“La vida histórica”: José Luis Romero, la historia cultural y la conquista del centro por los márgenes

JORGE MYERS

El surgimiento de propuestas alternativas a la preconizada por la Nueva Escuela respondió a la creciente polarización ideológica que conmocionó al debate político e intelectual durante los años treinta y cuarenta. Pero si esas propuestas alternativas pudieron afianzarse, ello se debió también a cambios en la conformación del campo intelectual y, más específicamente, del campo histórico. Inducidos por esos mismos movimientos en algunos casos, aprovechados por ellos en otros, el dato evidente es que la contextura institucional del campo histórico se tornó notablemente más compleja durante la restauración conservadora. Al lado de los institutos y centros de investigación de las principales universidades nacionales, y de la Academia Nacional de Historia, aparecieron otras instituciones que contribuirían a erosionar la hegemonía que hasta entonces esas instancias habían disfrutado.[1]

Entre 1930 y 1931 fueron creadas dos instituciones muy distintas entre sí que inaugurarían espacios para la circulación del discurso histórico y para el desempeño de las tareas propias del métier, el Colegio Libre de Estudios Superiores y la Sociedad de Historia Argentina.[2] El Colegio Libre tenía por finalidad convertirse en un centro de docencia alternativo a las  Universidades Nacionales, sacudidas por la llegada al poder del primer régimen de facto y sometidas a una fuerte presión contraria a los valores y prácticas instituidos por la Reforma Universitaria durante toda la gestión de la Concordancia (y después de ella también). Su intención era ofrecer cursos sobre las principales disciplinas —entre ellas la historia— a través de un sistema de cátedras libres, y hacer circular los resultados por medio de su revista, también creada en 1930, Cursos y Conferencias. Concebido como un espacio ideológicamente neutro en un comienzo —como lo confirma la presencia entre sus seis fundadores de Carlos Ibarguren (que para ese momento no hacía ningún secreto de sus simpatías por el fascismo italiano)—, se transformó muy rápidamente en un baluarte de las principales corrientes intelectuales colocadas a la izquierda del universo ideológico argentino, e identificadas muy claramente como antifascistas. Desde el punto de vista de las organizaciones que se disputaban la representación de las fuerzas “progresistas”, el Colegio siguió siendo ideológicamente plural: por sus aulas desfilarían afiliados al Partido Socialista, al Partido Comunista, al Partido Socialista Obrero, al Partido Demócrata Progresista, y a la Unión Cívica Radical (entre otras fuerzas). En su comienzo dotado de una organización muy simple y con un número respetable pero restringido de alumnos inscriptos, experimentaría una expansión sistemática durante la segunda mitad de los años treinta y primeros años del cuarenta, hasta que el segundo gobierno militar, primero, y el peronismo, luego, vinieran a cercenar su radio de influencia. Como síntoma de su crecimiento, un conjunto de “cátedras” fueron creadas a partir de 1940. La de historia, inaugurada en 1941 y bautizada “Bartolomé Mitre” en 1942, contó entre sus fundadores a miembros conspicuos de la Nueva Escuela —Ricardo R. Caillet-Bois, Emilio Ravignani—, pero también a historiadores hasta ese momento marginales, como José Luis Romero o Claudio Sánchez-Albornoz. Finalmente, además de su revista, el Colegio auspició otro tipo de publicaciones, manteniendo un acuerdo con la editorial Losada. Con auspicio explícito del Colegio o sin él, muchos de sus cursos de historia se convirtieron en libros, como ocurrió con los dictados por José Luis Romero, Rodolfo Puiggrós, Pedro Henriquez Ureña y Boleslao Lewin, para dar sólo algunos ejemplos.

En cuanto a la Sociedad de Historia Argentina, ella nació bajo los auspicios de una institución rival del Colegio Libre, el Instituto Libre de Segunda Enseñanza, donde Carlos Ibarguren se había trasladado luego de su rompimiento con aquel, y donde algunos años después Julio Irazusta dictaría el curso que luego se convertiría en su Ensayo sobre Rosas. Creada en 1931, la Sociedad no tenía ninguna afiliación ideológica precisa, ni tampoco estaba alineada con ninguna de las distintas corrientes historiográficas en pugna, aunque con el correr de los años la participación de algunos “revisionistas” se volvería más conspicua. Sus fundadores fueron Ricardo Rojas, Juan Alvarez, Carlos Ibarguren, Antonino Salvadores, Narciso Binayán, Sigfrido A. Radaelli, Miguel Solá, Rómulo Zabala, Benjamín Villegas Basavilbaso, José Armando Seco, Juan B. Terán, Carlos A. Pueyrredón, Ricardo de Lafuente Machaín y Luis Roque Gondra. Su propósito era promover la circulación del conocimiento histórico, acercando “las investigaciones históricas a quienes necesitan o desean conocerlas, como profesores o estudiosos y, en este caso, también como oyentes, que es una de las formas de iniciarse como tales”. Sigfrido Radaelli fue su secretario a partir de 1934 (y hasta 1950), y a partir de 1939 fue también secretario de su publicación oficial, el Anuario de Historia Argentina. Esta publicación, más conferencias y radioconferencias, fueron las principales actividades de la Sociedad. Contrariamente a lo que fue la trayectoria del Colegio Libre y sus cursos de historia, ésta ocupó siempre un lugar más bien marginal: sus interlocutores fueron, con algunas notables excepciones, figuras de segunda línea, o ajenas al campo histórico. Su importancia estriba, sin embargo, en su voluntad de difusión de la investigación histórica, síntoma de la existencia de un público que excedía a los especialistas.

Además de las instituciones que se representaban a sí mismas como alternativas a la “historia oficial” —como el Instituto de Historia “Juan Manuel de Rosas” (1939), ya mencionado—, el propio campo académico se había diversificado como consecuencia del establecimiento de líneas de enseñanza e investigación que no se centraban en (y ni siquiera se ocupaban de) la Argentina. Con un lejano antecedente en la enseñanza de Clemente Ricci,[3] la historia antigua experimentó una notable consolidación debido al casi solitario esfuerzo del talentoso historiador del Cercano Oriente antiguo, Abraham Rosenvasser, de la Universidad Nacional del Litoral. Es importante destacar que tanto Ricci como Rosenvasser privilegiaron la historia cultural de sus respectivas áreas de conocimiento.[4] La historia medieval europea se vería impulsada por la llegada de Claudio Sánchez-Albornoz, exiliado republicano, y por la creación del Instituto de Historia de la Cultura Española Medieval y Moderna en la FFyL, UBA (1942), colocado bajo su dirección. Aunque más antiguo, fue sólo a mediados de los años treinta que el Instituto de Filología logró convertirse en un centro académico e intelectual de reconocida importancia. Estrechamente asociado al campo de la historia desde su creación, fue sólo después del nombramiento de un director estable, Amado Alonso, en 1927, que comenzó a consolidarse como centro académico gracias a la incorporación de investigadores de renombre, tales como Angel Batistessa en 1929, Raimundo Lida en 1936, y María Rosa Lida en 1939. En 1930, el joven Angel Rosenblat, hasta ese momento un simple empleado del Instituto, fue becado por la UBA para completar sus estudios en Berlín, convirtiéndose a su retorno en uno de sus investigadores de más sólido prestigio.

La destrucción del Centro de Estudios Históricos de España, resultado directo de la Guerra Civil Española y de la política autoritaria de Francisco Franco, llevó a que, durante una década, el Instituto de Filología se convirtiera en el centro de estudios filológicos de mayor importancia en el mundo de habla hispana; una posición refrendada simbólicamente por la decisión de iniciar la publicación de la revista académica Filología Hispánica, en 1939, que se proponía como continuación de la magnífica Revista de Filología Española, víctima también de la ferocidad franquista. Todos los integrantes del Instituto de Filología desarrollaron una obra intelectual importante; muchos compartieron espacios y actividades con historiadores; pero sólo dos de ellos produjeron una obra que se inscribe claramente dentro del campo histórico: Pedro Henríquez Ureña, con su Historia cultural de América Latina, y Angel Rosenblat, autor no sólo de un libro permanentemente citado por historiadores, Argentina. Historia de un nombre (1949), sino también de una de las principales obras precursoras de demografía histórica de la región.

Aquellas nuevas instituciones y enfoques surgidos en los márgenes del campo histórico contribuyeron a articular las condiciones de posibilidad para la emergencia de una concepción de la tarea histórica alternativa a la de la Nueva Escuela y la de sus críticos. Esa concepción alternativa estuvo estrechamente asociada a la obra de un historiador en particular, José Luis Romero, y a las redes intelectuales vinculadas a su figura. Si Romero logró convertirse en el adalid de una renovación general del campo histórico —aunque ella resultara a la postre frustrada—, ello se debió no sólo a su indudable talento y dominio de los principales registros disciplinares que confluían en el análisis cultural, sino también porque pudo disfrutar del estímulo intelectual, de las relaciones personales y de los espacios de interacción construidos alrededor de su hermano mayor, el filósofo Francisco Romero, quien llegó a ser considerado uno de los autores más importantes en lengua española.

Mucho más joven que Francisco, José Luis Romero[5] había iniciado su vida intelectual en 1930 como miembro de un grupo de la vanguardia artística integrada también por el fotógrafo Horacio Cóppola (futuro marido de la fotógrafa alemana Grete Stern). Según su propio testimonio, su primera pasión intelectual como historiador había sido la historia de la antigüedad clásica. Influenciado por tempranas lecturas —a las que lo incitaba su hermano— de Ernest Renan, Curtius (el historiador antiguo, no él filólogo), Glotz, Mömmsen y Plutarco, decidió poco tiempo después de comenzados sus estudios, que su especialidad sería la historia de la Grecia antigua. En la universidad, estudió con los principales referentes de la Nueva Escuela, pero también pudo asistir a los cursos de Clemente Ricci, a quien consideró siempre como el más importante de sus profesores universitarios. Allí habría cambiado de orientación debido a la influencia de su director de tesis, Pascual Guaglianone, quien le sugirió concentrarse en historia romana en vez de griega. Su trabajo de investigación se centró en los aspectos políticos de la historia romana, aproximándose a discusiones candentes en el escenario intelectual contemporáneo: el Estado y la crisis de las instituciones republicanas. Ambos libros —tanto El estado y las facciones en la antigüedad (1938) como La crisis de la República Romana (1942)— tuvieron su origen en cursos impartidos por Romero en el Colegio Libre de Estudios Superiores, aunque los materiales en que se basaron habían formado parte originalmente de su tesis de licenciatura.

En su tránsito de una historia política a otra cultural parece haber obrado de un modo decisivo su contacto con otros dos campos del saber histórico: la historia de la historiografía y la historia medieval. Habiendo ejercido la docencia secundaria —como era entonces la norma— desde su graduación hasta 1946, su carrera universitaria se inició de un modo más gradual y en estrecha asociación con la UNLP. Formó parte del Centro de Estudios Históricos a partir de mediados de la década de 1930, pero accedió a su primer cargo docente recién en 1942, cuando ganó el concurso por la titularidad de la cátedra de Historia de la Historiografía, ejercida hasta ese momento por Rómulo Carbia. Si bien su reflexión acerca de la naturaleza de la historia se remontaba a los años treinta, fue entonces cuando logró ordenar los materiales que luego formarían parte de una serie de obras de carácter historiográfico tales como el bellísimo Maquiavelo historiador (1943), La historia y la vida (1945), Sobre la biografía y la historia (1945), De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico de la adtura griega (1952), una reedición (con un prólogo sustancioso) de la temprana obrita de Vicente Fidel López, Memoria sobre los resultados generales con que los pueblos han contribuido a la civilización de la humanidad (1943), y un artículo significativo sobre la obra histórica de Mitre, publicado en el diario La Nación.

La atracción que la historia medieval ejercía sobre Romero venía de algunos años antes —como se puede comprobar al leer su elegante nota de viaje sobre la ciudad de Brujas, publicada en 193 7—,[6] pero sería decisivo en este caso también el vínculo institucional y, sobre todo, la relación entablada con quien fuera entonces considerado uno de los mayores, si no el mayor, medievalista español, Claudio Sánchez-Albornoz. A partir de ese momento produjo una obra sólida, referida fundamental, aunque no exclusivamente, a los orígenes de la burguesía durante el medioevo tardío: La edad media (1948), La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), obras postumas, como Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980) y su Estudio de la mentalidad burguesa (compilado por Luis Alberto Romero y publicado en 1987). La demarcación de su temática de investigación estuvo vinculada, por otra parte y quizás de un modo fundamental, con su militancia política y con los modos en que ella se relacionaba con su visión general de aquello que denominaba —empleando deliberadamente la terminología de Dilthey y Simmel— “la vida histórica”.

En los años cuarenta también cristalizaría otra faceta de la compleja posición asumida por José Luis Romero: su primera incursión de envergadura en el campo de la historia argentina. Al igual que en su otras líneas de investigación, el origen de ésta no se puede comprender al margen de la densa red de amistades y contactos institucionales que había ido acumulando por intermedio de su hermano o por sí solo. Cuando Fondo de Cultura Económica decidió incluir en su colección Tierra Firme un tomo sobre la historia del pensamiento político en la Argentina, fue Romero el escogido para cumplir esa tarea. La figura clave detrás de esa designación, un tanto improbable para un joven medievalista, había sido Pedro Henriquez Ureña, su colega en la enseñanza secundaria, consejero intelectual y amigo, pese a la gran diferencia de edad que existía entre ellos.[7]

Las ideas políticas en Argentina, escrito entre 1944 y 1945 (con un capítulo final de gran resonancia política añadido a último momento), y publicado en 1946, marcó el inicio de una larga preocupación por la historia argentina que facilitaría el tránsito de Romero —acompañado por toda la red cristalizada alrededor de la revista Imago Mundi— de los márgenes al centro, luego de la caída de Perón en 1955. A partir de ese momento, al mismo tiempo que seguiría adelante con su larga y paciente investigación sobre los cambios sociales y culturales acaecidos en el otoño de la Edad Media, una serie de libros, artículos académicos e intervenciones periodísticas marcarían su engagement con la historia de su propio país, y —por efecto de derivación— de su continente. De la serie argentina, los principales  hitos serían Argentina. Imágenes y perspectivas (1956), Breve historia de la Argentina (1965) y el postumo Buenos Aires: historia de cuatro siglos (1983), libro colectivo codirigido con su hijo, Luis Alberto. Menos nutrida y más tardía sería la serie de obras de índole latinoamericana, entre las cuales una en particular adquiriría estatuto de “clásico”, además de constituir una suerte de cierre de todo el ciclo de la historia cultural latinoamericanista iniciado por Pedro Henriquez Ureña y otros en la década de 1940: Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976).

Durante los años treinta y cuarenta, Romero había ido madurando una concepción de la historia alternativa a las que entonces se disputaban el campo en la Argentina. Su posición se caracterizaba tanto por el armazón filosófico más complejo y preciso, cuanto por el modo en que fundamentaba la relación entre el historiador, su práctica disciplinar y el mundo contemporáneo —incluyendo las exigencias políticas de éste— Las fuentes de su pensamiento son conocidas: la Kulturgeschichte alemana y, fundamentalmente, la escuela de los nuevos “filósofos de la historia” integrada por Rickert, Windelband, Dilthey y Simmel. Esa reflexión se vio enriquecida por su amplia cultura historiográfica y también por un conocimiento intenso de clásicos de los siglos XVIII y XIX, como Vico, Voltaire y Michelet. Su concepción de la relación entre el historiador y la historia aceptaba la proposición neokantiana de ein geschichtliche Leben —una “vida histórica”— como segundo medio constitutivo —equiparable a la naturliche Leben— de las condiciones de posibilidad del espíritu humano, lo cual implicaba que el conocimiento de la historia (como el de la naturaleza para Kant) debía realizarse a partir de categorías a priori. En sintonía con la aseveración de Simmel de que “la historia es una construcción”, Romero caracterizó así al conocimiento histórico:

De este pasado no aspiramos a conocer la totalidad, como no aspiramos a conocer la totalidad del árbol o del hombre. Es condición del conocimiento humano contentarse con percibir esquemas de las cosas. Este pasado, filtrado por la crítica rigurosa, decanta en la reflexión de sus líneas directoras, y por su intermedio, el presente adquiere continuidad y secuencia, sin servidumbres que limiten su libre expresión. Para que toda la historia sea pasado de este estilo, será necesario resucitarlo sin olvidar que está muerto.[8]

Ello implicaba, necesariamente, que la única historia auténtica era la que debía escribirse desde el presente, y en una actitud de compenetración con ese presente. Frente a la exigencia metodológica de la “escuela erudita”, Romero postulaba que la erudición, el rigor metodológico —por más necesarios que fueran—, no dejaban de ser, al fin y al cabo, ancillae historiae. En clara contraposición al ideal de la Nueva Escuela, distinguía entre “la historia como mero saber” y “la historia viva”.[9]

La historia confinada dentro de los estrechos límites de la práctica disciplinar corría el riesgo de disecarse, pero no por ello dejaba de ser necesario el rigor, ya que su propósito era la comprensión de la vida histórica, algo imposible por fuera de los parámetros que fijaba la práctica disciplinar. Esto, que puede parecer un matiz, era el elemento que diferenciaba su visión acerca del rol de la historia de aquella de los impugnadores de la Nueva Escuela tanto de izquierda como de derecha. La historia era para él un fin en sí mismo, ya que sólo en tanto cumpliera con ese fin, podría convertirse en un medio para lograr otros. La conclusión implícita de estas reflexiones, reflejada en su propia práctica como historiador, era que la definición de las preguntas que se le hacían a “la vida histórica” tomaba prioridad sobre los compartimientos previamente trazados en el interior del campo histórico. Como diría años más tarde en una entrevista realizada por Félix Luna, respondiendo a su propia pregunta retórica: “¿Cuándo se empieza a ser un historiador? Como en todas las disciplinas, el día en que se adquiere autonomía intelectual, el día en que se descubre su propio tema. Y su propio tema es un tema en el que hay un enigma”.[10] Expresado en pocas palabras y de un modo quizás un poco brutal, el “propio tema” de Romero —que terminó de cristalizar durante el primer quinquenio de la década de 1940— fue la historia de la revolución burguesa explorada a través del análisis de las sucesivas “culturas históricas” por las cuales ella había atravesado. Este “tema” imprime unidad intelectual a toda su obra, y provee los instrumentos para reagrupar en torno de su propia figura a los principales representantes de los márgenes del campo, refundiéndolos en una empresa que por algunos años al menos pudo vislumbrarse como una empresa común: la “historia cultural”.

En 1946 se produjo la más grave ruptura hasta ese momento de la autonomía del campo intelectual argentino. Intervenida la universidad desde 1943 y habiendo presenciado en los años previos la injerencia arbitraria de las autoridades militares, manifestada en cambios institucionales, en la supresión de publicaciones (o en la transformación radical de su sentido), y en cesantías masivas, el impacto de la emergencia del “hecho peronista” resultaría aún más grave y decisivo. En muchas disciplinas, las reglas que gobernaban la competencia académica se verían bruscamente modificadas, las normas implícitas y explícitas que definían el capital simbólico poseído por los actores en el escenario de la universidad también experimentarían una brusca transformación, y —como consecuencia lógica de lo anterior— la continuidad institucional padecería una fuerte ruptura. En el campo histórico, ese impacto fue menos evidente que en otros por la simple razón de que algunas de las principales figuras de la Nueva Escuela siguieron ocupando las mismas posiciones que antes. Ricardo Levene, aunque obligado a renunciar a sus cargos en la Universidad Nacional de La Plata, retuvo la dirección del Instituto de Historia del Derecho durante todo el gobierno peronista, siguió al frente de la Academia Nacional de la Historia (aunque ésta debió enfrentar penurias como consecuencia de su estatización en 1952), del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires y, tal como lo había hecho con administraciones anteriores, prestó su colaboración a diversas comisiones creadas por el gobierno nacional o por gobiernos provinciales. En la UBA, el Instituto de Historia Argentina siguió bajo la dirección de Diego Luis Molinari. De cualquier forma, si hubo cierta continuidad, ello se debió mucho menos a un esfuerzo por preservar la autonomía del campo histórico que a una aproximación no del todo decorosa a las autoridades intervinientes.

Fue en este contexto de disruption del campo histórico que comenzó a tomar cuerpo una formación cultural alternativa, centrada en la figura de los Romero y de sus sucesivas empresas culturales. José Luis, militante socialista desde la década del treinta (aunque colocado en una posición relativamente marginal dentro de esa agrupación), pudo apelar a la red constituida por ese partido en las dos orillas del Río de la Plata (ampliada por la alianza entre todos los sectores antiperonistas), para lograr una situación universitaria “de emergencia” en la otra orilla, que tendría hondas consecuencias tanto para la evolución de su propio pensamiento cuanto para el campo histórico uruguayo, impelido hacia una brusca e inesperada modernización.

En 1947, Emilio Ravignani fue nombrado director del flamante Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República. Fueron contratados casi al mismo tiempo, con el aval de Ravignani, otros docentes desplazados de las universidades argentinas, tales como Claudio Sánchez-Albornoz y José Luis Romero. Como docente de la Universidad de la República, dictaría tres materias que servirían para ordenar los materiales de su propia obra en curso: Introducción a los Estudios Históricos, Historia Contemporánea y el seminario “Historia de la Cultura”, recordado por los miembros de la primera generación de historiadores profesionales del Uruguay como una instancia decisiva para la modernización del campo histórico de ese país.[11] Mientras realizaba su periódica peregrinación a la otra orilla, en la nuestra Romero se integró al círculo de la revista Realidad (1947-1948) y al trabajo editorial.[12] En Editorial Argos codirigió, con Luis Baudizzone —político socialista, abogado y ensayista— y Jorge Romero Brest —el crítico e historiador del arte y también antiguo militante socialista—, cuatro colecciones: Historia y Viajes, La Crítica Literaria, Los Pensadores y El Arte y los Artistas, a las cuales se uniría más tarde El espíritu científico. Allí publicarían Romero Brest su Pintores y grabadores rioplatenses, José Luis Romero su El ciclo de la revolución contemporánea, y Martínez Estrada su Sarmiento.

Pero sería recién en 1953 cuando Romero emprendería la publicación de la revista que permitió reorganizar la visión que hasta ese momento se había tenido del campo histórico argentino: Imago Mundi. Financiada por la empresa Grimoldi, hecho que explica la inusual calidad de su factura, se propuso colocar a la “historia de la cultura” en el centro del debate historiográfico local. A través de sus páginas, se perfilaría finalmente la renovación del campo histórico en sus temáticas y en sus abordajes. Si su título condensaba elegantemente la concepción de la historia perfeccionada por Romero a lo largo de tres lustros, en su primer artículo quedaba evidenciado explícitamente el propósito de constituir en centro del campo histórico aquello que antes había estado relegado a los márgenes: “Comprender es palabra que tiene ya un sentido técnico preciso, y la operación intelectual que define constituye la aspiración suprema del historiador. Todo induce a pensar que la forma mentis que posibilita la comprensión es la que ha hecho de la historia lo que hoy entendemos como historia de la cultura”.

En su terminología anidaba una elisión —enteramente lógica desde la perspectiva muy elaborada de su propia reflexión lebensgeschichtliche— que se convertiría en fuente de un equívoco, cuyo señalamiento marcaría —en los primeros años sesenta— una ruptura en el seno del hasta entonces triunfal proyecto hegemónico de la nueva historia cultural: lo cultural y lo social, para Romero, eran simplemente dos modos diferentes, dos matices, para referirse a un único objeto; mientras que para los impulsores de la nueva historia social —marcada en parte por la experiencia de la escuela de Anuales, en parte por la nueva historia económica, y en parte por la nueva sociología científica, cuyo representante más conspicuo en la Argentina era Gino Germani— había una diferencia radical entre esos dos términos. En el momento de Imago Mundi, sin embargo, el campo virtual articulado por Romero alrededor de su revista fue muy amplio y con sólo fisuras menores a la vista. En su consejo de redacción convivían representantes de muy diversas áreas de la historiografía y disciplinas conexas: Luis Aznar, José Babini, Ernesto Epstein, Vicente Fatone, Roberto F. Giusti, Alfredo Orgaz, Francisco Romero, Jorge Romero Brest, José Rovira Armengol y Alberto Salas. El antiguo historiador de la filosofía y experto en Spinoza, León Dujovne, se incorporaría poco después. La revista tuvo dos secretarios de redacción, ambos destinados luego a cumplir periplos ilustres en sus respectivas disciplinas: Ramón Alcalde y (en sus tres últimos números) Tulio Halperin Donghi. Por sus páginas desfilarían Abraham Rosenvasser, Jaime Rest, Raimundo Lida, Gregorio Weinberg, Boleslao Lewin, Eduard Spranger, Gino Germani, Rodolfo Mondolfo, Jorge Romero Brest, Crane Brinton, Adolfo Salazar, Marcel Bataillon y Claudio Sánchez-Albornoz, entre muchos otros. Su temática, deliberadamente difícil y aún —desde cierta perspectiva— elitista, pudo parecer por momentos una finísima ironía acerca de la cultura oficial del régimen peronista, tan fina que ese régimen nunca se dio cuenta de ello: artículos sobre Chaucer, sobre la transformación de la prosodia clásica a expensas del acento, sobre Benedetto Croce, sobre Quevedo, sobre el pensamiento histórico del Antiguo Testamento, la revolución de Oruro, o la primera Carta del Judaismo, trazaban los perfiles de un campo infinitamente diverso en sus temáticas y, sin embargo, definido con precisión quirúrgica en cuanto a su forma mentis. Es cierto, como ha observado Fernando Devoto, que frente a la trayectoria más rica de la escuela de los Annales, emergente sintomático de un campo cultural y una tradición docta tanto más compleja que la argentina, la experiencia de Imago Mundi pudo parecer, al fin de cuentas, insuficiente. Pero en el contexto del campo histórico local, y más aún, en el de la avanzada desarticulación de sus instituciones centrales, no pudo sino constituir una verdadera —aunque ad usum nostrum— revolución.

El propio Romero alguna vez evaluó que esa empresa constituyó —aunque sus protagonistas entonces no lo supieran plenamente— una suerte de shadow university, una universidad de relevo, que se estaba preparando en el llano para asumir, cuando se diera el momento apropiado, sus nuevas funciones.[13] La caída de Perón constituyó ese momento. En 1955, Romero fue designado rector normalizador de la UBA, cargo que ejerció hasta 1956,[14] y Alberto Salas decano normalizador de la Facultad de Filosofía y Letras.[15] Ese año comenzó el recambio del personal docente de la universidad: fueron expulsados de sus cargos quienes habían “colaborado” con el régimen depuesto, y siendo incorporados —a través de la instrumentación de concursos— gran parte de los docentes excluidos durante la década anterior. Entre los profesores que recibieron una designación entonces, hubo muchos que provenían de la Nueva Escuela —como Ricardo Caillet-Bois—, pero también hubo quienes provenían de lo que hasta entonces había sido la zona marginal del campo histórico, como Abraham Rosenvasser, Alberto Salas y Sergio Bagú. El Instituto de Historia Argentina y Americana de la FFyL siguió bajo el férreo control de los sobrevivientes de la Nueva Escuela y de sus discípulos, aunque aún allí se hicieron sentir los nuevos aires introducidos por la galvanización “romerista” de la UBA, y por el vertiginoso torrente de ideas, escuelas y tendencias que ingresaron entonces al espacio cultural argentino como consecuencia de la temporaria ausencia de censura.

Si la Universidad Nacional del Litoral se convirtió ahora en un segundo foco de la proyectada modernización, desplazando en importancia a la UNLP, ello se debió fundamentalmente a la gestión de Tulio Halperin Donghi, nombrado —a instancias de Romero— decano de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación. Boleslao Lewin —autor de obras fundamentales sobre la experiencia judía en la época colonial, y de un estudio aún hoy considerado de consulta obligatoria sobre Túpac Amaru y su sublevación— tomó a su cargo la dirección del Instituto de Investigaciones Históricas. Para comprender la magnitud del cambio operado allí, no hace falta más que cotejar el primer número del Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas, con aquellos editados luego del cambio de autoridades.[16]

José Luis Romero, reintegrado plenamente a la docencia universitaria en su propio país, restablecería su vínculo con la Universidad de la República (interrumpido entre 1953 y 1955 por el conflicto diplomático entre las dos repúblicas del Plata), donde otro grupo satélite comenzaba a cristalizar, conformado por aquella pléyade brillante de historiadores que construyó por primera vez en Uruguay un campo histórico profesional y moderno: José Pedro Barrán, Juan Oddone, Blanca Paris y Benjamín Nahum. En 1962 volvió a ocuparse de la gestión universitaria, esta vez como decano de la FFyL, UBA, cargo que ocupó hasta 1965, en medio de un clima político cargado de tensión. Durante esa gestión, buscó institucionalizar la historia social mediante la creación del Centro de Historia Social, un espacio pensado como alternativa al Instituto. Halperin Donghi fue nombrado su director, y editó durante un tiempo demasiado breve la excelente revista Estudios de Historia Social.[17]

El resultado de tantos esfuerzos fue, finalmente, magro. En un país donde las brevas nunca parecen estar maduras en lo que se refiere al campo intelectual, la crisis social y política que no hizo sino ahondarse luego de la caída de Perón, la radicalización ideológica de la mayor parte de la juventud universitaria —tanto de docentes como de estudiantes—, y las renovadas y cada vez más desafortunadas intervenciones autoritarias en el sistema universitario, pusieron fin a la breve experiencia de renovación del campo histórico. Ese lapso de once años había alcanzado para que se tornara cada vez más evidente que la renovación auspiciada por José Luis Romero —por necesaria que fuera— era, sin embargo, menos renovadora de lo que pudo parecer durante los años previos a la caída de Perón. El recurso a las enseñanzas de la Kulturgeschichte alemana que le había permitido elaborar una reflexión profunda y, por qué no, casi sacerdotal acerca del saber histórico comenzó a parecer a muchos, a la luz del contacto con las últimas corrientes historiográfícas, insuficiente. El faro representado por la escuela de Armales, aunque su influencia concreta haya sido menor en aquellos años de lo que alguna vez se pensó, brillaba, no obstante, con una luz demasiado potente como para evitar opacar a un campo histórico tan débil como el argentino.[18]

Más grave aún, en una época en la que la revolución socialista con su indiscreto encanto parecía estar al alcance de la mano, la vocación por la historia profesada con tanto ardor por José Luis Romero pareció también ser demasiado poca cosa. La vocación militante y la vocación revolucionaria disolvían en su vorágine a la vocación histórica. En un país que a lo largo del siglo XX ha podido realizar la extraña hazaña de derrotarse a sí mismo, habría sido, quizás, demasiado pedir que su campo histórico emergiera inerme de esa catástrofe. Durante casi dos décadas, en efecto, la historia profesional se vería acorralada en, cuando no expulsada enteramente de, su ámbito institucional por excelencia, la universidad. Si bien es cierto que instituciones privadas dedicadas a la investigación —en primer término, el Instituto Di Tella, pero con el correr de los años otras más, como el IDES, CISEA o FLACSO— pudieron ofrecer un temporario (y a veces muy estimulante) albergue a la dispersada progenie de Clío, las condiciones políticas que imperaban en la sociedad argentina tendieron a retardar tanto la marcha de las distintas investigaciones históricas emprendidas durante los años sesenta y setenta, cuanto la publicación de sus resultados. Desde la perspectiva del campo histórico, esa situación condujo a que la renovación prometida por Romero y el equipo de Imago Mundi resultara finalmente fallida. ¿Qué balance se puede hacer, entonces, de esa tumultuosa y en su momento aparentemente tan prometedora experiencia?

Permanecen las obras —aquellas de José Luis Romero y de los demás miembros de la constelación intelectual que se había formado alrededor de su figura— que lograron perfilar la posibilidad de una tradición historiográfica alternativa a las dos vías que hasta la década de 1950 habían parecido ser las únicas abiertas a los historiadores argentinos: la historia como nada más que erudición, al margen del presente y de cualquier ámbito cultural por fuera de la propia disciplina, y la historia como nada más que política, sin posibilidad alguna de deponer su studio et ira. El camino auspiciado por Romero permitió imaginar una empresa historiográfica más compleja y satisfactoria que aquellas. Si fue rápidamente superado por otras vías más nuevas hacia la modernización de la práctica disciplinar en la Argentina, ello se debió en no pequeña parte al hecho de que ya antes la renovación auspiciada por él había desbrozado el camino.


[1] Cabe señalar que una simbiosis mucho más lograda entre convicciones marxistas y normas académicas surgiría en los años cincuenta y sesenta. Un precursor de esa tendencia fue el militante socialista e historiador profesional Sergio Bagú; mientras que los representantes más destacados fueron, a partir de la década del sesenta, autores como José Carlos Chiaramonte o Carlos Sempat Assadourian. Pero una consideración adecuada de esa obra excedería los límites de este trabajo.

[2] El mejor estudio hasta la fecha sobre el CLES es: Federico Neiburg, “Elites sociales y élites intelectuales: El Colegio Libre de Estudios Superiores (1930-1961)”, en: Los intelectuales y la invención del peronismo, Buenos Aires, Alianza, 1998. El párrafo que sigue está basado, en gran medida, sobre este artículo. El único trabajo sobre la Sociedad de Historia Argentina es: María Silvia Leoni de Rosciani, “La Sociedad de Historia Argentina”, en AA.W., La Junta de Historia y Numismática Americana y el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938), Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1995.

[3] Profesor desde comienzos de los años veinte en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA de Historia de la Civilización y titular desde 1928 de la cátedra de Historia Antigua y Medieval.

[4] Un hecho que se vio reflejado en sus programas y en sus publicaciones. Entre las de Ricci, pueden mencionarse. La fuente de las fuentes para la historia de los años 68-69 del Imperio Romano (1925) o su Ensayo sobre Virgilio (1931). En cuanto a Rosenvasser, sus escritos llevan títulos como Las ideas morales en el Antiguo Egipto (1938), La poesía amatoria en el antiguo Egipto (1945) o Fundamentación histórica del Código de la Alianza (1947).

[5] A pesar de los numerosos trabajos escritos sobre José Luis Romero en los últimos tiempos, el mejor estudio de conjunto sigue siendo el de Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en Ensayos de historiografía, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996.

[6] José Luis Romero: “Brujas: meditación y despedida”, Capítulo, n° 2, Buenos Aires, 1937.

[7] Sobre la relación de José Luis Romero con el FCE, véase su “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina” (1975), en: José Luis Romero, La experiencia argentina, FCE, 1980, México, págs. 4-5. Sobre la red de relaciones sociales estructurada en torno del FCE entre la Argentina y el resto de América latina, véase el capítulo de Gustavo Sorá en este volumen.

[8] José Luis Romero: “Brujas: meditación y despedida”, ob. cit., pág. 30.

[9] José Luis Romero, “Crisis y salvación de la ciencia histórica” (1943), en La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, pág. 36.

[10] Félix Luna, Conversaciones can José Luis Romero, págs. 20-21.

[11] Véase Carlos Zubillaga, Historia e historiadores en el Uruguay en el siglo XX, Montevideo, Librería de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 2002.

[12] Además de los Romero, formaban parte de su consejo: Amado Alonso, Francisco Ayala, Carlos Alberto Erro, Carmen Gándara, Lorenzo Luzuriaga, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada, Raúl Prebisch, Julio Rey Pastor, Sebastián Soler y Guillermo de Torre. Allí también publicarían trabajos, entre otros, Tulio Halperin Donghi, el escritor cubano Virgilio Piñeira y Julio Cortázar.

[13] Para una reflexión crítica acerca de este rol de Imago Mundi, véase Oscar Terán, “Imago Mundi: de la universidad de las sombras a la universidad de relevo”, Punto de vista n° 33, Buenos Aires, septiembre-diciembre de 1988.

[14] Sobre el pensamiento de Romero relacionado con la universidad y su función, así como sobre su gestión, véase Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel.

[15] Para una reminiscencia muy positiva del decanato de Salas, véase: “Entrevista a Ana María Barrenechea”, en Catalina Rotunno y Eduardo Díaz de Guijarro (comps.) La construcción de lo posible. La Universidad de Buenos Aires de 1955 a 1966, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2003.

[16] El antecesor de Lewin en la dirección de ese instituto había sido el profesor F. Adolfo Masciopinto, cuya obsecuencia superaba infinitamente la calidad intelectual de su trabajo.

[17] Sobre esta etapa, véase Tulio Halperin Donghi, “Un cuarto de siglo de historia argentina”, Desarrollo Económico, n° 100, Buenos Aires, 1984; Silvia Sigal, Intelectuales y política en los años sesenta, Buenos Aires, Puntosur, 1989; Oscar Terán, Nuestros años sesenta, Buenos Aires, Puntosur, 1988; Catalina Rotunno y Eduardo Díaz de Guijarro (comps.), La construcción de lo posible. La Universidad de Buenos Aires de 1955 a 1966, ob. cit., (sobre todo la entrevista a Tulio Halperin Donghi).

[18] Sobre la presencia o no de Annales en la Argentina de los años cincuenta y sesenta, véase Juan Carlos Korol, “‘Duraciones’ y ‘paradigmas’ en la escuela de los Anuales”, Punto de Vista, n° 23, Buenos Aires, abril de 1985; Fernando Devoto, “Itinerario de un problema: ‘Armales’ y la historiografía argentina (1929-1965)”, Anuario del IEHS, n° 10, Tandil, IEHS, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional del Centro, 1995.