Los elementos hebreos en la constitución del espíritu helenístico. 1943

La imposibilidad de mantener la pureza del movimiento desencadenado entre los hebreos por los Macabeos en el siglo II, no fue sino el resultado del clima espiritual imperante en el Mediterráneo oriental después de la expansión griega, resultado, a su vez, de las nuevas situaciones económicas, políticas y sociales. Lo característico de este clima espiritual fue su intención ecuménica y su vigorosa oposición a todo particularismo refractario. El esfuerzo de la ortodoxia hebrea para anquilosarse y resistir duró muy poco tiempo y las formas políticas creadas por este movimiento se desviaron muy pronto hasta acercarse a la tendencia moderna y vigente.

En contacto con el mundo mediterráneo, la cultura hebrea trató de descubrir los aspectos de su contenido espiritual que, desarrollados, pudieran coincidir con las tendencias en vigor haciéndola capaz de coexistir con el helenismo en el ámbito griego. Este esfuerzo de aproximación define de allí en adelante a la cultura hebrea como una cultura que deserta de su estructura originaria —después de haber producido un primer sincretismo oriental— y se hace fuertemente filomediterránea. Desde ese momento, los elementos de su cultura que logran un sentido coincidente con el de la cultura helenística ambiente y los destinados a incorporarse a este nuevo complejo guardando su radical disidencia con ella, se presentan en las fuentes bíblicas como el resultado de una adhesión a la manera propia del Mediterráneo oriental, manifestada tanto en la minoría militar como en la minoría religiosa, y destinada a cristalizar con el tiempo en vastos movimientos sincréticos. La tendencia ecuménica será el carácter más visible de esta confluencia de culturas, y se verá expresada, sobre todo, en el hecho del cosmopolitismo, en la formación de la idea imperial, y en la ordenación de una religión universalista.

La diáspora y el cosmopolitismo helenístico.

De su tardía sedentarización, los hebreos guardaron permanentemente el hábito trashumante y la tendencia a dispersarse. Algunos estudios recientes han señalado los remotos orígenes de la diáspora hebrea. A. Causse [1] cree ver en un pasaje del primer libro de los Reyes, un testimonio de esta antiquísima tendencia dispersiva del pueblo hebreo, ya activa en la segunda mitad del siglo IX. Después de las invasiones asirias y caldeas, la presencia de colonias hebreas en lugares alejados es más frecuente; en Asiria misma encontramos una, y los Profetas nos hablan de emigrados en tierras egipcias que constituían grupos numerosos. Después de la conquista se produce el largo exilio de Babilonia, cuyas consecuencias fueron tan profundas en el espíritu hebreo; pero, terminada la época de coacción, nutridas colonias quedan a orillas del Éufrates y del Tigris, dispersas por las ciudades, y especialmente en Babilonia misma. Después de reconstituida la nacionalidad el movimiento dispersivo continúa y la raza se siente así vinculada, a través del espacio, por sólidos lazos de cultura que estaban destinados a producir en la cultura hebrea una acentuada tendencia al universalismo.

La diáspora adquiere muy pronto ese carácter. En Ezequiel se advierten extraños llamados a los hijos y a la casa de Israel. Pero es el segundo Isaías quien ha podido ser llamado el gran profeta de la diáspora. La extensión del mundo culto se presentaba a los ojos de los hebreos sembrada de colonias hebreas, y en el corazón de todas las culturas descubre el Profeta el núcleo de su fe, difundida a través del espacio. Por sobre estos islotes de fe hebrea, el Deutero-Isaías construye una visión universal y comienza a pensar en una humanidad compacta, distante de su ámbito familiar hasta alcanzar los pueblos lejanos; es a ella a quien debe predicar su religión, para infundirle a este nuevo ser social el mismo contenido espiritual que anima a los núcleos hebreos que le sirven de apoyo y de fermento, y constituir así un vasto imperio religioso, que verá en Sión su capital y en la ley de Jehová la ley universal.

Esta tendencia ecuménica aparecía ya clara y distinta a mediados del siglo VI, y se robusteció a medida que se desarrolló la diáspora. La concepción geográfica que se advierte en la literatura bíblica posterior —el libro de Daniel, por ejemplo— es el resultado del intercambio de las comunidades judías; en los Hechos de los Apóstoles se ha de ver finalizada esta exploración del mundo mediterráneo, cumplida por el afán ambulatorio de los grupos judíos.

Pero en el último tercio del siglo IV, los grupos judíos dispersos por las ciudades del mundo oriental advierten que otro pueblo comienza una aventura similar; después de la expedición de Alejandro, las poblaciones griegas acentúan su afán por encontrar nuevos horizontes económicos y políticos. El área geográfica crece rápidamente, al tiempo que la concepción de la ciudad-estado comienza a declinar y sus ciudadanos a aspirar a la ciudadanía del mundo. Para lograrlo, la vieja tradición marina y la nueva anábasis ofrecen ricas posibilidades. Los ciudadanos abandonan las ciudades; el Oriente y el Occidente se prestan para la aventura, y colonias griegas parten para lejanas metrópolis, ahora capitales de nuevos reinos griegos. Como entre los hebreos, entre los griegos era antigua esta obsesión viajera. En tiempos remotos habían llegado a la Cólquide y en épocas más próximas habían alcanzado lejanas costas occidentales. Pero la dispersión de ahora es más sistemática y se hace más a costa del viejo tronco patrio: la Grecia no se recobra más de esta sangría humana, mientras reverdecen las nuevas ciudades greco-orientales, a consecuencia de la febril actividad de los barrios comerciales de griegos y hebreos. En esta actividad y en esta tendencia, en efecto, los griegos coincidirán con los hebreos. Apartados en distritos de las mismas ciudades, con una especie de extraterritorialidad, unos y otros desarrollan actividades semejantes, aunque de maneras muy diversas. Pero un acercamiento lento y seguro se produce insensiblemente y cada uno de esos grupos sociales procura encontrar en el repertorio de sus posibilidades humanas el tono que conviene al nuevo ambiente. Griegos y judíos, aunque movidos por dos concepciones antitéticas de la vida, procuran, en las grandes ciudades, elaborar una cultura de coincidencias recíprocas, que hiciera posible la coexistencia de los desarraigados; cosa curiosa, son los desarraigados los que caracterizarán la época más que los sedentarios, y de su capacidad para sembrar ideas extrañas en cada suelo debía surgir ese vago sincretismo que caracteriza el período helenístico.

Naturalmente, la nota dominante la habían dado los griegos, y, ante su cultura, debieron reaccionar de diversos modos los hebreos. Hubo actitudes extremas y actitudes conciliatorias. Por una parte se produjo una apostasía radical y hubo conversiones en número considerable entre las minorías poderosas; por otra, hubo fenómenos de hermetismo —como el que se había dado, en cierto modo, en el cautiverio— en función de los cuales la fe hebrea se encerró en la práctica estricta de las prescripciones rituales, para impedir su contaminación por influencias extrañas; esta actitud hubo de originar una actitud de odio contra estos grupos reacios a su fusión con el resto de la población y aun a cualquier forma de intercambio, a causa de las cuales se originaron en diversas ciudades —como en Seleucia y en Alejandría— manifestaciones antijudías.

Pero, frente a estas actitudes extremas, las hubo también conciliatorias. Los judíos de algunas grandes metrópolis, y muy en especial de Alejandría, se mostraron sensibles a las influencias de las costumbres y del pensamiento griegos. En el siglo II antes de J. C., podía ya apreciarse una diferencia sensible de pureza entre los judíos de Alejandría y aquéllos de Jerusalem. El nieto de Jesús de Sirach lo hace notar expresamente y traduce la Sabiduría, precisamente, para edificar a los que “establecidos en el extranjero, aman los estudios y quieren reglar su vida sobre los preceptos morales de la ley”; un sentido semejante tiene la exhortación con que comienza el segundo libro de los Macabeos, y puede apreciarse la influencia obrada en el pensamiento hebreo por la cultura griega a través de la Sabiduría del pseudo-Salomón, obra de un judío alejandrino, profundamente tocado por influencias filosóficas y literarias griegas.

Fue esta actitud transigente y receptiva la que, a la larga, hubo de primar, y el contacto puso en evidencia que así como había tendencia a diluir lo hebreo en el ambiente helénico, era fácil encontrar elementos de la cultura hebrea que resultaban simpáticos a la mentalidad griega de la época. Fue, ante todo, la actitud ética, radical y firme en el hebreo, la que evidenció su coincidencia con las posiciones filosóficas vigentes, de estoicos, escépticos y epicúreos, sobre todo. De esta coincidencia en la actitud ética pudo sacar Josefo su asimilación —tan superficial— de las sectas hebreas a las escuelas filosóficas griegas.

En los griegos y los hebreos, la actitud ética llevaba, en este momento, hacia la postulación de una justicia inmediata: la justicia del derecho natural de los estoicos, o el abatimiento de los reyes y los poderosos en la literatura apocalíptica. Esta esperanza se dirigía, sobre todo, hacia una liberación del individuo de toda coacción externa, para la realización de ideales estrictamente individuales, de tipo ético-religioso: el griego quería llegar a ser el “sabio” y el hebreo quería llegar a ser el “piadoso”. Por fuera de eso, el destino social interesaba en alguna medida, allí donde tocaba el destino individual: se resolvía, finalmente, en la esperanza mesiánica en sus diversas formas, o en la constitución de un imperio universal, poderoso y ecuánime, en el que la fuerza garantizara la justicia. El hebreo piadoso no podía negar su parentesco con los santones cínicos, y en esta variada gama de aspiraciones a la justicia y a la santidad, el hebreo debía poner su sello apocalíptico: a la sabia serenidad del estoico, del epicúreo o del escéptico, debía agregar la intolerante seguridad del ortodoxo dogmático y fanático. Con estos elementos se constituirá en el Occidente mediterráneo, en la época helenística, un tipo de hombre religioso, concordante con el que había dado el dionisismo en Grecia, en un primer esfuerzo sincrético de escasa difusión. El cristiano recogerá esta tradición y sobre su doctrina se canalizará, en los últimos siglos del período helenístico, este ideal humano de santidad, elaborado con aquellos elementos.

A la constitución de la doctrina misma, concurre el hebraísmo con su concepción monoteísta de la divinidad. Testimoniada por la más noble literatura profética, la idea de la divinidad universal no era tampoco ajena a lo concepción griega, la que, sin embargo, no había alcanzado a definirla con rigurosa precisión. Se había dado en Jenófanes y en Parménides, como resultado de una crítica a la religión homérica, pero no había alcanzado una expresión orgánica y precisa, en tanto que el platonismo había elaborado conceptualmente una idea de Bien que coincidía sensiblemente con la idea de Dios; en un alarde de su concepción de lo absoluto, decía Platón, oponiéndose a la fórmula protagórica, que Dios es la medida de todas las cosas.

En Alejandría se inicia un proceso de vinculación del Jehová hebreo con el logos platónico y estoico. Por intermedio de éste, debía resolverse la antinomia entre la más elevada forma de la divinidad sin cualidades ni límites ni forma, y el mundo, caracterizado por estas notas. Los logoi son asimilados por Filón de Alejandría a los Beni-Elohim de la Biblia, y aquella forma intermediaria entre Dios y el mundo, aparece, para Filón, implícita ya en la concepción bíblica ortodoxa.

Quizá podría aplicarse, para comprender esta idea de Filón, la atinada observación de Causse sobre la hipóstasis de la Sabiduría en la obra del Pseudo-Salomón; la búsqueda de equivalentes griegos a los productos de la especulación teológica hebrea podría no ser sino un medio de presentar en un ámbito de cultura griega, en forma coherente e inteligible para ellos, su propia concepción filosófica. El hecho es que por este camino comienza a aproximarse a la mentalidad helenística la noción de una divinidad indefinible e ininteligible. Preparada para su captación por algunos instantes místicos del pensamiento filosófico griego —pitagóricos, epicúreos, acaso el mismo Sócrates— esta noción religiosa de origen hebreo apareció en la Alejandría cosmopolita como susceptible de constituir una zona de confluencia de las dos culturas. Filón de Alejandría limó las aristas y forzó las coincidencias, desarrollando a un tiempo mismo el propio pensamiento hebreo y sus formas coincidentes con el pensamiento griego.

Fuera de estos elementos de la concepción judía del mundo, susceptibles de incorporarse a la concepción corriente del período helenístico, el contacto del hebraísmo y el helenismo avivó en el primero la conciencia de algunas facetas de su propia cultura que encontraban en la griega sus homologas, y cuyo desarrollo creaba, naturalmente, puntos de coincidencia que estimulaban y facilitaban la convivencia de las dos culturas.

El universalismo caracterizó de inmediato las dos diásporas y creó un sólido vínculo en las aspiraciones y en las realizaciones sociales de las dos culturas. Una base real lo facilitaba: colonias judías y griegas se esparcían por todo el mundo de la época, y en cada ciudad, una comunidad judía y una griega traían a la conciencia de la raza el llamado de cada ambiente lejano, cargado con las deformaciones y los matices de su idiosincrasia particular. Desde muy antiguo, un Deutero-Isaías podía sentir a la humanidad entera como oyente de su invocación y el mundo entero como escenario para que los judíos de la diáspora predicaran el llamado de su Dios. Realizada la efímera unificación por Alejandro, el universalismo judío encuentra un clima favorable y los hebreos se acomodan a él con solo desarrollar la tendencia ecuménica que estaba latente en aquella prédica. La coincidencia de estos dos grupos —base y núcleo común de las grandes ciudades— obró como factor disolvente de todo nacionalismo: en contacto con aquella concepción, esta otra parecía una noción estrecha y anticuada frente a la inmensa realidad de la organización moderna del mundo.

El universalismo se expresó en la actitud de las poblaciones de las ciudades cosmopolitas, en el intercambio espiritual y económico entre los más alejados lugares, en el conocimiento recíproco y en la aptitud para la comprensión de lo distinto y de lo exótico; pero, sobre todo, en un producto concreto de la íntima vinculación del mundo mediterráneo; los griegos impusieron la forma koiné de su idioma para las relaciones económicas y espirituales del mundo helenístico. Los hebreos se adhirieron prontamente a la nueva moda, y muy pronto el viejo idioma patrio volvió a quedar relegado a la categoría de lengua religiosa apenas hablada mientras el koiné se hacía, rápidamente, la lengua preferida por las comunidades más alejadas. Pero no sólo en favor del griego abandonó el hebreo su propio idioma, sino que lo abandonó en general, en beneficio de todas las lenguas de los lugares en donde residía; la prédica proselitista debía considerar ese hecho y aconsejaba a los fieles que se dirigieran a sus oyentes en sus lenguas. Fue en cumplimiento de esta consigna general que el nieto de Jesús de Sirach tradujo al griego la obra de su abuelo, que se traduce el primer libro de los Macabeos y que circula en hebreo y en arameo la profecía de Daniel.

Pero esta comprensión de los localismos no cabía sino en una conciencia desprovista de localismos. El idioma universal que se superponía sobre las lenguas locales, no era sino el resultado de esa conciencia creciente en el sentido de la unidad, constituida sobre zonas más o menos superficiales de coincidencia, fuera de las cuales cabía la diversidad, pero limitada por aquellas ideas en que se había logrado —o se elaboraba— el consenso unánime.

Pero, como toda concepción ecuménica de la vida, ésta que se elabora por la interacción de dos predisposiciones coincidentes —la hebrea y la griega— esconde por debajo de ella un firme individualismo, preexistente, en germen, en las dos culturas. El piadoso hebreo —ya lo hemos señalado— se aislaba dentro de la comunidad en tanto que aspiraba a una disolución del vínculo nacional; en efecto, lo considera como una fuente de preocupaciones ilícitas, susceptible de imponer sus exigencias materiales e inmediatas por encima de los primordiales intereses de la fe y ve en él un permanente llamado a la deserción. El ejemplo de los Macabeos había resultado decisivo y el fiel de la Thora se resuelve por un tipo de vínculo social más amplio, menos exigente, como el que se daba en la idea de humanidad, de una congregación universal de los fieles, de la ecúmene en sentido espiritual; estas ideas parecen realizar aquella aspiración en tiempos en que el escéptico, el estoico y el epicúreo pretenden desligarse de las obligaciones que —dentro del ámbito griego— le imponían las ciudades-estado, y que chocaban con sus nuevos ideales individuales. Esta coincidencia los une en una misma aspiración social, resultado de la cual es el indiferentismo político y la agrupación gregaria en las grandes ciudades cosmopolitas. En los imperios post-alejandrinos como en el romano, las comunidades griegas y hebreas —con diferencias de matices en cuanto a su hermetismo con respecto al ambiente social— se apartan de las preocupaciones públicas y crean una particular psicología del extranjero. Su esfera propia de acción será la actividad económica, libre, incontrolada, sometida tan sólo a las exigencias de los poderosos que cambian ventajas concedidas a los traficantes por la complicidad de éstos en las aventuras financieras. El comercio y la navegación serán las actividades, complementarias entre sí, de griegos y de judíos en el mundo helenístico. En Puteoli como en Alejandría, el mundo en que viven, aunque permeable a las influencias sociales y espirituales, apenas toma contacto con la realidad política; si algunas veces ocurre, el traficante adopta una actitud sumisa y conformista ante el poderoso: su poder se ejercerá sobre él por medio de su fuerza económica y financiera.

Esta modalidad de extranjero domiciliado, separado del ambiente político-social, despreocupado del destino nacional del pueblo en cuyo seno vive, participa, naturalmente, de aquella concepción ecuménica; son los que participan de ella los que aseguran el contacto internacional, son los vehículos de propagación de las ideas y los vigías atentos de las relaciones recíprocas. Dispersos por el mundo y unidos en esta actitud, griegos y judíos configuran una realidad espiritual característica del mundo helenístico.

El ideal mesiánico y la concepción ecuménica imperial.

En una zona más profunda de coincidencias, vinculada al hecho material de la diáspora pero más particularmente a la interacción de las ideas, el helenismo y el judaísmo se vinculan de manera apenas perceptible en la elaboración de la concepción ecuménica y en la de su expresión político-social, el imperio, acaso la más significativa y la más auténtica resultante de la cultura helenística. La investigación de este tema en las fuentes bíblicas no se ha realizado sino en mínima escala y, según creo, está destinada a proporcionar ricos elementos para la comprensión de la realidad helenística. Por su variedad, sólo es posible diseñar sus líneas principales, advirtiendo que aun éstas están sujetas a revisión.

La diáspora significaba una adhesión de hecho a la realidad histórico-social de la época. Sometidos, los hebreos, a los asirios y los persas, su concepción ecuménica se expresó primero en una forma refleja de la organización imperial del Oriente, forma atómica en la que lo universal sólo se lograba por la agregación mecánica de los particularismos nacionales. El hebreo tenía de los imperios orientales una visión esquemática pero aproximada a la realidad. Sus caracteres están finamente percibidos en múltiples pasajes de la Biblia, pero se organizan ya dentro de la concepción tardía del judaísmo en el libro de Daniel. El imperio aparece como la concentración, en una mano, de las “naciones y lenguas que moran en la tierra”; el depositario del poder autocrático sobre ellas es “rey de reyes, porque el Dios del cielo te (le) ha dado reino, potencia y fortaleza y majestad”. Por sobre sus súbditos extiende potencias intermedias, “gobernadores de provincia” y “príncipes de los gobernadores”; pero su autoridad es sólo la que surge de la delegación del rey, porque la autoridad de éste es de origen divino. “El Dios del cielo le ha dado reino” y ese Dios constituye la verdadera potestad del estado. Religión y estado son, pues, formas diversas de una misma concepción de la autoridad y el culto de las divinidades públicas forma parte de las muestras de acatamiento al poder real.

Pero el pueblo de Jehová tiene también su Dios todopoderoso y, en cierta medida, también espera de él que un día dé señales inequívocas de su poder y aniquile a los falsos dioses, y, en consecuencia, a los falsos imperios.

Habrá llegado entonces el esperado día de la ira; sobrevendrá entonces la venganza contra todos los que han ofendido a Israel y también contra aquellos de su pueblo que hayan violado su alianza. Entonces, con los justos, Israel verá constituirse su imperio. Pero, aunque obra de Dios, no por eso dejará de ser un imperio terrenal; Daniel lo define con las mismas palabras con que caracterizaba los imperios del Oriente: “…un hijo de hombre que venía y llegó hasta el anciano de grande edad, e hiciéronle llegar delante de él. Y fuéle dado señorío y gloria y reino; y todos los pueblos y naciones y lenguas le sirvieron; su señorío, señorío eterno que no será pasajero, y su reino, que no se corromperá”.

Eternidad y pureza debían, pues, diferenciar el nuevo imperio de Israel del de las antiguas naciones de Oriente; detenido en el tiempo, sin decadencia y sin evolución, el reino impuesto por Jehová no perderá, sin embargo, los caracteres de un reino terrestre. Sólo se distinguirá de ellos por el perfeccionamiento con que se dan sus mismas cualidades.

Para constituir el esperado imperio de Israel será menester, sin embargo, esperar la resurrección de los cuerpos, que asegurará la sobrevivencia de los justos con caracteres estrictamente humanos, pero llevados hasta una plenitud gozosa: “Ellos no pecarán más, ni serán castigados en todos los días de su vida, ni morirán por un castigo o por la cólera divina, sino que acabarán el número de los días de su vida, y su vida transcurrirá en paz, y los años de su gozo se multiplicarán en una alegría y en una paz eternas, todos los días de su vida”. Y en otro pasaje: “Entonces todos los justos escaparán y permanecerán vivos hasta que hayan engendrado mil hijos, y todos los días de su juventud y de su vejez, acabarán”.

Esta esperanza palingenésica conforma poco a poco la esperanza de un imperio terrenal. Jerusalem debía ser su capital y tendría todo el brillo y toda la gloria que el hebreo envidiaba y maldecía a un tiempo en Susa, en Persépolis o en Babilonia. En ese momento los judíos dispersos se reunirían otra vez y las naciones extranjeras serían castigadas y obligadas a reconocer a Jehová y a su ley; si así no ocurriese, el pueblo de Israel lo impondría por la fuerza de su raza numerosa. En el trono de la ciudad santa, un Mesías de Jehová —o acaso Jehová mismo— regiría el mundo entero y establecería la paz y la justicia, ya para siempre.

Esta forma del mesianismo nutrió por mucho tiempo la esperanza del judío piadoso, pero fue abandonada al cabo. La trágica aventura de los Macabeos sirvió para probar al fiel de la Thora hasta qué punto era posible esperar la felicidad de un reino nacional; paulatinamente, y junto a aquella forma nacional de la esperanza mesiánica, comienza a constituirse otra, de tipo puramente espiritual.

Para llegar a esta concepción, era indispensable alcanzar una sutil discriminación en el análisis de las relaciones entre los fenómenos políticos y los religiosos. Frente a la indistinta unión en que aparecen combinados el culto y el poder en los reinos orientales y en las ciudades griegas, la constitución del gran imperio macedónico enseñó a Alejandro y a sus sucesores la dificultad y el peligro de mantener la política oriental de intolerancia religiosa. De ella debía depender, en gran parte, su duración efímera.

Cuando se presenta como libertador de los pueblos sometidos a Darío, Alejandro no hace sino insistir en la política religiosa del persa mismo: los pueblos conquistados mantienen su religión, y aun el conquistador se adhiere a ella haciéndose investir según el rito preciso de cada culto. La autoridad política no hace sino ganar en solidez con esta discriminación de las dos series de fenómenos, y la hábil conducta de los Lagidas, por ejemplo, dio prueba de las ventajas del sistema. El mundo helenístico heredó de Alejandro esta clarovidente actitud y la posibilidad de creación de grandes imperios se hace más verosímil en la medida en que menor número de renunciamientos religiosos se imponen a las poblaciones sometidas.

El pensamiento religioso hebreo, intolerante y particularista, supo, sin embargo, sortear las dificultades intrínsecas de su propia fe y adherirse a esta tendencia. El hecho es notorio y no podrían probarse influencias. Es necesario, pues, afirmar una coincidencia más o menos consciente, a las que otras actitudes homologas hace aparecer como intencionadamente buscada.

Si una importante fracción del pueblo judío aspiraba a la formación de un reino mesiánico de tipo terrenal, con caracteres estrictamente humanos, si los Celotas podían ver en la aventura de los Macabeos una forma de realización militar de su esperanza religiosa, una tendencia opuesta se insinúa, destinada a tener preclara significación. El reino mesiánico a que en ella se aspira, nada tiene que ver con la tierra, nada con las ambiciones territoriales y muy poco con Jerusalem misma. Por encima de la idea del conglomerado de pueblos —configurada por la realidad política— el reino mesiánico entrevé ahora otro tipo de universalidad.

Este reino mesiánico será, con respecto al otro, infinitamente más vasto, pues lo constituirá el universo mismo: será el reino de los cielos y será eterno. Quienes gocen de él, no serán los cuerpos —como en la concepción palingenésica, de clara ascendencia hebrea— sino que serán las almas de los justos, cuya suerte será infinitamente mejor que la de los vivos. Las almas de los pecadores y de los gentiles, en cambio, serán arrojadas al Esqueol, donde tendrán perpetuo castigo.

Solamente en este reino puramente espiritual podrá darse la justicia. Se hace evidente ahora que todas las otras formas mesiánicas no revelan sino una pecadora imposibilidad de desligarse de los apetitos y de las ambiciones terrenales. En ésta, en cambio, el hebreo ha percibido que lo universal sólo se da por la fe, y que, sólo en las alturas, bajo la vista de Jehová es posible constituir el verdadero reino de Dios.

Expresada bajo esta faz conceptual, lo universal adquiere ahora nueva categoría. En lugar de una grosera agregación material de lo distinto, se percibe en esta nueva concepción mesiánica una idea, dinamizada para ser convertida en ideal. Universo y humanidad son los supuestos de esta concepción ecuménica.

Pero para que este ideal mantenga su fuerza y su jerarquía, es necesario que se abstenga de toda contaminación con la realidad política inmediata. Toda esperanza política queda así declarada ilícita para el hebreo; la profunda noción ecuménica así elaborada coincide en su extensión con la ambición de los imperios reales, pero no se toca con ella y permite al fiel de la Thora exigir la libertad de su conciencia al solo precio de su adhesión a un régimen social y político de tipo imperial.

El fiel tiene en la tierra, sin embargo, una misión vinculada a su destino celestial; la de obtener, por la prédica, la unanimidad de la fe, en la misma manera que el imperio buscaba la unanimidad de la ciudadanía. El fariseo tiene la obsesión del prosélito y el imperio la de la anexión territorial: son las dos formas concurrentes de fe ecuménica que mueven el mundo helenístico.

La propaganda hace al fariseo correr tierras y mares —según la frase del Evangelista— y aspira un día a una unidad en la fe, más fuerte, más segura, más duradera que todas las posibilidades mundanas. La conquista mueve al imperio —por sobre toda juridicidad— a imponer una unidad de poder, de vigencia inmediata e impuesta por la fuerza. Sin tocarse con el imperio territorial —lo que es del César— el judío crea también un imperio universal de la fe —lo que es de Dios.

El sincretismo religioso helenístico.

Si los testimonios bíblicos nos ilustran con bastante detalle sobre las influencias ejercidas en la religión hebrea por las religiones vecinas, la influencia contraria es mucho más difícil de documentar con esos textos. Quizá la más segura pauta sea la que proporciona la observación de Causse ya señalada y que me parece clarovidente: han sido las exigencias de la propaganda las que han llevado al pensamiento religioso hebreo a deformar sus propias concepciones para acomodarlas al sistema que profesaban sus oyentes. En este proceso se han alterado múltiples ideas hebreas en busca de sus equivalentes griegas. El concepto de la divinidad universal, ante todo, comienza a ser referido a la noción griega del ser, con los caracteres que éste presenta en la filosofía eleática, primero, y en la platónica después.

En la búsqueda del intermediario entre la divinidad perfecta e inasible y el mundo material, se llega a asimilar los Beni-Elohim con los logoi griegos, en cuya base se descubre la noción del logos estoico, razón seminal, creadora del universo.

Es, pues, lógico, dentro del esquema de Causse, suponer que estas asimilaciones implican un auditorio interesado, no capaz, sin embargo, de captar el pensamiento judío en su forma prístina. El Nuevo Testamento presenta los signos del distingo entre judíos y no judíos, y en Pablo se advierte ya una actitud decidida frente al problema. Pero para haber llegado a la promiscuidad de judíos y gentiles que el Nuevo Testamento nos muestra, debe haberse corrido un largo camino en las relaciones y en las coincidencias de las dos culturas. Otros testimonios nos muestran también cómo las sinagogas tenían, fuera del público judío, un público simpatizante que se asimilaba rápidamente a la fe hebrea, en la forma más o menos pura en que llegaba a su comprensión. Pero lo que sí nos muestran los testimonios bíblicos es el contenido religioso que esa propaganda lleva al espíritu de sus oyentes helenísticos. Porque lo que escuchaban los gentiles en las sinagogas no era ya la vieja y pura fe judía.

Si, en efecto, advertimos una conjunción sincrética entre la fe judía que trasciende de su hogar primitivo desde el siglo III antes de J. C. y las ideas griegas, el testimonio bíblico nos muestra que ya, antes, se había producido otro proceso sincrético entre lo distintivamente hebreo y lo oriental recogido e incorporado en la primera etapa de la diáspora. Este contenido oriental había encontrado una concreción en la Thora y en los Profetas, y llega, por este conducto, a ponerse en contacto con la cultura griega, a través de la prédica judía.

He aquí, pues, un hecho que merece ser destacado: las influencias orientales que recibe la cultura helenística llegan hasta ella por una vía directa y por una vía refleja. Por la primera, las resistencias son más enérgicas y los contactos más superficiales, a pesar de lo cual son muy importantes. Por la segunda, una serie de elementos de amalgama hacen filtrar en el mundo helenístico una innumerable cantidad de elementos orientales, sobre todo de carácter religioso.

Así toman contacto con la cultura griega y con el clima espiritual del Mediterráneo oriental, las concepciones escatológicas orientales, entrevistas por Grecia a través de los cultos dionisíacos, pero que adquieren ahora, en el campo religioso y social, una importancia decisiva.

Las representaciones escatológicas, que no existen en los más antiguos textos de la Biblia, se nos aparecen por primera vez en el libro de Daniel, en forma explícita. Sus antecedentes eran las innumerables alusiones al día de la ira, día de Iahvé, que los Profetas pintaban con colores terribles; pero eran alusiones aisladas que no llegaban a sistematizarse en una concepción del más allá; la venganza de la divinidad, en los Profetas, se expresaba, más bien, por acciones de tipo humano como las que la imaginación popular recordaba, y su ejecución debería estar a cargo de pueblos extranjeros y crueles. Por influencia persa se transforman estas visiones del futuro en visiones escatológicas. De Persia se toma la descripción de los signos premonitores así como el detalle de los hechos mismos que debían provocar el fin del mundo. Desde entonces, esta concepción del destino final del mundo adquiere cada vez mayor precisión, aun cuando adquiere también mayor variedad: los apocalipsis abundaron y cada uno de ellos expresa diversamente los detalles de la visión escatológica y de la esperanza mesiánica.

Igualmente se incorporaron de Persia la angelología y la demonología. Los más antiguos textos bíblicos conocían intermediarios entre Jehová y los hombres, los Beni-Elohim; pero es en la literatura post-exílica cuando comienzan estos seres a tener un papel fundamental en la concepción religiosa.

Como para la concepción escatológica, también es el libro de Daniel el que revela esta nueva y poderosa influencia. Ángeles y demonios constituyen legión, y existe entre ellos una jerarquía sacada de la complicada organización de las cortes persas.

Pero lo más extraño a la antigua fe de Israel es el dualismo que la oposición de ángeles y demonios representan. Este dualismo se fijó firmemente en la religión hebrea y había de pasar íntegramente al repertorio de ideas del mundo helenístico.

Esta síntesis de ideas orientales no hebreas y de ideas puramente hebreas, aparece ya firmemente asentada en la literatura apócrifa, que se produce, en su mayor parte, en el plazo que va desde el comienzo del siglo II hasta la mitad del siglo I antes de J. C. Sobre la base de la doctrina contenida en esta literatura, se fija el contenido religioso de Israel en la época helenística, y, como lo ha mostrado Guignebert, es este contenido religioso el que caracteriza el clima espiritual del mundo hebreo en el momento de la aparición de Jesús: lo es también de todo el mundo mediterráneo oriental.

Frente al escepticismo saduceo, que negaba la validez de todas estas innovaciones —angelología, demonología, resurrección-—, los fariseos hacían ardientes manifestaciones de fe en esto que afirmaban implícito en la vieja Thora, y condenaban violentamente aquella actitud saducea. Triunfó, sin embargo, la nueva fe, y pasó íntegramente a formar parte del contenido espiritual del mundo helenístico.

En el transcurso del siglo I después de J. C., todos esos elementos, que flotaban en el ambiente mediterráneo como consecuencia de la diáspora, esperaban una nueva síntesis en que estructurarse dentro de la realidad espiritual de la época: al apetito religioso del mundo helenístico, responde el hebraísmo forzando su propia doctrina religiosa para hacerla inteligible a su nuevo auditorio; aun cuando fuera griega la base de su cultura, estaba éste preparado para recibirla. Por el camino de las aproximaciones y de las coincidencias, las filosofías, surgidas de esta última etapa de la actividad creadora del pensamiento griego, se habían inclinado a desviar el centro de sus preocupaciones hacia los problemas éticos y, en especial, hacia los problemas de la moral práctica. Esta problemática de la conducta abría el camino para toda clase de respuestas y las cuestiones últimas sobre el destino del hombre y el fin de su conducta no podían satisfacerse ya con explicaciones de tipo filosófico. Sobre este interrogante cayó la nueva doctrina, predicada en las sinagogas y hecha inteligible para las gentes de formación griega por un sabio esfuerzo de asimilación, realizado por los judíos filo-mediterráneos. Un nuevo proceso sincrético comenzó a producirse, y aquella doctrina —ya sincrética— viene a integrar ahora nuevas síntesis. Por el mundo mediterráneo comenzarán a flotar —como ideas occidentales— las más viejas ideas del Oriente apenas transfiguradas en su aspecto formal; a poco, no sería ya posible discriminar unas y otras en la compleja cultura koiné del período helenístico.

Notas

1 A. Causse, Les dispersés d’Israel. Les origineis de la diaspora et son rôle dans la formation du judaïsme. París, Alean, 1929.