Para recuperar la universidad. 1976

La cuestión universitaria —esto es, cómo recuperar la Universidad que el país necesita— está en la mente de todos los que tienen o han tenido que ver con ella: los profesores, los ex profesores y los estudiantes, los graduados ya en el ejercicio de sus profesiones, los investigadores, los estudiosos. Pero también está en la mente de todos los que están interesados en el problema de la cultura nacional y de todos los que conocen cuánto importan la correcta orientación y el buen funcionamiento de la Universidad para el desarrollo del país y para su futuro. Todos coinciden en que la Universidad no puede desenvolverse en el caos ni puede arrastrarse en un letargo que sólo asegure el módico cumplimiento de sus tareas primarias. Más acá de la irresponsable audacia de algunos y más allá de los oprimentes terrores de otros, un vago consenso de muchos de los que están preocupados simultáneamente por la Universidad y por el país parece expresarse en un anhelo de que se encuentre la óptima vía media para que pueda cumplirse en la Argentina la “misión de la Universidad”, como llamó Ortega en lúcido ensayo al conjunto de sus funciones.

La cuestión, siempre difícil, se plantea ahora en la Argentina en un momento excepcionalmente duro de su historia. Los argentinos vivimos una dramática experiencia que pone al descubierto cada día, junto a lo que sabíamos de nosotros mismos, otras muchas cosas que ignorábamos. Hemos aprendido mucho acerca de nuestra grandeza y de nuestras miserias, de nuestra capacidad de odio y de estéril violencia y de nuestra capacidad de amor y constructiva creación, de lo que en nosotros hunde sus raíces en oscuros resentimientos y de lo que se nutre de nobles esperanzas. Ha sido, y sigue siendo, un aprendizaje doloroso. Parecería como si la conciencia argentina hubiera perdido su inocencia y hubiese descubierto que está desnuda. El momento es oscuro y obliga a los espíritus reflexivos a ahondar en sus problemas sin perder de vista las experiencias que han vivido y las que viven cada día a lo largo de un proceso aún abierto que oculta muchas incógnitas. El análisis, la reflexión y el diálogo entre los que no quieren estar al vaivén de las cosas son obligaciones insoslayables de quienes quieren conducirlas con la mirada puesta en el largo futuro del país.

Sin duda la cuestión universitaria constituye un problema inmediato y de corto plazo. Como otros muchos que nos inquietan a todos, requiere ser analizado en el contexto de las situaciones que plantean las formas de convivencia nacional que se han ido estableciendo en los últimos decenios, cuyo último tramo son las que predominan hoy. Por muchos prejuicios que operen en la consideración de lo que ha ocurrido y ocurre en la Universidad, nadie podrá dejar de reconocer que nada en ello ha sido esencialmente diferente de lo que ha ocurrido en otros sectores de la vida nacional. Y si hay algo distinto, es porque se trata de uno de los puntos más sensibles de la sociedad y, en consecuencia, allí donde se manifiestan precozmente y de manera más aguda ciertos fenómenos que aún se gestan en otros sectores pero que se manifestarán más tarde con diversas apariencias. La Universidad, puesto que es, quiérase o no, el lugar donde se forman las
élites
, constituye un espejo de la sociedad que no debe perderse de vista por razones que exceden considerablemente los problemas estrictamente universitarios.

Para quien, como yo, está alejado hace muchos años de la vida universitaria activa y sólo tiene de sus últimas peripecias una información ocasional e indirecta, es muy difícil todavía arriesgar un diagnóstico de lo que ha pasado que se funde en un conocimiento cierto y profundo. Es peligroso dejarse seducir por las meras anécdotas, aunque algunas puedan ser significativas y reveladoras; pero todo hace pensar que hay causas profundas de la actual situación universitaria que habrá que escrutar cuidadosamente si se quiere hacer del proceso una historia clínica que permita formular un diagnóstico seguro.

Puede admitirse, sin embargo, como regla metodológica, que lo que le ha ocurrido a la Universidad no puede ser separado de lo que le ha ocurrido al país. En consecuencia, las soluciones inmediatas y de corto plazo de la cuestión universitaria no pueden pensarse de manera abstracta sino en relación con la contingencia que vive el país. Ocuparse, pues, de ellas sería introducir aquí un análisis político que no me corresponde en esta circunstancia y en este lugar. Para analizar las medidas que corresponden para enfrentar la cuestión universitaria y ponerla en el camino de una solución se requiere un conocimiento pormenorizado de las fuerzas en juego —que ahora no poseo, aunque lo he tenido en otro tiempo—, así como de los objetivos y las estrategias que caracterizan a cada una de ellas. Sólo a los que han seguido paso a paso el proceso universitario en los últimos años y cuentan hoy con la información necesaria les será posible medir y pesar en cada caso la oportunidad y la eficacia de una determinada política de coyuntura.

Pero si no me siento capaz de diagnosticar con seguridad y con responsabilidad el proceso que ha desembocado en la actual situación universitaria ni de proponer las medidas inmediatas y de corto plazo para modificarla en un sentido favorable a los intereses del país y de la cultura nacional, sí creo poder opinar sobre la relación indispensable que debe haber entre la política universitaria de corto plazo y la de largo plazo, porque sobre esta última he pensado y pienso constantemente en la medida en que me siento comprometido con el destino de nuestra cultura.

Creo que debe ser regla de oro de la política universitaria de corto plazo el no comprometer el futuro. Ya se ha destruido demasiado de lo que construyeron muchas generaciones en la Universidad argentina para que se destruya más. Tan difíciles como sean las circunstancias actuales, la política de corto plazo no tiene que cerrar, ni estrechar siquiera, el camino para la recuperación de la Universidad que, sin duda, sólo podrá emprenderse en un clima de convivencia civilizada. Esto significa que no puede tolerarse la violencia, ni el sectarismo ni el caos; pero tampoco puede establecerse el principio de que el orden requiere la limitación de la libertad de pensamiento y de expresión. Esto es, a mi juicio, lo más importante. No habrá Universidad en medio del caos, pero tampoco la habrá en medio del temor y de la autocensura suscitada por el temor.

En mi opinión, en esta simple fórmula queda encerrado el meollo de la cuestión universitaria propiamente dicha. Tanto el tema de la autonomía de la Universidad como el de la libertad académica están inscriptos en ella. La Universidad es, por definición, un ámbito de libertad. Alguna vez, para justificar cierta política, se dijo que la Universidad no podía ser una isla dentro del país. Y, sin embargo, la Universidad tiene algo de isla y no es casual que naciera en la Edad Media con fueros propios. No se trata de privilegios personales, pero sí de reconocerle un clima de libertad sin la que no puede existir. Esa existencia sólo se justifica porque se elaboran en ella ideas y conocimientos nuevos que se suman a los existentes, aunque introduzcan matices o direcciones inéditas. Pero ni las ideas ni los conocimientos nuevos pueden constituirse si no es al calor de una intensa y multiforme actividad intelectual que tiene que contar con un amplio margen de libertad y de tolerancia para su presunta heterodoxia. El caso es claro: si no se admite más que lo que ya está admitido ¿de qué manera se podría trabajar en la conquista de lo que todavía es ignorado?

La libertad de pensamiento y de expresión es algo que concierne a los hombres. Luego, es a hombres concretos, a éste o a aquél, a quienes debe reconocérselas. Nada comprometerá tanto el futuro de la Universidad como una política de corto plazo que discrimine injustamente los buenos y los malos según criterios ocasionales o, eventualmente, según prejuicios injustificables. Pero no se trata sólo de la libertad para pensar y expresar ideas en el campo de la especulación y el conocimiento. La regla vale también para las ideas sobre cuestiones de orden general, porque nadie puede establecer a priori los límites entre unas y otras. El uso de la cátedra para la propaganda sectaria es inaceptable e inmoral. Pero hay que apelar a la responsabilidad de cada uno, porque no se ha encontrado hasta ahora otro recurso que el de la censura previa, no menos inaceptable en la actividad universitaria. No habrá nunca Universidad si se suceden las generaciones acostumbradas al cercenamiento de la libertad de pensar, a la sanción punitiva del pensamiento libre, al reconocimiento de ortodoxias permitidas y heterodoxias condenadas.

Que la libertad de pensamiento tiene riesgos es tan cierto como que los tiene toda forma de libertad. Pero el caso de la Universidad es extremo, y no puede imaginarse sin ella. Es su ley interna. Conservarla es y debe ser el objetivo primero de toda política universitaria de largo plazo. Luego hay otros problemas, pero ninguno es esencial ni permanente. La forma del gobierno universitario, la participación de los claustros y su alcance, el papel que debe corresponder a los estudiantes, el sistema de ingreso a la Universidad, son todos temas importantes y en ocasiones candentes, pero todos tienen más implicaciones sociales y políticas que estrictamente universitarias. Dentro de ese contexto deben ser considerados. Si la Reforma Universitaria fue una creación argentina de cierto momento, es porque la situación requería una respuesta de ese estilo —social y política— acorde con los cambios que la inmigración había producido en la estructura social argentina y con la transformación política sustancial que había significado la llegada del radicalismo al poder. Ciertamente, la Reforma tuvo también otros objetivos, pero los fundamentales se relacionaban con la llegada de la clase media al poder y a la Universidad. De acuerdo con los principios de la Reforma deben ser consideradas las soluciones a esos problemas, porque, en mi opinión, siguen siendo válidos puesto que aquellos procesos sociales y políticos han continuado y, más aún, se han acentuado. Pero no quiero sostener dogmáticamente los principios de la Reforma. Pueden discutirse y aún rechazar su letra. Pero no se puede rechazar su metodología en cuanto enseña a distinguir en los problemas universitarios aquellos que nacen de la situación predominante en la sociedad donde la Universidad se aloja. Cosa distinta es la libertad de pensamiento y expresión, que no sólo debe analizarse en el contexto social y político sino, sobre todo, en el de las insoslayables exigencias de la creación intelectual.