La hora del socialismo. 1957

Auténtico maestro, Justo condensó innumerables y fecundas enseñanzas en sus palabras y en sus actos: unas explícitas y otras encerradas en la potencialidad de su mente. Por eso hay que volver a él una y otra vez, a su palabra y a su espíritu. La vasta perspectiva con que divisaba los procesos económicos, sociales y políticos era la de un historiador nato, y es bien sabido que la política se nutre en la experiencia de la historia. Bebiendo en ella procuraba Justo trazar con nitidez el curso presumible de aquellos procesos, y por eso están vivas sus ideas y resuenan sus palabras con dramática actualidad. Aún estamos en el proceso histórico entrevisto en sus mismos comienzos por Justo. Pero la etapa en que nos hallamos corresponde a cierta desviación del eje central, y por eso parece ahora más urgente, más necesario, volver a la lectura del maestro.

Nadie —nadie que tenga el hábito de leer— ignora que la lec-tura tiende a dejar en la mente una imagen sintética de lo leído, cuyos términos dependen eminentemente de los intereses y las inquietudes del propio lector. Si estos intereses e inquietudes se renuevan o se diversifican, el lector se torna apto para descubrir nuevas cosas que antes no había percibido, y una segunda lectura de un mismo autor dejará como fruto una imagen más rica y más sugestiva. Todo esto es obvio, pero conviene recordarlo para prevenir la mala manera de leer propia del fariseo, que gusta de atarse a las palabras y se ciega al espíritu. Hoy es necesario volver a leer a Justo con la mente despejada, abierta a la comprensión de las múltiples peripecias de nuestro presente y de nuestro pasado inmediato, porque quizá podamos descubrir en su pensamiento más de lo que habíamos descubierto, y acaso entre otras cosas algunas pautas para enfrentar las situaciones nuevas.

Es bien sabido que nuestras propias experiencias y nuestros propios intereses constituyen un instrumento eficaz, además, para la comprensión de los procesos históricos. ¿Quién ignora que después de las experiencias revolucionarias de 1848, por ejemplo, se comenzó a interpretar la historia de una manera nueva, y se comenzó a entender de modo diverso a algunos autores no bien comprendidos hasta entonces? Hoy nos hallamos los argentinos más ricos en experiencias políticas que hace quince años, y entendemos mejor nuestra propia historia, y entendemos mejor a ciertos intérpretes de nuestro pasado que descubrieron el hilo sutil de agua subterránea que luego se hizo torrente y catarata. No nos demos por satisfechos con el Justo que hemos leído hace muchos años, ni con las posiciones adoptadas antes de nuestras últimas experiencias o mientras estas experiencias caldeaban nuestros ánimos. Con la cabeza despejada, volvamos a las páginas del maestro y volvamos la vista luego hacia la realidad circundante sin preconceptos ni prevenciones.

Si nos acercamos a Justo con esta renovada inquietud, advertiremos que el viejo socialista, el socialista nato que había en él, no se hacía ilusiones con respecto a las dificultades de su labor. Había conocido los grupos impenetrablemente reacios, los escépticos, los venales, los desilusionados. Pero Justo no era un ideólogo ni creía que los socialistas tenían por misión hablar tan sólo a los que ya compartían sus ideas, sino que sabía lo difícil que es conquistar la conciencia de clase. Eso lo sabía y lo sentía Justo porque era un socialista auténtico, y nunca descendió de sus convicciones como para aborrecer a las masas populares por sus errores o sus debilidades.

Justo conoció la naturaleza híbrida del proletariado argentino. Hay en la génesis de esta fuerza social un fenómeno original que consiste en el conflicto primario entre el proletariado autóctono y el proletariado inmigrado. Así comenzó el drama; como un antagonismo entre el gaucho y el gringo; y se necesitaron años y años para que el proletariado argentino comenzara a adquirir un principio de homogeneidad. ¿Puede extrañar que haya sido lento el proceso de conquista de la conciencia de clase? ¿Puede extrañar que la conducta política de ese proletariado haya sido y sea inestable o equivocada? No le extraña a Justo, ni podría extrañarle a nadie que se haya asimilado un método de análisis de la realidad, aunque es claro que pueda extrañarle a quien crea que su deber de hombre de partido consiste en aferrarse a cierta concepción preestablecida. No le extrañaba a Justo, sino que lo afirmaba más y más en la necesidad de la acción socialista, renovada y por eso fecunda.

Esta tarea de esclarecimiento, destinada a convencer a la clase trabajadora de sus verdaderos objetivos, es la que el Partido Socialista, fiel a las enseñanzas de Justo, ha realizado y deberá intensificar en esta hora oscura, porque si no dejaría de ser la izquierda de la política argentina. ¿Y se ha pensado cuál es el inmenso peligro que se corre si el socialismo abandona o desvirtúa su misión? ¿Se ha pensado quién ocupará su lugar y con qué riesgos?

El Partido Socialista tiene una función política inequívoca en nuestro país, y debe cumplirla ofreciendo su programa al electorado; un programa que constituye la expresión de la izquierda argentina y que no comparten, ciertamente, los demás sectores políticos. No hay riesgo más grave para el socialismo que desplazar su atención desde la defensa de la clase trabajadora hacia la defensa de otros intereses que tienen sobrados abogados. Algunos de esos intereses quizá sean respetables, y el socialismo puede dejar oír su voz en su defensa. Pero su grito, su encendido clamor tiene que ser para defender a aquellos a quienes no puede defender sino el socialismo. Esa es su misión y esa es su grandeza.

El programa del socialismo es siempre a cierto plazo: ni muy corto ni muy largo. No nos engañemos: en su realización hay principios y planteos que no pueden satisfacer a otros sectores sociales que no sean los del trabajo, y si el socialismo se acostumbra a intervenir demasiado en los planteos políticos a corto plazo, es innegable que tendrá que acostumbrarse también a transigir con el olvido más o menos prolongado de todo aquello que le da significación histórica y justifica su acción.

Nadie ignora que el socialismo, como partido político, tiene que intervenir en la lucha electoral, y es bien sabido que siempre la ha afrontado con dignidad. Pero el socialismo debe pensar en qué términos la ofrece. Con ser tan graves, ¿son estas circunstancias suficientemente amenazadoras como para dejar de lado las irreductibles banderas del socialismo? Acaso por ser graves —y por la espe-cie de gravedad que las caracteriza— sean estas circunstancias las más indicadas para que el socialismo asuma decididamente y sin transacciones la representación de la clase trabajadora que en otro tiempo le usurpó el peronismo, aprovechando la inmadurez política del proletariado argentino. La posición es nuestra y no hay que delegarla a ningún precio: llamarle a eso “demagogia” es revelar una duda íntima en la vigencia histórica del socialismo o negar su auténtica misión, que nunca ha sido convencer a los convencidos sino salir en busca de los equivocados de buena fe para persuadirlos y orientarlos en la línea de sus auténticos e irrenunciables intereses.

Noble lección de Justo fue su perseverante acción frente a una masa que sólo muy lentamente comprendía su mensaje, y altísima lección sigue siendo la de haber mantenido su partido como el sistema de cuadros para la organización de la izquierda argentina. En la situación política actual, es innegable que corresponde al socialismo hacerse cargo de la responsabilidad que significa intentar la reorientación de nuestras masas populares. No hacerlo sería dejar el campo libre a fuerzas espurias que ya se organizan a cara descubierta o en las sombras. Sólo el socialismo puede emprender esa labor sin peligro de volver a hundir el país en la demagogia, porque aquella política está en su tradición y en su línea permanente, iniciada por los oportunistas precisamente por su incuestionable validez his-tórica. Pero, ¿creeremos tan poco en nuestras ideas que nos desviaremos de ellas sólo porque algunos reaccionarios quieran tildarnos de demagogos? Hay que ser fieles a las viejas banderas y hay que ostentarlas con orgullo.

Nuestro deber es arrebatarlas de las manos que indebidamente las empuñaron. Nuestro deber es levantarlas por sobre las cabezas de los que se dejaron seducir por las promesas banales del demagogo Esa labor es más útil, más duradera, más socialista, que replegarlas hasta que nadie recuerde el nombre de quien las profanó. La historia no nos da tregua, y cada instante tiene su exigencia.

Hay lecciones implícitas en la conducta y en el pensamiento de Justo que no deben ser olvidadas. El socialismo es, por sobre todo, una actitud política en relación con la clase trabajadora. Si el socialismo no la asume, otros la asumirán, porque la clase trabajadora es ya la palanca más poderosa de los movimientos políticos. Ya la asumió una vez el fascismo. ¿A quién le toca ahora? ¿No es la hora del socialismo? ¿Nos negaremos los socialistas a esta verdad incuestionable? La voz de orden de esta hora tiene que ser la profunda, la suprema lección de Justo.