Sociedad y cultura en la temprana Edad Media. 1959

La indagación de los orígenes del espíritu burgués, que es el tema final que me he propuesto,[1] supone un análisis de toda la cultura de lo que se ha dado en llamar la Edad Media; más exactamente, pues conviene precisar desde ahora, de lo que constituye la realidad social —bajo cuya designación se funden los fenómenos corrientemente clasificados como económicos, sociales y políticos—, y de lo que constituye la cultura espiritual, en cuyo ámbito entra toda su vasta creación así como los impulsos y las tendencias que la mueven.

Ese análisis conducirá seguramente a una valoración nueva de ciertos fenómenos. Evitará caer en el examen sistematizado, y buscará, por el contrario, seguir el curso histórico del proceso en el que se inserta el tema fundamental: los orígenes del espíritu burgués. Pero como el espíritu burgués surge en el seno de un complejo de circunstancias históricas, habrá que tratar de perseguir la coyuntura en que se insinúa y los innumerables e imprecisos meandros por que transcurre antes de adquirir precisa fisonomía.

El espíritu burgués comienza siendo una actitud polémica y se caracteriza primero por la vehemente negación de un sistema constituido, que llamaremos “sistema de la cosmovisión y los ideales señoriales”; en rigor, constituye el primer paso de este análisis indagar cómo se constituye ese sistema al que se opondrá el espíritu burgués, para establecer luego sus caracteres y, finalmente, el índice de validez que acusaba a los ojos de quienes se insubordinaron contra él.

El sistema de ideales señoriales aparecerá en su hora, pues, como el producto de un largo proceso de elaboración de múltiples raíces. Sus depositarios y defensores verán en él la expresión de un orden: el orden propio del mundo cristianofeudal. Pero, para lo que nos importa, conviene destacar que han visto, sobre todo, la expresión de un orden absoluto e inmutable, no de un orden histórico.

Pues bien, el espíritu burgués ha de nacer de la certidumbre que adquirieron poco a poco ciertos grupos sociales no privilegiados de que el orden cristianofeudal —en cuya cúspide se instala el sistema de ideales señoriales— es solamente un orden histórico, susceptible, en consecuencia, de sufrir toda suerte de cambios. A esa certidumbre se llega muy lentamente: primero los grupos no privilegiados comienzan a obrar en disidencia con ese orden, y al calor de la eficacia que alcanzan cuando actúan de modo puramente empírico, modelan poco a poco la certidumbre de que tanto su acción, como los móviles que la impulsan y los ideales a los que se dirigen, son legítimos.

Ahora bien, esos ideales, cuando alcanzan la zona de la conciencia, revelan su naturaleza disidente, heterodoxa, frente al orden que afirman los privilegiados, el orden cristianofeudal y el sistema de los ideales señoriales. Entonces sobreviene el conflicto.

Constituye el tema de este estudio la indagación de qué circunstancias se dieron en la temprana Edad Media como para que, de su seno, pudiera salir, poco a poco, ese ordenamiento social y espiritual que constituirá el orden cristianofeudal y el sistema de los ideales señoriales.

A — RAÍCES Y FISONOMÍA DE LA TEMPRANA EDAD MEDIA

Cualquiera sea la intensidad que se asigne al fenómeno de las invasiones germánicas en el territorio del Imperio Romano de Occidente, constituye un hecho innegable que determinaron en ese ámbito geográfico y cultural ciertas situaciones de hecho destinadas a crear un cambio de fisonomía en los procesos sociales y espirituales.

Son conocidas las alternativas de la polémica acerca de la intensidad que debe asignarse a las invasiones germánicas en el territorio del Imperio Occidental[2]. Parecería que no es lícito ya sostener la tesis que Dopsch llama catastrófica, sobre todo si se tiene en cuenta la imagen que del bajo Imperio proporcionan las investigaciones más recientes[3]. Pero este criterio no debe conducir a negar totalmente la calidad de hecho decisivo que poseen las invasiones germánicas. No provocaron, en efecto, la destrucción de una cultura floreciente, como se sostuvo por algunos, ni abrieron por su sola acción una época de barbarie. Pero en la transformación que el Imperio sufrió desde el siglo III, operaron una acentuada desviación del curso del proceso y crearon situaciones nuevas destinadas a perdurar y a legar a los tiempos que siguieron condiciones que serían fundamentales.

En primer lugar, se incorporaron a la sociedad romana nuevos grupos étnicos; a la larga esos grupos incidirían sobre la constitución racial del mundo occidental, pero antes alteraron el orden social en todos sus aspectos, operando una transferencia del poder político y de la propiedad raíz, con el consiguiente reajuste de la situación recíproca entre los diversos grupos de la sociedad. En segundo lugar, se constituyeron nuevas entidades políticas —los reinos romanogermánicos— que instantáneamente abandonaron los objetivos unitarios del Imperio y acusaron muy pronto intereses distintos y aun encontrados entre sí, a los que servirían políticas diferentes con su secuela de conflictos y reiterados procesos de reajuste[4]. Y finalmente, se opusieron violentamente los grupos religiosos —católicos ortodoxos, arrianos y paganos— a través de conflictos en los que se entrecruzaron con las puramente religiosas, tendencias raciales y políticas.

Todo ello hizo que el proceso que se inició entonces, si bien se encuadraba dentro de ciertas direcciones que se insinuaban en la vida imperial, cavara sus vías propias. Podría decirse que la crisis del Imperio se renovó —valga la expresión—, y lo que hubiera podido ser una crisis de consunción se transformó en verdadero paroxismo por el vigor de las nuevas fuerzas sociales y espirituales que se hicieron cargo del mundo en crisis. Todavía hay un estilo en la declinación del estilo de la cultura imperial romana hasta la época de las invasiones; pero desaparece con estas y comienza una época de inusitada y caótica fuerza creadora, en la que la creación coexiste con el aniquilamiento o la salvación de determinados elementos de la tradición.

Es innegable que el orden político imperial había sufrido terribles sacudidas desde la época de los Severos y que se habían manifestado extrañas conmociones en su seno, pues no es posible olvidar la extraña desviación del poder político hacia el dominatus desde Diocleciano, ni los reveladores intentos de secesión de Postumo y de Zenobia. Y no es menos importante el hecho de que la estructura económicosocial y el ambiente espiritual del Imperio hayan sufrido alteraciones radicales en los dos siglos que precedieron a las invasiones germánicas. Pero si se piensa en la fisonomía que ofrecía el mundo Romano a la víspera de la muerte de Teodosio el Grande, se descubrirá que se había recuperado cierto equilibrio interior que aseguraba al mundo Romano un destino harto distinto del que tuvo como consecuencia de la movilización de las tribus germánicas. Ese equilibrio residía, sustancialmente, en la curiosa adecuación que se había operado entre romanidad y cristianismo[5].

Esa adecuación se realizó en todos los campos. En el plano religioso —y en el intelectual— conjugó con la doctrina cristiana los elementos neoplatónicos de la tradición clásica y aprovechó la decidida tendencia a aceptar las creencias de salvación que se manifestaban en Occidente, especialmente desde la época de los Severos; y en el plano social condujo poco a poco hacia una noción del Estado que no desdeñaba los principios de la religión cristiana, que Teodosio hizo religión oficial del Imperio en 380, noción que adquirió ya en San Ambrosio rasgos precisos [6].

Para ese entonces, los ideales representativos de la romanidad tradicional ya habían hecho crisis y San Jerónimo podía burlarse del amor a las dignidades, de la devoción a la cosa pública y de la vana aspiración a la gloria que aún mostraban algunos romanos[7]. Pero los habían reemplazado otros ideales, hibridados por la acentuada influencia del cristianismo, cuya vigencia crecía y crecía hasta el punto de que San Jerónimo y San Agustín pudieron creer que era su propio mundo el que amenazaba con derrumbarse cuando los bárbaros violaron las fronteras romanas, y lloraron por la suerte de sus ciudades, caídas en manos de pueblos innumerables y ferocísimos[8]. “Hay entre el mundo Romano y el mundo bárbaro la misma distancia que media entre el cuadrúpedo y el bípedo, entre el bruto mudo y el ser dotado de palabra”, decía el poeta Prudencio[9]. Esos ideales hibridados difícilmente hubieran podido alimentar las fuerzas que requería la conservación del mundo imperial, ni siquiera en el estado y situación en que se hallaba al comenzar el siglo V; la crisis del orbe romanocristiano era sin duda inevitable; pero su curso estaba ya delimitado por el fenómeno mismo de la adecuación entre romanidad y cristianismo que estaba ya casi acabada. Ese curso es el que alteró profundamente la invasión de los pueblos germánicos.

Acaso la suerte del Imperio de Oriente pueda servir para hacerse una idea de lo que fue ese proceso de adecuación: una marcha hacia una especie de teocracia alterada en los hechos por mil accidentes pero retomada una y otra vez por la curiosa compenetración de las esferas de Dios y de César. La situación del Imperio de Occidente fue muy otra. En el terreno de las relaciones entre lo espiritual y lo social, pareció como si se volviera a los tiempos anteriores a Constantino, como si se perdiera el largo y sostenido esfuerzo de la Iglesia por someter el poder a sus preceptos, y no solo en la práctica, sino también en cuanto al principio mismo, en cuanto a la teoría de la justificación del Estado por el servicio de Dios, que San Agustín daba casi por triunfante no mucho antes.[10] Reaparecieron las controversias religiosas movidas por el arrianismo, ahora fuerte por la fidelidad de los godos, y el paganismo reapareció con fuerza tanto mayor cuanto que lo sustentaban pueblos de fe ingenua y supersticiosa, ajenos a toda experiencia teológica. Y por debajo de las inusitadas situaciones de hecho que se plantearon en el terreno de la realidad social, comenzaron a delinearse otras situaciones no menos extrañas e inusitadas en el plano espiritual por la yuxtaposición de ideas y creencias de diverso origen, cuyos portadores, a su vez, se yuxtaponían en un complicado mosaico.

Este es el rasgo fundamental de la temprana Edad Media, sin comprender el cual no puede aquilatarse la significación del vasto esfuerzo de algunos —los que alcanzaron situaciones de privilegio— por afirmar un orden que no era otra cosa que la consagración de cierta situación de hecho. Situaciones de hecho en el orden social y en el orden espiritual caracterizaron los siglos que transcurrieron desde que comenzaron las invasiones hasta la disolución del Imperio Carolingio. Mientras buscaban su acomodación los distintos grupos étnicos y sociales —en diversa combinación— a través de una constante puja por el poder, la riqueza y el privilegio, coexistían y procuraban la hegemonía, en sorda lucha, las distintas corrientes de ideas y creencias: las que habían conocido ya una rigurosa organización y sistematización, las que pugnaban por clarificarse y ordenarse, y las que simplemente subsistían como aislados desprendimientos de antiguas concepciones caducas o parcialmente invalidadas.

El análisis paralelo de estas dos situaciones de facto —en el orden de la realidad social y en el orden espiritual— revela la múltiple raíz del espíritu occidental y, sobre todo, cómo algunas de sus fibras se desarrollaron hasta dar la impresión de ser las únicas, mientras otras aguardaban su hora. Pero conviene, antes de introducirse en él, señalar que la conciencia contemporánea pareció haber percibido esta peculiar dimensión de la vida antes y después de Carlomagno: no es el menos expresivo de los testimonios las lamentaciones que escribió San Isidoro en el primer libro de los Sinónimos, cualquiera sea la intención del moralista [11], pues si pudiera entenderse que quiere reflejar la situación eterna del hombre en un mundo dominado por el pecado, ahí está para completar su sentido su propio testimonio a través de sus Crónicas, y en el mismo sentido los de Beda y Gregorio de Tours cuando describen las condiciones de la existencia social en los reinos anglosajones o entre los francos. Inestabilidad social, inseguridad individual, choque conflictual entre concepciones del mundo y la vida aparentemente incompatibles, crearon las condiciones necesarias para una nueva y libre aventura de los hombres y las ideas.

B — LA SITUACIÓN DE HECHO EN EL ORDEN SOCIAL

1— Estructura de los reinos romanogermánicos.

Mientras la situación social reinante en el bajo Imperio —fundada en la coexistencia de diversos grupos de desigual nivel— aparecía justificada por el lento proceso que había llevado a ella, y era en consecuencia soportado como un orden fatal y necesario, la situación social originada por la conquista germánica en el Occidente se caracterizó por las mutaciones repentinas que se produjeron, por el estado de subversión que creó, y por el aire de aventura y de arbitrariedad que introdujo. Este último rasgo había de influir decisivamente en el desarrollo posterior de la evolución social. Algunos de los conquistadores —visigodos, ostrogodos, anglosajones— habían entrado en los territorios que luego ocuparon (llamados por el imperio los primeros y por los bretones los últimos) en calidad de aliados y pacíficamente; pero ellos, lo mismo que los que entraron por la violencia —como los francos en Galias— descubrieron que las estructuras sociales vigentes cedían ante su empuje hasta derrumbarse; se superpusieron, pues, sobre ellas, y se introdujeron por sus intersticios cuando les convino, complicando de manera arbitraria y repentina el orden vigente. De aquí la fisonomía social del período precarolingio: un mundo compuesto por elementos inestables en el que podía ejercitarse la fuerza para modificarlo sin que valiera ningún principio preestablecido. Esta es la situación que puede clasificarse como situación de facto, en la que, con el tiempo, habría de introducirse un orden por aquellos que pretendían consolidar ciertos privilegios.

En esta situación de facto, la norma, el principio, era la desigualdad, la radical desigualdad entre el status de cada grupo, una desigualdad que, a pesar del desarrollo que había alcanzado la concepción cristiana, resultó previa a toda discusión. Sin duda procuraba la Iglesia infundir en la realidad social algunos de los caracteres que entrañaba la doctrina: manumitía eventualmente esclavos o rescataba cautivos, como hicieron con sostenida dedicación Cesáreo de Arles, Germán de París o San Gregorio el Grande[12], pero no pasaban de ser intermitentes y pequeños esfuerzos, sin mayor alcance ni posibilidad de modificar un estado que se apoyaba en situaciones intangibles, y en el que la Iglesia misma consentía de hecho, amoldándose a él. Vigoroso e indiscutido en la práctica, el principio de desigualdad se imponía y se afirmaba, con la peculiaridad, sin embargo, de que no comportaba aún un principio demasiado estricto de inmovilidad social.

Esta última peculiaridad provenía, precisamente, de la situación creada por la conquista. Por entre los resquicios del orden vigente en la sociedad del bajo Imperio, se introdujo durante la época de los reinos romanogermánicos el principio de raza, creando una nueva norma de privilegio. Correspondía este a los conquistadores germánicos en general, pero entre ellos mismos en distinta medida si el individuo era simplemente ingenuo o si formaba parte de la nobleza que habíase constituido y perduraba principalmente a través del comitatus. Esa nobleza —verdadera élite de hecho dentro de una aristocracia de hecho— mostró a su vez en los reinos romanogermánicos una diferenciación entre la nobleza de nacimiento y la nobleza de servicio, esta última constituida por el azar de la elección real y mediante la cual se quebró poco a poco el principio de raza, pues no fueron pocos los de origen Romano que llegaron a ella. Antrustiones, gasindi, gesiths, thegns, gardingos y en general, fideles regis fueron las designaciones que recibieron los miembros de esta nobleza que sacaba su fuerza eminentemente de la proximidad del rey y de su favor, en la que se fundió con el tiempo la que se constituía por derecho de herencia y la que la había obtenido por haber sido llamada al servicio del rey[13]. Optimates o potentes solían ser llamados los miembros de este sector de la nobleza.

Por debajo de ella estaban los germanos ingenuos, privilegiados en principio por razones de raza y, como la nobleza aunque en menor grado, transformados también en propietarios raíces; y se confundieron con ellos con el tiempo —debilitado el principio de raza— los ingenuos romanos que conservaban parte de su propiedad. Este complejo de los hombres libres se subdividió a su vez. Por su condición social y económica diferenciábanse los maiores, los mediocres, los minores, los minimi, inferiores, humiliores y viliores ingenuos categorías no siempre fáciles de precisar en cuanto a su significado, pero que aludían fundamentalmente a la extensión de la propiedad que en cierta legislación, como la lombarda del rey Aistulfo, se fijaba expresamente [14].

Este proceso de diferenciación —originariamente Romano, luego interferido por la conquista con el principio de raza y resuelto finalmente en una nueva ordenación de clases— reconocía no solo causas económicas sino también políticas. Influían decisivamente estas últimas en la constitución de la aristocracia por la vía del favor real, radicalmente arbitrario y movido por las necesidades políticas inmediatas; en la ordenación de los distintos grupos de ingenuos influían a causa del creciente poder de la aristocracia dotada de minores inmunidad; y en ambos casos, originando tanto ascensos como descensos, pues las fuerzas sociales obraban en ambos sentidos. Por una parte se advertía una fuerte tendencia a reducir a situación de semilibertad a los campesinos libres, impotentes frente a los grandes propietarios que eran además políticamente fuertes[15]; y por otra, una tendencia de los no libres a alcanzar situaciones de semilibertad en grado variado[16].

El signo de la diferenciación social entre los ingenuos era el minores wergeld. Principio de derecho germánico, el minores wergeld constituyó el fundamento del derecho penal[17] y fijó el valor del hombre en los casos de muerte violenta. Pero este valor era variable. Se lo fijaba en relación con la extensión de tierra —a veces, como entre los anglosajones, con extremada minuciosidad— pero también en relación con el status personal del individuo[18]; y eventualmente, era alterado su monto cuando lo aconsejaban razones políticas: para defender a los gasindi lombardos en el intento de reacción antiaristocrática del rey Liutprando[19] o para proteger a los obispos y sacerdotes[20]. De la misma manera, condicionada por la situación social, funcionaba la composición extrajudicial[21]. El wergeld diferenció, dentro del grupo de los hombres libres, a los nobles de los simples ingenuos; pero más acentuadamente diferenció a los ingenuos de los semilibres, los que derivaban su status de la antigua situación de los lites, y a quienes se asignaba un wergeld equivalente a la mitad del que correspondía al ingenuo. Por el contrario, el siervo carecía de wergeld[22].

Empero, no podría tenerse una idea de la fisonomía de la realidad social de los reinos romanogermánicos si no se apreciara con exactitud la significación de los grupos de semilibres y carentes de libertad, en parte por el vasto número que los constituían y en parte por la movilidad de esos grupos, especialmente los semilibres, destinados a desempeñar un papel excepcional en la transformación social.

Constituían los siervos una masa numerosísima, de fundamental importancia en el régimen de la producción, especialmente dentro de la gran propiedad. Su origen era, generalmente, la cautividad por razones de guerra y su número creció, por eso, a raíz de las invasiones, pues hubo abundante sumisión por los conquistadores de las poblaciones vencidas[23]. Pero no pesó sobre su situación ningún prejuicio inmutable, sino simplemente una necesidad económica, que daba a su estado un carácter puramente fáctico. En efecto, no solo podía valer en su favor el remoto —y creciente— prestigio de su romanidad de origen sino también la prédica de la Iglesia en favor de su manumisión. Pero la Iglesia, precisamente, admitía la situación de hecho defendiendo su derecho a poseer siervos, en cuanto constituían un bien patrimonial; prohibió manumitirlos en el concilio de Agde de 506[24] y sostuvo en el IV Concilio de Orleans de 541 la necesidad de mantener en su condición de servidumbre a los descendientes de siervos para asegurarse contra los perjuicios que pudieran ocasionársele con las manumisiones o protecciones de libertos por parte de los seglares[25]. ¿Cómo se conciliaba esta actitud con los esfuerzos particulares de muchos eclesiásticos para manumitir siervos? El hecho constituye una prueba más del carácter de facto de la situación. Los principios y los ideales chocaban con la situación real en la que prevalecían las estructuras de poder, y era vital para la Iglesia mantener su situación en la lucha de todos contra todos. Pero precisamente por tratarse de una situación de facto, no pesaban fuertemente los prejuicios, y la manumisión era posible y abundante si la coyuntura económica lo permitía; y en ese caso el siervo ascendía a la condición de liberto.

Era esa la máxima aspiración del siervo, atado a la gleba a veces por razones de nacimiento y a veces por pérdida de la libertad en virtud de circunstancias aleatorias. Pero podía manumitirse si las circunstancias le eran propicias, y entonces ingresaba en la categoría de los libertos.

Esta categoría puede ser considerada como un grupo fundamental de la sociedad de los reinos romanogermánicos. Por la vastedad de su número y la peculiaridad de su condición jurídica y social, los libertos desempeñaron un papel muy importante en el desarrollo social. Eran semilibres, lites, y en consecuencia sujetos de derecho aunque sometidos a una relación de protección o patrocinio y sin libertad de movimiento. Pero estas limitaciones no impidieron que, a título personal, pudieran los semilibres ascender por entre los intersticios de la sociedad romanogermánica. De hecho, fueron preferidos por la monarquía y los magnates para cargos de confianza en su casa. Fueron ministeriales, pero alcanzaron funciones más importantes aún: ejercieron las funciones de condes y se incorporaron al ejército con altas dignidades, y recibieron, en recompensa de sus servicios militares o económicos, importantes beneficios que renovaron su status y le abrieron nuevas perspectivas de ascenso social. Por otra parte, en la lucha de la monarquía contra la nobleza, los libertos sirvieron de fuerza auxiliar de la monarquía y se opusieron a la nobleza, pero acercándose a ella por los privilegios que obtenían sus miembros, y constituyendo poco a poco un nuevo sector privilegiado[26].

En constante e inestable relación con los simples ingenuos, los libertos alimentaron la corriente de renovación en la sociedad en los reinos romanogermánicos. Si en cada instante las distintas estructuras sociales podían parecer definidas y estables, el conjunto de los individuos que las integraban era inestable, móvil y cambiante. La aventura individual —la de Ebroin, la de Mummolo, la de Fredegunda, la de Victor, por ejemplo [27]— era siempre posible: solo se necesitaba llegar o por la riqueza al poder o por el poder a la riqueza.

Como grupo social actuante y poderoso, solo alcanzó verdadera significación la aristocracia, la nobleza, cuya composición inestable le proporcionaba el aire de una clase en plena pujanza. Su situación en la sociedad romanogermánica era de absoluto privilegio, pero se constituyó y comenzó a organizarse al mismo tiempo que se definía la línea del poder monárquico. De aquí que la fisonomía social de todo el período romanogermánico estuviera dada por este conflicto a través del cual buscaban su nivel relativo estas dos fuerzas: aristocracia y monarquía. Ninguna de las dos tenía títulos suficientes y terminantes para afirmar su superioridad. Ninguna podía acabar de someter a la otra. Y esta lucha entre las dos grandes fuerzas constituye el drama de esta época —época de facto, de predominio de las simples estructuras de poder— en la que estaba aún por establecerse un orden preciso. No debe olvidarse que la monarquía de Carlomagno no fue sino un instante de triunfo del poder monárquico, y que antes y después la situación fue y volvió a ser puramente de facto.

El problema consiste, pues, en establecer los caracteres del conflicto que esconde las raíces del acuerdo, de la transacción que llegó a establecerse en lo que se llamó más adelante “orden feudal”. Un análisis de las tendencias de la aristocracia y de la monarquía y una descripción del conflicto nos pondrán en presencia de los datos más importantes para entender la significación de aquel orden.

2 — Tendencias de la aristocracia romanogermánica.

Cuando nos enfrentamos con los grupos más elevados y poderosos que forman parte de la sociedad romanogermánica, a partir del siglo VI, advertimos que constituyen un conjunto de origen muy diverso, en el que empiezan a perfilarse algunas tendencias uniformes y sostenidas, pero que no acusa todavía los típicos caracteres de una nobleza cerrada. Por el contrario, si algún rasgo impresiona a primera vista, es el carácter abierto de esa clase, a la que el acceso, si no fácil, era posible con solo que se cumplieran ciertas condiciones que, por cierto, no dependían siempre de la nobleza misma. Contribuían a atribuirle a la nobleza romanogermánica ese carácter, primero la diversidad de su origen, luego la heterogeneidad de su composición, así como la característica movilidad de la sociedad, determinada tanto por razones políticas como por razones económicas.

Sin duda subsistían restos de la antigua aristocracia germánica de sangre, hoy de existencia probada[28], que acaso iba perdiendo fuerza como conjunto, pero cuyos miembros podían mantener su situación gracias a otras circunstancias —el favor real, por ejemplo— a la que agregarían el prestigio y quizá el espíritu de los grupos de origen. Y junto a ella, subsistían restos también de la aristocracia de sangre de origen Romano, fuerte en la medida en que había mantenido parte de sus tierras y sobre todo, en que había escalado nuevas posiciones, como se advertirá en seguida. Porque, en efecto, el núcleo más importante de la nobleza estaba constituido por un sector que no podía ostentar título originario alguno, y que dio el tono a la nueva nobleza, en la que se fundieron los otros grupos autorizados fundamentalmente por una condición adquirida y apenas acentuada por el título de origen.

La nueva nobleza estaba constituida fundamentalmente por la nobleza de servicio, esto es, por aquellos que, en virtud de servicios prestados a la monarquía, habían recibido de ella títulos o dignidades que los enaltecían públicamente y beneficios que les aseguraban sólido fundamento económico a su status personal. Vinculados al servicio personal del rey o designados para el ejercicio de funciones políticas, administrativas, militares o judiciales, aquellos a quienes la monarquía confiaba una función recibían donaciones territoriales provenientes de las posesiones fiscales o, a veces, de las confiscaciones. Con ello se adquiría de hecho una posición privilegiada, y se entraba a formar parte de los proceres, honestiores o maiores, designaciones con que solía caracterizarse a los miembros de la nobleza. Así pues, solo obraba en la constitución de esta clase la voluntad real, y podían ingresar a ella gentes de muy diverso origen, tanto germánico como Romano, y sin distinción de clase, pues al lado de los que pertenecían a las antiguas aristocracias germánica y romana, entraron los ingenuos simples y aun los semilibres, estos últimos en número considerable en ciertas épocas y reinos[29]. De este modo, la nobleza se mantuvo durante largo tiempo como un orden abierto dentro del cual circulaban las personas de diverso origen con bastante libertad y posibilidades de ascenso, sin que privaran los principios de estagnación que aparecerían más tarde.

Finalmente formaban en la práctica parte de la nobleza los dignatarios de la Iglesia. Desde el siglo IV había comenzado esta a transformarse en una fuerte propietaria, hasta el punto de que, en la segunda mitad del siglo VI, podía decir Chilperico: “He aquí que nuestro fisco se empobrece, y nuestras riquezas son transferidas a la Iglesia; nadie reina sino los obispos; nuestra dignidad concluye y es transferida a los obispos de las ciudades”[30]. Estas riquezas —en su mayor parte tierras- eran, ciertamente, inalienables en virtud de sucesivas disposiciones del poder eclesiástico y del poder civil; pero a pesar de eso, los obispos y abades disponían de muchos recursos para ejercer la fuerza que les concedía su riqueza, entregando la tierra bajo forma de precaria[31] y organizando a su alrededor una muchedumbre de personas vinculadas a ellos; esta situación de hegemonía era aún más notoria en las ciudades, en las que los obispos habían heredado parte al menos de la autoridad de la curia romana[32] y tenían un fuerte ascendiente social. Estos altos dignatarios eclesiásticos provenían en su casi totalidad de la antigua nobleza romana. No fue un azar la vinculación que mantuvieron en el reino visigodo con el Imperio de Constantinopla[33] ni la buena voluntad con que vieron la llegada de las tropas imperiales al África vándala y a la Italia ostrogoda. Pero donde, como en el reino franco, coincidían con la monarquía, se transformaron prontamente en sus instrumentos y fieles servidores[34]. Y esta circunstancia, igualmente visible en los reinos anglosajones, en el reino franco, en el reino visigodo después de Recaredo y en el reino lombardo, hizo que la monarquía dispusiera de los obispados, introduciendo en la formación de este sector de la nobleza el mismo criterio de azar que en los otros. Por el ascenso al episcopado se llegaba desde cualquier estrato social a una situación de privilegio, que entrañaba no solo autoridad eclesiástica sino también secular, sin contar con las funciones públicas que solían estar reservadas a los obispos. De aquí las luchas de ambiciones que dieron lugar a tantos conflictos[35], justificadas por una situación que ofrecía la posibilidad de ascenso, en una sociedad en la que el ascenso significaba privilegio.

Así constituida, la nobleza ponía de manifiesto ciertas tendencias que ilustran sobre el tono general de la época[36]. Si se tiene en cuenta que el rasgo fundamental era la movilidad de la organización social y, sobre todo, la peculiar condición de los no privilegiados y especialmente de los semilibres, se verá que más que una tendencia general de clase llama la atención en primer término la tendencia individual al ascenso social por medio de la conquista del favor real. La sociedad romanogermánica no conocía un orden preestablecido y riguroso y, en consecuencia, no había caminos ineludibles para el individuo sino que, a partir de ciertas condiciones, resultaba posible la libre aventura. De modo que el primer rasgo que sorprende es la tendencia individual a tentarla[37].

Pero para quienes ya habían tenido acceso a los grupos privilegiados, la tendencia era claramente conservadora, y se orientaba, primero, a consolidar los privilegios, y luego a perfeccionarlos. Para consolidar los privilegios, procuraba el titular de una dignidad que reportaba ventajas económicas y sociales, perpetuarlas transformando en hereditaria su dignidad, y poco a poco se logró esta finalidad en la práctica[38]. Pero, a su vez, la nobleza consiguió que los funcionarios reales, especialmente los condes, no fueran nombrados entre hombres ajenos a la región, de modo que por una curiosa confluencia de intereses, la nueva nobleza se hizo pronunciadamente local[39]. Este sentimiento se hizo muy fuerte con el tiempo y contribuyó a debilitar considerablemente el poder real, especialmente allí donde el intento coincidía con un arraigado sentimiento regional. Para perfeccionar los privilegios, los usufructuarios de beneficios trataron de obtener o consolidar la inmunidad, esto es, una situación de exención con respecto a las cargas fiscales y a la intervención judicial del rey. La inmunidad era una institución de origen Romano y gozaban de ella los dominios imperiales y algunos privados. Se estableció en los reinos romanogermánicos para los dominios reales y podía traspasarse a los beneficios —por cuanto estos no perdían la condición de tierras reales— y a las tierras de la Iglesia como concesión especial. Los tenedores de beneficios pugnaron por lograrla para sus tierras y, entre los francos, por ejemplo, la adquirieron finalmente en el siglo VII[40], y por la misma época entre los visigodos y anglosajones[41].

La consolidación económica y social de la nobleza fue, pues, fruto de la política de la monarquía, que de esa manera mostraba su fuerza y luchaba por acrecentarla creando una clase de fieles; pero en la misma medida se acrecentaba el poder de la nobleza, la cual lejos de solidarizarse con la monarquía, adquirió conciencia de su fuerza y comenzó a delinear sus propios intereses políticos de clase, resumidos en el designio de cada uno de sus miembros de alcanzar la corona y en el designio colectivo de aminorar el poder real. De este modo la nobleza adquirió, en la segunda mitad del siglo VI, esa notable militancia política que caracteriza la historia de los reinos franco, visigodo y lombardo[42], y que adquirió su mayor potencia en los grupos que constituían el “palacio”, esto es, la nobleza precisamente más favorecida, la nobleza de servicio.

Como clase con conciencia de tal, como partido político con claros designios, la nobleza, y especialmente la nobleza palatina, se enfrentó con la monarquía. Esa lucha termina de aclarar el cuadro de la situación de facto que predominaba en las sociedades romanogermánicas. Pero no sería perceptible en toda su intensidad sin tener en cuenta el peculiar desarrollo de la monarquía.

3 — Tendencias de la monarquía.

Los conquistadores germánicos llevaron consigo a los nuevos reinos que constituyeron una concepción del poder real de tradición germánica, caracterizada por una tendencia del grupo social o comunidad a la restricción del poder unipersonal. La vieja organización de los principados solo se conservó ciertamente entre los sajones[43], pero puede verse en ella un esquema remoto que gravitaba de alguna manera en la concepción de la vida política. Las circunstancias, sin embargo, habían ido modificando esa concepción: el propio desarrollo de los pueblos germánicos, luego la influencia romana[44] y finalmente el hecho de la conquista. Pero quedó siempre como una tendencia más o menos vigorosa la de establecer alguna limitación al poder por parte de los grupos más importantes, que, al menos, conservaron el derecho de ser escuchados en los asuntos más graves, derecho que se trasmutó luego en uno de los deberes vasa- lláticos.

Cualquiera haya sido la influencia que en la evolución del poder monárquico tuvo la política romana durante el Imperio[45], lo que modificó más aquella concepción fue el hecho de la conquista, que ensanchó las posibilidades de acción individual. La monarquía adquirió entonces el relieve que fueron capaces de darle quienes ejercían el poder, y entonces aparecieron dos concepciones divergentes, con rasgos comunes, sin duda, pero en las que apuntaban elementos diversos; dos concepciones que, por lo demás, coexistían a veces en las mismas personas, pero que insinuaban diversas tendencias.

Una concepción es la que representaba eminentemente Clovis. Obraban sobre él algunos vestigios de las tradiciones restrictivas del poder unipersonal[46] pero su personalidad militar y política los sobrepasaba y concluía por crear, de hecho, una autocracia ilimitada. Se advierte que tal tipo de poder no conoció otro fundamento que la autoridad personal del rey, sin que contribuyera a realzarla ningún principio jurídico ni pudiera apuntalarla tampoco en caso de debilitamiento: era un poder de hecho que configuraba una “estructura de poder”[47]. Era una autoridad que no se filiaba aisladamente según principios de derecho —ni germánico ni Romano— y en la que no habían hecho mella los principios del cristianismo. Ese tipo de autoridad era el que ejercieron, entre otros, Clotario I, Chilperico, Gensérico, Leovigildo, Kindasvinto, Alboino, Penda y otros, incluyendo entre ellos a Brunequilda. Una situación social inestable, propensa a las soluciones de hecho, prestaba las ocasiones favorables para este ilimitado ejercicio de la autoridad personal, sobre todo en quienes llegaban al poder en virtud de situaciones de hecho: la conquista del territorio o del poder.

La otra concepción es la que representaba eminentemente Teodorico. De fuerte autoridad por el prestigio personal, obraban sobre él, además de la vaga tendencia restrictiva de la tradición germánica, las influencias romanas y cristianas. Cualquiera fuera la situación real del Imperio, la concepción política que preponderaba en quienes vivían en su ámbito era la de que el Estado constituía un orden jurídico, y que la política —la mejor política— consistía en establecer un sistema de normas que constituyera el estado normal de la convivencia. Nada importaba que se violara este sistema de vez en cuando. La tendencia general era en él crear un orden permanente, en el que además la conquista no jugaba un papel fundamental. A la influencia romana se agregaba la influencia cristiana que en algunos reyes obraba acentuadamente[48]. Ese tipo de autoridad es la que ejercieron preferentemente Gontrán, Dagoberto, Grimoaldo, Gondebaudo, Eurico, Alarico II, Edwin u Oswald. No es extraño que las fuentes de origen Romano les fueran más favorables; pero independientemente de eso es evidente que revelaban una constante preocupación por fijar el status de las personas y los principios fundamentales de derecho compatibles, al menos, con la situación de hecho. Este esfuerzo no fue siempre fructífero, ni llegó a dar por resultado la constitución duradera de un orden jurídico estable, y su reiterado fracaso puso de manifiesto el ajuste de la concepción monárquica, como mera estructura de poder, con la realidad, con la situación de hecho.

En efecto, aun considerando la influencia de los esfuerzos de quienes intentaron establecer un tipo de autoridad jurídica y cristiana —o una de ambas cosas—, se advierte que la tónica general de la vida política estaba dada en la sociedad romanogermánica por un tipo de autoridad basada en el hecho de la conquista del poder. De allí sus rasgos más salientes.

Es significativo, entre ellos, el hecho de la indeterminación del ámbito territorial. En rigor, y a pesar de la gravitación que ejercían las fronteras provinciales romanas, las nuevas formaciones políticas se instalaron dentro de límites fijados exclusivamente por situaciones de hecho. Obsérvese el caso de los reinos anglos, jutos y sajones, la historia de las fronteras visigodas antes y después de la batalla de Vouglé, el caso de la Septimania, el de los ducados lombardos, y especialmente el de los reinos francos [49], y el de los reinos que nacen y desaparecen: el de los gépidos, suevos, alanos, vándalos, burgundios. En balde recordaban Beda y San Isidoro la grandeza de la antigua España y la antigua Bretaña[50]. Esos límites no eran ya sino ideales políticos o culturales que nada tenían que ver con la realidad política, estrechamente condicionada por la eficacia inmediata de la fuerza militar.

Esta circunstancia es la que explica el abandono de los principios de derecho público de tradición romana y la tendencia a considerar el dominio territorial como mero patrimonio personal de los reyes[51]; solo en contados casos prevaleció el principio de la tanistry[52], y lo normal fue que, cuando un rey tenía autoridad suficiente para legar su reino, lo hiciera repartiéndolo entre sus hijos[53]. Igualmente ocurrió con el sistema patrimonial que rigió en materia impositiva y fiscal[54].

No era sino un signo más del autocratismo derivado de la conquista, del absolutismo a que conducía el origen de hecho del poder. El poder unipersonal y absoluto de los reyes romanogermánicos no estaba preestablecido por ninguna tradición jurídica ni se ejercitó siempre y en todas partes. Fue el resultado de situaciones de hecho. Nació al margen de las tradiciones jurídicas de Roma y de los pueblos germánicos, al margen de los principios implícitos en la doctrina cristiana, aun entre los pueblos ya convertidos, y se desarrolló solamente allí donde y cuando la autoridad personal del rey fue suficiente como para lograrlo, eso sí, sin que tradición ni circunstancia alguna pudiera oponerle otro freno que el de otro poder capaz de balancearlo. En su apelación a los reyes merovingios para que cesaran en sus luchas civiles, Gregorio de Tours hacía este juicio definitivo: “Acordaos de lo que ha hecho Clovis, el que marcha a la cabeza de todas vuestras victorias, el que ha dado muerte a los reyes enemigos, aniquilado a las naciones contrarias, subyugado países y pueblos; así os ha dejado un reino en toda su fuerza y su integridad; y cuando él hizo esas cosas, no tenía ni oro ni plata, como vosotros tenéis en vuestros tesoros”[55]. No tenía, pues, más que su autoridad personal, su fuerza, y sobre ella se constituyó su poder, como hicieron todos los reyes romanogermánicos, en la medida en que la poseían dentro de su propio pueblo.

Para ejercer ese poder unipersonal y absoluto, la monarquía romanogermánica no tenía, en última instancia, otro instrumento que la fuerza. Había una constante y reiterada apelación a la violencia, a las soluciones de hecho presididas por un desembozado realismo político[56]. Y obrando cautelosamente frente a la fuerza, multitud de esfuerzos pugnaban por limitarla con reducido éxito y reiterados fracasos: la tradición jurídica romana, la costumbre germánica, los principios cristianos. La historia de la autoridad real romanogermánica es la historia de la progresiva y variable relación entre el principio fundamental del poder de hecho y las tendencias constrictoras que aparecen tratando de limitarlo.

Pero no podían triunfar estas últimas sino en pequeña escala y en un plano superficial, porque ninguno de aquellos tres grandes sistemas de principios se adecuaba a la realidad compleja y tumultuosa que constituían las sociedades romanogermánicas: ni la tradición jurídica romana, que era el resultado de la convivencia secular de una comunidad homogénea, ahora alterada por la invasión y la conquista, ni la costumbre germánica, apropiada para pequeñas comunidades en muy precisas condiciones económicas y sociales, ni los principios cristianos que contradecían fundamentalmente los que eran propios de los conquistadores y los que resultaban imprescindibles para mantener y consolidar la conquista. De modo que la ecuación entre la radical estructura de poder en que se apoyaba la monarquía romanogermánica y el orden jurídico que intentaban consolidar los grupos que resistían en alguna medida el absolutismo, no podía darse sino con crecida ventaja de la primera, que se ajustaba a la situación radical de las sociedades sobre las que había que ejercer el poder.

Por esa causa se observa una constante oscilación en las tendencias políticas de la monarquía romanogermánica. En el juego de las fuerzas sociales y en el juego de las alianzas, la monarquía romanogermánica carecía de principios fijos y no respondía a otra finalidad que asegurar —o simplemente ejercitar— el poder. No importan los pretextos o los términos de las fundamentaciones jurídicas o morales que agregaban los consejeros áulicos —aunque importarán a la larga—, ni las justificaciones sacadas de textos o costumbres jurídicas o de pasajes de la Escritura[57]. El hecho radical es que la monarquía no concebía el poder sino como la suma del poder, y cualquier disminución que se operara en ella la comprometía sustancialmente. Tal fue la consecuencia de su lucha con la nobleza, de la que resultaron fórmulas políticas que entrañaban en el fondo la aniquilación del poder real, como había de verse en la última proyección de esa lucha, esto es, en el sistema feudal.

4— La tensión entre aristocracia y monarquía.

La crisis del poder real proviene de su lucha con la nobleza y del curso que adoptó esa lucha. No hubo en ella sino treguas, cuando una de las dos partes en conflicto se vio forzada a admitir la superioridad de la otra, pero que solo duraron hasta que la parte vencida pudo reponerse. monarquía y nobleza fueron dos términos inseparables de la ecuación política en los reinos romanogermánicos, y el conflicto resultó de la inestabilidad de las relaciones, porque a ninguno de los dos le fue dado ejercer la autoridad tanto tiempo y en condiciones de estabilidad suficientes como para asentar su poder y fijarlo a través de fórmulas jurídicas justificadas y consagradas por una larga eficacia. De modo que si tanto el poder de la monarquía como el de la nobleza fueron poderes de hecho, también puede considerarse de hecho la resultante política de esa tensión, esto es, todo el sistema de la vida social romanogermánica.

Nobleza y monarquía, en cuanto fuerzas políticas, tenían objetivos antitéticos, y se necesitó mucho tiempo antes de que la nueva nobleza romanogermánica diseñara el tipo de monarquía que necesitaba —del que no podía prescindir— y que no sobrepasara los propios intereses de la nobleza; entretanto, cada vez que conquistaba la corona por medio de alguno de sus miembros, indefectiblemente encontraba que la monarquía retomaba su propio camino y volvía a serle hostil. Esta situación de contraposición de intereses no existía en los pueblos germánicos, sino que fue creada por la conquista y la ocupación, con las múltiples posibilidades que abría para el poder que se ejercía sobre lo conquistado. Ataulfo y Sigerico cayeron víctimas de los suyos por la aparición de esta diversidad de posibilidades que se dio entre los nuevos conquistadores[58]; Clovis cedió o presionó según el potencial de su fuerza[59]; Gondebaudo temió la sublevación de los suyos, según la acusación de Avitus[60]; Edwin sometió a los grandes su propósito de convertirse al cristianismo[61], y Eadbald no se atrevió a desafiar su opinión [62], del mismo modo que Clovis mismo temió a los obispos por su poder sobrenatural[63], como les acontecerá también a Clotario[64] y a Chilperico [65].

La monarquía consiguió predominar en muchos casos, pues tenía medios poderosos para conseguirlo. Sus métodos predilectos fueron dos: por una parte crearse una nobleza adicta, la nobleza de servicio o nobleza palatina, constituida muchas veces por gentes de extracción inferior, inclusive libertos, a quienes se les otorgaban tierras en determinadas condiciones que parecían asegurar su lealtad [66], y por otra, obrando rápida y eficazmente contra los intentos de reacción de la nobleza —aun la palatina— que cada cierto tiempo, y cuando las ocasiones eran propicias, procuraba contener el poder real o apoderarse de él por medio de alguno de sus miembros.

Esas ocasiones parecen haber aumentado a partir de la segunda mitad del siglo VI. La monarquía estaba por entonces trabajada por su propia degeneración interna: inestabilidad, crisis del régimen sucesorio, pérdida de prestigio y renovación de problemas territoriales, en tanto que la nobleza se hacía fuerte debido a su poderío económico y prestigio local. Aunque débil e inestable, cierto sentido de clase debía haber comenzado a aparecer entre sus miembros. Y la consecuencia fue la acentuación del estado de tensión hasta degenerar casi en estado de guerra perpetua.

Entre los vándalos, Gilimero desató la persecución contra la nobleza[67]. Los visigodos —dice Gregorio de Tours repetidamente[68]— “habían tomado este detestable hábito: cuando sus reyes no les gustaban, los asaltaban a mano armada y elegían en su lugar el que les convenía”. Así cayeron Teudis[69], Teudisclo[70] y Ágila[71], víctimas de conspiraciones. La realeza adquirió un aire autoritario con Atanagildo y sus sucesores bajo la influencia de la tradición bizantina. Pero Leovigildo, para asegurar su poder, “hizo perecer sin dejar uno solo —dice Gregorio de Tours [72]— a todos aquellos que tenían la costumbre de matar a los reyes”; y agrega San Isidoro[73]. “A cualquiera que vio muy poderoso o muy noble, o le cortó la cabeza o lo envió al exilio”, contándose entre sus víctimas su propio hijo Hermenegildo[74]. Recaredo tuvo que afrontar sublevaciones diversas. Dos de ellas resultaron de la alianza de la nobleza laica y eclesiástica arriana[75] y otra fue de carácter netamente político y fue encabezada por el duque Argimundo[76]. Poco después de su muerte, su hijo Liuva fue despojado y muerto por Viterico[77], y este a su vez ultimado por una conjuración de los suyos[78]. Poco más tarde Suintila alcanzó el poder, y lo perdió a causa de una nueva conjuración organizada por Sisenando[79], y con el apoyo de toda la nobleza. Así, entre la segunda mitad del siglo VI y la primera del VII, se asiste a una sostenida lucha por el poder de carácter singular, pues la nobleza se opuso siempre a la monarquía, aun cuando la corona hubiera recaído poco antes en uno de sus miembros, porque el ejercicio del poder real conducía inexorablemente a su depositario hacia una política distinta de la que pretendía la nobleza. Y este proceso ocurrió entre los visigodos precisamente cuando se desarrollaban sangrientas luchas civiles entre los francos, que se prolongaron desde 573 hasta 613 con terribles caracteres.

Gregorio de Tours preguntaba a los reyes enemigos, al comenzar el relato de esas guerras intestinas: “¿Qué hacer? ¿Qué pedís? ¿Qué es lo que no tenéis en abundancia? En vuestras casas las delicias sobrepasan a vuestros deseos; vuestra despensa rebosa de vino, de trigo, de aceite; en vuestros tesoros se acumulan el oro y la plata. Mas os falta una cosa sola: la gracia de Dios, porque no conserváis entre vosotros la paz”[80]. Pero el obispo de Tours equivocaba el sujeto del episodio que se proponía narrar. La guerra solo aparentemente era un conflicto entre los reyes; era, además de un conflicto por la expansión territorial y por la unidad regional, una lucha de todos contra todos, y especialmente de la nobleza contra la monarquía, sin que faltara —aunque solo poseemos escasas noticias— la movilización de las otras clases sociales[81]. En 584, tres años después del asesinato de Sigeberto y a poco del de Chilperico, el rey Gontrán decía en la catedral de París, dirigiéndose a la multitud: “Yo os conjuro, hombres y mujeres que estáis aquí presentes, a que me guardéis una fidelidad inviolable y no me matéis, como habéis matado últimamente a mis hermanos; que yo pueda al menos durante tres años educar a mis sobrinos, que he hecho mis hijos adoptivos, por el temor de que —¡Dios no lo quiera!— después de mi muerte no perezcáis vosotros con esos niños, porque no quedará de nuestra familia ningún hombre fuerte para defenderos”[82]. Previamente había “devuelto todos los bienes que los fieles de Chilperico habían arrebatado injustamente a diversas gentes” y “se mostró benévolo con un gran número de gentes e hizo mucho bien a los pobres”[83]. El mismo Gontrán imprecaba a los duques cuyos ejércitos habían devastado sus propios dominios, diciendo: “Si despreciás las órdenes reales, si descuidáis cumplir lo que yo ordeno, vuestra cabeza debe caer bajo el hacha”. A lo que los duques respondían: “¿Qué podemos hacer nosotros si el pueblo se abandona a toda suerte de vicios, si todos los hombres se complacen en la iniquidad? ¡Nadie teme al rey, nadie respeta al duque ni al conde! Y si alguno de nosotros reprocha esa conducta, si para conservar su vida quiere reprimirla, el pueblo se subleva, se producen tumultos y todos se precipitan para asaltar al prudente y solo difícilmente puede escapar si no se decide a guardar silencio”[84].

En esa guerra llena de saña y crueldad, cuyas acciones se desarrollaban a través de un vasto territorio y según intereses circunstanciales, subsistía como fondo permanente el designio de la nobleza de conservar y acrecentar su poder. El tratado de Andelot (noviembre 587) —que distribuía la herencia de Chariberto entre Gontrán, Childeberto II y Brunequilda— reiteraba disposiciones de un tratado anterior entre Gontrán y Sigeberto en relación con la situación política y económica de los leudes. Los beneficios que había recibido la nobleza tanto eclesiástica como laica serían mantenidos, cualquiera fuera el azar de la guerra, y se les restituirían los que les hubiesen sido arrebatados[85], como si situara el status de la nobleza poseedora por encima de los accidentes del conflicto entre los reyes. Pero la nobleza aspiraba aún a más, tanto entre los francos como entre los visigodos.

En efecto, aseguraba de hecho la perpetuación de sus ventajas económicas y aun de su situación política en las distintas áreas regionales de influencia personal de la nobleza, aspiraba esta a lograr que el poder real dependiera de sus propios intereses. El fin de la guerra civil merovingia quedó señalado por el edicto de París de 614, promulgado por Clotario II, que acusaba un considerable acrecentamiento del poder de la aristocracia laica y eclesiástica, a la que se le aseguraba, además de la restitución de los bienes que hubieran perdido sus miembros por mantenerse leales a sus señores, que los jueces serían elegidos dentro de la región que debían administrar[86]. Clotario volvió a conceder nuevas reclamaciones más tarde a la nobleza borgoñona[87]; pero fuera de las ventajas concretas que concedía, puede advertirse en el tono general del edicto la tendencia a confesar la constante presión de la nobleza: “Quod contra rationis ordinem acta vel ordinata sunt, ne inantea, quod avertat divinitas, contingat, disposuimos Christo praesole per huius edicti nostri tenorem generaliter emendare”[88]. El curso posterior de los acontecimientos aclara bastante el sentido de este paso dado por la monarquía, que debía dejar poco a poco jirones de su autoridad en manos de los mayordomos de palacio y de los grupos fuertes de la nobleza.

No mucho después, en 633, la nobleza laica y eclesiástica visigoda obtenía un señalado triunfo sobre la tendencia autocrática de la monarquía al imponer las medidas que registra el canon 75 del IV Concilio Toledano[89]. Se establecía allí que ningún soberano ocupa legalmente el trono si no es elegido por un sínodo reunido en Toledo y al que concurran los miembros de la nobleza laica y del episcopado. De ese modo, la tendencia general del proceso político de los reinos romanogermánicos se precisaba en un inequívoco sentido: la elaboración de un poder limitado que emergiera de las clases privilegiadas, con lo que se anunciaba el perfil de la monarquía feudal.

Ni entre los francos ni entre los visigodos logró por entonces la nobleza su propósito. La tendencia al ejercicio de la autoridad unipersonal y absoluta volvía a aparecer esporádicamente con diversas fisonomías. Una vez era el viejo dinasta, como Dagoberto, que reasumía el poder tradicional: “olvidando entonces la justicia que había amado en otro tiempo, inflamado de codicia por los bienes de la Iglesia y de los leudes, quiso, con los despojos que acumulaba de todas partes, llenar nuevos tesoros”[90]. En otras ocasiones era el recién llegado al poder, unas veces como rey por elección, como entre los visigodos, y otras como mayordomo, funcionario que ya concebía el poder como absoluto entre los merovingios. Kindasvinto, llegado al trono por una conjuración de los grandes, “sabiendo la costumbre que tenían los godos de destronar a sus reyes, porque el mismo había intervenido con ellos en semejantes conjuraciones hizo matar sucesivamente a todos aquellos a quienes había visto levantarse contra los reyes precedentemente derrocados; condenó a otros al exilio, dio sus mujeres a sus leudes con sus hijas y sus bienes. Se cuenta que para reprimir aquel hábito criminal hizo matar doscientos grandes entre los primeros de los godos, quinientos de raza mediana…”[91]. En el V Concilio de Toledo se estableció anatema contra los que pretendían adivinar cuándo moriría el rey para sucederlo[92] y se repitió la misma disposición en el Fuero Juzgo[93]; y hubo también un intento de legislar enérgicamente contra las conjuraciones, en el VII Concilio de Toledo [94].

Decididamente, la nobleza no lograba instalar en el trono visigodo a nadie que luego representara sus intereses sin caer bajo la tentación de la autocracia. Era, poco más o menos, lo que ocurría con la nobleza franca por la misma época. Impulsaba al poder a un mayordomo, pero se suscitaba de inmediato o la disconformidad de algunos grupos de la nobleza, o la tendencia del mayordomo al ejercicio autocrático del poder. Flaochad fue elegido durante la regencia de la reina Nantechilde, “por la elección de todos los obispos y de todos los duques” y “prometió”, por una carta y por juramentos, a todos los duques y obispos del reino de Borgoña, que los mantendría a todos en sus bienes, en sus honores, y que les conservaría su amistad”[95]; pero no tardó en sublevarse contra él el patricio Willebad. Grimoaldo, mayordomo de Austrasia, hijo de Pipino el Viejo, no solo se preparó para gobernar enérgicamente, sino que reveló sus intenciones tratando de usurpar el trono para confiárselo a su hijo, bajo el nombre de Childeberto[96]; pero su intento se vio frustrado, como se frustraría el del mayordomo de palacio de Neustria y Borgoña, Ebroin[97], contra el que se levantó violentamente toda la nobleza.

Si se repara atentamente —pese a lo poco que conocemos el período— en la situación de los reinos anglosajones por esta época, con sus extrañas alianzas entre paganos y bretones contra los reinos recientemente cristanizados[98]; en el progresivo triunfo de los mayordomos francos hasta llegar a Carlos Martel “que se destacó aplastando a los tiranos”[99]; y en el destino de la monarquía visigoda durante sus últimos tiempos, se advierte que la tormentosa situación de facto creada por el conflicto de las dos fuerzas sociales sobrepasaba todo sistema de equilibrio y toda fórmula de estabilidad conocida o imaginada hasta entonces. En el campo de la realidad social, la situación era puramente de hecho y nada parecía conectarla con los esquemas preestablecidos. Otros esquemas surgirán, concebidos a partir de la peculiar realidad, y esos esquemas, ideados por los carolingios, resultarán eficaces finalmente y desembocarán en la típica monarquía feudal tal como se organizó sobre las ruinas del Imperio Carolingio, que constituye una breve pausa en este proceso.

C — LA SITUACIÓN DE HECHO EN EL ORDEN ESPIRITUAL.

A la situación de hecho en el orden social corresponde una situación de hecho en el orden espiritual. Las invasiones germánicas se operaron sobre un ámbito cultural en el que se venía produciendo un gigantesco proceso de transformación desde hacía varios siglos. Sobre la cultura romana —que ya encerraba diversos elementos heterogéneos pero en cuyo seno se había hecho, en los dos primeros siglos del Imperio, un considerable esfuerzo de homogeneización— comenzó a hacerse sentir fuertemente la influencia de las culturas orientales y, a partir del siglo III especialmente, de una de sus expresiones, el cristianismo, que sufría a la vez un proceso de elaboración por inclusión de ciertas corrientes ajenas a su estructura originaria. Al finalizar el siglo IV, el sistema de las ideas y creencias ofrecía ya una marcada incoherencia en el área del Imperio de Occidente. Atacada por el cristianismo, la concepción romana de la vida, el sistema de ideas y creencias vinculado con ella y el conjunto de normas derivadas se desintegraron; las viejas creencias siguieron en pie en muchas partes pero floreció lo que había en ellas de superstición y magia, y la prueba de eficacia con que se quería defenderlas frente al cristianismo robusteció esta tendencia. Decaídas las creencias, las ideas y principios que dependían de ellas se desarticularon, perdieron su sentido y quedaron como aisladas reminiscencias que o nutrían ciertos grupos o se conjugaban con otras corrientes alterándolas. El rasgo general fue un recrudecimiento de la superstición, de raíz romana en parte, pero muy robustecida con el contacto de las supersticiones orientales que habían entrado desde el Oriente a partir de la época de los Severos. Eran los cultos solares especialmente y los que como él importaban ciertas creencias de salvación que llamaban violentamente a las conciencias. Y sobre esa tendencia entre mágica y religiosa, se superpuso el cristianismo que no era ya, por lo demás, una sola línea de doctrina sino un torrente complejo. Incidían sobre él elementos del neoplatonismo sobre todo, y además la indecisa influencia divergente del Antiguo y el Nuevo Testamento, todo lo cual hacía notablemente complicado no solo el cuadro de las creencias sino también el de las ideas y principios que derivaban de ellas. Sobre este cuadro, tan complejo[100] incidió la influencia germánica, alterando la vigencia de ciertas doctrinas y principios e introduciendo su propio bagaje espiritual, que llegaba acentuado por su preponderancia social. Así se desencadenó la situación de hecho que predominó en el ámbito espiritual. El primer testimonio de esa situación es el espectáculo de la heterogeneidad o dislocamiento en el orden de las costumbres.

1 — El cuadro de las costumbres.

La experiencia y la sensibilidad contemporáneas acusaron algunos caracteres singulares de la época. Se observó que se perdía el amor a las letras, la capacidad para las cosas de la cultura, y se experimentó un acentuado sentimiento de inferioridad frente a los autores de la Antigüedad. Gregorio de Tours afirmaba que “la cultura desaparecía en las ciudades de Galia” y más adelante decía: “desgraciado tiempo el nuestro porque el estudio de las letras perece entre nosotros”[101]. Fredegario, por su parte, señalaba que “el filo de la sabiduría se embota en nosotros; ningún hombre de esta época es igual a los oradores de los tiempos pasados y ni siquiera se atreve a pretenderlo”[102]; y poco más tarde Eghinardo, aun cuando advertía que algunos de sus contemporáneos confiaban en que su época no merecía el olvido —sobre todo teniendo en cuenta la personalidad de Carlomagno—, señalaba que su público estaba constituido por gentes a quienes “aburren aun las obras de los mejores y más doctos escritores” y que él mismo es “un Homo barbarus que, apenas iniciado en el manejo de la frase latina, ha creído sin embargo poder escribir de manera decente o conveniente en esta lengua”[103]. La cultura parecía ser, pues, por excelencia, la cultura clásica, aquella que se empeñaría en salvar Isidoro de Sevilla, y es curioso que aun este, tan versado en textos cristianos, no exalte la sabiduría cristiana en cuanto podía integrar un conjunto homogéneo de saber con el saber pagano, como si estuviera seguro de que constituían dos mundos paralelos e irreductibles a unidad. Pero perdiéndose el trato con el saber clásico, la vida intelectual declinaba. Parecía digno de mención en el siglo VI el hecho de que algunas personas cultivaran los estudios, y Gregorio de Tours destacaba que Andarchius era “notable por su instrucción, pues conocía las obras de Virgilio, las leyes del Código Teodosiano y la ciencia del cálculo”[104].

Pero el mismo afán de Isidoro de Sevilla testimonia la certidumbre de que los estudios apenas interesaban ya sino a muy reducidos círculos, preferentemente de eclesiásticos. La tradición de usar el ocio para el cultivo del espíritu se perdía, y las inquietudes espirituales se orientaban más bien hacia la salvación, en un mundo inquieto y sobresaltado. Pero es curioso que fuera un representante del espíritu cristiano el que, como más tarde Beda y Alcuino, se empeñara en salvar el saber pagano, y cultivara esos estudios sin insistir demasiado en lo que importaban en el fondo de negación del espíritu cristiano.

Más curiosa es la importancia que Isidoro dedica en las Etimologías a la guerra y los juegos. En las costumbres de la nueva nobleza de los reinos romanogermánicos, la guerra ocupaba un papel preponderante. La tradición germánica asignaba a los ejercicios viriles marcada importancia, y en eso coincidía en parte con cierta tradición romana. Pero de esta última perduraría sobre todo el entusiasmo por el espectáculo, que la nueva nobleza mantuvo. Chilperico hizo construir circos en Soissons y en París “donde dio espectáculos al pueblo”[105]. Esta perduración de tal costumbre es significativa por el asentimiento que le prestaron los nuevos señores, pero más significativa es aun la importancia que parece atribuirle San Isidoro, que dedica a los espectáculos buena parte del libro XVIII de las Etimologías. Los censura en ocasiones y recomienda a los cristianos que se aparten de ellos: “Sé tú ajeno a este lugar (el circo), ocupado por Satanás, pues está saturado del demonio y sus secuaces”[106], pero se detiene a describirlos y explicarlos largamente como si merecieran ser conocidos, sin duda por el favor de que gozaban o por el antiguo prestigio con que aún estaban ornados.

La nueva nobleza se adhirió, pese a la presunta severidad originaria de la vida germánica, a todas las formas de la vida aristocrática romana, con su culto del ocio, de los juegos, de los festines. Venancio Fortunato nos sorprende con el relato de uno de esos festines: “Mira, dichoso comensal, las bienaventuradas delicias, que el perfume adorna antes de que el sabor les de aprobación. Las flores rutilantes sonríen nuevamente y ni el mismo campo ofrece tantas rosas como esta mesa, donde, entre paños de púrpura, blanquean los lechosos lirios. El recinto exhala perfumes que pugnan unos con otros por imponerse; los manjares descansan sobre ramas que aún destilan. Tan grande es la abundancia que podría creerse que un suave prado de serenas flores verdea bajo los techos. Si nos cautivan estos encantos fugitivos que tan pronto se alejan y desvanecen, ¡cuánto más han de atraernos, oh paraíso, tus banquetes!”[107]. Acaso menos refinados, banquetes tan bien provistos como este se celebraban con harta frecuencia entre la nobleza y la corte. Pero es curioso que este que nos relata Venancio Fortunato se haya realizado en un monasterio, en el de Poitiers, fundado por Radegunda. Otros muchos poemas de Venancio Fortunato prueban que esa atmósfera era la habitual en el monasterio, en el que sabemos, además, que había baños para las monjas y que era lícito jugar a los dados, todo lo cual no parecía demasiado extraño según quedó aclarado ante el tribunal eclesiástico que juzgó en 590 las acusaciones de Chrodielda contra la abadesa Basina[108]. De modo que la presión de las costumbres mundanas había influido considerablemente aun en los reductos en los que debía conservarse y cultivarse la vida ascética mediante la perpetuación de hábitos propios de la aristocracia romana, caracterizada por una sensualidad y un refinamiento que en otro tiempo había fustigado violentamente la prédica cristiana.

También se acusaba el violento contraste entre la piedad cristiana, la juridicidad romana y el predominio de la violencia. La guerra era la situación normal de los reinos romanogermánicos, y saturan las crónicas y las biografías con su horror. Acompañaba a la guerra el saqueo y la destrucción, acaso no con mayor saña que la que prevalecía en el Imperio, pero sí con mucha más frecuencia dada la situación de hecho en que se vivía. Es curiosa, por contraste, la descripción que hace Beda de la situación de Bretaña durante el reinado de Edwin: “Se dice que hubo entonces una paz tan perfecta en Bretaña, mientras Edwin reinó, que, como aún se dice proverbialmente, una mujer con un recién nacido podía marchar de un extremo a otro de la isla, de mar a mar, sin recibir ningún daño”[109]. Sin duda era una situación excepcional, y la lectura de las crónicas confirma esta impresión. Lo normal era la inquietud y la inseguridad dentro de cada reino y la tensión entre los reinos vecinos. El duelo judicial de origen germánico agregaba al daño originario nuevos daños, y a veces tan desproporcionados que superaban al que le había dado origen. Gregorio de Tours cuenta que la indagación de quien había cazado un búfalo en un bosque del rey Gontrán costó tres vidas[110]. La venganza, también de origen germánico (faida), se generalizó con prescindencia de la intervención del poder público y originó cadenas de muertes[111]; y el crimen, utilizado como medio normal de acción, proliferaba y cundía como desahogo de las pasiones y vía utilizable para conseguir ciertos fines. Sería largo citar los crímenes políticos cuya mención llenan las crónicas del período[112]; constituye un elocuente testimonio de la siniestra historia de las guerras civiles francas que giran alrededor de las dos impresionantes figuras de Fredegunda y Brunequilda; pero más elocuentes son los intentos de asesinar a San Benito de que da cuenta Gregorio Magno[113].

«Costumbre” llama Gregorio de Tours a la que habían tomado los visigodos de asesinar a sus reyes[114], y no faltan los testimonios de que esa tendencia existía tanto en la aristocracia laica como en la eclesiástica. Los religiosos, en efecto, provenían de clases sociales que recogían las tendencias dominantes y cedían ante su presión sin que las convicciones religiosas bastaran para contrarrestarlas, pues en tal sociedad las virtudes cristianas —mansedumbre, humildad— resultaban casi impracticables excepto por espíritus de un temple excepcional. Así se explica el sentimiento de la aristocracia laica con respecto al estado religioso; se procuraba eliminar a los sacerdotes de la vida política o limitar su acción; se los complicaba en crímenes y los religiosos no eran ejemplo de santidad [115]; para eliminar de la lucha por el poder a Eborico, rey de los suevos, Andeca “después de hacerlo monje, lo condena a un monasterio”; pero Leovigildo derrota luego a Andeca y lo pone en la misma situación, pues “después de tonsurado, tras los honores reales lo sometió a los deberes del presbiteriado”[116]. Es el mismo procedimiento que hallamos en uso otras veces; Gregorio de Tours nos cuenta que fue aplicado al senador Avitus, que llegó a ser emperador, “pero los desarreglos de su conducta lo hicieron rechazar por el senado; fue entonces consagrado obispo de Plascencia”[117]. Más tarde se aplicó a Chararico y su hijo por Clovis[118], a Meroveo por Chilperico [119] y a Gondovaldo por Clotario.[120] Así terminó la dinastía merovingia. Tan alta como pudiera ser la idea que el cristiano tuviera del sacerdocio, esa valoración no lograba imponerse sino excepcionalmente por sobre el poder de hecho que representaba la aristocracia romanogermánica, exponente de una concepción de la vida en la que prevalecían tradiciones no cristianas y muy compenetradas del valor de lo terrenal; quizá por eso el sacerdocio procuró adquirir otro poder apelando a su fuerza espiritual, y acaso más frecuentemente a lo sobrenatural. “Estás amenazado por el juicio de Dios”, decía el obispo Gregorio al rey Chilperico en una entrevista[121]; y recordando el castigo del conde de Angulema apostrofaba: “¡Qué todos se maravillen, admiren y teman hacer injurias a los obispos! Pues Dios venga a sus servidores que confían en él”[122]. Esta, apelación al poder sobrenatural del sacerdote conquistaba para él parte del ascendiente que le negaba el elemental sistema de valores por el que se regía la aristocracia laica y los poderosos. Algunos los temían por eso, y Beda ofrece esta curiosa referencia: “El rey (Ethelberto de Kent) vino a la isla, y, situándose en un lugar abierto, ordenó que Agustín y sus compañeros fueran traídos a su presencia; pues había tomado la precaución de que no le fueran presentados en una casa por miedo de que, según una antigua superstición, pudieran imponerse y obtener lo mejor de él si ellos practicaban algún arte mágico”[123].

En otro orden, revela un vigoroso contraste entre las tradiciones en contacto cuando se refiere a la vida familiar, a la institución matrimonial y a la filiación de los hijos. Abundan los ejemplos de crímenes familiares[124]. Isidoro de Sevilla califica a Liuva como “nacido de madre innoble, pero señalado por el carácter de sus virtudes”[125]. El hecho fue frecuente y con seguridad no solo entre los reyes. Entre estos fue tan frecuente que se consideró normal y se admitió cierto principio que Gregorio de Tours expresa de modo explícito: hablando del rey Gontrán refiere que el obispo Sagitario manifestó “que sus hijos no podían poseer su reino porque su madre había sido tomada entre las sirvientas de Magnacario para que entrara en el lecho del rey, ignorando que ahora, sin tener en cuenta la condición de las mujeres, se considera hijos del rey a aquellos que el rey ha engendrado”[126]. El cronista abunda en referencias sobre la poligamia de los reyes. Isidoro, refiriéndose a Teudisclo[127], y Gregorio aludiendo a Childerico[128], hablan de como prostituyeron sistemáticamente a las mujeres de su pueblo, y en ocasiones se enumeran las esposas de los reyes[129]. Sin duda la reiteración del hecho enervó la condenación de la Iglesia y acaso la resistencia de la tradición jurídica romana; pero cuando la ocasión se hacía propicia, la Iglesia ejercía la crítica, sobre todo si el censor gozaba de una autoridad tan alta que lo pudiera poner a cubierto de la irritación de los reyes. Es sumamente significativo el incidente de San Colombán con el rey Thierry y la reina Brunequilda, en el que San Colombán reprochó a Thierry que mantuviera varias concubinas aduciendo que un matrimonio legítimo daría prestigio a la corona y a sus sucesores; Brunequilda se opuso y presentó provocativamente a San Colombán a los diversos hijos de Thierry y a sus concubinas para que los bendijera, pero el monje se negó afirmando que no poseerían jamás el cetro real; el rey prometió enmendarse pero cedió muy pronto de nuevo a la tentación y comenzó una ofensiva contra el monje[130]. Es curioso que el rey reprochase a San Colombán su intransigencia, cualidad que lo diferenciaba de los otros obispos; pero la observancia es menos inexplicable si se tiene en cuenta la prudente recomendación moral de Gregorio de Tours, como acotación al relato del desenfreno del abad Dagulfo: “Este ejemplo debe enseñar a los clérigos a no tener comercio con las mujeres del prójimo, lo que les prohíben las leyes canónicas así como todas las Santas Escrituras, y contentarse con aquellas que pueden poseer sin crimen”[131]. Se explica, pues, que Isidoro de Sevilla dijera refiriéndose al matrimonio: “mucho mejor es que haya buenas costumbres que no riquezas; sin embargo, hoy más se busca riqueza o belleza que no la probidad de las costumbres”[132].

Esta situación moral hay que juzgarla teniendo en cuenta la innegable persistencia de la predicación de la moral cristiana y la influencia, no menos innegable, de los ejemplos de ascetismo y humildad que ofrecían quienes habían optado por seguir sus preceptos. Pero prueba su ineficacia y la persistencia de tradiciones de muy distinto sentido, junto a las cuales se colocaban esas normas abriendo un irreductible conjunto de posibilidades. Había opción, pero había posibilidades muy diversas, por la vigencia simultánea de diversos sistemas morales. Era, en el fondo, una situación de hecho en el orden moral, que no era sino reflejo de la situación de hecho en que se hallaba el mundo de las ideas y las creencias, esto es, el mundo del espíritu.

2 — Las corrientes de ideas y creencias.

Esa situación de hecho provenía de la presencia simultánea de diversas corrientes culturales. La aparición de las poblaciones de origen germánico en el ámbito Romano de Occidente implicó la introducción de un cierto caudal de ideas y creencias que, aunque no estaba respaldado por el prestigio de su superioridad espiritual, lo estuvo en alguna medida y por algún tiempo por la situación de predominio social de sus portadores. Pero ese caudal de ideas y creencias no se asentó sobre un campo homogéneo, pues las tradiciones romanas y el cristianismo operaban difícilmente su adecuación, y aun este último constituía un sistema complejo de creencias.

Las invasiones se produjeron sobre territorio cristianizado pero en el que la fusión entre paganismo y cristianismo era todavía precaria. Rechazada oficialmente la antigua religión pagana[133], su culto había quedado relegado a los recalcitrantes; pero no habían desaparecido ciertamente las ideas y creencias que arrancaban del politeísmo Romano, ni siquiera en la propia Roma[134]. En la primera ocasión, al apoderarse el usurpador Eugenio del poder en 392, los partidarios de las antiguas tradiciones lograron que se volviera a levantar en el senado la estatua de la Victoria, que había sido ya antes motivo de enconadas disputas. Puede suponerse el vigor que conservarían esas tradiciones si podía hasta movilizar a sus portadores en peligrosa defensa de sus símbolos. Todavía Boecio consideraba una gloria el haber alcanzado las dignidades públicas[135], pero no faltan otros testimonios, pues San Jerónimo y San Agustín volverán reiteradamente sobre el tema[136]. Más vivas estaban esas tradiciones en otros lugares, y conservaban toda su fuerza en las regiones rurales. Pero se advierte que esa fuerza menguaba y perdía capacidad para oponerse a la penetrante catequesis apoyada por el Estado y la vigorosa organización de la Iglesia.

En efecto, la fuerza del Cristianismo era arrolladora y lograba victoria sobre victoria. La Iglesia se transformó en una institución privilegiada, y la doctrina acudió a diversas necesidades espirituales con adecuadas soluciones. En los estratos más elementales la taumaturgia respondió con eficacia a la necesidad de percibir de manera inmediata la fuerza sobrenatural, y el ritual satisfizo la aspiración al misterio. Pero el Cristianismo no se agotaba allí. Ofrecía una doctrina de salvación para todos los que se inquietaban por el más allá, y además una vía de escape de la realidad a los que la buscaban. Al vigoroso realismo Romano —todavía Boecio repetía que “conservar la vida es el mayor pensamiento que tienen los hombres” [137]—, se oponía una tendencia a la subestimación de la realidad, que había de constituir, por cierto, una de las características más profundas de las transformaciones de la cultura durante los siglos subsiguientes.

Del neoplatonismo, sobre todo, sacó el Cristianismo una marcada tendencia a despreciar la realidad sensible por falible y precaria, y a situar la finalidad del hombre en el mundo de lo inteligible, que el Cristianismo entendió como el inefable reino de Dios. Poco a poco, junto a la imagen de la tierra —mundo sensible— como exclusivo escenario de la aventura humana, apareció otra imagen de ella como mero lugar de tránsito en el que no residía ninguno de los valores fundamentales y perdurables. Y surgiría un conflicto entre ambas concepciones, la primera de las cuales cedía poco a poco, en tanto que a poco se fortificaba la segunda.

Los pueblos germánicos agregaron a esta situación conflictual un nuevo caudal de ideas y creencias. Algunos grupos —visigodos, ostrogodos, vándalos, burgundios, suevos, lombardos— se incorporaron al ámbito occidental ya convertidos al cristianismo arriano; otros, en cambio, mantenían sus viejas creencias odínicas, como los francos, los anglos, los sajones; pero aún los primeros acusaban muy escasa penetración de la doctrina y en todos subsistía fuertemente una tendencia naturalística que entrañaba, sí, una vaga conexión entre la realidad sensible y un mundo sobrenatural en el que se ocultaban fuerzas desconocidas que trascendían al mundo real. Ciertos grupos, en contacto temprano y directo con el Imperio Romano y luego desconectados de los antiguos hogares del tronco germánico, cedieron más pronto a la influencia romanocristiana, en tanto que los que se mantuvieron largo tiempo en contacto directo con las poblaciones no convertidas y fuera del área de acción del cristianismo, persistieron en sus creencias más tiempo y conservaron escondidas ciertas tendencias originarias. El fenómeno de aglutinación espiritual y de reducción de todo el complejo social del mundo occidental al común denominador del Cristianismo se hizo, pues, en la temprana Edad Media trabajando sobre muy distintas bases, y sus etapas fueron muchas y muy diversas, y los resultados en cada instante muy variables según circunstancias de tiempo y lugar. Así se explica que en el campo de las ideas y creencias acuse la temprana Edad Media una situación de hecho equiparable y paralela a la que se advierte en el mundo social.

3 — La imagen del mundo: realidad e irrealidad.

Donde mejor se advierte tal situación es en la progresiva transformación que se produjo en la imagen del mundo, en la que se proyectaba la mutación de valores que se operó sobre la realidad sensible. realidad e irrealidad, términos inequívocos e inconfundibles en la imagen romana del mundo, comenzaron a confundir sus límites y a proyectar una escala imprecisa para la estimación de la vida.

Todas las corrientes culturales que confluían en la temprana Edad Media admitían que podía percibirse entre la realidad natural y la realidad social una innegable aunque oscura relación; esta creencia se afirmó progresivamente y tendió a transformarse en un sistema estricto, susceptible de proporcionar normas inequívocas. Una extraña confluencia de ideas permitía decir a Isidoro de Sevilla, hablando de la naturaleza, que “los ríos crecen sobremanera no solamente para infligir un daño presente, sino también, a veces, para significar algunas cosas futuras”[138]. Esta correlación podía suponer, indistintamente, la expresión indirecta de la voluntad divina o una vaga concepción animista o panteísta, o una imprecisa doctrina astrológica[139]. Pero cualesquiera fueran las implicaciones de tal juicio, la relación estrecha y necesaria entre ambos aspectos de la realidad estaba clara en las mentes y constituyó uno de los criterios para interpretar la realidad social y su desenvolvimiento histórico. El mismo Isidoro lo aplica en más de una ocasión, y cierta vez utilizando una cuidadosa descripción del fenómeno físico y dos acotaciones: una sobre la relación entre la magnitud del hecho histórico y la abundancia de los signos, y otra sobre la evidencia del designio divino de acentuar la trascendencia del acontecimiento[140]; y Gregorio de Tours acude al mismo criterio reiteradamente[141]. La relación parece tan evidente que el historiador describe el signo señalando la fortuita inminencia del fenómeno que debía anunciar incluso si no se lo conociera o imaginara[142].

Pero esta relación admitía más de una explicación, según las creencias en vigor. Los cristianos atribuían los signos a sus dioses y santos con caracteres de total evidencia[143], pero Isidoro no deja de señalar que había quienes veían en esos signos otras fuerzas y que, además de los sacerdotes cristianos, otros se atribuían la capacidad de interpretarlos según sus creencias. Litorio, jefe del ejército Romano, se había dejado engañar “por los signos de los demonios y las respuestas de los arúspices”[144], e Isidoro, al lamentar las consecuencias de su error, admite que, aunque “falaces”, se observan “prodigios de los demonios”[145]; esto es, que ciertas fuerzas sobrenaturales se manifiestan pero sin que sus signos correspondan exactamente al curso de los hechos dispuesto por la Providencia.

El providencialismo cristiano, en cuanto afirmaba la necesidad del orden histórico, coincidía, pues, con otras creencias que admitían que la naturaleza expresaba vaga o exactamente el curso histórico, impulsado por dioses —que los cristianos consideraban demonios— o por imprecisas fuerzas misteriosas que solo se reconocían por cierto a través de esos signos. El providencialismo cristiano arrastró poco a poco todas esas creencias y trató de reducir todas las fuerzas misteriosas a la idea de Dios, pero por debajo siguieron vigentes aquellas creencias, romanas unas, germánicas otras. Una idea, sin embargo, se fortalecía en la puja entre los diversos sistemas explicativos: la de que la realidad, tanto la realidad natural como la realidad social, reflejaba un mundo misterioso y expresaba las fuerzas decisivas que residían en ese mundo sobrenatural.

Ese mundo parecía traspasar el mundo de la realidad sensible e irrumpía en él, de modo que simultáneamente se ofrecían a la experiencia un conjunto de fenómenos inteligibles y otro conjunto de fenómenos ininteligibles. Bastaría para probar que la experiencia contemporánea acusaba vigorosamente la presencia del primer conjunto de fenómenos el hecho de que pareciera necesario destacar, afirmar y sostener la existencia del segundo. Abundan ad nauseam las referencias a prodigios, pero esta misma abundancia prueba el vigor de la experiencia inmediata acerca de los fenómenos explicables e inteligibles. Los ininteligibles, los sobrenaturales, tienden a afirmar la coexistencia de los que la experiencia consideraba normal con lo que la experiencia consideraba anormal. Y es innegable que la difusión de la creencia en lo sobrenatural determinó la tendencia a no discriminar entre realidad e irrealidad o entre realidad normal y realidad anormal.

Pero la temprana Edad Media muestra todavía el proceso de imposición sistemática de lo sobrenatural sobre la experiencia inmediata. Parecería como si cierto realismo radical poseyera tan marcado vigor que obligara a acentuar la evidencia o a exigir la fe en lo que contradecía ese realismo; aunque es innegable que en todas las tradiciones culturales que confluían en la temprana Edad Media había elementos para facilitarles esa progresiva indiscriminación entre realidad normal y realidad anormal; ninguna, sin embargo, necesitaba afirmar la realidad de la irrealidad como el Cristianismo, y fue él quien capitalizó aquellas vagas tendencias a lo misterioso que obraban en el espíritu Romano y en el germánico.

El espectáculo de la bóveda celeste parecía reservar insondables enigmas. Unas veces se señalaba la aparición de un cometa, otras el oscurecimiento de la luna, la coloración rojiza del cielo, la aparición de globos de fuego o de extraños círculos alrededor del sol, y en alguna ocasión la lluvia de sangre: “muchas personas —comenta Gregorio de Tours— la recibieron en sus vestidos y los ensució con tales manchas que se despojaron de ellos con horror”[146]. Sobre la tierra parecían no faltar análogos prodigios: montañas que mugen durante sesenta días y finalmente se derrumban, lagos cuyas aguas hierven o se convierten en sangre, árboles que florecen fuera de estación o que dan frutos distintos a su naturaleza, aguas que tienen poderes misteriosos [147]. Pero el prodigio no podía, seguramente, imaginarse como produciéndose sin causa. Si la naturaleza abandonaba su vía regular y adoptaba otra diversa era porque quería señalar algo que importaba, eso sí, en el campo de la vida históricoespiritual. Hay cuerpos que no se corrompen con la muerte, pero son los de los mártires o los santos[148]; se producen prodigios cerca de ciertas tumbas o de ciertos lugares vinculados de alguna manera a un santo; crece más bello el pasto, o se transmite un poder mágico a los objetos relacionados con el episodio o aun al polvo del lugar[149]; mana sangre de la hostia o se llenan misteriosamente las fuentes en cierta fecha que corresponde, según la tesis ortodoxa, a la Pascua[150]. Esta apelación al prodigio suponía una voluntad de interpretación sobrenatural de la realidad. Beda narra que un viajero observó en cierto lugar que el pasto crecía “más verde y más bello que en los demás”, y agrega que “infirió juiciosamente que no podía haber ninguna otra causa de esa desusada acentuación del color verde sino que hubiese sido muerta allí alguna persona de mayor santidad que las demás” [151] y también compuso su De tonitruis libellus para explicar el significado del trueno[152]. Este tipo de evidencia de la acción de lo sobrenatural sobre la naturaleza tendría vasto alcance; una vez admitida, estimulaba a interpretar eventualmente toda la realidad según ese principio: el comportamiento anormal de la naturaleza misma, la acción de los irracionales[153] y la acción humana, interpretando el mal como castigo y el autor del mal como instrumento divino[154]; pero la interpretación naturalista mantenía su fuerza; cierto realismo a veces ostensible campea por las páginas de los cronistas, testimoniando la resistencia del naturalismo a ceder totalmente frente a una explicación trascendentalista. Esta confluencia de interpretaciones originará la curiosa yuxtaposición de la realidad y la irrealidad que se advierte en la temprana Edad Media. Gregorio de Tours, en una digresión sobre la resurrección, dice a un incrédulo, después de haber aducido numerosos textos: “Esta resurrección nos es demostrada por elementos visibles a nuestros ojos; vemos las hierbas, cubiertas de follaje en estío, despojarse de él en invierno y recobrar su manto de follaje en la primavera como resucitadas. Se reconoce aun en las semillas arrojadas a la tierra, confiadas a los surcos; llegan a morir, pero renacen en seguida en una abundancia de frutos, como dice el apóstol Pablo; ‘Insensatos ¿no véis que lo que sembráis no adquiere vida si antes no muere?’ Todas esas cosas se manifiestan al mundo para que crea en la resurrección…”. El fenómeno que escapa a la experiencia sensible se asimila, pues, al que se conoce por la experiencia sensible, de modo que se tiende a afirmar la íntima interpenetración de realidad e irrealidad.

Pero este mundo de la irrealidad —que había de desarrollarse más y más— tomaba ya poco a poco una notable magnitud. En principio constituía un orbe con existencia propia del que era posible enterarse por diversas vías pero que ocultaba su peculiar estructura. Era el mundo de Dios y los bienaventurados, y también de los seres misteriosos en los que se creía según distintas tradiciones y que el Cristianismo agrupaba bajo el rótulo de demonios; y hasta podría agregarse que era también el de los seres fantásticos. Ese mundo hacía irrupción y se mostraba al hombre accidentalmente, y aun era posible que el hombre —en la vigilia o en el sueño— se introdujera en su seno y llegara a tener de él una imagen directa y precisa: nada caracterizará luego la aventura tanto como su ocasional desarrollo en el mundo de la irrealidad.

El Cristianismo ofrecía una idea relativamente clara del trasmundo. El reino de Dios y de los bienaventurados podía variar en cuanto a las descripciones, pero podía ser presentado de manera coherente. Empero, cuando se trataba de hacer penetrar esa idea en la mente romana y en la mente germánica se producían ciertos choques, de los que resultó la peculiar concepción de la irrealidad que tuvo el hombre de la temprana Edad Media. Aun aceptando teóricamente la idea del Dios cristiano, se dejaba subsistir la idea de dioses vernáculos y acaso se mantenía oscuramente cierto tipo de creencia en su existencia y en su poder. No faltó el cotejo. Si en el memorable episodio de Coifi, el gran sacerdote de Northumbria, el contraste favoreció como en tantos relatos al Dios cristiano[155], es importanse señalar la reflexión que Gregorio de Tours pone en boca del rey Clotario, al morir en 561. En medio de sus padecimientos, decía: “¡Ay, ¿qué pensáis que sea ese dios del cielo que hace morir así a tan poderosos reyes?”[156]. Abundan los textos que señalan el mecanismo de la conversión, movida casi siempre por un criterio de eficacia. La divinidad del Cristianismo terminaba por parecer más poderosa, y es bien conocida la intervención que la taumaturgia tenía en esta decisión. Pero ese mecanismo prueba que no era absolutamente necesario eliminar la creencia anterior en holocausto de la nueva, aparte de que el sentimiento religioso que operaba en el caso era, en general, bastante elemental. Puede creerse, pues, que para muchos, el mundo de la irrealidad estaba poblado simultáneamente, después de las conversiones, por el dios cristiano y los bienaventurados y por numerosos seres de naturaleza divina, acaso imprecisa, que coexistían con aquellos. Mantenidos por la superstición, por el atavismo, gravitaban distintamente, según el grado de profundidad alcanzada por la fe cristiana en cada conciencia; pero no desaparecían del mundo de las creencias y obraban de distintas maneras. Los recordaban las tradiciones de los pueblos germánicos, alimentaba ese recuerdo, sobre todo, la perduración de las viejas creencias en las ramas aún no convertidas[157], y sobrevivieron durante mucho tiempo a la ofensiva que sobre ellos lanzó el Cristianismo. Beda recuerda a Woden como antepasado en cuarta generación de Heigist y Horsa [158].

Martín Dumiense e Isidoro de Sevilla ofrecen de los dioses paganos una explicación típicamente evhemerista[159] y evita nombrar a los dioses germánicos y explicar su naturaleza[160]; Gregorio de Tours recuerda que “los francos se habían hecho imágenes de los bosques, de las aguas, de los pájaros, de las bestias salvajes y de otros objetos, y tenían la costumbre de adorarlas como divinidades y de ofrecerles sacrificios”[161], y pone en boca de Clotilde un argumento que se repetirá muchas veces acerca de que los llamados dioses de los paganos son “de piedra, de madera o de metal”[162]; pero se evitan los nombres germánicos de los dioses y se los confunden con los nombres latinos. Martín Dumiense habla también del culto que se le rendía a “piedras, árboles y fuentes”; de la costumbre de encender velas en las encrucijadas de los caminos, adornar mesas, poner lauros, arrojar alimentos y vino en el fuego, o pan a las fuentes, y otras muchas supersticiones”. Beda afirmaba que los malos espíritus hollaban los aires. Se los negó, pues, pero en ocasiones se admitió el carácter de seres existentes y de naturaleza sobrenatural, y se los asimiló a los demonios[163].

Una fácil acomodación asimilaba a los demonios con el demonio. Rebajados los antiguos dioses, se los transformó en espíritus del mal, pero su circunstancial poder se imponía y evitaba que se los olvidara, forzando por eso al Cristianismo a combatirlos. El método fue, precisamente, esa asimilación a los demonios, cortejo y ejército del diablo de la tradición cristiana. En la figuración del mundo de la irrealidad, el papel del demonio y su cortejo de malos espíritus es inmenso. Se los consideró como causa necesaria de todos los males, a veces por vía de hipótesis, pero apelando al consenso unánime[164]; se recuerda que “siempre vela”, que es el “antiguo enemigo” del hombre y que “conoce muchas cosas futuras”[165]; pero lo que impresiona más es que el demonio “tiene mil artificios para hacer el mal”[166]; unas veces crea ilusiones que engañan al hombre[167], otras se presenta adoptando las formas más inverosímiles: como un pájaro, como una mujer, como un muchacho negro o simplemente con el aspecto convencional e impreciso de un ser extraño que echa fuego por los ojos[168]. De ese modo, la realidad adquiría virtualmente la posibilidad de no ser nunca lo que aparentaba, y se introducía un principio de duda acerca de qué era y qué no era la realidad, la cual constituía por esa vía una entidad única con la irrealidad, sin posibilidad de discriminación segura. Otras veces el demonio se instala en un ser humano y domina su razón o sus instintos; el “poseso” se caracteriza por ciertas señales exteriores: temblores, espasmos, castañateo de los dientes, y, sobre todo, enajenación mental que, alguna vez, pone al individuo en trance y le proporciona ciertas aptitudes extraordinarias[169]. El hombre parece tal pero es solo un instrumento de una potencia maligna que desafía a la razón humana con el enigma de cuál es su verdadera naturaleza. San Cutberto —relata Beda[170]— analizó los síntomas de la enfermedad de una mujer y llegó a la conclusión de que “no era una enfermedad corriente sino una visita del demonio”. La enfermedad corriente pertenecía a la esfera de lo que Isidoro de Sevilla llama “la naturaleza conocida”[171]; pero la naturaleza es para él el reflejo de la voluntad de Dios y, en consecuencia, incluye no solo la naturaleza conocida sino también aquella que parece anormal, extraordinaria o portentosa. El mundo de la irrealidad, pues, se enriquece. No solo contiene los seres celestiales y los demoníacos sino también aquellos en los que la voluntad divina o los seres maléficos han querido expresar su propio poder de manera desusada. Isidoro de Sevilla, siguiendo generalmente a Plinio, se explaya sobre estos últimos. Habla de seres que se transforman y cambian de especie, fundándose “en la historia y no en la fábula”[172] o en razonamientos que erróneamente juzga apropiados a la descripción de la naturaleza, como cuando afirma que «de las carnes pútridas del becerro salen abejas, escarabajos de los caballos, langostas del mulo, y de los cangrejos el escorpión, según leemos en Ovidio”[173]. Afirma que se habla de muchos portentos que son fingidos[174] pero admite que “en el universo hay ciertos pueblos de monstruos, como los de los de los gigantes, los cinocéfalos, los cíclopes, etc.”[175]; y recuerda que el estrecho de Sicilia está “lleno de monstruos fabulosos”[176] y que Etiopía “tiene multitud de fieras y serpientes; allí el rinoceronte, la jirafa, basiliscos y dragones enormes, de cuyos cerebros se extraen piedras preciosas”[177], con lo que se refiere al dracontites, del que dice en otro lugar que “se extrae del cerebro del dragón y no llega a formar gema sino cortando la cabeza del dragón vivo, por lo cual se dice que los agoreros le cortan la cabeza cuando está dormido”[178]. ¿Qué distingue, pues, lo verosímil de le inverosímil? El distingo mismo es lo que parece carecer de sentido, pues solo nutrido por el trasmundo misterioso parece tener sentido el mundo sensible, solo por él se torna inteligible mediante la superación de lo que parecería entenderse como un verdadero “realismo ingenuo”. Ese trasmundo es el dominio propio de lo que nosotros llamamos irrealidad, que se imaginaba sin embargo no como tal sino como una especie peculiar de realidad.

Por el valor que le otorgaba el misterio y por la curiosidad que despertaba, así como también por el valor que se atribuía, superior al de la realidad natural y sensible, la irrealidad fue cada vez más el objetivo supremo del conocimiento. Hablaba de ella cierto saber impreciso que recogía elementos de las tres tradiciones: romana, germánica y cristiana; ese saber asignaba a ciertas manifestaciones de la irrealidad caracteres de realidad natural sensible: a los enanos, a los dragones, a los gigantes; pero no los asignaba a cierto ámbito de la irrealidad que la tradición cristiana se había aplicado a precisar, esto es, el mundo de ultratumba, cuya visión difería radicalmente de la del vago mundo de sombras propio de la tradición romana y de la del Walhala germánico. La tradición cristiana luchó denodadamente por sustraer de la idea del trasmundo los caracteres que ambas tradiciones enemigas —romana y germánica— le asignaban, y procuró fijar la suya y difundirla. La empresa era difícil si se intentaba en el ámbito helénico, de fuerte tradición especulativa, y dificilísima si se tentaba en el ámbito romanogermánico. Parecía necesario precisar, caracterizar con imágenes sensibles lo que de por sí no había sido ideado originariamente para ser precisado de tal modo; y el esfuerzo de catequesis no podía hacerse sin concesiones.

Sobre el trasmundo no cabía conocimiento directo sino el derivado de la revelación. Una manera de llegar directamente a él —o tener la ilusión de un acceso— era la visión, un género de experiencia al que se concedió durante la temprana Edad Media un valor supremo. Gregorio el Grande explicaba que la visión era posible porque el espíritu es “de una naturaleza más ágil que el cuerpo” y, arrebatado por Dios, se dilata hasta alcanzar una visión análoga a la de Dios mismo[179]; de ese modo alcanzaba un conocimiento de lo invisible. Las visiones eran unas veces según los ojos del cuerpo, otras según el espíritu y otras por la intuición de la mente según San Isidro[180]. Por ellas el hombre se tornaba clarividente y penetraba en lo insondable, en el verdadero reino de la verdad.

Unas veces era dado ver, en una visión, el mundo en su totalidad y en la totalidad de su miseria[181], resplandeciente bajo los fuegos de la falsedad, de la codicia, de la discordia y de la iniquidad. Otras el vidente reconocía el mundo de los condenados, bajo la forma de “un río de fuego en el que caían una multitud de personas que corrían sobre sus bordes como un enjambre de abejas”[182] o de un “ardiente y hediondo pozo” que era la boca del infierno[183] o de un antro de llamas lleno de personas, en el que acaso distinguía, precisamente, el lugar que le estaba destinado a él mismo[184]. En cierto lugar se realizaba el juicio[185] y alguno divisó la encarnizada lucha entre ángeles y demonios por un alma[186]. Otros entrevieron las moradas celestes, escucharon el coro de los ángeles o la voz misma de Dios, sintieron embriagadores perfumes que saciaban el hambre y la sed, y percibían extraordinarios resplandores[187], o descubrían a los santos porque “su vestido era noble y su faz era agradable y hermosa tal como yo nunca había visto antes”[188]. Otras veces el vidente percibía seres extraños y misteriosos o santos varones que habían muerto y que volvían para predecir el futuro o aconsejar a alguno[189]. Y en ocasiones, la visión advertía sobre la muerte de alguien[190], sobre un suceso inminente[191] o sobre la gracia otorgada a alguno, como en el curioso pasaje del sueño de Caedmon[192].

Un notable desborde de imaginación tendía a precisar la forma y los caracteres de ese vago mundo del que se afirmaba un valor inmensamente más alto que el del mundo que percibían los sentidos. Tan impreciso y vago como se lo imaginara, se imponía al espíritu y quedaba sentada su existencia real con tantos o más méritos que la realidad natural empírica, la cual, además, se enriquecía en cuanto naturaleza, con una realidad virtual, no comprobada por la experiencia, pero admitida, y compuesta de seres y cosas distintas de las conocidas por la experiencia empírica. Todo ello componía la realidad —sin discriminar la empíricamente real de lo empíricamente irreal— e integraba el mundo. “Sabed —decía el obispo Salvio antes de describir sus visiones[193]— que todo lo que véis en este mundo no es nada”; y uno de los caballeros del rey Edwin recordaba, al discutirse el problema de la conversión[194], que “la vida del hombre aparece como un corto lapso, pero nosotros somos absolutamente ignorantes acerca de lo que precede y de lo que sigue”. Esta duda lanzaba a los espíritus hacia la busca del misterio y planteaba en términos de dramática indecisión el contraste entre la realidad empírica y la irrealidad, contraste que se acentuaba por la inestable tensión entre las diversas tradiciones que respondían al problema de distintas maneras.

El creciente ascenso del valor de la irrealidad, que sobrepasaba en prestigio y valor a la realidad empírica, se acusa en el sentimiento de finitud del mundo real que se aloja en muchos espíritus. “El mundo se hace viejo”, comentaba melancólicamente Fredegario para justificar la decadencia de la sabiduría[195]. Gregorio de Tours señalaba que lo había determinado a escribir su crónica “el terror que produce en algunos la opinión de que el fin del mundo está próximo”[196] y, aun con más autoridad, y basándose en las Escrituras, afirmaba el papa Gregorio el Grande que “están próximos el fin de este mundo presente y el reino de los santos, que nunca terminará”[197]. Para entonces, la realidad empírica habría desaparecido y la confusión habría desaparecido con ella: solo la irrealidad de los sentidos sería realidad.

4 — Interacción entre realidad e irrealidad.

Aun identificados teóricamente, el mundo de la realidad natural empírica y el mundo de la irrealidad acusaban sus diferencias, al menos por el tipo de conocimiento por el que el hombre creía poder llegar a cada uno de ellos. Experiencias y creencias insinuaban a cada instante sus contradicciones, y el hombre desconfiaba de su experiencia basándose en ciertas creencias, en tanto que tendía a resistir a las creencias apoyándose en la experiencia. La resolución de esa contradicción pareció hallarse —en favor de la afirmación de la creencia en la irrealidad— en una interpretación sistemática de las relaciones de interacción entre realidad e irrealidad.

La interpretación sobrenatural de la realidad[198] tenía su expresión eminente en la interpretación del destino humano como el resultado de una justicia ejercida por la Providencia de modo inmediato sobre la tierra, a manera de anticipo de la justicia final. Pese a todos los riesgos de la interpretación, se tendió a justificar la felicidad o el infortunio, el éxito o la malandanza, por la voluntad directa de la Providencia, seguramente por la necesidad imperiosa del Cristianismo de acentuar la significación del trasmundo. Se afirmó, pues, que la irrealidad operaba sobre la realidad determinando el sino del hombre, al que una potestad suprema e indiscutible otorgaba sobre la tierra el premio o el castigo que el hombre merecía. Sin duda la interpretación era rebuscada y contaba con una acentuada credulidad que no provenía sino de la tendencia a admitir la irrealidad. Pero la reiteración de tal interpretación concluyó por conformar una forma mentis definida.

El vigor de la creencia en la irrealidad se advierte cuando se observa cómo se soslayaba el problema de la opinión acerca de la muerte. Gregorio de Tours, al enumerar las personas que habían muerto en cierta fecha, afirmaba que fueron “llamados a Dios”; y agregaba polémicamente: “porque yo miro como favorecidos y agradables a Dios a aquellos a quienes él llama de este modo de nuestra tierra a su paraíso”[199]. Pero la muerte es otras veces castigo[200] y en ocasiones el criterio es confuso o equívoco; por ejemplo, frente a un episodio de la persecución de los cristianos ortodoxos por Hunérico, rey de los vándalos arrianos, Isidoro comprueba la muerte de perseguido y perseguidor; pero califica una y otra, prejuzgando —por su conducta— el juicio celeste, y en consecuencia estima un mal la muerte del perseguidor, juzgándola castigo, y un bien la muerte del perseguido, considerándola un tránsito a los cielos [201]. Un criterio semejante usa Gregorio de Tours al referirse a los dos hijos de Clovis y Clotilde. El primero, bautizado, muere a los pocos días, y se plantea entre aquellos el problema de la responsabilidad. Clovis cree que hubiera vivido si hubiera sido consagrado a sus propios dioses en vez de haber sido bautizado como cristiano; pero Clotilde afirma que la muerte del niño la reconforta porque ve en ello la prueba de que Dios no la ha juzgado indigna de que un hijo suyo ascienda al reino de los cielos. El criterio propuesto por Gregorio de Tours se invierte poco después al señalar que, a ruego de la madre, le fue acordada la salud al segundo hijo[202].

Ciertamente, el conflicto no era nuevo; estaba implícito en la doctrina cristiana, pero se acentuaba en el ambiente espiritual de la temprana Edad Media por la especie particular de catequesis que la Iglesia practicaba, dado el sistema de creencias sobre el que debía trabajar. Parecía imprescindible —por razones de catequesis— acentuar la capacidad de operar sobre la realidad que tenía la irrealidad. Y la interpretación que surgía —hija más bien del Antiguo Testamento que del Nuevo— consistía en establecer una estrecha relación causal entre los hechos de la realidad y ciertas potencias de la irrealidad, relación en la que jugaba un papel fundamental el sistema moral cristiano y la política de la Iglesia. “Si alguien quisiera mirar este acontecimiento como un efecto del azar…” dice Gregorio de Tours[203]. El fuego, la peste, la enfermedad y todas las otras calamidades, en principio, indicaban la ira divina, manifestada en hechos concretos y referidos a la conducta de determinados grupos o personas[204]. Pero la victoria y la conquista de nuevos territorios podían significar —pese al dato contradictorio de tantas victorias injustas— el premio otorgado por la Providencia. No es extraño que Beda juzgara evidente que el rey Edwin de Northumbria, —a quien describe como virtuoso y que aceptó la nueva fe cristiana— recibiera “como una prenda de su participación en el reino de los cielos, un aumento del que él gozaba sobre la tierra” [205]; pero sí es extraño que Gregorio de Tours opinara que los triunfos de Clovis —cuyos crímenes había descrito largamente— se debían a que “marchaba con el corazón recto delante del señor y hacia las cosas que son agradables a sus ojos”[206].

Sin duda, la relación entre realidad e irrealidad se imponía como necesaria; Beda señala expresamente que los sajones, a quienes el obispo Wilfrido había beneficiado obteniendo lluvias y abundante pesca por medios taumatúrgicos, comenzaron confiadamente a “esperar los bienes celestes viendo que por su ayuda habían conseguido los bienes temporales”[207].

Para reforzar esa idea estaban las adecuadas interpretaciones de las Escrituras y las profecías. No era difícil adaptar ciertos pasajes de carácter profético, muy generales e imprecisos, a determinados acontecimientos concretos, y no se vaciló en utilizar el procedimiento. Las plagas, las hambres, las persecuciones, depredaciones y asesinatos, así como el fracaso de ciertos proyectos parecían ser explicables por algún texto profético que aludía a cosas semejantes. “Y así se cumplió lo que dice la Escritura”, comenta el intérprete, estableciendo una relación directa y unívoca entre la predicción y el hecho real concreto[208]. Pero esta relación no parecía ser arbitraria adjudicación del exégeta sino precisa determinación del texto sagrado, del que parecía admitirse que hablaba en general de un cierto repertorio reducido de acciones humanas que debía conformarse una y otra vez a esos esquemas generales. Conteniendo la sabiduría divina, parecía inconcebible que no contuviese la explicación de cada circunstancia. Así se explica el curioso procedimiento utilizado para averiguar el futuro mediante los libros sagrados, abriéndolos al azar después de haberlos colocado sobre un lugar consagrado y consultando el texto que la casualidad ofrecía[209]. Además, el don profético podía obrar en una persona cualquiera, pues “no solamente los buenos sino también los malos pueden tener espíritu profético”[210], y poner de manifiesto los vericuetos de la realidad que se ocultaban al observador; los casos abundan pero son verdaderamente ejemplares los que ofrece la vida de San Benito reiteradamente [211] y no es menos curiosa la profecía de Hospitius que relata Gregorio de Tours[212].

Desdeñando, pues, todos los elementos de la realidad que contradecían esa relación estrecha y necesaria entre realidad e irrealidad, la preocupación catequística tendía a forzar su evidencia acentuando la capacidad de la irrealidad para operar sobre la realidad. Pero también convenía a la catequesis cristiana —y satisfacía al mismo tiempo ciertas tendencias subyacentes en las otras tradiciones sobre las que obraba— el principio de que era posible operar desde la realidad sobre la irrealidad, para que esta a su vez operara de cierta manera sobre la realidad.

Diversas corrientes de creencias de tipo mágico, en efecto, obraban en favor de ese principio, y la catequesis cristiana se encontró con ellas, y acusó su presencia. Isidoro de Sevilla dedicó a la magia un largo y detallado capítulo en el que, si bien incitaba al cristiano a alejarse de ella, se detenía a explicar sus distintas formas, dando por reales los poderes de los magos y atribuyendo su origen a Zoroastro y Demócrito —como hace Plinio— pero asignaba la inspiración a los “ángeles malos”[213]. “Trastornan los elementos, turban la mente de los hombres y, sin veneno alguno, matan solamente por la violencia de sus versos”, dice[214]. Lejos de considerarlos meros farsantes, admite que “invocan los demonios y se atreven a enseñar la manera de matar con malas artes a sus enemigos” y que los nigromantes “hacen aparecer a los muertos, que adivinan las cosas ocultas y responden a las preguntas”[215]. Señala que los adivinos “simulan que están llenos de Dios”, pero conviene en que “predicen a los hombres el futuro con astucia fraudulenta”. Quiere combatir la magia, pero reconoce implícitamente su importancia, el crédito de que goza, y que, efectivamente, constituye un medio repudiable pero eficaz de trabajar sobre la irrealidad. Un escrúpulo de erudito le obliga a señalar, de cada una de las gemas, las virtudes mágicas que se le atribuyen[216].

Enriquecían el torrente de las creencias mágicas las tradiciones subsistentes de las antiguas poblaciones indígenas, las de los romanos[217] y las de los germanos[218]. Pero lo significativo es que subsistieran esas creencias entre los pueblos convertidos, hecho extraño que señala Procopio de los godos[219]. El cristianismo careció de la fuerza necesaria como para borrar la creencia en la eficacia de las técnicas mágicas, y reconoció que los pueblos no convertidos oponían al cristianismo la fuerza de los poderes mágicos. Gregorio de Tours los descubría entre los hunos —nombre con que seguramente designa a los ávaros—, a quienes atribuía haber hecho aparecer fantasmas ante los ojos de los francos con el objeto de derrotarlos[220]; Eghinardo los señala entre los sajones[221] y Ermold el Negro entre los normandos[222]. Esas creencias se tonificaban, seguramente, en la medida en que el cristianismo intentaba desplazarlas sustituyéndolas por creencias análogas basadas en la taumaturgia cristiana pues, naturalmente, aunque difiriera la explicación, se afirmaba el principio general de la posibilidad de poder actuar sobre la irrealidad, y reaparecía con su carácter precristiano cada vez que cualquier circunstancia empalidecía el prestigio del Cristianismo.

De cualquier manera, por debajo de la creencia declarada en los principios del Cristianismo, aparecieron en todos los pueblos romanogermánicos una y otra vez las creencias mágicas. Martín Dumiense dedicó el tratado titulado De Correctione rusticorum a señalar las creencias que subsistían entre los suevos recién convertidos: superstición de las polillas, de los ratones, de las langostas; el encantamiento de liebres; la invocación a los demonios; el valor atribuido al vuelo de las aves; los cultos ofrecidos a las piedras, los árboles y las fuentes[223]. Entre los visigodos, eran innumerables las disposiciones conciliares y legales que condenaban a los que veneraran ídolos, consultaran adivinos, adoraran fuentes, piedras o árboles, invocaran al demonio, hicieran ligaduras o practicaran encantamientos[224]. Beda señalaba que, entre los northumbrios, “muchos profanaban la fe, y algunos, en época de mortandad, recurrían a encantamientos, hechizos y otros secretos del arte diabólico”[225]. Entre los francos, había quienes ejercitaban las artes mágicas, como el prefecto Mummolo y las mujeres de París que confesaron que “habían empleado maleficios y hecho morir a mucha gente” [226], o el hombre de Bourges que “predecía el porvenir, anunciaba las enfermedades u otras desgracias, por artes diabólicas y por no sé que engaños” [227]; tan arraigadas estaban estas creencias que los magos eran seguidos por la multitud; pero compartían esas creencias también los reyes y los nobles; Gontran-Boson “se dirigía frecuentemente a los adivinos y a los que tiraban la suerte” [228] y Gondovaldo enviaba a sus diputados “con varillas consagradas, según la costumbres de los francos, para que no sufrieran ninguna injuria” [229]. En una ocasión, los reyes francos que sitiaron a Zaragoza, huyeron al ver a los sitiados que recorrían los muros con la túnica de San Vicente porque “creyeron que hacían algún maleficio”[230]; y Fredegario relata que el rey de los lombardos Adaloaldo “frotado en el baño con no sé qué ungüento a persuasión del enviado del emperador Mauricio, no podía, al salir de él, hacer otra cosa que lo que él quería[231]. No dejaban de compartir esas creencias los clérigos: el obispo Falladio opinaba que su “metropolitano sufría de un muy grande mal de ojo” [232] y hubo disposiciones conciliares que establecieron la pena de deposición para los “obispos, presbíteros o clérigos” que profesaran artes ilícitas y especialmente para el que dijera “misa de difuntos para causar la muerte de otro”[233].

La certidumbre de que ciertas personas poseían un poder especial para influir sobre el mundo y la vida a través de ciertas fuerzas misteriosas de cuya existencia no se dudaba, obraba pues de manera decisiva en la concepción predominante de la realidad en la temprana Edad Media. El Cristianismo anatematizó esa creencia en cuanto contaba con fuerzas o divinidades que él no toleraba, y en cuanto utilizaba ritos que provenían de cultos y creencias proscriptos por él. Pero no negó ni podía negar el hecho radical de que una fuerza sobrenatural —ahora la Providencia— obraba sobre el mundo y la vida, y que esa fuerza era susceptible de ser inducida de cierta manera para obtener determinados fines concretos. El designio providencial residía en Dios mismo, y a Dios podía solicitarse. Pero más cerca de los hombres, y más vinculado a cada colectividad concreta estaban los seres señalados por su santidad, y a los que se atribuía en cada comarca un poder sobrenatural en virtud de lo que podía esperarse de su auxilio o de la fuerza taumatúrgica que residía en sus reliquias. El Cristianismo, por razones de catequesis y porque sufría la influencia de las creencias dominantes, trasladó a los santos las virtudes y poderes que los taumaturgos veían en otras fuerzas; y logró ampararse, en una época difícil de la propagación y afirmación de la fe, en el temor que el poder de los santos y de sus sacerdotes inspiraba en aquellos en quienes subsistían fuertemente las creencias mágicas. El temor que inspiraba San Martín de Tours es uno de los temas predilectos de Gregorio de Tours. Clovis, Clotario y Childeberto modificaron sus designios “por el temor del obispo San Martín”[234] del que, en ocasiones, se afirmaba que castigaba directamente a quienes profanaban su santuario[235], y alguna vez los soldados de Chilperico desobedecieron sus órdenes por la misma causa[236]. Isidoro de Sevilla cuenta que un magnate godo experimentó un terrible pavor al oír pronunciar el nombre de San Pedro cuando quería apoderarse de unos vasos sagrados y ordenó que se devolviera todo diciendo que “había llevado guerra contra los romanos, no contra los apóstoles”[237]. Ese temor sagrado se hacía extensivo a los sacerdotes que hacían valer el poder de Dios y los santos; el rey Thierry retrocedió aterrado ante las amenazas de San Colombán, y sus soldados rogaron al monje, cuando lo expulsaron de Luseuil, que los perdonara por tener que cumplir una orden del rey[238]. Seguramente cundía la fama de que los sacerdotes cristianos operaban prodigios, que, en la mente de quienes no hubieran alcanzado sino los más elementales estratos del Cristianismo, no podían sino asimilarse a los que creían que obraban los magos[239].

Este temor se justificaba, al menos, por la difusión que alcanzaron los relatos acerca de prodigios operados unas veces por objetos en los que se suponía un poder sobrenatural y otras por personas que ponían de manifiesto ese poder. Los objetos eran primordialmente reliquias: partes del cuerpo de un santo, restos de algún objeto que le había sido familiar o cualquier otro que había estado en contacto con él o con su santuario.

En un alarde de desafío a las leyes de la naturaleza, una gota de agua bendita podía llenar un vaso una y otra vez, un poco de polvo de la tumba de un santo podía acrecentar su volumen si la Providencia quería llevar al ánimo de un incrédulo la certeza de su poder[240]. Contra toda esperanza, una reliquia podía evitar una catástrofe, un naufragio o un incendio[241]. Es evidente que se trasladaba a la reliquia el poder de los amuletos y talismanes. Donde más incide su acción y donde más reiteradamente quiere destacársela es en lo que atañe al hombre mismo y a sus sufrimientos; la reliquia es sobre todo eficaz para curar las enfermedades, que de ese modo quedan automáticamente explicadas como enviadas por un poder sobrenatural. Unas veces es el demonio, como en el caso de los posesos[242], pero la Providencia tiene siempre poder para dominarlo. Locos, paralíticos, ciegos, todos los que sufrían un grave mal acariciaban la esperanza de que una reliquia obrara en ellos el milagro, y la cura, en caso de producirse, dejaba un recuerdo perdurable que, por lo demás, se procuraba conservar adecuadamente para servir a los fines de la catequesis. La mera permanencia en la cueva de Subiaco, donde había morado San Benito, bastó para curar a una enajenada, según Gregorio el Grande[243]. Los sepulcros de los santos, los objetos que estuvieron en contacto con ellos, el polvo de su tumba, todo ello podía operar la cura milagrosa[244]. La posesión de una reliquia acrecentaba el prestigio de un monasterio o un templo, porque parecía que solo por una gracia especial de la Providencia era dado poseer una de ellas[245], pero sobre todo por la fe que inspiraba y el respeto supersticioso que imponía. A la creencia en el poder mágico de la reliquia de un santo podía no acompañar ninguna suerte de fe religiosa ni compenetración con los principios de la doctrina. El patricio Mummolo —que tenía fama de mago[246]— podía hasta atreverse a romper el hueso del dedo de San Sergio, del que se había apoderado por la fuerza, en la seguridad de que con uno de los fragmentos adquiría un poder sobrenatural[247]. Pero la Iglesia, al tiempo que utilizaba esta transferencia del poder de amuletos y talismanes a las reliquias de los santos, sentaba una teoría sobre estas últimas: más que una capacidad de operar necesariamente según el designio o la necesidad del poseedor, la reliquia operaba por el propósito de la Providencia de llevar la certeza de su poder “a los espíritus débiles”; tal es la teoría desarrollada por Gregorio el Grande[248]. El prodigio era, pues, signo de la existencia y el poder del trasmundo y, según la teoría, solo se operaba como gracia divina, en tanto que en la práctica las creencias mágicas lo interpretaban como fruto de una relación necesaria entre la realidad y cierto poder superior.

Pero la posibilidad de obrar sobre la irrealidad por medio del poder de las reliquias era, simplemente, un problema práctico. A pesar de la tesis de que la Providencia obraba el prodigio para poner de manifiesto su voluntad y su existencia ante “los espíritus débiles”, en la práctica se creía en el poder de la reliquia porque se le asignaba una misión semejante a la que se le atribuía a talismanes y amuletos. A pesar de la teoría de Gregorio el Grande, esa era la creencia que estimulaba la Iglesia, pues se valía de ella para acrecentar el prestigio de iglesias y monasterios, y en ocasiones, para defenderlos y defender la condición sacerdotal de las agresiones del poder laico. Un sentido semejante tenía la taumaturgia que operaban directamente los “hombres de Dios”, como suelen llamarlos las fuentes, generalmente religiosas.

Es significativo que Juan de Biclara creyera que merecía ser mencionado, en su escueta crónica, el hecho de que, en cierta época, “Donato, abad del monasterio servitano, tiene fama de eminente taumaturgo”[249]. Como las reliquias, la taumaturgia de uno de sus miembros repercutía sobre el prestigio de la comunidad; pero además servía a la causa de la exaltación de la clase sacerdotal en una sociedad que tendía a subestimarla por la fuerza de las situaciones de hecho. La defensa de la doctrina, de la Iglesia y del clero necesitaba esta clase de apoyo para contrarrestar la fuerza de hecho que tenía el poder político y militar, mediante una apelación a otra fuerza mayor e incontrastable. En cuanto partícipes de una fuerza sobrenatural, los cristianos se sentían seguros. Polemizando con los arrianos, Gregorio de Tours llega a decir, comentando un episodio en el que una mujer muere por obra de un veneno que le ha sido proporcionado en el cáliz en el que comulgaba: “No es dudoso que tal crimen haya sido obra del diablo. ¿Cómo podrían negarlo esos miserables heréticos cuando el enemigo encuentra lugar entre ellos hasta en la Eucaristía? Nosotros, que confesamos una Trinidad igual en rango y en poder, hubiéramos bebido el veneno mortal y no nos hubiera hecho daño” [250] °.

En parte por filtración de las viejas creencias mágicas y en parte como resultado de un deliberado propósito de la Iglesia debía asimilarse la fuerza taumatúrgica, que la leyenda difundía sistemáticamente como propia de ciertas personas, al poder mágico. Beda recuerda que un cristiano prisionero a quien no podían atar y al que se le preguntó si tenía algún hechizo, contestó que “nada sabía de esos artificios, pero yo tengo —agregó— un hermano que es sacerdote en mi comarca, y sé que, suponiéndome muerto, ha encargado que se digan misas por mí”[251]. Una suplantación mecánica de un instrumento por otro permitía la perpetuación de la idea de que era posible operar sobre la realidad a través de la irrealidad.

La taumaturgia implicaba una audaz apelación a la credulidad, pues un clero numeroso tendía a asimilarse en cuanto a poder, a aquellos cuyos prodigios difundía. Esos prodigios se relacionaban con situaciones concretas y cotidianas que, por repetirse una y otra vez, creaban repetidamente la ocasión propicia para la repetición del prodigio. Pero la certeza creciente acerca de la dependencia del mundo terrenal con respecto al trasmundo permitía sobreponerse a las comprobaciones empíricas cuando el prodigio no se producía, bastando ciertas explicaciones que se reiteraban sistemáticamente acerca de los méritos que justificaban el otorgamiento de la gracia.

Aquellas situaciones eran, preferentemente, las que se relacionaban con la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Las curaciones milagrosas constituían el arma más poderosa del taumaturgo, y aquella cuyo poder utilizaba más eficazmente la leyenda. Alguna vez era un rey el que operaba el milagro[252], pero generalmente eran eclesiásticos. Unas veces bastaba con que un santo varón tocara al enfermo[253], otras que orara por él [254] y otras que apelara al signo de la cruz, al agua bendita, a los santos óleos o al pan consagrado[255]. Un recuerdo imperecedero dejaba el milagro de devolver la vista a un ciego, el habla a un mudo o el movimiento a un inválido[256], así como el de liberar a un poseído por el demonio[257]. Pero lo que constituía la consagración del taumaturgo era el poder para salvar a un moribundo o para devolver la vida a un muerto. La intervención del taumaturgo puede arrancar a un hombre de las puertas de la muerte[258], pero en ocasiones puede devolverle la vida cuando ya ha traspasado sus límites; dos veces relata Gregorio el Grande que cumplió San Benito este milagro por la fuerza de la oración, aunque declaraba cuando le demandaban el milagro: “Apartaos, hermanos, apartaos, que estas cosas no son para nosotros, sino para los santos Apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos cargas que no podemos llevar?”[259]; y el monje Eparco consiguió por sus oraciones que un ahorcado cayera en tierra y recuperara la vida[260].

La resurrección suponía el quebrantamiento de la ley natural; y aunque Boecio recordaba que la naturaleza tiene un orden inquebrantable[261], la hagiografía admitía que el orden de la naturaleza “conocido” —como señalaba San Isidoro— podía ser quebrantado, y le era lícito al taumaturgo hacerlo muchas veces. Podía hacer surgir el agua allí donde parecía imposible que hubiese o impedir que la lluvia mojase cierto lugar[262]; podía cambiar los vientos o dominar una tempestad para salvar a un navío del naufragio[263], obtener que la tierra diera una cosecha fuera de época o someter a su voluntad a los animales[264]. En ocasiones le era dado cambiar el agua en vino o multiplicar el aceite[265], y no parecía imposible que crecieran sus fuerzas hasta un límite sobrehumano o que caminara sobre las aguas[266], porque el taumaturgo —o quienes contribuían a crear su leyenda— tenía siempre presente el elenco de posibilidades que ofrecía la vida de Cristo[267].

El poder taumatúrgico se extendía también sobre los hombres. El abad Majencio, “de una admirable santidad”, podía detener el brazo de un soldado que se disponía a cortarle la cabeza[268], y a San Benito le bastó fijar sus ojos sobre un labrador a quien un arriano había maniatado para que las ligaduras se desataran “de un modo maravilloso”[269]. En un combate, el obispo Germano podía obtener que la victoria favoreciera a los suyos[270], a despecho de la fuerza real de los combatientes, pues, como señala Juan de Biclara, “para Nuestro Señor no es difícil que se dé la victoria a pocos contra muchos”, opinión que probaba con el ejemplo bíblico de Gedeón y con otro contemporáneo, que quería explicar con esa opinión, del duque Claudio, que “ahuyentó”, con apenas trescientos hombres, a casi sesenta mil francos y mató con la espada a la mayor parte de ellos” [271].

Una aureola de misterio rodeaba al taumaturgo. Podía suponérsele un hombre dotado de poderes sobrenaturales por la gracia divina, simple instrumento de Dios o premiado de tal suerte por su santidad. Pero acaso quedaba siempre la incertidumbre de si aquel de quien la fama hacía un taumaturgo no era un ser sobrenatural que hubiera adoptado forma humana. Beda cuenta que el desconocido que prometió el trono a Edwin se desvaneció después de haberle hablado, de modo que “el rey comprendió que no era un hombre sino un espíritu”, y Gregorio de Tours describe como ángel al misterioso personaje que, en Antioquía, “levantando la mano, sacudió su pañuelo sobre la mitad de la ciudad, y enseguida se desplomaron los edificios”[272]. Una vez más, la incertidumbre acerca de los límites entre realidad e irrealidad asoma como una peculiaridad de la imagen del mundo que se conformaba.

La prueba decisiva de la existencia de la irrealidad era, precisamente, su acción sobre la realidad, de modo que la prueba de cuál era el verdadero poder que dominaba la irrealidad no podía lograrse sino a través de la eficacia de los que lo invocaban. El razonamiento que Gregorio de Tours pone en boca de Clovis en ocasión del combate con los alamanes[273] es análogo al que Beda atribuye a Coifi, el gran sacerdote de Northumbria[274], y Ermold a Herold, rey de los normandos[275]; si los que hasta entonces han sido tenidos por dioses no son capaces de obrar en favor de sus fieles, es lícito también en consecuencia indagar cuáles son los verdaderos —esto es, los eficaces— y abandonar por ellos a los primeros. Inversamente, la catequesis cristiana — y la de la ortodoxia romana frente a las sectas disidentes— procuró demostrar la superioridad de sus taumaturgos sobre aquellos que invocaban otro poder o seguían caminos heterodoxos. El vaticinio de una pitonisa resulta inexacto, pero el sueño de Gregorio de Tours sobre el mismo asunto corresponde exactamente a la realidad, porque “es a Dios a quien hay que preguntar estas cosas; es necesario no creer lo que promete el diablo”[276]. El mismo Gregorio de Tours señala que una de las causas de la conversión de Recaredo fue que observó que “los obispos de los heréticos no hacían aparecer sobre los enfermos ninguna cura milagrosa” [277]; y la certidumbre de la impresión que hacía el milagro sobre los espíritus, llevaba al hagiógrafo a señalar los éxitos obtenidos por los taumaturgos de su fe frente a los demás, algunas veces en verdaderos torneos, como los que describe Beda; frente al enfermo, aquel que logra el milagro demuestra haber invocado al verdadero Dios y seguir el camino que Dios desea [278]. Esta eficacia del taumaturgo resolvía, pues, el problema de la significación eminente de la irrealidad para la realidad, y permitía establecer cuáles eran las vías correctas para provocar su acción sobre la realidad.

La taumaturgia —última esperanza— parecía competir ventajosamente con el saber natural, y la hagiografía solía destacar sus triunfos. Ciertamente, faltábale al saber natural de la época una base suficientemente sólida —una teoría de la naturaleza— que le permitiera resistir al empuje de las creencias que apoyaban una imagen de la realidad cuya fisonomía se prolongaba hasta hundir sus raíces en la irrealidad. El saber natural en cuanto se relacionaba con la duración de las enfermedades era empírico y poseía un respaldo doctrinario equiparable al que tenía la taumaturgia; una teoría del sufrimiento como castigo o como prueba, a la que contrabalanceaba una esperanza en la gracia todopoderosa. La incertidumbre acerca del origen del mal denuncia la licitud de esta oscilación entre la confianza en el saber natural y la confianza en la taumaturgia. Juan de Biclara, hablando del emperador Justino, decía que estaba aquejado por una grave enfermedad “que algunos consideran trastorno cerebral y otros mal demoníaco”[279]. La segunda tesis ganó terreno a medida que la primacía de la irrealidad fue conquistando los espíritus, mientras la tradición naturalista lo perdía. La taumaturgia pareció cada vez más la técnica apropiada para combatir un mal, porque no se limitaba —como el saber médico— a atacar sus signos o causas aparentes sino que se dirigía a la fuerza que lo provocaba. Un mudo que tenía una infección en la cabeza planteaba el problema en términos claros: el taumaturgo asumía la tarea de devolverle la palabra, lo que el hagiógrafo consideraba un milagro; pero luego delegaba en un médico la cura de la infección, que llega a buen fin sin embargo solo porque el taumaturgo ayudaba al médico con sus bendiciones [280]. El hagiógrafo destaca que el saber profano reconoce su inferioridad frente a la taumaturgia. El obispo Germano sufría la fractura de una pierna y no soportaba ninguna medicina; pero una noche se le apareció un extraño ser vestido de blanco que le ordenó que se levantara, cosa que hizo sin dificultad[281]; los más hábiles médicos del monasterio de Lindisfarne fracasaron frente al monje paralítico, que sin embargo recobró la salud por obra de los zapatos de San Cutberto[282]; y el médico Cynefrid reconoció que el cadáver de la reina Etheldrida, que había conservado su virginidad y renunciado al trono para entrar en un monasterio, no solo estaba intacto dieciséis días después de su muerte, sino que había cicatrizado la llaga que le había producido la muerte[283]. Esa evidencia del milagro golpeaba también —según el hagiógrafo— al escolar escocés, hombre instruido en el saber terreno pero descuidado de la salvación de su alma, que acudió a las reliquias del rey Osvaldo en busca de su salvación, y la halló[284]; y a aquellos a quienes el milagro no había convencido todavía, recordábales Gregorio de Tours, después de relatar el caso de un ciego que había comenzado a recuperar la vista en la tumba de San Martín pero que había vuelto a perderla por haber acudido a un médico judío: “Que todo cristiano sepa, pues, por este ejemplo, que cuando ha obtenido los remedios celestes no debe recurrir a la ciencia mundana”[285]. Esta competencia entre el saber mundano y la taumaturgia revelaba la indecisión entre dos concepciones de la realidad que se mantenían una junto a otra, sin que, por cierto, la progresiva afirmación de la irrealidad concluyera de aniquilar un realismo naturalista que tenía firmes y antiguas raíces.

D — LA INCIPIENTE TENDENCIA AL ORDEN.

Situación de hecho, tanto en el orden social como en el orden espiritual: tal es el rasgo predominante de la temprana Edad Media. Pero tan reveladores como sean los testimonios de esa indecisión entre los grupos sociales y las corrientes de ideas para definir su supremacía, no ocultan del todo los signos de una incipiente —o renovada— tendencia al establecimiento de un orden, de un sistema de principios que respaldara las formas de la convivencia social y las opiniones sobre el mundo y la vida. Esa tendencia se manifestó en aquellos a quienes la situación de hecho deparó o conservó una posición privilegiada en algún campo de la vida, y se encarnó en la Iglesia Católica romana y en los grupos que detentaban el poder político. Podría decirse que esa tendencia al orden tendía o por lo menos entrañaba la tendencia a estabilizar las situaciones de hecho transformándolas en situaciones de derecho.

Pero mientras los grupos que detentaban el poder político carecían de un criterio fijo y, por el contrario, estaban indecisos entre dos concepciones políticas a las que no hallaban acuerdo o ajuste, la Iglesia pudo prevalerse de una tradición vigorosa, ya probada en el contacto con la realidad en circunstancias menos difíciles, y sostenida por un edificio institucional de sólidos cimientos. Por eso pudo insinuar, en medio de tan contradictorias circunstancias, una tendencia al orden, que debía, en principio, abrazar el orden espiritual, pero que se proyectaba muy pronto al orden social. El orden entrevisto en la temprana Edad Media por la Iglesia Católica romana será el que ha de triunfar poco después; pero por entonces solo se insinúa a través de múltiples dificultades y en medio de notorias contradicciones.

Si la Iglesia podía enunciar una concepción de la convivencia social y sobre todo, una concepción del mundo y la vida, era porque, basado en una doctrina, constituía un cuerpo, un grupo social que actuaba como una de las fuerzas de la realidad social. Por contraste, la Iglesia se aferraba a su estructura institucional y a su doctrina, oponiéndola como un todo a las situaciones locales, y a los fenómenos efímeros que se producían a su alrededor. Pero por sí misma la Iglesia poseía una tendencia constitutiva al orden, que provenía de su misma doctrina. La creación constituía un orden, y tanto el trasmundo como el mundo se ordenaban jerárquicamente, como lo establecía el llamado Dionisio Areopagita[286]. El vasto desarrollo que tuvo la organización parroquial entre los siglos VI, y VIII[287], y el tradicional orden episcopal referido a la cabeza de la Iglesia, proveía a esta de una organización universal, regional y local que superaba la organización política contemporánea y le permitía sentirse como sostén estable y permanente de la sociedad, al tiempo que podía considerar mudable y transitoria la organización política. Y en tanto que se insinuaba la tendencia a la diferenciación local en lo político, la Iglesia parecía afirmar su estructura ecuménica; de acuerdo con ella procuró la conversión de todo el Occidente, con tanta confianza en el éxito que impostaba sobre sociedades infieles su organización episcopal[288].

Pero, sobre todo, la Iglesia contaba con una doctrina que, en el período en que se crea la situación de hecho, puede resistir a las tendencias disgregatorias propias de tal situación. Esa doctrina se refería al trasmundo y al mundo. Y aunque se vio obligada a ceder o a contemporizar, tuvo fuerza suficiente como para no perder de vista nunca del todo sus principios fundamentales, y como para poder absorber y reducir a sus propios esquemas. Pero lo más significativo fue el proceso de reducción a sus propios esquemas de las formas de convivencia social, aquellas formas precisamente en que más influencia ejercía el menos dócil de los elementos en conflicto, esto es, el elemento germánico.

Este proceso está movido por un anhelo de orden en el plano civil y político, anhelo que, sin duda, compartía la Iglesia con los grupos que detentaban el poder político, pero que la Iglesia entendía con mayor amplitud y perspectiva, porque, en tanto que los grupos que detentaban el poder político no podían hallar una fórmula que expresase sus vagas aspiraciones —como fue luego la monarquía feudal— la Iglesia poseía una teoría del poder político que, si no era del todo compatible con la realidad, era al menos coherente con sus ideas sobre el mundo y la vida. Esta teoría provenía de la fusión de elementos bíblicos y elementos romanos, que poco a poco se habían unido disimulando algunas contradicciones internas; pero en medio de las incertidumbres de este período, la Iglesia afirmó cierto pensamiento coherente. Cuando elogiaba o cuando vituperaba a los reyes, pensaba seguramente ante todo en si eran hostiles o favorables a la Iglesia, pero podía erigir otro criterio de valor con la confianza de apoyarse en ciertos valores que consideraba absolutos. Frente a la política impuesta por una situación de hecho —política de éxito, de ventaja, de situaciones creadas— la Iglesia levantaba la bandera del derecho y de la justicia. Sus esquemas eran tradicionales: Salomón, Augusto, Constantino o Nerón[289], y los principios que los nutrían eran sólidos y coherentes. Isidoro de Sevilla ofrece —en el libro III de las Sentencias— una imagen total de la sociedad, en la que hay siervos y libres, ambos por disposición providencial, y en la que hay leyes y príncipes que ejercen el poder. Las leyes son, de hecho, las leyes romanas[290], y el tipo de poder que debe ejercer el príncipe, el que configura una imagen romanocristiana del poder, esto es, un poder que consiste en una carga para el que lo ejerce —y no en fuente de goces— y en un conjunto de deberes para con los gobernados[291]. El proceso de adecuación de la sociedad de los reinos romanogermánicos al orden legal Romano, aún cuando fuera en reducido alcance, fué saludado por la Iglesia con regocijo, como un paso hacia la instauración de un orden que era a sus ojos el orden por excelencia[292]. Y en la medida en que podía ejercer su influencia, exaltaba la virtud de quienes representaban en el orden político las virtudes y tradiciones cristianoromanas de sabiduría y prudencia[293].

Pero la tendencia al orden que insinúa la Iglesia no se satisfacía —ni siquiera en ese momento— con una teoría del poder justo. Desde sus conflictos con el Estado imperial Romano, la Iglesia había ahondado el problema de las relaciones con el Estado y tenía posición tomada. Y tan difíciles como fueron las circunstancias después de la conquista germánica, la Iglesia aspiraba a establecer un orden en el que el poder civil estuviera subordinado al poder religioso o, al menos, a los ideales que la Iglesia sustentaba. El propósito era casi utópico dadas las circunstancias, pero el designio de la Iglesia se perfilaba claramente como un ideal. San Agustín lo había indicado cuando afirmaba que eran felices, no los reyes que habían reinado largo tiempo o dominado a sus enemigos, sino aquellos que “ponen su poder al servicio de la majestad suprema para extender a lo lejos el culto de Dios; aquellos que temen a Dios, lo aman y lo honran”[294]. El poder político, que según las tradiciones romana y germánica parecía representar un valor supremo —el Estado— se presenta a los ojos del pensador cristiano como un mero instrumento al servicio del verdadero valor supremo: Dios. “Los pueblos —dice Isidoro de Sevilla[295]— obtuvieron provecho sucumbiendo; pero por esto: porque fueron puestos en la disciplina de los fieles, como el pueblo de la nación de los persas”. A la finalidad suprema de la fe y de la salvación debe subordinarse todo, inclusive el poder político. El mismo Isidoro formula esta idea, por primera vez de manera categórica, en el famoso pasaje del libro de las Sentencias: “Los príncipes tienen, a veces, que ejercitar ese poder supremo dentro de la misma Iglesia procurando defender su disciplina. Esto sucede cuando es necesario obligar a cumplir las leyes por el terror a los que desprecian las palabras del sacerdote”[296].

Acaso el creciente prestigio del clero en el reino visigodo explica que haya sido allí donde la tesis fue formulada por primera vez de modo tan claro. Pero no debe olvidarse que casi un siglo antes Gregorio de Tours ponía en boca de Avito, obispo de Vienne, estas palabras dirigidas a Gondegando, al que incitaba a la conversión: “Si vas a la guerra, estás a la cabeza de los guerreros, y ellos te siguen donde tú los llevas. Vale más que, marchando tras de ti, conozcan la verdad que permanezcan en el terror después de tu muerte, pues no se juega con Dios y Él no ama a aquel que, por un reino terrestre, rehúsa confesarlo en el mundo”[297]. Era pues un pensamiento que se abría paso, y que residía en el fondo de la doctrina y estaba a punto de manifestarse cuando las circunstancias lo permitían, como una exigencia de la tendencia a realizar un orden en el que lo terrenal se subordinaba necesariamente a lo divino.

Las circunstancias variaron. Durante el período de la conversión de los pueblos paganos o arrianos, la Iglesia comenzó por intentar la catequesis de los reyes y se acogió luego a su protección para extender su acción a más vastos sectores sociales[298]; pero desde el momento en que adquirió cierta seguridad, trabajó por someter al poder civil a sus ideales, primero, y a su autoridad luego, en la medida en que pudo avanzar en sus designios. La política que siguió en el reino visigodo preanuncia la intención que pondrá de manifiesto frente a Carlomagno. Y cuando las circunstancias sean aún más favorables, afirmará plenamente su noción del orden terrenal que habría de expresarse en la doctrina de las dos espadas.

Esta noción del orden no coincidía con la de los teóricos que preconizaban un poder real de tipo Romano; pero esta última tesis tampoco merecía el apoyo de la fuerza social más importante que se organizaba durante este período, la aristocracia terrateniente y militar. Si esta aspiraba en alguna medida a cierto orden, era a condición de que la monarquía respetara su papel eminente y su organización jeráquica, y se transformara en cierto modo en su adalid, con un poder reducido y controlado, precisamente como convenía a la Iglesia. Así confluyeron Iglesia y aristocracia en la figuración de la monarquía y del imperio feudales, que hallaba correcta acomodación dentro del cuadro de objetivos trascendentes propuesto por la Iglesia y a la que la Iglesia prestaba el sólido sostén de su estructura institucional.

Para respaldar esta idea del orden, la Iglesia contaba con la enorme fuerza que le prestaba su doctrina y, sobre todo, la que le prestaba su monopolio de la literatura, susceptible de ser utilizada como valioso instrumento de propaganda. Las crónicas y la hagiografía conformaron una imagen de la vida ajustada al espíritu de sus redactores, que hacían justicia inexorablemente hundiendo o levantando según sus propios criterios de valor, de acuerdo con una norma que Beda expresa en sus últimas consecuencias en cierto elocuentísimo pasaje: “Oswald, el más cristiano rey de los northumbrios, reinó nueve años, incluyendo aquel año que debe ser considerado maldito por la brutal impiedad del rey de los bretones y la apostasía de los reyes ingleses; porque, como se ha dicho, se ha convenido por el unánime consentimiento de todos en que los nombres de los apóstatas serían borrados del catálogo de los reyes cristianos y no se adscribiría ninguna fecha a sus reinos”[299]. Así se modeló el tipo del “santo rey”, espejo en el que habían de mirarse durante los siglos siguientes sus sucesores. Un claro esquema —dentro del cual aristocracia, monarquía e Iglesia quedaban perfectamente situados— quedó esbozado, pues, en la época de los reinos romanogermánicos. Tras la disolución del Imperio Carolingio ese esquema comenzó poco a poco a ordenar la realidad, y mereció ser considerado como el orden por antonomasia de la vida social y espiritual del Occidente.

1 Este estudio fue realizado como una investigación original, encomendada por la Facultad de Humanidades y Ciencias, y formará parte de un libro de próxima aparición, titulado Los orígenes del espíritu burgués.

2 Referencias sobre este problema se encontrarán en Dopsch, The economical and social foundations of European civilization , y en Lot, Fin du monde antique; Pirenne, Mahomet et Charlemagne, 1937; Halphen, L’importance historique des «grandes invasions” en A travers l’histoire du Moyen Age.

3 Véase Dopsch, Seeck y Rostovtzeff, sin descuidar Mommsen, El mundo de los Césares.

4 Recuérdense los ilustrativos pasajes sobre España e Inglaterra en San Isidoro, Hist. Goth. Introduction; y Beda, Hist. Eccl.

5 Sobre este problema H. O. Taylor, The classical heritage of the Middle Ages, y Ch. N. Cochrane, Christianity and classical culture.

6 Véase: Palanque, Saint Ambroise et l’Empire Romain, Paris, 1933.

7 San Jerónimo, Cartas XXX, XXXII y XXXIII entre otras.

8 San Jerónimo, Carta CXXIII Ad Ageruchiam. Véase igualmente la XL y San Agustín, Civitate Dei, I, xxxiii; San Jerónimo, CXXVI. Véase: Fugue et Martin, Hist, de l’Eglise, IV, p. 356 y ss.

9 Prudencio, ContraSymmachum, II, 816-819.

10 San Agustín, Civitate Dei, V, xxiv-xxvi.

11 San Isidoro, Sinónimos, I.

12 Venancio Fortunato, Vita S. Germani, c. 74; San Gregorio, Epist., VII, 13 y 28; VI, 12.

13 Dopsch, op. cit., 206 y ss. Sánchez Albornoz, Fideles y Gardingos, esp. Cap. VII.

14 Véase: Dopsch, op. cit., pp. 215 y ss.

15 Dopsch, op. cit. , pp. 217 y ss.

16 Dopsch, op. cit. , p. 225.

17 Brunner-Schwerin, Hist, del Der. Germ. , pp. 77 y ss.

18 Dopsch, op. cit. , pp. 223 y ss.

19 Dopsch, op. cil. , p. 212.

20 Kurth, Los orígenes de la civilización moderna, p. 357.

21 Dopsch, op. cit. , p. 224; véase Sánchez Albornoz, op. cit., I, pp. 197 y ss. y notas.

22 Brunner-Schwerin, op. cit. , p. 14.

23 Dopsch, op. cit. , p. 232.

24 Mgh. Concil. I, c. 62.

25 Mgh. Concil. 1, 89, c. IX. Dopsch, op. cit., p. 251. Considérese el pasaje de Beda, IV, XIII.

26 Dopsch, op. cit. , pp. 226 y ss. Torres, Instituciones económicas, sociales y político-administrativas de la península hispánica durante los siglos V, VI y VII, III, p. 197. Lot, Les destinées de l´Empire en Occident de 395 à 88S, en Histoire du Moyen Age, t. I, dirigida por G. Glotz.

27 Greg. Tours.

28 Dopsch, op. cit. , pp. 202 y ss. Sánchez Albornoz, Fideles y Gardingos. I, passim. Torres, op. cit. , III, pp. 186 y ss. Brunner-Schwerin, op. cit. , 14. Trevelyan, Historia política de Inglaterra, 32; Corbet, xxx, en Cambridge Medieval History, II, pp. 566 y ss. Stubbs, Constitutional history of England, I, pp. 95 y ss., corregido por Petit-Dutaillis. Stubbs, Histoire constitutionnelle de l’Angleterre, I, p. 777, n. 2.

29 Dopsch, op. cit. , pp. 197, 190 y 206. Sánchez Albornoz, op. cit. , pp. 135 y ss. Por la ley sálica los lites entraban en el antrustionato: Sánchez Albornoz, op. cit. , p. 138.

30 Grec. Tours, VI, XLVI. Lot, Histoire du Moyen Age, I, pp. 339-40 y nota 94.

31 Dopsch, op. cit. , pp. 254-5.

32 Dopsch, op. cit. , algunas reservas en Sánchez Albornoz, Ruina y extinción del municipio Romano en España, pp. 94 y ss.

33 J. L. Romero, San Isidoro de Sevilla. Su pensamiento históricopolitico y sus relaciones con la historia visigoda, p. 16 y ss.

34 Hauck, Kirchengeschichte, 14, pp. 148 y ss., citado por Dopsch, op. cit. , 263. “Clovis transformó a aquellos hombres de origen Romano en ciudadanos patriotas del reino franco”.

35 Greg. Tours, IV, XXXV, sobre la elección del obispo Avitus; IV, VII, sobre elección de Cautin, obispo de Clermont; VI, XI, sobre el conflicto por el obispado de Marsella; VI, XXXVI, por el de Lissieux; X, XV y ss. por la dirección del monasterio de Poitiers. Sobre la compra de la elección: Greg. Tours, IV, XXXV. Sobre el problema general: San Isidoro, De los oficios eclesiásticos, II. V.

36 Disiento fundamentalmente con la caracterización de este período por Buehler, Vida y cultura en la Edad Media, que lo define como “El período de la senectus”.

37 ?La historia de Mummolo: Greg. Tours, IV, XLII y ss.; la de Sigivaldo: Greg. Tours, III, XVI; la de Agrícola: Greg. Tours, IV, XXIV; la de los obispos Salone y Sagitario: Greg. Tours, IV, XLIII y V, XXI; la del obispo Cautin: Greg. Tours, IV, XII; la de Mâlo: Greg. Tours, IV, IV. Véase el curioso caso del pobre hombre que auxilió a Brunequilda, expulsada de Austrasia, y hecho en recompensa obispo de Auxerre, en Fredegario, XIX.

38 Dopsch, op. cit. , p. 209. Véase Edicto de Clotario II (614), Mgh, Cap. I.

39 Dopsch, op. cit., p. 208, Edicto de 614.

40 Dopsch, op. cit. , p. 207.

41 Dopsch, op. cit. , pp. 210-11.

42 Para los francos: Grec. Tours, Libro V y ss., sobre las guerras civiles entre 573 y 613; Fredegario, passim; Lot, op. cit. , I, varios y esp. 321; Para los visigodos: San Isidoro, Hist. Goth. , 46 y ss. (desde la revelación de Atanagildo hasta el fin); Juan de Biclara, passim. Torres, op. cit. , 95 y ss. Sánchez Albornoz, op. cit. , pp. 218 y ss. Para el caso del duque Paulo: Sánchez Albornoz, op. cit. Para los lombardos, Paulo Diácono. Lot, op. cit. , pp. 212 y ss.

43 Beda, op. cit., V, x. Brunner-Schwerin, op. cit. , p. 18.

44 Dopsch, op. cit. , p. 173 y notas.

45 Sobre las tesis de Weitz y de Sybel, ver Dopsch, op. cit. , p. 183.

46 Véase el episodio de Clovis en Soissons en Greg. Tours, II, XVII; el episodio de Clotario en relación con la insurrección sajona, Greg. Tours, IV, XIV.

47 En el pasaje citado, Greg. Tours, II, XVII, un guerrero ha dicho: “Haz lo que te plazca, pues ninguno es bastante fuerte para resistirte”. Y Beda, op. cit., II, V, compara la autoridad de Eadbald con la de su padre: “No tenía tanta autoridad en el reino como su padre ni era capaz de restaurar al obispo en su iglesia contra la voluntad de los paganos”. Es igualmente ilustrativa la historia, de algunos descendientes de Clovis, especialmente la historia de Gontrán, Greg. Tours, VII, VIII, y lo que San Isidoro, Historia vandalorum, 74, dice de Genserico: “Valentiniano, no pudiendo oponérsele, le concedió la paz y otorgó pacíficamente a los vándalos…”.

48 ?Greg. Tours, II, XXXIII (sobre Gondebaudo); Jornandes, Hist. Goth., XIX (sobre Teodorico); San Isidoro, Hist. Goth., 35 (sobre Eurico).

49 Beda, op. cit., II, IX; III, I; III, VI; San Isidoro, Hist. Goth., 34, 49, 62; Juan de Biclara, Chronica, años 569, 572-3, 581. Greg. Tours, III, I; IV, XIV, XX y XXII; IX, XX (Tratado de Andelot); Fredecario, XX, XXXIII, XXXVII, LVII.

50 San Isidoro, Beda, I, I.

51 Es la expresión que Lot, op. cit. , I, 298, usa para definir la realeza merovingia; pero con ligeras reticencias puede extenderse a todos los reinos romanogermánicos cada vez que el rey tiene fuerza suficiente.

52 La tanistry fue usada por los vándalos y acaso también por los burgundios, quizá a la muerte de Gundioc. Lot, op. cit., 190.

53 Greg. Tours, III, XXIII.

54 Véase por ejemplo Greg. Tours, V, XXIX, y VI, XLV.

55 Greg. Tours, V, Prol.

56 Véase entre otros textos: Greg. Tours, II, XXXII (Godegisello contra Gondebaudo); II, XL; II, XLII; III, V y ss.; Ill, XVIII; IV, XX; IV, XXVIII; V, XIX; VII, XXI; Fredegario, XVII, XXXVIII; Beda, III, XIV; IV, XV; Fredecario, LXXXII (Sobre Kindasvindo). Al mismo género de política pertenece la actitud de los ostrogodos respecto al Imperio Romano, a pesar de Jornandes, y la de los anglos respecto a los bretones (Beda, I, XV).

57 Véase la justificación de Clovis por Greg. Tours, II, XXXVI-XXXVII; la aceptación del dato de su designación como “cónsul o Augusto”, Greg. Tours, II, XXXVIII; su elogio, Greg. Tours, II, XL; V, Prol.; la carta de Avitus a Clovis después de su conversión, Avitus a Clovis, 46, MGH, Auct. Ant. , VI, 2, p. 75. Los diversos pasajes de Beda del tenor siguiente: “Este Edwin, como un premio por haber recibido la fe, y como prenda de lo que le correspondería en el reino de los cielos, recibió un aumento de lo que él gozaba sobre la tierra…” Beda, II, IX. El elogio de Suintila en San Isidoro, Hist. Goth. , 63-65. El elogio de Chilperico, de Sigeberto, de Chariberti, por Venancio Fortunato. Elogio de Gontrán, Greg. Tours, IX, XXI.

58 San Isidoro, Hist. Goth. , 19 y 20.

59 Greg. Tours, IX, XXVII, XL, XLII.

60 Greg. Tours, II, XXXIV.

61 Beda, II, XIII.

62 Beda, II, VI.

63 Greg. Tours, II, XXXVII.

64 Greg. Tours, IV, II.

65 Greg. Tours, IV, XLVIII-XLIX.

66 Supra, pág. 91.

67 San Isidoro, Hist. Vand. , 83.

68 Greg. Tours, III, XXX y IV, XXXVIII.

69 Chr. Caesaraugustana, ad. ann. 529; San Isidoro, 43.

70 San Isidoro, 44; Greg. Tours, III, XXX.

71 San Isidoro, 46.

72 Greg. Tours, IV, XXXVIII.

73 San Isidoro, Hist. Goth. , 51.

74 San Isidoro, Hist. Goth. , 49; Juan de Biclara, ad. ann. 579, 584, 585.

75 Sobre la del obispo arriano Ataloco y los condes de Septimania Granista y Vildigerno, Greg. Tours, IX, XV; Vitae Patrorum emeritensium. Sobre la del obispo Sunna y los condes Segga y Viterico, Juan de Biclara, ad ann. 588. Vitae Patrorum emeritensium.

76 Juan de Biclara, ad ann. 590, 3.

77 San Isidoro, Hist. Goth. , 57.

78 San Isidoro, Hist. Goth.

79 Fredegario, LXXIII.

80 Greg. Tours, V, Prol.

81 Greg. Tours, VI, XXXI, habla de la participación de “los habitantes de Bourges” y del minor populos de Austrasia en la guerra civil. VII, XII, sobre los de Tours, Poitiers, Bourges.

82 Greg. Tours, VII, VIII.

83 Greg. Tours, VII, VII.

84 Greg. Tours, VIII, XXX.

85 Greg. Tours, IX, XX. Lot, op. cit., pp. 262; Fustel de Coulanges, Monarchie franque, pp. 602-611.

86 Mgh., Capit. , I, 20. y ss. Mgh., Concil. , I, 185 y ss. Sobre tan discutido problema, Dopsch, op. cit. , 200 et alibi; Lot, op. cit. , 266-267; 321-322; Kurth, op. cit. , 323 y apéndice; Fustel de Coulanges, op. cit. , 612-630; Pfister, en Lavisse, Hist, de France.

87 Fredegario, XLIV in fine.

88 Mgh., Capit. , I, 20.

89 Saenz de Aguirre, Collectio maxima conciliorum omnium Hispanie, III, p. 379.

90 Fredegario, LX.

91 Fredegario, LXXXII.

92 Saenz de Aguirre, op. cit. , (V Toletanus, canon IV).

93 Fuero juzgo, Libro VI, título II, leyes I, III y IV.

94 Saenz de Aguirre, op. cit. , (VII Toletanus, ann. 646).

95 Fredegario, LXXXIX.

96 Lot, op. cit. , 282.

97 Passio Leudagarii, Mgh., Scriptores rerum merovingicarum, V, Passim.

98 Beda, II, XX.

99 Eghinardo, ?Vita Caroli, 2.

100 Véase Taylor, ?op. cit. , y Cochrane, op. cit.

101 Grec. Tours, Prefacio.

102 Fredegario, ?Cron., Pref.

103 Eghinardo, Vita Caroli, Prol.

104 Greg. Tours, IV, XLVII.

105 Greg. Tours, V, XVIII.

106 San Isidro. Etimol., XVIII, XLI. Véase el comentario general en el parágrafo LIX.

107 Venancio Fortunato.

108 Greg. Tours, X, XVI.

109 Beda, Hist. Ecl. , II, XVI.

110 Greg. Tours, X, X.

111 Greg. Tours, V, V. Lot, en Glotz, I, p. 391.

112 Véanse las indicaciones de las notas 66 a 78.

113 Gregorio Magno, Diálogos, II, 5 y II, 11.

114 Supra, nota 67.

115 Supra, nota 34. Greg. Tours, IX, VIII y X; VIII, XXIX; X, XIX.

116 San Isidoro, Hist. Suev. , 92 y Juan de Biclara, ad. ann., 595.

117 Greg. Tours, II, XI.

118 Greg. Tours, II, XLI.

119 Greg. Tours, V, XIV.

120 Greg. Tours, VII, XXXVI.

121 Greg. Tours.

122 Greg. Tours, V, XXXVII.

123 Beda, Hist. Eccl., I, XXV.

124 Grec. Tours, II, XVIII, XLII; III, V y s. XVIII, XXII-XXVII; IV, XX; V, XXXIII; Fredegario, XXXVII; LXX.

125 San Isidoro, Hist. Goth. , 57.

126 Greg. Tours, V, XXI.

127 San Isidoro, Hist. Goth. , 44.

128 Greg. Tours, II, XII.

129 Greg. Tours, IV, III, XXV, XXVI y XXVIII; Eghinardo, Vita Caroli, 18.

130 Fredegario, XXXVI.

131 Greg. Tours, VIII, XIX.

132 San Isidoro, Etimol. , IX, VII.

133 J. R. Palanque, en Fliche et Martin, Hist, de l’Eglise, III, 506 y ss. y J. R. Palanque, Saint Ambroise et l’Empire romain.

134 Véase Zeiller, “Paganus”, étude de terminologie historique, Paris, 1917, y las curiosas observaciones de Robbin en Paganisme et Rusticité, en Annales, VIII, 2 avril-juin, 1953.

135 Boecio, De Consolatione, II, Prosa III.

136 Véase, entre otras, XXII, XXX y XXXII y la XXXIII de San Jerónimo.

137 Boecio, op., cit. , II, Prosa IV.

138 San Isidoro, Etimol. XII, XXII.

139 Thorndike, Magic and experimental sciences, I, 632-3 compara Etimol, III, 14-27 y III, 71, con De Natura rerum XIX, 2; XXII, 2-3; IX, 1-2; XXVI, 15. Véase también Etimol. XIV, 5; XI, 2; IV, 13, 4 y De Natura rerum, XVIII, 5-7.

140 San Isidoro, Hist. Goth. , 26.

141 Especialmente Greg. Tours, VI, XXXIII-XXXIV; y VII, XI.

142 Greg. Tours, VIII, XVII; IV, IX; V, XXIV.

143 San Isidoro, Hist. Goth. , 32: “…espantado por las señales de la santa mártir Eulalia…”.

144 San Isidoro, Hist., Goth. , 24.

145 San Isidoro, Loc. cit.

146 Greg. Tours, VI, XIV; Véase también Greg. Tours, V, XLII; VI, XXI y XLIV; X, XXVIII; Fredegario, XVIII. San Isidoro, Hist. Goth. , 26. San Isidoro, Etimol, III, Lxx, 16; Beda, De Natura rerum, XXIV.

147 Greg. Tours, IV, IX; IV, XXXI; V, XXXIV; VI, XIV; VI, XLIV; VIII, XXV; Fredegario, XVIII; San Isidoro, Etimol. , XIII, XIII.

148 Beda, Hist. Eccl., IV, XIX y XXX; Beda, Vita S. Cuthberti, XLII.

149 Fredegario, XXII; Beda, Hist. Eccl., III, X, XI y XIII; Beda, Vita S. Cuthberti, XLV y XLVI.

150 Grec. Tours, V, XVII y X, XXXIII; V, XXXIV-XXXV y VI, XXI.

151 Beda, Hist. Eccl. , III, X.

152 Cf. Thorndike, op. cit. , I, 635-6.

153 Greg. Tours, IV, XLV.

154 San Isidoro, Hist. Vand., 73; Hist. Goth. , 29; Grec. Tours, VI, VI.

155 Beda, Hist. Eccl. , II, XIII.

156 Greg. Tours, IV, XXI.

157 Eghinardo, Vita Caroli, 7; Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, v, 1882 y ss.

158 Beda, Hist. Eccl., I, xv y Crónica anglosajona, ad ann. 449.

159 Martin Dumiense, De correctione rusticorum, 7, 8, 9. San Isidoro, VII, VIII: “Los dioses así llamados por los paganos fueron antiguamente hombres que después de su muerte recibieron culto… Por persuasión del demonio… los tenían por dioses… “.

160 Obsérvese que no aparecen en el libro VIII de Etimol. sobre la Iglesia y otras sectas.

161 Greg. Tours, II, X; Tácito, Germania, IX.

162 Greg. Tours, II, XXIX; el argumento lo repite mucho más tarde Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V. V, 1946.

163 Eghinardo, Vita Caroli, 7; Martin Dumiense, De Correctione Rusticorum, 1 et alibi. Gregorio Magno, Diálogos II, 12; San Isidoro, Hist. Goth. , 24; Beda, Hist. Eccl. , I, VIII; Beda, De Natura rerum, XXV.

164 Greg. Tours, IV, XLI: “…crimen asombroso que no puede haber sido cumplido sino por obra del demonio…”; VII, XXII y XXIX; X, XXV; Beda, Hist. Eccl. , I, XVII; IV, XIII; IV, XVIII.

165 Greg. Tours, VII, X; Gregorio Magno, Diálogos II, 3, 12, 14, 20. San Isidoro, Etimol. , VIII, xi (15-17); Beda, Vita S. Cuthberti, XXII.

166 Greg. Tours, VIII, XXXIV; Beda, op. cit. , XIII.

167 San Isidoro, Hist. Goth. , 24; Beda, op. cit. , XIII. Greg. Tours, IV, XXIX.

168 Greg. Tours, II, XXI; Gregorio Magno, op. cit. , II, 4 y 7. Martin Dumiense, op. cit. , 7. Gregorio Magno, op. cit. , II, 12.

169 Gregorio Magno, op. cit. , II, 20; Beda, op. cit. , XV y XLI; Grec. Tours, IV, XXII; VI, VIII, XXIX; VII, XXIX, XXXV, XLIV; VIII, XXXIV; X, XXV, XXIX; Beda, Hist. Eccl. , III, XI.

170 Beda, Vita S. Cuthberti, XV.

171 San ISIDORO, Etimol. , XI, III, 2.

172 San Isidoro, op. cit. , XI, iv, 2. Sobre lo que S. Isidoro acepta en materia de maravillas, Thorndike, op. cit. , I, 625 y ss.

173 San Isidoro, op. cit. , Loc. cit.

174 San Isidoro, op. cit. , XI, iii, 28.

175 San Isidoro, op. cit. , XI, iii, 12.

176 San Isidoro, op. cit. , XIII, xviii.

177 San Isidoro, op. cit. , XII, iv, 6; XIV, v. 15.

178 San Isidoro, op. cit. , XVI, xiv, 7.

179 Gregorio Magno, op. cit. , II, XXVI y LX.

180 San Isidoro, op. cit. , VII, VIII.

181 Gregorio Magno, op. cit. , II, XL; Beda, Hist. Eccl. , Ill, XIX.

182 Greg. Tours, IV, XXXIII.

183 Beda, op. cit. , V, XII.

184 Beda, op. cit. , V, XIV.

185 Beda, op. cit. , V, XII.

186 Beda, op. cit. , III, XIX; Greg. Tours, VI, XXIX.

187 Beda, op. cit. , Ill, XIX; Greg. Tours, VII, I; Beda, op. cit. , V, XII.

188 Beda, op. cit. , IV, XIV.

189 Beda, op. cit. , II, XII; IV, VIII.

190 Beda, op. cit. , IV, III; IX, XI, XXIII, XXIX; Vita S. Cuthberti, XXVII y XXXIV.

191 Beda, Hist. Eccl. , IV, XXV.

192 Beda, op. cit. , IV, XXIV.

193 Greg. Tours, VII, I.

194 Beda, op. cit. , II, XIII.

195 Fredegario, Introd.

196 Greg. Tours, I, Introd.

197 Beda, op. cit. , I, XXXII; Gregorio Macno, Epístolas III, 29; V, 18; IX, 123; XI, 6.

198 Cf. supra, pág.

199 Greg. Tours, V, VII.

200 San Isidoro, Hist. Goth. , 9 y 45; Greg. Tours, III, introducción; IV, XVI, XVIII, XLIX; VII, XL.

201 San Isidoro, Hist. Vand. , 79.

202 Greg. Tours, IX, XXIX.

203 Greg. Tours, IV, XLIX.

204 San Isidoro, Etimol. , XIV, III; Greg. Tours, III, XII; IV, XX; IV, XL; VIII, XX; X, XII.

205 Beda, op. cit. , II, IX.

206 Greg. Tours, II, XL.

207 Beda, op. cit.

208 Greg. Tours, IV, XI; San Isidoro, Hist. Goth. , 19; Hist. Vand. , 72 y 75.

209 Greg. Tours, IV, XVI; V, XIV.

210 San Isidoro, op. cit. , VII, viii, 41. Beda, op. cit. , IV, XXVII.

211 Gregorio Magno, op. cit. , II, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 23 y 24.

212 Greg. Tours, VI, VI.

213 San Isidoro, Etimol. , VIII, IX. Rabano Mauro sigue este capítulo en De Consanguineorum nuptiis et de mayorum praestigiis falsisque divinationibus tractatus; Véase Thorndike, op. cit. , I, 630.

214 San Isidoro, op. cit. , VIII, ix, 10 y 11.

215 San Isidoro, op. cit. , VIII, ix, 14.

216 San Isidoro, op. cit. , XVI, VII-XIV.

217 Ver citas en Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, II; y los citados por San Isidoro.

218 Tácito, Germania, X.

219 Procopio, De bello Gothico, II, 25.

220 Greg. Tours, IV, XXIX.

221 Eghinardo, op. cit. , 7.

222 Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V, 1882 y ss.

223 Martin Dumiense, De correctione Rusticorum, en España Sagrada, Tomo XV, pág. 425, y traducido en Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, II, 288. 1.10, 16.

224 Saenz de Aguirre, op. cit. , V Toletanus, (636) canon IV; XII Toletanus, (686); XVI Toletanus, canon I, Concilio Aureli (533), canon 20; IV Concilio Turnensis (567) canon 17 y 22; Concilio Autissid (578) passim. Concilio Rem. (630) canon 14; Concilio Leptina (s. VIII) “Indiculus superstitionum”. Fuero Juzgo, Libro VI, título II, leyes I, III y V.

225 Beda, op. cit, IV, XXVII.

226 Greg. Tours, VI, XXXV.

227 Grec. Tours, X, XXV.

228 Greg. Tours, IX, X.

229 Grec. Tours, VII, XII.

230 Greg. Tours, III, XXIX.

231 Fredegario, XLIX.

232 Greg. Tours, VIII, II.

233 IV Toletanus (633) canon XXXIX. XVII Toletanus, canon V y XXI (supletorio).

234 Grec. Tours, II, XXXVII; IV, II; IX, XXX.

235 Grec. Tours, III, XII; IV, XVI, XVIII, XXXVII; V, IV; VII, XLII.

236 Greg. Tours, IV, XLIX.

237 San Isidoro, Hist. Goth. , 16.

238 Fredegario, XXXVI.

239 Beda, op. cit. , I, XXV.

240 Greg. Tours, V, XII; VIII, XV.

241 Beda, Hist. Eccl. , Ill, X; Grec. Tours, VII, XII; VII, XXXI; VIII, XIV, XXXIII.

242 Véase nota 168.

243 Gregorio Magno, op. cit. , II, XLIII.

244 Grec. Tours, VIII, XV; VIII, XVI; Beda, op. cit. , I, VII, XVIII; III, II, IX, XIII; IV, VI, XXXI, XXXII; V, XVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XLIV. Fredeca-rio, XXII.

245 Greg. Tours, VIII, XXXI.

246 Greg. Tours, VI, XXXV.

247 Greg. Tours, VII, XXXI.

248 Gregorio Magno, op. cit. , II, XLIII.

249 Juan de Biclara, Chron. , Ad ann. V del emp. Justino y III del rey Leovigildo.

250 Greg. Tours, III, XXXI.

251 Beda, op. cit. , IV, XXII.

252 Greg. Tours, IX, XXI. Véase: Marc Bloch, Les rois taumathurges.

253 Gregorio Magno, op. cit. , II, XXXII.

254 Beda, op. cit. , V, III; Greg. Tours, IV, XXXII; VI, VIII.

255 Greg. Tours, VI, VIII. Beda, op. cit. , V, IV. Beda, Vita S. Cuthberti, XXV, XXX, XXXI, XXXIX.

256 Greg. Tours, VI, IX; Beda, Hist. Eccl. , V, II.

257 Greg. Tours, VI, VIII; IV, XXXII; IX, XXI.

258 Beda, op. cit. , V, VI. Beda, Vita S. Cuthberti. XXXIII.

259 Gregorio Magno, op. cit. , II, XV, XXXVII.

260 Greg. Tours, VI, VIII.

261 Boecio, op. cit. , I, Rima VI.

262 Beda, Hist. Eccl., I, VII; IV, XVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XVIII. Greg. Tours, XVI; X, XXIX.

263 Beda, Hist. Eccl. , I, XVII; III, XV. Beda, Vita S. Cuthberti, III.

264 Beda, Hist. Eccl. , IV, XXVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XX.

265 Beda, Vita S. Cuthberti, XXXV. Gregorio Magno, op. cit., II, XXXIV.

266 Greg. Tours, VIII, XVI. Gregorio Magno, op. cit. , II, X.

267 Taylor, op. cit. , pág. 11-12, nota 1.

268 Greg. Tours, II, XXXVII.

269 Gregorio Magno, op. cit., II, XXXVI.

270 Beda, Hist. Eccl. , I, XX.

271 Juan de Biclara, Chron. , ad. ann. VII del emp. Mauricio, 2.

272 Beda, op. cit. , II, XII; Greg. Tours, X, XXIV.

273 Greg. Tours, II, XXX.

274 Beda, op. cit. , II, XIII.

275 Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V. 2044 y ss.

276 Greg. Tours, V, XIV.

277 Greg. Tours, IX, XV.

278 Beda, op. cit. , I, XVIII, XXI; II, II;

279 Juan de Biclara, op. cit. , ad. ann. VII del emp. Justino.

280 Beda, op. cit. , V, II.

281 Beda, op. cit. , I, XIX.

282 Beda, Vita S. Cuthberti, XLV.

283 Beda, Hist. Eccl. , IV, XIX.

284 Beda, op. cit. , III, XIII.

285 Greg. Tours, V, VI.

286 Dionisio Areopagita, Jerarquía celestial; y Jerarquía eclesiástica. La traducción de Escoto Erigena es del s. IX, antes de cuya fecha no deben haberse conocido las obras en Occidente; pero la relación entre el orden del mundo y el del trasmundo surgía de la doctrina.

287 Lot, op. cit., I, 335; Fliche et Martin, op. cit., IV, 577 y ss.

288 Beda, op. cit. , I, XXIX.

289 Greg. Tours, VI, XLVI. Véase el elogio de Sigeberto por Venancio Fortunato y el de Recaredo en San Isidoro, Hist. Goth. , 52-6.

290 San Isidoro, Etimol. , V, I.

291 San Isidoro, Sentencias, III, XLVIII.

292 Beda, op. cit. , II, V. Greg. Tours, II, XXXIII; San Isidoro, Hist. Goth. , 35.

293 Fredegario, IV, XXVIII; Greg. Tours, IV, XLVII; Beda, op. cit. , III, XVIII

294 San Agustín, op. cit. , V, XXIV.

295 San Isidoro, op. cit. , 28.

296 San Isidoro, Sentencias, III, 51.

297 Greg. Tours, II, XXXIV. Ver también de Avito, el Dialogium Gundobaudo:.

298 Véase el curioso pasaje de Beda, op. cit. :, en el que los obispos Melito y Justo abandonan Kent después de la apostasía de los sucesores de Ethelberto.

299 Beda, op. cit. :, III, IX.