contribuye a desencadenar el escepticismo religioso que tan notoriamente se advierte en Critias [4]. Paralelamente, postula una sumisión del hombre a su condición de tal:

Somos mortales y debemos tener sentimientos de mortales, aconseja Eurípides en Alceste [5], combatiendo así el orgullo prometeico, tan propio del alma griega. Mientras tanto, Platón y Aristóteles han sistematizado la investigación de los límites y los caracteres de la Razón, plano humano por excelencia, distinguido del plano divino.

ALMA Y CUERPO

Como Anaxágoras en la Naturaleza, los griegos distinguieron en el ser humano un elemento inmaterial de otro material. En cuanto al cuerpo, un sentimiento espontáneo, no rebatido por doctrina alguna, le confería un altísimo valor. En un cierto sentido, el cuerpo puede parecer por un instante una fuente de males, o apenas el campo donde pueda ejercitarse el poder de coacción del espíritu [6]. En otro, en cambio, se descubre su significación como expresión de facultades nobilísima y entonces se le tributa particular devoción. El cuerpo era para el griego la vida misma y ni aun el Orfismo pudo concebir nunca otra vida que no fuera remedo de la existencia terrenal. De esa vida formaba parte la medida satisfacción de los sentidos y aun el enervante goce del exceso. El cuerpo ataba al griego a la tierra y le vedaba el desmedido vuelo del espíritu, señalándole a cada paso la legitimidad de la vida. Lo que enaltece la vida corporal y compensa sus otros aspectos negativos es la posibilidad de belleza que existe en él. Toda una dimensión del alma griega se expresa en esta dignificación de la persona física por su capacidad para expresar valores estéticos. Entonces el cuerpo se transforma en un fin en sí mismo, en la medida en que puede plasmarse en él una armonía plástica.

Pero lo específicamente valioso en el hombre es el elemento inmaterial, el alma, que acompaña y comparte la existencia del cuerpo, pero que se vincula a valores más altos. El alma participa de cierta esencia sobrenatural, indefinida; concebida a veces como inmortal [7], constituye lo diferenciadamente humano y son sus caracteres los que han sido objeto de las más cuidadosas búsquedas de filósofos y poetas. El alma necesita del cuerpo, pero lo avasalla y lo gobierna, a menos de que se resigne a arrastrar una existencia inferior. Una armonía debe regir la correlación del cuerpo y el alma, pero sólo la supremacía de esta última define la aspiración a una existencia específicamente humana.

EL PATHOS

La vida del hombre se desarrolla en varios planos: allí donde reside su libre espontaneidad, hace su aparición el Pathos. Toda la conducta espontánea se rige por este impulso primordial, previo a todo control, que emerge de las capas más hondas del puro ser biológico: la pasión. La pasión se manifiesta en toda actividad. El amor o la cólera, el vino o la pelea, arrastran indistintamente la voluntad desenfrenada del hombre; lo espontáneo en él es perseverar en el impulso, dejarse arrastrar por la voluntad elemental, agotarse en el ejercicio de la conducta exigida por la reacción primera. El Pathos es el motor de esta conducta. Yace en la subconsciencia como un sentimiento primigenio y ante cualquier incentivo exterior el hombre desata sus reacciones en forma desmedida. El Pathos no conoce juicios de valor: es propio de su naturaleza ser ciego. En el mal o en el bien, la pasión se vierte indistinta y su resultado es igualmente nefasto, porque en cualquier sentido es nefasto el exceso.

El Pathos es una fuerza elemental. En la medida en que es capaz de contenerlo y dominarlo, el hombre avanza por una vía de perfeccionamiento que lo acerca a la divinidad. Pero la energía necesaria para vencer esta fuerza ciega que surge de lo más hondo del ser, la siente el griego, en un principio, como una coacción exterior, sólo atribuible a la divinidad [8]. Más tarde se advierte que la fuerza directriz es inmanente al hombre. Cuando la pasión no se domina por un azar, por una coacción inexplicable, sino por la gravitación de un imperativo moral, hijo de una conciencia permanentemente vigilante, entonces ha comenzado a dominar al hombre una fuerza nueva, por cuya acción el hombre asciende un camino de perfección. El Ethos califica lo distintivamente humano.

EL ETHOS

Por sobre el plano de la pasión y por sobre el plano de la libre voluntad individual, el griego percibe la existencia de un orden moral. El hombre no es tan sólo una voluntad desenfrenada movida por impulsos elementales. El hombre percibe que tiene exigencias que cumplir y que se debe a ellas; que ni siquiera en su cumplimiento es lícito el abandono a lo primigenio de su naturaleza; que el conjunto de sus deberes y las normas para su cumplimiento constituyen un cuerpo coherente de restricciones a las fuerzas ciegas: constituyen el Ethos. Platón dirá [9] que la justicia, la temperancia, el coraje, el pensamiento mismo, constituyen una katarsis, una purificación de toda dase de pasiones. La existencia de un orden moral y la noción de su vigencia, lleva al hombre a preferir vivir en él a no vivir fuera de él:

He aquí la condición de mi gusto y de mi elección: no poseer, ni en el hogar ni en el Estado, un poder ajeno a la justicia ).

Precisamente es esta preferencia un signo de humanidad que caracteriza a quien quiere evadirse del plano de los impulsos primigenios [10].

Pero, para el griego, vivir dentro de un orden moral no significa de manera alguna limitar la libertad del individuo: antes bien, significa alcanzar una específica libertad humana. Porque el prescindir del Ethos sólo es concebible cuando se aspira a libertar el Pathos de toda restricción, y dejar la conducta atada al solo impulso de la pasión. Pero esto es para el griego la aspiración más alejada de la libertad. Sin saberlo, por el predominio de la pasión se ata el hombre a una causalidad natural, que rebaja al ser humano hasta una comunidad con el ser irracional. De esta comunidad de naturaleza es, precisamente, de lo que el hombre quiere liberarse, así como de ese sometimiento a lo que hay de naturaleza en el hombre, que puede derivar de esa comunidad. El logro de esa libertad se obtiene por la creación de un ámbito de exigencias morales, propias de la naturaleza ética y de la naturaleza social del hombre [11]. Una vez lograda, el Ethos rige la existencia individual tanto como la existencia social, y sólo a riesgo de perder sucesivamente la helenicidad y la humanidad es posible desertar de sus exigencias.

El Ethos es anterior al individuo. El ámbito de la cultura griega está organizado según este orden moral y su presión constriñe al hombre desde su acceso a él. Pero, a diferencia del Ethos hebraico, hijo de un sentimiento místico, el Ethos griego es el producto de una elaboración intelectual. Eurípides repite el concepto que los filósofos han elaborado:

pero lo más bello es discernir el deber por medio de la inteligencia [12].

Por el ejercicio del Logos, pues, no sólo se determina la noción misma de virtud, sino que se discrimina, frente a los problemas de la conducta, lo virtuoso de lo que no lo es. Es así como se afirma el principio de que la virtud puede enseñarse ) aun cuando se admita —con Aristóteles— que aun conociendo el bien puede el hombre no obrar en función de ese conocimiento [13].

El más universal de los preceptos para alcanzar el Ethos es el nada en demasía délfico. Si el exceso es lo propio de la pasión, la sabia medida es lo propio de la eticidad. Antes que Aristóteles elaborara este principio en forma sistemática [14], Esquilo decía [15]:

Por todas partes triunfa la medida: es el privilegio que le han otorgado los dioses, lo único que restringe su poder arbitrario.

La moderación es, para el griego, un principio activo: no mutila ninguna posibilidad y aun a la pasión concede un valor [16]. La moderación no implica la negación, sino, por el contrario, el ejercicio de todas las facultades, con la sola exigencia de su sujeción a normas: por el solo hecho de existir, el griego no puede negar nada de lo que existe, limitándose a encerrarlo dentro del orden moral en que le parece lícita la vida. Sólo dentro de él lo natural se hace razonable, esto es, se evade de aquella condición para adquirir el derecho de participar en una vida con caracteres de humanidad.

La moderación es, sobre todo, el principio fundamental que rige la convivencia humana en todos sus grados. Así, Eurípides [17]:

Deberían guardar la medida las amistades que contraen los mortales, sin ir hasta los abismos del alma, y sus sentimientos ser fáciles de desatar, para apartar o cortar los lazos.

Porque los vínculos creados por la pasión ciegan a la Razón para percibir la virtud e inhiben a la voluntad. Así se concibe el Eros griego, que es

templado en alto grado, porque la templanza consiste en triunfar de los placeres y de las pasiones [18].

Motor de la virtud y no su enemigo, el Eros griego es sobre todo sabia moderación en el sentimiento, goce en el dominio de la pasión más que apasionada voluntad. La imposición de esta medida al sentimiento es el resultado de la vigencia del Ethos, de la cual el sutil matiz humano del Eros es el reflejo fiel. Allí —como en otros dominios— la imposición de la medida origina la aparición de una armonía que ordena, en ese caso, los impulsos elementales del ser.

En general, la aspiración a una sabia medida proviene de la tendencia radical del griego a descubrir estructuras armónicas. Así como el Cosmos revelaba la existencia de una armonía universal, el Ethos caracteriza lo humano como un juego armónico de fuerzas interdependientes. Esta armonía se advertirá en la personalidad individual como un recto equilibrio entre lo corporal y lo espiritual y, muy especialmente, como un equilibrio entre las facultades del alma misma [19]; se hace presente, igualmente, en todas las manifestaciones en que trasciende el alma humana: artes y ciencias ); y se la ve, por último, aspirando a regir las relaciones que nacen de la convivencia social ).

En cuanto a la extensión de su validez, el griego admite la mutabilidad de las realizaciones concretas del Ethos: es la constitutiva imperfección del hombre la que les impone un carácter histórico:

Quizá para los dioses no exista esta movilidad; pero para nosotros hay cosas que, siendo naturales, están sujetas, sin embargo, a cambio [20].

Pero no sólo es lícito violar las estructuras vigentes sino que el hacerlo es una de las maneras de la activa eticidad que vive el hombre griego. Ha sido Nietzsche quien ha señalado esta idea típicamente griega —aria, dice él— del “pecado eficaz” [21]; en un determinado sentido, el griego se enorgullece de ser capaz de quebrar el orden vigente, de reverlo a la luz de la inteligencia individual, para ajustarlo a una imagen ideal del Ethos, renovadamente expresado en nuevas formas de vida. El “pecado eficaz” se ejemplariza en Prometeo. Desde ese momento —bajo su advocación— el griego advierte que el orden moral, en cuanto realidad, es eternamente revisable, porque es eterno su contraste con su paradigma racional: al llamado de nuevas cuestiones es lícito sopesar el valor de las normas vigentes frente a las realidades nuevas. A la estirpe de Prometeo y de Sísifo pertenece, ejemplarizada en Ulises, toda una faz del hombre griego.

El Ethos se expresa, pues, históricamente, como un conjunto de principios normativos, y se realiza en una comunidad. La adhesión a aquellos principios comportaba la participación en ella. La diversidad de estructuras morales que residen en las distintas comunidades históricas, así como las que se han sucedido en el seno de una misma comunidad, han sido percibidas por el griego con segura intuición. Así, el distingo entre griegos y bárbaros parte de la percepción de esta diferencia de estructuras morales [22], y de una observación semejante, se obtiene la percepción de las épocas que podían advertirse en la propia vida griega [23].

La forma típica de la comunidad helénica es la polis. El hombre no concibe una vida específicamente humana sino como vida social, realizada en un tipo de asociación “política”, esto es, urbana, que satisface sus exigencias de zoon politicon [24]. La aspiración a la soledad y al cosmopolitismo que inauguran los Cínicos, proviene de una concepción de la vida tocada por influencias no griegas. Es en el control permanente de todos sobre todos, en el contacto con los semejantes, —la visión y el reconocimiento del prójimo, dirá Burckhardt [25]— donde realiza el griego la suprema exigencia ética de vivir en perpetuo estado de tensión y de examen [26], sin desertar un solo instante del llamado ético. La cohesión de la comunidad es, en efecto, la que legitimiza un cierto grupo de principios morales que constituyen un sistema peculiar, y le otorga validez. De la ordenación jurídica de la comunidad —el Estado— puede obtener fuerza coactiva; pero aun sin ella, la convivencia de por sí basta para afirmar su existencia y para constreñir a vivir dentro de él [27].

LA VIDA Y LA MUERTE

La imposición del Ethos sobre la vida espontánea no es para el griego el resultado de una actitud ascética sino que es obra de una decisión racional. Su objeto no es aniquilar la vida sino dignificarla manteniendo y estimulando el goce de vivir. La vida en cuanto tal, tiene para el griego un inmenso valor; en última instancia, no vacila en decir que es lo único que tiene valor. En ciertas almas nobles sólo lo posee cuando se la pone al servicio de la virtud y de la gloria [28], pero aun en ellas la riente imagen de la vida se sobrepone, a veces, a las aspiraciones más altas [29].

Para el sentimiento espontáneo, la vida vale por sí misma, sin dar lugar a ninguna especie de reflexión: es “mirar la luz” lo que es dulce [30], lo “más querido” [31]. El goce simple de vivir, de saberse vivo, es previo a toda reflexión y más fuerte que ella. Independientemente de la calidad del destino, el solo hecho de la existencia justifica todo pesar y todo dolor;

No es la misma cosa, hija mía, vivir que estar muerto; la muerte es la nada; la vida tiene aún la esperanza

dice Hécuba melancólicamente [32]. La esperanza no abandona jamás al griego, porque conoce la inestabilidad del destino y sabe que nunca es demasiado tarde para una mutación de la fortuna. Así como no cree en la duración de la felicidad y teme el celo de los dioses, igualmente espera, optimista, la transformación de un destino adverso.

También espera la muerte, con la resignación de quien sabe que es inevitable y el espanto de quien teme lo desconocido.

La muerte es un gran mal

dice el Aquiles de Eurípides a Ifigenia [33], prejuzgando —nos dirá Sócrates—sobre su significado. Ante su interrogante, el griego busca el olvido y la evasión. Presente en la Filosofía, el tema de la muerte no alcanza, sin embargo, alta jerarquía entre las preocupaciones del hombre griego, y cuando surge al paso en la épica o en la dramática, aparece como una mera extinción de lo biológico. Frente a esta imagen fatídica, el griego levanta una imagen pánica de la vida. La vida es un presente y por el presente nada más —no por extraños y oscuros presentimientos— hay que vivirla con dignidad y hay que vivirla con alegría. Pero si la primera de las exigencias estaba reservada a los menos, la segunda sonaba como el llamado por excelencia a una existencia plena:

Ancianos —dice el Anfitrión de Eurípides sintiendo próxima la muerte [34]la vida es corta; os habrá dado todos sus placeres si os contentáis con que a cada día le suceda la noche sin que hayáis conocido el dolor.

Y cuando el sereno Esquilo sumerge de nuevo en las tinieblas a Darío, su verso se anima con la alegría de sentirse vivo [35]:

Y vosotros, ancianos, salud! Aun en los males mismos dad el alma a la alegría que cada día os ofrece: de nada aprovechan las riquezas a los muertos.

Platón nos recuerda que para todos los demás hombres la muerte es un gran mal [36]. Frente a esta opinión, Sócrates sustentaba la de que la muerte es un misterio y que no hay datos para juzgar sobre su significado: con esta duda cierra el filósofo su Apología. Pero al considerar la muerte, lo que le interesa a Platón es aclarar sus relaciones con la vida y la conducta humana. La muerte no es un mal que justifique el abandono de la virtud para conservar la vida, porque ésta nada vale sin aquélla [37]. La vida no es el valor supremo: su curso es un camino para el ejercicio de la sabiduría que conduce hacia la virtud. Vivir según este precepto era privilegio del sabio, ser de excepción para quien la muerte era aniquilamiento de la parte impura de su yo y liberación definitiva de lo inmortal. Pero para los más —y aun para los iniciados en las doctrinas órficas— la vida ultraterrena no era sino una imagen opaca de la existencia, que transcurría en la obscuridad tenebrosa, en donde los seres vivían como una sombra o como un sueño [38]

El goce y la alegría de estar vivo se advierte, por contraste, en la melancolía de saberse efímero: el griego siente como castigo la brevedad del destino humano [39]. Comparativamente, atribuye la inmortalidad a los dioses para señalar su perfección y su felicidad. La inmortalidad es el testimonio más evidente de su superioridad y por eso los dioses castigan a aquellos de los hombres que quieren evitar la muerte. He ahí el gran pecado de Admeto: su amor a la vida —legítimo y comprensible para el griego— no lo exime —ante los dioses— de la responsabilidad de haber querido evitar su destinó humano. Por eso se cierne sobre él la amenaza del castigo divino y la condenación de sus semejantes, temerosos y sobrecogidos por la rebeldía del hombre contra las Moiras. Porque el amor a la vida, pánicamente sentido por el griego, era también susceptible de ser sometido, como las otras pasiones, a una rigurosa medida que establecía los lindes más allá de los cuales todo afán de evasión era un reto a lo desconocido que desencadenaba a la implacable Némesis.

EL CURSO DE LA VIDA

Pero no siempre tenía la vida humana el mismo valor. El curso de la existencia individual enseñaba al griego a ver en ésta etapas definidas en las que ciertas características originaban una peculiar significación social.

Toda su concepción del hombre —la aspiración a una armonía de las facultades, la exigencia de una madurez intelectual para alcanzar por esa vía la virtud— llevaba a colocar en el adulto el akmé de la existencia humana. La máxima perfección posible se encuentra allí donde concurren la plenitud del cuerpo y la madurez del entendimiento; porque no puede ser en ninguna de estas dos áreas aisladas donde finque el valor humano, sino en su sabia correspondencia e integración. Este instante de la relación entre ambas se da en el adulto, y Hesíodo nos explica con sagacidad su preferencia [40]:

Que (los bueyes) sean seguidos por un hombre robusto, de cuarenta años…, que, cuidadoso de su trabajo, trazará un surco derecho, sin mirar a sus camaradas, y con todo su corazón en su trabajo. Uno más joven no sabría repartir la semilla como él y evitar su exceso: el joven tiene siempre deseos de reunirse con sus camaradas.

Lo que es válido para la siembra es válido para cualquier otra actividad. La sofrosine no puede ser atributo de la juventud y el vigor no es propio dé la ancianidad. Como en la siembra, en cualquier otra actividad es el adulto quien se concentra, quien medita con calma, y obra con decisión firme. Un sentido muy fino de la responsabilidad, ponía en Grecia en manos del adulto las funciones más delicadas y —a diferencia de otras culturas contemporáneas— hacía a un lado, poco a poco a los que ingresaban en la senectud.

La vejez es triste, sobre todo, porque recuerda de cerca a la muerte. Eurípides la llama la edad que mata [41] y esta convicción llena al anciano de resignada tristeza y de desesperanza a quienes lo contemplan. Por lo demás, la ancianidad es el momento de culminación de ciertas posibilidades del hombre; pero en eso mismo advierte el griego una desarmonía, porque mientras crece su sabiduría disminuye su virilidad. Un estado ideal sería el que describe Esquilo [42]:

Anciano en el entendimiento, en los músculos, mozo.

Pero esto apenas es posible en casos de excepción. Lo natural en el anciano es su decrepitud física y el griego la siente como una irremediable inferioridad [43]. Aquiles pregunta en el Hades a Ulises si

menosprecian (a Peleo) en la Hélade y en Ptía porque la senectud debilitó sus pies y sus manos [44]

y se piensa en el anciano como el individuo de tres pies, cansadamente apoyado en un báculo, que

erra como un sueño aparecido en pleno día, sin más vigor que un niño [45].

El anciano puede, en parte, compensar esta inferioridad física con su sabiduría o con su ánimo [46]:

A muchos jóvenes puede aventajar un anciano animoso.

El anciano es el sabio por excelencia y su consejo es escuchado y respetado más que ninguno; pero todo el caudal de su entendimiento y de su virtud no compensa, para el griego, la pérdida de la euforia adulta o su ocasional reemplazo por el goce del exceso dionisíaco [47].

Por la ausencia de la Razón —o mejor, por su uso inseguro— define el griego la niñez [48]:

porque a un niño que no tiene entendimiento, fuerza es criarlo como a una bestezuela .

Mientras no ha entrado por la vía de la Razón el niño apenas se define como humanidad y no tiene nada propio que ejercitar. Para él todo es constricción hasta que se asimila a la vida de la comunidad mediante el aprendizaje.

Pero si al griego —como a tantas otras etapas de la cultura— le ha sido vedado descubrir valores intrínsecos en la vida infantil, distinta cosa ocurre con el adolescente. El adolescente es ya un griego, aunque se halle en la primera etapa de su acceso a la plenitud y aun cuando pese sobre él el signo de una imperfección sólo remediable con el tiempo. Así lo dice Ulises hablando de Nausicaa [49]:

La imploré y no le faltó buen juicio, como no se esperaría que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance, porque los mozos siempre se portan inconsideradamente.

aun cuando advierte la posibilidad de la excepción; así también dirá Creón [50]:

Si, a pesar de mi juventud, soy capaz de dar una buena opinión…

La adolescencia es, pues, una rica promesa. Pero lo digno de ser señalado es el que se haya penetrado la hondura psicológica de esta edad de crisis: advierte en ella el griego el estado de potencia en que se esbozan los caracteres individuales y la posibilidad de actuar sobre su alma, en la que prevalece, en ese momento, una dimensión sentimental; algún pasaje de la Odisea presenta, agudamente discriminados, los secretos resortes del alma juvenil [51].

Por eso tiene en la adolescencia el Eros griego su objeto más fino y sutil. Como el anciano en la sabiduría, el joven se refugia en los reductos de la vida sentimental, y, al mismo tiempo que realiza allí los ideales de ese momento de su existencia, se escuda contra el mundo de la realidad que no le es, todavía, absolutamente familiar. Por el Eros, sobre todo, le es posible el ingreso a esta última, guiado por el maestro amigo que posee, para adoctrinarlo, la llave secreta de su espíritu. El Eros se hace enseñanza y por ella el efebo se hace hombre.

Con tales caracteres se concibe el hombre griego, como naturaleza diferenciada de la del dios y la de la bestia. Pero la poliforme imagen del ser humano abstracto no oculta sino que supone el ser singular y concreto. Participando de aquellas notas generales, cada hombre se siente además de hombre, individuo. Su carácter y su destino definen su intransferible ser individual.

Notas

1 Este estudio es un capítulo de un libro sobre “Los ideales griegos” en el que trabajo hace algún tiempo. El examen de la concepción griega del hombre, se desarrolla allí en tres capítulos: “La noción griega de la divinidad”, “La concepción de la naturaleza humana”, que es el que ahora se publica, y “La concepción del destino individual”.

2 Herodoto, I, 131, expresa, en una fórmula categórica, este carácter de la concepción griega. Desde el punto de vista sistemático, quien lo ha expuesto últimamente de manera más precisa, es Walter F. Otto, en su libro Die Götter Griechenlands, Frankfurt A. M. 1934; véase especialmente pág. 303 y ss. Una interpretación dualística de la naturaleza humana y la divina parece haberse dado alguna vez en Grecia: Gilbert Murray, Five Stages of Greek. Religion, Thinker’s Library, London, pág. 136.

3 Heráclito, frag. 78 (Diels): ‘‘La vida del hombre no tiene sabiduría sino aquella divina”.

4 Critias, Sísifo Satírico, frag. 25 (Diels).

5 Eurípides, Alceste, v. 799.

6 Platón, Fedón, pág. 66.

7 Platón, Fedón, passim.

8 Ilíada, I, v. 188-209.

9 Platón, Fedón, pág. 69 b.

Eurípides, Andrómaca. v. 785-7.

10 Aristóteles, Ética a Nicomaco, L. V., cap. IX: “La justicia no tiene su verdadera aplicación sino entre seres que tienen una parte en los bienes absolutos, y que además pueden, por exceso o por defecto, tener demasiado o muy poco de ellos. Hay seres para quienes no hay exceso posible en cuanto a estos bienes; ésta es, quizá, la condición de los dioses. Hay otros, por el contrario, para quienes ninguna parte de estos bienes puede ser útil; éstos son seres cuya perversidad es incurable y para quienes toda cosa se hace dañosa, cualquiera que ella sea. En fin, hay otros que participan de estos bienes hasta cierto punto; y esto es lo esencialmente propio del hombre”.

11 Arist. Ét. Nic., L. II, cap. I: “Basta esto para probar claramente que no hay una sola de las virtudes morales que exista en nosotros naturalmente”. Y más adelante: “Así, pues, las virtudes no existen en nosotros por la sola acción de la naturaleza, ni tampoco contra las leyes de la misma; sino que la naturaleza nos ha hecho susceptibles de ellas, y el hábito es lo que las desenvuelve y las perfecciona en nosotros”.

12 Euríp., Ifigenia en Aulis, v. 564-6.

Plat., Protágoras,passim, discute todos los aspectos de la cuestión y plantea el problema previo de la naturaleza una o múltiple de la virtud. Véase León Robin, La morale antique, París, 1938, pág.87 y ss.

13 Arist., Ét. Nic ., L. III, cap. VI; y L. VII, cap. I-III.

14 Arist., Ét. Nic., L. II, cap. II y VI, et alibi.

15 Esquilo, Euménides, v. 526-30. En el mismo sentido, Agamenón, v. 378: “La medida es el bien supremo”.

16 Arist., Ética Nic., L. II, cap. II: “El que goza de todos los placeres y no se priva de ninguno, es intemperante; y el que huye de todos sin excepción, como los rústicos que habitan en los campos, se hace, en cierta manera, un ser insensible”.

17 Euríp., Hipólito, v. 253 y ss.

18 Plat., Banquete, Discurso de Agatón.

19 Plat., Fedón, especialmente pág. 85 c. y ss.

La armonía, como fruto del Eros, es la categoría bajo la cual el hombre griego percibe, estética o cognoscitivamente, la realidad. Véase Plat., Banquete, Discurso de Erixímaco.

Supra, notas 9 y 18.

20 Arist., Ét. Nic., L. V., cap. VII. Antes, dice: “Hay personas que creen que la justicia, bajo todas sus formas y sin excepción, tiene este carácter de mutabilidad. Según ellos, lo que es verdaderamente natural es inmutable y en todas partes tiene la misma fuerza y las mismas propiedades… Esta opinión no es completamente exacta; pero es, sin embargo, verdadera en parte”. La exposición de la tesis, en Plat., Gorgias, Discurso de Calicles. Ya mucho antes, decía Heráclito, frag. 102 (Diels): “Para Dios todas las cosas son justas, buenas y rectas. Pero los hombres tienen ciertas cosas por malas y otras por buenas”.

21 Nietzsche, Die Geburt der Tragödie.

22 Herodoto, L. I, 60, 131 y 153; L. III, 80-2; L. VII, 9 y 102-4; L. VIII, 142-4.

23 Aristófanes, Nubes, Diálogo entre el Razonamiento justo y el injusto, especialmente, v. 961 y ss.

24 Arist., Política, I, 8-9.

25 J. Burckhardt, Griechische Kulturgeschichte, cap. IX, Kröner Verlag, Leipzig, T. III, pág. 10.

26 Plat., Apología, pág. 38 a: “Porque una vida sin examen no es vida”.

27 Para las dos formas de sujeción del individuo con respecto al régimen de la comunidad, Plat., Critón, passim.

28 Plat., Apol., pág. 28 b.

29 Odisea, XI, v. 487 y ss.: “No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Ulises’’, dice Aquiles. En igual sentido, Euríp., Ifigenia en Aulis, y. 1252.

30 Euríp., Ifigenia en Aulis, v. 1250; Alceste, v. 722.

31 Euríp., Oreste.

32 Euríp., Troyanas, v. 632-3.

33 Euríp., Ifigenia en Aulis, v. 1416.

34 Euríp., Heracles, v. 503-5.

35 Esquilo, Persas, v. 840-3.

36 Plat., Fedón, pág. 68 d.

37 Plat., Apol., pág. 28 b.

38 Odisea, XI, v. 155 y 205 et alibi.

39 Píndaro, Olímpica, I, v. 95-107.

40 Hesíodo, Obras y días, v. 441.

41 Euríp., Heracles, v. 649-50.

42 Esquilo, Siete contra Tebas, v. 622.

43 Burckhardt, Op. cit. , T. III, pág. 6, hace notar que los filósofos y poetas que tanto se lamentan de la vejez, no han conocido, ellos mismos, la decrepitud; pero el contrasentido no es sino aparente; el esplendor intelectual —que es el que se mantiene y acaso culmina— no satisface totalmente el sentido de la vida griega; precisamente es ese desarrollo lo que caracteriza a la vejez como una etapa de crisis, de desarmonía, susceptible de realizarse en un sentido mientras en otro se anula velozmente. El sentido valioso —conservado como típico de la cultura griega por la posteridad— no satisfacía, sin embargo, por completo, el interés vital del griego.

44 Odisea, XI, v. 490 y ss.

45 Esquilo, Agamenón, v. 801.

46 Eurípides, Andrómaca, v. 764-5.

47 Anacreonte, Odas, XI, XXV, XXXVI, XXXIX, XLVII, LIV.

48 Esquilo, Coeforas, v. 753-4.

49 Odisea, VII, v. 291 y ss.

50 Sófocles, Antígona, v. 719.

51 Especialmente, I, 306 y ss.