La Reforma Universitaria y el futuro de la Universidad Argentina.* 1956

Jóvenes estudiantes, conciudadanas y conciudadanos:

Al clausurarse en Córdoba las sesiones del Primer Congreso Nacional de Estudiantes, el 31 de julio de 1918, se acordó instituir la celebración anual del 15 de junio como día del advenimiento de la Universidad nueva. Henos aquí reunidos en cumplimiento de un deber de solidaridad con la historia. Nació entonces, más que una realidad, una esperanza. Y tras esa esperanza corremos desde entonces los espíritus democráticos, progresistas y libres, salvando los obstáculos que una y otra vez se interponen en nuestro camino como si la Universidad nueva constituyera un inalcanzable espejismo. Pero una y otra vez reinician su camino los espíritus democráticos, progresistas y libres, porque la fe no abandona a quienes se sienten movidos por el impulso hacia la libertad, propio del hombre y particularmente del que se siente consustanciado con los altos valores de la cultura, cuya atmósfera propia e irrenunciable es el reinado de la libertad.

La Universidad nueva fue el objetivo final de la Reforma desencadenada por las juventudes de 1918, y sigue siendo el objetivo final de cuantos aman la libertad y la cultura, jóvenes todos ellos por la juventud del espíritu. Comenzó su camino la Universidad nueva entre escollos y vendavales, y a poco de iniciado, lo envolvieron —tras la revolución oligárquica de 1930— las auras maléficas del fascismo que comenzaba a viciar la vida nacional. El camino quedó sumido en aquella niebla enceguecedora, y la meta comenzó a desdibujarse porque los viandantes que recorrían la ruta debieron detenerse a cada paso ante el obstáculo imprevisto. La Universidad nueva se tornó una esperanza cada vez más lejana a medida que se apretaban las esposas en las muñecas y las mordazas en los labios. Y parecía razonable ilusión aspirar cada día tan sólo a la Universidad de la víspera, mejor sin duda que la que se anunciaba para cada uno de los días que se sucedían en la precipitada pendiente que conducía desde la reacción oligárquica hacia el fascismo.

Después se extremó la angustia y la Universidad se tornó sombra de sí misma. El espíritu de la Universidad nueva, el espíritu que vivificaba la esperanza, subsistió insobornable en muchos que levantaron su voz, y muchos que levantaron su brazo, muchos que levantaron finalmente el arma decisiva. La Universidad vibraba en sus juventudes incorruptibles, y resurgió enccuarnada en ellas tras las jornadas de septiembre, cuando asumieron la custodia de los hogares universitarios. Viva la encontramos cuando creíamos que estaba muerta, Porque había vivido en la eterna juventud del espíritu. Y viva existe todavía, viva y anhelante de renovación, para retomar aquel camino en el que se detuviera a poco de comenzar su marcha, cohibida por el enrarecimiento de la atmósfera espiritual del país. Toca a nosotros impulsarla para que alcance un día la inmarcesible perfección de los sueños.

He aquí que, en un clima de libertad, la Universidad se torna entre nuestras manos una materia plástica en busca de forma. Tras las zozobras de casi cuarenta años de experimentos y de luchas, la Universidad argentina se nos presenta como un conjunto informe sin armonía y sin estilo. Tal es la dura realidad. Pese a ello, no faltan quienes preconicen prudentemente un retorno a lo antiguo, como si los únicos males fueran los que trajo consigo la dictadura. Yo afirmo que cualquier retorno es suicida y que la simple esperanza de lograrlo revela ya una imperdonable miopía para los problemas de la inteligencia. La Reforma de 1918 apenas pudo lograr escasísimos frutos, y muchos de ellos se vieron roídos por los gusanos que se lanzaron sobre los vivos durante las oscuras décadas del fraude y del fascismo. No es, pues, exagerado situarnos en posición análoga a la que encontraron las juventudes de antaño, y yo propongo aquí otra vez como solución única la fórmula preconizada por Alejandro Korn en 1918: Incipit vita nova; he aquí que comienza una nueva vida.

Estoy persuadido de que no hay otra. La Universidad argentina requiere una revisión total de sus fines, de su organización, de sus sistemas pedagógicos, hasta de su espíritu. Es la revisión a la que aspiró la Reforma, que se hizo en parte, que se malogró en mucho, pero que hay que volver a hacer, además, porque todo cuanto es obra del espíritu exige perpetua revisión y reforma perpetua. Yo no puedo concebir la Reforma como un conjunto de principios rígidos e inmutables, sino como un impulso del espíritu, y por eso veo en la esencia de la Universidad un drama idéntico al que constituye la esencia de la cultura misma.

La Universidad, como la cultura, se nos aparece como algo concreto: sus edificios, sus laboratorios y bibliotecas, sus alumnos y sus profesores. Es también un cierto caudal de saber que discurre entre ellos, cierto sistema de pensamiento, cierta imagen del mundo, todo lo cual anida en los espíritus, y preside las relaciones entre los hombres. Pero todo eso no constituye sino una de las facetas de la Universidad, la que vive en el mundo de los hechos, la que hemos heredado. Mas la Universidad no es sólo eso. Mucho más que eso, es también la Universidad que queremos hacer para que acoja el saber que vamos creando, saber nuestro, irrenunciable e intransferible, saber entrañablemente nuestro y no heredado, sino creado con la efusión de nuestro espíritu y con el que quedan comprometidas nuestras vidas. Este saber en perpetua creación requiere una Universidad flexible y modelable, para que sus formas endurecidas no hieran su frágil contextura. Y la variable receptividad de cada genera-ción de educandos exige por su parte pareja flexibilidad para que las heridas no sean sus almas o sus mentes.

Hay una dialéctica entre la estructura de la Universidad y el impulso perpetuamente renovador del saber que se rehace en ella cada día, porque muere si no acierta a rehacerse, porque no vive sino en su propia y perpetua recreación. Y hay una reforma necesaria e impostergable para cada etapa de la Universidad, porque la letra mata y el espíritu vivifica; y cada vez que la Universidad tropieza y consiente en detener su propia renovación se torna academia, urna para el saber estéril, y deja de ser hogar para la perenne creación.

Yo os digo que no hay una Reforma, sino innumerables y sucesivas reformas; y estoy cierto que ha llegado el momento de una que sea sustancial y profunda. Pero fijémonos cómo hemos de hacerla, porque si ha de hacerse en virtud del espíritu, es imprescindible que sea del espíritu crítico y libre, y no del espíritu dogmático y fundado en el principio de autoridad. Si es este último el que predomina, es seguro que toda reforma será estéril y que finalmente la Universidad dejará de serlo. Sólo por el espíritu crítico y libre ha existido la Universidad, y tanto asegura su muerte la infiltración del espíritu dogmático y del autoritarismo como la estagnación del saber. Si hemos de recuperar la Universidad para el espíritu, será porque la recuperemos entera, en la plenitud de su libertad, sin límites para la inteligencia, sin otra aspiración que la del saber humano, del que podemos decir que ha nutrido nuestra cultura desde la misma Edad Media, y libre de los tabúes con que se quieren contener los espíritus.

Acaso no se haya repetido suficientemente que la reforma uni-versitaria forma parte de la vasta reforma educacional que requiere el país. Es innegable que el movimiento reformista nació y se desenvolvió en un ambiente tumultuoso y en una atmósfera de rebeldía, Era la misma juventud la que exigía la reforma de la educación que le ofrecía la Universidad, y el clamor resonó con el brío y la frescura que son propios de los movimientos juveniles. Pero si era en muchos aspectos un movimiento político, un movimiento social, un movimiento vinculado al despertar de la ciudadanía democrática, no es menos cierto que era esencialmente un movimiento en favor de la renovación de la Universidad y la cultura; un movimiento educacional, análogo al que entonces comenzaba a desarrollarse en favor de la renovación de la educación de los niños y los adolescentes. La exigencia de una reforma educacional sigue en pie en nuestro país para todos los órdenes de la enseñanza, y entre ellos para la enseñanza universitaria. Parecería como si las dolorosas alternativas porque ha pasado nuestro país fueran particularmente graves en cuanto conciernen a la cultura y a la educación. Una indiferencia culpable se ha advertido en relación con este problema, que hace al presente y al futuro de este país, que hace a la correcta formación de las nuevas generaciones, que hace al destino de nuestra cultura.

Si entendemos la reforma universitaria como reforma educacional, descubrimos como primer objetivo el de hacer una Universidad que constituya un centro de formación del hombre. La mera enunciación de tan evidente designio descubre la insuficiencia de nuestra actual Universidad frente a su misión fundamental. ¿Acaso se ha planteado el problema en alguna ocasión? ¿Acaso la Universidad ha modificado o intentado modificar alguna vez su estructura de mera yuxtaposición de escuelas profesionales, para afrontar el problema total que le plantea el joven que llega un día a sus puertas y comienza a ambular por los corredores y las aulas sin mantener otro contacto con la Universidad que el puramente pasivo del oyente o del que pide informes en una oficina administrativa? Constituye una actitud simplista y culpable hablar de los estudiantes como de una fuerza de opinión, o como de un malón subversivo, o como de una multitud indiscriminada. Los estudiantes constituyen un conjunto, pero sólo subsidiariamente valen como conjunto. En principio y fundamentalmente valen como individuos, como personalidades singulares. ¿Quién que sea de verdad padre o maestro ignora lo que es un joven de veinte años, lleno de esperanza, de inquietudes, de temores y, sobre todo, de imperativos morales irrenunciables? Para ese joven que no ha concluido su educación, sino que se halla en la etapa más difícil de su proceso formativo, la Universidad ofrece sólo la fría enseñanza de quien únicamente considera su misión hacer de él un técnico. Nada más, y es notorio que es harto poco si pensa-mos la Universidad como una escuela, como un hogar para la formación de hombres.

El problema no reside en las eternas y casi siempre estériles reformas de planes, sino en una reforma del espíritu de la Universidad, y en la reforma de su estructura para que el nuevo espíritu pueda florecer. Hay que crear la comunidad universitaria, la escuela a la medida del estudiante, dentro de la cual esa comunidad se desenvuelva en el ambiente cálido que necesita, y crear el profesorado con dedicación exclusiva que cuente con tiempo y aptitudes suficientes como para afrontar el problema personal de cada educando. Sólo a partir de esta situación podrá hablarse de la Universidad como de un hogar para la formación del hombre.

Pero no es todo. La Universidad tiene que dar al joven educando todo lo que necesita para su formación juvenil, todo lo que busca en su tránsito desde la adolescencia hacia la juventud. Es una edad llena de problemas, la edad del descubrimiento del mundo, la edad de las curiosidades universales. ¿Es posible que la Universidad se empeñe en frustrar prematuramente tantas inquietudes? Ciertamente está obligada a favorecer una elección profesional, pero al mismo tiempo que encamina hacia un rumbo determinado, al mismo tiempo que dirige al educando hacia la especialización, es deber de la Universidad estimular y satisfacer la curiosidad general acerca de los problemas que se debaten alrededor del estudiante, porque el hombre es hombre antes que profesional, y difícilmente se halle mo-mento más propicio para crear una clara posición frente a las inquietudes del mundo circundante que los años que el estudiante pasa en la Universidad. Entonces hay que modelar el ciudadano, el hombre maduro, de opiniones claras acerca de las cosas que le importan a to-do el mundo y que no son patrimonio de ningún especialista. Nada más triste que el profesional ciego y sordo a las inquietudes del ambiente circundante, y por ello incapaz de ejercer influencia alguna sobre su contorno.

Acaso lo que no sea propio de la profesión deba sustraerse al ámbito de la escuela profesional, aunque no estoy cierto de ello, porque la comunidad universitaria es el más eficaz vehículo de la educación juvenil. De todos modos, puede no ser objeto de una enseñanza sistemática. La Universidad puede ofrecer una posibilidad de formación en todos los aspectos no profesionales a través de departamentos paralelos a la escuela profesional, cuya labor sea la de suscitar intereses y satisfacerlos sin la constricción de ninguna exigencia, porque es seguro que los intereses profundos de la juventud despertarán y se encauzarán por sus propios impulsos.

Pero aún la enseñanza profesional puede colaborar indirectamente en la formación de la personalidad, si se destierra de una vez la enseñanza verbalista y se sienta el principio de la enseñanza activa, de la conquista del saber por el educando mediante su contacto con el fenómeno o con la fuente. Entonces se ejercitarán de tal modo las aptitudes que las personalidades saldrán enriquecidas para el análisis de cualquier realidad, de cualquier estirpe de problemas.

Todo esto, y muchas cosas más, constituye la preocupación de la pedagogía universitaria. Es triste decirlo, pero la Universidad argentina ha vivido ignorándola, y aún hoy parece lícito regirla sin otras preocupaciones que las del gobierno político y administrativo de la institución. No es suficiente, como tampoco es suficiente cierta competencia profesional para orientar la vida universitaria. Es hora de que se entienda de una vez que la enseñanza es cosa de maestros, de expertos en cierta clase de problemas que atañen a la Universidad como a cualquier otra etapa de la enseñanza, y que tales expertos deben formarse como especialistas en problemas educa-tivos, sin perjuicio de su especialidad científica.

Acaso este planteo parezca agresivo. Pero puesto que nuestras universidades se han esclerosado adoptando la forma de una mera yuxtaposición de escuelas profesionales, contra el profesionalismo es contra lo que resulta más urgente combatir cuando se piensa en la renovación de la Universidad. Ha pasado la época en que parecía sensato y propio del sentido común afirmar irónicamente que la lectura de Platón o de Shakespeare no era “práctica” ni contribuía a formar, por ejemplo, un buen agrónomo. La estrechez del planteo salta hoy a la vista, y a nadie se le oculta que un buen agrónomo, como un buen médico o un buen arquitecto, sólo puede hacerse con un hombre de buena y correcta formación integral.

Porque es menester que quede bien claro que todo cuanto se haga para la formación del joven educando en las universidades ha de servir al hombre que hay en él y subsidiariamente al profesional que ha de llegar a ser. De modo alguno se contradicen los objetivos de una formación humana con los de una correcta formación profesional. Ni nadie debe entender que la Universidad debe desocuparse de la formación del profesional.

El profesional, en efecto, es el hombre idóneo para la solución de los problemas concretos de la colectividad y de sus individuos. Sería torpe suponer que tal idoneidad se compromete enriqueciendo a quien la busca. Por el contrario, se perfecciona. De cualquier modo, nuestras universidades no son tampoco satisfactorias como centros de formación de profesionales, y también en este aspecto es menester una renovación sustancial.

Yo no ignoro que hay centros donde se aprenden bien determinadas técnicas. Los hay, sin duda, y es innegable que se han hecho en nuestro país esfuerzos prodigiosos para perfeccionarlos. Pero si analizamos el problema en su totalidad, y afirmamos que las universidades deben formar el conjunto de los hombres idóneos para la solución de los problemas de la colectividad y de sus individuos, nos vernos obligados a reconocer que tal misión no se cumple.

Las causas son muchas y las justificaciones numerosas; pero tal es el hecho. La Universidad argentina no es la última instancia a que se deba recurrir para afrontar los problemas fundamentales del país, excepto en algunos órdenes de la vida nacional. Hay disciplinas en las que no tenemos un solo especialista de indiscutible autoridad. Hay campos del saber en los que estamos atrasados en medio siglo y aún más. Hay problemas nacionales urgentes que requieren determinada clase de técnicos y que no pueden ser afrontados ni resueltos con los especialistas que egresan de nuestras universidades. Todo esto es desgraciadamente cierto, y son pocos, sin embargo, los que se conmueven al descubrirlo. Pero al salir de una crisis como la que acabamos de sufrir, al descubrir un país con crecientes exigencias técnicas, la mínima responsabilidad de los universitarios exige que denunciemos el problema y que, por lo menos, organicemos un movimiento de opinión para que cuanto antes se difunda la conciencia de su gravedad. Quizás el Estado no gaste todo lo necesario para lograr lo que el país necesita, pero parte considerable de lo que gasta se desperdicia, acaso por no gastar un poco más, acaso por la irresponsabilidad de los que tenemos el deber de denunciar el problema y buscar soluciones desde dentro o desde fuera de la Universidad, desde su gobierno o desde fuera de su gobierno.

Hay problemas argentinos relacionados con la economía, con la vida social, con la vida espiritual del país, que la Universidad no ha afrontado jamás. El Estado es también culpable de esta ignorancia, pero la Universidad lo es mucho más, porque la obligación de la inteligencia es más perentoria y su responsabilidad más alta. Sin duda las responsabilidades se complementan, y podríamos poner algunos ejemplos. El Estado paga a la Universidad para que forme profesores secundarios, pero nombra en las escuelas medias personas sin título especializado. El Estado paga a la Universidad para que afronte los problemas pedagógicos en el campo teórico, pero los técnicos en los problemas fundamentales de la enseñanza primaria o secundaria no son universitarios ni especializados. El Estado paga a la Universidad para formar técnicos que no se requieren, pero nadie se ocupa de que formen otros que están siendo solicitados urgentemente por el desarrollo económico del país. Las distintas universidades superponen carreras con escasas posibilidades prácticas y descuidan las necesidades regionales malgastando sus recursos en repetir las carreras clásicas. Todo esto se sabe, pero no constituye —como debiera— un tema sustancial de nuestras preocupaciones. Sabemos que hay ciertas actividades en el país que rechazan directamente a los egresados de las universidades argentinas, porque no les resultan eficaces. Y todo esto corresponde al plano de la acción universitaria que la Universidad argentina cultiva con más empeño; más aún, prácticamente el único que cultiva: el de la formación profesional.

Si la reforma educacional que requiere nuestra Universidad es urgente en cuanto se relaciona con la formación del hombre, acaso es más urgente aún con respecto a la formación de técnicos y profesionales. El país debe exigirnos que satisfagamos sus necesidades, el Estado debe exigirnos que cumplamos con nuestro deber, y nosotros debemos anticiparnos a esas exigencias de quienes esperan de noso-tros la solución de sus problemas.

La Universidad no debe ser, pues, exclusivamente profesional; no debe ser el profesionalismo lo que la identifique y caracterice; pero en la medida en que debe ser profesional, es necesario que lo sea eficazmente.

Yo quiero explicarme el hecho de que no lo sea por tres razones. Primero, porque no atiende suficientemente a la formación del hombre; segundo, porque no atiende suficientemente a las exigencias del contorno social; y tercero, porque no se preocupa lo bastante de la investigación, de la creación del saber.

No repitamos más —como solemos hacerlo cuando queremos ponernos juiciosos y serios— que la investigación constituye la misión fundamental de la Universidad. Tal afirmación no es exacta. La Universidad es una escuela, y su misión fundamental es educar al hombre y transmitir el saber ya conquistado. Pero como se trata de un saber superior, como lo que debe trasmitirse son los rudimentos del saber superior, es absolutamente imprescindible que en alguna parte la Universidad se ocupe también de cultivar a fondo y seriamente el saber superior, a fin de que sus profesores y sus estudiantes se mantengan en contacto con el proceso de renovación que lo caracteriza.

Pero la investigación no se hace en las aulas, en los laboratorios o en los seminarios donde concurren los estudiantes a recibir los rudimentos del saber superior. En las aulas, en los laboratorios y en los seminarios, los estudiantes deben aprender, ciertamente, el método científico, repitiendo las experiencias, recorriendo el camino dado por otros, redescubriendo, por su propio esfuerzo activo, un saber ya conquistado. Sería farsa pretender que el estudiante de segundo año realice investigaciones nuevas mientras está aprendiendo los fundamentos de su disciplina.

La investigación pueden hacerla los profesores; pero si la hacen con los estudiantes perderán su tiempo, y si la hacen solos no cumplen una labor universitaria. Deben hacerla de otro modo, y la Universidad les ofrece colaboradores inestimables en sus graduados, maduros ya, y en condiciones de iniciar la conquista de nuevos conocimientos. Con los graduados, en los departamentos de graduados, debe realizarse la labor de investigación, sin limitaciones escolares, sin apremios de exámenes ni términos, al ritmo propio de la investigación, que no puede estar coaccionada por disposiciones reglamentarias. En los departamentos de graduados será honesta y eficaz, si los profesores se aplican a ella con honestidad y eficacia.

Esa investigación no debe tampoco sufrir las limitaciones de la organización escolar ni de la escolarización del saber. Las escuelas profesionales tienden a encarrilar la investigación hacia una relación estrecha con las profesiones; pero los grandes problemas científicos sobrepasan los límites escolares y profesionales y es necesario que se afronten sin restricciones formales. Una química para farmacéuticos o para agrónomos se empobrece si se la separa de la filosofía por antonomasia. Es sabido que, a medida que se amplía el horizonte, los problemas se integran y acaso la Universidad deba tener algún rincón donde se integren las investigaciones parciales, puesto que el saber tiende a integrarse.

Esta descripción de lo que parece misión exigible a una Universidad demuestra la humildad del esfuerzo que realizan nuestras universidades. Casi no hay investigación científica; apenas existen departamentos de graduados que acojan las vocaciones maduras y definidas; apenas existe contacto entre los especialistas, ni revistas que los vinculen y que difundan su labor. También esta reforma hay que hacerla, antes que proliferen los intentos aislados que multiplicaran los gastos y dividirán los resultados.

Si la vocación reformista puede ahora abandonar las preocupaciones inmediatas, de tipo generalmente político, que han suscitado las condiciones en que ha vivido el país, acaso podamos comenzar a clarificar nuestras ideas acerca de lo que tenemos que hacer con la Universidad, y acaso podamos comenzar a hacerlo en breve tiempo. Estoy persuadido de que henos salido ya del período oscuro de la historia argentina, y que se nos ofrece una época de amplias y brillantes perspectivas. La vocación reformista debe canalizarse hacia el problema específico de la Universidad y debe crear un movimiento de opinión decidido para que recuperemos el tiempo perdido. Pero es necesario para eso que nos dejemos poseer por un auténtico espíritu universitario, en función del cual dediquemos nuestras energías y nuestros esfuerzos al cumplimiento de esta exigencia perentoria de la Universidad argentina.

Sólo una cosa me preocupa cuando hablo de espíritu universitario: la maléfica confusión mediante la cual se carga esta expresión de un sentido de aristocracia. Es este un país en el que las aristocracias se constituyen por propia determinación de sus miembros; pero el primer deber de quien accede a la Universidad y al saber es renunciar a tan deleznables ambiciones, y situar sus anhelos no en el plano de los derechos sino en el de los deberes. Porque sólo en virtud de determinadas situaciones reales puede llegar un estudiante a la Universidad, en tanto que son muchos los que no llegan a ella, también merced a circunstancias de la realidad que se interponen como obstáculos insalvables.

La Universidad debe combatir todo espíritu de casta que surja en su seno, porque nada hay más inmoral y degradante. Se lo combate expulsándolo de uno mismo si aparece; se lo combate extendiendo la base social de que proviene el estudiantado, para posibilitar el acceso a la Universidad de estudiantes provenientes de medios rurales o alejados de los centros universitarios, y de estudiantes de grupos sociales de escasos recursos económicos; y se lo combate llevando a esos ambientes, dentro del área de cada Universidad, la cooperación que pueden prestar los universitarios para coadyuvar a su elevación y mejoramiento social. El “presalario” ensayado en algunos países, las becas, las organizaciones de asistencia social, son distintas soluciones al segundo problema, en tanto que la extensión universitaria es la adecuada respuesta al tercero.

Vivimos en un país de incuestionable sentido republicano; aspiramos fervientemente a la democracia; carecemos de tradiciones que autoricen la formación de grupos aristocratizantes; y sin embargo nos falta un arraigado y vibrante sentido social. Es este un dato para conocernos, que acaso explique algo de lo que nos ha ocurrido, porque somos muchos los argentinos que creemos merecer lo que las circunstancias de la realidad nos han otorgado, y muchos los que juzgamos que también se merecen su situación aquellos que deben luchar denodadamente en la estrechez o en la miseria. No es misión de la Universidad resolver tales problemas en su totalidad, pero la Universidad debe ser el principal reducto para la defensa de todos los derechos, para la lucha contra la injusticia y para el estudio de las soluciones que tales problemas necesitan. Y el primero entre todos es que la Universidad misma no se organice sobre un principio de injusticia social.

Quizá no falte quien repita una vez más que la introducción de tales problemas en la vida universitaria constituye un atentado contra la imperturbabilidad que requiere el estudio. No hagamos caso, porque tal reflexión es la del fariseo de todos los tiempos. No hay saber sólido si la conciencia en que se aloja es éticamente deleznable. Tampoco hagamos caso a quienes temen demasiado a lo que se ha dado en llamar la intromisión de la política en la Universidad, porque suelen ser ellos los que la han introducido, y en su provecho, y se resisten a que se denuncien los males que ha creado una política reaccionaria y de camarillas a lo largo de muchos años. Sólo los reaccionarios son apolíticos. Y me atrevo a decir que si no existieran situaciones creadas o por crearse en la Universidad, si no existiera la tendencia a asegurar el control por parte de ciertos sectores interesados, no se suscitarían esos clamores en demanda de honradez y justicia que luego suelen ser estigmatizados por los espíritus conformistas.

Otra cosa es que se introduzca la política partidaria en la Universidad, donde nada tiene que hacer, excepto en la medida en que —como es de desear— tengan todos los ciudadanos posición tomada frente a los problemas de la república, y entre ellos los estudiantes, los graduados y los profesores. Esa política partidaria es nefasta en la Universidad. Pero la política de las ideas, de las grandes co-rrientes de pensamiento que pugnan en el mundo de nuestros días, no sólo es legítima sino necesaria; y si alguna vez la polémica degenera en alboroto, también es de fariseos atemorizarse más de la cuenta, porque sólo se defiende lo que se ama, y sólo se ama lo que se defiende.

Jóvenes estudiantes, conciudadanas y conciudadanos:

Hago votos para que esta celebración de la Reforma, en el día de la Universidad Nueva, señale la fecha inaugural de la etapa de renovación que hemos esperado durante tanto tiempo. Que en adelan-te la lucha por la libertad y por el triunfo de la democracia y la justicia no exija de los universitarios más esfuerzos y sacrificios que los que son requeridos a los demás ciudadanos.

Hago votos para que nos sea dado comenzar, en un país libre la construcción de la Universidad Nueva, de espíritu libérrimo; la Universidad del deber, donde la competencia sea por el sacrificio mayor, por el esfuerzo más tenaz, por los frutos más sazonados en la cosecha de la verdad. Que profesores, graduados y estudiantes coincidan en este designio de servir con fidelidad al país, a la justicia y a la verdad.

Hago votos para que la Universidad argentina sacuda la molicie que la carcome, y para que adopte como lema el obstinado rigor que Leonardo preconizaba como regla para los trabajos del espíritu. Que en ello, más que en cosa ninguna, resida el secreto de la Universidad Nueva. Porque los tiempos son duros y las tinieblas impenetrables para quien no ha templado sabiamente la espada del espíritu.