Reflexiones sobre la historia de la cultura. 1953

Un cuidadoso examen de las exigencias que hoy se consideran ineludibles en el campo de los estudios históricos parece autorizar la hipótesis de que lo que llamamos la historia de la cultura es, en realidad, simplemente la historia. En cuanto intento de reducir a esquemas inteligibles la universalidad del desarrollo histórico, abrazándolo hasta donde sea posible en toda su complejidad y manteniendo una alerta vigilancia para no deslizarse hacia ningún simplismo, los planteos de la historia de la cultura desbordan toda delimitación restrictiva. No cabria, pues, considerar la historia de la cultura como una forma historiográfica entre otras posibles sino que parece imponerse como la forma historiográfica por excelencia, de modo que esa calidad le asigna a la historia de la cultura cierto carácter de lejana meta en el camino del conocimiento histórico, y con ello cierta necesaria perfección nunca alcanzable en la práctica. Pero ese carácter no la invalida en cuanto forma concreta de tratar la materia histórica. Muy lejos de ello, quizá sea lo que le presta a la historia de la cultura el mayor interés. Más que un tipo historiográfico —como la biografía, la historia nacional o la de procesos particulares— la historia de la cultura es una forma historiográfica compleja, un esquema ideal en el que caben varios y diversos tipos historiográficos que aspiran a integrarse en síntesis comprensivas, cada una de las cuales entraña la posibilidad de integrarse a su vez en síntesis más comprensivas aún en la medida en que se desarrolla el método y la aptitud para captar relaciones cada vez más complejas y someterlas a un proceso de conceptuación. Si se admite, siquiera como hipótesis de trabajo, que la historia de la cultura es pura y simplemente la historia, habrá que referir a ella y a sus peculiaridades los innumerables problemas que se han planteado o dilucidado partiendo del supuesto de que la historia es solamente la historia de hechos y especialmente de hechos relacionados con la convivencia social, esto es, una y acaso la más sumaria de sus formas.

La consideración de la historia en términos de historia de la cultura —y no son otros los términos en que la concibe Dilthey, por ejemplo, y acaso en el fondo el mismo Croce— ha provocado una inevitable renovación en el planteo de los problemas metafíisicos, gnoseológicos y éticos que le conciernen, para ajustarlo al singular enfoque con que la historia así concebida se enfrenta con la realidad que constituye su materia. Pero esos problemas no agotan las dificultades que suscita la hipótesis de la identidad entre historia de la cultura e historia. Deben agregarse las múltiples y confusas cuestiones que derivan de los malentendidos que han acompañado al proceso de elaboración de la concepción historicocultural, en polémica con las concepciones tradicionales. Despejar el campo y replantear aquellas cuestiones fundamentales que conciernen al conocimiento histórico, deberá ser la labor de quienes se hagan cargo de la fundamentación teórica de la historia concebida como historia de la cultura. Adelantemos que la historia de la cultura no excluye la historia de hechos ni se opone a ella, sino que la incluye junto con la historia de otros dominios, y busca su sentido en otras áreas generalmente no fácticas, como lo ha hecho, por lo demás, más de un historiador que sin tener presentes los supuestos historicoculturales ha querido penetrar en los estratos profundos de la vida histórica. Las reflexiones que siguen quieren contribuir en alguna medida a aclarar algunas cuestiones relacionadas con la fundamentación de la historia de la cultura así concebida.

En cuanto forma historiográfica, la historia de la cultura, tal como podemos imaginarla a través de las expresiones en que ha cristalizado ya, parece suponer una imagen de la vida histórica en la que, a mi juicio, reside su más alto valor. No es, sin embargo, una imagen precisa y definida, en parte porque no se ha trabajado suficientemente en el campo teórico para definirla y precisarla. Pero se encuentran dispersos sus rasgos allí donde el historiador, deliberadamente o no, ha logrado hacer un planteo historicocultural. No será inútil proponer ciertos principios para ajustar aquella imagen, apoyándose en las observaciones que proporciona el análisis historiográfico de esos planteos y de sus desarrollos.

En tanto que ciertas corrientes historiográficas procuran hallar la vía de la comprensión a través de una radical reducción de la realidad a algunos de sus elementos simples, la historia de la cultura parte como de un supuesto evidente de la idea de que la vida histórica es esencialmente compleja e irreductible a sus elementos simples, y procura captar de alguna manera, así sea imprecisa, precaria y a veces exenta de crítica, esa complejidad en la que supone que reside la peculiaridad de lo histórico. Esa complejidad suele entenderse a veces de manera primaria, como una mera yuxtaposición de elementos de irreductible variedad ; pero otras veces se ha entendido de manera más sutil y profunda como la resultante de un intrincado juego de relaciones entre las múltiples solicitaciones, intereses y actos que son propios tanto de los sujetos singulares como de los sujetos colectivos de la vida histórica. Acaso sea posible ordenar esas entrevistas relaciones en un cuadro sistemático, siquiera sea provisional.

Frente a la afirmación primaria de que la historia se ocupa de hechos ocurridos en el pasado, la historia de la cultura no sólo procura precisar el alcance de la noción de “pasado”, sino que sobre todo admite como un supuesto indiscutible que su campo —esto es, el de la historia— no es solamente el de los hechos, porque supone que la vida histórica que constituye su materia no se compone solamente de hechos. Hay, ciertamente, hechos en la vida histórica; pero constituyen solamente un orden de los que la componen, en tanto que fuera de él hay otros elementos que no tienen carácter fáctico sino completamente potencial, y que constituyen otro orden distinto del fáctico aunque no menos operante que éste. Los múltiples planos en que se desarrolla simultáneamente la vida histórica a través de los distintos sujetos singulares y colectivos parecen, pues, agruparse en dos conjuntos homólogos, cada uno de los cuales constituye uno de los dos órdenes que la integran, que provisionalmente llamamos el orden fáctico y el orden potencial.

Constituye el orden fáctico aquel en el que se encadenan los hechos constituyendo un complejo de acciones simultáneas y sucesivas derivadas de los impulsos, racionales o no, dirigidos hacia la acción y cristalizados en objetos irrevocables. Por la naturaleza acumulativa de la realidad histórica, en la que cada elemento nuevo busca su acomodación con los elementos ya dados sin aniquilar nunca a éstos del todo, el orden fáctico es transaccional, y como gravitan en él impulsos de distinto orden, no se presenta con los caracteres de un orden racional. Por otra parte, los hechos que constituyen el orden fáctico no son todos de igual carácter. Los hay precisos, pero los hay también difusos. Los primeros son los que adquieren en un cierto momento contorno definido, principio y fin: un combate, una elección, la sanción de una ley, etc. Los segundos carecen de fisonomía definida y tanto su principio como su fin son vagos e indeterminables: la concentración de la propiedad raíz, la fusión de ciertos grupos sociales, el alza de los precios, etc. De los diversos planos que componen el orden fáctico, el plano político, por ejemplo, contiene preferentemente hechos precisos, sin que por eso falten en él los hechos difusos; éstos, en cambio, abundan más en el plano social, en el económico y en el de la creación, aunque no están allí ausentes del todo los hechos precisos. Es característico de los hechos precisos el ser fácilmente identificables y comprobables; los hechos difusos, en cambio, son más difíciles de asir y de verificar, circunstancia por lo demás que atañe sólo al conocimiento de los hechos pero que no califica su significación intrínseca.

Formalmente independiente del orden fáctico, pero entrecruzado con él en la vida histórica a través de múltiples relaciones, está el orden potencial. Se alojan en él las representaciones del orden fáctico y las ideas e ideales que la conciencia crea por reelaboración de sus propias representaciones del orden fáctico. El orden potencial es eminentemente racional en la medida en que resulta de una operación intelectual y no es necesariamente transaccional por la misma razón. Estos dos órdenes componen, en una constante interferencia, la realidad histórica, tan diversos como sean el grado y el tipo de realidad que se conceda a cada uno. El hecho y su representación, el hecho y el juicio de valor, el hecho y la tendencia a transformarlo, coexisten para la conciencia del sujeto histórico —que es donde la vida histórica toma conciencia de sí misma— y operan en uno y otro orden entrecruzadamente, aunque de desigual manera, pero sin que pueda afirmarse a priori que uno de ellos opere con más intensidad que el otro, porque tal relación es contingente y no puede predeterminarse. En esos dos órdenes, o mejor, en los infinitos planos que componen cada uno de ellos, transcurre simultáneamente la existencia del hombre en cuanto sujeto histórico, que por esa circunstancia debe ser considerado como sujeto polivalente de innumerables procesos históricos simultáneos. Distintos ritmos resultan de la peculiar encadenación de los elementos en cada plano de la vida histórica, de modo que la existencia histórica del sujeto consiste en una especie de intransferible armonía vertical que en cada uno de ellos resulta de esa simultaneidad. Pero el ritmo de la existencia de cada sujeto se conjuga con el de todos los demás sujetos que en cada instante coexisten sobre el mismo plano, de cuya coexistencia resulta una armonía horizontal. Un casi impensable acorde de todos esos ritmos configura la complejidad de lo universal histórico.

Concebida dinámicamente, la vida histórica resulta de una constante y múltiple tensión entre el orden fáctico y el orden potencial, que a veces adopta una típica forma dialéctica pero cuyo ciclo parece en ocasiones seguir curvas irregulares. Esa tensión deriva del constante cotejo entre el orden fáctico y el orden potencial que se realiza en la conciencia del sujeto histórico, movido por una tendencia constante a corregir el primero según la dirección del segundo, fenómeno este último que se manifiesta empíricamente en los conflictos de ideales y en los conflictos derivados entre los grupos sociales que los representan.

Así concebida la vida histórica, la historia de la cultura tiende a captar, si no la totalidad de las vivencias del sujeto histórico en la pluralidad de planos en que se desenvuelve su existencia, al menos aquellas que acusan la relación entre planos homólogos de ambos órdenes, escogidas según ciertos criterios de valor. Reduciendo esta fórmula a términos más simples diríase que procura apresar la relación que existe entre las formas de la vida y las ideas. Este examen puede hacerse a partir de uno cualquiera de los planos del orden fáctico considerado en su relación con su homólogo del orden potencial, de la relación hallada entre la realidad y las ideas económicas; entre la realidad y las ideas religiosas, entre la realidad y las ideas morales, etc., se obtendrá un dato susceptible de ser combinado con todos los demás, y de tales combinaciones puede surgir el esquema de las diversas síntesis, desde las primarias hasta las más complejas.

Es obvio que precisará un esfuerzo gigantesco quien quiera llegar a poseer todos los elementos que se necesitarían para intentar, aun en un reducido sector, una síntesis de las múltiples relaciones que se establecen entre ambos órdenes de la vida histórica a través de determinado sujeto : individuo, grupo social, comunidad nacional, etc. Se ha juzgado ese esfuerzo casi imposible y de esa casi imposibilidad se ha hecho un argumento aparentemente decisivo contra la historia de la cultura, siguiendo la opinión de Schäfer (Geschichte und Kulturgeschicte, 1891). Pero el argumento, justo en sí mismo, es desdeñable en la práctica pues invalidaría toda posibilidad de conocimiento en la medida en que se admita como necesario cierto conocimiento sintético previo al análisis de un campo particular. A lograr esa síntesis —y las síntesis sucesivas a que puede llegarse a medida que se profundiza el análisis de los campos particulares— tiende la historia de la cultura, del mismo modo que lo hacen todas las formas del conocimiento movidas por el afán de alcanzar una imagen del mundo, y cuenta entre sus problemas el de hallar una vía metodológica para lograrla. En la práctica de la investigación, el historiador da siempre por supuesta una cierta síntesis de la cual parte, admitida unas veces previo examen crítico y otras veces sin él, introduciéndose en el análisis de un campo particular con el apoyo de los criterios generales que aquella síntesis le ofrece. Esas indagaciones, en concurrencia con otras, proporcionarán nuevos elementos para corregir las síntesis, siempre provisionales.

Acaso eso explique que los mejores frutos de la historia de la cultura no hayan sido obtenidos generalmente por los historiadores de tipo tradicional, en parte porque no los buscaban y en parte porque los métodos de investigación usados les impedían trascender la mera erudición. Los han obtenido, en cambio, con más frecuencia los investigadores que han hallado la vía historicocultural —deliberadamente o por azar— a través de ciertos campos de la investigación más próximos a sus planteos generales: la historia social o económica, la historia de las ideas, de la literatura o del arte. Cada uno de esos sectores ofrece, ciertamente, la posibilidad de un examen intrínseco de su materia que puede tener o no proyección historicocultural en sentido estricto. Puede analizarse la literatura como fenómeno estético y solamente en su peculiaridad estética; y aún puede estudiarse en su dimensión histórica analizando la evolución y desarrollo de las corrientes literarias concebidas como un fenómeno desconectado de los demás. Hasta ese momento, el investigador no ha adoptado aún los enfoques propios de la historia de la cultura; pero cuando comienza a pensar en el fenómeno literario en relación con los sujetos históricos se sitúa instantáneamente en condiciones de empezar a usarlos, y generalmente descubre inesperados horizontes. Obsérvese, por ejemplo, el caso del investigador frente a la literatura novelística. Una novela constituye un microcosmo susceptible de ser analizado en sí mismo y sin salir de sus propios límites. Pero el novelista es, como sujeto histórico polivalente, un individuo alojado simultáneamente en innumerables planos del orden fáctico y del orden potencial: busca su alimento, procura su techo, persigue ciertos goces de la sensualidad, convive con sus semejantes según ciertas normas a las que presta o no total asentimiento, actúa frente al prójimo con cierta finalidad, manifiesta ciertas preferencias estéticas, lee ciertas obras y asiste a ciertos espectáculos sobre los que enuncia algún juicio, reacciona frente a ello según ciertos impulsos o ciertas ideas a las que asigna cierto valor, aspira precisa o imprecisamente a que todo ello sea de esa o de otra manera, etc. En cuanto creador, encuentra frente a sí un conjunto heterogéneo de creaciones ya objetivadas de análogo o diverso estilo —obra de otros creadores como él— que son ya por eso hechos precisos e irrevocables, cuya existencia no puede omitirse, y que despiertan en él y en su contorno social —y a veces variablemente a través del tiempo— una reacción de asentimiento o disentimiento, hechos difusos que inciden en su ánimo de diversa manera. Estas reacciones se sitúan en el plano potencial, y en él se aloja también cierta imagen originariamente vaga del tipo de creación que el creador aspira a realizar. A partir de cierto instante comienza a dar realidad fáctica a esa imagen concretándola en una forma objetivada; pero en ese proceso la imagen potencial confluye con las múltiples experiencias que él creador lleva consigo como sujeto polivalente de otros innumerables planos de la vida histórica y con ciertas exigencias que le son impuestas por la realidad fáctica: formas vigentes de comunicabilidad a las que tiene que ajustar necesariamente su propia imagen potencial. Cuando, finalmente, su creación ha plasmado en una forma de existencia objetiva, se suma al heterogéneo conjunto de creaciones ya existentes, y, alojada así en el orden fáctico, contribuye en adelante a suscitar nuevas reacciones de asentimiento o disentimiento que operarán otra vez en el plano potencial.

Cuando el investigador percibe la significación de este complejísimo juego —mucho más complejo, sin duda, de lo que aparece en nuestro esquema— y comienza a preocuparse por establecer cuidadosamente sus términos, desemboca en ciertos planteos de tipo historicocultural. En adelante será inevitable que tenga a la vista las relaciones que se establecen entre las circunstancias que condicionan al creador, el creador mismo, lo creado y el destino de la creación. En cada uno de estos términos descubrirá ínsitas ciertas relaciones con innumerables planos históricos, cuyo descubrimiento enriquecerá y diversificará el panorama del investigador; y en la medida en que le sea dado anular esas relaciones, trascenderá los límites de la investigación literaria para ingresar al campo propio de la historia de la cultura. Frente a él aparecerán en toda su diversidad y complejidad los diversos planos que integran los dos órdenes de la vida histórica, y el hilo de la investigación lo conducirá hacia meandros cada vez más recónditos. Ahora su aventura intelectual habrá adquirido un inconmensurable horizonte, y para precisar su línea acaso tenga que recurrir a los datos que puedan proporcionarle los análisis parciales que se hayan realizado en cada uno de los diversos planos. En ese territorio de coincidencia trabajará conjuntamente con quienes también lo hayan alcanzado a partir de otros campos.

Transitoriamente al menos podría, pues, definirse la historia de la cultura como un territorio de coincidencia hacia el que convergen las investigaciones de cada plano de la vida histórica. Pero a esta definición transitoria es menester agregar en seguida el dato de que ese territorio de coincidencia es, precisamente, la vida histórica misma, de por sí compleja e indivisible, pues cada uno de sus planos, si bien puede ser estudiado aisladamente, no constituye aislado una verdadera realidad autónoma. Para caracterizarla naturaleza de ese territorio de coincidencia —esto es, la vida histórica misma— nos faltan aún nociones precisas acerca de muchos de los planos que la integran; y la imagen que nos hacemos de él variará a medida que se enriquezca el sistema de relaciones perceptibles a partir de cada plano de la vida histórica.

La dependencia que acusa la historia de la cultura con respecto a las aportaciones que provienen de los diversos campos de la investigación parcial constituye un hecho de conocimiento que no expresa exactamente la relación entre los planos de la vida histórica y la vida histórica misma. Aquéllos existen sólo en virtud de una operación intelectual en tanto que la vida histórica como conjunto constituye la única realidad. En consecuencia, la historia de la cultura representa la instancia comprensiva por excelencia del saber histórico, y sus exigencias deben condicionar las formas cognoscitivas que se apliquen al análisis de los distintos planos de la vida histórica, aunque en la práctica se haya constituido, aparentemente al menos, a partir del momento en que se advirtió la historicidad de ciertos planos de la vida histórica hasta entonces no connotados por esa peculiaridad.

Se conviene generalmente en fijar ese momento en el siglo XVIII, y se citan a menudo los nombres de Voltaire, Montesquieu, Heeren, Mösser, Herder y Vico para puntualizar las primeras indagaciones de la materia histórica caracterizadas por ese peculiar matiz que definimos como historicocultural. Esencialmente filósofos algunos de ellos, esta adjudicación de primacía a los pensadores del siglo XVIII tiende a insinuar que la historia de la cultura coincide en sus términos con la filosofía de la historia, afirmación equívoca de la que provienen muchas de las confusiones que padece el planteo del problema. La historia de la cultura no se hace cargo en modo alguno de las proyecciones metafísicas de la filosofía de la historia, pero aprovecha la renovación de los planteos estrictamente históricos que hicieron algunos de los filósofos de la Ilustración.

No es ocioso señalar algunos de los aspectos de esa modificación de la perspectiva. En El siglo de Luis XIV, Voltaire se limita a yuxtaponer a la historia política —de tipo tradicional— una serie de panoramas, más enumerativos que comprensivos, de las diversas manifestaciones del espíritu: filosofía, literatura, arte, con lo cual apenas llega a insinuar la necesidad de contemplar otros planos de la vida histórica fuera del estrictamente político. En el Ensayo sobre las costumbres, en cambio, intenta un planteo sustancialmente diferente del que hasta entonces era habitual en los estudios históricos. Aunque no de manera decidida, Voltaire insinúa allí un análisis de relaciones entre diversos planos de la historia fáctica y ciertas formaciones sobreindividuales que se presentan bajo la forma de costumbres e ideales. Montesquieu parece haber entrevisto con mayor nitidez la necesidad de este planteo,pues El espíritu de las leyes parte de cierto enfoque que supone la deliberada busca de determinados horizontes antes no entrevistos. A partir de la costumbre o de la ley, concebidas como objetivación de designios o tendencias que subyacen en ciertas comunidades, Montesquieu procura establecer las relaciones entre las objetivaciones y los impulsos que les han dado vida y, en lo que él llama “el espíritu”, persigue cierto sistema de ideas y tendencias cuyo conjunto se organiza de manera sensiblemente semejante a lo que más tarde se designaría como una cosmovisión. Una tendencia análoga se advierte en Heeren, que señaló la significación del plano económico y procuró trascenderlo en busca de inferencias más generales, en los estudios sobre instituciones de Waitz y también, en alguna medida, en la Historia de Osnabruck de Justus Mösser. Por su parte, Herder ofrecía una pauta vigorosa para la interpretación del valor del espíritu popular como fuente de múltiples creaciones, Vico alentaba toda suerte de historicismo, y el flujo mismo del pensamiento de la Ilustración, particularmente atraído por la filosofía de la historia, tendía a estimular esos mismos planteos.

Toda esa labor renovó, sin duda, los estudios históricos. A diferencia de los eruditos del siglo XVII —benedictinos de San Mauro y bolandistas— y en cierto modo frente a ellos, los “filósofos”, como se los llamó, se desentendieron de las preocupaciones críticas que inquietaban a aquéllos, y juzgaron que el material liberado ya por la erudición de los errores autorizaba de hecho a realizar nuevos intentos de comprensión del complejo histórico. La erudición se desquitó en el siglo XIX reprochando a los filósofos de la historia la falta de principios críticos y la audacia generalizadora, en la que veían una verdadera amenaza para el saber histórico los investigadores que se alistaron en las filas de la escuela filologicocrítica que se constituyó siguiendo a Wolf, Niebuhr y Ranke. El duelo entre filosofía de la historia e historia erudita perduró durante todo el siglo XIX con suerte diversa. Esa oposición podría considerarse eminentemente representada en la de Ranke y Hegel. Pero Hegel, siguiendo la vía metafísica, sortea la otra cara de la filosofía de la historia del Iluminismo que pertenecía plenamente al campo de la historia misma, de modo que aquella oposición no coincide exactamente con la que quedó planteada en el siglo XVIII entre historia fáctica e historia de la cultura, cuya reaparición en el siglo XIX puede simbolizarse mejor en la oposición entre Ranke y Burckhardt. En tanto que el primero, a fuer de historiador genial, recogía sólo eventualmente los elementos del complejo histórico en sus dos órdenes, pero sin el deliberado designio de hacerlo y convencido de que el nudo de lo histórico se sitúa en el orden fáctico, el segundo perseguía metódicamente las expresiones que se daban en los distintos planos de ambos órdenes de la vida histórica para analizarlas de modo de obtener los datos necesarios para la percepción de sus relaciones. La filosofía de la historia, ciertamente, podía tornarse exclusivamente metafísica en algunos filósofos, pero podía inspirar también, en historiadores que recogieran sus incitaciones, una actitud que configuraba progresivamente la actitud historicocultural.

Pero quienes imputaban a los filósofos del siglo XVIII la paternidad de la historia de la cultura olvidaban que, en la medida en que sorteaban el problema metafíisico y se mantenían en el campo estricto de la ciencia histórica, los filósofos de la Ilustración no hacían sino retomar, seguramente sin proponérselo, un camino que el saber histórico había frecuentado ya antes. Y no en un momento cualquiera de su trayectoria y por azar, sino en circunstancias señaladísimas, pues fue el propio Heródoto quien lo trazó, rompiendo con la tradición de los logógrafos griegos que, excepto en cuanto a las preocupaciones metodológicas y críticas, buscaban un saber histórico semejante al que ha seguido siempre la historia de hechos. También persiguió Heródoto este tipo de saber, pero a cierta altura de su reflexión procuró trascenderlo para escudriñar sus íntimos secretos en otras napas de la vida histórica en las que le parecía que se alojaban las razones últimas de lo que acontece en el orden fáctico. No es aventurado afirmar que no son los filósofos de la Ilustración sino precisamente aquel a quien se llama “el padre de la historia” el que echa las bases de la historia de la cultura.

No hay duda, sin embargo, de que los filósofos de la Ilustración remozaron la imagen de un saber histórico que tratara de abarcar grandes conjuntos y de alcanzar ciertos estratos profundos de la realidad. Pero conviene recordar que a esta labor no contribuyeron solamente los filósofos. Una de las aportaciones más importantes del siglo XVIII para la historia de la cultura fue el descubrimiento de la historicidad de ciertas manifestaciones de la cultura espiritual, dimensión hasta entonces no advertida y que en ese momento tomaron en cuenta algunos investigadores. Los esfuerzos de Rivet, de Lagrange, de Tiraboschi y de Lessing en el campo de la historia literaria, del mismo Lessing y de Winckelmann en el de la historia del arte, los de Quesnay, Turgot y Heeren en el de la historia económica, abrieron la vía para ciertas investigaciones que, a poco, incitarían a los historiadores a ampliar su horizonte. Con ello quedó demostrada la unilateralidad de la historia de hechos políticos, pero además, por la naturaleza misma de la materia, la historia de la literatura, del arte, del teatro o de la economía, aunque en principio se concibiera como historia de hechos, despertaba muy pronto las alusiones a otras instancias más allá de la puramente fáctica. El nuevo camino que se abría estaba destinado a proporcionar muchas insospechadas posibilidades, y la tentación de la síntesis comenzó a estimular la busca de nuevos planteos para el conocimiento histórico.

Sería largo reseñar el camino de la historia de la cultura en el siglo XIX, y aun la mera enunciación de sus representantes obligaría a alinear muchas figuras cuyo significado para la historiografía sería menester puntualizar de alguna manera. Parece preferible no hacerlo en este ensayo, cuyos límites no tolerarían largos desarrollos. Pero acaso valga la pena cerrarlo recordando que es una larga tradición la que conduce hasta Jaeger, Huizinga, Bataillon o tantos otros historiadores de la cultura que son hoy, sin disputa, los más significativos de nuestro tiempo. Esta tradición se ha constituido con muchos esfuerzos de historiadores que, sin detenerse mucho en problemas teóricos —excepto el caso de los historiadores filósofos, como Dilthey o Croce—, han procurado comprender la realidad histórica con hondura y precisión al mismo tiempo. Comprender es palabra que tiene ya un sentido técnico preciso, y la operación intelectual que define constituye la aspiración suprema del historiador. Todo induce a pensar que la forma mentis que posibilita la comprensión es la que ha hecho de la historia lo que hoy entendemos como historia de la cultura.