Vicente Fatone. 1962

Yo miro los rostros consternados de quienes fueron los discípulos predilectos de Vicente Fatone, de los que fueron sus asiduos interlocutores en el coloquio de sus últimos años, de los que fueron sus amigos —como lo fui yo mismo—, de los que escucharon sus lecciones o de los que frecuentaron su trato, y vislumbro ahora con plena claridad que trascendía de su figura cierta grandeza que tenía algo de extraño y de profundo. Trascendía, sin duda, de su rostro severo, de su inquisitiva mirada, de esa voz cautivante con la que sabía enhebrar sus finos pensamientos con rigor implacable, de ese gesto medido con que gustaba subrayar sin excesos la expresión precisa de una idea entrañable para él.

Pero no trascendía tan sólo de eso. Esa grandeza era, ciertamente, extraña y profunda. Porque no había en él nada vulgar, pero tampoco nada que lo singularizara de inmediato a los ojos de quien no fuera capaz de romper el prudente cerco que él quiso y supo poner alrededor de su intimidad. Su grandeza era como un desafío que era menester aceptar para tener el privilegio de alcanzarla. Entonces se advertía que era extraña y profunda. Porque no era sólo la que manaba de su inteligencia vigorosa, ni la que fluía de su siempre reprimida ternura. Brotaba de ellas, y de otras muchas fuentes, apenas perceptibles en sus orígenes oscuros y remotos, como si nacieran de los abismos del tiempo, y llegaba siempre a quien escuchaba su palabra como penetrada de cierta aureola misteriosa que suscitaba a un tiempo mismo el respeto por el hombre de carne y hueso y la inquietante curiosidad por su insospechado mundo interior. Era entonces cuando se advertía que su grandeza era profunda. Porque no trascendía tan sólo de su conducta —inalterable, como si la norma moral hubiera nacido con él o estuviera consustanciada con sus impulsos— sino de algo más hondo todavía, que acaso fuera su radical identificación con los innumerables enigmas que nos abisman, su perpetua inmersión en las fuentes mismas de la duda, que son las fuentes mismas de la sabiduría. No sé si fue un espíritu metafísico o un espíritu religioso. Pero su innegable grandeza tenía la profundidad de aquellos para quienes la verdad y el saber son cosas inseparables de la vida, de aquellos para quienes la vida constituye una dolorosa e infatigable militancia, de aquellos para quienes la militancia constituye un irrenunciable deber.

Algún insospechado resorte de su espíritu le impedía deslizarse hacia la trivialidad.

El juego mismo, el juego de la inteligencia, que lo subyugaba, adquiría en él rápidamente una vibrante intensidad; y en su palabra, el juego se hacía meditación y cobraba en seguida inesperada y deslumbrante hondura, como si reflejara las posibilidades infinitas de una inteligencia penetrante, aplicada al perpetuo ejercicio de desentrañar los oscuros enigmas del mundo imperceptibles para otros. Vivió en perpetua y dolorosa vigilia, y como los más nobles espíritus, dedicó su existencia a suscitar en los demás la ambición de la sabiduría, que él imaginaba como un perpetuo aprendizaje.

Su grandeza de hombre y de filósofo se mide por lo que hizo y por lo que no hizo; otra será la ocasión para el examen de su obra. Llorarán su ausencia quienes escucharon su voz y recibieron el don paternal de su sonrisa y su consejo. No lo escatimó a quienes juzgó dispuestos a compartir su actitud casi ascética frente a la vida. Porque era tan generoso como severo, y usó siempre para los demás la vara con que se medía a sí mismo.

Estas son las pocas palabras que me ha parecido justo pronunciar frente a sus despojos. No constituyen un elogio fúnebre, deformado por la ocasional sensibilidad que suscita la muerte. Son, apenas, las palabras de afecto y de respeto que hubiera querido decirle a él alguna vez. Ahora las digo para que queden en el aire, donde se reunirán con su recuerdo, más valioso aún para nosotros que cuanto dejó escrito, con ser su obra inestimable. Porque su grandeza era la de un espíritu superior, de cuyo tránsito quedará siempre en el aire algo inefable, como si fuera el soplo de su vida.

Por mi voz despiden los restos mortales de Vicente Fatone sus colegas y sus discípulos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde él estudió y enseñó, asiduamente, noblemente. Su recuerdo será imborrable.

Notas:

(1) El 12 de diciembre de 1962 se celebraron las exequias del profesor Vicente Fatone, eminentísima figura de la filosofía argentina y americana. Estas fueron las palabras pronunciadas con tal motivo, por el historiador José Luis Romero, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.