Las grandes líneas de la cultura medieval. 1948

Resumir en unas páginas las direcciones y los rasgos fundamentales de la cultura medieval supone no solo un esfuerzo escasamente promisorio, sino también cierta audacia poco justificable. A pesar de los largos y pacientes estudios realizados desde el siglo XVII sobre sus fuentes y a pesar de los intentos interpretativos que aparecen desde principios del siglo XIX, la fisonomía de la llamada Edad Media sigue siendo para nosotros imprecisa, contradictoria a veces, y se nos ofrece cuajada de sorpresas por la multiforme variedad de sus rasgos. Acaso después de muchas investigaciones, de muchas y bien meditadas lecturas y de una larga contemplación de su obra gigantesca, nos sea dado descubrir por nosotros mismos lo que en ella parece esencial: su profunda y radical unidad manifestada a través de una riquísima variedad de formas y matices. Porque solo en términos de gran profundidad y de esencial imprecisión puede pensarse en una larga edad de diez siglos susceptible de ser designada con un solo nombre, en tanto que la observación directa de sus testimonios parece forzarnos a señalar en su curso varias épocas de muy diverso tono a través de las cuales se proyectan con aire muy diverso también aquellas radicales identidades. No hallo, pues, otro método para conciliar la exposición de lo que en la cultura medieval es unitario y de lo que es distinto que separarlo artificialmente, tan arbitrariamente como procedería el que quisiera gustar por separado los primeros planos dramáticos y el paisaje de fondo en los miniados de los libros de horas de fines de la Edad Media.

Con todo, esta misma idea de la simultánea unidad y diversidad que encierra la cultura medieval constituye ya un aporte valioso logrado en los últimos tiempos. Y no es el único. También hemos aprendido, por ejemplo, que la presencia constante y decisiva del trasmundo en el espíritu del hombre medieval no lo conduce necesariamente a renunciar al mundo de la realidad inmediata, tal como se lo revelan sus sentidos. Hemos aprendido que no todo en ella es oscuridad ni es todo en ella excelcitud. Y hemos aprendido con qué recaudos críticos es menester enfrentarse con las fuentes para no reincidir en la aceptación de una imagen inexacta de la cultura medieval —casi sofisticada a veces— que las fuentes suelen ofrecernos, cuando parece evidente que el horizonte de aquellos a quienes las debemos suele estar por encima de una buena parte de la realidad.

Acaso convenga recordar en este punto que la expresión “Edad Media” no corresponde a ningún concepto morfológico que posea validez en el campo de la historia, y que en consecuencia sería inútil inferir de ella una caracterización de la cultura a que se refiere cuando la usamos para designar cierta etapa en el desarrollo de la Europa occidental. Esa cultura, es bien sabido, no es constitutivamente una etapa intermedia entre otras dos de presunto valor positivo, sino que es decididamente original; más aún, constituye la etapa de más activa creación, en su conjunto, de la cultura occidental. Empero, la suya no fue una creación ex nihilo, Fue una creación cultural, manifestada a través de ciertas formas, de ciertas actitudes, de ciertas intenciones, de ciertos acentos impresos sobre materiales ya seculares, porque la cultura es continuidad y busca denodadamente la continuidad aun cuando afirme su más apasionada originalidad. Esos materiales reelaborados y reordenados según una nueva actitud se vieron enriquecidos con otros materiales y otras influencias que llegaron a la Europa occidental desde dos ámbitos culturales que estuvieron en estrecha relación con ella: el mundo bizantino y el mundo islámico, a través de los cuales llegó al mundo cristiano un aura penetrante y portadora de un mensaje que no era ni cristiano ni occidental.

Solo teniendo en cuenta esta aportación secular y estas influencias contemporáneas es posible entender la cultura del occidente de Europa durante la Edad Media. De esa diversidad de elementos proviene acaso la riqueza de sus formas históricas, como quizá provenga de la enérgica y persistente intención con que fueron trabajados la unidad del paisaje de fondo que le presta su sello inconfundible.

Para nosotros, la recta comprensión del mensaje medieval tiene, a mi juicio, una importancia decisiva. Y no solo porque la llamada Edad Media constituye inequívocamente la etapa de la génesis de la cultura occidental propiamente dicha, sino también —y acaso más— porque encierra el secreto de una de las dimensiones posibles de nuestra cultura. Un estilo de vida típico subsiste desde el Renacimiento, a pesar de la pérdida de su antigua vigencia y de los embates de la modernidad, que puede ser llamado resueltamente “medieval”, y esto sin el sentido peyorativo con que la palabra se usó alguna vez y sigue usándose con manifiesta incomprensión de los contenidos que evoca. Contra él lucha otro estilo de vida que la modernidad, sospecho, no ha llegado a diseñar todavía definitivamente, pero cuya fisonomía nos esforzamos por precisar desde los tiempos —tan próximos, repárese bien— de Leonardo y Giordano Bruno, de Maquiavelo y Rabelais, de Galileo y Descartes. La mentalidad naturalista que entraña ese tipo de vida no ha alcanzado todavía un triunfo comparable al que conoció la mentalidad teísta en cierto momento de la Edad Media, y acaso por la persistencia con que esta se mantiene a través de la modernidad en cuanto configura un estilo de vida. Hay, pues, fuera de la mera curiosidad histórica, un interés vital en el conocimiento de la cultura, lo que es distinto de separarlo artificialmente, tan arbitrariamente como procedería el que quisiera gustar por separado los primeros planos dramáticos y el paisaje de fondo en los miniados de los libros de horas de fines de la Edad Media.

Con todo, esta misma idea de la simultánea unidad y diversidad que encierra la cultura medieval constituye ya un aporte valioso logrado en los últimos tiempos. Y no es el único. También hemos aprendido, por ejemplo, que la presencia constante y decisiva del trasmundo en el espíritu del hombre medieval no lo conduce necesariamente a renunciar al mundo de la realidad inmediata, tal como se lo revelan sus sentidos. Hemos aprendido que no todo en ella es oscuridad ni es todo en ella excelcitud. Y hemos aprendido con qué recaudos críticos es menester enfrentarse con las fuentes para no reincidir en la aceptación de una imagen inexacta de la cultura medieval —casi sofisticada a veces— que las fuentes suelen ofrecemos, cuando parece evidente que el horizonte de aquellos a quienes las debemos suele estar por encima de una buena parte de la realidad.

Acaso convenga recordar en este punto que la expresión “Edad Media” no corresponde a ningún concepto morfológico que posea validez en el campo de la historia, y que en consecuencia sería inútil inferir de ella una caracterización de la cultura a que se refiere cuando la usamos para designar cierta etapa en el desarrollo de la Europa occidental. Esa cultura, es bien sabido, no es constitutivamente una etapa intermedia entre otras dos de presunto valor positivo, sino que es decididamente original; más aun, constituye la etapa de más activa creación, en su conjunto, de la cultura occidental. Empero, la suya no fue una creación ex nihilo. Fue una creación cultural, manifestada a través de ciertas formas, de ciertas actitudes, de ciertas intenciones, de ciertos acentos impresos sobre materiales ya seculares, porque la cultura es continuidad y busca denodadamente la continuidad aun cuando afirme su más apasionada originalidad. Esos materiales reelaborados y reordenados según una nueva actitud se vieron enriquecidos con otros materiales y otras influencias que llegaron a la Europa occidental desde dos ámbitos culturales que estuvieron en estrecha relación con ella: el mundo bizantino y el mundo islámico, a través de los cuales llegó al mundo cristiano un aura penetrante y portadora de un mensaje que no era ni cristiano ni occidental.

Solo teniendo en cuenta esta aportación secular y estas influencias contemporáneas es posible entender la cultura del occidente de Europa durante la Edad Media. De esa diversidad de elementos proviene acaso la riqueza dé sus formas históricas, como quizá provenga de la enérgica y persistente intención con que fueron trabajados la unidad del paisaje de fondo que le presta su sello inconfundible.

Para nosotros, la recta comprensión del mensaje medieval tiene, a mi juicio, una importancia decisiva. Y no solo porque la llamada Edad Media constituye inequívocamente la etapa de la génesis de la cultura occidental propiamente dicha, sino también —y acaso más— porque encierra el secreto de una de las dimensiones posibles de nuestra cultura. Un estilo de vida típico subsiste desde el Renacimiento, a pesar de la pérdida de su antigua vigencia y de los embates de la modernidad, que puede ser llamado resueltamente “medieval”, y esto sin el sentido peyorativo con que la palabra se usó alguna vez y sigue usándose con manifiesta incomprensión de los contenidos que evoca. Contra él lucha otro estilo de vida que la modernidad, sospecho, no ha llegado a diseñar todavía definitivamente, pero cuya fisonomía nos esforzamos por precisar desde los tiempos —tan próximos, repárese bien— de Leonardo y Giordano Bruno, de Maquiavelo y Rabelais, de Galileo y Descartes. La mentalidad naturalística que entraña ese tipo de vida no ha alcanzado todavía un triunfo comparable al que conoció la mentalidad teística en cierto momento de la Edad Media, y acaso por la persistencia con que esta se mantiene a través de la modernidad en cuanto configura un estilo de vida. Hay, pues, fuera de la mera curiosidad histórica, un interés vital en el conocimiento de la cultura medieval, porque, tan alejados como creamos estar de sus supuestos, es radicalmente nuestra, constituye nuestro patrimonio y se nos insinúa con el aliciente de su lograda —y ya extinguida— perfección.

LA ORIGINALIDAD

Geográficamente, el mundo occidental cubre durante la Edad Media la superficie del antiguo Imperio romano. Sobre los cimientos de la cultura antigua erige la Edad Media sus construcciones: tanto sus edificios como sus sistemas políticos, sus creaciones literarias o plásticas como sus sistemas cognoscitivos. Pero, en cambio, a aquella continuidad geográfica no corresponde una absoluta continuidad social y étnica, y el hecho fundamental de las invasiones ha planteado, desde el Renacimiento, un grave problema: el de si hay entre la Antigüedad y la Edad Media una continuidad cultural o hay, por el contrario, una ruptura. Germanistas y romanistas han discutido y aun discuten alrededor de este problema, rico en consecuencias, partiendo del análisis de muy diversos hechos: el estilo gótico, las instituciones feudales, la poesía épica. A mi juicio, la tesis de la continuidad parece más ajustada a la realidad histórica, sobre todo si no se olvida que la Antigüedad que desemboca en la Edad Media no es la que evoca el recuerdo de la Atenas de Pericles o la Roma de Augusto, sino esa otra muy distinta que se designa con el nombre de Bajo imperio. Entre el Bajo imperio y la temprana Edad Media —que no es tampoco el París de Abelardo, ni la Castilla de Juan II ni la Florencia de Dante— no parece advertirse una ruptura decidida e importante: acaso una serie de progresivas desconexiones que, por lo demás, habían comenzado ya en los últimos siglos del imperio por la acentuación de los caracteres locales en algunas zonas periféricas o por influencia, sobre todo, del cristianismo. De todos modos, la vida de los primeros siglos medievales perpetúa los esquemas romanos; los delimitan y los defienden tanto un Isidoro de Sevilla como los monarcas de los reinos romanogermánicos que se esfuerzan por hallar, casuísticamente, las vías de una conciliación entre sus respectivos pueblos de invasores y las poblaciones sometidas. Nadie se atrevió hasta Carlomagno a ceñir la diadema imperial debido al prestigio de la autoridad de Bizancio, ni hubo estado que proscribiera la lengua latina en sus dominios. Lo que se mantenía de la empobrecida tradición clásica en el Bajo imperio subsistió, pues, durante la temprana Edad Media, aunque empobreciéndose más aún, eso sí, durante algún tiempo, por circunstancias que no tienen mucho que ver con el hecho mismo de las invasiones germánicas.

LOS ELEMENTOS

La tradición antigua constituye pues, el primer elemento de la cultura medieval. Pero es necesario no olvidarlo: la tradición antigua, tal como había llegado al Bajo imperio. Esa tradición, es bien sabido, se empobrecía aceleradamente desde el siglo III, y se fue tiñendo de elementos extraños y difícilmente asimilables dentro del cauce común a partir de la caída de los Antoninos. Desde el siglo IV la influencia del cristianismo fue cada vez más poderosa, y es notorio el antagonismo profundo entre la concepción cristiana del mundo y la vieja tradición clásica; estúdiese la actitud del apologista Tertuliano en el siglo III o la del emperador Juliano en el IV, y se podrá observar cómo se advertía por entonces un contraste que luego fue disimulándose poco a poco e intencionadamente. Al mismo tiempo obraba sobre el mundo romano la influencia de las poblaciones de las zonas periféricas, de uno y otro lado de las fronteras. Esa influencia, y señaladamente la de los pueblos de origen germánico, se hizo más notoria y adquirió mayor significación a partir de las invasiones, cuando los no muy numerosos grupos conquistadores se convirtieron en las minorías dominantes de los distritos que ocuparon, acentuándose de manera decisiva algunas direcciones políticas y culturales ya observadas en los últimos tiempos del imperio. La jurisdicción que se reservaron esas minorías en cuanto a lo militar, lo político y administrativo y parcialmente en cuanto a lo judicial, determinó un área en la que sus influencias fueron decisivas; pero aun en otros aspectos se hicieron notar, y especialmente en cierta concepción de la vida, en cierto tono introducido en las direcciones fundamentales de la existencia individual y en algunas formas de convivencia: no podría explicarse de otro modo, por ejemplo, la aparición de la épica caballeresca algunos siglos más tarde.

Pero aun con estos tres grupos de elementos —antiguos, cristianos y germánicos— no poseemos la totalidad del conjunto de factores que han intervenido en la génesis y en el desarrollo de la cultura medieval. Durante los primeros siglos de elaboración de esos materiales, cuando se luchaba denodadamente por hallar fórmulas de conciliación entre los grupos sociales que representaban de manera eminente cada uno de esos elementos, y en consecuencia las vías compromisorias para la coexistencia, ya forzosa, de todos ellos, la Europa occidental sufrió la influencia del mundo bizantino, que mantenía a los ojos de quienes luchaban en aquella por delinear su futuro perfil, la calidad de santuario de un orden vernáculo que parecía consustanciado con la esencia misma de la vida civilizada. Llegaron del mundo bizantino libros e ideas que ejercieron una decidida influencia, embajadores, monjes y artistas que apoyaron con su prestigio ciertas direcciones en la vida social y cultural, y por múltiples caminos difundió desde su lejanía un vago sentimiento de perfección que, aun con su escasa vitalidad, impresionaba fuertemente en un mundo en el que se percibía la imperfección propia de una etapa de creación y de búsqueda.

Por esos caminos llegaron —en esa primera época y aun más tarde— no solo las típicas influencias bizantinas sino también otras resueltamente orientales que Bizancio no había elaborado, limitándose a adoptarlas, especialmente las de origen sirio y persa. Y no fueron las únicas influencias orientales. Los numerosos grupos judíos que existían en todas las nuevas comunidades políticas que se constituyeron a partir del siglo v obraron de alguna manera en el mismo sentido. Pero las influencias orientales más decisivas fueron las que se introdujeron en la Europa occidental como resultado del contacto con los musulmanes, establecidos en algunas zonas de ella y especialmente en las costas meridionales de España, Francia e Italia.

Ese contacto de culturas fue de extraordinaria importancia para el Occidente medieval, y cada día se descubren nuevos aspectos que ponen de manifiesto su intensidad hasta el punto de que pueda afirmarse que no es posible entender la cultura occidental de la Edad Media sin tener constantemente presente la influencia islámica.

Cultura original, sí, fue la de la Edad Media, pero original por el acento y la intención con que se cargó el vasto y denso complejo de materiales heterogéneos. Y lo que en ella es novedad, exige para ser descubierto una constante vigilancia, un permanente examen de lo que en ella no es sino el legado de otros tiempos y otras culturas.

UNIDAD Y DIVERSIDAD

Ahora bien, ni aquellos elementos tenían en todas partes el mismo vigor, ni mantuvieron siempre el mismo relieve a lo largo de los diez siglos llamados medievales, ni determinaron creaciones de caracteres uniformes, ni obraron sobre estas últimas de la misma manera las diversas influencias extrañas. Una variada gama de situaciones culturales se nos ofrecen cuando nos lanzamos al análisis y es fácil advertir la riqueza con que se combinan las distintas fuerzas según el tiempo y el lugar. Empero, puede afirmarse que existe cierta radical unidad en la concepción medieval del mundo y de la vida que proviene de algunas notas predominantes, y del trascendentalismo entre todas. Mas esa unidad no constituye sino un lejano paisaje que sirve de fondo —como en los miniados de los libros de horas— a muy distinto género de escenas dramáticas en las que es posible advertir acentuadas e irreductibles peculiaridades.

Hay, ante todo, una peculiaridad regional. Tómense, por ejemplo, zonas periféricas —Hungría, la marca del Este, Sicilia, Castilla, Inglaterra— y se advertirá que predomina en ellas un aire singular, que aunque no desmiente aquellos rasgos generales que hemos considerado como el paisaje de fondo, atenúa o vigoriza ciertos tonos hasta lograr una armonía en cada una distinta de las otras. Unas veces es la persistencia de la tradición antigua, otras la presencia vigorosa de las tradiciones vernáculas locales, otras el predominio de las influencias germánicas, otras la penetración de las influencias musulmanas o bizantinas. Apenas es posible comprender el tono de la vida de esas regiones periféricas si, como acontece a menudo, seguimos rigiendo nuestra perspectiva con el canon de la Edad Media francesa, tan bien estudiada y, sobre todo, tan bien perfilada en su desarrollo. Pero las condiciones de la vida fueron muy diversas en las distintas áreas geográficas durante la Edad Media, según se estuviera o no sobre la cuenca mediterránea, por ejemplo, o según el índice de seguridad que proporcionaran las fronteras, o según la eficacia que conservaran las tradiciones imperiales. Hay, pues, rasgos que pueden generalizarse y otros cuya significación debe ser delimitada, y si el fondo que anima la concepción de la catedral gótica parece ser el mismo en todo el ámbito occidental, es bien sabido que el estilo mismo revela en diversas regiones peculiaridades muy distintas, como acontece, por lo demás, en el pensamiento, en la poesía o en las costumbres.

Hay luego una peculiaridad temporal. Solo su complejidad y su riqueza, su variedad y su originalidad han sido las causas de que se omita considerar las diversidades de los diez siglos medievales, para contentarse con una agrupación a vuelo de pájaro en una sola edad de épocas que parecen manifestarse como resueltamente diferentes: porque nada tan arduo como reducir conceptualmente a esquema la gama difusa de lo que en ella es variable. Pero puede admitirse que aquella agrupación está justificada en función del paisaje que le sirve de fondo común a muy diversos tiempos. Y sin embargo, la comprensión histórica, es bien sabido, se hace de matices o no hay comprensión profunda y diferenciadora. Periodizar conceptualmente la llamada Edad Media constituye una tarea difícil, pero es una tarea imprescindible —tan precarios como puedan ser su resultados—, para llegar a sorprender todos los perfiles de su fisonomía, una fisonomía que solo conocida en la totalidad de sus posibilidades puede servimos como referencia para llegar hasta el misterio que nos depara cada una de las creaciones que la Edad Media nos ha legado: creaciones de arte y creaciones de vida estrechamente contundidas y alimentadas por los mismos impulsos.

Se vive de un modo durante el período que transcurre desde las invasiones hasta la crisis del vasto edificio carolingio, de otro durante el esplendor del orden feudal, de otro, en fin, durante la época preburguesa que transcurre durante los siglos XIV y XV. Ese distinto modo de vivir no es sino el reflejo de acentuados matices diversificadores que han obrado sobre una inestable concepción genérica del mundo y de la vida a la luz de nuevas experiencias vitales irreversibles o de profundas influencias que han trastrocado algunas convicciones hasta entonces indiscutidas. Quien talla el Beau Dieu de Chartres no podría tallar las figuras de la tumba de Philippe Pot, senescal de Borgoña; quien escribe la Vida de Santo Domingo de Silos, no podría escribir El Victorial, y quien renuncia a la corona de Jerusalén no podría luchar por la expansión marítima de Brujas. Hay una trascendencia que está saturando las expresiones del Giovanni Arnolfini o del canciller Rollin de Jan van Eyck; pero en algo ha variado esa noción si consideramos cómo se reflejaba en los capiteles de Saint Trophime o en la Commedia. Acaso sea ocioso destacar tales evidencias, pero es necesario tener presente que el prejuicio de la homogeneidad de la Edad Media, sostenido a veces polémicamente y por razones escasamente científicas, ha sido uno de los más eficaces para malograr su recta comprensión, sobre todo en cuanto tiende a prestarle un carácter de sostenida perdurabilidad, de radical esencialidad a lo que no lo tiene, impidiendo de ese modo descubrir y discriminar lo que efectivamente lo posee.

EL PAISAJE AL FONDO

Tan peligroso como pueda ser el intento de resumir en pocas líneas esos rasgos que componen el fondo de paisaje de la Edad Media “enorme y delicada”, parece inexcusable intentar una aproximación a lo que en él es claro cielo y a lo que en él es tierra oscura, con olivas, enanas y castaños, ciervos y jabalíes, y también montañas encantadas, trasgos y misteriosos genios de los ríos y los bosques.

En lo más profundo de la concepción medieval de la vida se advierte una constante presencia de lo trascendente que imprime su sello inconfundible a cuanto le sirve de manifestación exterior. El trasmundo existe con una fuerza incontrastable, y a él están referidos, en última instancia, las obras y los días del hombre medieval. Muchas veces ese trasmundo ha sido imaginado con una dramática precisión, como en Dante. Pero muchas más veces parece diluirse delicadamente como si no se quisiera cerrar del todo la posibilidad de enriquecerlo indefinidamente con nuevas y más ricas divagaciones. Porque lo trascendente vive en el hombre medieval nutrido en parte por nociones dogmáticas, pero vive sobre todo como una actitud radical que sobrepasa esas nociones e impregna la existencia toda con su vago perfume de infinitud y de misterio.

La experiencia —la experiencia que, en la modernidad, conduce a negarla— alienta y vivifica en el hombre medieval la noción de lo trascendente. Porque la realidad inmediata parece ofrecerle sobrados testimonios del misterio y solo lo trascendente parece explicarla, eso sí, a costa de entremezclarse con ella y saturarla en la más singular de las combinaciones. Desde entonces, realidad e irrealidad no son sino aspectos diversos de la misma cosa que se ofrecen a la experiencia sucesiva o simultáneamente, como en una visión prodigiosa.

Empero, una dirección del espíritu tiende a distinguir, en cierto plano, lo real de lo irreal, porque advierte entre uno y otro —entre la realidad perceptible y lo trascendente entrevisto— el mismo abismo que separa el cuerpo y el alma, la ciudad terrestre y la ciudad celeste. Es el riguroso dualismo que predomina en la concepción cristiana. Pero no nos dejemos seducir demasiado por esa tendencia dualística, porque el distingo solo aparece preciso y declarado a la luz del análisis conceptual, sin que la vida —verde, a diferencia de la doctrina gris— proporcione siempre al hombre medieval la experiencia de su forzosidad. Ni su experiencia de la naturaleza, ni su experiencia de la vida social o individual lo incitan a discriminar necesariamente lo real y lo irreal, sino por el contrario a sumirse en su íntimo entrecruzamiento, y el sueño o la aventura parecen demostrarle que la realidad encierra ciertamente cuantos secretos sospechara sin atreverse a dar crédito a sus sospechas. Así, todo lo que el hombre medieval ignoraba del mundo y de su propia existencia contribuía a señalarle las infinitas posibilidades que le aguardaban, en las que cabía perfectamente un imprevisto diverso de lo conocido y revelador de una instancia insospechada del mundo que, aunque irrealidad en el fondo, participaba a sus ojos de la esencia misma de lo real.

Se reconoce en todos los aspectos de la vida medieval la presencia de ese trasmundo hacia el que se evade la realidad inmediata, y la presencia también de esta actitud contradictoria frente a las relaciones entre ambos: una afirmación conceptual del dualismo y una afirmación vital de cierta especie de monismo mágico. De esta última arranca la situación de constante aventura en que se siente el hombre medieval, a la espera de que cada recodo del camino pueda depararle la más imprevista de las contingencias: la posibilidad de la hazaña, la posibilidad del milagro, la posibilidad de la revelación. Esa aventura —como el éxtasis o el pecado—, reconoce sin embargo la presencia de un límite tras el cual ingresa dentro de un orden universal en el que el azar se explica revelando sus misteriosas concatenaciones. El mundo trascendente hacia el que la realidad fluye la circunscribe y la limita dentro de una forma rigurosa en la que el vago azar humano se torna designio divino. La aventura no entraña, por eso, inquietudes y angustias sino inmediatas, porque el hombre medieval sabe a ciencia cierta cuáles son los lindes del azar. Así como lo exalta la contingencia de lo inmediato, lo sostiene la inmutabilidad de lo eterno y obtiene de esta certidumbre una seguridad última acerca de su sino. Una aventura delimitada por la conciencia de una seguridad definitiva caracteriza de manera eminente la existencia del hombre medieval.

No nos engañemos si, a pesar de todo, lo vemos caer en el pecado. El pecado es propio de su naturaleza, y sobre todo es también aventura porque inaugura el camino de la expiación lleno de tornasoladas esperanzas y de conflictos espantosos. Esa aventura está también limitada por la seguridad. La vida imperfecta del valle de lágrimas conoce su propia imperfección, pero conoce también la perfección posible de su desenlace, representado por una justicia incontestable. De allí el vibrante patetismo del hombre medieval y la resignación eficaz. Pero pongámonos a cubierto de todo equívoco y no extrememos el alcance de la idea del pecado para el hombre medieval. La realidad inmediata fluye hacia el trasmundo y configura en los lindes una zona equívoca y borrosa; pero hay más acá una realidad palmaria en la que el hombre medieval quiere vivir, una realidad que posee un valor. La realidad corresponde al cuerpo, a la ciudad terrestre, al valle de lágrimas, sí, pero constituye la condición de la existencia terrena, cuyos caminos son infinitos y en los que no se sabe si está señalada la huella del bien o del mal. La vida es aventura y es necesario recorrer los caminos que ofrece, escabrosos y polvorientos unos, dorados y risueños otros. El hombre medieval vive intensa y denodadamente sin que lo asalten las dudas a que después ha acostumbrado al hombre occidental la reflexión sobre su fe, y recorre unos y otros riendo o sollozando, inflamado unas veces por el más encendido patetismo y otras por la más irrefrenable alegría. El pecado o la salvación se esconden en cualquiera de ellos: soberbia o codicia, vanidad o lujuria. A veces el llanto desencadena la alegría y a veces la exaltación del gozo desemboca en la desesperación. Todo es vida, intensa y denodada vida no coaccionada por la reflexión, en la que se busca el riesgo o la gloria, porque en la coherencia del mundo que la acoge —real o irreal a un tiempo— se esconde la definitiva seguridad que le permite ejercitar libremente las varias y contradictorias aptitudes que anidan en su espíritu.

Un mundo coherente en su diversidad: he aquí la dimensión predominante en la concepción del mundo y de la vida del hombre medieval. Pero obsérvese que esa coherencia no está hecha de mutilaciones sino, por el contrario, de una transferencia hacia lo trascendente de la infinita y contradictoria realidad inmediata. La vida es expiación y pecado, no expiación solamente. La vida es imperfección y perfección, o mejor aún, constante aspiración a la perfección desde el ejercicio de lo imperfecto. Alguna vez, la ingente ordenación de la realidad bajo el signo del papado o el signo del imperio proporcionó al hombre medieval la certidumbre de que se aproximaba a la perfección; pero siguió esperándola y luchando por ella después que vio frustrarse el intento, sin que el descorazonamiento lo alcanzara hasta los últimos siglos medievales. Y entonces, en la medida en que comenzó a dudar de la coherencia de lo diverso, comenzó a abandonar la concepción medieval de la vida para ingresar en esa etapa de crisis que prefigura la modernidad.

Pero entretanto, la idea de la coherencia nutrió el espíritu del hombre medieval y presidió su constante ejercicio de las posibilidades de que se sentía animado. Entre ellas la creación. Porque pocas veces la creación estética ha estado tan estrechamente atada a la vida como entonces, pocas ha expresado con más libertad sus direcciones contradictorias y pocas ha respondido con tanta decisión a los reclamos de su espíritu dominado por las cuestiones últimas. Por eso la creación medieval es a veces aparentemente contradictoria y es sin embargo siempre fiel a ese paisaje de fondo que enlaza a la distancia las distintas fases en que se proyecta según el tiempo y el lugar.

Pero no intentemos precisar más, porque acaso caigamos otra vez en el antiguo error de perfilar con demasiada exactitud lo que es esencialmente impreciso. Ese paisaje de fondo solo se advierte mirando hacia la lejanía, a través de realidades históricas que no proyectan siempre ni la totalidad de sus elementos ni la misma gama de matices tonales. Como la realidad inmediata y lo trascendente en la concepción del hombre medieval, hemos de hallar en el análisis de su cultura una forma histórica y un paisaje de fondo sutilmente entrecruzados, cuyos límites aparecerán constantemente a nuestros ojos desdibujados y esquivos.

LAS FORMAS HISTÓRICAS

Si dejamos de lado las variantes regionales, cuyo análisis exigiría un cuidadoso examen de diversos elementos en cada circunscripción, nos es dado advenir que las grandes líneas de la cultura medieval se presentan diversificadas en tres épocas.

La primera —la temprana Edad Media o época de los reinos romano-germánicos— abarca desde la época de las invasiones hasta la crisis del Imperio carolingio en la primera mitad del siglo IX. Es el momento de máxima heterogeneidad de la Europa occidental, en cuyo transcurso se constituyen, por sobre la estructura más o menos uniforme del Bajo imperio, los nuevos reinos autónomos. Hay entonces un activo trabajo de fusión entre las tradiciones del Bajo imperio y las que aportan los conquistadores germánicos, manifestado tanto en la constitución de un nuevo orden económico, social y político como en la elaboración de un tipo de cultura espiritual. Si en el primer aspecto la tarea correspondió a las nuevas aristocracias, en el segundo prevalecieron las minorías cultas, constituidas generalmente por gentes de origen romano; a este último grupo pertenecieron Casiodoro, Gregorio de Tours, Isidoro de Sevilla, Beda, Eghinardo, los estudiosos de las escuelas de York y Cantorbery y de la academia carolingia del Palacio. De la labor de ambas élites y de las circunstancias de la realidad nacieron los códigos romanogermánicos que reordenaron la vida colectiva y las obras filosóficas, históricas o literarias que por entonces aparecieron, vasto conjunto de creaciones intelectuales en el que es posible descubrir el apuntar de lo nuevo en medio de vetustas estructuras. Estas últimas muestran, por ejemplo, la perduración de la vieja concepción universalista que se reflejará en el imperio carolingio y en la política del papado. En este terreno San Agustín había provisto de una doctrina sólida, en relación con otras aportaciones teológicas y filosóficas; trató también temas análogos San Isidoro en diversas obras en las que procuró sintetizar su vasto saber y especialmente en las Etimologías . Junto a todo ello, los bizantinos ofrecieron un caudal vivo de experiencia que no se tradujo solamente en los monumentos de Italia sino también en ciertas influencias sobre la vida política, la vida monástica y la vida intelectual. Y no fueron los únicos que contribuyeron a modelar la concepción de la vida, sin embargo, porque es necesario no olvidar en este aspecto el decisivo aporte de los germanos que, con su naturalismo, trajeron una imagen de la vida del hombre de élite que se opuso largamente al triunfo profundo de la moral cristiana: porque no era propio de un Sigfrido ofrecer la otra mejilla a quien le había abofeteado una vez, y de la estirpe de Sigfrido quisieron ser los caballeros de la Edad Media aun después de haber comenzado a sentir profundamente la influencia cristiana.

La segunda época —la alta Edad Media o época feudal propiamente dicha— arranca de la disolución del imperio carolingio y coincide en sus orígenes con el progresivo reordenamiento social que se origina en esa crisis, en las invasiones normandas y musulmanas y en el desarrollo de la economía cerrada hacia la que marchaba ya el Bajo imperio. Frustrado el Imperio carolingio y manifiestamente impotente el Santo imperio romanogermánico, el papado encarnó el principio de universalidad frente al creciente localismo feudal, y con ello proporcionó a la Iglesia una intensa gravitación, que las cruzadas acrecentaron durante algún tiempo. El cristianismo modificó los ideales del caballero germánico y perfiló las figuras de Rolando y del Cid, con nuevos ideales que más tarde se modificarían aun más por obra de otras influencias hasta conformar el tipo del caballero cortesano; el fiel Tristán, Lancelot, todos en fin los que modelaron María de Francia, Cristián de Troyes o Wolfram de Eschenbach. Esos ideales caballerescos serán, ciertamente, los que predominen, pero no serán los únicos porque la monarquía trabajará eficazmente por acrecentar su poder y la naciente clase de los burgueses comenzará poco a poco a crear una economía destinada a quebrar los privilegios caballerescos. Los cronistas exaltarán la figura de los reyes con desmedro de los señores y los burgueses crearán con las ciudades los monumentos de su gloria. La catedral —románica o gótica— con sus pórticos cuajados de estatuas y el palacio comunal reflejarán en cada una de ellas el esfuerzo y la riqueza de las nuevas clases que surgen. Serán estas nuevas clases también las que provean de maestros y discípulos a las florecientes universidades, porque esta es la época de mayor desarrollo del saber teológico, del que es símbolo la disputa de los universales. Y es también la época que culmina con la Suma teológica , que con la Commedia de Dante constituyen los testimonios eminentes de una culminación que es al mismo tiempo una crisis.

La tercera época —la baja Edad Media o época preburguesa— se insinúa a partir de las postrimerías del siglo XIII y se prolonga hasta el XV. Si la Suma y la Commedia testimonian la presencia de una crisis, es porque nos permiten descubrir que están movidas por el afán de contener un creciente escepticismo acerca de las ideas más caras al hombre medieval y especialmente la idea de la vigencia de un orden universal. Los viejos ideales caballerescos se están tornando meros hábitos formales de menor peso que las nuevas ambiciones de dinero y poder. Es la época en que las ciudades poderosas imponen una nueva economía, desencadenada, por cierto, como consecuencia de aquellas prodigiosas aventuras de los cruzados que comenzaron por procurar la libertad del Santo sepulcro y concluyeron tratando de asegurar el dominio de las rutas del comercio mediterráneo. El lujo, el ansia inmoderada de goce y las transformaciones de las formas de vida que todo ello traía consigo hacen irrupción en las cortes reales y señoriales tanto como en los poderosos centros burgueses. Porque en Brujas se procura imitar a Dijon, cuyo fausto se alimenta, por cierto, en buena parte con dinero de Brujas. El gótico florido, la narración realista, la poesía lírica, el teatro burgués y una naciente ciencia experimental acusan la presencia de cierta revolución latente en el campo de las ideas y los gustos. Es la época de los libros de horas y de los calendarios miniados; de los retratos de van der Weiden y Fouquet; de las Danzas macabras y de esos intensos contrastes que revelan Manrique y Chaucer, Santa Catalina de Siena y Boccaccio. Obsérvese que es también la época del prerrenacimiento italiano, cuyo contenido señala todavía una marcada coherencia con la tradición medieval; pero de la baja Edad Media sobre todo, en cuyo transcurso se opera una revolución decisiva que apenas llega a manifestarse pero que podemos adivinar a través de múltiples pálidos testimonios. Podría decirse que el siglo XIV es una especie de ensayo general de la modernidad, con su revolución burguesa frustrada a pesar de los esfuerzos de los Artevelde en Brujas y de Etienne Marcel en París; con la vaga insinuación de fractura que se insinúa en la burguesía entre los pobres y los ricos, el popolo grasso y el popolo minuto , los majores y los minores ; con su descubrimiento de la naturaleza, visible en los calendarios, los libros de horas y los retratos; con su mutación en la concepción del poder político; con su mutación en la concepción del poder papal frente al que se alzan los cardenales para defender las prerrogativas de los concilios. La escolástica ha entrado en su ocaso y de sus sombras comenzará a emerger el pensamiento de un Nicolás de Cusa, revelador de direcciones encontradas. Y en el afán científico que revelan un Buridan o un Oresme parece descubrirse sin mucho esfuerzo la vía de esa mutación que constituye el paso hacia la modernidad.

Así, sin una ruptura violenta pero con una energía irresistible, una mutación en las condiciones sociales y económicas, en la concepción política, en las ideas sobre el mundo y la vida, se acentúa en los últimos siglos medievales. En Italia antes que en otras partes, esa mutación se hace visible y se manifiesta en una nueva sensibilidad frente a todos los problemas: la vida cotidiana, el conocimiento de la naturaleza, la creación artística. El resto de la Europa occidental seguirá sus huellas hasta que, en cada lugar, las nuevas direcciones hayan creado sus propias fórmulas según los elementos que debían someter a la mutación deseada. La modernidad comienza, pero sin que se pueda observar un sincronismo absoluto. Acaso habría una pauta para reconocer su triunfo: el predominio más o menos acusado de una concepción naturalista del mundo en desmedro de la vieja concepción teísta. Allí donde se manifiesta, triunfa la modernidad. Pero es necesario tener presente aquella observación que justificaba nuestro interés por la cultura medieval: la concepción teísta sobrevive, se abroquela y lucha por su perduración, constituyendo una dimensión del Occidente aun en plena Edad Moderna. Más que el predominio de la concepción naturalista, la modernidad se nos presenta hasta ahora como una lucha entre ella y su adversaria. Este drama está, pues, inconcluso y quizá constituye el nudo de muchos problemas que nos sobrecogen hoy por su magnitud y su trascendencia. Acaso convenga releer a Montaigne y a Pascal para saber a qué atenerse en cuanto a dos actitudes inconciliables entre sí en el fondo y que se muestran escondidas tras todos los dilemas que nos ofrece el mundo moderno.