La ópera y la irrealidad barroca. 1977

Ciertamente, la opera buffa desarrolló una clara tendencia al realismo, visible ya en los intermezzi de Alessandro Scarlatti y sobre todo a partir de La serva padrona de Giovanni-Battista Pergolesi (Nápoles, 1733) e II matrimonio segreto de Domenico Cimarosa (Viena, 1792). Pero ya estamos en el siglo XVIII. En rigor, el cauce central de la gran concepción operística quedó, a principios del siglo XVII, indisolublemente consustanciado con la irrealidad barroca, y conservará esa impronta siempre. Vibrará en la atmósfera de la ópera romántica, emergerá incontenible en Wagner y en Verdi, renacerá trasmutada en Fauré y Debussy, y hasta penetrará en ocasiones en un verista como Puccini. Sin duda, la esencia misma de la ópera quedó plasmada con un imborrable componente barroco.

Barroca fue la concepción misma de la declamación lírica, pretendida resurrección del teatro clásico griego según el designio de los inspiradores de la Camerata fiorentina, y en rigor, producto de un proceso inédito en el camino de la creación dramática y musical. Pero, sobre todo, fue barroco el insoslayable marco en el que la ópera debía desarrollarse: la sociedad para la que componían los músicos y representaban los actores; los palacios que albergaban a los mecenas pertenecientes a las clases nobles o ennoblecidas por su fortuna; los jardines que rodeaban a los palacios y le prestaban un fondo de dignidad y de belleza; las fiestas suntuosas en las que cada participante se convertía en un actor sólo por la magnificencia y la magia de sus tocados, y en las que los juegos de luces y los fuegos de artificio creaban una atmósfera irreal. En ella hizo su aparición la ópera cuando en Florencia, en el palacio Pitti realzado por el extraño encanto de los jardines de Bobboli, se estrenó la Euridice de Jacopo Peri el 6 de octubre del año 1600, con motivo de las bodas del rey Enrique IV de Francia con la princesa toscana María de Médicis.

Fue, sin duda, un altísimo regocijo para los sentidos, un espectáculo fascinante e inusitado. Y quizá por eso, por inaugurar un nuevo estilo de espectáculo, inauguró también una forma de expresión creadora que sobrepasaba los límites de la pura experiencia estética y alcanzaba los caracteres de una completa y casi ritual evocación de la vida, convocada al tablado para dar testimonio de que la vida no era sólo como se la vivía cotidianamente sino también así como en el tablado se la representaba. Lo que era cierto para toda suerte de espectáculo teatral se acentuaba pronunciadamente en el espectáculo operístico.

En rigor, la concepción barroca de la vida atribuyó singular importancia a su capacidad de desdoblar la vida, de presentarla no sólo según su realidad cotidiana sino también según su imagen trasmutada por la capacidad de idealización, o acaso según sus varias y diversas imágenes. Por eso adquirió un significado cada vez más profundo y casi metafísico todo el teatro a medida que arraigó y llegó a su cúspide aquella concepción barroca. Se definió el espacio que separaba al escenario de la platea, al mundo de los actores del mundo de los espectadores, y se desplegó un fértil y variado ingenio para montar sobre aquél un universo de artificio: el uso de la perspectiva permitió multiplicar el espacio y una nueva concepción del decorado —ligero, desplazable, sugestivo— creó la posibilidad de construir un mundo dentro del mundo. No fue casual que por entonces Cervantes introdujera el relato dentro del relato, Shakespeare el teatro dentro del teatro, Velázquez el cuadro dentro del cuadro. Calderón llamó a uno de sus autos “el gran teatro del mundo”, y el teatro del barroco universalizó esa experiencia. Quiso ser un mundo dentro del mundo, y lo que distinguiría el mundo creado artificiosamente e introducido en el mundo real sería, precisamente, una cierta cuota de irrealidad convenida, en la que, sin embargo, no faltaran los elementos alusivos para poder reducirla a la realidad de la experiencia. Ese mundo artificioso se construía sobre un escenario, dentro de un espacio ilusorio y de un ambiente convencional sugerido por telas pintadas y por objetos de utilería; pero cobraba vida auténtica —real— gracias a la voz, por medio de la cual los actores delataban su realidad de seres humanos. Era a la voz a la que había que incorporarle una medida cuota de irrealidad, y en el mundo construido sobre el escenario sonó articulada en la artificiosa modulación del verso.

Pero no pareció bastante. Las máquinas escénicas multiplicaron la cuota de irrealidad convenida. El Infierno que debía acoger a Alceste o a Eurídice tenía que asomar sobre el escenario mostrando su amenazante boca terrorífica. Luces y penumbras prestarían a las cosas un contorno confuso para que quedaran situadas en los extremos límites del mundo sensible. Pero sobre todo debía transfigurarse la voz para que se advirtiera que también era insegura la realidad de los seres humanos que los actores evocaban. No bastaba el verso, ni siquiera una salmodia que envolviera el relato. La busca de una voz que fuera algo diferente de la voz cotidiana, que fuera garantía de la moderna y convenida irrealidad de lo que se expresaba con ella, concluyó en la invención de la declamación lírica, monólogo, diálogo, coloquio. En ella, la melodía en la que se apoyaban las palabras —a veces imperceptibles o incomprensibles— agregaba a su sentido lógico una sutil carga expresiva y emocional que las transfiguraba, no sólo porque multiplicaba su signficación sino, sobre todo, porque las situaba en una atmósfera convencional y artificiosa que provocaba la inmediata percepción del tránsito de la realidad a la irrealidad.

Por lo demás, el siglo que comenzaba cuando se estrenó la Eurídice de Peri convalidó ciertas formas de irrealidad. Convalidó, en primer término, la imagen convencional del monarca absoluto, bajo la que se esfumaba la realidad de la persona que ejercía el poder. El monarca absoluto lo era por derecho divino, y su personalidad humana —a veces demasiado humana— quedó oculta tras un sistema de convenciones que procuraba imprimirle caracteres sobrehumanos. Esa imagen logró vasto consenso y sancionó la forzosa enajenación de la voluntad de sus súbditos. Una cuidadosa parafernalia contribuyó a consolidar ese consenso: el rígido ceremonial que ponía una calculada distancia entre los súbditos y el monarca, el boato que impregnaba la vida de la corte, el espectáculo que se montaba cuando hacía su aparición en público, el trono mismo, desde cuya altura descendía hacia los súbditos el brillo de la majestad real. Todo contribuyó a lograr la inmutabilidad de aquel consenso.

Una ficción admitida colocaba, pues, al monarca absoluto por sobre la sociedad, como una voluntad superior ajena a ella y libre de sus influencias en la que parecía verse el reflejo de una autoridad aún más alta y de naturaleza sobrehumana. Pero esa ficción correspondía a una imagen de la sociedad misma que también adquirió vasto consenso y se vio convalidada por él. La sociedad pareció cada vez más, desde el siglo XVII, un conjunto escindido en dos grandes sectores, de los que se admitía que no eran homogéneos. Uno era superior y otro inferior. Uno representaba todas las virtudes excelsas y otro todas las vulgaridades rastreras. Uno expresaba todo lo que en la vida era bello, bueno y verdadero y otro todo lo que era falso, malo y feo. Al convalidarse la imagen de una sociedad dual, se admitió la legitimidad de los privilegios de que gozaba uno de los sectores y el desamparo y la sujeción del otro.

Pero, como la imagen del monarca absoluto, también era irreal la imagen de la sociedad dual y escindida, porque el siglo que musicalmente inauguran Peri y Monteverdi, en el que brillan Purcell y Lully, en el que culmina la concepción barroca con Mozart y Gluck, era el siglo del mercantilismo capitalista promovido por una burguesía que avanzaba lenta y firmemente, corroyendo la sociedad barroca aunque algunos de los miembros de los sectores burgueses enmascararan también su personalidad bajo la muy barroca y empolvada peluca que trasmutaba las cabezas de los seres humanos. Poco después de la muerte de Monteverdi y cuarenta años antes del estreno de Dido y Eneas de Purcell, rodó la regia cabeza de Carlos I de Inglaterra, para quien no tuvieron compasión los revolucionarios que seguían a Cromwell. Y rodarían las regias cabezas de Luis XVI de Francia y de María Antonieta, diez años después de que esta última asistiera al triunfo de

Gluck, llamado por ella a París, donde estrenó Armida en 1777 e Ifigenia en Táuride en 1779.

Artificiosa, la imagen barroca de una sociedad dual y escindida ocultaba una sociedad real continua y fluida, como la imagen del monarca absoluto enmascaraba el ejercicio pragmático del poder para defender un orden social cada vez más cuestionado, como la imagen del cortesano de empolvada peluca disimulaba la personalidad del aguerrido defensor de sus privilegios. Para este mundo convencional se creó la ópera, esencialmente convencional ella también y expresión de una manera de entender la vida que cobraba vigencia sobre el tablado cuando sublimaba una atmósfera de irrealidad. Fue en la irrealidad de las cortes donde halló la ópera su clima apropiado: no prosperó en la Inglaterra de la burguesía puritana —donde Purcell fue una estrella fugaz— ni en las ciudades burguesas de Suiza, de Holanda o de Flandes. Prosperó en las cortes, porque era en ellas donde predominaba la imagen cortesana de la vida: una ilusoria imagen que se esforzaba por negar la existencia de la realidad cotidiana y convalidaba el maniqueísmo de quienes creían pertenecer a un mundo de elegidos, hecho para vivir en la dulce irrealidad de la perfección y la belleza.

Fue en esa atmósfera creada por una irrealidad admitida, legitimada por la fuerza de un vasto consenso social, donde apareció el designio de crear, artísticamente, una irrealidad extremada, como un polo absoluto de irrealidad en el que se concentrara toda la capacidad de dar vida a un mundo enclavado dentro del mundo; pero de un modo tan ostensiblemente artificial que fuera insospechable de transacción alguna con la realidad. Era, en el fondo, una realidad, pero una realidad tan embellecida como pudiera imaginarse, una realidad perfeccionada, noble, inmaculada. Logró parecer una irrealidad total, y se expresó genuina y eminentemente en la ópera.

Pero la concepción de la irrealidad que triunfó con el barroco, la que perfeccionó el marco adecuado para la constitución de la ópera como género, la que permitió su esplendor y aseguró su triunfo, no se había conformado en un día, ni siquiera en los años que precedieron a la elaboración de la doctrina lírica y dramática de la Camerata fiorentina. Era una concepción ya antigua al menos de dos siglos, aunque no se la hubiera percibido claramente en sus orígenes ni hubiera recibido una definición conceptual. Fue la concepción que, en pleno siglo XIV, se constituyó como reacción contra el realismo burgués, el que representó como ninguno Boccaccio pero que inspiró buena parte de la creación del trecento en muchas partes de Europa. El realismo burgués alcanzó en poco tiempo un fuerte predominio tanto en la literatura y en la plástica como en las formas de la vida urbana, y su impronta seguiría marcando definitivamente, aunque en diversa medida, todo el proceso posterior de la creación. Pero contra él se rebeló un sentimiento vehemente que anidó en el seno de ciertas minorías, un sentimiento aristocratizante y también religioso que rechazó casi con repugnancia el realismo burgués. Lo negó con tanta violencia como lo hizo Savonarola en Florencia a fines del siglo XV, cuando encendió la pira en que se consumieron objetos y cuadros que él consideró pervertidos; pero cuando no lo pudo negar —porque existía irremisiblemente—, ese sentimiento optó por enmascarar metódicamente la realidad, contraponiendo a la descarnada imagen del mundo un modelo convencional de realidad perfeccionada y embellecida, un modelo de irrealidad.

Las cortes aristocráticas fueron los escenarios de ese vasto esfuerzo para encubrir la imagen realista de la realidad, y entre las primeras fue la más vehemente la corte borgoñona del siglo XV, instalada unas veces en Dijon pero cada vez más en poderosas ciudades burguesas de sus dominios, como Lila, Brujas o Bruselas. En una de esas cortes —en Barcelona— alcanzó intenso brillo el Consistorio del Gay Saber, reducto de las exquisitas y mortecinas formas artísticas que preferían las clases nobles; en otras se codificaron escrupulosamente las normas del trato social, las reglas a las que debían ajustarse los torneos y las cacerías; y en todas se acumuló una expurgada experiencia acerca de cómo debían conducirse y desarrollarse las fiestas nobles, los festines, los cortejos, las danzas, las mascaradas, los conciertos, los espectáculos. Todo sujeto a reglas, todo convenido para que no se filtrara la perversión y la vulgaridad del realismo, todo cuidadosamente pesado para que las pasiones fueran espirituales, los impulsos nobles, los apetitos moderados, los gestos medidos, las palabras corteses. Quien quiera entender el barroco y alcanzar sus secretos en sus remotos orígenes, recorra las largas páginas que el cronista Olivier de la Marche escribió —casi dos siglos antes de Lully y el apogeo de Versalles— describiendo las fiestas de la corte borgoñona.

A comienzos del siglo XVI Baltasar Castiglione resumió las normas de la vida cortés en un libro que tituló, precisamente, II Cortegiano. Y a comienzos del XVII ya estaba constituida la imagen del mundo galante —el de Brantome o el de los carnavales venecianos— en el que estaban efectivamente instalados esos grupos sociales nostálgicos y melancólicos que, aun sabiendo que el mundo cambiaba y se encaminaba por otros rumbos, procuraba ignorar el cambio o sobreponerse a él enclaustrándose en el seno de una sociedad cerrada y celosa de sus intangibles tradiciones. Fueron esos grupos sociales —y los creadores que recogieron sus tendencias— los que elaboraron esa imagen irreal de la realidad que la ópera comenzó a devolver, con brillo inigualable, desde los escenarios donde se representó la más artificiosa forma de vida que pudiera imaginarse.

Por eso la irrealidad barroca no desembocó en un superrealismo que explorara las napas profundas de la personalidad, aunque la tendencia apareciera más tarde en William Blake o en Francisco de Goya, ni recayó en la fantasía dantesca, ni apeló al mundo abstracto de las ideas platónicas o de los misterios cristianos. La irrealidad barroca se limitó a ser una trasposición de la realidad sensible, pero ante todo de la realidad social: fue una irrealidad especular, como una realidad extrapolada. Nadie dudó, en el alucinado mundo del barroco, que la irrealidad era convencional, sujeta a reglas, codificada. Nadie dudó de que era una réplica a la experiencia de la realidad social, una realidad de la que ese mundo no quería enterarse aun cuando supiera ciertamente que existía. Pero todos los que formaban parte de ese mundo alucinado —los sectores aristocratizantes dentro de un contorno que se aburguesaba— manifestaron su irrevocable designio de mantenerse alojados en él, entregándose a un mismo tiempo al gozo de contemplar y de vivir su atmósfera, sorteando toda alusión a la realidad, todo compromiso con ese otro mundo cuya inestabilidad y cuyos cambios podían conmover o alterar su idea de la vida y la cotidiana perfección de su existencia.

Ni los Médicis, duques de Toscana, ni Enrique IV, rey de Francia — para citar sólo a los príncipes vinculados a la Euridice de Peri, creación primigenia del género operístico— ignoraban los vaivenes tormentosos del mundo que los rodeaba. ¿No fue Enrique IV quien dijo que bien valía París una misa? ¿Cómo hubieran podido ignorar los príncipes y las aristocracias cortesanas del siglo XVII los sucios avatares de la lucha por el poder, las complicidades principescas con los grandes negocios que alimentaban sus arcas, las pasiones religiosas capaces de desencadenar una noche como la de San Bartolomé o una guerra como la de los Treinta Años, los vericuetos de las intrigas palaciegas que conocía tan bien ese Mazarino que acogió en París al cardenal Barberini, y con él a la ópera italiana? ¿Cómo hubieran podido ignorar las aventuras de los mercaderes, la mediocridad de los pequeños burgueses, la miseria de las clases desposeídas, las hambres populares? Nada ignoraban, porque de lo contrario no hubieran alcanzado ni conservado el poder. Pero todos los que pertenecían al mundo de los privilegiados se aferraban a sus privilegios y, con ellos, a la ilusión de vivir en un mundo de nobles aventuras, de altas pasiones, de sentimientos puros, tal como se imaginaba, idealizado, el mundo de los caballeros del rey Arturo. Un día, sobre un escenario capaz de crear mágicamente un mundo de artificiosa belleza, un espectáculo sabiamente concertado situaba al noble auditorio frente a la exaltación del amor, frente al triunfo de la virtud, frente a la victoria de la verdad.

Para alimentar ese espectáculo no podía servir la vida cotidiana, ni siquiera trasmutada como aparecía en la Commedia dell’arte. Tampoco podían servir los misterios cristianos, intergiversables por razones dogmáticas y de los que se nutrió el oratorio sagrado. La ópera había nacido como un género profano y necesitaba plena libertad para ajustar las situaciones de acuerdo con su propia concepción, tanto del espectáculo como de la vida. Por eso fue a buscar sus temas a la historia clásica, a la historia bíblica, a veces a la leyenda caballeresca medieval. Pero lo que le proveyó el más rico cauce dramático, el más dúctil y versátil, fue la mitología griega, precisamente por ser profana, pero también porque, ofreciendo un abundante conjunto de situaciones ya teatralmente elaboradas, no imponía sujeción alguna y dejaba en libertad al creador —al del texto y al de la música— para ajustar el mensaje y la trama tanto a lo que el espectador deseaba ver sobre el tablado como a los recursos que el músico quería desplegar para exteriorizar su capacidad creadora y para satisfacer la expectativa de su público. El uso de la orquesta, de los instrumentos solistas, del coro y sobre todo de la voz individual en las arias se apoyaba sobre situaciones dramáticas bien conocidas por los espectadores, y en las que era posible introducir las variantes arbitrarias que justificaban las actitudes de los personajes y su traducción musical.

La mitología griega ofreció a la inicial ópera barroca multitud de temas capaces de desenvolver una simbología transferible a las expectativas de su público: Alceste, Perséfone, Hércules, Peleo, Adonis, Atlante protagonizaban situaciones eternas encuadradas en un marco de dignidad afín con la sensibilidad barroca y susceptibles de traducirse dentro del moderado dramatismo que le era propio. Por eso aparecieron simultáneamente en la pintura y colmaron la obra de un Poussin. Pero entre todos, el tema de Orfeo y Eurídice fue el que más sedujo la imaginación barroca. Lo eligieron en el primer ímpetu operístico Peri, Caccini y Monteverdi, sin duda, porque proponía todas las situaciones capaces de suscitar esa irrealidad barroca en la que quería sumirse el mundo cortesano y galante. El amor tenía en él no sólo un aire noble y espiritual sino también esa medida intensiva que convenía a quien vive su propia vida como un espectáculo ofrecido a los demás. Orfeo evocaba al trovador enamorado de la lírica provenzal o germánica, y se adivina su supervivencia en más de un personaje wagneriano. Las ninfas llenaban los aires con su etérea personalidad, hecha de puro espíritu. Y más allá, el trasmundo profano ofrecía inmensas posibilidades dramáticas y líricas ajenas a los compromisos de las creencias cristianas de la redención y el castigo.

El trasmundo profano, presente en tantos temas que la ópera barroca desarrolló en plena crisis religiosa, no era sólo el mundo de los muertos sino también el de los inmortales, dioses y héroes que disfrutaban una vida excelsa, susceptible de ser evocada con rasgos semejantes a los de la vida convencional que querían llevar los príncipes y los cortesanos: noble, espiritual, cortesana y galante. Sólo en las profundidades de ese mundo profano, el Hades, habitaban los muertos, generalmente sin premio ni castigo, arrastrando una existencia gris y atormentada por la nostalgia de la vida perdida, como la habían descripto Homero y Virgilio. Sólo alguno, como Eurídice, podía retornar si se conmovía el corazón de Plutón. Pero la vida refluía siempre de ese trasmundo naturalista, impregnado de creencias órficas y de las creencias del ciclo vegetal. Ciertamente, Demeter y Perséfone ofrecían una imagen de la muerte sustancialmente distinta de la imagen cristiana.

En esa irrealidad calcada sobre la realidad de la vida, embellecida y perfeccionada, la ópera encontró su atmósfera propicia en el momento en que se constituye como género. Quedó fuera de ella el patetismo cristiano y aun el tono trágico del teatro griego. La concepción barroca sólo aceptó, desde un comienzo, un moderado dramatismo, como el que alienta en los paradigmáticos “lamentos”: el de Arianna de Monteverdi, el de Dido de Purcell, el de Orfeo de Gluck. Era el dramatismo de los sentimientos nobles, de las pasiones moderadas, de la tristeza más que de la angustia, de la resignación más que de la desesperación. Pero no toda la vida era dramatismo: era también esperanza, regocijo, amor y, sobre todo, noble ejercicio de una convivencia digna y armoniosa, como si los cortesanos fueran héroes del Olimpo, o poetas del Parnaso, o caballeros de la corte del rey Arturo, o nobles damas como las que se congregaban en los salones de las preciosas ridículas.

A medida que avanzó el desarrollo de la ópera barroca, esa irrealidad calcada sobre la realidad de la vida se fue modificando. Aun ese moderado dramatismo pareció excesivo para una concepción cortesana y galante de la vida, y tuvo que dejar paso a una irrealidad aun más ligera y grácil, cada vez menos comprometida con la realidad y lindante cada vez más con el juego despreocupado y libre. La irrealidad se alimentaba a sí misma, quizá porque las clases privilegiadas que amaban sumergirse en ella se vieron envueltas en la tela de araña de su artificiosa forma de vida y prisioneras de la sociedad convencional que habían creado dentro de la sociedad global.

De allí en adelante la irrealidad acendrada —la extrema idealización de la realidad— se caracterizó cada vez más por el primado de la gracia, esa armonía dulce y sutil, como la que inspiraba la pintura de Watteau o de Tiépolo. La infatigable lucha para alcanzar la gracia, una gracia cada vez más etérea, respondía, sin duda, a una actitud estética y estetizante; pero era también una actitud ante la vida, y en ambos casos, despreocupada y frívola puesto que correspondía al designio de sustraer la existencia a todo compromiso, encaminándola, en cambio, hacia cierta enajenación a través del carpe diem, del simple goce del instante. La sensibilidad del rococó penetraba en la estructura del barroco.

Aun desprovistos de sus rasgos extremos, los temas de la mitología y la leyenda griega conservaban el inquietante aire trágico que nacía de la vaga presencia de la fatalidad. Fue necesario someterlos a minuciosa alquimia para transformarlos en delicada y grácil trama. Los temas históricos, por su parte, se resistían a perder cierta solemnidad que parecía inseparable de su prestigio. Por eso el traspaso de la originaria irrealidad barroca hacia el primado de la gracia se hizo con el apoyo de otros recursos.

La ópera encontró esos recursos. Los puso de manifiesto André Campra cuando compuso la ópera-ballet L’Europe galante en 1697 y dos años más tarde Le carnaval de Venise. Lo hicieron quienes apelaron al uso de la comedia contemporánea, como Lully y Charpentier al adecuarse al genio de Moliére extremando una de sus vetas; como Galuppi adecuándose a la manera de Goldoni; o como Rossini jugando con el grácil texto de Beaumarchais. Pero lo logró sobre todo el genio de Mozart jugando sobre la farsa de Cosï tan tutte, sobre la ingenua fábula de La flauta mágica y, sobre todo, trasmutando una leyenda dramática en un drama giocoso en Don Giovanni.

A medida que corría el siglo XVIII la oscilación entre el dramatismo y la gracia se tradujo en un variado ajuste entre la irrealidad y el realismo. Los diversos planos se entrecruzaron sin conflictos. Cuando la ópera romántica halló poco después su propio estilo, la irrealidad barroca pareció desvanecerse ante el renovado empuje de la concepción dramática del realismo. Pero reapareció una y otra vez, y aun después, a lo largo del siglo XIX y del XX. En el escenario operístico, la irrealidad barroca constituyó un componente ineludible, signo de la profunda y originaria estructura del género.