¿Quién es el burgués? 1954

La pregunta que sirve de título a estas notas puede formularse con muy diversas intenciones. La palabra “burgués” tiene una larga historia que refleja —aunque no sin sombras— la historia del concepto, harto cambiante, que expresa, y su uso no ha sido generalmente otro que el impreciso que es propio de la polémica.

La palabra ha llegado a hacerse vulgar y en diversas circunstancias se ha cargado de acentos que sólo tienen valor anecdótico, pero que suelen perdurar como si poseyeran valor permanente. Es lo propio del uso vulgar de los vocablos. Pero aquí usaremos la palabra “burgués” en un sentido restringido; y cuando nos preguntamos ¿quién es el burgués?, nos limitamos a plantear un problema histórico. Nos preguntamos que realidad histórica encubre este concepto. Y nos lo preguntamos, seguros de que esa realidad es la de la mayor importancia para entender la peculiaridad de la cultura occidental y los caracteres de su curso histórico.

Me atrevería a decir que esta averiguación acerca de quién es el burgués constituye uno de los problemas fundamentales de la historia de la cultura occidental. En rigor, pienso que, tal como concebimos hoy los problemas de la historia de la cultura, y tal como queremos comprender el de aquella en la que estamos inscriptos, no hay problema más importante. Tan vaga como sea la imagen que nos hagamos del burgués y tan poco como sepamos de su historia, nos será fácil advertir, en cuanto reparemos en el tema, que constituye uno de los tipos fundamentales que la cultura occidental ha creado. Podemos decir más: en cuanto se encierra en el concepto de burgués todas las notas que auténticamente le corresponden y se lo despoja de las que son accesorias, se descubre que es el tipo más constante y el que está más identificado con los rasgos sustanciales de la cultura occidental, afirmación polémica —naturalmente— que me propongo probar en otra ocasión. Pero aun postergando el consentir en este extremo, no hay duda de que, al menos, representa una de las fuerzas más significativas en el proceso de la cultura occidental. Y sólo por eso merecería un examen que todavía no se le ha consagrado con la amplitud que sería menester.

No puedo pensar la cultura occidental sino bajo la imagen de dos fuerzas que se oponen permanentemente; de una de ellas el burgués es el representante típico. Pero para admitir esta afirmación es necesario que, previamente, nos pongamos de acuerdo acerca del valor de la palabra “burgués”. Sin duda no faltan algunos exámenes parciales del problema. Historiadores de las ideas, de la sociedad o de la economía han intentado algunas aproximaciones. Max Weber o Werner Sombart han hecho sustanciales aportes. Pero la palabra “burgués” sigue sin precisar en cuanto a su exacto contenido, acaso porque el tipo de realidad histórica que cubre es harto complejo y los estudios que se le han consagrado han dado por supuesto que es simple. La caracterización que ha predominado parece considerar al burgués simplemente como un homo economicus. Y aún ésta, que ya entrañaba una radical e inexacta limitación, no ha podido sobreponerse a la imagen vulgar, tan imprecisa como ilusoria.

Para responder a nuestra pregunta inicial, convendrá separar desde ahora tres cosas que no deben confundirse. Porque una cosa es el burgués como tipo humano, otra la burguesía como clase social y otra el espíritu burgués como concepción del mundo y la vida. Dejemos por el momento estas dos últimas y atengámonos a la primera, que ya de por sí excedería —si quisiéramos extremar el examen— los límites de un artículo.

Si se nos pregunta quién es el burgués, nos encontraremos con que podemos respondernos de dos maneras: analizando el tipo histórico real que ha sido sucesivamente designado con este nombre, o analizando, en cambio, el arquetipo que ha sido objeto de numerosas y variadas representaciones. Pero creo que la mejor manera de contestarnos sería analizando sucesivamente el arquetipo y el tipo real, para extraer posteriormente del cotejo algunas conclusiones que tendrían cierta claridad. Porque ya es un hecho sustancial que el arquetipo del burgués tenga una historia por sí mismo, y no es menos curioso que ese arquetipo encierre siempre cierta intención burlesca o crítica, en tanto que el tipo histórico ha revelado una extraordinaria eficacia y ha mantenido firmemente el dominio sobre la realidad. El hecho no puede dejar de esconder alguna significación.

En el mundo de la primera posguerra, la palabra “burgués” alcanzó un uso generalizado. La flaper, el deportista, el poeta, el revolucionario, el astro cinematográfico, el raidman no eran burgueses, y eran tipos humanos valiosos; el burgués era, en cambio, un tipo humano desprovisto de valor. La palabra se usaba como epíteto para denigrar a un ejemplar humano algunos de cuyos rasgos eran la preocupación por el dinero, la elusión del sacrificio y la actitud conservadora. Sinclair Lewis inmortalizó la figura de Babbit y los dibujos de Gross fijaron una ridícula imagen física del personaje. Pero este uso generalizado del vocablo con sentido peyorativo no es sino una prolongación de cierta imagen del burgués que forjó el siglo XIX y la difusión, contenida antes de la primera guerra por la solidez de las estructuras
burguesas, adquirió el derecho de libre plática al conmoverse esas estructuras después de 1918.

Ahora bien, el arquetipo del burgués creado en el siglo XIX resultó de las incitaciones que el disconformismo social proyectó sobre determinados grupos. El burgués, que indiscutiblemente había sido revolucionario en 1789 y en 1830, adquirió un preciso perfil de reaccionario después de 1848. El movimiento proletario, hasta poco antes consustanciado con el movimiento liberal, se separó y se enfrentó con él. Liberales y patriotas eran ahora típicos contrarrevolucionarios, y podían ser sumados a la caterva de los empresarios de fábricas, los financistas, los pequeños comerciantes y los burócratas. Todo el que se oponía a la revolución liberadora era burgués, y el arquetipo, tornándose más comprensivo, se hizo, en consecuencia, más impreciso. El lápiz de Daumier debía fijar la fisonomía burguesa enturbiada unas veces por las pesadas sobremesas, otras veces por la concupiscencia y otras por la crueldad. Pero Daumier no recogía solamente la animadversión del proletario revolucionario sino también otra animadversión más antigua: la del artista, cuya bohemia lo movía a despreciar el sistema de las convenciones formales que aprisionaban a la mayoría de los mortales. Épater le bourgeois fue uno de los deportes favoritos del enfant du siècle. La actitud era muy francesa pero no faltó en el resto de los países occidentales. Porque el artista se sintió desde el Romanticismo, necesitado de una libertad sin límites, y el contorno social se caracterizaba por la presión de un orden en el que la burguesía —definitivamente triunfante— imponía sus reglas. Bohemios y revolucionarios coincidieron así en la labor de definir al burgués como su contrincante, y le aplicaron todas las tachas imaginables. Pero el arquetipo tenía ciertos matices precisos: el formalismo, la sensualidad, el amor al orden y a los privilegios. Era, pues, un arquetipo satírico que provenía de quienes socialmente estaban por debajo del burgués.

Este hecho constituía una curiosa novedad. Hasta entonces el arquetipo del burgués, también satírico, había provenido de quienes estaban colocados por encima de él en la sociedad. Hasta el siglo XVIII, el burgués era, en casi todos los países occidentales, un individuo que se alojaba no sin cierta incomodidad en una sociedad que oponía a sus aspiraciones ciertas limitaciones insuperables. Era burgués porque había conseguido ascender de condición económica social —él o sus antecesores— hasta llegar a cierto nivel de riqueza y consideración; pero su ascenso tenía cierto límite, a partir del cual la condición social no podía evitar la tacha del origen. De este modo el burgués parecía un triunfador —más o menos odiado o admirado— a los que estaban más abajo de él en la escala social; pero parecía un ridículo aspirante a nuevos ascensos a los que estaban por encima de él y gozaban por su nacimiento de privilegios que ellos no tenían que conquistar ni defender. El teatro recogió y expresó este sentimiento. El caballero de La locandiera de Goldoni opone su refinamiento a la riqueza del burgués, y antes Molière había expuesto a la burla a ese Monsieur Jourdain que quería comprar a toda costa su ascenso de clase. Con matices y con variaciones de época, el fenómeno se observa en todas partes, y expresa una actitud de las clases superiores que arranca de la Edad Media. A medida que empieza a producirse la laboriosa emancipación económica y social de ciertos grupos burgueses, la aristocracia se ceba en quienes tenían que luchar denodadamente para lograr una porción insignificante de los privilegios que sus miembros poseían por derecho de nacimiento. Y esa situación creaba una actitud de superficial superioridad que terminaba muy fácilmente en la burla, a la que solía sumarse la burla de los humildes resignados a su humildad y convencidos de la legítima superioridad de los poderosos. Pero en su esencia, el arquetipo satírico hasta el siglo XVIII provino de los que estaban colocados socialmente por encima del burgués.

Estos arquetipos estaban construidos, sin duda, con muy buenas observaciones. Abundaron seguramente los Jourdain antes del siglo XVIII y es indudable que no faltaban en Maxim los obesos capitalistas que compraban a vil precio los encantos de la demimondaine que ocultaba vergonzosamente su humilde origen. Pero como el burgués presentaba también otros aspectos, muy dignos de tomarse en cuenta, sería necesario indagar por qué se construyó el arquetipo con estos rasgos.

El burgués presentaba, en efecto, otros rasgos. Desde muy temprano, en plena Edad Media, el burgués había creado no sólo una economía distinta de la economía feudal, sino que había creado otras muchas cosas. Burgueses eran los legistas que aconsejaban a Felipe el Hermoso y echaban las bases del Estado moderno; y lo eran Maquiavelo y Voltaire. Y lo eran los maestros de las universidades, y los políticos revolucionarios como Gian della Bella, Jacques van Artewelde, Etienne Marcel, John Ball o Miguel de Lando, larga lista que podría continuarse hasta llegar a Franklin, Danton, Riego, Mazzini y Kossuth. ¿Será necesario abundar en nombres? Burgués es, desde fines de la Edad Media, el artista; lo son Memling y Leonardo; los arquitectos de los palacios flamencos, italianos o franceses; los humanistas como Erasmo o Montaigne y los creadores de esa vigorosa literatura que puede simbolizarse en Rabelais; los filólogos italianos, holandeses o ingleses; y sobre todo los hombres de ciencia desde Galileo y Newton o acaso desde Oresme y Buridan. Burgués era Emanuel Kant, que se parecía a los celosos empresarios de fábrica, en que llegaba puntualmente a la universidad, pero que tenía otros muchos rasgos que lo diferenciaba de ellos. Y burgueses eran los enfants du siècle —que se burlaban de los burgueses—, por obra de los cuales existe la más grande novelística moderna. Ninguno de estos entra de lleno en el arquetipo trivial del burgués, y es indudable, sin embargo, que eran específicamente burgueses. Cabe, pues, preguntarse; ¿Quién es el burgués, y porqué su figura ha dado lugar a esos curiosos y reveladores arquetipos?

El tipo humano que llamamos burgués ha revestido muy distintos ropajes desde el siglo XII y ha pensado muy diversas cosas desde entonces. Pero hay algo que es en él permanente: la firme decisión de apresar la realidad inmediata y la convicción profunda de que esa realidad constituye el “sumo bien”. De esa actitud nace una posición frente a la naturaleza que conduce a la técnica, a la actividad económica, al conocimiento empírico y, en general, a cierto realismo sanchesco. El burgués se sonríe frente a las preocupaciones del obispo Berkeley con respecto a la realidad, y aunque cultiva ciertos ideales, procura contenerlos para que no excedan los límites de lo que su experiencia le señala como posible. Si la vida históricosocial resulta de cierta interpenetración de dos planos distintos, fáctico el uno e ideal o potencial el otro, el burgués lo es sobre todo porque prefiere situarse en el primero. El distingo maquiavélico entre la política y la moral señala un momento decisivo en el proceso de desarrollo de la conciencia burguesa.

Pero acaso quede alguna duda acerca de quién es el burgués. A mi juicio la duda proviene de que el tipo del burgués es un tipo ideal, y es frecuente que no se dé en la realidad con todos los rasgos que el tipo ideal encierra. Se es y no se es burgués. Cierto individuo es y no es burgués; o lo es predominantemente y conserva en ciertos pliegues de su alma otros rasgos contradictorios. Empero, la acción histórica del burgués resulta de la yuxtaposición y la continuidad de sus acciones como burgués.

Esta acción histórica se opuso —en un principio— a la que representaba el tipo del caballero cristiano feudal. Luego se ha opuesto a la de quienes heredaron, más que sus ideales, su forma mentis, caracterizada por la ilusión de que la realidad históricosocial puede ajustarse estrictamente a cierto sistema de ideales racionalmente elaborado. Desde cierto punto de vista, la cultura occidental resulta de una dialéctica de estas dos maneras de entender el mundo, y por eso el tema del burgués merece una atenta consideración que aún no se le ha prestado.

Aquella yuxtaposición y continuidad de las acciones del burgués como tal burgués, revela la existencia de un factor histórico más definido que el tipo individual del burgués: la burguesía como clase. Pero también será necesario preguntarse qué es la burguesía. Y cuándo tengamos opinión sobre este problema, acaso descubramos que la burguesía no es la única poseedora de esta mentalidad singular, de esta peculiar concepción del mundo y la vida que llamamos “espíritu burgués”. A su hora será necesario, pues, interrogarse en qué consiste esta imagen del mundo, cuya vigencia excede las circunstancias históricas de la clase social que parece poseerla con exclusividad.