El papel de las artes figurativas y de la música en el concepto de mentalidad burguesa acuñado por José Luis Romero

JOSÉ EMILIO BURUCÚA [*]

Vaya mi agradecimiento expreso a Luz Romero por los datos que me ha proporcionado en torno al viaje de varios meses que José Luis Ro­mero y su esposa emprendieron a Europa en los años de 1933-1934, amén de la lista de bandas musicales con las que nuestro personaje, asesorado por el compositor y maestro Juan José Castro nada menos, acompañó sus radioteatros históricos en Radio Sodre de Montevideo, entre 1949 y 1952. Se han conservado todos los guiones de esa secuen­cia asombrosa de dramatizaciones de grandes acontecimientos, escri­tos de cabo a rabo por José Luis. Fueron cuatro ciclos de programas: Imagen de una época I y II, ¿Sabe Ud. quién era? y Una vida en su espejo. En la Argentina, Romero repitió la experiencia con Jorge D̓Urbano en Radio Mitre en 1954. Leí varios guiones de las Imágenes (1348. La muerte sobre Europa, 1478. Roma conspira contra la vida de los Medici, 1503. El Gran Capitán en las Guerras de Italia, 1604. Don Quijote asoma sobre el horizonte de España, 1639. Galileo Galilei en Arcetri, 1774. Triun­fo de Gluck y de María Antonieta, 1896. Sueño y muerte de un fauno) y quedé asombrado ante la precisión de los caracteres y acontecimientos, la belleza y pertinencia de la música acompañante, la resolución dra­mática de cada episodio. Los artistas como Gozzoli y Miguel Ángel, Bach y Gluck son personajes principales en varias unidades de los pro­gramas. Algún especialista en historia de los medios de comunicación debería estudiar este material fuera de serie.

Digamos, para empezar, que José Luis Romero no solo reconoció el valor y el peso de la historiografía del arte para lograr una recons­trucción acabada de lo que él mismo definía como “vida histórica”, si­no que comprendió hasta qué punto esa historiografía específica había abierto, a partir del siglo XVIII, el campo de acción y de búsqueda de los historiadores hacia los problemas culturales y sociales, bastante más allá de la mera política o del relato bélico. En el comienzo de su Estudio de la mentalidad burguesa, Romero destacó la importancia que revistieron la obra de Winckelmann, Historia del arte entre los anti­guos, el trabajo de Tiraboschi sobre el devenir de la literatura italiana (Storia della letteratura italiana) y, por supuesto, el Ensayo sobre las cos­tumbres y El siglo de Luis XIV de Voltaire, al extremo de provocar, en la Europa de la Ilustración, lo que José Luis llamó “una singular dicoto­mía en el campo de la historia”.[1] Recordemos que semejante recono­cimiento, aunque registrado de manera tardía y póstuma por el gran público, pues el dicho Estudio fue publicado solo en 1987, despuntó en realidad en un curso privado de 1970. Por otra parte, la atención apasionada hacia el mundo de la arquitectura, la pintura y la música que Romero reveló ya en el viaje a Europa de 1933-1934 y que cam­peó, según intentaré demostrar aquí, a lo largo de toda su obra escrita, llevaba implícita aquella conciencia de un papel importantísimo de las artes en la formación y, por ende, en la comprensión científica de las grandes estructuras históricas.

Ahora bien, ¿cuántas y cuáles fueron las funciones de la obra de ar­te que José Luis descubrió y luego tuvo presentes a la hora de describir los procesos sociales del pasado europeo y americano? Algo daría yo por sentado en este punto y es que tal conjunto de efectos reales de la producción estética operaba siempre articulado o englobado, en la visión de Romero, en dos de las nociones centrales que él utilizó, una tomada de la tradición sociológica argentina, tal cual nos ha mostrado Fernando Devoto, reforzada por la aproximación a la historiografía de los Annales operada por José Luis a partir de la visita de Braudel a la Argentina, esto es el concepto de mentalidad; la segunda, inspirada remotamente por la obra de Dilthey pero, me animaría decir, creada por él mismo, la noción de vida histórica, entendida al modo de una totalidad dinámica en la que se despliegan la dialéctica de las clases y la del individuo y la tradición. No cabe que vuelva sobre estas ideas-fuerza de la historiografía de José Luis Romero, que han sido muy bien explicadas e ilustradas por Fernando Devoto, Omar Acha, Alejandro Blanco, entre otros, y que de inmediato lo serán más aún en las contri­buciones de Peter Burke y Carlos Astarita. Queda dicho, por lo tanto, que los problemas suscitados por las artes (me ocuparé exclusivamente de las artes plásticas y de la música) se convierten en actos histórica­mente narrables, en cuanto se integran a las categorías poliédricas de la mentalidad y de la vida histórica tal como las elaboró nuestro autor. Me permito, de tal suerte, proponer tres funciones de la obra de arte que asoman en los textos de Romero:

1) El ser presentada como testimonio sensible, visual o auditivo, de lo descubierto por los métodos del estudio económico y social de la vida histórica. La obra llevaría así consigo un valor probatorio y muy persuasivo (al estar estrechamente unido al mundo de la sensibilidad) de un saber construido sobre la investigación y la narración de un pasado, búsqueda y relato concebidos y practicados, sobre todo, en cali­dad de historia de la sociedad y sus conflictos.

2) El participar en la elaboración de una faceta de aquel poliedro –la mentalidad, la vida histórica– sin la que el cuerpo, metáfora de lo real, estaría incompleto, se vería mutilado y, más que nada, se haría gnoseológicamente inestable. Se trata de la faceta que da cuenta de una de las actividades fundamentales de los hombres, la de fabricar objetos estéticos, es decir, objetos que unen al enunciado de la signifi­cación la variable de una emocionalidad inseparable del conocimiento y de las experiencias fundantes de una civilización.

3) El convertirse en llave privilegiada y paradójica que abre el nú­cleo duro de lo real en el pasado merced al encubrimiento que sobre él establece.[2] Apenas el historiador comienza a correr el velo que ha tendido la obra gracias a su belleza, entendida como capacidad de se­ducción de los sentidos,[3] el proceso de desvelamiento es incontenible y la propia presentación de la obra representa, con una intensidad y una vastedad desconocidas hasta entonces, la totalidad de lo real en el pasado, una totalidad que habrá de entenderse intensive en el caso de una obra singular o de un corpus delimitado, como pudiera ser el catálogo completo de la producción de un artista, pero que también aspira legítimamente a ser comprendida extensive cuando se considera el horizonte más dilatado posible de la creación estética de un tiempo y de un lugar. La paradoja consistiría entonces en que, al encubrir pro­gramáticamente, la obra se torna relicario, cofre del núcleo duro de la realidad histórica.

1) La primera forma de aprehensión del fenómeno artístico, Ro­mero la compartía con Fernand Braudel, con el estructuralismo de la segunda generación de Annales, por consiguiente, y con el marxismo británico a la Hobsbawm. Destaquemos los ejemplos de este abordaje que hemos fichado en el corpus de Romero. Y aclaro que, en principio, pensé hacer esta presentación de pruebas en el orden cronológico de su aparición en los textos de José Luis si bien, luego, me decidí por hacer­lo según la línea del tiempo histórico, debido a que, las dos primeras dimensiones, la de la obra-testimonio de lo sabido y la de la obra– faceta específica y necesaria del buen relato, se manifiestan en toda la producción de Romero correspondientes a las décadas de los sesenta y de los setenta. Unicamente la tercera dimensión, la de la obra encu­bridora per se y reveladora merced a la acción del historiador, parecería ser un hallazgo tardío al alcanzar su primera formulación explícita en el Estudio de 1970, conocido –insisto– en 1987, y, sobre todo, en el en­sayo sobre la ópera de 1977. Pero regresemos a nuestros ejemplos sobre el empleo del modelo de la obra-testimonio. En primer lugar, Romero reforzó mediante el análisis del estilo románico su idea básica de que el punto de arranque de toda la aventura histórica de la burguesía y, en última instancia, del mundo moderno, había que ir a buscarlo a la civilización en cuyo interior había nacido la clase burguesa, esto es, la civilización cristiano-feudal de los monjes, los nobles militares y los campesinos. La “falta de dinamicidad”, la “pintura plana” y la conver­sión de “la expresión plástica en expresión temporal” provocada por la repetición de las figuras para representar el paso del tiempo, dicho esto con las palabras de Romero, eran las características del arte romá­nico de los siglos X al XII que, en sintonía con el sistema ideológico y axiológico de la sociedad cristiano-feudal, rechazaba mediante esos recursos visuales la materialidad del mundo por “deleznable”, volcaba cualquier mecanismo de la sensibilidad humana hacia la trascendencia y la esfera de las ideas o del espíritu.[4] La afirmación de la vida urbana y el nacimiento de la burguesía introdujeron en ese panorama, por supuesto, fuerzas nuevas que modificaron el sistema plástico al socaire de la transformación social. El interés de los pintores por la varietas de lo representado y las expresiones múltiples de las caras de los hombres hicieron de la pintura el campo visible de una dinámica vital inédita en el mundo feudo-burgués. La manifestación de la sonrisa en los seres de carne y hueso y en los seres imaginarios, santos míticos, ángeles, habría sido un descubrimiento sintomático y el más audaz de aquellos artistas.[5] La instalación de un nuevo género de las artes plásticas, el retrato, habría marcado, a la par o mejor que otras señales producidas en el horizonte de la filosofía e incluso de la literatura, la nueva impor­tancia que la Europa de la “revolución burguesa en el mundo feudal” asignaba a los programas y a las acciones personales del individuo en la construcción de la sociedad.[6]

De todos modos, las ciudades europeas y sus herederas americanas, desde el momento del ascenso de la clase de los homines novi hasta la crisis de la burguesía en el siglo XX, produjeron y producen un sistema estético que las distingue colectiva y particularmente, signado en el comienzo por el realismo y en su masificación actual por la desrealiza­ción, según veremos enseguida. Romero desarrolló ese esquema social y artístico de las ciudades en general y de varias de ellas en particular durante sus lecciones pronunciadas entre 1965 y 1973, textos accesi­bles por primera vez en la recentísima publicación que Siglo XXI ha publicado en marzo de 2009, La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América.[7] Pues allí José Luis muestra en qué sentido pue­de decirse que Benozzo Gozzoli, Piero della Francesca y Botticelli resultan inimaginables fuera de la experiencia urbana concreta de la Florencia del siglo XV,[8] tal cual sucede con Memling y la Brujas de la misma época,[9] con Bernini y Borromini en la Roma del siglo XVII,[10] con Gaudí y la Barcelona de comienzos del siglo XX.[11]

El estudio de los casos español y americano también se vio enri­quecido por la inclusión de testimonios artísticos. El retrato ibérico, dedicado a la representación de personajes en los antípodas sociales –el aristócrata y el bufón, el hidalgo y el vagabundo, el clérigo intelectual y el imbécil loco–, sin burgueses entre sus personajes, indicaría la persis­tencia de la mentalidad cristiano-feudal en España desde el tiempo de El Greco hasta la era de Goya.[12] En este punto, nos topamos con dos afirmaciones de Romero, difícilmente compartibles, ambas en el Estu­dio: la primera se refiere a El Greco y al “tipo de humanidad” arcaica que su pintura mística perpetuaría;[13] la segunda atribuye a Zurbarán una “intencionada y artificiosa elusión de la realidad”.[14] Nada de esto diríamos si nuestro desacuerdo dependiese de hallazgos y de inter­pretaciones posteriores a las décadas en que Romero asentaba estos juicios. Sin embargo, antes ya de 1970, el impulso hacia el misticismo que trasuntan las figuras de El Greco fue vinculado, por una parte, con los ámbitos de la interioridad religiosa cuya expresión liberaba y controlaba al mismo tiempo el movimiento contrarreformista, es decir, el catolicismo moderno, y, por otra parte, con una experiencia aluci­natoria individual de nuevo tipo que había encontrado en esas figuras semejantes a llamaradas de color un medio convincente de exhibirse.[15] Un libro de Pál Kelemen, editado en Buenos Aires en 1967 por Emecé, registraba todos estos debates alrededor de El Greco.[16] En cuanto a Zurbarán, el trabajo de Paul Guinard realzó en 1960 la relación de los claroscuros de los paños y la contundencia del relieve y de la luz sobre los objetos con una tendencia de larga duración en la cultura española que se sintetizaba en el gusto y la admiración por lo concreto.[17] Por cierto que si de realismo o irrealismo de la representación se trata, es difícil colocar obras tan importantes de El Greco, como su Retrato del cardenal inquisidor Niño de Guevara (c. 1600), o de Zurbarán, como el ciclo de pinturas destinadas al monasterio de los jerónimos en Guada­lupe, Extremadura, del lado de la “artificiosa elusión de la realidad”. Es posible que la escala monumental del proceso de casi un milenio que Romero sintetizó en el Estudio, haya jugado una mala pasada a nues­tro autor bajo la forma de una generalización que no admitía aquellos ejemplos. De todas maneras, la ausencia del elemento burgués que Ro­mero marcó en el arte y en la cultura española es todavía un elemento básico del debate historiográfico en torno a la singularidad de la Espa­ña moderna. Esta distracción sobre algunas demasías hermenéuticas de José Luis se asienta en el hecho de que toda apología necesita, tam­bién la presente, de ciertas sombras para que distingamos mejor y con más deleite las luces. Por eso es que, en el último libro leído de nuestro autor, La ciudad occidental, se nos adelanta una afirmación a partir de la que me parece posible imaginar una controversia, no de ahora, sino de los tiempos mismos de su redacción. Romero vuelve allí a la ausencia de burgueses en la retratística cultivada por Velázquez y agrega que, en correlación, la pintura de Rembrandt no incluyó imágenes de aristó­cratas ni de pobres.[18] De acuerdo respecto de lo primero, mas no de lo segundo, sobre todo en lo que atañe a la falta de retratos de pobres. Rembrandt exploró ese subgénero en forma exhaustiva mediante el grabado en sus escenas de las muchedumbres de la judería en Amster­dam, una producción que Romero admiraba y dominaba en cuanto a sus contenidos y significados Otra vez, el gran fresco de un devenir de larga duración ha difuminado rasgos cuyo examen tal vez hubiese valido la pena realizar en el marco de la gran aventura histórica de las burguesías europeas y americanas.

Acerca del arte en las ciudades de América durante el dominio colonial, el gran desarrollo cuanti y cualitativo de la orfebrería en los virreinatos estuvo ligado, sin duda, al auge de la minería de los metales preciosos, base fundamental de la riqueza de las Indias, que produ­jo además una expansión única de los gremios de plateros en todas las ciudades latinoamericanas de los siglos XVII y XVIII.[19] Romero también prestó atención al despuntar de un estilo barroco mestizo, precisamente en los grandes distritos mineros de México y de Suda­mérica, donde el poder económico y social de las elites abría el camino a la búsqueda de una estética con un acento particular en el marco del barroco católico de ambos mundos.[20] Por último, para terminar con los ejemplos de la obra-testimonio, notemos que, para Romero, el interés por el paisaje en los fondos de grandes composiciones o en vistas pa­norámicas independientes fue una señal de la transformación urbana tanto a fines del Medioevo (tal el caso de los frescos y tablas realizados por los Lorenzetti en Siena en el siglo XIV) o en la Holanda del siglo XVII,[21] cuanto en Latinoamérica durante el largo siglo XIX (desde Carlos Enrique Pellegrini o Victor Meirelles hasta José María Velasco y Pío Collivadino).[22]

2) La segunda función de la obra-faceta necesaria de la totalidad de lo real ubicó a Romero en un horizonte historiográfico inmediato de su tiempo que podríamos denominar sociología histórica del arte. Pie­rre Francastel, con su Pintura y sociedad y La realidad figurativa, libros ambos presentes en la biblioteca de José Luis,[23] representó un hito de la historiografía cultural al que Romero anudó su tarea de historiador de las mentalidades en el momento de ocuparse de cuestiones artísti­cas. Más lejos de sus contemporáneos, nuestro autor parece haber ad­mirado el modelo de El otoño de la Edad Media, publicado por Huizin­ga en 1919, y haber tenido muy en cuenta los ensayos de Aby Warburg, en su versión italiana de 1966, aunque La Rinascita del paganesimo antico no haya figurado entre sus libros propios. Tengo la certeza de que Romero realizó una lectura atenta de ese libro de Warburg pues creo haber hallado dos citas warburguianas precisas y sutiles en Crisis y orden y una tercera en ¿Quién es el burgués? En Crisis y orden, nuestro historiador asentó un dato raro y extraordinario, que Warburg aportó en su largo artículo sobre el arte flamenco y el primer Renacimiento florentino: Angelo di Jacopo Tani, agente de la banca y de los nego­cios de la casa Medici en Brujas, encargó al pintor Hans Memling un retablo para su capilla funeraria en Florencia; la nave en la que la pieza era trasladada a Italia cayó en manos de un pirata quien terminó nego­ciándola en Danzig, en cuya iglesia de Santa María aún se encontraba en 1902.[24] Hay en aquel mismo texto de Romero un largo excursus sobre la fiesta tardomedieval y renacentista que denota una deuda con Burckhardt y con el tratamiento que Warburg hizo de la pageantry del Renacimiento como forma privilegiada y sintética del programa cultu­ral de las cortes feudo-burguesas.[25] A uno de los ensayos publicados en calidad de suite de ¿ Quién es el burgués? corresponde quizá la nota más intensa de un posible influjo de la teoría warburguiana de la cultura en la obra de Romero: es la disquisición acerca del patetismo, i.e., la fórmula de pathos inventada por el arte antiguo y transmitida a través del Medioevo al arte renacentista, que Warburg consideró un hecho clave en la historia de la civilización occidental entendida a la manera de un proceso de dominio individual y colectivo de las pasiones del ánimo.[26] Por fin, nótese que nuestro autor firmó una Crónica, apare­cida en la revista Imago Mundi en 1955, acerca del Warburg Institute de la Universidad de Londres.[27] Romero no dudaba en hacer figurar ese instituto “entre los centros de investigación histórico-cultural más importantes” del momento. Los datos son precisos y el texto abunda en citas de Fritz Saxl en torno al tema central que ocupaba a los inves­tigadores de aquel centro: las supervivencias y afloraciones de la cultura de la antigüedad clásica en la civilización europea. Se hace hincapié en la pluralidad de disciplinas y de studia humanitatis que convergían allí y que reinstalaban la Universitas Litterarum alrededor del estudio de la formación y transmisión de los símbolos del mundo greco-romano al mundo moderno. Romero terminó su página con la nómina de los libros y de las publicaciones periódicas del instituto.

El tener en cuenta la que llamamos segunda dimensión de la obra produjo quizá los más convincentes y audaces abordajes del problema social e histórico del arte por parte de Romero. Así, por ejemplo, el des­pliegue inicial de la burguesía en Italia y en los Países Bajos halló una expresión particular en el proceso de ascenso social de los pintores en la Europa feudo-burguesa, un fenómeno que Romero concentró en los estudios de caso de Giotto y Duccio.[28] José Luis supo diferenciar muy bien el cómo de las representaciones en las letras o el discurso historiográfico y en las artes visuales, anotó sus apartamientos recíprocos y la especificidad de sus aproximaciones a la verdad; el modelo de ese tipo de trabajo del historiador cultural nos lo ha brindado el ensayo sobre la Crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux.[29] Claroscuro y perspectiva fue­ron, por supuesto, en todas sus reconstrucciones del período renacentista, elementos del sistema plástico-visual elaborado por los europeos en los comienzos de la modernidad que Romero consideró siempre rasgos fun­damentales del realismo conceptual y mundano de la clase burguesa.[30] Su mirada enfocó particularmente aquellas dos variables en el detalle de la representación del relieve de los paños[31] y en el fondo de paisaje urba­no y rural de los cuadros.[32] La vexata quaestio de la perspectiva también lo atrajo para indagar las formas simbólicas de la percepción unitaria, condensada en el observador individual, y del ordenamiento óptico del mundo, cosas ambas cuyo carácter de co-esenciales a la mentalidad bur­guesa José Luis demostró en la línea tanto de Francastel, ya destacada, cuanto de Erwin Panofsky.[33] Y esa posición central de la perspectiva en la sensibilidad de la burguesía condujo a nuestro autor a tomar nota de los avatares de su descomposición a partir del impresionismo, a vin­cular, por consiguiente, ese estallido de la red geométrica de la visión artística con la crisis de la burguesía contemporánea[34] y el principio de la desrealización sobre el que esa clase ha erigido su cultura en el siglo XX, desde la épica de Kafka hasta la música dodecafónica.[35] Adviértase que Romero resaltó especialmente el clímax de la evolución del realismo de la perspectiva en el paisaje del Alto Renacimiento, primer ejercicio mental, predecesor de los métodos de la ciencia posgalileana, de análisis y síntesis de la naturaleza por medio de la visión. Desde ya que en esa encrucijada singular, nuestro historiador fue a dar con la figura inmensa de Leonardo y su empirismo radical.[36] Digamos, para finalizar con la obra-faceta necesaria de la descripción histórica de lo real, que el último libro sobre La ciudad occidental pronuncia una palabra que muy bien po­dría dar el nombre a toda la segunda dimensión de lo artístico: Romero se explayó en esa sede sobre el gusto, el conjunto de los juicios de valor acerca de la belleza que los hombres de una sociedad consideran propios y naturalizados. José Luis describió allí mismo los procesos de aparición del buen gusto en el siglo XV y de su democratización progresiva a par­tir de las grandes revoluciones burguesas del siglo XIX.[37]

3) La tercera función de encubrimiento-desvelamiento del núcleo duro de lo real podría emparentar fuertemente a nuestro personaje con las discusiones actuales que se apoyan en el redescubrimiento de Wal­ter Benjamin, más que nada de su tesis acerca de el origen del drama barroco alemán, absolutamente desconocida en tiempos de José Luis,[38] y en la recuperación que hoy se hace de El malestar en la cultura de Sigmund Freud en clave historiográfica. Seguramente Romero había incursionado en la lectura de Freud pero no se percibe, por cierto (o al menos no fui yo capaz de detectarla), ninguna influencia directa de los puntos de vista psicoanalíticos en el análisis que nuestro historiador ha hecho de los fenómenos culturales. Sin embargo, no deja de ser sinto­mático el que José Luis eche mano de la noción de encubrimiento a propósito de las máscaras físicas y simbólicas con que Rafael, Durero y Rubens representaron el desnudo femenino a pesar de las prohibi­ciones religiosas de sus tiempos.[39] Claro que el uso más espectacular y fértil de aquella categoría Romero lo hizo en su bello ensayo sobre “La ópera y la irrealidad barroca”.[40] Desde su creación hasta la reforma que emprendieron Gluck y Mozart para satisfacer al nuevo público pode­roso que se apropiaba de los teatros líricos en Europa desde 1770 en adelante, esto es, la burguesía en las vísperas de su triunfo político, el género operístico construyó una máscara sublime, radicalmente artifi­ciosa y bella, de la desintegración aristocrática en los tramos finales de la sociedad feudo-burguesa. Es el historiador quien ha completado el operativo que nos revela el mecanismo de encubrimiento y nos desvela el conflicto desgarrador de la sociedad que dio a luz la irrealidad supre­ma de la ópera, un rasgo que ni siquiera aquella reforma burguesa de la lírica musical ni las que le siguieron en el melodrama del siglo XIX o en el teatro expresionista del siglo XX alcanzarían a disipar.

Aquí creo haber dado con el autor sobre el que Romero se apoyó para dar semejante salto innovador de la historiografía cultural, hipó­tesis que no desmerece en absoluto la originalidad de José Luis sino que solo pretende explorar una arqueología, una secuencia genética de la irrupción tan brillante e iluminadora de la musicología en la historia social que él protagonizó. Esa persona fue un historiador de la música de quien Romero tuvo varias obras en su biblioteca y con el que trabó amistad. Me refiero a Erwin Leuchter, en cuyo Ensayo sobre la evolución de la música en Occidente, publicado en Rosario por primera vez en 1941, quedan claros los determinantes aristocrático-burgueses de la primera etapa de la ópera y los determinantes solo burgueses de la reforma del género a finales del siglo XVIII.[41] Leuchter pretendía con gran genio, que el paso de la escala pentatónica a los modos griegos, de estos al diatonismo instrumental del siglo XVII y, más tarde, el tránsito hacia el sistema tonal hasta ir a parar al cromatismo de Wagner, los impre­sionistas y la teoría dodecafónica, todo ello no era sino la metáfora del itinerario de la civilización europea. José Luis Romero dio a esa intui­ción del musicólogo una explicación histórica del giro introducido en el arte sonoro por la invención de la Camerata florentina. Sus argumentos y pruebas desnudaban la contradicción entre la vida transformada en la experiencia absurda del vivir cantando y la vida integralmente revelada por la música, la más abstracta de las artes. Me permito proponerles la contemplación del final del acto cuarto del Ritorno d’Ulisse in patria, una comedia musical compuesta por Monteverdi y Badoaro para el car­naval veneciano de 1640. Son apenas unos minutos. Creo que se ve allí muy bien por medio de qué vías el juego casi jocoso de la coloratura y la danza que representa la ayuda divina esconden, primero, y descubren, por fin, la violencia física desmedida, la masacre sobre la que se asienta la legitimidad monárquica del siglo XVII. Al mismo tiempo, la vena cómica que inspira la mayor parte de la música de esa ópera, a menudo desopilante como en el episodio de la muerte del parásito Iro, y el tema de la vuelta al hogar tras la aventura marítima dibujan la silueta de la burguesía y de sus valores en el fondo de la representación. No tengo dudas de que Romero tenía in mente escenas como esta al descubrir la contradicción sociocultural transmutada y transmitida en canto por el género operístico del período barroco..


[*] Universidad Nacional de San Martín

[1] José Luis Romero. Estudio de la mentalidad burguesa. Madrid-Buenos Aires, Alianza, 1987, p. 14; en adelante, citaremos: Romero, Estudio.

[2] Para una presentación explícita del concepto de “encubrimiento”, ver José Luis Rome­ro. La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, pp. 146-148. En adelante, citaremos: Romero, Ciudad occidental.

[3] Romero, Estudio, p. 85.

[4]  Romero, Estudio, pp. 130-133

[5] José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal. Buenos Aíres, Sudameri­cana, 1967, pp. 478-480. En adelante, citaremos: Romero, Revolución. José Luis Romero. Crisis y orden en el mundo feudo-burgués. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 22 y p. 283. En adelante, citaremos: Romero, Crisis y orden.

[6] Romero. Estudio, pp. 95-96. Romero, Revolución, p. 468. Romero, Crisis y orden, p. 32; José Luis Romero. ¿Quién es el burgués? y otros estudios de Historia Medieval. Buenos Aires, CEDAL, 1984, p. 23. En adelante, citaremos: Romero, El burgués.

[7] Es el libro que ya citamos en la nota 2.

[8] Romero, Ciudad occidental, p. 59 y p. 71.

[9] Ibíd., p. 183 y p. 191.

[10] Ibíd., p. 72.

[11] Ibíd., p. 199.

[12] Romero, Estudio, p. 38.

[13] Ibíd.

[14] Ibíd., p. 136.

[15] Harold E Wethey. El Greco and his School. Princeton, University Press, 1962. Gregorio Marañón. El Greco y Toledo. Madrid, Espasa-Calpe, 1956.

[16] Pál Kelemen. Nueva visión de El Greco. Buenos Aires-Barcelona, Emecé, 1967.

[17] Paul Guinard. Zurbarán et les peintres espagnols de la vie monastique. Paris, Éditions du Temps, 1960.

[18] Romero, Ciudad occidental, p. 157.

[19] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 1976, p. 94 y p.154; en adelante, citaremos: Romero, Latinoamérica.

[20] Romero, Latinoamérica, pp. 107-108.

[21] Romero, Ciudad occidental, p. 54.

[22] Romero, Revolución, p. 492. Romero, Latinoamérica, p. 226.

[23] Debo este dato a la familia del historiador. Pierre Francastel. Peinture et société. Naissance et destruction d̓un espace plastique. De la Renaissance au Cubisme. Paris, Gallimard, 1965; La réalité figurative. Éléments structurels de sociologie de l̓art. Paris, Gonthier, 1965.

[24] Romero, Crisis y orden, pp. 43-44. Ver Aby Warburg. “Arte flamenco y primer Renaci­miento florentino” (1902), en Aby Warburg: La Rinascita del paganesimo antico. Contributi alla storia délia cultura. Firenze, La Nuova Italia, 1966, pp. 153-157.

[25] Romero, Crisis y orden, p. 270.

[26] Romero, El burgués, p. 51. Ver José Emilio Burucúa. Historia, arte, cultura: De Aby Warburg a Carlo Ginzburg. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 17 y ss.

[27] Imago Mundi. Buenos Aires, Año II, Número 7, marzo de 1955, pp. 71-72.

[28] Romero, Revolución, pp. 485-486.

[29] Romero, El burgués, pp. 133-134; “La Crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux”, pp. 131-134.

[30] Romero, Estudio, pp. 67-68.

[31] Romero, Revolución, p. 477.

[32] Romero, Estudio, pp. 134-137.

[33] Erwin Panofsky. La perspectiva como “forma simbólica” [1927], Barcelona, Tusquets, 1973. Desde antes de 1973, estaba disponible la versión italiana de ese texto, editada por Feltrinelli en Milán, 1961.

[34] Romero, Estudio, pp. 162-163. Romero, El burgués, p. 60..

[35] Romero, Estudio, p. 164. Romero, Ciudad occidental, p. 211.

[36] Romero, Estudio, p. 76. Romero, Revolución, p. 502. Romero, El burgués, p. 64.

[37] Romero, Ciudad occidental, p. 133 y p. 176.

[38] Reeditado en alemán en 1972, fue traducido por primera vez al castellano en 1990 y publicado en Madrid por la casa Taurus.

[39] Romero, Estudio, p. 37.

[40] Romero, El burgués, pp. 225-233. “La ópera y la irrealidad barroca”, noviembre de 1977.

[41] Hemos manejado la edición de esa obra publicada en Buenos Aires por Ricordi en 1946, pp. 71-86 y pp. 133-144.