José Luis Romero medievalista. Años 1940-1967

CARLOS ASTARITA

1.      Introducción

Tres cuestiones encuadran este análisis.

La primera la inspira Waldo Ansaldi (2009) en un artículo conmemorativo que denominó “José Luis Romero, la mala suerte de nacer en el sur”. El título, sorprendente, expresa lo que todos saben y pocas dicen: la producción de los márgenes tiene parte de su destino prefijado. Es lo que Ansaldi pretende enfatizar, porque el historiador del área central que, como Ruggiero Romano (1984), ubicó a Romero entre los grandes de la historiografía universal, es excepción, y esto se debe a un hábito que es ley no escrita sobre lo que en la disciplina se valora. Esa ley la corroboran colegas de todas partes, que nunca confesarían desconocer a Braudel, pero no se ruborizan si ignoran totalmente lo que se escribe en países no centrales (y cabe aclarar que en ciencia y cultura, la división entre centros y periferias no se corresponde de manera puntual con la dicotomía entre Primer y Tercer Mundo)[1].  Una consecuencia de esto es que la agenda de trabajo pasa a fijarse en determinados lugares “de excelencia”, que asimismo condicionan el impacto de una producción científica, o sea, son sitios de los que surgen “lecturas ejemplares”, guías para elaboraciones con limitadas novedades. No cuesta entonces comprender por qué Romero se ubicó parcialmente en las afueras del medievalismo. Pero si se lamenta que su obra no tuvo la influencia que debió haber tenido, esa periferia lo llevó a establecer una relación tangencial con las modas (no las ignoraba) y a afirmarse en la independencia y la originalidad. Es una cualidad que en penetrantes exploraciones destacaron sus comentaristas (Halperín Donghi (1980), Ansaldi (2009), Barros (2012).      

Por su parte Beatriz Sarlo (2021), hablando de la influencia que recibió de Raymond Williams, contribuye para enunciar un segundo aspecto, vinculado con lo que se acaba de plantear. Revela que siendo una completa afrancesada, la lectura de Williams la sacó del formalismo francés, y le dio una dimensión sociohistórica de la literatura. Desde entonces fanática de Williams, solo con el tiempo reconoció que Roland Barthes podía compartir el magisterio. Esto nos da una clave para reparar en lo inhallable de Romero: la ausencia de un modelo, simplemente porque no aplicó el que otro creó sino que instituyó el suyo. Sin maestros, fue su propio maestro, y de aquí proviene una originalidad que trataremos de aprehender en un recorrido cuyo eje fue su desvelo: el desenvolvimiento burgués. Recogió así un tema clásico, presente en Marx, Engels, Weber y Sombart, y en esa búsqueda su oeuvre culmina en 1967 con La Revolución burgesa en el mundo feudal, libro que gobierna este análisis dividiéndolo entre la etapa de 1940-1960, y la elaboración de ese trabajo. 

Esta cronología nos conduce a una tercera connotación preparatoria de lo que se va a leer. La condensa Borges, cuando dijo que “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (Borges 1985: 95). La frase sintetiza lo que Romero hizo suyo haciendo del mundo feudal y del mundo burgués un conjunto de problemas a los que volvía sin descanso y sin ortodoxia. Es una problemática que heredamos para seguir revisándola, y el corolario de esto es el deseo de que este ensayo no sea una clausura sino el estímulo para visitar y revisitar una obra que puede nutrir a nuevos lectores o proponerle revelaciones a los que ya la transitaron.

Se aclara que Crisis y orden del mundo feudo burgués, libro que Luis Alberto Romero publica en 1980, después de la muerte de su padre (1977), se dejará de lado en este análisis. Las razones son de espacio, porque ese trabajo se alínea entre las grandes contribuciones de la historiografía argentina y merece un estudio particular.

El plan de este ensayo es seguir los trabajos de Romero previos al libro La revolución burguesa en el mundo feudal, y pasar al análisis de este último. Se intentará seguir sus temas, problemas y las categorías que utilizó, rastreo que tiene un inevitable desorden relativo, costo de una exposición que al mismo tiempo ofrece la ventaja de destacar el proceso no lineal de sus elaboraciones a través del tiempo. Otra clave de esta exposición, es que debido a la ya indicada autonomía de Romero, su obra no es encuadrable en ninguna de las corrientes renovadoras que prevalecieron en los treinta años posteriores a 1945 representadas en Annales. Economiés Sociétés Civilisations y en Past and Present. Extraordinariamente original el examen de su obra sale de los moldes en los que se encarrilan otros análisis, y con estos presupuestos las comparaciones son menos viables con escuelas que con individuos.  

Antes de dejar paso al análisis, es oportuno decir que Romero estuvo entrañablemente vinculado a la UNLP, donde cursó el Profesorado de Historia entre 1929 y 1934, y donde se doctoró, en 1937, con una notable tesis sobre La crisis de la Repùblica Romana. No es indiferente que el presente ensayo aparezca en una revista de la universidad donde Romero recibió su formación, revista que también es una trinchera de la historia social que produjo y enseñó[2].

  •   Entre 1940 y 1960, estudios sobre historiadores y cronistas

Comencemos con su examen de historiadores y cronistas de la Edad Media, tema al que le dedicó artículos especializados y de divulgación.  En este nivel, el de la divulgación, se incluye un ensayo de 1954 dirigido al lector con el prejuicio de una Edad Media oscura (Romero, 1984e). Para eliminar ese tan frecuente recelo, valoró al historiador del período. Se suceden en esas líneas muchos nombres, desde Eusebio de Cesárea y san Agustín hasta representantes tardíos como Froissart, el canciller López de Ayala y los Villani. Agregó que el tema es acaso uno de los ángulos desde donde puede revisarse mejor el período, ya que historiadores y cronistas nos proporcionan un conocimiento general unido a las concepciones de época. Expuso así un doble recurso que implementaría siempre, más allá de que reiteró este criterio en un artículo (de 1955) sobre Raúl Glaber, y no es casual que los cronistas constituyeron un material de primer orden para sus elaboraciones (Romero, 1984g). Con ellos incursionó en el proceso histórico y en las concepciones que de él brotaban.

La primera mención en esto es para su monografía de 1947 sobre san Isidoro de Sevilla (560-636) (Romero, 1984d). Es un análisis muy completo del personaje (o sea, de las escuetas noticias que tenemos sobre él) y del entorno que lo condicionaba y sobre el que actuó modificándolo. No podía ser de otra forma porque san Isidoro fue, además de historiador, un protagonista de las postrimerías del siglo VI y del primer tercio de VII, lapso signado por el catolicismo, por la llegada de monjes orientales y por el monaquismo, corrientes que prepararon la unificación religiosa de Recaredo en 589. Este cuadro lo complementó Romero con el del ambiente cultural, signado por la herencia romana, la influencia de san Agustín o san Jerónimo, la bizantina y la que medió desde la Galia (Sidonio Apolinar, Cesáreo de Arlés, Salviano de Marsella)  o desde Italia (Boecio, Casiodoro).

Esto permite comprender que si bien existían temas teológicos, la conversión del rey impulsaba al clero a interpretar el proceso histórico y el régimen político. Otra problemática fue la historiografía regional, que lo llevó a escribir su crónica de los reinos romanogermánicos de la península ibérica, inscribiéndose así en la corriente de Casiodoro, Jordanes, Juan de Biclara y Gregorio de Tours entre otros.

No es difícil constatar que en este estudio se contienen elementos que, si bien tendrán en La revolución burguesa un más completo enunciado, ya eran sólidos en su trabada contextura. En especial se destaca el entrecruzamiento de influjos en la obra de san Isidoro, ya fueran doctrinarios o políticos, dados por la tradición o por prácticas que se habían ido fijando a través del tiempo debido a las capas de población que se superpusieron en la península ibérica. Es verdad que en esta obra no mencionó los elementos mágicos, paganos populares que configuraban la psicología social, y que estarán presentes en La revolución burguesa (elementos que sin embargo tenía ya presentes, y que tratara  someramente en su libro La Edad Media (1949) y en algunos de sus artículos[3]. Pero aun circunscripto al perfil intelectual de Isidoro, no dejó de indicar su aglomeración de lecturas en las que despuntaban elementos contradictorios.

En el momento en que elaboraba este artículo los especialistas en estudios visigodos estaban supeditados a una visión jurídica institucional, y una de sus tareas preferidas era comparar códigos, procedimiento que incluso repitieron historiadores que décadas más tarde pretendían apartarse de esa concepción[4]. Esto se unía a la historia de reyes (los reinados eran motivo de periodización), circunstancias que valoran el aporte de Romero: accediendo a la realidad histórica por un camino que no era el de la legislación ni el de los grandes hombres, detectaba estructuras de pensamiento que impulsaban acciones.

En 1944 apareció su estudio sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida (Romero 1984k). Señaló que en la Alta Edad Media el personaje de crónicas o canciones de gesta era un arquetipo de caracteres genéricos (cualidad que sin embargo no se expresó en el Cantar del Mío Cid), tendencia que se verá desplazada por otra distinta, hasta que en el siglo XIV López de Ayala, influido por ideas renacentistas, se interesó en el individuo como tal. Esta predisposición se afirmó en el siglo XV, lo que demostró detectando cómo la personalidad se filtraba por los resquicios de la imagen arquetípica (en esa centuria el caballero y el religioso constituían todavía los paradigmas predominantes en España). Ese armazón medieval por el que se colaban elementos renacentistas se repitió con el género biográfico. Alrededor de este tema reflexionó introduciendo matices que enriquecen el cuadro, como el cortesano que se había tornado en la quintaesencia del caballero, su preocupación por la honra y la fama, y en todo este recorrido vemos la tensión por la progresiva deformación de los ideales medievales en contacto con el Renacimiento italiano. 

Lo que se acaba de evocar nos sitúa en una problemática actual como revela el estudio que uno de los medievalistas más acreditados de las postrimerías del siglo XX, Aaron Gurevich (1997), ha dedicado al mismo tema que Romero había encarado en la década de 1940: la aparición de rasgos del individuo por sobre caracterizaciones tipológicas en las que importaba la uniformidad de acuerdo a la clase social, al rango o a la función que se cumplía en la sociedad medieval.     

En 1945 estudió a Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica alimentada por una doctrina moral que veía perfeccionar en una indecisa concepción política (Romero 1984l). Nuevamente el análisis gira alrededor de una figura, pero se orienta hacia la concepción política del analizado, a lo que agregó sus concepciones de nación y de la historia. Esto no le impidió hablar de Fernán Pérez de Guzmán en términos más personalizados, como integrante de la nobleza y como partícipe de las luchas entre facciones señoriales. Tampoco ignoró las lecturas que configuraron su dispositivo mental, ya fueran autores latinos, padres de la Iglesia o la Biblia. Un tema distinto al del individualismo estuvo empero regido por una similar tensión, ya que el fondo medieval lo cotejó con otros principios, y ese desarrollo le permitió detectar un nuevo orden para la vida política y social. Dicho de otra manera, el análisis singularizado le dio acceso al horizonte más amplio en el que transcurría el tránsito de la España feudal a la España moderna.

La concepción de ese hombre de transición en una sociedad que se transformaba, fue organizada en núcleos centrales. Uno de ellos era el proceso por el cual el vínculo feudal que unía a un individuo con otro comenzó a ser reemplazado por el que relacionaba a cada individuo con el cuerpo abstracto de la nación; otro fue la realeza como símbolo de la nación que delegaba funciones en individuos que solo valían por su capacidad, y en relación con esta idea subyacía la necesidad de que la nobleza se le subordinara. Todo esto a su vez condujo a un concepto de nación sobre el que Fernán Pérez de Guzmán discurrió remontándose a los antecedentes históricos.

Este estudio marca una línea de trabajo. La historia política de la Edad Media estaba constreñida por los mismos criterios jurídicos institucionales y políticos descriptivos que regían en estudios de los visigodos. Los especialistas se dedicaban con esas descripciones lineales a la curia regia, a los concejos o al origen del parlamento, y las incursiones hacia otros campos recaían en el mismo principio fáctico: por ejemplo la historia económica como enumeración de productos y precios[5].

  •  Estudios sobre la burguesía medieval

Si individuos relevantes constituyeron el eje alrededor del cual Romero dispuso en la década de 1940 sus monografías con un sostén en los discursos del analizado, en otros artículos se despegó de ese soporte para permitirse reflexiones más abarcadoras. Su leitmotiv fue el burgués, ese sujeto que vio desarrollarse desde los siglos XI y XII.

La burguesía medieval ya apareció como tema principal en sus primeras elaboraciones sobre la Edad Media. En 1950 publicó un estudio sobre el espíritu burgués y la crisis bajo medieval, aunque esta última no la entendió como la declinación del siglo XIV sino como la conmoción que la burguesía provocó en el pensamiento y en los valores sociales (Romero 1984a). Siguiendo a Pirenne y a otros historiadores, fue consciente de la importancia de las reformas que la burguesía realizaba desde el siglo XII[6]. Esas demandas no se enunciaron como un programa revolucionario fundado en una doctrina, sino que consistieron en soluciones viables para necesidades que derivaban de un modo de vivir. Comenzó el burgués a pedir la libertad para desplazarse con sus mercaderías, y sobre esa situación reflexionó hasta esbozar un sistema de ideales que desembocaron en la aspiración de la libertad. Ese ideal fue entonces una construcción progresiva, y por consiguiente al principio el burgués no se propuso destruir el orden institucional porque solo aspiraba a ciertos privilegios o libertades, logrando finalmente organizar magistraturas para la defensa de sus intereses de clase.

El último término citado, el de clase social, no da cuenta de una precisa definición sociológica porque habla de una clase abierta que solo accidentalmente ha tendido a cerrarse. Esta cualidad del grupo remite a un proceso inacabado de formación, y por eso mismo dinámico, y deberá entenderse por formación de clase la adquisición de sus propios criterios.

En estrecho vínculo con esa forma de describir el proceso y lejos del supuesto de que la contraposición entre la burguesía y los señores era un antagonismo irreductible, bosquejó el matiz que corrige el absolutismo de esa contradicción. Era consciente (se lo decían los testimonios) que las actividades manufacturera y comercial no habrían podido desarrollarse sin la protección de los señores, solidaridad que no era gratuita y requirieron esos señores préstamos de los mercaderes, y así quebraron las divisiones entre los dos grupos. Esta proposición nos advierte que el antagonismo entre señores y burgueses se inscribía en un escenario de interdependencia y requerimientos mutuos. Eludió así Romero la resolución rápida y equivocada del mero antagonismo bipolar, logro que resultó de observar la evolución de estas dos clases desde el siglo XII siguiendo el proceso histórico lo que le impidió desbarrancarse por la especulación.

Los matices indicados le permitieron abordar fenómenos del Renacimiento, como los enlaces matrimoniales de burgueses que deseaban ennoblecerse y de nobles que buscaban en los dueños de dinero resolver sus finanzas. Es sugestivo que en este punto ideó una visión más aguda que la que tuvo Fernand Braudel (1976) , que denunció la traición de la burguesía del siglo XVI. Si nos dejamos guiar por Romero, podemos afirmar que el burgués que en esa centuria se integraba a la nobleza no traicionaba su pasado sino que era fiel a su historia. Esbozó así una dialéctica múltiple que se resume en que esa clase social que existía gracias a una revolución se transformaba prontamente en una fuerza conservadora. Consolidar su prestigio la llevaba a la acumulación de una riqueza que debía mostrar, así como la precipitaba al hedonismo y a las costumbres caballerescas, prácticas que Romero dedujo incursionando en crónicas y fuentes literarias. Algo similar indicó en otro plano hablando de la Vida de Dante de Boccaccio sobre el espíritu público que le había dado vitalidad a las comunas, espíritu reemplazado paulatinamente por el cortesano (Romero 1984j).   

Esos burgueses necesitaban el trabajo de los artesanos, y los más ricos de estos últimos se situaron cerca de la burguesía. Estas afirmaciones entrañan una ajustada distinción entre burguesía, que aquí está considerada como la clase que disponía de capital dinero, y el artesano, como la clase que vivía de su trabajo personal. Es una distinción que debe retenerse porque historiadores que años más tarde se consagraron al tema hablaron de artesanos y mercaderes de manera indistinta (entre otros, García de Valdeavellano (1969); Pastor de Togneri (1973)). Esta diferencia la estableció teniendo en cuenta un enfoque económico, que era en realidad uno solo entre otros enfoques posibles: el burgués admitía en su criterio otras aproximaciones políticas, ideológicas o culturales que modifican su definición.

Acerca de esto, si se supera el nivel económico la noción de burgués cambia porque en las cercanías de los propietarios de capital dinero radicaban otros individuos que ascendían como políticos de las ciudades italianas o como eruditos. Con este criterio resulta comprensible que viera en Boccaccio a un burgués aun cuando se había sustraído del mundo de los mercaderes en el que había nacido para refugiarse en las cortes mitad caballerescas y mitad burguesas. Por eso se filtra en el estudio el término más amplio de hombres nuevos, sector que se definiría por aquellos que adoptaban el espíritu burgués, y en esa adopción detectaba un aspecto de la investigación histórica cultural: saber cómo ese espíritu que había nacido en el seno de la alta burguesía se derramó luego sobre otros grupos. Facilitaron ese desborde las mencionadas innovaciones de los burgueses que les permitieron acercarse a los grandes varones. Ese espíritu burgués fue también asimilado por los hombres de la Iglesia, grupo constituido por personas provenientes de todas las capas sociales, y por los asalariados que desde el siglo XIV hicieron saber con sus luchas que también deseaban mejorar sus condiciones de vida. Notemos también que de acuerdo con estos criterios, buena parte de los historiadores que Romero analizaba deberían ser incluidos en este grupo. Con esto define a las clases en un sentido cercano al culturalismo que se abrió paso hacia 1960 en historiadores del movimiento obrero socialdemócratas o socialistas.

En un artículo de 1954 retomó el concepto de espíritu burgués para precisarlo ahondando en sus atributos (Romero 1984b). En este desarrollo asistimos a uno de sus procedimientos típicos, que consistía en ir delineando un concepto, comprobar su correspondencia con la evolución de la historia a lo largo del tiempo, y ya confiado de su adecuación con la realidad, volver sobre el concepto para profundizar en sus determinaciones. En el proceder se evidencia otra arista de su trabajo: el del pensamiento que se afirma en la oposición. En este tema el punto de partida fue Werner Sombart que limitaba el tipo burgués a los finales del siglo XIV de Florencia, y por lo tanto si se califica de espíritu burgués al conjunto de tendencias ideales de que era portador ese tipo social, nos encontramos con un concepto analíticamente inservible. Era una restricción temporal que Romero rechazó.

Esta objeción detiene nuestra marcha. Por una parte porque se opuso a una autoridad como Sombart (1919), cuya lectura acerca de Edad Media ofrece todavía hoy valiosas enseñanzas tanto sobre el dominio carolingio como sobre el maestro artesano. Los medievalistas no conocen a Sombart, salvo alguna excepción como Pierre Toubert (1988: 75, n. 106) que lo valora; Romero por el contrario lo tenía muy presente y lo tomó como referencia medular para desarrollar sus tesis. Por otra parte, en esta crítica que llevaba a la superación de una obra clásica, aflora su conocimiento universalista, esa forma de saber que rompe las fronteras entre países (la comparación se abre a la influencia del área mediterránea) y traspasa las épocas para descubrir cómo en cada transformación se incluían continuidades profundas. Esa exploración presupone analizar un fenómeno desde sus primeras y vacilantes manifestaciones, y es el proceder que adoptó para bucear en los orígenes del espíritu burgués. Este último no se presentó de manera acabada en la historia, sino que solo se anunció como “espíritu disidente” durante los siglos XII y XIII, como una aparición que no llegaba a constituir un sistema de categorías sobre el mundo y la vida, sino que se mostró como tendencias vagas que restringían ciertos aspectos del espíritu cristiano feudal. En esta caracterización, volvemos a encontrar un criterio esencial de sus elaboraciones posteriores: no apelar a categorías fijas sino seguir el desarrollo indeciso y hasta contradictorio de los procesos en observación. Esas insinuaciones de lo que nacía, podían materializarse en la curiosidad por la naturaleza o por la astrología o en una presencia del hombre de carne y hueso que comenzaba a descubrirse en posesión de un mundo interior intransferible, lo que se relacionaba a su vez con una religiosidad diferente, que se adecuaba a ese interior.

La cuestión sobre una religión que iba circunscribiendo el microcosmos del individuo, remonta en realidad a un tema clásico abordado por Marx (1976), en la forma de alienación religiosa, y por Weber (1986a), en la forma de la funcionalidad que tuvo esa interiorización de la religión en el espíritu del capitalista que “culturalmente” se apartaba del decurso instintivo natural. Pero mientras estos atribuían el acto fundacional de la nueva religiosidad interior a Lutero, Romero lo descubrió en la Edad Media examinando figuras como san Bernardo y san Buenaventura. Este acierto no borra que equivocadamente creyera que empezaba a desarrollarse en ese entonces un discernimiento social alejado de la religión, pero no es ahora este nuestro tema.

Al lado de esa expresión religiosa, ese espíritu burgués lograba sus primeros desenvolvimientos en la poesía goliarda y en el teatro satírico, pero también en formas destinadas a despersonalizar el poder y a asentar las relaciones políticas sobre normas objetivas comunes a un grupo. Si la nueva religiosidad estuvo asociada a la actitud evangélica, esta convivencia se asoció al Estado monárquico y al derecho romano. En consecuencia, la burguesía comenzó a vivir según ese sistema de ideales, y con ellos tomó conciencia de sí misma, como prueba la exclusión de los nobles de las comunas güelfas. En este punto, la importancia que tuvo la experiencia en la formación de la subjetividad de una clase social, anticipaba desarrollos que obtendrían sus credenciales con Edward Palmer Thompson (1989; para una cierta sistematización de los conceptos de este autor ver en el tomo 1 el capítulo 6).

Esas mixturas por la incorporación de rasgos de otros momentos históricos, Romero las reconoció en la mentalidad transaccional feudoburguesa de los siglos XV y XVI, según planteó en 1969 (Romero 1984c), en el que trazó cuestiones básicas que asomarían en su libro póstumo (Crisis y orden del mundo feudo burgués). En esto tenemos una muestra de cómo ensayaba un concepto para una época, y reproducía el proceso de su construcción, dialéctico, no cosificado sino flexible, para dar cuenta de las contradicciones sociales. Pero ese concepto que hacía referencia al cambio con todos los elementos contrapuestos inherentes, podía ser trasladado de la caracterización de una mentalidad a la de una totalidad histórica. Así habló de la sociedad barroca como una sociedad transaccional en la que convivían el burgués y el gentilhombre, como los presentó Molière en el siglo XVII y Goldoni en el XVIII. Esta mixtura no era estable sino que variaba, porque el componente burgués seguía creciendo mientras decrecía el señorial a medida que la estructura mercantil se afianzaba.

Lo que se acaba de mencionar no es otra cosa que la génesis y desarrollo de los conceptos que construyó a medida que los necesitaba para dar cuenta del pasado. Entre esos concepto no deja de llamar la atención el de facciones y actitudes facciosas que aplicó a la descripción de las parcialidades aristocráticas del siglo XV a las que se refirió en su estudio sobre Fernán Pérez de Guzmán. Es un concepto que reaparecíó en 1957 en un artículo escrito por otro historiador heterodoxo, el belga Jan Dhondt (1957), que utilizó categorías específicos para dar cuenta de la crisis política que se desencadenó en Flandes a partir del asesinato en 1127 del conde Carlos el Bueno.       

  •  La primera síntesis

A los diez años aproximadamente de haber iniciado su especialización en el Medioevo  publicó una síntesis sobre la Edad Media (Romero 1949). Un libro pequeño, que parece impeler a un sencillo tratamiento de superficie, nos ofrece por el contrario una admirable condensación problemática. Constituyó también un punto intermedio en su camino hacia su obra mayor.

El tratamiento se presenta dividido en dos partes. Por un lado el desenvolvimiento histórico general, sección en la que desfilan los hechos trascendentes mediante un sobrio gobierno de la información. Logró así una historia política que se diferenciaba de las que entonces pululaban, marcadas por la indigesta sobreabundancia de datos que ocultan la sustancia del proceso histórico. En este rasgo el libro recuerda a la Historia de Europa de Pirenne (1981a). Por otro lado, en una segunda sección, interpretó el proceso en sus interrelacionados planos político, social, económico y cultural. Es la parte que ofrece el mayor interés, y que también se diferencia de las historias de ese momento en las que se separaban en conjuntos autosuficientes las acciones de las monarquías y de la Iglesia, seguidas por la descripciones de la economía, de la sociedad y de la cultura.   

Como era usual entonces, y lo continuó siendo hasta por lo menos la década de 1970, el inicio de la Edad Media lo fijó en la crisis del siglo III. También evaluó la importancia de Dioclesiano, que cambió el orden tradicional del patriciado por el dominado, y los ciudadanos pasaron a ser súbditos como en los imperios orientales, dando lugar a un Estado burocrático. A partir de este momento las tradiciones romanas comenzaron a hibridarse con las de origen oriental, preparando la difusión del cristianismo. Con los invasores se procedió al reparto de tierras, y con ello la minoría de guerreros quedó transformada en aristocracia rural. En este relato estaba contenida la tesis que en el siglo XIX había formulado Gaupp, que se admitía de manera generalizada, y que fue mucho más tarde objetada, en especial por Goffart (1980). No es cuestión ahora de internarnos en el tema; solo indiquemos que Romero planteó que el inicio de los señores feudales se debió a la toma de tierras por los guerreros invasores, tesis que es hoy defendida por Chris Wickham (2005).

En lo que se refiere a la cultura hubo en ese occidente germanizado una adopción de influencias orientales por vía bizantina, aunque no fue el único aporte; también tenían vigencia las ideas políticas y sociales romanas, mientras que el cristianismo había impuesto su pensamiento. Se llegó así a una conciliación de ideales diferentes. Si en muchos de estos puntos Romero había incursionado en su estudio sobre san Isidoro, en otros innovó. Especialmente fue novedosa su valoración de elementos paganos y germánicos cargados de componentes mágicos, de un irreductible politeísmo popular y de un panteísmo vago, descripción acompañada por la de elementos tradicionales. En suma, valoró sustratos folclóricos populares.

Pero la educación cristiana solo se pudo concretar en el elemento popular a costa de simplificaciones que dejaban preparado el camino para que se reavivaran los resabios idólatras. Las fiestas cristianas se superponían a las de los paganos, los milagros se asimilaban a los viejos prodigios, y con ello se perpetuaba la concepción naturalista por debajo de la aparente adhesión a la concepción cristiana. El signo de esto fue la perpetuación de supersticiones y el culto a las imágenes que desembocaba cada tanto en el antiguo politeísmo. A pesar de todas estas dificultades, la Iglesia triunfaba y lograba imponerse, con lo cual se comenzó a afirmar el monoteísmo.

En este entramado se sostuvo el trasmundo, alimentado por lecturas como el Apocalipsis o los comentarios de la revelación de Juan el teólogo. Advirtamos que esta imbricación de culturas era, en las décadas de 1940 y 1950, inusual. Por una parte se seguía en muchos casos el relato tópico sobre el santo que llegado a un paraje predicaba una primera semana y en la segunda bautizaba, con lo cual la cristianización se transformaba en una actividad plana, sin complicaciones. Otra forma era develar la cristianización por el bautismo de soberanos, diciendo por ejemplo, que el rey Esteban adoptó el cristianismo y los húngaros se hicieron cristianos. Recalquemos entonces que percibir la complejidad de creencias en sincronía era inusual[7].     

La indecisa fisonomía de la cultura de esta temprana Edad Media se manifestaba para Romero sobre todo en la idea del hombre. La concepción del hombre de la civilización romana clásica delimitada por el mundo terrenal y cuya única trascendencia estaba en la idea de la gloria, sufrió los embates de las creencias de origen oriental, cuya esencia era la trasposición del acento de esa vida terrenal a otra misteriosa que comenzaba con la muerte. Sin embargo, el contacto con los pueblos bárbaros llevó a restaurar algo de la antigua concepción porque para el germano el guerrero representaba la forma más alta de la acción y el heroísmo era un valor supremo. Esta concepción de vida sostenida por las aristocracias dominantes vivificó la tradición romana oponiéndola al quietismo contemplativo del cristianismo. La actitud heroica fue entonces la que caracterizó a la élite de los reinos romanos germánicos y se desembocó así en una concepción señorial de la vida, en la que el heroísmo era el signo de una actividad relacionada con el poder, la gloria y la riqueza. Mientras, la Iglesia siguió alentando la actitud contemplativa cuya expresión más acabada estuvo en el monaquismo. Entre el activismo de la aristocracia guerrera y la contemplación, se hizo su lugar la actividad intelectual a la que se dedicaron los hombres de la Iglesia.

Con la disolución del imperio carolingio y hasta la crisis del orden medieval del siglo XIV sobrevino otro período. Las fuerzas de disgregación que habían prosperado por debajo de la fachada imperial, ante la muerte de Carlomagno consumaron la división; se formaron pequeñas unidades cuyos jefes establecieron su autoridad personal y la producción quedó confiada a los siervos. Solo en las ciudades comenzaron a desarrollarse otras actividades, y a pesar de que estaban controladas por los señores, de esas ciudades saldrían las fuerzas que carcomieron la posición de los señoríos. En este marco, describió la vida cultural erudita y los logros de la escolástica. El público al que iba dirigido el libro podía enterarse de teóricos como Roscelino de Compiègne, y del orden de papado e imperio. En este punto, expuso un concepto que mucho más tarde desarrollarían historiadores franceses, porque ante la inestabilidad ocasionada por la multitud de señoríos se elevaba la autoridad de la Iglesia capaz de inducir un principio regulador en la convivencia recíproca[8]. Todo esto tenía razones consistentes. El imperio nunca fue una realidad ni una virtualidad verosímil; solo cabía la posibilidad de lograr la unidad espiritual de la cristiandad (por lo menos de la occidental) y esa responsabilidad le cabía al papado. Este último instauró cierto orden universal mediante la jerarquía eclesiástica, las órdenes monásticas, las universidades y las cruzadas. Sin embargo, el papa fue derrotado cada vez que disputó con la potestad laica, porque los reinos nacionales paulatinamente prescindieron de su autoridad.

El ideal de vida de este período estuvo enraizado en la imagen del trasmundo, porque nada de lo que existía en la realidad terrenal era comparable con la vida eterna. El caballero por su parte quería conquistar el honor y la gloria con la guerra, y con ellos poder y riquezas. Esto es lo que cantaron juglares y trovadores, y en su exposición Romero exhibía una vez más su manejo del testimonio literario. Sobre esto y de manera gradual, la Iglesia recuperó terreno para encauzar esas energías de los caballeros en la lucha contra los infieles. Además, ese caballero debía, según la Iglesia, alcanzar la virtud propia del cristiano, y se erigía así un nuevo ideal de pureza que en el siglo XII arraigaba en el caballero cortesano. En esa vida, que nació de reunir tendencias, se introdujeron costumbres musulmanas y orientales, las cortes adquirieron lujo y grandeza, y el amor comenzó a ser considerado una alta expresión de la vida. Nuevamente, los testimonios literarios dieron cuenta de la situación. La Baja Edad Media, desde mediados del siglo XIII hasta las postrimerías del XV, tiene en este libro una más sucinta consideración. Fue el período de la crisis del orden medieval, aunque tuvo sus desfases de acuerdo a los distintos espacios. En Italia, por ejemplo, en el siglo XV ya se había producido una mutación profunda porque aparecían los primeros episodios de la modernidad. En otros lugares, en cambio, se perpetuó el espíritu medieval hasta bien entrado el siglo XVI.

Como en otros momentos, Romero privilegió el documento literario. Esa crisis del orden medieval fue captada en la Comedia de Dante Alighieri, obra que también consideró monográficamente y en la que vio un documento de la disolución de ese orden (Romero 1984h). La monarquía a su vez encontró en la burguesía en ascenso el apoyo necesario para combatir a los señores, con lo cual adquirieron vigor los reinos nacionales.

Otra vez Romero nos presenta la cultura erudita del otoño medieval. En Italia percibió una ruta de evasión de la cultura medieval, pero se negó a presentar el asunto como un cuadro de blancos o negros, sino que lo representó como una situación combinada, porque ni la transformación fue repentina ni tampoco desaparecieron los elementos de la tradición medieval. Es verdad que hoy se considera al humanismo como un movimiento cultural centrado en el estudio de las humanidades y no como un manojo de concepciones sobre el hombre y la naturaleza, como consideraba Romero[9]. Pero así y todo, el haber percibido la continuidad de una ortodoxia tradicional le evitó caer en la representación modernista de Jacob Burckhardt (1968).

En el campo de lo político las continuidades con las líneas que se habían trazado se evidencian en la descripción. En forma creciente las unidades políticas fueron los grandes reinos, las ciudades y el imperio que ya era pensado como otro reino, mientras que los antiguos señoríos perdían significación, aunque una vez más esta última afirmación fue de inmediato puesta en términos relativos, porque no perdieron su vigencia.

Un nuevo fenómeno estuvo en la reacción de las capas inferiores del proletariado urbano y campesino que resistió a la oligarquía de las ciudades. También reaccionaron los artesanos, como los tejedores de Gante y Brujas, y en esto contribuyeron las calamidades del siglo XIV (hambres, epidemias) cuya significación histórica recién se abría paso en el medievalismo[10]. Esas clases no privilegiadas intentaron entonces la revolución que constituyó el antecedente de las revoluciones burguesas de la Edad Moderna y que no lograron concretar por la inmadurez de sus ideales y de sus aspiraciones. En esta frase Romero anunciaba una idea capital de todo su sistema de pensamiento histórico situado en el largo plazo, sistema que le dio consistencia a su estudio de la Edad Media encarada desde la perspectiva del burgués. Pero estos nuevos sectores no eran inoperantes en la historia; sin ellos no tenía sentido la idea nacional porque sin su apoyo no podía implementarse la economía mercantilista.

2.4. Cuestiones de método  

Las consideraciones precedentes en las que resalta la interpretación pueden llevar a la creencia de que Romero despreciaba la erudición, y eso es lo que a veces dijeron sus detractores o los que lo conocen defectuosamente. Es una falsa impresión, porque valoraba la erudición, y bajo este precepto seleccionaba cronistas e historiadores[11]. Pero ese celo escrutador no se estancaba en el escrito, sino que comprendía lenguajes no verbales para hallar las claves de un suceso o de una época de la civilización. En un artículo de divulgación de 1954, se refirió al tapiz de Bayeux (sobre la conquista de Inglaterra por los normando en 1066) para conocer el siglo XI (Romero 1984f). Decía: “su valor reside en las escenas mismas, en las imágenes que ofrece, en la atmósfera que conserva”. Retengamos el alcance de este enfoque, porque si para el medievalista actual las imágenes son un recurso frecuente de su pesquisa, no lo eran cuando este artículo se publicó.  

También habló de la importancia que tendría comparar ese tapiz con la Crónica anglosajona, mostrando sus muchos puntos de contacto. Pero en esta materia vuelve a sorprender al decir que para el “lector despreocupado” esa crónica es una mera enunciación de hechos, pero “una lectura más atenta suele corregir esa opinión”. Esto significa que mucho antes de que se hiciera habitual hablar sobre niveles de lecturas y ángulos de recepción de un texto, tenía en claro que por debajo de la lectura epidérmica hay otro acceso al texto, no de forma sino de contenido, o sea, una lectura en profundidad para detectar lo que está detrás de las palabras. Esta lectura que él mismo realizaba (aunque no exponía las etapas de su análisis) lo llevó a sostener que en esa crónica había cierta crítica intencionada de las injusticias sociales, cierto escepticismo del papel de la Iglesia. Por otra parte, en las dos fuentes se presenta la correlación que los medievales veían entre fenómenos naturales y hechos sociales, porque en el año de la conquista de Inglaterra, en 1066, apareció un fenómeno prodigioso en el cielo (¿un cometa?): el tapiz de Bayeux y la Crónica anglosajona registraron a su modo el suceso. Las consecuencias metodológicas que se extraen de este pequeño avance de Romero son inmensas. Repitámoslo: estamos en 1954, cuando esas aproximaciones a los testimonios del pasado eran desusadas.       

También analizó el problema político a través de Dante Alighieri en un artículo de 1950 (Romero 1984h). La inestabilidad de Florencia hacía resaltar la importancia de un poder regulador, solución obstaculizada por el papado.

Nuevamente debemos destacar aquí la actualidad metodológica del estudio. En este artículo Romero descubrió concepciones de los autores analizados en relación con la situación histórica en la que se desempeñaban. Esto presupone una similitud con estudios realizados en la actualidad, pero también una desemejanza con el que solo se interesa por un cronista desestimando la realidad de la que hablaba[12]. Es una consecuencia del linguistic turn, y si bien esta moda no pasa en estos momentos por el pináculo de su ascendiente entre los historiadores (lo cual es comprensible porque es la negación de la disciplina), esta variante del posmodernismo ha tenido el suficiente influjo como para que la historia dejara de enseñarse en muchas universidades de los EEUU. No está demás indicar que tal vez esto, y una sincronía sin densidad temporal, influyen para que las competencias de los historiadores se hayan reducido, como prueba la desaparición de las sociedades precapitalistas de los curricula universitarios.

Obviamente, Romero sabía que una narración no era el espejo de lo real. Es lo que señaló sobre Dino Compagni (c. 1255-1324) en un preámbulo de su crónica al decir que proporcionaba una interpretación quizá no muy objetiva, pero segura y meditada de los hechos (Romero 1984i). Agregaba que había concretado Compagni una aproximación predefinida y si se quiere sesgada, porque veía la realidad desde un punto de vista moral más que político, y esta connotación lo impulsó a Romero a no desestimar el ambiente, o sea, las condiciones en las que Compagni se desempeñó, y en este proceder estableció un contraste con lo que hoy se hace con el linguistic turn.

Estas anotaciones metodológicas al igual que los temas y la forma en que los encaró se relacionan con las influencias recibidas y con las formas de hacer historia que lo atrajeron. Pasemos a observar estas cuestiones.

  • Influjos, diferencias y paralelismos.
    •  La importancia del positivismo en la formación de Romero

El tema tratado nos pone en contacto con aspectos formativos de Romero como medievalista. Sobre esto, dijo que aprendió el oficio de historiador con Clemente Ricci, a quien siguió en “innumerables” cursos en la universidad de Buenos Aires. Afirmó que Ricci “manejaba las fuentes griegas y romanas de una manera extraordinaria”, y era “verdaderamente inexorable en materia de rigor metodológico” (Luna, 1976:78). Concluyó con una frase categórica: “Creo que es la persona que más ha influido en mí”.

Ricci fue un historiador italiano nacido en 1873, que se formó con Cesare Cantù en Milán y se radicó en Argentina en 1893. Fue profesor de Historia de las Religiones y de Historia Antigua Clásica y Medieval en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Desde esos cargos inauguró una nueva etapa en el estudio de la historia en Argentina, porque si Romero la revolucionó con elaboraciones de totalidad, Ricci sentó las bases para el examen científico de la documentación, tarea que desde 1942 continuaría Claudio Sánchez Albornoz. Llamativamente, al igual que en otros lugares, la renovación fue un fruto de historiadores consagrados al feudalismo[13]

Ricci enseñó el arte de la investigación en seminarios que condujo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Ricci 1939). Fueron de dos tipos. Por un lado los de investigación, que llamaba de erudición pura, y por otro lado los de erudición doctrinaria, de historia de las ideas, que consistían en aplicar un método “cartesiano” de indagación al documento no literario, al literario, a la inscripción, a la transcripción paleográfica y al aparato crítico. Ese método se destinaba a dilucidar hechos despojados del juicio interpretativo, lo que suponía indagar en las causas de los sucesos, en sus leyes y consecuencias económicas, sociales y políticas. En la exposición, o sea, en el momento de la generalización, podía deslizarse la subjetividad, pero esta no debía afectar la noción objetiva del hecho. Evitar el sofisma en las interpretaciones manteniendo la objetividad lograda por la erudición era un presupuesto del método propiciado. Esto tenía otras implicancias.

Ricci pensaba que existe lo real que es la Verdad absoluta, inaccesible a nuestra razón, y solo podemos captar sus aspectos fenoménicos a través de verdades relativas que caben en nuestras categorías mentales, y son éstas las verdades que busca el historiador con el método cartesiano. En este punto su pensamiento se nos manifiesta tributario de Kant, y en historia ese método debía ser realista, concreto, sujeto al dato preciso tal como lo pone de relieve el análisis filológico. Todo lo demás era metafísico.

Dos temas de orden práctico complementaban sus preocupaciones.

La primera se refería a la repercusión que los estudios realizados en Argentina podían tener en otros centros de investigación. Esa inquietud lo llevó a destacar la buena acogida que sus seminarios tuvieron en autoridades de otros países como P. Taubler de Heidelberg, William N. Bates de Pensilvania o de R.P. Errandonea del Colegio de la Compañía de Jesús de Azpeitía (España).

La segunda era sobre la aptitud del estudiante argentino. Aseguraba que los trabajos que surgían de sus seminarios podían sostener la comparación (en algunos casos con ventaja) con los que se llevaban a cabo en las escuelas de especialización de cualquier universidad americana o europea. Esos seminarios contribuían “a probar la aptitud del joven argentino para la labor científica, y a destruir el renombre negativo que se le ha forjado de retórico, literario, imaginativo, reacio a la dedicación paciente, severa, sin vanidad y sin platea que la tarea investigadora requiere.” Agregaba que se ha repetido que el estudiante argentino “es libresco, repetidor, verbalista” y “que lee mucho pero estudia poco”. Negó Ricci esta creencia afirmando que los resultados probaban lo contrario.

Estas expresiones nos acercan a lo que Romero debió experimentar en su momento formativo, que era a su vez un momento clave de la formación historiográfica de nuestro país. Se pasaba entonces con Ricci de la historia poco rigurosa a otra basada en el examen escrupuloso de las fuentes con la filología y la comparación de textos.    

Por su parte, no es visible en Romero ninguna influencia de Claudio Sánchez Albornoz, contrariamente a lo que a veces se ha supuesto, como tampoco se observa que haya influido en el historiador español o en sus discípulas[14]. Sánchez Albornoz había consolidado en los años posteriores a 1940 su concepción sobre la historia de España organizada a través de la Reconquista (despoblación y repoblación del valle del Duero y caracterización de Castilla como tierra de hombres libres en el mundo feudal con desarrollo posterior de hidalgos y debilidad burguesa), y ya se revelaba impermeable ante nuevas interpretaciones. No obstante, le dio a Romero un espacio para sus monografías. No fue un aporte menor. Apenas instalado en la Universidad de Buenos Aires (después de un breve paso por Mendoza) fundó Cuadernos de Historia de España, y en parte por el paupérrimo panorama del medievalismo español durante el franquismo, y en parte por la labor que se desarrollaba en Buenos Aires, esa publicación adquirió un considerable reconocimiento, y ya en su primer número apareció una contribución de Romero (1984k).

El contraste entre el análisis de este último y el director de Cuadernos, muy atado al seguimiento de hechos políticos e institucionales, era evidente. Romero no se privó por otra parte de manifestar sus convicciones: en el artículo sobre san Isidoro, declaró que la temprana Edad Media era mejor conocida en la superficie de la historia externa que en su significado en la cultura occidental. La afirmación suponía (en tono impersonal) una crítica a una porción por lo menos de la obra de Sánchez Albornoz, aunque debe subrayarse que no toda ella entra en ese tamiz. También es imprescindible destacar que Sánchez Albornoz tuvo la suficiente amplitud de miras como para aceptar la colaboración de un colega con una idea muy distinta a la suya sobre la indagación del pasado, y del mismo modo aceptaría más tarde monografías de otros historiadores que tampoco participaban de sus concepciones, aunque en verdad esa tolerancia estaba acotada a los temas que él no estudiaba y desaparecía ante el que cuestionaba (de manera explícita o sobrentendida) alguna de sus tesis[15]. Es ese último un matiz que debe tenerse en cuenta porque ayuda a entender las poco sencillas condiciones de preservación de la autonomía intelectual en ciertos contornos académicos.

No fue Ricci la única influencia que recibió Romero en su camino por el medievalismo. Otras, que le llegaron por medio de lecturas fueron decisivas a la hora de establecer su orientación. Dos se destacan especialmente: Augustin Thierry y Henri Pirenne.

  •  Agustin Thierry y Henri Pirenne

Aquí estamos ante dos figuras que al contrario de Ricci son ampliamente conocidas. Solo apuntemos que Augustin Thierry, influenciado por el romanticismo, puso en escena hombres que han vivido y no personajes eternos. Es una característica que detectó Romero, que lo denominó discípulo de Walter Scott y Chateaubriand, aclarando que si bien no participaba “de los caracteres estrictos del pensamiento histórico del Romanticismo, sí [participaba] de una de sus peculiaridades más hondas: la búsqueda, el esbozo, la curiosidad” (Romero, 1944). Además debió atraerlo el hecho de que Thierry siguió el desenvolvimiento de las luchas de 1830 y 1848 de los burgueses, e incluyó en un lugar relevante a los movimientos comunales (Thierry (1884a) (1884b) (1944)). Como indicó Halperin Donghi (1992: 81 y ss), con esto originaba una historia social que no implicó eliminar a la historia política sino profundizarla, y con esto se situaba muy cerca de las perspectivas que Romero desarrollaba.

De Henri Pirenne ((1937) (1971) (1981a) (1981b) (2009)), por su parte, retomó su esquema de evolución económica y social sobre el cual fue apuntando sus investigaciones sobre la historia social a través de sus manifestaciones culturales. Era especialmente adecuado para analizar el renacimiento comercial del siglo XI que le permitía comprender el ascenso del burgués. También debieron atraerlo la proximidad de Pirenne con Karl Lamprecht, y de hecho su explicación se contraponía a postulados estrambóticos, como el que proclamaba que el feudalismo se originó por la introducción del caballo en el arte militar, tema sobre el que se llegaron a escribir tratados muy eruditos, uno de los cuales elaboró Sánchez Albornoz y lo publicó en Argentina en 1942, justamente cuando Romero concretaba sus primeras publicaciones como medievalista[16]. Esta cuestion se insertaba en el antecedente de la discusión alemana sobre Natural o Geldwirtschaft, y del desarrollo de los Annales de Lucien Febvre y Marc Bloch.

Subrayemos que en las elaboraciones de Pirenne las luchas de los burgueses no desaparecieron pero disminuyeron notablemente su importancia si se compara con el lugar que les había dado Thierry, en la medida en que la cuestión central del desenvolvimiento de la burguesía radicó en el engranaje económico a través de la circulación de mercancías y la organización jurídica que lograba con apoyo gubernamental. Es de importancia que retengamos estas diferencias, porque en este aspecto Romero representó un giro hacia la dimensión subjetiva (ideológica y política) de las transformaciones de los siglos XI y XII, en el cual el papel del comercio estuvo presente pero como medio que habilitaba la acción social.  En este aspecto puede decirse que recuperó un aspecto sustancial del Thierry actualizado por la proposición económica general de Pirenne y por sus propias pesquisas sobre los testimonios del período. De ambos predecesores rescató también la contribución que en ese devenir recibieron los burgueses de un nuevo protagonista, las monarquías.

Si bien aplicó la tesis económica de Pirenne, no dejó de estar atento a los estudios que restringían o limitaban algunas proposiciones del historiador belga. Así por ejemplo, en el ya mencionado estudio de 1950 sobre el espíritu burgués y la crisis bajo medieval, llamaba la atención en nota de pie de página sobre la diferencia que Nicola Ottokar había establecido entre ciudades italianas por un lado, y flamencas y francesas por otro. Es un matiz de importancia, porque una de las cuestiones críticas que se le presentó a la tesis de Pirenne estuvo en los que la admitieron para las ciudades flamencas o alemanas pero no para las que ellos analizaban fuera de esas áreas. Esta ha sido la posición de Ottokar que no creyó que la concepción de Pirenne pudiera aplicarse a la ciudad italiana[17].

3.4.     Paralelismos e inclusión en una vanguardia

Pirenne señaló en muchos aspectos un giro en el medievalismo, y su nombre se une al de Marc Bloch. Pero si su aporte fundamental estuvo en el proceso comercial urbano y el de Bloch en el examen de la sociedad feudal, en la historia agraria comparada y en la antropología, el análisis de las estructuras políticas en su relación con distintas instancias de la sociedad civil tuvo otros cultores. Fueron excepciones que se apartaron de la enumeración de hechos para incursionar por otros análisis. Obviamente Romero  figura en una primera línea en estos estudios, aunque hubo otras excepciones.

Una fue Otto Hintze (1968), que, bajo la influencia de Max Weber elaboró sobre elementos sistémicos del armazón político feudal en su relación con el constitucionalismo. Su criterio de que la estructura social condicionaba la constitución política, la comparación que estableció con el despotismo oriental (problema clásico del pensamiento político) y sus observaciones sobre las ciudades-estado griegas, le permitieron captar la peculiaridad de la organización estamental del feudalismo. Estos análisis nos conectan con Romero en lo que atañe a instancias de gobierno que por debajo del Estado, y en virtud de individuos provistos de derechos subjetivos patrimoniales, anulaban cualquier posibilidad de concentración de poder en el centro. El estudio se orientó de esta manera hacia los fundamentos históricos de la conexión entre la sociedad política y la sociedad civil, es decir, entre el vértice que tiene hoy el monopolio de la coacción social y las organizaciones que acotan el ejercicio de ese monopolio en la forma occidental de gobierno.

En una similar línea de trabajo aunque más cercana a la visión de Romero por la importancia que otorgó a la burguesía, se desarrolló la labor del marxista heterodoxo Leo Kofler, cuyo libro sobre la evolución histórica de la sociedad civil burguesa (Kofler 1948) figuraba en la biblioteca personal de Romero. En este estudio se observan muchos elementos paralelos a los que elaboraba, y que tuvieron su consumación en La revolución burguesa, incluyendo conceptos cercanos a los de formas transaccionales. De todos modos el examen  de Kofler lleva a la convicción de que no ejerció una influencia directa en Romero, aunque es posible que haya contribuido para afianzar sus ideas, lo cual no es nada despreciable. Dejando las suposiciones de lado, concentrémonos en similitudes.

Ante todo la que fue dada por la hostilidad del medio, porque Romero padeció la proscripción política entre 1943 y 1955, a lo que se sumó la animosidad de los historiadores tradicionales que se prolongó más allá de la caída del gobierno peronista (algunos nunca renunciaron al insondable rencor que sentían por el historiador que con su sola presencia había perturbado sus cómodas instalaciones en el positivismo). Kofler por su parte, con su marxismo heterodoxo, padeció la beligerancia de las autoridades de la República Democrática Alemana, debiendo emigrar a Occidente, aunque en su nueva residencia recibió la hostilidad de los que lo consderaban demasiado marxista. Esos avatares de la existencia personal tuvieron sus ecos en la consideración historiográfica, porque ni Kofler ni Romero figuran entre los nombres que hoy manejan los medievalistas, a lo que debe añadirse que la vía de reflexión de Otto Hintze (y de otros historiadores alemanes) fue abandonada en la posguerra bajo la sospecha de que alimentaba las concepciones corporativas derrotada en 1945[18].

En estos historiadores resalta otro rasgo compartido que estuvo dado por el enfoque y los objetivos, porque Romero usó fuentes literarias y cronísticas, Kofler solo manejó bibliografía y Hintze combinó bibliografía con textos legales, pero los tres se distinguieron por una predisposición reflexiva destinada a captar el armazón de ideas que impulsaban la actividad social. Mientras que Hintze veía esas ideas en las prácticas que las normas jurídicas traslucían e impulsaban, Romero y Kofler apoyándose en Pirenne se dedicaron a captar matrices de pensamiento que surgían de la meditación que sobre la realidad efectuaban los actores sociales para modificarla. Consagraron su atención en ciertos individuos a los que creyeron representativos de ese proceder.

Esta incursión por una historia sustancial, llevó de por sí a seleccionar de la multiplicidad de hechos que se le presentaban al historiador los que éste juzgó significativos, y a partir de ese primer proceder avanzar en esa comprensión de la profundidad del proceso. Inevitablemente Hintze, Romero y Kofler, prescindieron de muchos datos que el positivista se obligaba a registrar (la memoria era la cualidad más atendida por los historiadores), y en base a ese proceso abstractivo avanzaron hacia esa dialéctica entre ideas, acción y realidad que les interesaba develar a los dos últimos en el proceso bajo examen, mientras que el primero se inclinó por detectar la objetivación institucional que surgía de esa confrontación entre realidad e ideas.

Ese trabajo que pasaba por escoger situaciones relevantes prescindiendo de muchas otras fue similar al que aplicó Pirenne para su Historia de Europa, redactada durante la primera guerra mundial (Pirenne 1981a).Entonces prisionero de los alemanes, alejado de bibliotecas y ficheros, sintetizó en esa obra treinta y cinco años de investigaciones privilegiando una interpretación global que debió construir con las informaciones esenciales que había retenido. Ese relativo distanciamiento del dato para reflexionar mejor se reprodujo en la escritura de la Revolución burguesa, y posponiendo detalles pudo Romero concentrarse en lo esencial[19]. En este camino otro punto de encuentro entre este último y Pirenne es que ambos prepararon sus libros fundamentales con monografías en las que examinaron los pormenores de problemáticas que luego integrarían en la obra mayor[20]. En esos estudios particulares la erudición fue un prerrequisito[21].

Otro aspecto que se denota en la comparación es la importancia que tuvieron las lecturas formativas en estos historiadores. Pirenne recibió la influencia de Karl Lamprecht (que en 1909, había fundado un instituto para investigaciones de historia económica y social en Leipzig), y Weber tuvo proyección en Hintze. Por su parte Kofler poseyó una sólida formación teórica en el marxismo (en sus escritos brota la presencia de Lukács) y Romero tomó su inspiración de un abanico de lecturas filosóficas y literarias. Su caso es notable y al mismo tiempo sintomático de una forma de trabajo. Veámosla.

Las menciones de bibliografía interpretativa en Romero son escasas. Los estudios de erudición destinados a apoyar su exégesis de textos son un poco más numerosos, pero la mayor parte de sus referencias se corresponden a fuentes primarias. Sobre ellas profundizó y con ellas compraró contenidos y formas para establecer razonamientos sobre la situación histórica. Las menciones de filósofos o de literatos han sido solo ocasionales y dispersas. Sin embargo, un vasto respaldo de lecturas se presiente en la densidad del análisis, en las proyecciones que estableció a través del tiempo y en el traslado de su mirada de una región a otra.

  • Décadas de 1960 y 1970
    •  La revolución burguesa en el mundo feudal: reseña y actualidad 

La revolución burguesa en el mundo feudal, libro publicado en Buenos Aires en 1967 en el que Romero aborda la historia social de la Edad Media con especial atención en el surgimiento de la burguesía en los siglos XI y XIII, marca un hito en la historiografía argentina. Vayamos a su análisis.

Con las invasiones bárbaras se inicia el estudio, lo que implica un cambio con respecto a su síntesis de Breviarios en que ese incio se situaba en la crisis del siglo III. Con los bárbaros, a las formas híbridas dadas por la confluencia del legado cultural de Roma y del cristianismo, se agregó el influjo germánico, y se dio entonces una yuxtaposición de ideas y creencias. La economía y la sociedad no configuraban una estructura fija sino una situación cambiante por la acción social, y en esa inestabilidad se delineó una nobleza de nacimiento y otra de servicio. Su ascenso era más político que económico acarreando una diferenciación marcada por el estatus, y a partir de esa disparidad estamental delineó sus intereses de clase, análisis que en buena medida concuerda con medievalistas actuales (como Wickham (2005)), que hablan del tránsito de la sociedad de rango a la de clases, siendo la práctica política el instrumento de cambio.

Si bien decayó la antigua cultura erudita, los altos representantes de la Iglesia salvaron ese legado, cuestión cuya importancia es hoy considerada por los historiadores[22]. Revivieron asimismo convicciones paganas sobre las que se superpuso el cristianismo; se difundió la creencia en lo sobrenatural y se determinó la tendencia a no discriminar entre realidad e irrealidad, o a formar la realidad de una irrealidad muy rica, con seres celestiales y demoníacos que actuaban sobre el mundo sensible. Entre esos seres estaba Dios que daba muestra de su ira a través del fuego, de la peste o de las enfermedades, y se creyó imprescindible operar para apaciguarlo. Los santos, y en especial sus reliquias, adquirieron importancia porque el cristianismo les trasladó poderes taumaturgos. Junto a esas prácticas litúrgicas una gama de magos y hechiceros competía con los sacerdotes. Recordemos sobre esto que ya desde su primera síntesis medieval advirtió Romero sobre el peso que tuvieron las tradiciones paganas, conclusiones que avalan los estudios actuales, ya sea en la convivencia de seres extraordinarios, en la importancia del santo o en las intervenciones sobrenaturaes [23] . Estas cuestiones eran muy originales cuando publicó.

La Iglesia aportó también la concepción de un poder articulado en jerarquías, ordenamiento en el que la institución se situaba en su cumbre dando un aporte estabilizador, y con el ideal de que lo terrenal se subordinada a lo divino trabajó para someter al poder civil. Este accionar de la Iglesia significa entonces que no estamos ante una mera situación folclórica compuesta solo por magos y hechiceros, y en consecuencia no se logra una representación adecuada si se considera a la Edad Media como un espacio teñido por el primitivismo y solo accesible al estudio mediante la antropología como creyeron después algunos medievalistas[24]. Romero por el contrario, con un acercamiento más general (aunque debe lamentarse que haya carecido de conceptos antropológicos como el del don), puso en relación lo popular y lo erudito religioso para seguir la interacción de niveles sacros paganos y cristianos (del pueblo y de la élite), y en esto superó a mucho de los que lo sucedieron en estos estudios.

Con los componentes que se han descripto, el esquema de aristocracia, monarquía e Iglesia quedó así esbozado, y fue el fundamento del orden cristiano feudal que sobrevino tras la disolución del Imperio Carolingio. En este período feudal, entre los siglos IX y XI, los señoríos se convirtieron en unidades políticas casi autónomas, y se constituyó la etapa previa al período feudo burgués que se extendió entre los siglos XI y XIII. Empecemos por la era feudal.

Adquirió importancia la lealtad personal fundada en el servicio de armas y la entrega de tierras; con la parcelación de fuerzas, la violencia adquirió relevancia y con ella sobrevino la inseguridad. En estas disquisiciones de Romero se detecta la aplicación de elementos weberianos en lo que respecta a equilibrios de fuerzas en pugna y liderazgos carismáticos. 

Esa sociedad no se encerró en sí misma: muchos emigraron a nuevas tierras, pero esto no fue fortuito porque la lucha por la tierra había llegado a ser la causa fundamental de los conflictos. Esa tierra ocupada se poblaba progresivamente de señoríos. Es notorio en lo que hace al mecanismo de expansión el paralelismo que ofrece su descripción con la que en la década de 1990 propuso Robert Bartlett (2003), que vio en el traslado de señores de segundo orden a nuevos territorios un dispositivo esencial de la ampliación geográfica del sistema.

En  esas circunstancias se elaboraba la ideología característica de la sociedad feudal, establecida en base a “tres órdenes”. La importancia de esta representación en los inicios del segundo milenio para el funcionamiento de la sociedad fue destacada por la historiografía posterior, y más allá de las controversias que suscitan otras representaciones más tempranas con ciertos matices que las diferencian de la versión eclesiástica de Adalberón y de su similar redactada por Gerardo de Cambrai, se mantiene en pie la matriz que Romero indicó sobre la centralidad que tuvo para esta sociedad[25].

Con la aristocracia hostil a la monarquía, nacieron los “barones rebeldes”. Las tierras que todavía habían permanecido libres se convirtieron en feudos que un señor superior otorgaba a sus vasallos a cambio de servicio militar.  Los más humildes por su parte recibían sus porciones con la condición de dar trabajo o rentas. Los feudos se tornaron en jurisdiccionales, es decir, en distritos sobre los cuales los señores ejercían soberana y hereditariamente su autoridad. Esta importancia del señorío jurisdiccional (que los franceses llaman banal) la confirma la investigación posterior; por el contrario, cuando Romero escribía, y aun más tarde, no faltaba el afamado especialista convencido de que había sido producto de una instauración tardía, lo que constituye un sorprendente error conceptual[26].  Pero a diferencia de los medievalistas que ven el inicio del régimen feudal hacia el año mil, Romero concebía que ya en la época carolingia predominaba este sistema, cuestión sobre la que coinciden hoy destacados investigadores[27].  

En este período surgieron otras tendencias. Los normandos conquistaron Inglaterra y el reino de las Dos Sicilias, se activó la Reconquista ibérica, el dinero y las mercancías, que con la conquista de los árabes habían dejado de utilizarse, comenzaron a circular nuevamente gracias a la progresiva debilidad del califato. En esta descripción está contenida la tesis de Pirenne.  

La Iglesia se organizó, infundió en la nobleza el espíritu de cruzada canalizando sus energías belicosas en la tarea de ensanchar la autoridad pontificia y la cristiandad; esas expediciones engrandecieron el poder nobiliario. Este estamento a su vez defendió sus prerrogativas ante los burgueses que surgían. Frente a ellos los nobles adquirieron un fuerte sentimiento de clase, y la entrada en sus filas fue cada vez más difícil para los advenedizos. El ingreso a la caballería se revistió de un ceremonial cortesano que se confundía con un ritual religioso destinado a exaltar el carácter misional del oficio. Sobre esto, y atendiendo aspectos particulares como el rol de la vestimenta en la diferenciación estamental, Le Goff (1982) confirmó y perfeccionó posteriormente el análisis de Romero.

Las mentalidades tuvieron su trayectoria. Durante las convulsiones que siguieron a la disolución carolingia los terratenientes siguieron luchando por tierras, prestigio y poder, y su mentalidad baronial nacía de las necesidades de la acción, y el heroísmo como valor de la temprana Edad Media fue un concepto de Romero que reiteran historiadores actuales (Faith (2020: 29). Cuando la aristocracia aseguró su hegemonía desarrolló la mentalidad de tipo cortés (el lujo y la cortesía), a lo que no fue ajena la monarquía que coronaba el edificio feudal. Sobre esta base la Iglesia logró que los aristócratas adoptaran la defensa de la fe, obteniéndose así la mentalidad caballeresca, que en su forma extrema desembocó en una concepción monacal y en las órdenes militares. Junto a estas formas se desarrolló la vida contemplativa de los monjes y la existencia más activa de los sacerdotes administrando los sacramentos y predicando. Esta militancia religiosa trajo la necesidad de la sabiduría, porque la revelación podía ser pasible de someterse al convencimiento racional. La necesidad de iluminar la fe con la razón condujo a la filosofía y al individualismo de Abelardo, aunque también despertó la reacción adversa de los tradicionalistas que decían que bastaba con la fe.

Si bien estas cuestiones son hoy conocidas, en la década de 1960 apenas se vinculaba, como hizo Romero, esa actividad intelectual con el contexto social urbano, actividad racionalista consagrada a conceptualizar el ser e iluminar la fe que provocó encendidas reacciones[28].

Con la consolidación de la aristocracia y de la Iglesia surgió una sólida ortodoxia. No desapareció la creencia en seres extraordinarios, y se siguió conjeturando que la realidad sensible se explicaba por la irrealidad que solo podía ser revelada por designio divino a través de sueños o visiones.

El mundo aparecía ordenado con una jerarquía inmutable y un destino trascendental. Sin embargo ese mundo estaba en movimiento: avanzaban las fronteras, el comercio irrigó la economía natural de autoconsumo disolviéndola, los nobles ocupaban nuevas tierras, los ministeriales enriquecidos y los burgueses en ocupaciones mercantiles se aliaban, y de esa alianza surgiría el patriciado. Con este nuevo cuadro se generó el inconformismo social y los conflictos (a los que contribuyeron los herejes) se desplegaron desde las postrimerías del siglo XI. En especial en sitios mercantilizados se desencadenaron tensiones que cristalizaron en movimientos burgueses opuestos a los señores. Unidos por juramentos estos disidentes formaron grupos compactos que cobraban conciencia de sí mismos y desembocaban en una organización institucional (gremios o comunas). Estos alzamientos, intensos en el siglo XII, se inscribían en la crisis más general del período, la religiosa, que, al debilitarse el orden tradicional proporcionaba la oportunidad para el estallido. Las tensiones sociales se transformaron en tensiones políticas y en luchas por el poder, que fueron agudas en ciudades dominadas por los obispos, en las cuales los burgueses tuvieron que esforzarse por su autonomía.

Romero consideró que los movimientos urbanos, junto a los cuales incluyó las conquistas campesinas de nuevos territorios, se dirigieron contra los señores que no aceptaban a los burgueses y sus nuevas propuestas de organización. Esos señores eran principalmente eclesiásticos. La indicación sobre el matiz es aguda, pero juzgó que la comuna afectó al viejo orden en su integridad, y habría sido un cambio innovador que la nobleza solo aceptó resignadamente por obligación. Esta propuesta se inscribió en su tesis general sobre esos movimientos como disrupciones burguesas tesis que en sus estrictas definiciones descarta cualquier posibilidad de que las comunas hayan participado en la reproducción del sistema, y por esto la repulsa específica de los eclesiásticos solo la interpretó, en este régimen interpretativo, como la expresión general del asunto: con el cuestionamiento a la Iglesia se cuestionaba todo el ordenamiento social. Esta tesis, que no explica cómo podían entonces participar miembros del estrato de poder en expresiones anticlericales, remite a una conjetura: la Iglesia proporcionaba la ideología de la clase dominante. Se planteó así una procedencia única de la ideología que comparten hoy otros medievalistas, pero que deja de lado el hecho de que en realidad, siguiendo la conceptuación de Hintze, la clase dominante en la Edad Media estaba formada por una diarquía, y esto supuso diferencias entre laicos y eclesiásticos que ningún medievalista ignora. Si bien la problemática remite a su vez al concepto de la Iglesia como institución total, lo que ahora importa es que esas diferencias se expresaron en los gobiernos burgueses que fueron aceptados por monarcas y rechazados por eclesiásticos. Esa desemejanza remitía a su vez  a que obispos o abades que residían en una ciudad no tenían necesidad de delegar poder para dominar y además deseaban mantener en sus manos todas las riendas del gobierno para ejercer una ajustada vigilancia contra herejes y cismáticos religiosos[29]. Por consiguiente podemos afirmar, modificando parcialmente la tesis de Romero, que esos movimientos comunales no se dirigieron contra todo el sistema imperante sino contra los que impedían la organización burguesa en los municipios. Es una interpretación a la que han adherido los que estudiaron el problema en los últimos tiempos[30].  

No obstante lo dicho, Romero reconoció que la violencia no se dio en todos lados porque en muchas ciudades los señores (particularmente los laicos) admitieron el gobierno burgués. Esta afirmación contradice el sentido revolucionario con el que en términos globales consideró esos movimientos, y esto se debe, en gran medida, al seguimiento del fenómeno con solo transitorias plataformas de sistematización. En estas últimas los movimientos comunales son considerados como rupturas revolucionarias generales contra todo el régimen señorial, pero en cuanto llega a la inspección de casos particulares esa generalidad se acota. Aparecen entonces en el relato las mencionadas aceptaciones de aquellos poderosos (como los monarcas o los señores que tenían un poderío similar) que necesitaron del gobierno burgués para consolidar su dominio. En este punto, se nos presenta la precariedad de un esquema desbordado por la riqueza del devenir en observación.

Concreciones como la indicada por Romero establecen un enunciado más rico y preciso que el dado por una supuesta e inexplicable diferencia en esto entre ciudad y campo como planteó por ejemplo Robert Fossier[31] (percepción que inercialmente adoptan muchos medievalistas). Dijo además Romero sobre esto, que otorgar cierta participación en el gobierno a un grupo responsable de burgueses no importaba mayor riesgo político y ofrecía por el contrario ciertas garantías de sujeción y solidaridad. Eran iguales los móviles que tenían reyes y emperadores, porque ceder cierta jurisdicción de la ciudad comportaba la ayuda de un grupo social. Esta observación se complementa con otra que restringe el alcance de esa delegación de mandos, porque notó con acierto que en la medida en que la monarquía se sintió fuerte comenzó a recuperar parte de los poderes que había delegado. Esto último es confirmado por el intervencionismo de los corregidores en las urbes de España, lo que provocó con el tiempo algunas notables reacciones por parte de las oligarquías concejiles (Mackay  (1985)).

La burguesía necesitaba ese gobierno para obtener sus reivindicaciones. Allí donde alcanzaba el gobierno se alteraba la relación tradicional con el señor, y en consecuencia se transformaba el orden vigente. Por esto, al dejar de lado la solicitación de franquicias y exigir la comuna, los movimientos burgueses se radicalizaban. No todos triunfaron; en algunos solo se lograron acuerdos transaccionales. Estamos aquí ante un tema clave de Romero, no tanto por la extensión con que lo trató en su libro sino por el significado que le otorgó tanto para el desarrollo de la sociedad de la última parte de la Edad Media como para la evolución posterior de Occidente. La aparición de la burguesía y su llegada a los gobiernos municipales adquiere aquí un valor histórico universal, y esta interpretación se alineaba en esos momentos con la tradición clásica. Sin embargo en los años posteriores a la publicación de La revolución burguesa los medievalistas se iban a apartar de esta interpretación de manera creciente.

La nueva situación urbana tuvo su expresión en el reforzamiento de las monarquías. Los reyes que habían aminorado su poder por las concesiones que debían dar a los señores encontraron un aliado para revertir ese debilitamiento. Nació así una alianza que beneficiaría a las dos partes, a los soberanos que marchaban hacia una autoridad que se concibió como absolutista, y a los burgueses que verían confirmadas las prerrogativas conquistadas de hecho. Esta interpretación, que se inscribía en la línea de pensamiento de Hegel, Marx, Weber y Pirenne, fue objetada desde los últimos treinta años del siglo XX. 

Las objeciones pueden dividirse en dos grupos. En el primero se ubican los que se han negado a hablar de cualquier forma de Estado para las Épocas Medieval y Moderna: Clavero (1981); Hespanha (1989); Schaub (2001); Guerreau (2001). Consideran que la monarquía en esos períodos no había logrado el monopolio del control legítimo sobre el conjunto del espacio (es una definición del Estado de Weber), lo cual era inevitable en el contexto de soberanías privadas. Es posible que en esta hipótesis haya mediado una influencia foucaultiana por la cual se ha desplazado un problema clásico de las ciencias sociales como es el del Estado moderno, por la más general e imprecisa cuestión del poder[32]. Al respecto, es difícil saber cómo se compatibiliza la negación radical de toda forma estatal con atributos del Estado como el burócrata, el parlamento, la cancillería, las aduanas externas y una legislación que pretendía tener un alcance general y que coexistía con el derecho foral de los señores. Esos atributos son los que permiten decir que si bien el Estado tardío medieval todavía no existía en su plenitud, en la medida en que la burocracia apenas había comenzado su desarrollo, el rey conservaba tanto su base patrimonial como un derecho de arbitrio alejado de la impersonalidad de la jurisprudencia estatal, y no se había concretado la igualdad legal de los súbditos, además de persistir enclaves territoriales gobernados por señores con plenos poderes jurisdiccionales (lo que se sintetizó en la fórmula “de mero y mixto imperio”), el Estado había comenzado su existencia como Estado propiamente dicho, y esto se reflejó posteriormente en Maquiavelo (Bobbio, (1989: 65))

Un superior interés tienen las tesis del otro grupo de historiadores. Son los que coinciden en que el carácter de clase de la monarquía bajomedieval y moderna ha sido feudal, tesis expuesta en su momento y de la manera más contundente por Perry Anderson (1979)[33]. Más allá de que esta caracterización se opone a la paráfrasis clásica sobre un Estado favorable a la burguesía que defendió Romero, se imponen aclaraciones. Por una parte, si bien consideró que los monarcas se aliaban con los burgueses para enfrentar a los señores, no desconoció sus inclinaciones aristocráticas ni sus alianzas con los linajes más encumbrados ni su participación en la sociabilidad cortesana. En este carácter, y como lo había visto Pirenne, restringía la fase revolucionaria del burgués al período inicial de la ciudad (siglos XI y XII).

Por otra parte su concepción sobre el vínculo entre el rey y las élites urbanas no se revela equivocada. La superación de esa dinámica contradictoria por la cual el rey al buscar aliados en los señores se debilitaba concediendo feudos, ha sido explicada por Anderson mediante una incorrecta periodización sobre la génesis del Estado Absolutista, y una percepción instrumental muy poco sofisticada del mecanismo de concentración de poder en el rey. Cuando Anderson afirmó que la clase feudal, para superar la crisis del siglo XIV, decidió depositar el poder en manos del monarca y de sus funcionarios, sostuvo al menos dos errores. En principio incurrió en un desajuste cronológico ya que los orígenes del proceso son anteriores a la crisis del siglo XIV. En segundo lugar, depositó en la aristocracia la iniciativa de concentrar el poder en el monarca, conducta que ningún documento revela. No es el momento para desplegar estas observaciones. Baste decir que sin negar la actual opinión sobre el carácter feudal de la monarquía (así lo demuestran los mecanismos tributarios y los señoríos que terminaron consolidándose con el mayorazgo), es necesario rescatar el análisis expuesto por Romero. Es decir, se requiere una explicación sobre el sustento de la monarquía por fuera de la indicada contradicción del feudalismo. En este sentido, la alianza entre la Corona y los concejos urbanos recupera su pertinente estatuto explicativo, cuestión que Romero puso de relieve, y prácticamente todos los estudios que se han realizado en las últimas décadas sobre las ciudades han destacado el papel que jugaron sus oligarquías en la fiscalidad y en el control del territorio circundante a la ciudad[34]. Igualmente es sabido que la presencia de los representantes de las urbes en la curia plena del rey (a la que concurrían los grandes vasallos laicos y la jerarquía eclesiástica) transformó esa antigua institución en los parlamentos estamentales. Todas estas cuestiones son conocidas por los historiadores que no pueden omitir que sin ese soporte urbano la tributación del realengo no se hubiera implementado. De hecho, pretender aplicar el modelo de Anderson para dar cuenta no solo de la formación de Estado feudal centralizado sino también de su funcionamiento choca con los datos de la realidad.

Esta apoyatura de los monarcas en las ciudades no significa que el Estado haya tenido un carácter capitalista; por el contrario, hoy se sabe que esa alianza se destinaba a preservar el feudalismo. No se desvinculaba de esta actitud el hecho de que esas oligarquías urbanas estaban compuestas por artesanos enriquecidos o por propietarios de tierras y ganados con residencia urbana (prácticamente todo el estrato económicamente elevado de la ciudad tenía tierras), o bien podían ser funcionarios del gobierno central o comerciantes. Estos últimos eran entonces solo una parte de las oligarquías urbanas, proporción que podía variar de acuerdo con las diferentes ciudades (por ejemplo en Burgos era el estrato más importante mientras que en Ávila lo eran los caballeros villanos propietarios de tierras y ganado). Se sabe también que esos caballeros villanos coincidieron en sus actividades ganaderas con los grandes señores y que los artesanos procuraron preservar los privilegios de sus oficios, como lo mostró Romero, y su actitud fue más bien conservadora. Inevitablemente el panorama era mucho más variado de lo que surge de los estudios de Pirenne ensimismado en las ciudades flamencas donde el comercio tenía un gran peso.

Sobre esto recordemos que Romero no apeló a una definición rígida de la burguesía, porque no solo la consideró formada por un grupo heterogéneo sumergido en la economía monetaria, sino que estaba sujeto a tensiones y cambios. En especial cuando llegaba al gobierno, nuevos artesanos enfrentaban su poder con insurrecciones de las que participaron los asalariados, tema que si bien lo desarrolló en Crisis y orden, lo atendió en la obra que se comenta. Los que se oponían a las oligarquías urbanas, mostraban que era necesario ajustar periódicamente los mecanismos de poder en una sociedad de gran movilidad. Su objetivo era la política fiscal del patriciado, aunque también exigieron un papel en la conducción económica. Representantes de esos grupos lograron acceder a algunos gobiernos renovando al patriciado, y esto es confirmado por la investigación actual tanto para la Época Medieval como para la Moderna[35].

Según Romero los burgueses constituyeron un grupo de presión en sus inicios, organizado bajo un principio de cohesión que les permitía sobrellevar sus diferencias. Operaban con realismo y agilidad para adecuarse a situaciones cambiantes con el objetivo de llegar al poder, pero solo algunos sectores del inicial grupo de presión lograban convertirse en grupos de poder político. Si bien terminaron por transformar ese poder en privilegios, y los viejos y los nuevos sectores enfrentados debieron buscar fórmulas transaccionales que les permitieran coexistir, sus luchas cuestionaron la autoridad de los señores. Estos párrafos consagrados a la praxis urbana nos proporcionan conceptos (fórmulas transaccionales, grupos de presión, grupos de poder, traslación de experiencias), que Romero creó para dar cuenta de una situación cambiante. Los historiadores posteriores no produjeron conceptualizaciones significativas para captar el hecho político de tiempos prepolíticos, y Romero tiene en esto una importancia compartida por Jan Dhondt.          

El gran protagonista de estos cambios fue la ciudad. Allí no solo se desplegó la economía monetaria con nuevas formas de vida social, sino que también se elaboraron nuevos hábitos políticos que se institucionalizaron y se transfirieron a reinos y señoríos. Una premisa de este desarrollo estuvo en los estatutos urbanos que instauraban vínculos contractuales entre los moradores provistos de garantías y derechos, con lo cual un cuerpo civil se transformó en un cuerpo político (cambio que se observa en la legislación y que justifica que se la mencione como sustento de la narración en un momentáneo alejamiento del protagonismo de las crónicas). Pero debe tenerse en cuenta que esas libertades fueron conquistadas a costa de conflictos o, en todo caso, a través de enérgicas tensiones. En esto radicó la base para que los grupos que se constituyeron como sociedad civil conquistaran con su rebelión un nuevo estatus en virtud del cual configuraron también un cuerpo político. La ciudad, antes gobernada por un señor, comenzó a depender ahora de un cuerpo colegiado asentado en un sentimiento comunitario, y de este modo constituyó una isla en un proceso de diferenciación política[36]. Esta trayectoria de los burgueses no fue planificada en el largo plazo sino que fue el resultado de una acción espontánea y de una forma de vida, fenómenos que obligaron al señor a ceder. No existió un gran proyecto inaugural sino experiencias que permitían elaborar propuestas inmediatas a través de un aprendizaje empírico que incluía avances, tanteos y reflujos momentáneos para reiniciar el emprendimiento.

Si el cambio político fue trascendental, no menos significativa fue la mentalidad del hombre nuevo. Era una mentalidad construida espontáneamente por mercaderes, juglares o simples viajeros que conocieron territorios, ideas y costumbres hasta entonces ignoradas, y por artesanos con oficios diversos. Todos ellos sustituyeron la imagen de un mundo inmutable por la de otro cambiante. Con esa experiencia nació también la imagen del hombre que dependía de sus propias fuerzas para hacer su vida, concepto que algún medievalista en nuestros días ha revalorado y que Eric Hobsbawm trataría para el mismo tipo social de siglos posteriores (Lepine (2002); Hobsbawm (1997: 187 y ss.)). Con la elevación del individuo el artista procuró reflejar la psicología del retratado y otros examinaron en autobiografías su subjetividad[37]. Curiosamente, esta tendencia individualista convivió con otra que llevó a la formación de grupos urbanos en los cuales se encontraba protección. Entre esos grupos fue fundamental la constitución de la familia como grupo social, y si bien Romero solo indicó la cuestión sin desarrollarla, esta mera indicación de que allí había una problemática no debe pasarse por alto si tenemos en cuenta que las investigaciones sobre las familias aristocráticas o plebeyas daban sus primeros pasos en momentos en que elaboraba este libro[38]. El detalle muestra la idoneidad del investigador que sin entrar en un asunto sabe que ha pasado por las puertas de un rico yacimiento para el trabajo empírico y teórico, como mostraron las investigaciones posteriores[39]. Prosigamos con nuestro examen.

La actividad mercantil y manufacturera se correspondió con un alejamiento de la naturaleza, y el significado de esa ruptura para la subjetividad (y en especial para la religión) se capta comparando: en el ámbito campesino hombre y naturaleza se compenetraban estableciendo a partir de esa íntima relación entre sujeto y objeto un fundamento para todo tipo de ritos (cristianos o no) para influir sobre el entorno. De esas condiciones derivaban la mezcla de prácticas religiosas y mágicas, porque como dijo Gurevich (1990 : 81) que continuó con esta línea de reflexión en tiempos posteriores, cuando el creyente veía al mundo con los mismos elementos que lo formaban a él, asumía que tenía una influencia inmediata sobre ese mundo. En el fondo de esa relación dominante del entorno sobre el individuo sabemos hoy que estaba la debilidad de las fuerzas productivas sociales para contrarrestar a una naturaleza que se desplegaba de manera caprichosa y omnipotente. Esta cuestión había sido tratada por autores clásicos que Romero conocía, y es probable que alguno de ellos haya influido en sus elaboraciones[40].

El fenómeno de la naturaleza que dejó de parecer una condición de la existencia y comenzó a ser su marco o su escenario, tuvo, a su entender, una causa a medias compartida en las condiciones de existencia y de reproducción material (incluyendo una economía del lucro) por un lado, y por otro en las condiciones de observación. Emana de esto una formulación jerárquica de las imágenes captadas tanto en la apreciación estética como en el conocer científico a través del método experimental, y personalidades como Bacon condensaron esas expresiones del “hombre nuevo”. Esto se combinó con la disminución de los vínculos de dependencia social resultado de la revolución burguesa. Entonces la naturaleza y la sociedad se vieron más independientes de Dios, y a Dios se lo imaginó más distante, como una instancia posterior de las fuerzas sociales y naturales, lo que Romero sintetizó como debilitamiento de la fe y aparición de descreídos.

Estas consideraciones presentan problemas diferentes.

Con ese distanciamiento del hombre con respecto a la naturaleza, ésta pasó a ser un objeto de estudio, cuestión que los medievalistas hoy corroboran. Reconocen que desde el 1100 aproximadamente, la naturaleza estuvo en la mira de los estudios según sus propios principios, con un programa de investigación sistemática. Pensadores como Adelardo de Bath, Guillermo de Conches y Thierry de Chartres, que fueron entonces ignorados o se los consideró herejes, iniciaron ese reconocimiento muñidos del raciocinio aristotélico que aplicaron para desentrañar la lógica del universo, y con ellos se daría lugar a una personalidad intelectual característica del Medioevo[41].

Debe también medirse el alcance de estas indicaciones (que Romero no desarrolló en todas sus consecuencias) no solo en la pintura del Renacimiento, cuando la naturaleza pasó a ser materia de observación (Panofsky, (1975 : 56)), sino también en la ciencia de la Época Moderna: limitémonos a  decir que el descubrimiento de Galileo (ayudado por un razonamiento escolástico como el de la “navaja de Ockham” (lex parsimoniae)) sobre que la naturaleza se expresaba en lenguaje matemático, tenía como presupuesto que se había abandonado la tradicional actitud pasiva hacia el cosmos natural permutándola por una observación activa. Se trataba de comprenderlo en su regularidad descubriendo su coherencia interna mediante una mente que examinaba las evidencias que proporcionan los sentidos. Aprehender ese comportamiento disciplinado era casi lo opuesto a la percepción del devenir caprichoso e inesperado de una naturaleza endiosada y palmariamente insondable en tanto entidad superior. Además sobre este tema, Romero estableció una situación homóloga entre esa actitud realista que se expresaba frente a la naturaleza, conducente al saber experimental, y el realismo político de los actores urbanos guiados por una predisposición empírica y pragmática, lo que supuso distinguir entre lo sagrado y lo profano, quedando situada la actividad política en este segundo campo. Hubo entonces un reconocimiento de que los fines de la acción política estaban relacionados con problemas prácticos inequívocamente terrenales, y para actuar sobre ellos era necesario contar con los datos de la experiencia. Un segundo distingo consistió entre el ser y el deber ser, entre modelos ideales y experiencias inmediatas, distingo que se tradujo en el reconocimiento de un divorcio entre moral y política, porque si el objetivo de la ética era suministrar prototipos ideales, el de la política era operar sobre la realidad.

Otro aspecto se refiere a los inicios del libre pensador.

La profundidad del análisis de Romero no disimula que su punto débil radicó en inscribir la cuestión en una secuencia prefijada, porque creyó que el intelecto comenzaba a liberarse de Dios, y la sociedad iniciaba su ascenso hacia las cumbres luminosas de una razón atea que ya bañaba tímidamente el intelecto de la élite. La interpretación no sorprende porque la lógica evolucionista (que se infiltró en este razonamiento, aunque se plasmó por la fuerza del hecho histórico en una variante no lineal del evolucionismo)[42] solo autoriza a percibir la repulsa del sacramento (tan común en herejes y disidentes) como crisis de la fe.

Esta exégesis era común entre los historiadores más inteligentes de la primera mitad del siglo XX y en años posteriores. Entre ellos puede mencionarse a Leo Kofler que consideraba que con el Estado Absolutista la Iglesia comenzó a ser sustituida como principio de organización y cohesión de la sociedad, y creyó que la religión retrocedía en la conciencia de los hombres[43].

Anticipemos que la interpretación se malogra en lo que atañe al plano social masivo, ya que la actitud general en ese período estuvo lejos de ser opuesta a la religión. En otro plano, el de las individualidades sobresalientes, los primeros ateos se verificaron en tiempos algo posteriores componiendo un fenómeno social restringido. Ya Friedrich Engels (al que seguramente Romero leyó) había visto en el revolucionario alemán Thomas Münzer a un precursor con formulaciones muy cercanas a la irreligiosidad. Para Engels (1976:353) la doctrina teológica filosófica de Münzer atacaba los principios del cristianismo: consideró que había predicado, unter christlichen Formen, un panteísmo que tenía una notable similitud con el modo de ver especulativo moderno, y en algunas ocasiones incluso alcanzaría a rozar el ateísmo (stellenweise sogar an Atheismus anstreift).  

Sin duda en el siglo XVI vivieron personas que manifestaron una creciente despreocupación por las creencias religiosas, y hacia 1530 algunos consideraron que las religiones eran invenciones humanas para someter a las capas inferiores de la sociedad (Tenenti (1987: 232). En esa frase nada inocente se configuraba anticipadamente la élite alumbrada por la razón natural que, justamente con la inversión de la que habló Marx (Dios no hizo al hombre; fue el hombre el que hizo a Dios), develaría en un giro copernicano el misticismo de lo sobrenatural. Empero, hoy sabemos que esto era una cuestión de la élite. Dicho de otra manera, en la Edad Media el siglo de las luces solo se anunciaba in nuce escondiéndose en mentes selectas que ponían su razonamiento al servicio de la fe (desarrollándolo a veces de manera muy peligrosa para los ortodoxos,en especial si se abrazaba una variante averroísta)[44], y solo en el siglo XVI, como consumación de esa práctica (en esencia determinada por una contradicción inherente a la enajenación religiosa), unas pocas personas iniciaron lo que sería el avance librepensador de las dos próximas centurias[45]. Debe insistirse en que hacia el 1500 era cuestión de una pequeña parte de la población, ya que en el plano de la sociología religiosa se avanzaba hacia el lugar opuesto al que previó Romero, sencillamente porque Dios no se distanciaba del hombre sino que se le acercaba. Es una tesis que aceptan hoy la mayor parte de los historiadores.

Efectivamente, ya en la década de 1960 comenzó a verse que las herejías que surgieron después del año mil cuestionaban el papel mediador de la Iglesia, pérdida de influencia que no se debía a que la institución había caído en una fase de decaimiento moral, ya que episodios éticamente condenables habían existido antes, sino a la búsqueda de una nueva vida cristiana (Leff (1961)). Esa evolución historiográfica se completó, y hoy se conviene en que con la impugnación del sacerdote se iniciaba una nueva religiosidad (se trata del concepto moderno de religión), en tanto el vínculo personal e intransferible de cada creyente con su dios se establecía en su conciencia[46]. Por ello Jacques Le Goff acertó cuando dijo que las revueltas contra la Iglesia ont presque toujours pris une allure en quelque sorte hyperreligieuse, y casi todas se tradujeron en herejías (Le Goff (1977: 165)). Era la opinión de Gramsci (1955: 36), que dijo que in un certo senso può chiamarsi eretica quella civiltà comunale del Duoecento Es un aspecto que Romero había visto, y que también vio Claudio Sánchez Albornoz (1971: 359) refiriéndose a las revoluciones urbanas de España), percepción que aún hoy no es avalada por muchos especialistas que se atienen a no calificar a esos movimientos españoles como heréticos aunque en la práctica compartieron todos los rasgos de las herejías. El concepto de relación entre movimientos comunales y herejías estaba por otra parte vigente a principios del siglo XX en la obra de Gioacchino Volpe. Este notable historiador italiano, que seguramente Romero leyó (también estaba en su biblioteca), ha caracterizado la lucha de las ciudades medievales por independizarse del clero como una lucha de clases que tuvo su más elevada intensidad en la primera mitad del siglo XIII, cuando el popolo combatió al alto clero y a los nobles uniti ancora da molti vincoli di parentela e di interessi (Volpe (1928: 207)). En tiempos más recientes los estudios sobre grandes disidencias religiosas europeas (estudios que han tenido un gran desarrollo en los últimos años), corroboran la indicada relación: las rebeliones de Sahagún y Santiago de Compostela del siglo XII se han atribuido a los mozárabes y a la política papal destinada a suprimir esa minoría a través de la colonización espiritual cluniacense (Salvador Martínez (1992)); se ha indicado la consonancia entre los dulcinianos, una secta herética que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIII y principios del XIV y el movimiento de emancipación comunal en la zona montañosa de Valsesia (en la Lombardía) (Pierce (2014)); en 1429 en la ciudad de Lynn (Inglaterra) fueron condenados por lolardos tres burgueses miembros de la élite gobernante del municipio, hecho afín con la lucha de los vecinos contra el obispo, conflicto que se prolongó durante el siglo XVI (Jurkowski (2007)), y se ha postulado que la herejía cátara fue patrocinada por las oligarquías urbanas que defendían su independencia oponiéndose tanto a la intromisión del pontífice como a los caballeros del norte (Labal (1984: 105); Biget (2007)). Es de importancia retener este aspecto de los estudios por cuanto nos muestra que aun cuando se hayan dejado de lado en los últimos años las luchas comunales, el tema volvió desde otro abordaje confirmando de manera indirecta la perspectiva de la gran tradición historiográfica. Por otro lado está la espiritualidad, que puede inscribirse en un amplio diseño histórico que esclarece la interpretación de Romero.

Según el concepto usual, la Edad Media fue el imperio de la religiosidad cristiana y el siglo XVIII el de la secularización, habiéndose constituido así dos polos disímiles unidos por el largo progreso de la razón, pero en realidad esa percepción corresponde mucho más al itinerario de la élite que al que recorrió  el pueblo. Esto se afirma de un modo general para remarcar la inversión del concepto tradicional, porque el siglo XVIII marcó una fase de descristianización de las élites siendo a la vez un período de elevado cristianismo popular. Fue entonces cuando se dieron casos que se acercaban al esquema que Romero había planteado para la Edad Media sobre heterodoxos que llegaron al ateísmo, y es lo que sucedió con janseístas de la burguesía francesa que habían evolucionado desde el siglo XVII. Con la industria moderna le tocó el turno al proletariado (o por lo menos a una buena parte de este) volverle la espalda a la fe, y cabe decir que esa descristianización ilustrada tenía sus precedentes en los ámbitos urbanos del segundo milenio, aunque no como evolución lineal. En consecuencia, la imagen general del proceso que hoy podemos hacernos es la opuesta a la que tuvo la historiografía clásica liberal, y estuvo signada por dos procesos contrapuestos. A nivel del pueblo se avanzó del no cristianismo o del cristianismo a medias, resultado de una evangelización parcial y defectuosa en época temprano medieval, a un cristianismo dominante en la sociedad agraria europea de los siglos XVIII y XIX.

En suma, los historiadores concuerdan en que hubo un principio de compenetración popular con la fe cristiana en la segunda Edad Media, cambio que entrañó una révolution intérieure des consciences. (Le Goff (1996: 160)). Detrás de esta opinión compartida, que fue el punto de llegada de un proceso no simple, se trastocó un concepto de religión cristiana como esencia atemporal (concepto que tenía Feuerbach) por otro de sistema cultural sujeto a cambios, variación en la que Engels tuvo participación (Löwy (1999: 17). Con esto se abrió la problemática a la consideración de diversas religiosidades de acuerdo a los diversos sectores sociales de creyentes, problemática de la sociología de la religión que sobrevuela en los análisis de Romero.

Esto significa que el concepto de religiosidad no se diluye en el conjunto de fieles, y en consecuencia, palabras como anticlericalismo o herejía ocultan más de lo que revelan si esta materia no se aborda por sector. Como dijo Weber (1986b: 251), los caballeros consagrados a la guerra, los campesinos, los capitalistas manufactureros o los comerciantes por un lado, y los que genéricamente llamaríamos humanistas por otro, tuvieron de manera natural distintas tendencias religiosas, y aun cuando esos grupos no determinaron el carácter psicológico general de la religión, sí influyeron en sus caracteres específicos, siendo señaladamente pronunciado el contraste entre los primeros sectores y los segundos. Este criterio, que de una u otra manera aparece siempre en la obra de Romero, ya estaba en el análisis de Engels (1976) sobre el movimiento campesino de fines de la Edad Media y principios de la Edad Moderna. No dejó de aceptarlo Gramsci (1958: 18), al sugerir que la Iglesia católica siempre luchó para que no se formaran “oficialmente” dos religiones, la de los “intelectuales” y la de las “almas simples”. Algunos historiadores, llevados por las evidencias o por la teoría, adoptaron de facto o conscientemente ese criterio sociológico que elude al “hombre religioso”, un símil del homo oeconomicus. También evita la esterilidad conceptual de las tan habituales clasificaciones binarias, y como derivado natural de esta premisa no puede aceptarse que haya una única unidad de sentido en la religión.

Esto apoya al citado criterio weberiano, e incluso nos habla de no restringir los matices si con ellos se captan diferencias, porque aun eludiendo la simplificación de una sola iglesia, otras taxonomías de laboratorio pueden acotar nuestra percepción, peligro que Romero evitó en sus descripciones. Por ejemplo, es insuficiente dividir entre  religión clerical y letrada por un lado, y religión popular y oral por el otro (y aquí tenemos una de las más frecuentadas taxonomías binarias). En oposición a un encasillamiento absorbente, paralelo a la dicotomía (falsa en términos categóricos) de cristianismo o folclore, conviene otorgarle a ese paradigma el mero papel de preceptor gnoseológico para acceder a prácticas en su estado real, no liberadas de las impurezas de la historia, que es lo que desentrañó Romero. Esa praxis heterogénea de los actores del pasado, y sus conexiones en profundidad con la estructura, no se aprecia en tipos ideales sino en figuras típicas de la realidad (que es la operación de Romero y que es la operación característica del historiador), con lo cual se alejó del formalismo especulativo de Weber para interiorizarse en matices que solo aparecen ante nuestros ojos con el examen que desagrega analíticamente lo que ante una primera mirada aparecía como compacto.

Ahora bien, de las muy interesantes proyecciones sobre la interiorización religiosa que se hicieron en la interpretación de diferentes campos de la cultura (por ejemplo, desde la historia social del arte)[47], el análisis lógico sobre su determinación (lo que acarrea saber sobre su génesis) no ofreció la misma unidad de criterio, y los razonamientos se superpusieron sin resolver la pregunta. Escapa al objetivo de esta contribución recorrer esas respuestas insatisfactorias; es suficiente con decir que en la resolución de Romero, que remite a la práctica social, se encuentran fructíferas vías de razonamiento infinitamente superiores a las elucubraciones de muchos académicos actuales (que van desde hacer descansar el cambio de la religiosidad en las escuelas catedralicias en una sociedad en la que solo estaban alfabetizados unos pocos, a hablar en general de la nueva espiritualidad colectiva sin saber cómo se generó). 

En Romero la densidad de su propuesta, con muchos elementos sociológicos, se debilitaba ante ese material empírico que develaba esa cercanía entre el hombre y Dios, y que como historiador riguroso le resultó imposible desconocer. Efectivamente, en su croquis de la larga marcha hacia el ateísmo se interponían manifestaciones de fe desde el año 1050 aproximadamente, algo que explicó por la vigilancia de la Iglesia sobre los signos exteriores de la creencia. Con ello la ritualidad se habría convertido en una obligación hacia la sociedad, independientemente de la fe que cada uno guardaba en su conciencia. Era un ritual persistente destinado a conservar una religiosidad que carcomía el naturalismo. Así, al no aceptar que la liberación de la naturaleza acercaba al hombre a Dios, lo que a primera vista parece paradójico, adjudicó las manifestaciones del cristianismo popular a una presión externa. Fue una explicación indigna de su talento que confirma su enorme virtud: avanzar paulatinamente hacia descubrimientos cada vez más firmes, en los que el mismo error aparece como una necesidad gnoseológica.

Conclusiones

Desde sus primeros trabajos como medievalista, José Luis Romero mostró un trabajo original, que sin encuadrarse en alguna corriente historiográfica (su estudio admirte más bien conexiones personalizadas y no grupales), dio nacimiento a la histora social en Argentina. Empleó enfoques y categorías que elaboró a medida que el estudio le presentaba situaciones concretas, con el resultado de que imbricó la acción de los actores en su contexto. Con ello eludió la descripción positivista basada en grandes personajes (era la gran herencia vigente) y el estructuralismo sin sujetos de la década de 1960, y se concentró en la acción de las clases sociales. Es así como vio que esas clases implementaban proyectos que creaban nuevas realidades y renovaban desafíos, estableciéndose una dialéctica contradictoria y abierta. Ese fue el camino que vio recorrer a la burguesía, la clase que concitó su interés en la larga duración y que le impuso el nexo entre pasado y presente. La originalidad de su obra está condensada en estos parámetros. A ellos se adicionan otras innovaciones, como el análisis de las creencias atávicas que en el temprano Medioevo vio imbricadas con el cristianismo, anticipando conclusiones que muchos años después se obtendrían de la antropología histórica. También innovó con la utilización de la imagen visual como fuente histórica.

Este balance, altamente positivo, no puede dejar de lado los puntos a revisar de su obra: el esquema económico de Pirenne, que utiliza para encuadrar su problema fundamental, la mentalidad burguesa, o su consideración de la disidencia religiosa como el primer paso hacia el racionalismo liberal del siglo XVIII. Estos aspectos lo sitúan en su tiempo (eran enfoques aceptados por los mejores historiadores) y evitan que el análisis de su legado se convierta en panegírico.   

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[1] En 1987 constaté que dos de los más notables medievalistas franceses desconocían totalmente a sus colegas españoles. Ante esto no puede sino valorarse a promotores como Maurice Aymard, que se esforzó por conectar a la producción historiográfica del planeta. 

[2] Versiones previas de este trabajo en Astarita, C., “José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1960 y 1970”, en www.josé Luis Romero. Obras completas. Archivo digital,2017; id.,  “José Luis Romero medievalista. Balance, Cuestiones metodológicas y perspectivas”, en www.josé Luis Romero. Obras completas. Archivo digital, 2017; id.“José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1940 y 1950”, en www.josé Luis Romero. Obras completas. Archivo digital, 2017: id., “José Luis Romero medievalista. Una consideración sistemática general”, en  www.josé Luis Romero. Obras completas. Archivo digital, 2017.

[3] El libro La Edad Media se verá más adelante. Entre los artículos -ver por ejemplo en Romero (1984g)- señalaba en Boccaccio el entrecruzamiento gradual de lo profano y lo sagrado.

[4] Barbero y Vigil (1978) se propusieron renovar la interpretación del período con una perspectiva marxista (y fueron muy influyentes en los veinte años que siguieron a la publicación de su libro), pero en la base su estudio de fuentes legales no es muy distinto del que habían realizado historiadores institucionalistas que ellos critican.

[5] Es lo que se ve en Sánchez Albornoz (2014), 1ª edición 1926, estudio que por otra parte recorre con admirable erudición las escrituras alto medievales de las que extrajo pequeñas pero significativas informaciones.

[6] Sobre la cuestión económica menciona a Pirenne, Doren, Sombart, Luzzato y Sapori, autores que se concentraron en el análisis de la situación urbana medieval de Flandes e Italia centro norte.

[7] Muchos años más tarde Le Goff (1964) trató estos temas bajo un enfoque antropológico que adquirió carta de ciudadanía en el medievalismo.

[8] Entre otros, Guerreau (1984), que al mismo tiempo adoptó una perspectiva marxista.

[9] Es un concepto aceptado ya desde hace nos años; vid., p.e., Kristeller (1979).

[10] Entre los estudios que presentan un primer panorama global del asunto centrado en la caída demográfica y la declinación económica merecen citarse a Dobb (1946: 33 y ss); Perroy (1949), estudio que Romero cita en su ensayo sobre el espíritu burgués de 1950.

[11] Así por ejemplo al introducir la Vida de Dante de Boccaccio (Romero 1984 f), aludió al problema que deriva de las tres versiones de la obra y las cuestiones sobre las fechas de la redacción.

[12] Murray (1994) y (2009), es un ejemplo de esta orientación aplicada a un tema del medievalismo afín a los que trató Romero.

[13] Hobsbawm 2003: 264, muchas veces la renovación de la historia provino de los medievalistas, es decir, de personas que por el período que estudian parecieran estar destinadas a una labor más bien conservadora. Hobsbawm aludió a la importancia que tuvieron Marc Bloch para Francia y Michael Postan para Inglaterra. Se pueden agregar otros casos que ningún lector de historia desconoce, como el de Henri Pirenne para Bélgica  y Aaron Gurevich para la URSS. En Argentina al aporte documentalista de Ricci y de Sánchez Albornoz, y a la revolución historiográfica de Romero, puede añadirse el admirable estudio de Tulio Halperin Donghi (1955) (1957) sobre los moriscos valencianos, estudio que inauguró en el país los análisis de historia económica y social. Halperin Donghi trabajó muy cerca de Romero (formó parte de su cátedra) y se benefició de su influencia

[14] La excepción fue Reyna Pastor, discípula de Sánchez Albornoz y de Romero, aunque la influencia que este ejerció sobre ella no es inmediatamente visible ni transparente Si bien no podemos entrar en este tema, es llamativo que las muy pocas veces que Reyna Pastor citó a Romero, fue para decir (bajo la influencia de Maurice Dobb), que no acordaba con su interpretación sobre el papel de la burguesía en el Medioevo. Sin embargo, el influjo de Romero sobre Reyna Pastor se situó en otro plano, en la concepción general metodológica de que al documento había que formularle buenas preguntas, y estas surgían de una cultura histórica amplia, de muchas y diversas lecturas, de la meditación y de plantearse un problema central, síntesis de muchos problemas particulares, y así se llegaba a una nueva historia social que marchaba junto a otras ciencias sociales. Sánchez Albornoz también tuvo un eje problemático, aunque con dos características: (a) solo afloraba en sus momentos ensayísticos, desligados del análisis documental descriptivo, y (b) era de orden abstracto metafísico, con preguntas como, ¿qué era el español de otras épocas?, ¿cuál era su psicología o su “contextura vital”? Por el contrario, las disípulas de Sánchez Albornoz que manifestaron la mayor fidelidad a sus tesis, no tenían ninguna problemática central en sus estudios, que tampoco estaban destinados a responder preguntas específicas. Su forma de trabajo (y era la que aconsejaban en los seminarios) consistía en ir al documento sin informaciones previas y sin interrogantes, porque los consideraban preconceptos deformantes de una lectura que debía asegurar la mayor fidelidad a lo que expresaban los textos. El resultado de este método eran descripciones lineales.     

[15] Por ejemplo Tulio Halperin Donghi, Reyna Pastor, Marta Bonaudo y Susana Belmartino entre otros fueron historiadores que no compartían los criterios historiográficos de Sánchez Albornoz y publicaron en Cuadernos de Historia de España, aunque sobre temas que no cuestionaban sus tesis esenciales. Sánchez Albornoz dirigía a voluntad la revista y el Instituto, y no admitía cuestionamientos. Se explica  entonces que Halperin Donghi eligiera para su doctorado un tema que Sánchez Albornoz no conocía y no le interesaba para evitar su intolerancia. (Devoto, 2015: 16). Por el mismo motivo Reyna Pastor de Togneri no publicó en Cuadernos sus interpretaciones sobre los caballeros villanos y sobre la Reconquista. (Pastor de Togneri, 1970; 1975)  

[16] La teoría ecuestre sobre el nacimiento del feudalismo, y que se analiza y elabora en Sánchez Albornoz, C. (1942), expone por si sola el avance que representaba Pirenne. Brunner había dicho que Carlos Martel para expulsar a los jinetes musulmanes formó una caballería expropiando tierras a la Iglesia, las cuales dio en beneficio a los nuevos caballeros para que se pudieran mantener. Habría nacido entonces un feudalismo repentino. Esta antigua especulación, que asombra al historiador de la actualidad, en su momento interesó a los más eminentes sabios del positivismo que discutieron sobre su pertinencia, discusión que incluyó si los árabes habían utilizado o no caballos cuando cruzaron el estrecho de Gibraltar. En esa lista de sabios se anotan los nombres de Lot, Voltelini, von Schwerin, Ganshof y Sánchez Albornoz, es decir, la flor y nata del medievalismo de las primeras décadas del siglo XX. Sobre el positivismo híperfáctico pueden verse tratados como el que publicó en 1927 Pedro Aguado Bleye (1963), sobrecargado de un minucioso y descabellado relato de la historia política.

[17] Ottokar (1946: 382) sobre Pirenne: “assai competente nelle condizioni municipali dell´Europa oltramontana non manifesta uguale conoscenza delle città italiane”.

[18] Vid. Guenée (1973: 234), sobre la escuela de historiadores alemanes, las implicancias políticas de la afirmación de que la sociedad medieval estaba organizada en cuerpos sociales y de que la sociedad del siglo XX debía estar organizada en esos cuerpos. Solo en tiempos recientes se vio a la problemática (y al mismo Hintze) en una obra de envergadura, Mitterauer (2008).

[19] No descartemos la posibilidad de que Romero haya seguido el ejemplo de Pirenne; ver al respecto, Luna (1976: 119), sobre la forma en que el último escribió su Historia de Europa, dijo: “Es un modelo de libro escrito sin notas […] y es un libro formidable”.

[20] Jacques Pirenne indica en el prefacio a la primera edición de la Historia de Europa (Pirenne 1981a) que los libros de su padre sobre la Edad Media solo fueron desarrollos parciales de la Historia de Europa.

[21] Así por ejemplo, Pirenne realizó la edición y escribió la introducción y las notas de la Historia de Galberto de Brujas. Vid. Pirenne (1891)

[22] Estas cualidades llevaron a hablar de Antigüedad tardía, concepto que da cuenta de realizaciones culturales más que de la situación económica, social o política. Vid. Brown (1971).

[23] Gurevich (1990: 80), las creencias heredadas y el cristianismo representaban dos aspectos sincrónicos de la conciencia social popular. En este libro es central el estudio del culto al santo. También Giordano (1983: 20), plantea una superposición de zonas sacras muchas veces en conflicto más o menos latente.

[24] Van Engen (1986: 537 y ss.) contraposición con las interpretaciones “primitivistas” de Le Goff y Schmitt.

[25] Duby (1978). Para otra cronología sobre el surgimiento de esta representación vid. Iogna-Prat (1998); los matices indicados abarcan la existencia de versiones en las que no se ponía al tope de las tres funciones a los obispos, como proclamaban los mencionados, sino a otras fuerzas, como la monarquía.

[26] La importancia del señorío banal fue destacada ante todo por Duby (1988). La primera edición de esta obra fue del año 1953, y figuraba en la biblioteca del Instituto de Historia Antigua y Medieval de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. No se descarta entonces que Romero la haya leído. Este libro influyó después de 1971, año en que Duby fue nombrado profesor del Collège de France. Ejemplo de un medievalista que sostenía que el señorío banal recién comenzaba en la Baja Edad Media en García de Cortázar (1973) Remedaba un concepto que habían defendido algunos historiadores alemanes. El error estriba en que al hablar del señorío jurisdiccional para solamente la tardía Edad Media, se desconoce la importancia del dominio político del señor sobre el campesino como fundamento del feudalismo. 

[27] Pierre Bonnassie, Jean-Paul Poly, Éric Bournazel, Ernesto Díaz de Garayo y Joseph Salrach entre otros, postularon que el señorío banal (que dio origen a la sociedad feudal) surgió hacia el año mil. De alguna manera radicalizaron las concepciones de Duby dando origen a la teoría de la revolución feudal. Tuvo un carácter inaugural en esta concepción la tesis de Bonnassie (1990) 1ª edic. 1975-1976. Para la importancia del dominio carolingio en contraposición con los que lo minimizan vid. Toubert (1990)

[28] Un estudio pionero fue el de Haskins (1957) 1ª edición 1927. Posteriormente tuvo ascendiente Le Goff (1957) y en el medievalismo de lengua inglesa, Southern (1980) 1ª edición 1953.

[29] Un ejemplo de esa vigilancia en la ciudad y sus alrededores en Landulfo, Historia: 65 y ss., Heriberto, arzobispo de Milán, en el año 1028, descubría un reducto herético en el castillo de Montforte; asumía las tareas de policía y juez.

[30] Este cambio de percepción llevó a que los historiadores que analizaron estas cuestiones en general hayan disminuido sus alcances históricos, lo que entraña una toma de posición que debe ser revisada.

[31] Fossier (1984: 36), el movimiento urbano era insurreccional porque rompía con el estatus imperante; en el campo había una evolución lenta y negociada en el interior del cuadro señorial que se mantenía en el estatus tradicional. La primera y más obvia objeción que surge ante esto está en esa entumecida división entre campo y ciudad en un medio donde abundaban los burgos rurales (un ejemplo es Sahagún). Al respecto, recordar la tesis de Hilton (1988) sobre que puede situarse a la ciudad pequeña o mediana dentro de las estructuras de la sociedad agraria feudal.

[32] Sobre el problema conceptual vid. Giddens (1997)..

[33] La tesis de Anderson influyó especialmente en autores que incursionaron en la teoría y la interpretación como Brenner (1992) y Monsalvo Antón (1986).

[34] Mínguez Fernández (1988) artículo que surgió de un importante coloquio sobre el tema al cual concurrieron buena parte de los más representativos medievalistas de historia social de España. En este país se realizaron muchos análisis sobre el señorío colectivo de las oligarquías urbanas; entre los más renombrados, merece citarse a Monsalvo Antón (1988). Con puntos de vista más cercanos a los de Romero pueden mencionarse Heinig (1988) y Blockmans (1988).

[35] Ejemplos de este tipo de estudios para la Época Medieval, Barrio Barrio (2006), Boone (2002); Costantini (2016) Para la Época Moderna, Burke (1983)

[36] El concepto de señorío colectivo por parte de las oligarquías urbanas de la Baja Edad Media es admitido por prácticamente todos los especialistas.

[37] Ya se indicó la actualidad de este tema gracias a las elaboraciones de Gurevich. Notables autobiografías del siglo XII en las que el individuo exploró introspectivamente su vida y su pensamiento fueron la de Abelardo, Historia de mis calamidades y la de Guiberto de Nogent, Autobiografía.

[38] A principios de la década de 1960, Georges Duby invitaba a los medievalistas a proseguir las investigaciones que había realizado Léopold Genicot sobre familias nobles del condado de Namur, pero esa invitación se destinaba en realidad a  iniciar un estudio que estaba solo en ciernes. Vid. Duby (1961) y Genicot (1960). Sobre las familias de gente común en tiempos anteriores a la sociedad burguesa, los estudios de Peter Laslett y del Cambridge Group for the History of Population and Social Structure se realizaron en los mismos años (Laslett (1987)). Por sus alcances en el feudalismo y  la transición vid. Seccombe (1995)

[39] En las investigaciones se aplicaron distintos esquemas de interpretación, ya fueran el evolucionismo de Morgan y Engels o el estructuralismo de Lévi-Strauss; también fueron variados los temas, que pudieron abarcar la legislación sobre matrimonio y parentesco o el estudio monográfico de un linaje. Una obra de referencia es la de Goody (1986)

[40] Engels (1975 : 97); Weber (1986b : 225). Debería aclarase que esa no separación entre objeto y sujeto no presuponía negarle a la persona inmersa en ese medio sensación de sí misma sino afirmar su imposibilidad de contemplarse como esencia. Sobre esto último ver otro análisis clásico, el de L. Feuerbach (1956 : 35 y s)

[41] Stiefel  (1977), Berenguer de Tours fue el primer medieval que reconoció la importancia de la dialéctica, es decir, del empleo de técnicas racionales para cualquier objeto de conocimiento. Esto implicó pensar que el universo creado por Dios opera con principios racionales, y en la medida en que el hombre es parte de la naturaleza racional está en condiciones de resolver como funciona el mundo natural. Los cosmologistas citados se esforzaron por reconciliar razón y revelación sobre la base de que la naturaleza tiene un fundamento lógico. Vid. también la caracterización del clérigo de Oxford que desde hacía mucho tiempo se había consagrado al estudio de la lógica en Chaucer, Cuentos de Canterbury: 285-286, “A clerk ther was of Oxenford also/ That unto logyk hadde longe ygo.”

[42] Esto se debe a que el pensar no religioso que el historiador veía avanzar en el Renacimiento (un concepto tradicional de la historiografía) lo veía retroceder en la Época Moderna con la Contrarreforma y las guerras de religión.

[43] Kofler (1948 : 146): “An die Stelle der Kirche tritt der Staat als das organisierende und zusammenfassende Prinzip. Nicht zuletzt auch deshalb tritt der Bedeutung der Religion in Bewusstsein der Menschen zurück”.

[44] Illich (2002: 28), comentario de la oración de Hugo de San Víctor (“Didascalicon”, año 1128) de que la sabiduría ilumina al hombre para que pueda reconocerse a sí mismo (“sapientia illuminat hominem […] ut seipsum agnoscat”). Ídem: “La luz que ilumina en el uso metafórico de Hugo es la matriz de la luz de la razón del siglo XVIII”. Vid. también Pérez (1993 : 31 y ss), las tendencias averroístas entre los judíos de la Corte y de profesiones liberales como médicos, llevaban a una variedad de posiciones ante la religión que iban desde la tibieza a la indiferencia y el descreimiento, y de este sector provinieron los primeros conversos después de 1391, y con estos y sus descendientes los que la Inquisición acusaba como personas sin religión que decían que el hombre había sido creado “solo para nacer y morir, como las plantas y los animales sin ninguna perspectiva espiritualista”. Esta última expresión (“solo para nacer y morir”) es la que se repite en el proceso inquisitorial que se cita en la nota que sigue. La relativa indiferencia religiosa de la élite judía que se convertía fue indicada también por Wolf (1971). Esto debió contribuir a las conversiones, como muestra por comparación el hecho de que muchas mujeres prefirieron morir antes de cambiar de religión.

[45] Monsalvo Antón (1984: 120-121), de un documento sobre visitas de la Inquisición realizadas entre 1490 y 1502 en el obispado de Osma y zonas limítrofes casi no aparecen muestras de ateísmo; el caso más evidente es el de un carnicero de Soria que habría dicho al testigo:  “No hay Dios”; se concluye en que no había un ateísmo radical y razonado.

[46] Benton (1979: 264) desde la segunda mitad del siglo XI y durante el siguiente se renovó el pensamiento sobre la vida interior; Biget (2007: 173), ese cambio se caracterizó por “le rejet du ritualisme pour une vie spirituelle personnelle et interiorisée” ; Garin (1986: 193 y ss.), relación entre la “interioridad de la fe” y los desarrollos de los humanistas; Hill (1983: 24 y ss): Dios estaba adentro de cada creyente entre los “familistas”, los cuales formaron un movimiento radical inglés opositor a la Iglesia en Época Moderna.

[47] Por ejemplo Hauser (1996, I: 246 y s)., en el arte de la segunda mitad del período románico, cuando se abría el campo al individualismo, apareció una tendencia emocional y expresionista; (id.: 292) sobre el subjetivismo poético junto al análisis de los sentimientos que se desplegó en ese período. También Duby (1976) y Burke (1993), sobre el consumo de arte religioso popular de la Baja Edad Media que se masificaba en conexión con dos procesos convergentes: por un lado una creciente interiorización religiosa en la población urbana, y por otro la acción del capital que reproducía obras en serie para obtener ganancias monetarias.