Las ideas políticas en Argentina. 1946


A la memoria de
Pedro Henríquez Ureña,
maestro y amigo,
con cuyo consejo
se escribieron muchas páginas
de este libro


ÍNDICE GENERAL

Advertencia para la primera edición

Advertencia para la quinta edición

Parte Primera. La Era Colonial

I. La época de los Austria: La conformación del espíritu autoritario

El ambiente espiritual del mundo hispánico
El surgimiento de las colonias rioplatenses
Las formas de la vida política y social rioplatense

II. La época de los Borbones: La conformación del espíritu liberal

El ambiente espiritual del mundo hispánico
El desarrollo de las colonias rioplatenses
Las formas de la vida social y política rioplatense

Parte Segunda. La Era Criolla

III. La línea de la democracia doctrinaria: Irrupción y crisis del pensamiento liberal y centralista

La emancipación y los problemas político-sociales
Las tendencias del grupo porteño ilustrado
Los principios institucionales
Nacionalismo y centralismo
Buenos Aires y la imposición de sus principios
El llamado al pueblo
La reacción antipopular en las minorías cultas y liberales
La disgregación nacional y la “feliz experiencia de Buenos Aires”
La reconstrucción del Estado nacional: el Estado rivadaviano

IV. La línea de la democracia inorgánica: Irrupción y triunfo del sentimiento autoritario y federalista

Las raíces de la democracia inorgánica
El delineamiento del federalismo
Liquidación del orden colonial
Los caudillos
Federalismo doctrinario y autonomismo autocrático
El Estado rosista.

V. El pensamiento conciliador y la organización nacional

El llamado a la realidad
La nueva interpretación de la realidad
La postulación de una política realista y conciliatoria
El triunfo de la política realista y conciliatoria
La realización de la política realista y conciliatoria

Parte Tercera, La Era Aluvial

VI. La conformación de la Argentina aluvial

La transformación económica
La conformación espiritual de la nueva realidad social
Los nuevos cuadros sociales y políticos

VII. La línea del liberalismo conservador

Los principios
La política conservadora
La defensa de los intereses oligárquicos
La legislación laica
Las vicisitudes del liberalismo conservador

VIII. La línea de la democracia popular

La polarización del movimiento popular
La canalización del movimiento popular
El gobierno radical

XIX. La línea del fascismo

Dos puntos de vista en el seno de la revolución antipopular: fascismo y democracia fraudulenta
La etapa de la democracia fraudulenta
El ascenso del fascismo
La revolución de 1943
La línea del peronismo
El Nuevo Orden
Las fuerzas de reserva

X. La busca de una fórmula supletoria

Las nuevas situaciones y las respuestas aleatorias
La crisis de los partidos políticos
El poder militar y el poder sindical
El fracaso de la paz militar
Los movimientos populares
La polarización alrededor de Perón

Epílogo. Sobre los interrogantes del ciclo inconcluso

Bibliografía

Índice de Nombres


Advertencia para la primera edición  [1946]

Este libro se ha escrito para la colección Tierra Firme, editada por el Fondo de Cultura Económica, de México, y el autor ha procurado ajustarse a las exigencias de ella, ofreciendo un texto ordenado, preciso y sintético, que dé una visión panorámica de las ideas políticas argentinas a los lectores de América. Esta circunstancia explica la estructura del libro, la ausencia de notas y referencias eruditas, la abundancia de textos transcriptos y, además, la tendencia a lograr la mayor claridad posible en la explicación de ciertos fenómenos oscuros en sí mismos, tendencia que el autor defiende, convencido de la necesidad de difundir ciertos esquemas que ayuden a la comprensión del presente histórico.

El autor considera imprescindible hacer algunas aclaraciones sobre el punto de vista que ha adoptado. Si se concibiera la historia de las ideas políticas exclusivamente como exposición del pensamiento doctrinario, acaso no hubiera valido la pena escribir este libro. Ni en la Argentina ni en el resto de los países hispanoamericanos ha florecido un pensamiento teórico original y vigoroso en materia política, ni era verosímil que floreciera. Pero el punto de vista adoptado al concebir este libro ha sido otro. Aparte que sea o no original en el plano doctrinario, el pensamiento político de una colectividad posee siempre un altísimo interés histórico; pero no solamente en cuanto es idea pura, sino también —y acaso más— en cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta. No es extraño que, si se piensa en algunos de los hombres de mayor significación intelectual en el país, se advierta en seguida la estrecha dependencia de su pensamiento con respecto a sus fuentes extranjeras; pero si se examina la significación nacional de ciertas ideas —adquiridas o no— y su vibración en la colectividad argentina, se descubrirá rápidamente que están marcadas por un acento peculiar, ornadas por un nimbo de tonos inconfundibles que corresponden a los que iluminan nuestra existencia.

Las ideas políticas que el autor ha tratado de precisar y seguir en el hilo del tiempo no son sólo aquellas puras y originales en que ha florecido el genio especulativo; son también los remedos de ideas, cuyas deformaciones constituyen ya un hecho de cultura de profunda significación; y son ciertos impulsos que entrañan y presuponen una determinada predisposición, con los que se nutrirán luego las ideas claras y distintas, apenas entrevistas en el momento primero de su irrupción, pero latentes en su indecisa forma y en su orientación aproximativa. Acaso se pueda objetar que el autor se exceda en el uso de la palabra idea; pero está convencido de que en el campo de la historia de la cultura no es posible aislar en ese concepto las formas pulcras y perfectas de las formas elementales y bastardas. La vida social es resultado de la convivencia de quienes poseen muy variados patrimonios intelectuales, y seria un peligroso criterio histórico no apreciar la significación de ciertos aportes de opinión, porque nunca fueron expuestos con claridad y con plena conciencia. Firme en esta opinión, el autor ha procurado siempre descender desde el plano de las ideas claras y distintas hasta el fondo oscuro de los impulsos elementales y las ideas bastardas, seguro de llegar, de este modo, a la fuente viva de donde surge la savia nutricia que presta a las convicciones esa fiereza tan peculiar de nuestra historia política.

El autor ha tenido muy en cuenta, para dar sólido apoyo a su análisis, las características y la evolución de la estructura económica y social en que hunde sus raíces el mero fenómeno político. Basándose en la observación del proceso de transformación de la realidad social, ha rechazado la periodización habitual de la historia argentina y ha adoptado otra que, a su juicio, corresponde más fielmente al curso que ha seguido la formación del país. De acuerdo con ella, se señalan tres etapas en el desarrollo histórico argentino: la era colonial, la era criolla y la era aluvial en la que aún estamos. Cada uno de esos tres períodos ha merecido un examen tan cuidadoso como lo permitían los límites de este libro. En la era colonial se estudia el proceso de elaboración de dos principios políticos destinados a tener larga vida: el principio autoritario y el principio liberal, y, al mismo tiempo, se señala el comienzo del proceso de superposición de cierta estructura institucional sobre una realidad que apenas la soporta. Ese duelo entre dos principios y este otro entre la realidad y la estructura institucional se perpetúa y constituye el nudo del drama político argentino; la cambiante fisonomía de ese drama aparece descrita a lo largo de los períodos siguientes, y el autor ha procurado mostrar los múltiples matices con que se ofrece en cada etapa.

Para realizar esté examen el autor ha debido acudir a numerosas fuentes y, además, a la copiosa bibliografía que se ha acumulado con el incesante trabajo monográfico de los historiadores argentinos. A causa de esta constante frecuentación, el autor no sabe ya qué es lo que puede haber de original en su obra y prefiere suponer que no se trata sino de una síntesis del esfuerzo ajeno y dejar constancia, en la bibliografía que va al fin del volumen, de los autores cuyos datos y opiniones ha consultado. Acaso sólo sea original cierto enfoque de la totalidad del problema —pocas veces intentado antes— y cierta acerada visión del curso de la historia argentina, cuya proyección hacia el futuro ha querido vislumbrar el autor muchas veces, unas con angustia, otras con orgullo, siempre con la ansiedad de quien se juega la vida confundido en una multitud cuyos pasos no sabe quién dirige. Algunos compartirán sus opiniones, y otros —los más— lograrán descubrir los múltiples defectos que, sin duda, enturbian la claridad de este examen: éstos tendrán razón, aunque a aquéllos no les falte del todo. Pero la posesión de la absoluta verdad no puede ser condición inexcusable para el ejercicio intelectual, y el autor se atreve a ofrecer el resultado de sus meditaciones, acuñado con su verdad y con su error.

Buenos Aires, junio de 1946.


Advertencia para la quinta edición [1975]

La primera edición de este libro, publicada en la Colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica y aparecida en 1946, llegaba hasta el capítulo viii de la tercera parte. En ese punto adquiere sentido el epílogo que cerraba el libro y que hoy se conserva como un testimonio. En la segunda edición de 1956, se agregó el capítulo ix y hoy, al incorporarse la obra a la Colección Popular de la misma editorial, se prolonga su texto con un nuevo capítulo, el x que llega hasta 1973.

José Luis Romero


PARTE PRIMERA
LA ERA COLONIAL

En el proceso de formación de la nacionalidad argentina —y muy particularmente en el de la formación de su sensibilidad política— la época de la colonia no es sólo la etapa primera, sino también la decisiva. Por diversas circunstancias, el pasado aborigen carece de significación perdurable en esta región del ámbito hispanoamericano, y José Manuel Estrada pudo decir sin exageración que “el pueblo argentino comienza donde nuestra raza choca con la indígena”. La colonia es, pues, nuestro pasado más remoto; pero es ya nuestro legítimo pasado, y las múltiples contingencias del desarrollo histórico no han podido borrar las huellas de sus pasos. Más aún, cabría afirmar que los esquemas que por entonces se dibujan, perduran y constriñen el proceso de nuestro desenvolvimiento.

En efecto, no sólo se conforma entonces la realidad social de la futura Argentina, sino que se estructura también su actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva. Esa realidad sufrió, en la segunda mitad del siglo xix, transformaciones radicales; pero hasta entonces mantuvo los caracteres que se acuñaron en la era colonial, y aun después sobrevivieron bajo formas diversas y vigorosas. No sería posible, pues, alcanzar a comprender el sentido de la evolución de las ideas políticas durante el período independiente sin remontar su cauce a lo largo de la etapa que transcurre desde la Conquista hasta la Emancipación.

En la estructura económico-social, en las formas de la vida cotidiana, en los contenidos espirituales que trasuntan y en los ideales que entrañan, se descubre inequívocamente que la era colonial es ya la Argentina. Abarca esta época más de dos siglos de vida histórica, y en tan largo plazo han podido plasmar con vigorosa cohesión muchos caracteres de todo género. Y de casi todos puede decirse que mantienen su valor representativo, aun cuando se adivine que ceden terreno en la lucha con los ideales renovadores.

Un atento examen revela que —como en otras regiones hispanoamericanas— la era colonial transcurre en el Río de la Plata en dos etapas. Las colonias rioplatenses surgen y se desarrollan lentamente durante los últimos tiempos del siglo xvi y a lo largo del xvii Es la época de los Austria. En ella cuajan y se afirman ciertas modalidades del espíritu colonial que perdurarán pese a los embates de nuevas concepciones. Porque estas modalidades, en efecto, no configuraron totalidad del espíritu colonial, y el Río de la Plata no fue ajeno a las inquietudes que trajo consigo el siglo xviii. Entonces, en la época de los Borbones, España procuraba renovar su existencia bajo la inspiración del pensamiento ilustrado, y estas colonias, antaño menospreciadas, comenzaron a merecer la atención de los espíritus progresistas. Nuevos ideales se acuñaron e imprimieron su signo en los hombres de la tierra, y sobre la antigua tradición germinó un nuevo brote. Así quedaron frente a frente dos concepciones de la vida que se decantaron en otras tantas actitudes políticas: el autoritarismo y el liberalismo.

La aparición de estas dos concepciones fue decisiva para nuestra historia política. Si bajo ciertas formas lucharon entre sí durante la era colonial, su duelo continuó sin interrumpirse durante la época independiente, aun cuando revistieran distintas apariencias, “Se concluirá por descubrir —decía agudamente Juan Agustín García hace medio siglo— que en el mundo los mismos personajes aparecen siempre con las mismas pasiones y la misma suerte; los motivos y los acontecimientos difieren, es verdad, en las distintas piezas, pero el Espíritu de los sucesos es el mismo” Aun hoy vivimos ese drama, y sólo remontando el curso de nuestras aguas hasta sus fuentes será posible alcanzar los secretos de la evolución de las ideas políticas argentinas.

I
La época de los Austria 
La conformación del espíritu autoritario

La conquista de la tierra americana, la exploración de las vastas extensiones que se ofrecían, llenas de enigmas y promesas, desde las costas donde el conquistador llegaba, la fundación de ciudades y los primeros intentos de colonización, todo ello se hizo bajo el signo renacentista de la aventura. Una recia tesitura espiritual caracterizaba a los conquistadores, y los respaldaba la grandeza y el orgullo de la España imperial. Pero esta España de los Austria no es siempre la misma a lo largo de los dos primeros siglos de la Conquista. Perduran las ideas directrices que constituyen su esqueleto espiritual, pero su sangre y su carne, trabajadas por la fatiga de un esfuerzo sin medida, comenzaron a flaquear hasta que el cuerpo, antaño vigoroso, se tornó sombra de sí mismo.

El ambiente espiritual del mundo hispánico

Empero, la debilidad creciente no mitigó el ímpetu de las convicciones, sino que, por el contrario, pareció acentuarlo. Encerrada en sí misma, maduró su pensamiento y estilizó el sistema de ideas que la regía hasta convertir a éste en una fuerza rígida y dogmática. La Contrarreforma y la neoescolástica nutrieron su espíritu, y muy pronto, en medio de un derrumbe cuyo alcance parecía no advertir, España fue decantando sus convicciones en un sistema político cuyas fórmulas trajeron a América los conquistadores, para arraigarlas en la tierra con el prestigio y la fuerza de la Conquista. Así afincó en América el espíritu autoritario. El hondo pesimismo sobre la suerte de Castilla que a mediados del siglo xv revela un noble espíritu como el de Fernán Pérez de Guzmán, comenzó a desvanecerse poco a poco cuando Isabel y Fernando lograron sus primeros triunfos políticos. Una nueva energía pareció vitalizar los reinos hispánicos, cuya nobleza abandonó su díscola conducta para sumarse a las empresas que la Corona proyectaba. El triunfo fue pleno en 1492. El reino musulmán de Granada desapareció, y con él cierto sentimiento de humillación que minaba el ánimo español.

…pues Granada

non digo que se defiende

de España, mas que la ofende

e la tiene trabajada

como decía Pérez de Guzmán. Al finalizar ese mismo año, la corona castellana ganó las inmensas y desconocidas tierras de América y un vago anhelo de grandeza y de gloria invadió los espíritus.

Ese sentimiento, sin embargo, hubo de sufrir las alternativas de la situación general. La muerte del infante don Juan había trastornado el destino de España y abrió el camino para intrincadas complicaciones políticas. Castilla y Aragón detuvieron el impulso que los conducía a una más estrecha unión y, luego, debieron acatar la autoridad de un rey que, pese a sus legítimos derechos, era, en el fondo, un extranjero. La época fue dura para los orgullosos españoles; se resistió con heroísmo y se aconsejó con dignidad para que el príncipe reconociera el valor de lo nacional hispánico; poco a poco se fue logrando ese propósito, al tiempo mismo que el orgullo español comenzó a ufanarse con la posesión del imperio que Carlos V dominaba. Así se creó una conciencia vigorosa de la gloria hispánica, inserta en la gloria imperial, pero reconcentrada dentro de ella para afirmar su singular significado. Esta gloria —imperial y española— animaba a los conquistadores que descubrieron por primera vez en México la inmensa trascendencia de su conquista.

Adueñado de Tenochtitlán, Hernán Cortés escribía al “Muy alto y poderoso y muy católico príncipe, invictísimo emperador y Señor nuestro”, estas palabras reveladoras: “Porque he deseado que vuestra alteza supiese las cosas de esta tierra; que son tantas y tales, que, como ya en la otra relación escribí, se puede intitular de nuevo emperador della, y con título y no menos mérito que el de Alemania, que por la gracia de Dios vuestra Sacra Majestad posee.” España agregaba al imperio universal, por el esfuerzo de sus hijos, tierras y riquezas que en nada desmerecían de las que el emperador ya poseía; y el orgullo de esta proeza consolidaba el orgullo del imperio mismo, disminuido antes por la extranjería del monarca flamenco. Esta certeza de la misión de España se afirmó con los nuevos descubrimientos de tierras y riquezas en el Perú, y el reinado de Carlos V, que se cerraba en Europa con la amarga derrota de Metz, iniciaba en la España conquistadora una nueva era de entrevista grandeza. Perdido para ella el imperio europeo de vieja tradición medieval, surgía ante sus ojos un nuevo imperio de Indias, exótico y prometedor, en cuya conquista total tendrían ocasiones bastantes el fuerte brazo del hidalgo y la tesonera voluntad del labriego, hecho hidalgo muy pronto por su esfuerzo.

En la segunda mitad del siglo xvi, la política hispánica se circunscribe recogiéndose en sí misma. Felipe II quiere ser un monarca español y católico y su acción se dirige a lograr esa aspiración. Había que destruir lo que contradijera esos principios, aunque se borrara del vasto repertorio de posibilidades algunas que ya habían comenzado a cuajar con visible madurez. Sólo hispanidad y catolicismo satisfacían el ideal espiritual del monarca y sólo estas tendencias se toleraron en la vasta zona de influencia de la acción real. Flandes, castigado por su amenazante heterodoxia, constituye el más alto ejemplo de esta política, que estaba también de manifiesto en otros muchos aspectos de la conducta del misantrópico señor del Escorial. Sólo para una guerra implacable contra los enemigos tradicionales de España —para la Francia culpable de tibieza católica, para el Turco, declarado enemigo de la fe— parecía servir la riqueza que llegaba de América, en tanto que se menospreciaba el impulso del renacido esplendor económico de Europa, sin que se hiciera esfuerzo alguno para incorporar a España a la carrera mercantilista que comenzaba entre las potencias del continente. La picaresca se iniciaba porque proliferaban los pícaros, reverso de aquella grandeza de los ideales, acuñado por la miseria cotidiana; y mientras llegaba el brillante metal de las Indias para huir prestamente hacia los centros de producción, Fernando de Herrera, al unísono con los ideales de su rey y de la nobleza, cantaba la derrota del infiel y fundía en su verso el heroísmo y la santidad de una España aún medieval:

El Señor, que mostró su fuerte mano

por la fe de su príncipe cristiano

y por el nombre santo de su gloria,

a su España concede esta victoria.

Duro y sombrío, Felipe II acrisolaba los principios del más rígido absolutismo y comprometía el bravo esfuerzo de sus hijos y la riqueza española en una guerra sin medida en favor de su hegemonía política, en favor de los ideales católicos amenazados. Todo hubiera revelado a un político más realista que su esfuerzo estaba destinado a sucumbir. El aluvión de los metales de las Indias debía cesar muy pronto, y nada se había hecho para fijarlo en tierras españolas, estimulando la producción de todo aquello que, transitoriamente, parecía superfluo producir porque podía comprarse fuera Entre tanto, de las arcas reales escapaba también a torrentes el dinero que pagaba las guerras incesantes, sin que los frutos de las victorias mitigaran la gravedad de los desastres, rematados por la catástrofe de la Invencible Armada. Sólo la inmutable grandeza de sus ideales conmovía al rey, duro y sombrío, cuyos errores se aureolaban con la serena firmeza con que sostenía su esfuerzo nobilísimo pero estéril.

Después, los ideales se empobrecieron y se tornaron pálidos reflejos de sí mismos, y la miseria quedó, amenazante y agobiadora. Los últimos Austria procuraron perpetuar los designios políticos de Felipe II; pero sólo pusieron a su servicio un ánimo apocado, una voluntad débil, una razón esclava de aduladores y truhanes. El desastre comenzaba a entreverse; pero nadie quiso modificar el rumbo, por incapacidad o por interés. Desde lejos, el antiguo privado de Felipe II, Antonio Pérez, llamaba la atención del favorito del nuevo rey con palabras clarividentes, destinadas, sin embargo, a no ser escuchadas: “No consienta V. E. que se intenten nuevas empresas y tomas, que éstas son para príncipes sobrados de gente y de dineros: digamos verdad que por los grandes gastos pasados desde el año quinientos sesenta y siete, uno y otro falta; el nuestro sosiéguese, recójase en sí mismo para reconcentrar el calor natural que tiene, y con el tiempo volverá en sí fácilmente, cobrará fuerzas y juntará dinero, y entonces podrá acometer y salir con lo que quisiere; y en el estado presente atrévome a decir a V. E. que no se puede esperar suceso bueno: nadie quiere probar a asirse del áncora de la guerra, ¡oh, y lo que ésta desvanece, haciéndose en ella posible todo! que en el caso presente, si se sale con lo que se pretende, sacaranse de ello obligación a nuevos gastos, a que no bastan las rentas ni pueden bastar los servicios, sacaranse nuevos enemigos y aún bastan y sobran los que tenemos para no poder vivir y alentar, y si no salimos con ello, quedaremos con el dinero perdido y la reputación menoscabada. Mire V. E., le suplico, que se va consumiendo la cabeza de la monarquía de Austria y de Castilla, de donde los demás han de tener ser y recibir el sustento…” Y más adelante seguía diciendo en su Norte de Príncipes: “Ojo, Señor, a las Indias, que es la parte de donde viene el dinero y con él también la sustancia de esta monarquía, y considérese que aquellas riquezas de oro y plata que se sacan es negocio temporal, y que se va acabando, y que nos ha de venir a faltar aquéllas, y no por eso los vicios, cuyo instrumento son para que estemos acostumbrados, que si la falta de las riquezas introdujera la de esotros, pudiera por cierto desearse y pedirse: en su conservación, digo, que se piense, y en la del fruto que nos viene de allá, para que nos dure y no nos falte, ni se vea que se pasa a otras naciones, y no nos deja más que el polvo y el dolor y el daño de los vicios y gastos introducidos con su mucha abundancia.”

Estas palabras fueron proféticas. Menoscabase la antigua gloria hispana y creció la miseria sin que los brazos hubieran aprendida a producir riquezas, en tanto que el absolutismo político, afirmado por la tesonera actitud de los Austria, quedaba en pie, ejercido por privados a quienes no bastaba la merced real y que no vacilaron en esquilmar al pobre pueblo para mantener el ostentoso brillo de la corte y enriquecerse ellos mismos:

   Es lícito a un rey holgarse y gastar,

pero es de justicia medirse, y pagar.

   Piedras excusadas con tantas labores,

os preparan templos de eternos honores.

   Nunca tales gastos son migajas pocas

porque se las quitan muchos de sus bocas.

   Ni es bien que en mil piezas la púrpura sobre

si todo se tiñe con sangre del pobre.

   Ni en provecho os entran, ni son agradables

grandezas que lloran tantos miserables.

Así se atrevió a decir Francisco de Quevedo a Felipe IV, y pagó su audacia con la cárcel. Era, sin embargo, la voz unánime ante el espectáculo de tanta miseria y tanta derrota; veinte años después de escrito este Memorial, Felipe IV caía definitivamente vencido en la guerra contra Francia y firmaba el tratado de los Pirineos, que consagraba la pérdida de la hegemonía europea por parte de España. Poco después, el reino mismo parecía botín de los vencedores y las cancillerías extranjeras discutían a su guisa sobre el destino de la herencia del rey Carlos el Hechizado.

Una modalidad espiritual, definida y rígida, había cuajado en estos dos siglos que transcurren entre los dos Carlos. Tras la era de predominio europeo del gran emperador, España había comenzado, con su hijo Felipe, a reconcentrarse en sí misma para acentuar lo hispánico y vivir según el cartabón de sus propios ideales. Europa, entre tanto, sacudida por la Reforma y por el desarrollo del pensamiento moderno, comenzaba a elaborar otras formas de vida, frente a las cuales España quiso permanecer indiferente. Hubo quienes quisieron incorporarse a esa nueva tendencia, pero tuvieron que ocultar sus designios o escapar a otras tierras, propósito este último que Felipe combatió también impidiendo que los españoles acudieran a estudiar a las universidades extranjeras, tocadas todas, en mayor o menor medida, por el erasmismo o la Reforma. Así comenzó a cristalizar bajo su forma típica el catolicismo español, aferrado a la defensa de los principios que consideraba fundamentales; cerrado dentro de sus propios límites, sin buscar ni admitir el cotejo con otras doctrinas, que condenaba con exaltada intolerancia, el catolicismo español constituyó el primero y más sólido de los pilares de la Contrarreforma. Una severa vigilancia de cuanto se escribía y se leía, de lo que se pensaba y lo que se hacía, aseguró al estado español la pureza de su ortodoxia y, con ella, la paralización de ciertas formas de pensamiento y de acción que existían como potencia en el espíritu hispánico. Salió de España la Compañía de Jesús, el más eficaz instrumento de la catequesis contrarreformista, y de la Compañía de Jesús salió el más alto ingenio que reelaboró la doctrina metafísica de la escolástica y la doctrina del poder absoluto. Fue, en efecto, Francisco Suárez quien dio nueva vida y renovada fuerza al pensamiento medieval, minado por los primeros embates de la modernidad, reconstruyendo una doctrina firme y vigorosa en la que la tradición tomista se mantenía pura y, al mismo tiempo, se tonificaba con el aporte de nuevas experiencias.

Vitalizaba esta elaboración doctrinaria de la neoescolástica un auténtico sentimiento religioso, que se revela en la inspiración mística de fray Luis o en la exaltación teológica de Calderón. Pero era la vigorosa imposición estatal la que le aseguraba su indiscutida primacía. El Estado, en efecto, hallaba en la doctrina de la Contrarreforma el fundamento necesario para fortalecer de jure su autocracia, y la confluencia de la doctrina con la voluntad de absolutismo dio al poder real una potencia incontrastable: ya en el siglo xvi, por sobre los resabios feudales y por sobre las aspiraciones de la naciente burguesía, el ambiente espiritual español había cristalizado en un actitud política caracterizada por el primado del espíritu autoritario.

Ya Carlos V había echado las bases de un orden político absolutista; contra las cortes y contra los fueros que desde adentro pretendían limitar su autoridad; contra el papado, que desde fuera aspiraba a contenerla. La victoria de Villalar y la enérgica actitud frente a Clemente VII, a quien el emperador se atrevió a amenazar con la convocatoria de un concilio general, revelan su decisión de afirmar su poder de rey y emperador sin restricción alguna. Reconocía Carlos que el fundamento de su poder residía en la propia dignidad imperial y en su derecho dinástico, lo cual le otorgaba cierta independencia frente al papado: “Y si vuestras paternidades —escribía a los cardenales en 1526— se negasen a conceder nuestras peticiones, Nos, según nuestra dignidad imperial, acudiremos a los remedios convenientes, de suerte que no parezca que faltamos a la gloria de Cristo, ni a nuestra justicia, ni a la salud, paz y tranquilidad de la república.”

Su sucesor debilitó esta postura con su militancia en defensa de la fe, que lo llevó a una dependencia más estrecha del pontificado. Su poder se convirtió cada vez más en una teocracia, en la que la Iglesia adquirió una mayor preponderancia apenas contenida por el prestigio y la tenacidad de Felipe II. Sus sucesores vieron acrecentarse aún más esa influencia, que sintieron como una amenaza los que contemplaban el panorama político con cierta perspectiva: “Muchos dirán —decía Antonio Pérez desde el destierro— y habrán dicho esto mismo que yo quiero decir a V. E. porque es cosa tan necesaria que ninguno puede ignorarla, y es que se ponga mucho cuidado en la materia de las jurisdicciones con su Santidad, que se va entrando Roma mucho en la España, y siendo tan grande parte de ella lo eclesiástico y lo religioso que ocupa más de la mitad de ella, cuando menos pensemos los habremos de hallar dueños de todo.” Esto, dicho hacia 1602, ocurría ya por entonces y ocurrió en mayor grado todavía en el curso del siglo xvii, en la metrópoli y en las colonias. Respaldado por la Iglesia, el absolutismo teocrático adquirió sólida consistencia y fuerza incontrastable; pero condicionó su acción prestándole su objetivo fundamental: la defensa de la fe y de los principios católicos. Esta circunstancia fue decisiva en la ordenación de su política.

En efecto, la política de principios rigurosos arraigó tan fuertemente que descartó, como anticatólica y antiespañola, la política de la realidad. Si ésta, llevada hasta sus últimas consecuencias, podía parecer inmoral, la primera, igualmente extremada, resultaba estrecha en su concepción y nefasta en sus resultados. La ola de antimaquiavelismo que se suscita en España a fines del siglo xvi con Rivadeneyra y Márquez arraigó en una doctrina política que pretendía ignorar las circunstancias de la realidad para someterla incondicionalmente a la rigidez de las normas morales y a las leyes que de ellas parecían desprenderse inequívocamente. Acaso en España la fuerza del derecho consuetudinario evitaba que esta política se tradujera en innovaciones perjudiciales, excepto la de coartar el desarrollo de nuevas fuerzas económicas y sociales; pero en las colonias americanas, donde la realidad era no sólo nueva sino apenas conocida y sorprendente por su exótica novedad, condujo a la comisión de innumerables errores que malograron muchos esfuerzos y frustraron muchos propósitos. Un creciente desprecio por la vida económica, concebida como forma inferior de la existencia, dio ocasión, sobre todo, a un curioso contraste, porque se subestimaba y se contenía, precisamente, aquello que, sin duda alguna, constituía la preocupación fundamental de la Conquista en el ánimo de la mayoría de sus ejecutores. La consecuencia fue que el Estado, tan fuerte y activo en tantos otros aspectos de la vida, fingió menospreciar una actividad que era incontenible y que, en realidad, se desarrolló sin que el Estado la encauzara de modo eficaz: así se desenvolvió una economía frustrada, cuyos bajos fondos se llenaban de vicios que la ley condenaba, pero que no podían evitarse en la práctica porque no se quiso descender al plano de la realidad.

De este ambiente espiritual, nutridos por esta actitud política, llegaron a América los conquistadores. Reconocían la autocrática voluntad de su señor y respetaban con religioso temor las leyes que emanaban de él; pero frente a los pueblos indígenas, dóciles unas veces y hostiles otras, frente a los desiertos y a las selvas, el conquistador tonificó su espíritu y comprendió que nada valía de verdad si no era la voluntad férrea y el brazo decidido. Una independencia altanera movida por un sentimiento católico e individualista se encuadró entonces dentro del teórico respeto a la autoridad autocrática de la Corona: tal fue la primera actitud política que conocieron estas tierras.

El surgimiento de las colonias rioplatenses

México primero, y el Perú luego, constituyeron los ideales y los paradigmas de la colonización. Por su organización y su riqueza, los países de aztecas y quichuas parecieron las dos presas de mayor importancia y en ellas se ensayaron sistemas de organización política, de ordenación social de la población indígena y de explotación económica; pero cuando se comenzó a colonizar el Río de la Plata, advirtióse que el aspecto que el país y su gente ofrecían era harto distinto de lo que se contaba de aquellas otras regiones y sus posibilidades muy diferentes, y por cierto, muy inferiores desde el punto de vista del rápido enriquecimiento del conquistador. Así ocurrió que la vasta llanura decepcionara a los que primero la recorrieron, y que el Río de la Plata no pareciera sino puerta de entrada y de salida de las ricas regiones metalíferas que quedaban al norte.

Tal fue, pese a los preparativos y a las capitulaciones, la opinión de Pedro de Mendoza y sus capitanes en 1536. Fundada Buenos Aires, partieron de ella los exploradores que querían hallar la ruta del Perú y se internaron por el Paraná y el Paraguay, torciendo luego hacia el noroeste en dirección a la meseta. Mientras Juan de Ayolas luchaba con la naturaleza tropical y con los indígenas, sus compañeros levantaron la ciudad de Asunción en la confluencia del Paraguay y el Pilcomayo. Para la función de punto de apoyo que se asignaba a esas ciudades, esta última posición pareció más útil que la de Buenos Aires. Así, mientras se conservó la esperanza de establecer una ruta entre el Río de la Plata y el Perú a través de los ríos, Asunción creció en importancia, y el gobernador Irala no vaciló en despoblar a Buenos Aires en 1541. Pero aquella empresa era casi imposible. Fracasó Ayolas primero y el adelantado Alvar Núñez después. El propio Irala la intentó más tarde, y aunque consiguió, en efecto, llegar hasta la meseta, su exploración de 1547 demostró que era una ruta demasiado peligrosa por la naturaleza y las poblaciones aborígenes.

Ya para ese entonces se había realizado la entrada en las llanuras desde el Perú hacia el sur. En sentido inverso al que llevaban los colonos de la Asunción, y a través de rutas más accesibles, Diego de Rojas y sus compañeros penetraron en el noroeste argentino. Por la quebrada de Humahuaca y por los valles calchaquíes exploraron las tierras del norte y buscaron las llanuras siguiendo el río Salado. El camino quedó abierto y otros volvieron a explorarlo, seguros ya de que esa era la ruta más llevadera para alcanzar las costas atlánticas. Muy pronto comenzaron a surgir las ciudades: Santiago del Estero, Tucumán y Córdoba fueron jalones de la vía que buscaba el mar. Cuando se fundó esta última ciudad, Juan de Garay levantaba sobre el río Paraná la de Santa Fe, completando, acaso sin saberlo, la línea de poblados, y más tarde se dirigía hacia el sur para fundar por segunda vez Buenos Aires en las orillas del Río de la Plata. Fue en 1580; la esperanza de los asunceños de llegar al Perú quedaba malograda por esta nueva ruta que venía a concluir sobre el ancho río, y la nueva ciudad fue, como decía su fundador, “la puerta de la tierra”. Buenos Aires comenzó a crecer y Asunción a declinar, aun cuando todavía conservara, como ciudad ya constituida, su primacía por medio siglo.

Asunción había comenzado a ser un centro productor. A su alrededor habían surgido algunos pueblos de indios formados por los encomenderos y se obtenía de su trabajo algún provecho en productos de agricultura, ganadería y manufacturas. Pero Buenos Aires se prestaba más para la vida de los colonos españoles; su clima era menos riguroso para hombres y ganados y había llegado a tener en sus vecindades una riqueza considerable en yeguarizos cimarrones, fruto de los que habían quedado en libertad cuando fue despoblada la ciudad primitiva. Además, sus vastas llanuras se prestaban para la fácil cría de los ganados, y Garay comenzó a traerlos echando así las bases de una riqueza que permitió, ya en los últimos años del siglo xvi, exportar lana, sebo y cueros. Mas lo que constituía la principal ventaja de Buenos Aires era su mayor proximidad de España; muy pronto su puerto comenzó a recibir la visita de las naves de la metrópoli, hasta que los comerciantes de Portobelo lograron, en 1618, que se prohibiera el tráfico marítimo porque atentaba contra sus intereses. Pero de todos modos, como cabeza de llanura y como puerta para el Perú por el Atlántico, Buenos Aires tenía importancia suficiente para atraer la atención de España, que muy pronto reconoció las posibilidades del humilde establecimiento porteño.

Un gobernador criollo, Hernando Arias de Saavedra, luchó con tesón por el progreso del Río de la Plata y trabajó porque se lograran los frutos que Garay esperaba de Buenos Aires. Él fue quien propuso a la Corona dividir su jurisdicción en dos gobernaciones, propuesta que fue aceptada, estableciéndose en 1617 la separación entre la de Asunción y la de Buenos Aires. Desde entonces, el Río de la Plata comenzó a adquirir mayor importancia, y en 1621 Buenos Aires llegó a ser cabeza de un obispado. Poco después, se decía que la zona cultivada cubría una extensión de treinta leguas alrededor de la ciudad.

Así crecieron Buenos Aires y su provincia durante el siglo xvii. El puerto fue acosado constantemente por los corsarios enemigos de España y sus tierras vieron llegar muchas veces las invasiones de indígenas amenazantes. La población creció en vigilante acecho; el contrabando proveyó de mercancías a sus habitantes y la riqueza agropecuaria comenzó a parecer estimable, pese a la sombra que proyectaba sobre ella el metal peruano. De pronto, a partir de 1640, la ciudad adquirió una insospechada importancia política. Los portugueses, recobrada su independencia de España, comenzaron a manifestar sus pretensiones sobre las tierras en litigio desde los primeros tiempos del descubrimiento, y cuarenta años más tarde fundaron, frente a Buenos Aires, la Colonia del Sacramento, en acto de soberanía sobre la margen oriental del Plata. La capital de la gobernación se aprestó para la lucha, defendió sus derechos y se apoderó del establecimiento portugués, que, sin embargo, volvió a manos de sus fundadores por un convenio suscrito en la metrópoli. La situación no se modificó hasta que se produjo la guerra por la sucesión del trono español a principios del siglo xviii; pero la Colonia del Sacramento, signo de las aspiraciones portuguesas y base de un activísimo contrabando, estaba allí, frente a Buenos Aires, y la metrópoli comenzó a pensar en la ciudad y en sus problemas con mayor atención de la que lo hiciera hasta entonces. Tenía a la sazón Buenos Aires poco más de cuatro mil habitantes, y un viajero francés —Azcárate du Biscay— que la visitó en 1658, la describió así:

“El pueblo está situado en un terreno elevado a orillas del Río de la Plata; contiene cuatrocientas casas, y no tiene cerco, ni muro, ni foso, ni nada que lo defienda sino un pequeño fuerte de tierra que domina el río, circundado por un foso y que monta diez cañones de hierro. Allí reside el gobernador y la guarnición se compone de sólo 150 hombres.

“Las casas del pueblo están construidas de barro, porque hay poca piedra en estos países hasta llegar al Perú; están techadas con cañas y paja y no tienen altos; todas las piezas son de un solo piso y muy espaciosas: tienen grandes patios, y detrás de las casas grandes huertas llenas de naranjos, limoneros, higueras, manzanos, peros y otros árboles frutales, con legumbres en abundancia.

“Las casas de los habitantes de primera clase están adornadas con colgaduras, cuadros y otros ornamentos y muebles decentes, y todos los que se encuentran en situación regular son servidos en vajilla de plata y tienen muchos sirvientes —negros, mulatos, mestizos, indios, cafres o zambos—, siendo todos éstos, esclavos.

“Estos esclavos son empleados en las casas de sus amos ó en cultivar sus terrenos, pues tienen grandes chacras abundantemente sembradas de granos. Toda la riqueza de estos habitantes consiste en ganados que se multiplican tan prodigiosamente en estas provincias que las llanuras están cubiertas de ellos.”

Las formas de la vida política y social rioplatense

A diferencia de México y Perú, el Río de la Plata no sorprendió a los conquistadores con el espectáculo de su exuberancia sino con el de su poquedad. La llanura inmensa y las poblaciones primitivas se ofrecieron a su vista como una promesa de un futuro mediocre y trabajoso, en el que no habría que descartar el hambre y la fatiga física de aquellos hidalgos que habían resuelto emprender la aventura conquistadora para arrancar el oro a manotazos de las entrañas de la tierra. Al desembarcar los hombres de Pedro de Mendoza en las costas rioplatenses, el soldado Schmidel anota hablando de los indios: “no tienen otra cosa que comer que pescado y carne”. Hasta eso faltó alguna vez a los conquistadores en unas tierras que, sin embargo, guardaban tesoros reservados al tesón y al esfuerzo.

Frente a esta poquedad de la naturaleza y de la cultura, los colonizadores no tuvieron dificultades para la ocupación de la tierra. Comenzaron a organizar su rudimentaria existencia según sus principios y dieron por descontado que los indígenas deberían entrar en el nuevo complejo social al servicio de los conquistadores y ajustándose a los marcos que ellos establecieran. Pero, naturalmente, la resistencia activa o pasiva de los indígenas dio lugar a que se reflexionara sobre el método que, frente a ellos, debía seguirse, y de esa reflexión resultó una política. En primera instancia esa política fue colonizadora; había que explorar las posibilidades que ofrecía la tierra, y los colonos recibieron en encomienda cierto número de indígenas, con los que se cumplía esa faena; ellos en cambio debían adoctrinarlos —o dicho en términos modernos, civilizarlos— y procurar que se fueran incorporando a las formas de vida propias de los españoles. A veces predominó el sistema brutal de la explotación sobre el plan colonizador; en el siglo xvi sobre todo, cuando apenas estaba asentada la Conquista y todavía era necesario echar las bases de la elemental organización de la Colonia, fue frecuente que el colonizador tuviera un desmedido desprecio por toda sujeción. Pero ya a fines de ese siglo y a principios del siguiente se produjo en el Río de la Plata un movimiento destinado a poner en orden la situación de los indígenas, problema del cual dependía su extinción o su incorporación al complejo social; una promoción de hombres dotados de cierta visión política y, al mismo tiempo, de cierto sentido humanitario, comenzó a actuar entonces: el gobernador Hernandarias, el obispo Fernando de Trejo y Sanabria, el visitador Francisco de Alfaro, el capitán general don Luis Quiñones de Osorio, el provincial Diego de Torres y algunos más, procuraron someter a reglas el trabajo de los indígenas, señalando a los encomenderos que su misión no era explotar sino asimilar esa población.

Las dificultades —y puede decirse que el fracaso— de esta política colonizadora originó, en segunda instancia, una política de catequesis, preconizada por los religiosos. Representantes eminentes de una concepción política que desdeñaba la riqueza como fin en sí misma, fundaron reducciones en las que los indígenas trabajaban en provecho de la comunidad, sin duda dentro de un régimen menos inhumano que el que solían imponer los encomenderos; el sistema suponía someterlos a un plan de enseñanza religiosa y moral que permitiera su auténtica incorporación al nuevo complejo social; pero suponía también una educación política basada en el más férreo autoritarismo y, sobre todo, en el apartamiento del indígena de todo contacto con los colonizadores españoles. Así, el sistema benefició a los indios, que no sufrieron las fatigas de la encomienda, pero fracasó como plan de adaptación por el contraste entre las formas de vida ejercitada en las reducciones y las que encontraron luego fuera de ellas.

Mediante esta doble política —colonizadora y catequizadora— los españoles trataron de estructurar en la Colonia un sistema de vida en el que coexistieran las dos poblaciones. No hubo problema en cuanto a la coexistencia de culturas, porque la debilidad de la estructura espiritual de los indígenas de estas regiones apenas permitió que se manifestara en otra cosa que en una resistencia pasiva, o en la supervivencia de algunas supersticiones que resistían a los argumentos de la predicación, de modo que la cultura hispánica se impuso como la única forma de existencia posible. Pero la cultura colonizadora y catequizados debió afrontar algunas graves cuestiones. Ante todo, el problema étnico con todas las repercusiones sociales que traía la aparición del mestizo y el criollo; luego el económico, que surgía de las nuevas condiciones en que se ofrecía la posibilidad de la riqueza y de su explotación, y que entrañaba, a su vez, graves problemas sociales; finalmente, el político, producto de la imposición de un régimen sólidamente estructurado en la metrópoli sobre una realidad que se modificaba día a día y que creaba situaciones disímiles y ajenas a la experiencia de la metrópoli. Estos problemas adquirieron, durante la época de los Austria, una fisonomía peculiar en el Río de la Plata, y cuajaron con ella. Toda acción que más tarde se emprendiera debía contar con esta situación.

Única fuente de riqueza en esta tierra sin metales, el suelo fue tomado por los conquistadores en virtud del título jurídico que proporcionaba a la Corona la cesión papal, y adjudicado a los conquistadores. “Yo, en nombre de S. M. —dice Juan de Garay en el acta de repartimiento de solares de Buenos Aires— he empezado a repartir y los reparto a los dichos pobladores y conquistadores, tierras y caballería y solares y cuadras en que puedan tener sus labores y crianzas de todos ganados, las cuales dichas tierras y estancias y huertas y cuadras, las doy y hago merced en nombre de Su Majestad y del dicho gobernador, para que como cosa suya propia puedan en ella edificar, así casas como corrales y poner cualquier ganado y hacer cualesquiera labranzas que quisieren y por bien tuvieren… como si lo hubiesen heredado de su propio patrimonio.” Esta circunstancia, unida a la situación jurídica de españoles, daba a éstos una posición de absoluto privilegio sobre los indígenas, que no debían poseer otro derecho que el que se derivaba de las ordenanzas que mandaban tener para ellos un trato misericordioso según los principios del cristianismo y del derecho natural. Era una situación de hecho fortalecida con abundancia de argumentos políticos, pero que radicaba sobre todo en el hecho de la Conquista. La situación de inferioridad del indígena era clara e indiscutible; pero las necesidades de la colonización y la política de principios de la Corona obligaban a los conquistadores a no contentarse con establecer esta situación, sino que incitaba, por el contrario, a buscar una incorporación de los indígenas que, sin peligros para sus privilegios ni su seguridad, contribuyera al desarrollo de la colonia. Las reales cédulas y ordenanzas no faltaron; pero la realidad tuvo más fuerza que ella y fue creando un status peculiar.

Contribuyó en gran manera a establecerlo la índole característica de los indígenas rioplatenses. Su sumisión por la fuerza los retrajo y los aniquiló espiritualmente, en tanto que, poco a poco, se sintieron despojados de todo e incapacitados para ninguna acción orgánica frente al conquistador. Respondieron a la Conquista con una sumisión pasiva, llena de reservas mentales, que no excluía, sin embargo, el levantamiento accidental movido por el odio o la desesperación; pero una marcada indolencia y una apatía muy peculiar los incitó a aceptar la nueva situación con la voluntad decidida de no prestar otro apoyo que el exigido de ellos.

Muy pronto, sin embargo, se agregó a estos dos núcleos étnicos otro que habría de influir muy notablemente en la evolución económica, social y política de las colonias rioplatenses: el mestizo. Éste había heredado como rasgos predominantes la indolencia indígena, la incapacidad para lo económico, el desinterés por el trabajo ordenado, que respondía a una estructura económica que le era ajena; y se agregó a su carácter un marcado resentimiento contra el blanco europeo, insolente, soberbio y avasallador, cuyo temperamento empezaba a conocer en la situación de su madre india frente a su accidental compañero español. Así quedó en el mestizo un sedimento de rebeldía que se tonificó con los resabios de sus viejas creencias, apenas borradas por una catequesis cuyo contenido doctrinario no podía entender, y que lo llevó a considerarse como miembro de un estrato inferior del nuevo complejo social. En esta situación, aunque en menor grado, se halló también el criollo blanco, disminuido por la creencia general de que el español degeneraba en América, y disminuido también por la afluencia continua de españoles peninsulares que renovaban la casta privilegiada con pleno derecho. Diversas circunstancias tendieron a unir al criollo con el mestizo, sobre todo porque por razones sociales era más posible que casara con india o mestiza que no con española, con lo cual entraba él también en la vía de la mestización. Así se creó, entre los españoles y los indígenas, un núcleo intermedio —mestizo-criollo— al que se otorgó cierto derecho, pero que no alcanzó socialmente una situación equivalente a la de los peninsulares.

De esos núcleos sociales, el español conservó el monopolio de las fuentes de producción y de riqueza: suya era la tierra apta para ganados y suyo era el control de la actividad comercial que podía convertir sus productos en buenas onzas de oro. Estas formas de actividad económica —ganadería y comercio— merecían la más alta estimación social, en tanto que los trabajos de la agricultura parecían reservados —como, en efecto, lo eran— a los infelices que no habían podido lograr mercedes de tierras abundantes, aptas para el pastoreo y cercanas a la ciudad. La agricultura, efectivamente, no proporcionaba sino la posibilidad de vivir; pero sus productos carecían de valor comercial, y como no producía enriquecimiento, la labor agrícola parecía negativa confrontada con el ideal de riqueza que constituía el norte del colono.

Aquella actividad ganadera y comercial proveía de significado diferente al campo y la ciudad y a la población de uno y otra. Los campos estaban repartidos en grandes suertes entre los españoles avecindados en la ciudad, y los trabajaban, generalmente, criollos y mestizos, aunque no faltaban peninsulares que optaran por vigilar directamente sus propiedades. La llanura creó en los que la poblaron una peculiar psicología. En constante peligro por las acechanzas de las tribus indígenas no incorporadas, lejos de la ciudad y de toda vigilancia estatal, forzados, en consecuencia, a bastarse a sí mismos, tanto el colonizador que residía en ella como la peonada criollo-mestiza y aun el indígena aquerenciado, adquirieron un aire bárbaro, como de quien vive en estado de naturaleza. Sólo la fuerza individual aseguraba el uso del legítimo derecho y aun la conservación de la vida. El propietario se hacía despótico y cobraba un auténtico ascendiente, que sus hombres respetaban si les parecía que era adquirido en buena ley. Nada se oponía a su prepotencia, porque la acción del Estado apenas llegaba hasta él, y porque nadie tenía una decidida voluntad civilizadora: el amo, porque esperaba enriquecerse para volver, y sus subordinados, porque nada esperaban de la suerte. Así nació un tipo de vida rural que sufrió pocos cambios con el andar del tiempo, facilitado por la distancia, por la escasa densidad de población y por la impotencia de una legislación que desconocía la realidad.

La legislación española, en efecto, miraba la Colonia como un conjunto de ciudades y sólo reglaba eficazmente la vida urbana. Se había constituido en aquéllas un grupo español que vivía unas veces de la burocracia y del comercio, y otras de la explotación de unas tierras que apenas conocía. Dentro de esos marcos transcurría una existencia anodina, que conformaba estrechamente cierto espíritu rapaz propio del que sólo esperaba la oportunidad de vender un número crecido de fardos de cueros o de aprovechar un suculento contrabando para embolsar los doblones y buscar la ocasión de retomar a la patria. Pero se conformaba allí también una tendencia política al acrisolarse el tipo de autoridad que la Corona imponía a sus colonias. Allí se mantenía el culto de la autoridad real omnipotente y allí funcionaba —mientras no se lo violaba sin negarlo— el estrecho mecanismo de la legislación autocrática. De ese modo, en dos esferas harto diferentes y desde dos puntos de vista radicalmente opuestos, el espíritu autoritario se afirmaba en la vida colonial y cristalizaba como actitud política.

Este espíritu estaba nutrido por una singular estructura moral. El grupo campesino había elaborado una concepción de la vida, caracterizada por la aventura frecuente que eran sus afanes en la campaña, en la que se ponía constantemente a prueba el ánimo del varón fuerte, el pundonor del que sabe que su suerte depende de su acción, la soberbia del que ha logrado prevalecer con su esfuerzo, la habilidad del que finca en ella su prestigio y su salvación. De esta concepción de la vida surgió un conjunto de normas morales que, por responder a las formas de la existencia cotidiana, poseían una fuerza de que carecían las leyes. Allí no valían reglas para catequizar o para colonizar. El amo lo era de pleno derecho y adquiría, por sobre sus atribuciones de dueño de la tierra, una inevitable jurisdicción de derecho público que ejercía sin limitaciones. La vida misma era prenda de la obediencia y la fidelidad. Pero la obediencia y la fidelidad se acuñaban legítimamente en un ambiente de participación en los mismos ideales, porque el subordinado trataba de demostrar, en su esfera, la misma soberbia, la misma habilidad, el mismo pundonor y la misma bravura que el amo indiscutido. Las innumerables leyes escritas se violaban a cada instante; pero la ley de la llanura indómita no se violaba jamás. Sin embargo, nadie hubiera osado dar a esta omnipotencia un valor absoluto. Por sobre la omnipotencia del “español campestre” se reconocía y se reverenciaba la autoridad todopoderosa de la Corona, sin que se la obedeciera nunca si se oponía a las costumbres rurales. Moral cristiana en el fondo, pero primitivísima en la superficie, se apoyaba en una violenta e intergiversable voluntad de dominio que nacía de las circunstancias y que nadie podía abandonar sin riesgo de la vida.

También se constituyó en los núcleos urbanos una moral sui generis. La fuerza del Estado actuaba allí más directamente y presentaba más de cerca el fantasma de la autoridad real; pero también allí las circunstancias hicieron que la autocracia del monarca se transfigurara en una autocracia de los ejecutores de su voluntad, en secreto acuerdo muchas veces con la oligarquía peninsular. Un clero armado con las armas de la Contrarreforma daba a aquella autoridad un sólido respaldo teológico, pero aun contra ellos se movía la realidad. Ni la voluntad real ni las leyes y ordenanzas en que se concretaba recibían otro testimonio que el de la más rendida sumisión; pero ni la autoridad real ni las leyes podían contra la miseria y el hambre, contra el apetito de riquezas, contra la irritación que causaba la medianía en quien había acudido a América para triunfar y salir de pobre. Autoritario en su concepción política y autoritario en su concepción familiar, el español violaba las leyes que coaccionaban sus apetitos, con audacia aunque con la máscara de la sumisión. Nada más característico de esta psicología que el ejercicio continuado del contrabando, que ejercieron gobernadores, obispos y fidelísimos vasallos sin más cortapisas que las que aconsejaba la prudencia. Así, la realidad incitaba a liberarse de tantas menudas prescripciones y la prudencia aconsejaba pregonar con alta voz la sumisión; de ese modo cuajó una concepción autoritaria del poder público que, conteniendo la libre iniciativa, forzaba a ésta a desenvolverse al margen de la ley. Tal fue la moral que, en los campos y en las ciudades, creó poco a poco el autoritarismo real y la política de los principios. Sin duda, los rasgos peculiares del Estado colonial eran el ser esencialmente urbano y el ser autoritario, de acuerdo con la concepción vigente en la metrópoli; todas sus instituciones y todas sus disposiciones reflejan esos caracteres constitutivos; pero no sería posible comprender su evolución y la influencia que ejerció en la sociedad argentina si no se señala insistentemente el conflicto entre esos dos caracteres con la realidad. En efecto, pensado como un conjunto de instituciones destinadas a un orden esencialmente urbano, su vida económica se apoyaba en gran parte en la vida rural, que de ese modo escapaba a la más firme estructura estatal; y pensado como un orden autoritario, su más crecida masa social se veía obligada a un tipo de vida que creaba, dentro del autoritarismo estatal, un autoritarismo individual, obra de las circunstancias. Estas contradicciones intrínsecas ocultan el secreto de la conformación del espíritu político argentino.

Puede decirse que el Estado municipal fue impostado sobre la realidad argentina antes de que ésta se hubiera constituido, con olvido de las modalidades que pudiera adquirir. Organizado para defender la homogeneidad y la cohesión del grupo colonizador, el municipio recibió una estructura jurídica que contradecía en cierto modo el régimen autoritario que sustentaba la Corona, pues en la Colonia se creaban organismos que en la península se limitaban hasta anularlos. Pero se consideró imprescindible predeterminar esta forma de colonización dadas las circunstancias del poblamiento, sin advertir que las posibilidades de la explotación de la tierra debían tender a disgregar en alguna medida esa población. Así, el régimen municipal debió forcejear con el autoritarismo de la Corona que, en efecto, ejercido por los conquistadores y los funcionarios, invalidó su ordenación jurídica —en Buenos Aires sobre todo— restándole atribuciones regulares y confiriéndole eventualmente otras que, en rigor, escapaban a su verdadera jurisdicción. Pero más debió luchar todavía con la realidad rural, que no se encuadraba dentro de los marcos del gobierno municipal y, en consecuencia, quedaba prácticamente fuera de la ley si no era por obra de acciones circunstanciales y esporádicas. Así pudo crecer aquel autoritarismo individual en las poblaciones rurales. La voluntad estatal se manifestaba por medio de leyes cuyo minucioso detalle solía tornarlas impracticables; y si esto ocurría en los centros urbanos, con mayor razón ocurría en las campiñas casi desiertas, donde la misma presencia de la autoridad era ocasional e inoperante.

Esta característica de la legislación española en general y la de Indias en particular es significativa. Ya Antonio Pérez señalaba cómo había crecido el número de leyes y pragmáticas durante el siglo xvi, fenómeno que, sin duda, se acentuó en el xvii. Las autoridades mismas de la metrópoli llegaron a comprender que era imprescindible someter a un ajuste las leyes de Indias y ordenaron que se recopilaran en un cuerpo que sólo fue sancionado en 1680. Pero entre tanto —y aun después—, su multiplicidad, la circunstancia de no ser aplicables a toda América las mismas disposiciones, y lo casuístico de su texto restó eficacia a las leyes, que quedaron, con harta frecuencia, sólo como esquemas ideales, pese a los esfuerzos de juristas que, como Solórzano y León Pinelo, propugnaron la adecuación de la legislación a la realidad.

En la práctica, el poder político fue ejercido con bastante amplitud —y, a veces, con absoluta arbitrariedad— por los funcionarios reales. Las perspectivas que se ofrecían al conquistador de estas tierras sin riquezas metalíferas eran escasas; Ruy Díaz de Guzmán resumía así, a principios del siglo xvii, la suerte de los conquistadores del Río de la Plata: “…en diversas armadas pasaron más de cuatro mil españoles, y entre ellos muchos nobles y personas de calidad, todos los cuales acabaron sus vidas en aquella tierra, con las mayores miserias, hambres y guerras de cuantas se han padecido en las Indias.”

No puede extrañar, pues, que poco a poco fuera cristalizando la idea de que la aventura colonial debía ser breve y productiva. El conquistador primero y el funcionario después no consideraron una dicha el venir a esta colonia, humilde y estancada por el temor del virreinato peruano de perder sus privilegios y ganancias, y, cuando venían, aspiraban a estar breve tiempo y a aprovecharlo en beneficio propio. Debido a ello su acción de gobierno se caracterizó por cierto sistemático olvido de la abundante legislación que, de ser cumplida, no sólo impedía su propio provecho sino que coartaba su tendencia a la discrecionalidad, tendencia acentuada, ciertamente, por las exigencias de la realidad. A despecho de las leyes y ordenanzas reales, los funcionarios de la Colonia se plegaron a las formas espontáneas de vida que prevalecían en el país; así, amparando las oligarquías ganadera y mercantil constituidas por peninsulares, medraron personalmente a costa de tolerar —con honrosas y escasas excepciones— el medro ilegítimo de aquéllos. El cohecho y el contrabando no fueron actividades ajenas a los funcionarios reales que, al ejercitarlas, reconocían la relativa licitud de ciertas formas de vida al margen de las solemnes prescripciones de la ley.

No obstante, esta discrecionalidad del poder y este abuso de los privilegios se enmascaraba con un solemne acatamiento de la autoridad absoluta del monarca, autoridad que, cuando podía hacerse sentir, obraba, en efecto, con esos caracteres. El funcionario era, como el conquistador, súbdito fidelísimo del rey y no creía negar su autoridad al violar sus leyes. Tenía por la Corona el más absoluto respeto y la más rendida devoción, porque no poseía otra doctrina del poder que la que primaba en España. Pero sobre todo, carecía de los principios con que pudiera negar ese tipo de autoridad, porque los principios de la fe parecían apoyar esa concepción política. En efecto, la fe había sido el fundamento teórico que autorizaba la Conquista y el justo título de la Corona residía en una delegación de derecho realizada por el papa. En el curso de la Conquista, España había otorgado a la Iglesia una situación preponderante y esa situación se había proyectado en las Indias, donde aparecía como una institución tan poderosa como los propios organismos estatales, hasta el punto de que se suscitaron con frecuencia conflictos jurisdiccionales. Respaldo doctrinario de la autoridad real, la Iglesia fue en la Colonia la depositaria de los principios jurídicos y morales que la Corona sustentaba.

En esta calidad, la Iglesia, bajo la influencia de la concepción de la Contrarreforma, recibió del Estado español la dictadura espiritual. Puede decirse que, durante los dos primeros siglos de la Colonia, no hubo otra forma de pensamiento que la que inspiraba la Iglesia de acuerdo con la más severa de las ortodoxias. Cierto es que, por las circunstancias de la conquista y la colonización, la población vivía en un estado de ignorancia general en que sólo constituía una relativa excepción el clero; de aquí que no hubiera otra forma de educación pública que la que impartía la Iglesia, excepto contadísimos casos. Se basaba su autoridad, además, en el ascendiente que ejercía en medio de las ininterrumpidas calamidades que azotaban a los colonos, y, sobre todo, en el fanatismo que caracterizaba al español y en el que supo infundir en los indígenas que catequizaba, suplantando sus tradiciones y creencias con las de la doctrina cristiana, sin lograr, empero, borrar el fondo supersticioso que caracterizaba a aquéllas. De este modo, la dictadura espiritual comenzó a derivar hacia una hegemonía social reconocida unánimemente, y que puso a la Iglesia en una situación de excepción dentro de la sociedad colonial.

Este prestigio de la Iglesia acudía en auxilio de la autoridad política en cuanto proclamaba el fundamento divino del poder real; pero minaba, en cambio, la autoridad de sus funcionarios en cuanto procuraba proyectarlo en beneficio de la institución y de sus miembros con mengua de las autoridades civiles. En principio, la Iglesia reconocía el patronato real, pero de hecho aspiraba a sobreponerse a la autoridad política cada vez que podía, y solía valerse para ello no sólo del prestigio de que gozaba entre la población, sino también de las influencias que poseía en la corte y de las amenazas de la Inquisición. Debido a esta actitud, la tirantez de relaciones solía ser frecuente entre ambos poderes, con mengua evidente de la autoridad de los funcionarios, aunque no, en cambio, de la autoridad teórica del rey, que la Iglesia defendía como artículo de fe, pese a que solía negarla en los hechos. Era, pues, este conflicto un síntoma más de la disociación entre los principios y la realidad.

Todo contribuía, pues, a fomentar la afirmación del espíritu autoritario durante los primeros tiempos de la Colonia; nada, en cambio, estimulaba la creencia de que pudieran existir otras formas políticas. Empero, la realidad social de la Colonia trabajaba en la penumbra creando algunos gérmenes de disidencia destinados a aflorar más tarde. La Corona reconoció —en tiempos de Carlos V— el derecho de los pobladores a elegir su gobernador cuando hubiere acefalía y hasta tanto llegaran las provisiones reales. Pero esta concesión, que se basaba en el principio de que el poder provenía del pueblo y volvía a él cuando no lo ejercía aquel en quien se había delegado la soberanía, funcionó escasamente, a causa de que se establecieron poco a poco los principios de reemplazo eventual entre las autoridades constituidas. Luego, a partir de Felipe II, el principio cada vez más acentuado de la autocracia real esfumó aquel derecho y el ejercicio de esa potestad pareció subversivo. Así pues, en el plano jurídico no hubo asomo de alzamiento contra la autoridad absoluta de la Corona ni asomo de doctrina alguna que insinuara la conveniencia de otra forma de vida política. En cambio, en el plano de la realidad, las formas de vida fueron creando una situación de hecho que otorgaba al colono una casi absoluta independencia del poder. El colono tenía la sensación de su orfandad, pese a la maraña de las prescripciones legales, y no vacilaba en vivir a su guisa allí donde no alcanzaba el imperio de la ley, lo cual creaba, por debajo del sistema político de jure, un sistema político de facto que comprendía extensas regiones en las cuales el colono ejercía su propia autoridad con la misma autocrática voluntad que el funcionario lo hacía en nombre del rey. Nada lo autorizaba en derecho; pero nadie podía evitarlo en la extensión inmensa de la llanura y, en rigor, apenas se notaba el hecho, excepto si se considera su resonancia y trascendencia en la formación de una peculiar psicología. Además, muy pronto comenzó a justificarse; fue el jurista León Pinelo quien comenzó a hablar en el siglo xvii del derecho a la vida, en virtud del cual parecían lícitos actos que, si constituían violación de la ley, no entrañaban la voluntad de desconocer la autoridad real. Hecho sintomático, esta actitud se manifestó, sobre todo, entre la población rural donde se acrecentaba y cobraba conciencia de su situación el grupo criollo. Oscuramente, una manera de vivir y de obrar distinta de la que prevalecía en los centros urbanos más poblados, se manifestaba entre ese elemento subestimado del complejo social y elaboraba una actitud que el tiempo maduraría hasta transformarla en una tendencia política definida.

La era del colonizador es, así, la era de la formación del espíritu autoritario en todas las esferas de la vida social: autocracia real sostenida por el Estado de los Austria; autocracia de los conquistadores y de los funcionarios; autocracia del poblador rural librado a la entereza de su ánimo y a su capacidad para sobreponerse a los mil elementos hostiles. La conciencia política se manifiesta unánimemente bajo el signo de la autoridad indiscutida y enérgica, ejercitada dentro de un orden inamovible y como resultado de una situación de facto. Para esta actitud política, todo intento de innovación es contrario al orden establecido y constituye un hecho revolucionario. La transformación de la situación existente parece atentatoria contra la seguridad general y violatoria del orden jurídico, máscara que esconde, en verdad, una situación de hecho. Por eso la colonia se torna violentamente reaccionaria frente a toda idea que suponga renovación en las circunstancias económicas, sociales y políticas: porque sólo lo que existe parece tener derecho a existir. Simplismo político, este pensamiento se modificará en alguna de sus modalidades, pero permanecerá en otras y aflorará cuando se lo quiera reemplazar por sistemas más finos y complejos, destinados a hacer valer la voluntad general frente a la indómita voluntad autocrática de quien ejerce alguna especie de mando.

II
La época de los Borbones
La conformación del espíritu liberal

El tránsito del siglo xvii al xviii está señalado en toda Europa occidental por cierta profunda modificación en la actitud política. Una cabeza coronada había caído en Inglaterra, y a la monarquía había reemplazado una efímera república que, muy pronto, desapareció dejando como huella de su paso el principio de la limitación del poder real. En 1688 la Declaración de Derechos fue admitida como base de la nueva estructura monárquica de Inglaterra, y poco después, en 1690, Locke diría categóricamente en su Tratado del gobierno civil: “Parece evidente, por todo lo que acabamos de decir, que la monarquía absoluta, considerada por algunos como la única clase de gobierno que deba existir en el mundo, es incompatible con la sociedad civil.”

Reinaban por entonces Luis XIV en Francia, el emperador Leopoldo I en Austria, Pedro el Grande en Rusia y Carlos II en España. El rumor de la catástrofe inglesa corrió por las cortes absolutistas con aire de amenaza y las ideas de Locke comenzaron a germinar en los espíritus inquietos: Rousseau y Montesquieu lanzarían muy pronto al mundo los principios sistematizados de un nuevo régimen, acompañados de vibrantes clamores contra los sistemas imperantes en Europa.

Entre tanto, España arrastraba la cruz de un rey imbécil tras cuya herencia estaban lanzadas las cancillerías de las más importantes potencias. Al terminar el siglo, Carlos II moría en Madrid y legaba sus estados al duque de Anjou, nieto de Luis XIV, mediante un testamento cuyas cláusulas herían las ambiciones del Santo Imperio y ocasionaban la guerra por la sucesión. Francia volcó en el conflicto todo su poderío y logró —con la ayuda inglesa— resolver la guerra en su favor: así comenzó la era de los Borbones en España.

Ilustrados y progresistas, los Borbones habían procurado asimilar algunos de los buenos principios económicos, administrativos y políticos que por entonces comenzaban a elaborarse. Los reyes españoles de esa casa trataron de introducirlos en sus estados y las consecuencias fueron favorables en España y sus colonias. El espíritu liberal, aunque lleno de reticencias y limitaciones, comenzó a difundirse, no sin la violenta oposición —en España y en las colonias— de los grupos que representaban y sostenían la vieja concepción teocrática. Pero la semilla dio mejor fruto de lo que esperaban — y deseaban— quienes la plantaron, porque prendió con fuerza en algunos espíritus que quisieron llevar sus principios hasta sus últimas consecuencias. Y las últimas consecuencias eran el liberalismo económico y el liberalismo político, realizado este último bajo la forma republicana. Así se gestó una radical transformación en el mundo hispánico, de la que salió conformada una nueva actitud política; el espíritu liberal.

El ambiente espiritual del mundo hispánico

Al promediar el siglo xviii, cuando reinaba en España Fernando VI, el tercero de la casa de Borbón, Voltaire escribía en El siglo de Luis XIV: “La España, gobernada por la rama primogénita de la casa de Austria, había suscitado, después de la muerte de Carlos V, más terror que la nación germánica. Los reyes de España eran incomparablemente más absolutos y más ricos. Las minas de México y de Potosí parecían suministrarle con qué comprar la libertad de Europa. Habéis visto ese proyecto de la monarquía, o más bien de la superioridad universal sobre nuestro continente cristiano, comenzado por Carlos V y sostenido por Felipe II.

“La grandeza española no fue, bajo Felipe III, más que un cuerpo sin sustancia, que tenía más reputación que fuerza.

“Felipe IV, heredero de la debilidad de su padre, perdió Portugal por su negligencia, el Rosellón por la debilidad de sus ejércitos, y Cataluña por el abuso del despotismo. Tales reyes no podían ser largo tiempo afortunados en sus guerras contra Francia. Si obtenían algunas ventajas por las divisiones y las faltas de sus enemigos, perdían el fruto por su incapacidad. Además, mandaban ellos sobre pueblos a los cuales sus privilegios daban el derecho de servirlos mal; los castellanos tenían el privilegio de no combatir fuera de su patria; los aragoneses disputaban sin cesar su libertad contra el consejo real; y los catalanes, que miraban a los reyes como sus enemigos, no les permitían reclutar milicias en sus provincias.

“La España, sin embargo, reunida con el imperio, ponía un peso temible en la balanza de la Europa.”

Voltaire podía medir ya la trascendencia de la decadencia española. En contraste con la magnitud de sus aspiraciones internacionales y de sus propósitos políticos, el régimen económico y administrativo de España durante la época de los Austria había sido nefasto y la había conducido a la pérdida de su posición en Europa y a su marcada atonía interior. Además, como si la persiguiera una dura fatalidad, España debió soportar durante cuarenta años el reinado de Carlos II, cuya incapacidad física y mental había puesto el trono a merced de cortesanos y consejeros, más aún de lo que lo estuviera en época de Felipe III y Felipe IV. Debilidad política, inestabilidad en la conducta, poquedad en los propósitos caracterizaron su reinado, que dio a Europa la impresión de que la antigua dominadora estaba ahora a merced de quien quisiera apoderarse de ella.

Un testamento y la fuerza de las armas dieron el trono español a un príncipe francés, que reinó bajó el nombre de Felipe V. Con él se inicia la dinastía de los Borbones españoles —reconocida por los tratados de Utrecht y Ratstadt primero y el de Viena más tarde—, bajo cuyo gobierno pretendió España recuperar la posición que había perdido en Europa. El progreso, ese ideal de la Ilustración que por entonces atraía a los espíritus cultos y fervorosos, fue la preocupación de los reyes Borbones y de sus ministros; y en la vida económica, administrativa y política, su acción fue múltiple y sostenida para tratar de que el país saliera del letargo en que vivía sumido. La circunstancia de tratarse de un rey extranjero, y la más fortuita todavía de que su esposa italiana —Isabel de Farnesio— ejerciera sobre él notable ascendiente, abrió el reino a toda suerte de influencias europeas, contenidas hasta entonces en la muralla pirenaica por obra de la política de los Austria, a quienes carcomía el santo temor de las influencias reformistas. Esta tendencia se mantuvo luego hasta el reinado de Carlos IV, y por eso el siglo xviii se caracteriza en España por una vigorosa renovación de las ideas.

Quizá lo que sorprenda más sea el entusiasmo por el pensamiento científico, proscrito hasta entonces. En los institutos educativos comenzaron a enseñarse las doctrinas más modernas sobre las ciencias naturales, y un entusiasmo por el saber de la naturaleza se apoderó rápidamente de todos los espíritus ilustrados. “Las ciencias —decía Gaspar Melchor de Jovellanos a sus discípulos— serán siempre a mis ojos lo primero, el más digno objeto de vuestra educación; ellas solas pueden ilustrar vuestro espíritu, ellas solas enriquecerlo, ellas solas comunicaros el precioso tesoro de verdades que nos ha trasmitido la antigüedad, y disponer vuestro ánimo a adquirir otras nuevas y aumentar más éste rico depósito; ellas solas pueden poner término a tantas inútiles disputas y a tantas absurdas opiniones; y ellas, en fin, disipando la tenebrosa atmósfera de errores que gira sobre la tierra, pueden difundir algún día aquella plenitud de luces y conocimientos que realza la nobleza de la humana especie.” No era ésta, sin embargo, la doctrina predominante en las masas, que siguieron atadas a los prejuicios y a la tutela espiritual del clero, aunque sí la de los grupos selectos que, hasta el reinado de Carlos IV, predominaban en la corte e imponían, con el beneplácito real, muchas de sus inspiraciones.

En materia de gobierno, estas nuevas ideas influyeron de cierta restringida manera, porque aun siendo aceptadas en cuanto entrañaban una actitud progresista, era evidente que, llevadas hasta sus últimas consecuencias, conducían hacia una posición política que la monarquía consideraba harto peligrosa. El progresismo se manifestó, fundamentalmente, referido a la educación —como ya se ha visto— y al desenvolvimiento económico. Era este último aspecto de la vida nacional el que conmovía e irritaba más profundamente a los buenos españoles, que veían el empobrecimiento y el atraso general carcomer a la nación. El padre Feijoó, uno de los espíritus más esclarecidos del siglo, señalaba con estas doloridas palabras la situación general: “Eminentísimo Señor: gotosa está España. Los pobres pies de este reino padecen grandes dolores, y de míseros, debilitados y afligidos, ni pueden sustentarse a sí mismos ni sustentar al cuerpo.” Yo no sé si este mal viene de una causa que más arriba deja apuntada el mismo autor, el cual dice “que cuando el estómago e intestino de este cuerpo político [los administradores] tragan o engullen mucho, se siguen incurables e innumerables enfermedades, que ponen en riesgo de su última ruina todo el cuerpo”. Y en otro lugar: “Mas, ¿qué necesidad hay de ponderar la utilidad de la agricultura? ¿Quién hay que no la conozca? Según el descuido que en esta materia se padece, se puede decir que casi todos la ignoran. El descuido de España lloro, porque el destino de España me duele. Aquel métrico gemido con que Lucano se quejó de estar incultos los campos de la Hesperia que habitaba, esto es Italia, literalísimamente se puede aplicar hoy a la Hesperia donde Lucano había nacido; quiero decir a España.”

Este clamor de los espíritus previsores halló eco en los hombres de gobierno que rodearon a los primeros Borbones españoles, movidos por los mismos ideales. Alberoni, Patiño, Carvajal y Lancaster, el marqués de la Ensenada, el marqués de Esquilache, el conde de Floridablanca, Cabarrús, Gálvez, el marqués de Campomanes, el conde de Aranda, todos ellos, con diversidad de medios, procuraron levantar el nivel económico de España. Era necesario movilizar todas las fuerzas productoras y comprometer a todos los hombres progresistas en esa labor de engrandecimiento nacional; así surgieron las “Sociedades de Amigos del País”, las escuelas técnicas, los organismos especializados del Estado. Pero era necesario, también, que esa ola de progresismo no socavara los cimientos políticos de la monarquía y, por eso, se mantuvo una actitud vigilante para que las premisas de la Ilustración no desembocaran en el problema del origen del. poder y en el de sus formas históricas. Esta actitud, naturalmente, se manifestó de modo más enérgico después de 1789.

Los Borbones, sin embargo, habían modificado en cierta medida el tono de la concepción política. El absolutismo mantenía su vigor, pero los principios que lo sustentaban sufrieron una transformación con respecto al régimen de los Austria. Del absolutismo medievalizante de estos últimos al absolutismo ilustrado de los Borbones había un abismo considerable que residía, sobre todo, en la suplantación de las fuerzas espirituales que servían de respaldo doctrinario a uno y otro. Así, el fundamento teológico del poder temporal, que tanta fuerza tenía durante la época de los Austria, comenzó a debilitarse y dejó el paso a una concepción cada vez más laica del poder civil. Poco a poco, la teocracia hispánica quedó semidesvanecida bajo la influencia del pensamiento ilustrado, y la consecuencia fue una disminución sensible de la significación de la Iglesia en el plano del poder político. Sin atacar de frente a la Iglesia misma —porque no fue mucho menor el sentimiento religioso de esa época— el poder real se hizo fuerte en la política llamada “regalismo”, de acuerdo con la cual el Estado rechazaba toda ingerencia de la Iglesia, a la que no se reconocía, como institución, derecho alguno para interferir en la voluntad real. Las consecuencias de esta actitud fueron considerables, porque, además de la significación que tuvo en el plano político y administrativo, contribuyó en alguna medida a sacudir la rígida dictadura espiritual que ejercía la Iglesia, dando así ocasión a una más libre difusión del pensamiento renovador.

Sin embargo, es necesario señalar que el predominio del pensamiento teológico se mantuvo con bastante fuerza; se opuso a la renovación inspirada por el Estado, y es conocida la importancia del motín que provocó la caída del marqués de Esquilache; con no menor celo procuró contener la difusión de las obras modernas, especialmente de origen francés, y esa acción dio más tarde sus frutos cuando, producida la revolución de 1789, cundió el temor de que se generalizaran los peligrosos principios que la habían animado. En efecto, ya el reinado de Carlos IV —en el trono desde 1788— puede ser considerado como un retroceso y como un retomo de las fuerzas más reaccionarias. La suerte de Cabarrús, de Jovellanos y de tantos otros espíritus renovadores constituye un signo de esa actitud, que corroboran los actos de gobierno inspirados por la reina María Luisa y el ministro Godoy, cuya preocupación por mantener su posición de predominio exigía la eliminación de esos espíritus esclarecidos. Manuel José Quintana recordaba entonces la gloria impar de Juan de Padilla y exclamaba en versos inflamados:

    Tú el único ya fuiste

que osó arrostrar con generoso pecho

al huracán deshecho

del despotismo en nuestra playa triste.

    ¿De qué, pues, nos valieron

siete siglos de afán y nuestra sangre

a torrentes verter? Lanzado en vano

fui de Castilla el árabe inclemente

si otro opresor más pérfido y tirano

prepara el yugo a su infelice frente.

Pero Godoy no estaba solo; si por propia ambición trataba de alejar a los espíritus más ilustrados, apoyábanlo en su propósito todas las fuerzas reaccionarias que, tras la proscripción de las ideas francesas, luchaban por el retorno de los principios teocráticos que habían prevalecido antaño en el reino. El antijacobinismo español se definió como una actitud nacional, apegada a las más elementales tradiciones, apoyada en los más primitivos instintos de las masas. Y ante la amenaza napoleónica, mientras cedía la monarquía, incapaz y cobarde, la masa popular seguía a aquellos conductores que la aglutinaban alrededor de las creencias vernáculas, conteniendo el proceso de esclarecimiento que la monarquía liberal había iniciado. Una nueva era empezaba en España, un nuevo duelo contra el espíritu renovador —el de las cortes gaditanas— y el de las masas enceguecidas por una pretendida tradición que incitaba a aclamar a Fernando VII con el grito de ¡Vivan las cadenas!

Entre tanto, en las colonias rioplatenses habían fructificado las mismas influencias liberales y habían logrado crear una atmósfera de rebeldía en pequeños pero resueltos sectores de la sociedad criolla; también ellos debieron sufrir la reacción del viejo espíritu autoritario; mas las circunstancias fueron propicias para que llevaran a sus últimas consecuencias sus ideales, porque la crisis por la que atravesaba España debilitaba sus posibilidades de reacción; así cuajó la prédica liberal de los Borbones en un movimiento político destinado a volcarse contra la propia metrópoli.

El desarrollo de las colonias rioplatenses

A partir del siglo xviii, las colonias rioplatenses entran en un período de rápido desenvolvimiento demográfico y económico. Nuevos aportes de población española, sumados al natural crecimiento vegetativo, tonifican la vida de las ciudades y las campañas, acrecentando sus posibilidades económicas y congregando en alguna medida la sociedad rioplatense. A fines del siglo, Buenos Aires, que en 1744 tenía poco más de diez mil habitantes, llega a tener cuarenta mil. Según Azara, Montevideo alcanza por entonces quince mil, y hay una decena de poblaciones que oscilan entre los cuatro y los cinco mil habitantes. Diversas circunstancias contribuían a ese florecimiento de las colonias rioplatenses. Desde el punto de vista económico, el Río de la Plata había visto crecer con notable pujanza su riqueza agropecuaria. Dentro de este sector, predominaba sin duda la ganadería, actividad fundamental de las campañas, cuyos frutos constituían el rubro principal del comercio. Transformarse en poseedor de alguna extensión de tierra apta para los ganados era la aspiración de los españoles y criollos de estas regiones; sólo los que no podían lograrlo se dedicaban a las faenas, menos productivas, de la agricultura.

“Los españoles campesinos —dice Azara— se dividen en agricultores y pastores o estancieros. Éstos dicen a aquéllos que son mentecatos, pues si se hiciesen pastores, vivirían sin trabajar y sin necesidad de comer pasto como los caballos, porque así llaman a la ensalada, legumbres y hortalizas. En efecto, sólo cultivan la tierra los que no pueden proporcionarse tierras y ganados para ser estancieros o no encuentran otro modo de vivir. En este caso de ser agricultores, está más de la mitad de los españoles del Paraguay, y los que habitan las cercanías del Río de la Plata y de las ciudades. Éstos se distinguen de los pastores en que sus casas están mucho más cerca unas de otras, son más aseadas y con más muebles, y en que sus vestidos son algo mejores. Saben también hacer sus guisados de carne y de sus vegetales, y comen también pan, que son cosas poco conocidas en los pastores. En el capítulo 6 dije lo que es aquella agricultura, y en mi obra de cuadrúpedos, expliqué lo que son allí las ocupaciones pastoriles cuidando de diez y ocho millones de cabezas de ganado vacuno, y tres millones de caballar con bastantes ovejas. A esto ascienden mis cómputos de aquellos ganados: la sexta parte en el gobierno del Paraguay, y el resto en el de Buenos Aires. Aunque en éstos comprendo los ganados de los pueblos de los indios cuidados por éstos, no incluyo en dicho número otros dos millones de ganado vacuno silvestre, ni las innumerables yeguadas alzadas o sin dueño.” Sin embargo, a medida que transcurre el tiempo, la agricultura comienza a encontrar mejor acogida, sobre todo porque algunos de sus productos comienzan a comercializarse mejor y porque el Estado —nutrido por el pensamiento fisiocrático— comenzó a estimular a aquélla. Así lo reconocía Mariano Moreno en 1809, cuando, al defender los derechos de los labradores y hacendados a quienes amenazaba la política monopolista de los comerciantes, decía: “Nuestra corte ha dado repetidas pruebas de hallarse convencida de que no podemos ser felices sino por medio de la agricultura, y frecuentemente ha incitado el celo de nuestros magistrados para que protejan y fomenten un bien tan importante.”

En efecto, por su influencia cabal sobre los poderes públicos y por su carácter de españoles peninsulares, los comerciantes españoles de Buenos Aires, agentes de los comerciantes de Cádiz o en relación con ellos, constituían la fuerza más importante en el campo económico. Su poderío se había hecho a la sombra de la protección que proporcionaba el régimen monopólico, régimen gracias al cual recibía un poderoso estímulo la ganadería y no lo recibía, en cambio, la agricultura. El comercio de cueros, sebo y otros productos ganaderos significaba a los comerciantes españoles pingües ganancias, que se acrecentaban cuando ellos invertían su dinero en artículos manufacturados destinados luego a ser vendidos a alto precio en Buenos Aires y en las otras ciudades del Río de la Plata. Por lo demás, el monopolio era una ficción. Los productos que llegaban de España por las vías indicadas de acuerdo con el régimen del monopolio no satisfacían las necesidades del consumo y desde el siglo xvii era frecuente el ejercicio de un contrabando bastante descubierto que dejaba, a su vez, notables ganancias a quienes lo explotaban. Con todo ello, el comercio reveló en el Río de la Plata una pujanza que atrajo la atención de la Corona, la cual no pudo sustraerse a las demandas que exigían una mejor condición jurídica para esas regiones.

Para facilitar el comercio se dictaron poco a poco algunas medidas destinadas a suprimir las trabas que pesaban sobre él. En 1778, Carlos III dictó el Reglamento de Comercio Libre, al que siguieron luego otras medidas parciales, gracias a las cuales el tráfico con los puertos españoles y coloniales pudo desarrollarse con mayor intensidad. En estos mismos años, circunstancias de otra especie contribuyeron a dar mayor importancia al Río de la Plata. Las dificultades con Portugal, empeñado en obtener puntos de apoyo en la costa oriental del Río de la Plata, incitaron al gobierno español a hacer de Buenos Aires la cabeza de un nuevo virreinato, que quedó establecido en 1776. El Paraguay, el Tucumán y Cuyo quedaron incluidos en la nueva jurisdicción, y con ello se organizó un área económica y política que tendía a desplazarse hacia Buenos Aires. Todas estas circunstancias contribuyeron notablemente a transformar el Río de la Plata en una colonia de cierta importancia, como hasta entonces no lo había sido.

Las formas de la vida social y política rioplatense

Esta transformación económica trajo consigo una progresiva modificación del panorama social y político de la Colonia. Quienes empezaban a vivir de cierta manera y a sufrir o a gozar de ciertas situaciones nuevas, comenzaron a pensar en los problemas de la convivencia en función de esas nuevas condiciones qué los determinaban. La relación entre los problemas económicos y las aspiraciones sociales y políticas se estableció prontamente y de acuerdo a una polarizada afinidad; para los beneficiarios del antiguo régimen del monopolio, el intento de modificar tal situación económica significaba —o simulaban creer que significaba— el trastrocamiento del orden tradicional en cuanto tenía de contenido político, moral y social; querían la sumisión incondicional de todos a una ordenación que sólo los beneficiaba a ellos y consideraban que esa sumisión —que entrañaba un estancamiento total— era la única actitud que correspondía a los colonos; por su parte, quienes aspiraban a lograr un régimen de libertad económica dentro del cual pudieran mejorar su situación, descubrían, a poco que reflexionaran, que ese género de libertad no le sería otorgado a la Colonia sino en la medida en que conviniera a la metrópoli: de aquí a comenzar a entrever las posibilidades y las ventajas de la independencia política había sólo un paso, que las circunstancias acortaron cada día a partir del momento de la Revolución francesa.

Así se fue acentuando una progresiva diferenciación entre distintos. grupos sociales. Por encima de la capa constituida por indígenas y negros africanos, en la que reposaba la economía, se elevaban los dos grupos que, pese a sus diferencias, poseían alguna influencia en la vida social rioplatense: el de los españoles y el de los criollos.

Estos grupos no eran compactos. El grupo español peninsular se escindía notoriamente entre los que estaban de paso y ocupaban en general ciertas funciones públicas con la sola esperanza de escalar más favorables posiciones, y los que habían resuelto afincarse en definitiva en este suelo. De estos últimos señalaba el viajero inglés Alejandro Gillespie que estaban predispuestos a ’’sostener objetivos revolucionarios”, precisamente porque “habiendo dado un adiós eterno a Europa, habían así identificado sus bienes y su felicidad con los de América del Sur”; con ello destacaba que, mientras aquéllos se mantenían indiferentes a la suerte de la Colonia, éstos estaban preocupados por su destino y meditaban acerca de las condiciones en que su existencia pudiera desenvolverse más favorablemente. En general, los españoles preferían la vida urbana y no eran muchos los que se radicaban en los campos; los que escogían este último tipo de vida solían abandonarse muy pronto a una indolencia que los degradaba, lo cual, unido a su alejamiento de los centros urbanos, los colocaba en una situación de ineficacia dentro de la vida social. Una característica singular anota Azara a fines del siglo xviii acerca de los españoles peninsulares de estas tierras, que todo parece confirmar: “Todos convienen considerarse iguales, sin conocer aquello de nobles y plebeyos, vínculos y mayorazgos, ni otra distinción que la personal de los empleos, y la que lleva consigo el tener más o menos caudales o reputación de probidad o talento.” Así fue como no llegó a cuajar en el Río de la Plata otra aristocracia que esta nueva que se constituyó sobre la significación individual del colonizador.

A medida que se acentuaba esta diferenciación entre el español en tránsito y el afincado, se constituía con raíces más hondas el grupo criollo. Una tradición muy arraigada divulgó en España la idea de que el español degeneraba en América. El padre Feijoó creyó necesario desvirtuar, a la luz de sesudos razonamientos, esta absurda creencia; pero su mera existencia prueba cuál era la situación del hijo del español en las colonias a los ojos de los peninsulares. El criollo retribuyó este sentimiento con creces y vio en el español peninsular —ya en el siglo xviii— un enemigo de sus legítimos derechos y de sus más caras aspiraciones, odiando aún en el seno de la familia a quienes ostentaban aquella calidad, así fuera su pariente. Alejado de las funciones públicas, relegado a los oficios menos estimados socialmente, el criollo, ambicioso y capaz —fuera blanco, o, lo que era más frecuente, mestizo—, prefirió la vida rural, en la cual no tenía que soportar el constante testimonio de su inferioridad; en los campos llevaba una existencia primitiva, sin contacto con los centros urbanos y menos aún con la corriente de la civilización que, por reflejo, llegaba a él, y así fue modelándose un espíritu indómito e irrefrenable, al que estimulaban la actividad pastoril y el espectáculo de la pampa desierta. Ese sentimiento de inferioridad social —heredado en la inmensa mayoría mestiza de la situación de la madre india— creó con el tiempo un estado de ánimo peculiar que aglutinó al grupo criollo y le proporcionó el sentido de clase con el que, muy pronto, obraría en las luchas políticas de la independencia y de la guerra civil. El gran aliado fue su número; los criollos crecieron rápidamente en cantidad y constituyeron el compacto núcleo de la masa colonial y aun de la clase acomodada; los que, en las ciudades, pertenecían a este número, trataron de superar las condiciones sociales que los constreñían y procuraron seguir estudios en Córdoba, en Chuquisaca o en la metrópoli para ejercer luego las profesiones liberales y abrirse paso, de ese modo, a través de los prejuicios que los detenían. Así se formó un núcleo criollo, urbano por su tipo de vida y liberal por su formación, que sumó sus esfuerzos al de los otros sectores criollos en el afán común de alcanzar cierto predominio dentro de la sociedad colonial. Su aliado fue su número, pero también la fuerza de sus convicciones y la correspondencia entre sus aspiraciones y los intereses colectivos más importantes en el seno de la Colonia. Al final triunfaron, y la primera etapa de la historia argentina propiamente dicha, es la era criolla.

La fuerza del grupo criollo, en efecto, estaba en la honda raíz y en la precisa fisonomía de sus ideales. Había llegado a perfilarlos por contraste con los que predominaban en los grupos españoles peninsulares, especialmente aquellos que renovaban cada día la aventura colonizadora con su efímero paso por la Colonia. En general, predominaba en éstos el espíritu autoritario; eran los que venían a ejercer las funciones públicas, forma eminente de la dominación sobre la tierra; los que venían a ejercer el comercio en estrecha relación con los mercaderes de España, forma eminente de la explotación de la tierra; además, coincidía con sus ideales el clero español, que poseía en la Colonia cierta tradición de cultura y gozaba de una situación de privilegio por su ascendiente moral y religioso proyectado sobre el plano político. En este grupo hizo poca mella la presencia de algunos funcionarios de nuevo estilo que la España borbónica mandó al Río de la Plata. En efecto, los hombres liberales —criollos algunos de ellos— que llegaron en el curso del siglo xviii para imponer en la Colonia el espíritu renovador que animaba a los Borbones, lucharon por neutralizar la influencia de las capas más reaccionarias del clero y de los grupos mercantiles apegados con mayor fuerza a sus privilegios; pero no siempre pudieron conseguir su objeto y con frecuencia fueron combatidos acerbamente por aquellos a quienes hería su política. Su actitud, en cambio, incidió sobre los grupos criollos y muy pronto contribuyó a dar forma a sus ideales y aspiraciones. Si bien esa influencia no alcanzó a los grupos criollos rurales, autoritarios e indómitos ellos también a su modo, se sintió de manera decisiva en los grupos criollos urbanos, en los que infundió una actitud clara y decidida frente a los problemas más importantes de la vida social rioplatense.

En efecto, la burguesía criolla se hizo liberal con fervor, porque el liberalismo —aun con las restricciones con que la doctrina llegaba impuesta por España— ofrecía solución a los problemas más inmediatos y un cuerpo de doctrina para aquellas remotas aspiraciones que se insinuaban en los espíritus más audaces. Así, la burguesía urbana comenzó a esbozar un programa de regeneración para la vida rural, elaborado a la luz de las doctrinas fisiocráticas y el pensamiento liberal; aspiraba al desarrollo de la agricultura según los métodos en boga, porque, como decía Mariano Moreno, “el que sepa discernir los verdaderos principios que influyen en la prosperidad respectiva de cada provincia, no podrá desconocer que la riqueza de la nuestra depende principalmente de los frutos de sus fértiles campos”; aspiraba asimismo a una libertad de comercio que neutralizando la influencia nefasta de los monopolistas, asegurara a los labradores una fácil comercialización de sus productos; y aun aspiraba al desarrollo de las pequeñas industrias campesinas, todo lo cual suponía una modificación a fondo del tipo de vida que los grupos criollos rurales llevaban por entonces. Era la vida urbana, sin embargo, la que esta burguesía consideraba como forma ideal de existencia civilizada; en ese ambiente podía lograrse el grado de ilustración que permitía a las sociedades, según su opinión, ascender desde los estadios primarios en que se hallaban hasta aquellas formas ideales; y, sobre todo, era en las ciudades donde mejor podía lograrse —en el Río de la Plata— la formación de una conciencia política capaz de encarar el problema de fondo que, en forma más o menos expresa, sentía todo criollo: el de la propia dirección de su destino.

En rigor, el reformismo liberal, de los Borbones contribuyo más que ningún otro factor a formar una conciencia emancipadora y revolucionaria entre los criollos. La creación del virreinato, resuelta en 1776 con motivo de la expedición de don Pedro de Cevallos contra los portugueses, dio unidad política a una extensa región hasta entonces no aglutinada. En efecto, a las gobernaciones de Buenos Aires y el Paraguay se agregó toda la extensión que caía bajo la jurisdicción de la audiencia de Charcas, con el Tucumán, Potosí y Santa Cruz de la Sierra, y se hizo cabeza del virreinato a la ciudad de Buenos Aires. Se creaba con ello un nuevo ámbito político, extenso y rico, parte del cual se orientaba hasta entonces hacia el Perú y estaría de ahora en adelante polarizado por el Río de la Plata. Esta vasta región donde perduraría mucho tiempo una estructura bipolar en la que Charcas y Lima constituían un polo opuesto a la capital, comenzó poco a poco a cobrar significación política. Fue precisamente su heterogeneidad lo que la caracterizó: las distintas regiones aglutinadas no sin cierta arbitrariedad adquirieron conciencia de su personalidad ante el hecho de su subordinación a Buenos Aires y su incipiente conciencia política se manifestó en cierta pasiva resistencia ante la ciudad que de pronto se elevaba a un alto destino.

Contribuyó a acentuar esta actitud la organización del virreinato en gobernaciones-intendencias, cada una de las cuales constituyó muy pronto una unidad de precisa fisonomía. De acuerdo con los principios del centralismo jerarquizado que caracterizó la política de los Borbones, la Corona resolvió en 1782 repartir el territorio del Virreinato del Río de la Plata en siete intendencias y una superintendencia general. Buenos Aires, Asunción del Paraguay, Salta, Córdoba, Santa Cruz de la Sierra, La Paz, La Plata y Potosí fueron otras tantas unidades administrativas y políticas en las que se acuñó con presteza cierto espíritu localista. A la antigua y primitiva organización municipal de la Colonia sucedía una organización territorial y regional, con la que se debilitaba en forma notable la preponderancia de los cabildos, hasta entonces los cuerpos más importantes en la trasmisión y ejecución de la voluntad real y los únicos en los que, en alguna medida, trasuntábase la opinión pública. Desde entonces, el gobernador-intendente fue, como funcionario ejecutivo que atendía a los ramos de hacienda, guerra, justicia y policía, la suprema autoridad regional; subordinados a ella, los cabildos se limitaban a sus labores estrictamente urbanas, y su política contribuía a definir y precisar las aspiraciones y deseos de la población de la región.

Esta reordenación administrativa, hija de la concepción política de los Borbones, echó las simientes de graves problemas políticos para el futuro al crear ciertas situaciones de hecho. Mientras los grupos criollos de la capital se afirmaban en la idea de que constituían el nervio del virreinato por su calidad de hombres cultos y orientados en el sentido de las ideas modernas —situación reconocida indirectamente por la política liberal de la Corona—, la población de las distintas intendencias comenzó a abrir los ojos a la situación de hecho que les creaba el acelerado proceso de centralización que se operaba desde Buenos Aires. Las formas de vida, las influencias tradicionales que llegaban desde Lima o desde Charcas y las que perduraban en Asunción no coincidían con las que Buenos Aires acuñaba desde mediados del siglo xviii, y una vaga disidencia se insinúa ya en los últimos tiempos de la Colonia: luego, cuando los grupos criollos del interior coincidan con el grupo criollo de Buenos Aires en el afán de emancipación, el frente unido se resquebrajará muy pronto ante la aparición de esa madurada divergencia de ideales.

El hecho más trascendental en la existencia política del Río de la Plata durante el siglo xviii es, precisamente, la imposición de una política liberal restringida por parte de la Corona y su recepción por los grupos criollos ilustrados —en particular de Buenos Aires y Charcas— que pretendieron llevarla hasta sus últimas consecuencias.

Sin duda, las líneas generales de la política de los Borbones españoles fue la del despotismo ilustrado; empero, diversas circunstancias ponían un freno a su realización, sobre todo en el ámbito colonial. Se trataba de una política progresista, animada por el afán de estimular el desenvolvimiento de las colonias y favorecer a los súbditos americanos; pero, tanto en la política colonial como en la metropolitana, este afán se encontraba sujeto a la necesidad de no favorecer la difusión de cierta línea doctrinaria que podía llegar a debilitar los cimientos del poder absoluto y de la doctrina católica; así, el progresismo se manifestó, sobre todo, en el campo económico, aunque también allí con ciertas limitaciones, y en el campo de la acción social y educativa.

La defensa del poder absoluto, que llevaba implícita la desconfiada reserva frente a los filósofos librepensadores, trajo consigo también la política enérgica contra los jesuitas, cuya concepción teocrática del poder chocaba con la concepción oficial y cuyo creciente poderío económico y político parecía una amenaza para el Estado. Los jesuitas fueron eliminados, y con ellos cayó, en la Colonia, el más fuerte puntal de la concepción autoritaria. Quizá esta circunstancia favoreció más que ninguna otra el florecimiento del espíritu liberal; visible primero en algunos funcionarios —que como Bucarelli, Basavilbaso o Vértiz, respondían a la tendencia predominante en la corte borbónica y habían venido para imponerla en la Colonia— comenzó luego a manifestarse muy pronto en algunos criollos de despierta inteligencia y profundas inquietudes. Fueron, por ejemplo, Juan Baltasar Maciel o Manuel Belgrano, quienes, en las postrimerías del siglo xviii, comenzaron a frecuentar las obras de los autores modernos más significativos, muchos de los cuales sólo podían ser leídos a escondidas, por la celosa vigilancia del clero reaccionario que mantenía la concepción jesuítica.

Hombre de estudio y de reflexión, Maciel se siente atraído por los pensadores que, como Descartes, Gasendi o Newton, le permitían renovar el planteo de los últimos problemas, sobre los cuales la universidad cordobesa —en la que había estudiado— no le había ofrecido otra enseñanza que la de la tradición aristotélica y escolástica. Seguramente formaban también parte de su biblioteca algunas obras de los escritores del Enciclopedismo; pero estas lecturas no comenzaron a hacer mella en los espíritus sino un poco más tarde y, sobre todo, después del estallido revolucionario de 1789 en Francia. En efecto, sobre la generación de Belgrano los economistas y los filósofos políticos del siglo xviii ejercieron una influencia inmensa. En España tomó contacto con la economía política el futuro secretario del consulado de Buenos Aires, y si aceptó el cargo fue, como él dice, porque “supe que tales cuerpos en sus juntas, no tenían otro objeto que suplir a las sociedades económicas, tratando de agricultura. industria y comercio”, con lo cual prueba su entusiasmo por el género de estudios que había descubierto no hacía mucho; pero también se apoderaron de él por entonces “las ideas de libertad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o indirectamente. Con tal preparación, que no vacilaban en sostener en público los principios económicos del liberalismo y de la doctrina fisiocrática.

Fruto de estas inquietudes fueron los periódicos de la Colonia, de los cuales, el primero —El telégrafo mercantil, dirigido por Francisco Antonio Cabello— prolongaba su enunciado definiéndose como “rural, político, económico e historiográfico”. Allí escribieron Manuel Belgrano, Juan José Castelli, el ingeniero Pedro A. Cervino, el naturalista Tadeo Haenke, el poeta Manuel de Lavardén y el canónigo Luis Chorroarín; como en el Semanario de agricultura que publicó Hipólito Vieytes en 1802 y en el Correo de comercio que dirigió Belgrano en 1810, lo característico de este periodismo colonial rioplatense es el intento de aplicar las doctrinas aprendidas en los tratadistas europeos a las necesidades y problemas locales, gran parte de los cuales comenzaban por entonces a descubrirse y plantearse justamente a la luz de esas nuevas doctrinas. Si bien es cierto que estos problemas eran, en efecto, casi exclusivamente económicos, hay que interpretar este hecho recordando que la característica del movimiento liberal inspirado por los Borbones fue la de limitar el movimiento renovador dentro de un campo que no hiriera los fundamentos del poder real; pero no hay que engañarse, porque el pensamiento liberal constituía una doctrina compacta, y quien era tocado por su influencia, con dificultad podía dejar de prolongar el examen hacia los fenómenos políticos, encarándolos con el mismo punto de vista que tenía frente a los económicos. Hubo, así, en la burguesía urbana de Buenos Aires y de Charcas, constituida sobre todo por criollos que habían seguido estudios o se habían cultivado como autodidactos, un ideal expreso e inmediato, representado por el mejoramiento social y económico y el progreso material; pero hubo también un ideal implícito y remoto, que era el logro de un régimen político, liberal, para el cual era requisito previo la emancipación. Así trabajó en el ánimo de esa burguesía esta idea que se elaboraba lentamente.

Diversas circunstancias contribuyeron, a partir de los últimos años del siglo xviii, a tonificar, esta postura doctrinaria de la minoría criolla urbana. Ante todo, el estallido de la Revolución francesa en 1789, que en los primeros momentos despertó un extraordinario entusiasmo entre quienes conocían los fundamentos teóricos que habían movido a los revolucionarios. Sin duda este entusiasmo fue evidente, pues el virrey Arredondo primero y el virrey Avilés después, creyeron imprescindible tomar severas disposiciones para impedir la difusión de noticias relacionadas con los acontecimientos de Francia y con los principios que los movían. De manera explícita, decía el marqués de Avilés en un bando publicado en agosto de 1799:

“Por cuanto estoy informado haberse introducido en esta capital y otras ciudades y parajes del distrito de mi mando, distintos papeles extranjeros de varias partes de Europa y aun de los establecimientos enemigos en América, que además de contener relaciones odiosas de insurrección, revoluciones y trastornos de los gobiernos, establecidos y admitidos generalmente, exponen hechos falsos e injuriosos a la Nación Española y a su sabio y justo gobierno; y a que este exceso además de ser contrario a las leyes fundamentales de estos reinos exige en el día una especial vigilancia para excusar todo motivo y ocasión del engaño y seducción en estos fieles y remotos vasallos, y que no sean sorprendidos con semejantes abominables ejemplos. Por tanto ordeno y mando que cualesquiera habitante de esta capital y demás ciudades y parajes de este virreinato a quienes se dirijan tales papeles bajo el nombre de gacetas o con cualquiera otro, los pasen inmediatamente a mis manos sin comunicarlos a persona alguna, bajo de la multa de quinientos pesos por la primera vez, y de ser tratados por segunda, como inquietadores y perturbaciones públicas.”

Ya por esta época, sin embargo, el curso de los acontecimientos revolucionarios —y sobre todo la decapitación de Luis XVI— habían enfriado en alguna medida el entusiasmo de muchos; pero la Declaración de los derechos del hombre quedaba como un programa político que seducía a quienes hasta entonces no habían entrevisto la posibilidad de dar forma práctica a las doctrinas enseñadas por los filósofos políticos.

En efecto, como en España, la minoría criolla urbana se mostró antijacobina, salvo en casos muy contados. Prevalecían en el ánimo de los liberales criollos los principios sentados por el liberalismo oficial borbónico, con su vernáculo respeto a la monarquía, con su no menos vigoroso respeto a la religión. Así se había manifestado el liberalismo en Jovellanos, por ejemplo, figura monitora de los liberales criollos, y así perduró en la concepción general. Este carácter se definió más todavía cuando, en 1806, se produjo la invasión inglesa, que, si precipitó las fuerzas partidarias de la emancipación, contribuyó con eficacia a definir los caracteres del movimiento liberal criollo.

En efecto, pese a la simpatía que algunas de sus ideas —en particular las económicas— despertaron en el seno de la sociedad criolla, los ingleses aparecieron a sus ojos como reos de una heterodoxia religiosa que cavaba un abismo insuperable para el entendimiento directo y definitivo. Gillespie no se cansa de hablar de “esta tierra de fanatismo y preponderancia eclesiástica” y es sabido cómo solía reaccionar la masa popular ante los protestantes aun en la época independiente. Así fue cómo, debido a esa circunstancia y al orgullo que despertó la agresión y la venganza, las invasiones inglesas contribuyeron a precisar los límites de la doctrina liberal dentro de la concepción criolla: amplia en lo económico, restringida en lo religioso y lo político, aunque en este último campo se discriminara la realidad y la virtualidad de una aspiración.

Cabe destacar, sin embargo, que las invasiones inglesas de 1806 y 1807 tuvieron otras consecuencias de no menor significación. Por causa de ellas se produjo un fenómeno social de avance hacia un primer plano del grupo criollo, cuya participación en la Reconquista y la Defensa fue decisiva; y no sólo de la minoría burguesa, que asumió en parte un papel conductor, sino también de la masa popular, que por ello se entroncó con aquella minoría en la que comenzó a reconocer su auténtica clase directora. De este modo se insinuó con caracteres cada vez más netos una noción de nacionalidad asentada en el principio del nacimiento en la tierra y de adhesión a sus formas de vida: eso era el criollismo; eso era la patria.

Con todo, tan firme como pueda parecer este movimiento por el que se constituía el espíritu liberal en la Colonia, es innegable que el espíritu autoritario no había cedido todas sus posiciones. La vieja concepción autoritaria de los Austria había cuajado en diversos elementos sociales, que se aferraban a ella porque comprendían el peligro de la vía abierta por la política liberal borbónica. Los funcionarios de viejo cuño que no concebían para la Colonia otro tipo de existencia que el procedente de su condición de tal frente a la metrópoli; los comerciantes monopolistas que participaban de las ganancias que ese régimen deparaba; el clero jesuítico y los que heredaron y mantuvieron su espíritu teocrático, todos ellos coincidían en la opinión de que, en cuanto se abriera la compuerta de las ideas liberales, se precipitarían en torrente las aspiraciones de los españoles americanos, sedientos de justicia y de posibilidades individuales y colectivas.

No se equivocaban, sin duda, porque tales aspiraciones existían y estaban latentes y escondidas en cierto resentimiento, ya antiguo por entonces, de los criollos contra los peninsulares nativos; y no se equivocaban, sobre todo, porque, sin duda alguna, el desenvolvimiento del pensamiento liberal conducía inequívocamente a la idea de la autodeterminación y la independencia. Pero además subsistía —y con singular vigor— la concepción autoritaria que se había desarrollado bajo formas indígenas, en el ámbito rural y en el seno de los grupos criollos de los campos. Allí no podían penetrar las doctrinas políticas de tipo liberal, porque no había otra experiencia política que la primitiva del hombre entregado a la naturaleza y a los recursos de su fuerza, sin que se hubieran planteado nunca, en la pampa desierta, los problemas de la convivencia. Entendía bien, en cambio, el criollo campesino, tan autoritario como fuera en la cotidiana aventura de la existencia, los postulados de la política económica liberal, porque esos se relacionaban con problemas cuya gravedad había experimentado en carne propia, y en ese campo, como en el remoto anhelo de la autodeterminación, coincidía con los otros grupos criollos.

 Esta coincidencia determina un frente de lucha entre criollos y peninsulares que adquirió su más visible expresión en el campo económico. Allí luchaban comerciantes y hacendados —de preferencia peninsulares los primeros, en general criollos los segundos— porque sus intereses eran opuestos y apenas conciliables sin desmedro de uno de ellos; lo que beneficiaba a los primeros, representados por el consulado, perjudicaba a los segundos representados por la Junta de Hacendados. En esta lucha sorda, los hacendados criollos apenas pudieron tomar la iniciativa, víctimas de su subordinación social y política; pero la Corona, movida por las doctrinas liberales y por el afán de estimular el desarrollo de estas colonias, tomó la iniciativa por ellos y dio vuelo a sus aspiraciones, no sin que sus rivales se quejaran con amargura y con violencia y procuraran dificultar cuantas medidas propuso la Corona.

Un día pretendieron los hacendados llevar hasta sus últimas consecuencias sus aspiraciones en el plano económico y solicitaron con franqueza, por la pluma de Mariano Moreno, el libre comercio de sus productos con Inglaterra. “Debieran cubrirse de ignominia los que creen que abrir el comercio a los ingleses en estas provincias es un mal para la Nación y para la Provincia; pero aun cuando concediéramos esta calidad al indicado arbitrio, debe reconocérsele como un mal necesario, que siendo posible evitar, se dirige, por lo menos al bien general, procurando sacar provecho de él, haciéndolo servir a la seguridad del Estado.” Así decía Moreno, en 1809, en su histórica Representación de los hacendados. Pero no se cubrían de ignominia los comerciantes monopolistas, sino que persistían en su actitud y señalaban dos clases de males en la nueva política económica que se trataba de imponer: una, porque se lesionaban intereses españoles nativos, orgullosos de su calidad y celosos de sus privilegios, otra porque se veían los peligros a que esta política conducía. Martín Álzaga, a la cabeza de los comerciantes monopolistas, había expresado este punto de vista con innegable claridad: “El comercio que hasta ahora se ha hecho —decía en el Consulado— es el que han permitido las leyes como útil y proficuo, para mantener y estrechar los vínculos de los vasallos de estas remotas regiones con los de la metrópoli por medio de la recíproca dependencia de sus giros comerciales; pues ésta es una verdad tan innegable, como evidente el riesgo de que, tolerándose las exportaciones de frutos y dineros en derechura, desde los puertos de América hasta las potencias del Norte y en igual modo la importaciones de efectos comprados en aquellas fábricas, como insinúa el autor del papel [Cerviño], se aflojarían y extenuarían hasta el extremo en breve tiempo los mencionados vínculos, con perjuicio irreparable de la monarquía.” Así las cosas, la polémica trascendía del plano puramente económico y se trasladaba al plano político, en el que los frentes no estaban todavía tan definidos.

En efecto, respecto al problema político, el frente criollo no estaba constituido. Ante todo porque el grupo hispánico poseía la enorme fuerza de la legalidad; luego, porque lo subversivo de toda idea renovadora al respecto impedía que se expresara con libertad el pensamiento de muchos; en fin, porque sólo el sentimiento de la patria era común a todos los grupos criollos, en tanto que las formas del pensamiento liberal sólo habían alcanzado a arraigar en la minoría culta de algunas ciudades y eran, puede afirmarse, inasimilables para los grupos rurales. Todo ello hacía que el sistema de ideas políticas se estructurara con reticencias en el seno de la reflexión individual o en pequeñísimos cenáculos. De aquí la inexperiencia que ha sido señalada como, característica de los primeros actos del gobierno independiente, y de aquí también la prepotente agresión de los españoles peninsulares, seguros de su fuerza. Pero en cada conciencia criolla trabajaba en silencio un ideal más o menos oscuro que se proyectaba en lo futuro bajo su más amplia faz y diseñaba una meta en la cual se dibujaba la edad de oro de los filósofos racionalistas: un mundo libre y feliz, en el que el individuo gozaba del progreso indefinido y de la libertad más amplia. El espíritu liberal había cuajado definitivamente en esta tierra.


PARTE SEGUNDA
LA ERA CRIOLLA

Con el movimiento revolucionario de 1810 se inicia una nueva era en la historia argentina; desde entonces, la preocupación fundamental de los grupos ilustrados será estructurar el país, organizar su régimen político, renovar su fisonomía social y económica. La empresa tenía, sin duda, inmensas dificultades, algunas casi insalvables sin la ayuda del tiempo. En la mente de los hombres de la revolución ni siquiera estaban definidos cuáles debían ser los límites geográficos del estado naciente, y la duda se advirtió en las cavilaciones que provocó la adopción del nombre; si se descontaba la inclusión —luego malograda— de la Banda Oriental y del Paraguay, los limites en el norte eran notoriamente inciertos por la presencia del espíritu altoperuano en muchas provincias y por la variable fortuna de las armas patriotas; pero el problema geográfico era insignificante al lado de los problemas sociales que la emancipación provocaba.

La revolución emancipadora era, en cierto sentido, una revolución social, destinada a provocar el ascenso de los grupos criollos al primer plano de la vida del país. Criollos habían sido los núcleos ilustrados que la hicieron; pero por la fuerza de las convicciones y por la necesidad de dar solidez al movimiento, fue necesario llamar a ella a los grupos criollos de las provincias, constituidos en su mayor parte por la masa rural. Estos grupos respondieron al llamado y acudieron a incorporarse al movimiento; mas ya para entonces el núcleo porteño había sentado los principios fundamentales del régimen político-social, y las masas que acudieron al llamado no se sintieron fielmente interpretadas por ese sistema que, como era natural, otorgaba la hegemonía a los grupos cultos de formación europea Así comenzó el duelo entre el sistema institucional propugnado por los núcleos ilustrados, de un lado, y los ideales imprecisos de las masas populares, por otro.

La pugna entre estas dos concepciones político-sociales condujo a la guerra civil y el triunfo de los ideales federales desembocó por excusada vía en la autocracia; entonces comenzó a insinuarse una tendencia intermedia que trató de conciliar las dos corrientes antagónicas para constituir una doctrina política que permitiera la consolidación de la nación. Esta tesis transaccional se elaboró con lentitud, triunfó en 1853 con la constitución y se impuso definitivamente en 1862. El país, a partir de entonces, puso en juego todas sus reservas y se lanzó a una política constructiva de vasto alcance. Pero su mismo desarrollo —llevado con unidad de miras desde 1862 hasta 1880— provocó la conformación de una nueva realidad social. La inmigración europea y la intensa transformación económica hirieron de muerte a la Argentina criolla y tornaron difícil el normal funcionamiento del sistema institucional creado a costa de tantos esfuerzos y tanta sangre. Así, hacia 1880, concluye la era criolla, en cuyas últimas etapas se había gestado la segunda Argentina.

III
La línea de la democracia doctrinaria.
Irrupción y crisis del pensamiento liberal y centralista

“El día 20 de junio de 1789 fue el más glorioso para la Francia y habría sido el principio de la felicidad de toda Europa, si un hombre ambicioso, agitado de tan vehementes pasiones como dotado de talentos extraordinarios, no hubiese hecho servir al engrandecimiento de sus hermanos la sangre de un millón de hombres derramada por el bien de su patria.” Así escribía Mariano Moreno a fines de 1810, revelando el estado de ánimo que predominaba por entonces entre los grupos liberales. La Revolución francesa había parecido al principio el triunfo de los ideales de fraternidad y de justicia que propugnaban Rousseau y Montesquieu; pero el curso de los sucesos obligaba a meditar serenamente sobre las enseñanzas recibidas, porque ahora parecía como si el genio francés fuera incapaz de preservar la dignidad de los principios. Esta circunstancia incitó a muchos a volver la mirada hacia Inglaterra, en cuya estructura política se habían inspirado los doctrinarios franceses del liberalismo, y que mantenía, pese a los embates de la revolución primero y de la reacción después, cierto equilibrio entre la libertad y la autoridad. En América, el ejemplo inglés fue, en diversas épocas y grados, el que orientó la reflexión política de los espíritus más prudentes: así se explica la desviación hacia la monarquía que se observó en ciertas graves circunstancias —tendencia en nada discordante con el sentimiento liberal y democrático— y la simpatía general que se advirtió por esa nación, que era, al mismo tiempo, una protección y una esperanza para los nacientes países de Hispanoamérica.

La conducta de Napoleón, en cambio, movió a la reflexión sobre el peligro del jacobinismo —en el que se veía la causa última de la reacción— y aconsejó la adopción de una política moderada, de la que fueron testimonios las cortes españolas de Cádiz, en 1812, y los actos de los gobiernos argentinos entre 1810 y 1814. A partir de ese momento, una ola de reacción absolutista y conservadora se alzó sobre Europa y América. La restauración de Fernando VII en 1814 pareció el signo premonitorio de la política de la Santa Alianza y del Congreso de Viena; en un esfuerzo vigoroso se quiso borrar el pasado inmediato, y una guerra sin cuartel se suscitó entre el liberalismo y el absolutismo. “Creo haber dicho lo bastante —escribía Rivadavia en 1817— para dar a conocer el nuevo género de guerra que agitaba a Europa, en que una cuarta o tercera parte de ella luchaba por los intereses y pretensiones del poder arbitrario y absoluto contra todo el resto, que, armado de los adelantamientos que en todos los ramos ha adquirido la especie del hombre, batía con actividad y constancia al fanatismo, a las preocupaciones y los resabios de todas las viejas instituciones.” También esta guerra contribuyó a fortalecer la posición de Inglaterra a los ojos de los países americanos, porque demostró inequívocamente su poco entusiasmo por la causa del absolutismo, contraria a su propia tradición política. Y cuando España recibió el apoyo de los “Cien mil hijos de San Luis” para restaurar el absolutismo —tras la breve vigencia de la constitución de 1812, impuesta después de la sublevación de Riego—, Inglaterra se preparó para alejarse de la coalición absolutista, en tanto que comprometía su posición reconociendo la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1824. Dos años después, la Santa Alianza se desvanecía, huérfana del apoyo inglés, y la causa de la emancipación americana, sellada con la victoria de Ayacucho, entraba en una nueva etapa, en la cual fueron menos intensas las repercusiones de la política europea.

La emancipación y los problemas político-sociales

Dentro de este cuadro político e ideológico se produjo el movimiento revolucionario que llevó a independencia argentina. Un brevísimo periodo de elaboración —desde las invasiones inglesas de 1806-1807 hasta los comienzos de 1810— clarificó las ideas, dio vigor a la conciencia colectiva y precisó los objetivos políticos y sociales de los grupos criollos; y una brevísima serie de acontecimientos impuso una solución revolucionaria en Buenos Aires que modificó de cuajo la realidad. Así quedó sellada la suerte de la colectividad con el movimiento del 25 de mayo de 1810.

Pero este rápido proceso se operó por obra de un grupo circunscrito: la minoría ilustrada y liberal de Buenos Aires. La situación creada después de mayo de 1810, en cambio, abrió una era de convulsión que conmovió a toda la colectividad. A esa circunstancia se debió, en gran parte, el agitado desarrollo de los acontecimientos posteriores, con los cuales se operó la acomodación del vasto complejo social a la nueva situación creada. Porque, en efecto, si la emancipación era producto de un cierto estado de conciencia que se gestaba subrepticiamente durante la era colonial y maduró en los primeros años del siglo xix, fue luego, a su vez, causa de un proceso que renovó radicalmente la estructura social y política del país.

Puede decirse que, en cierto sentido, la revolución emancipadora fue tanto una revolución social como una revolución política, y acaso por ser antes que nada una revolución social originó un complejo y difícil problema político, cuya solución se dilató a lo largo de medio siglo. Españoles peninsulares y criollos no eran —durante los últimos tiempos de la Colonia— dos grupos separados solamente por el origen; estaban separados, sobre todo, por las condiciones sociales; y si es significativo que el obispo Lué se atreviera a decir en el momento critico de la revolución que el gobierno de las colonias americanas “sólo podía ir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese quedado un solo español en él”, no es menos revelador el juicio de Cornelio Saavedra que, tres años antes, había resumido de este modo la situación espiritual creada con motivo de la defensa de Buenos Aires contra los ingleses: “Me atrevo a felicitar a los americanos, pues a las pruebas que siempre han dado de valor y lealtad, se ha añadido esta última, que realzando el mérito de los que nacimos en Indias, convence a la evidencia que sus espíritus no tienen hermandad con el abatimiento, que no son inferiores a los europeos españoles, que en valor y lealtad a nadie ceden.” Criollos y peninsulares son, pues, dos clases sociales que se sienten enemigas por la situación en que se hallan: los privilegios de la una determinan la inferioridad de la otra.

La revolución es, desde los primeros instantes —cuando, por los límites que se fija, no es todavía un movimiento de trascendencia política— una convulsión social que desaloja del poder a los peninsulares para otorgarlo a los criollos. De acuerdo con esta idea interpreta Mariano Moreno la reacción española: “El gran escollo que no ha podido vencer la resignación de nuestros émulos —dice aludiendo a los realistas— es que los hijos del país entren al gobierno superior de estas provincias; sorprendidos de una novedad tan extraña, creen trastornada la naturaleza misma, y empeñándose en sostener nuestro abatimiento antiguo como un deber de nuestra condición, provocan la guerra y el exterminio contra unos hombres que han querido aspirar al mando contra las leyes naturales, que lo condenaban a una perpetua obediencia. He aquí el principio que arrancó al virrey Abascal la exclamación contra nosotros, graduándonos hombres destinados por la naturaleza para vegetar en la obscuridad y abatimiento”.

Esta sensación de constituir una clase hasta ayer oprimida y desde entonces triunfante condiciona la actitud de los criollos después de mayo de 1810. Ahora pueden dar rienda suelta al viejo resentimiento y al sordo rencor acumulado durante tanto tiempo; y este rencor se traducirá muy pronto en una abierta hostilidad contra los españoles, que se proyectará más tarde en una acentuada xenofobia. Las leyes españolas serán llamadas “monumentos de nuestra degradación”, y rechazadas; y muy pronto se excluirá a los extranjeros de la función pública. Sólo ellos, “los hijos de la patria”, poseen ahora indiscutidos derechos en esta tierra que acaban de reconquistar: “Como la naturaleza nos había criado para grandes cosas, hemos empezado a obrarlas”, dirá Moreno con irritado orgullo. Una nueva conciencia, pletórica de sobrestimación de sí misma, moverá de aquí en adelante a las minorías y a las masas criollas.

Pero si es ese uniforme sentimiento el que explica la actitud de las clases liberadas en el momento inicial de la emancipación, el proceso posterior se explica, en cambio, por la diversidad que es fácil establecer en la masa criolla, cada uno de cuyos grupos poseía caracteres psicológicos, sociales y económicos harto diferentes, en función de los cuales reaccionó ante el hecho consumado de la revolución. En principio, la masa criolla se escindía en dos grandes núcleos: el grupo urbano porteño —cuyo pensamiento hallaba repercusión en algunos otros centros ilustrados— y los grupos de las campañas, urbanos y rurales, en los que apuntaban, a su vez, profundas diferencias regionales.

Europeizante e ilustrado, el grupo criollo de Buenos Aires constituía una minoría de considerable influencia; en el comercio en las profesiones liberales, sobre todo, habían logrado sus miembros cierto bienestar económico que les permitía fundamentar con solidez su prestigio, y algunos de ellos habían llegado a tener funciones de importancia en la administración colonial. Desde un punto de vista ideológico, este grupo descendía de manera directa de los liberales españoles de la época borbónica; ciertamente, algunos de los espíritus más inquietos habían tomado contacto directo con el pensamiento francés o inglés, estudiándolo en sus propias fuentes; pero si es fácil probar que Mariano Moreno agregó a su atenta lectura de Jovellanos la de Juan Jacobo, no sería tampoco difícil advertir que leyó a este último con los mismos preconceptos con que lo hicieron los propios liberales españoles. Así cuajó en el grupo ilustrado porteño una doctrina liberal de caracteres sui generis, pero tan profundamente arraigada que se manifestó desde el primer momento como un sistema político e institucional irreductible, que traía consigo, por obra de las circunstancias, la convicción de la necesaria hegemonía de Buenos Aires, hogar propicio de ese pensamiento regenerador; de aquí su posterior choque con los grupos criollos del interior, con los que coincidió la minoría porteña en cuanto al ideal emancipador y a los impulsos de transformación social, pero de los que se separó en el campo de las realizaciones políticas.

En efecto, la población del interior, en su conjunto, carecía de preparación doctrinaria y de experiencia política para asimilar los fundamentos del sistema institucional que el grupo porteño quiso imponer en el nuevo estado. Esta masa, preferentemente rural, se escindía en dos grupos que, geográficamente y en términos generales, correspondía el uno al litoral, y al interior mediterráneo el otro. Si el primero estaba más cerca de Buenos Aires por la comunidad de los problemas y aun por la actitud política, lo separaba de ella la vieja cuestión de la aduana y del régimen económico de los ríos, problema que muy pronto provocó un profundo antagonismo entre Buenos Aires y e1 litoral. El segundo, que, en principio, tenía motivos directos de hostilidad hacia la antigua capital del virreinato, estaba, en cambio, más separado de ella por su ideología; zona de influencia del Perú, la región noroeste y central del país repudiaba la modernidad que se había hecho carne en las regiones abiertas a las influencias europeas. Así, pues, tanto un grupo provinciano como otro participaban de la misma actitud potencial frente al núcleo ilustrado de Buenos Aires.

Ni las minorías dirigentes ni las masas de estos grupos predominantemente rurales poseían experiencia política ni preparación doctrinaria; una existencia sencilla —que lindaba con el primitivismo— caracterizaba a las campañas argentinas, y sólo modificaba levemente esta situación uno que otro centro poblado que apenas extendía su influencia a su alrededor. Ese primitivismo se manifestaba de modo singular en las formas de la vida política, porque tanto la tradición colonial como la espontánea organización de la vida rural habían favorecido el desarrollo de un régimen autoritario, manifestado en el discrecionalismo del funcionario y en el del amo de los campos y los ganados. Pero el primitivismo se acentuaba aún más en las formas de vida espiritual: el autoritarismo constituía el nervio de la educación suministrada por el clero, el único agente educador que conoció la Colonia; y esa secular dominación espiritual, dogmática y rigurosa, conformó una mentalidad reacia a toda clase de necesidades, que muy pronto se precipitó hacia el fanatismo y la superstición. Ante la irrupción de las ideas liberales, esta mentalidad reaccionó con toda la fuerza y el vigor de las convicciones ciegas, negándose al examen y repudiando cuanto supusiera libertad de conciencia y libertad de determinación política; y la disidencia con el grupo ilustrado de Buenos Aires no tardó en estallar a propósito de las más variadas cuestiones.

No contribuyó poco a precipitar este antagonismo entre los dos sectores de la masa criolla la aparición del sentimiento localista. La Revolución de Mayo exaltó el sentimiento patriótico; pero mientras Buenos Aires preconizaba una concepción nacional de 1a patria, los grupos del interior manifestaron una marcada indiferencia por esa abstracción que constituía, a sus ojos, la nación todavía indeterminada, y sobrestimaron, en cambio, su pequeña patria, que penetraba por sus sentidos y a la que estaban unidos por la existencia cotidiana. El sentimiento localista se manifestó muy pronto no sólo en la defensa de los intereses locales, sino también en la defensa de la mentalidad local y las formas de vida consuetudinaria; y esta amalgama de pasiones lanzó a los grupos rurales contra Buenos Aires, símbolo y baluarte de intereses antagónicos, de opiniones renovadoras y de una tendencia firme a la hegemonía económica y política. Así germinó una hostilidad, sorda al principio, abierta luego, entre la ciudad que había desatado el movimiento revolucionarlo y el resto del país que debía decidir su adhesión al régimen amparado por aquélla. Buenos Aires no quiso reconocer el arraigo y la fortaleza de esa mentalidad; creyó que bastaba anunciar la buena nueva para que las masas rurales se entregaran sumisas a quienes dirigían el llamado; pero la respuesta que obtuvo probó que el pueblo imaginado por los ideólogos de la revolución era harto diferente del pueblo de la realidad nacional. Buenos Aires quiso dominar y educar; pero el pueblo se cerró a sus clamores y respondió con una concepción peculiar del movimiento revolucionario.

Poco a poco, el panorama se clarificó y mostró toda su dramaticidad y todas las dificultades que entrañaba. La masa criolla coincidía con el grupo ilustrado en el sentimiento emancipador y en el afán de lograr su exaltación a la dirección del país; pero disentía radicalmente en cuanto a la organización política del nuevo estado. Así se unía y se disgregaba la masa de los hijos de la patria.

Pese a la cautelosa prudencia de los hombres de Mayo, empeñados en disfrazar sus sentimientos emancipadores con una fingida lealtad a la persona del soberano prisionero, la idea de la independencia emergía de sus palabras y sus actos. Belgrano afirma en sus memorias que se insinuaba ya en 1808, y si pocos días después de la instalación de la Junta de Gobierno pudo decir Moreno que sus miembros “nada pretenden sino sostener con dignidad los derechos del rey y de la patria”, una justa indignación por las reacciones de los realistas precipitó poco a poco los sentimientos unánimes; los americanos poseían los mismos derechos que los españoles a decidir sobre su destino una vez que el soberano había desaparecido, y los hombres de Mayo defendieron la justicia de sus pretensiones a constituir un régimen político sólo con los “hijos del país”, con los que “miran con interés las glorias de su patria”; muy pronto este sentimiento rasga el velo que lo oculta, y al finalizar el año 1810, Moreno increpará lleno de ira a los enemigos: “¿Creen que los hijos del país pueden volver a las cadenas que acaban de romper?” Profunda revolución social, el movimiento era emancipador por su propia índole, porque sólo la emancipación podía traer consigo la exaltación de la masa criolla, menospreciada y oprimida hasta entonces.

Pero la emancipación planteaba con urgencia el problema de la organización del nuevo Estado. Toda la tradición institucional de la Colonia estaba impregnada de injusticia con respecto a la clase insubordinada y triunfante, y era menester decidir de qué manera se estructuraría la nueva nación para acomodarla a la nueva realidad social. Aquí sobrevinieron las dificultades, nacidas del conflicto entre los distintos sectores de la masa criolla, divergentes y aun enemigos en cuanto a su experiencia política, su formación doctrinaria, su concepción de la vida. “Un pueblo que repentinamente pasa de la servidumbre a la libertad —escribía Bernardo Monteagudo a principios de 1812— está en un próximo peligro de precipitarse en la anarquía y retrogradar a la esclavitud.” La predicción del tribuno jacobino se fundaba en los fenómenos que ya asomaban y en las tendencias encontradas entre los grupos actuantes, y muy pronto debía cumplirse. El problema era gravísimo y de harto difícil solución pese a que a nadie escapaban las consecuencias que el fracaso debía tener. El problema era “dar forma nueva a un estado que la tenía inveterada, arrancar de raíz un orden establecido e introducir otro, en todo o en la mayor parte diverso, extinguir con un golpe de mano las antiguas habitudes, y aun destruir ciertos principios irreconciliables con los que deben sentarse para una innovación semejante, y esto cuando las ideas de los que han de componer el edificio que se desea levantar chocan infelizmente entre sí”; así lo escribía fray Cayetano Rodríguez en El redactor del congreso de 1816, y con tales características se mantuvo durante medio siglo; pero las dificultades —que se ambicionaba resolver de una sola vez— se fueron eliminando poco a poco, y al cabo de tan largo plazo aparecieron las doctrinas y las fórmulas de conciliación, capaces de aunar a la masa criolla, sus intereses, sus aspiraciones, sus formas de vivir y de pensar.

Las tendencias del grupo porteño ilustrado

Tan vigorosas como pudieran ser sus resonancias en el interior, la Revolución de Mayo fue un movimiento porteño, debido a la iniciativa y a la decisión de una minoría ilustrada, entendido este termino en el sentido de que su formación intelectual se enraizaba en los principios de la Ilustración.

Era este grupo el que había recibido el legado de la política liberal de los Borbones, enriquecido en muchos casos con lecturas directas de los principales doctrinarios de esa tendencia. Manuel Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli, Mariano Moreno y algunos otros lo componían al estallar el movimiento revolucionario. Pero si el fondo de su doctrina era netamente liberal, sus convicciones firmes arraigaban sobre todo —y a veces únicamente— en aquellos aspectos de la doctrina que el pensamiento y las tendencias espontáneas de la vida político-social habían afianzado en España. Así fue como se manifestaron las aspiraciones liberales, fundamentalmente, en el aspecto económico; Belgrano y Moreno fueron los defensores de la política económica liberal durante los últimos tiempos de la Colonia, el primero como secretario del consulado de Buenos Aires y el segundo como abogado defensor de los hacendados y labradores contra los monopolios. Llegado al gobierno, el grupo ilustrado favoreció el desarrollo del libre comercio y el estímulo de toda la producción. En otros aspectos, los principios del liberalismo fueron sometidos a ciertas limitaciones, las mismas, en verdad, que en España impusieron el arraigo de las creencias tradicionales y el respeto al poder monárquico, de donde precisamente partían las innovaciones. Así fue considerada como un exceso inaceptable la opinión de Rousseau en materia religiosa, y Moreno, en el prólogo a la edición que mandó hacer del Contrato social, declaraba: “Como el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capítulo y principales pasajes donde ha tratado de ellas”; del mismo modo pareció perpetuarse en el espíritu de estos liberales la tradición española del respeto a la autoridad, porque ambos temas fueron considerados como excepciones por Moreno cuando, en su artículo Sobre la libertad de escribir, afirmaba: “Desengañémonos al fin, que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto.” Así, si bien es cierto que la Asamblea de 1813 suprimió la Inquisición, subsistió en alguna medida la inhibición frente a los problemas del dogma religioso y de la autoridad política.

Podría afirmarse, sobre esta base, que los liberales porteños adoptaron una actitud moderada. La moderación, en efecto, parecía ser una de las preocupaciones de Moreno, nervio de la junta de Mayo, cuyas opiniones en tal sentido eran categóricas y repetidas. Pero, de seguro, no era ésta la tendencia de su espíritu, sino mas bien el fruto de una razonada orientación política. En su esencia fue Moreno un jacobino como lo fueron otros hombres de su grupo —como Chiclana y Castelli— y luego los herederos de su política, como Monteagudo y Alvear. Si Moreno favoreció la moderación y se enorgulleció, en las primeras jornadas, de la serenidad y mesura de los revolucionarios, muy pronto, ante los primeros signos de la reacción realista, cedió a sus impulsos y aconsejó la imposición por la violencia de los principios revolucionarios. “Sólo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus cómplices”, decía refiriéndose a los conjurados de Córdoba. Y en otro pasaje: “Están fuera de los términos de la piedad y de las facultades de la justicia los que en la inmensa trascendencia de las medidas y conciertos con que han conspirado y conmovido la tierra serían el último peligro al Estado y a la salud pública si no se remediaran eficazmente y de un modo capaz de atajar el influjo o debilitar sus efectos.”

Acaso aconsejara la moderación la experiencia de los revolucionarios franceses, en quienes solían mirarse sus émulos porteños; acaso temían la reacción de los tibios, que podrían apoyar una reacción despótica, pero más temían la contrarrevolución y la anarquía, de modo que prefirieron los arrestos jacobinos a la moderación ideal, impropia de las circunstancias. Esta política extremista fue seguida con más ardor por Castelli como delegado de la Junta en el Alto Perú, y fue retomada luego por Bernardo Monteagudo, que llamaba a la lenidad crimen, y aconsejaba, en las páginas de abril de 1812 de Mártir o libre, establecer una dictadura para afirmar la revolución.

El tiempo malogró la tendencia jacobina y, en cambio, forzó a una política moderada que, muy pronto, se hizo reaccionaria. La restauración de Fernando VII, la caída de Napoleón y la formalización de la Santa Alianza contribuyeron, por reflejo, a desplazar a los jacobinos, y concedieron el primer lugar a los moderados y aun a los reaccionarios. Los principios y tendencias del grupo ilustrado, sin embargo, quedaron vivos en lo fundamental, y aun cuando no fueron seguidos con fidelidad, bastaron para contener y mitigar los impulsos de la reacción.

Arrancaban esos principios de la convicción arraigada con fuerza en el grupo porteño ilustrado de que el caso americano ofrecía las condiciones óptimas para asegurar un orden político republicano. En efecto, la disolución de la monarquía española había retrotraído la situación de la comunidad al estado anterior a la delegación de la soberanía, y podía, en consecuencia, establecerse sobre nuevas bases un pacto social como el que idealmente imaginaba Juan Jacobo en los cimientos de toda sociedad.

“Pocas veces ha presentado el mundo —decía Moreno— un teatro igual al nuestro para formar una constitución que haga felices a los pueblos”; porque creía que nada quedaba, por la sola acción del movimiento revolucionario, de la tradición colonial y de la mentalidad que había creado en los pueblos. Sobre esta base, el grupo ilustrado afirmaba categóricamente y con asenso unánime que la soberanía había vuelto al pueblo y que tan sólo por una nueva delegación de la soberanía podía volver a constituirse el poder político. Así, sólo la reunión de un congreso que representase la voluntad popular podía fijar el destino de la comunidad, y por convocarlo luchó el grupo ilustrado, seguro —aun cuando sin fundamento— de que la totalidad del pueblo compartía sus puntos de vista teóricos y poseía suficiente experiencia política y preparación doctrinaria para asegurar una organización republicana, asentada sobre instituciones representativas modernas y eficaces.

La concepción republicana arraigó con rapidez en el pueblo, pero los principios de organización y la técnica institucional suponían una experiencia y una preparación de que el pueblo carecía. Cargados de doctrinas, los porteños del grupo ilustrado y algunos adherentes del interior a sus puntos de vista emprendieron la difusión de sus ideas y la preparación del reordenamiento institucional. Proclamaron el dogma de la igualdad, la libertad y la seguridad, ideas de que Belgrano se había impregnado en España —en el seno de los grupos liberales—, y que defendieron con ardor Moreno y Monteagudo con sólidos argumentos, hasta lograr que cristalizaran en leyes y decretos, sobre todo en las memorables disposiciones de la Asamblea de 1813; hasta los indios, los negros y los esclavos recuperaron, en la teoría del Estado revolucionario, la plenitud de sus derechos, concedidos en la práctica, sin embargo, con la parsimonia a que obligaban los intereses creados. Y cuando se querían asegurar estos bienes y se sentaban los fundamentos de los actos del poder político, se afirmaba que “la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo” y, correlativamente, que “el bien general será siempre el único objeto de nuestros desvelos”. Sólo en cuanto mandatario de la voluntad general poseía el funcionario, a los ojos de los severos patriotas, significación y autoridad, y sólo para servir el bien general podía ejercer sus atribuciones. “Todos los que han sido fieles a sus altos deberes —decía El redactor de la asamblea de 1813— van a entrar al templo de la fama y a recibir homenajes públicos de admiración y gratitud; pero si hay alguno que, confundiendo el objeto de la voluntad general con el término de su propio corazón, ha envilecido las primeras magistraturas del orden civil, él será entregado a los remordimientos de su conciencia, y las tinieblas en que habita el crimen serán en lo sucesivo su permanente morada.” A esta altísima concepción republicana de la función pública obedeció la renuncia de Mariano Moreno a la secretaría de la Junta, renuncia cuyos términos revelan la viva realidad del sentimiento republicano y democrático.

Pero para estos hombres del grupo ilustrado de Buenos Aires —a diferencia de los del interior— el sentimiento democrático se manifestaba indisolublemente unido a ciertos principios institucionales y a cierta concepción del país. Formados en la frecuentación del pensamiento político doctrinario, creían con firmeza que sólo una democracia orgánica y realizada según aquellas normas respondía al genuino sentimiento democrático. Y confundidas las formas con la esencia, se opusieron como enemigos a los que, coincidiendo en lo profundo, diferían de ellos en lo accidental.

Los principios institucionales

Un sentimiento de clara filiación iluminista orientaba el pensamiento político del grupo ilustrado de Buenos Aires: el horror a la anarquía, a la democracia turbulenta y sin freno. El orden parecía el mejor atributo de una sociedad racionalmente fundada, y esta convicción aparecía abonaba en la práctica por la experiencia política de Francia, donde la exuberancia del sentimiento popular había conducido a la dictadura absolutista. Sólo la ley y la recta ordenación institucional parecían solución apropiada para impedir que la convulsión social y política operada en el Río de la Plata degenerara en un caos, y los más avisados pensadores políticos se esforzaban por señalar a la reflexión los dos peligros que entrañaba la falta de principios de gobierno: la anarquía y el despotismo.

Pero la solución no estaba al alcance de la mano. ¿Podría ser el nuevo régimen una mera supervivencia del antiguo? Si razones de táctica obligaban a Moreno a declarar en cierto momento que “la forma interior de nuestro gobierno es la misma que las leyes del reino nos prescriben”, muy pronto, al estudiar el problema de la futura organización de la nación, debía afirmar abiertamente que era necesario revisar los fundamentos del orden social y político. Esta tarea, urgente e imprescindible a sus ojos, debía cristalizar en un sistema ordenado de principios y disposiciones, porque no bastaban las leyes para estructurar una nueva sociedad; era necesario echar las bases y construir hasta el coronamiento del edificio; era necesaria, pues, una constitución.

Ya en 1810 se plantea este problema decisivo. El grupo porteño ilustrado sostiene que la constitución es el objetivo político fundamental de la revolución, y para ella tiene pensadas ya las líneas generales. “Toda constitución que no lleve el sello de la voluntad general —escribe Monteagudo en 1812— es arbitraria: no hay razón, no hay pretexto, no hay circunstancia que la autorice. Los pueblos son libres y jamás errarán si no se les corrompe o violenta.” Pero este pensamiento, coincidente con el de Moreno, llevaba implícita la certeza de que el pueblo no sólo compartía los sentimientos emancipadores y democráticos de la minoría ilustrada, sino también sus opiniones sobre los esquemas institucionales. Cuando Moreno afirma que sin una constitución “es quimérica la felicidad que se nos prometa”, piensa que es necesario elaborarla sobre la base de la experiencia histórica y de la ciencia política, para llegar a saber con seguridad “por qué instituciones adquirieron algunos pueblos un grado de prosperidad que el transcurso de muchos siglos no ha podido borrar de la memoria de los hombres”. Esas instituciones —producto de una elaboración teórica— deben ser las que imponga una constitución que “establezca la honestidad de las costumbres, la seguridad de las personas, la conservación de sus derechos, los deberes del magistrado, las obligaciones del súbdito y los límites de la obediencia”. Y, en principio, el tribuno señala dos ideas fundamentales que deben ser la base de la ordenación institucional: la división de poderes y el sistema representativo.

Arraigados en el pensamiento liberal, estos dos principios parecían indiscutibles y, en efecto, no fueron negados jamás en doctrina; pero la realidad opuso a su vigencia obstáculos por largo tiempo insuperables. La división de poderes, en efecto, chocaba violentamente con los vestigios autoritarios que sobrevivían en el espíritu de las masas, de origen colonial unos y nacidos otros en las formas espontáneas de la vida rural; el sistema representativo, a su vez, se tornaba impracticable por la dispersión de las poblaciones, por la ignorancia general, por la finura técnica que exigía su recto uso, y de este modo, los principios constitucionales sostenidos por los grupo ilustrados parecieron fantasías de visionarios o manías de doctores.

Acaso en alguna medida lo fueran; pero desde la Revolución de Mayo hasta la Asamblea de 1813 perseveró el grupo ilustrado en su labor legislativa y educadora, y logró afirmar una política que, aunque en conflicto a veces con la realidad, constituyó un polo inamovible contra el cual se estrellaron las fuerzas de la democracia anárquica. Se vilipendiaron las leyes, se violaron sus disposiciones, se criticaron sus principios, pero alrededor del pensamiento político que entrañaban se aglutinó un sector de la conciencia argentina que, muy luego, debía retomar por sus fueros para imponerlo una vez que las masas populares y democráticas evolucionaran en la concepción del poder político, desde las formas turbulentas hacia las orgánicas.

Nacionalismo y centralismo

Sin duda contribuyó mucho a suscitar la resistencia contra estos principios el hecho de que provinieran del grupo ilustrado de Buenos Aires. Diversas razones movían contra la antigua capital del virreinato cierto recelo, en parte por los intereses encontrados de diversos grupos económicos que disentían con respecto a la aduana y puerto de Buenos Aires, y en parte por la diferente mentalidad que conformaba, en el interior mediterráneo, la influencia del Alto Perú. Heredaba el gobierno de Mayo la resistencia que habían levantado los hombres del régimen borbónico en los últimos tiempos de la Colonia, y se ordenaban contra él las filas de los conservadores y de los que juzgaban peligrosa toda novedad; pero, poco a poco, comenzó a formarse una nueva fuerza contra Buenos Aires con aquellos sectores de la masa criolla que, coincidiendo en lo fundamental, disentían en las formas de realización. Estos sectores reaccionaban contra el orgullo de Buenos Aires, contra su afirmativa seguridad en sí misma, contra la prepotencia, real o imaginaria, que descubrían en su actitud.

Si los poetas cantaban el heroísmo de la resistencia contra los invasores ingleses o elevaban retóricamente la gloria de la ciudad cuna de la emancipación, respondían a un sentimiento auténtico de la colectividad porteña:

    Calle Esparta su virtud;

su grandeza calle Roma;

¡Silencio, que al mundo asoma

la gran capital del sur!

Así escribía Vicente López y Planes, el mismo que decía en la Canción nacional:

Buenos Aires se pone a la frente

de los pueblos de la ínclita unión,

y no hacía sino reflejar un estado de ánimo que, no por justificado, irritaba menos a los pueblos del interior, que veían en él la afirmación de un derecho a la hegemonía. No se equivocaban. Cuando Juan José Paso sostenía en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 que Buenos Aires asumía el papel de hermana mayor de las provincias del virreinato, insinuaba ya una doctrina de la tutoría política que los hombres de Mayo consideraron justificada. No discutieron su validez, sino que la derivaron de los hechos consumados y de las circunstancias de la realidad, pero su proyección sobre el interior asumía caracteres de arrogancia que muy pronto comenzó a parecer agraviante.

El gobierno de la revolución quiso desde el primer instante incorporar al movimiento a los pueblos del interior, pero, pese a sus palabras medidas y a su estudiada generosidad, todo hacía transparentar que Buenos Aires estaba muy segura de sus derechos a la hegemonía política. “Estaba reservado a la gran capital de Buenos Aires —escribía Moreno— dar una lección de justicia que no alcanzó la Península en los momentos de sus mayores glorias, y este ejemplo de moderación, al paso que confunde a nuestros enemigos, debe inspirar a los pueblos hermanos la más profunda confianza en esta ciudad, que miró siempre con horror la conducta de estas capitales hipócritas que declararon guerra a los tiranos para ocupar la tiranía que debía quedar vacante con su exterminio.” Así, garantizaba la mansedumbre y la justicia de su conducta, recababa inequívocamente para sí el papel de capital y el derecho a ejercer la dirección en el nuevo Estado a formarse.

Aparentemente, no había en el fondo de esta actitud otro móvil que el de asegurar un régimen centralizado que perpetuara en las manos de los hombres de Buenos Aires el gobierno del Estado. La realidad era otra, aunque susceptible de originar esta opinión. Buenos Aires había concebido la revolución y la había realizado, de modo que, en principio, forzábanla las circunstancias a exigir la dirección de la etapa revolucionaria partiendo de que sólo de esa manera no se desnaturalizaría el movimiento. Pero cabía a Buenos Aires el honor de haber concebido la revolución, desde el primer instante, como un movimiento nacional, que debía integrarse con la totalidad de los pueblos, y ese principio la movía a conservar su tradicional situación de cabeza del Estado para impedir su disgregación. La idea de que todo el virreinato debiera conservarse unido para constituir una nación aparecía ya categóricamente expuesta en Moreno, cuando fustigaba la conducta de Montevideo, rebelada contra la capital: “La distribución de provincias y la recíproca dependencia de los pueblos que las forman —decía en la Orden del día de la Junta del 13 de agosto de 1810— es una ley constitucional del Estado, y el que trate de atacarla es un refractario al pacto solemne con que juró la guarda de la constitución. ¿Qué sería del orden público si los pueblos subalternos pudiesen resolver por sí mismos la división de aquellas capitales que el Soberano ha establecido como centro de todas sus relaciones?” Pero ya se veía que la idea de la continuidad de la nación estaba inseparablemente unida a la idea del poder político centralizado, y este principio se arraigó cada vez más ante el espectáculo de la amenazante disgregación del antiguo virreinato. En 1813, la Asamblea recogió el principio de Moreno y decía El redactor con enérgica indignación: “¿Han podido ignorar que no pueden salvarse si no son fuertes, que no hay fuerza sin subordinación y unidad, y que éstas no existen en pueblos desunidos entre sí o desorganizados interiormente?”; y señalaba que el congreso se había reunido, precisamente, “para dar un centro de unidad a las opiniones y a los recursos dispersos de las provincias, que es en lo que consiste nuestra fuerza verdadera; y para echar los sólidos cimientos en que deben apoyarse la tranquilidad y felicidad futuras de la Nación”.

Esta concepción de la nación y del régimen centralizado como única forma segura de garantizar su existencia constituye —con los principios liberales— la plataforma política del grupo ilustrado de Buenos Aires. Si estos otros principios suscitaron resistencia, aquella concepción provocó una más enérgica hostilidad, porque en los sectores rurales del litoral y del interior comenzó a manifestarse el sentimiento patriótico bajo la forma de un localismo exacerbado. Así se robusteció el regionalismo determinado en cierto modo por las condiciones geográficas y económicas, y la nación, si había de lograrse a costa del centralismo, pareció un ideal repudiable. Frente a él se levantó muy pronto la bandera de la federación, que el grupo ilustrado de Buenos Aires rechazó con fundadas razones. Moreno primero y Monteagudo luego, estudiaron a fondo las razones que, desde su punto de vista, impedían su aplicación; pero más allá de la doctrina, el principio federal resumía una actitud ante la vida y ante los problemas políticos y sociales, y creció y se difundió sin que valieran los argumentos que en su contra esgrimían los más profundos conocedores de la ciencia política. Sin embargo, como en el caso de los principios políticos de la democracia orgánica, también el principio de la nación centralizada quedó como una bandera irrenunciable, y, como aquéllos, fue retomado a su hora.

Buenos Aires y la imposición de sus principios

Segura de su capacidad orientadora, orgullosa de su conducta y convencida de la validez universal de su doctrina política, Buenos Aires convocó al pueblo de la futura nación con que soñaba para que colaborara en la tarea de defenderla y constituirla; pero señaló desde el principio el sistema institucional y las grandes líneas políticas que debían regirla. Cuando el pueblo comenzó a despertar de su modorra y acudió al llamado de Buenos Aires, descubrió que estaban trazadas ya las líneas principales de la estructura política; pero descubrió al mismo tiempo que no se acomodaban a su situación espiritual y material. Buenos Aires abundaba en estadistas y en doctrinarios; le faltó, en cambio, el político sagaz y realista, y su orientación ideológica se manifestó inflexible, sin concesiones y sin elasticidad.

En efecto, los principios que difundió el grupo ilustrado tenían a sus ojos tal universalidad que no pensó nadie que pudieran erguirse contra ellos la realidad social y económica, por una parte, y los resabios de la mentalidad colonial, por otra. “Dedicad vuestras meditaciones al conocimiento de nuestras necesidades”, aconsejaba Moreno a los futuros congresales; pero a sus ojos no había otra necesidad que educar al pueblo para que se convenciera de que en su hermético sistema de principios se encontraba la más sana doctrina y la más justa organización institucional. Creían los hombres ilustrados de Buenos Aires en el pueblo como creía Juan Jacobo; mas no sospechaban la influencia que sobre sus espíritus ejercían las situaciones creadas y no destruidas por el mero colapso político, y las ideas inveteradas fundidas en su espíritu con el vigor del autoritarismo dogmático. Así creyeron en la eficacia de las palabras, de su buena fe, de su desprendimiento personal; pero nada pudieron sino consolidar la oposición irreductible de dos líneas políticas en el seno de la masa criolla que había ascendido al primer plano de la vida pública: la democracia orgánica y doctrinaria, por una parte, la democracia turbulenta e inorgánica, por otra.

Un error nefasto condujo a Buenos Aires a la violencia y al menosprecio frente a los que no se mostraban capaces de comprender su pensamiento. Convencidos del carácter social de la revolución, los hombres de Buenos Aires creyeron que bastaba con “elevar el criollaje y hacerla tomar interés en esta obra” —como aconsejaba Moreno a Chiclana— y con apoyar a esa clase por medio de las armas, allí donde podía ser presionada por los antiguos señores. La experiencia demostró muy pronto, empero, la ineficacia de estos medios. La Junta de Gobierno resolvió apelar a la más severa violencia para impedir la contrarrevolución española, y Castelli se mostró inflexible en el cumplimiento de las rígidas instrucciones tanto en Cabeza de Tigre —contra Liniers— como en Potosí —contra Córdoba, Nieto y Sanz—; pero muy pronto se convencieron los hombres de Buenos Aires de que también había un movimiento de resistencia contra sus orientaciones políticas, y decidieron obrar con una energía semejante, que no podía sino enconar los odios. El golpe de estado contra la Junta Conservadora en noviembre de 1811 y el del 8 de octubre de 1812 contra los elementos reaccionarios del Triunvirato; la categórica oposición de Moreno a la incorporación de los diputados del interior a la Junta; la política radical de la Asamblea del año xiii; la campaña contra el Paraguay y, en fin, el rechazo de los diputados de Artigas a la Asamblea, todo ello debía preparar un clima de violencia que se manifestó a partir de 1814. En ese momento apareció, no obstante, el otro fantasma tan temido desde los primeros días de la revolución, y desencadenado, precisamente, por quienes habían señalado su peligro: la dictadura militar intentada por Alvear y abortada por la enérgica reacción de las fuerzas de la democracia anárquica.

A partir de entonces, el grupo ilustrado de Buenos Aires perdió su clara estructura. Había llamado al pueblo a la revolución y el pueblo había acudido, pero insinuaba una concepción de la vida política que chocaba con la de quienes, llenos de optimismo rousseauniano, lo habían llamado. Cada núcleo reaccionó a su modo ante este fenómeno, porque, en efecto, la aparición del pueblo destruyó el primer esquema de la revolución y comenzó a dibujar otro, harto complejo y particularmente incomprensible para estos hombres de Buenos Aires que estaban aferrados a su primitivo programa y a su sistema de realizaciones políticas.

El llamado del pueblo        

En las vísperas de la revolución, un emisario de los jefes militares invito a Belgrano cierto día a concurrir a una reunión, “porque era preciso —refiere Belgrano en su Autobiografía— no contar sólo con la fuerza sino con los pueblos, y allí se arbitrarían los medios. Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos —continúa diciendo—, mi corazón se ensanchó y risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a mi imaginación.” Esta ingenua frase de uno de los hombres representativos del grupo ilustrado revela el estado de ánimo de los revolucionarios de Mayo. El pueblo constituía a sus ojos no sólo la fuente de la soberanía, sino también una realidad a la que se adjudicaban caracteres ideales, y en la que se veía la carne del movimiento redentor. Era una concepción rousseauniana del pueblo, arraigada con firmeza en el espíritu de los revolucionarios e impenetrable para la observación directa.

Sin embargo, no faltaban los datos para modificar esta opinión. Moreno sabía —y temía— las consecuencias de la ignorancia de las masas en materia política; pero las convicciones doctrinarias eran en él más fuertes que las que provenían de la experiencia, y el optimismo se manifestaba en una instantánea corrección de la observación inmediata. “Felizmente —escribía en octubre de 1810— se observa en nuestra gente que, sacudido el antiguo adormecimiento, manifiesta un espíritu noble dispuesto para grandes cosas, y capaz de cualesquier sacrificios que conduzcan a la consolidación del bien general.” Firmes en esta convicción, los hombres del grupo ilustrado de Buenos Aires esperaban que el pueblo acudiría al llamado, no sólo pletórico de entusiasmo por la causa emancipadora y por los principios democráticos, sino también dispuesto a comprender la nobleza de los ideales de la Ilustración y la altísima jerarquía de los ideales de la libertad de pensamiento y autodeterminación política.

Pero se equivocaba profundamente el grupo ilustrado de Buenos Aires. El pueblo del interior acudió a su llamado porque, en efecto, compartía los ideales emancipadores y democráticos y, sobre todo, porque se sentía triunfante en una revolución que había abatido a la antigua clase dominante y lo exaltaba a una situación de predominio. Mas muchas cosas se oponían a que compartiera también el pensamiento doctrinario y los principios institucionales del grupo ilustrado. Se oponía la arraigada mentalidad colonial que lo caracterizaba y se oponía el sentimiento localista en que se manifestó el patriotismo naciente. La primera se irguió ante el espectáculo del jacobinismo religioso de Castelli y de los hombres de la Asamblea de 1813 y, en lo político, ante la finura de los mecanismos institucionales que, inevitablemente, debía poner el ejercicio de la autoridad en los hombres de mayor ilustración; el segundo se hizo cada vez más notorio a medida que se tornó visible la política de Buenos Aires, para la cual la revolución suponía, inequívocamente, el mantenimiento de la nación bajo un régimen centralizado. Frente a estas incompatibilidades, el pueblo prefirió obedecer la voz de los caudillos de su clase y su misma formación espiritual que surgieron por doquier, y se prestó a la elevación de un nuevo autoritarismo que no dejaba de participar de ciertos caracteres vagamente democráticos, porque, en efecto, el caudillo exaltaba los ideales de su pueblo y llevaba al poder la consigna de imponerlos y defenderlos. Así se satisfacían los anhelos fundamentales del pueblo, y no vaciló éste en negar su apoyo a aquellas otras formas políticas con que el grupo ilustrado quería revestir el movimiento.

Frente a este pueblo, que muy pronto puso de manifiesto estas tendencias coincidentes y discordantes a un tiempo con el movimiento de Buenos Aires, el grupo ilustrado propugnó una política indecisa. Acertó cabalmente en el llamado al criollaje y en el estímulo del rencor antiespañol, actitud que aseguró la franca adhesión del pueblo al movimiento revolucionario en cuanto movimiento emancipador; mas erró al manifestar su decidida adhesión a los núcleos más ilustrados de los criollos, porque éstos recordaban a las masas rurales su antigua condición y las inclinaban a aglutinarse alrededor de los mandones de su propia estirpe; así fue frecuente que los diputados enviados a Buenos Aires no merecieran la estimación de sus pueblos, porque si solían elegirlos entre los más cultos, la voluntad de los caudillos y del pueblo no se solidarizaba con frecuencia con las transacciones a que aquéllos llegaban por la vía del razonamiento. Política instintiva, la de este pueblo se mostraba intransigente y reacia a todo entendimiento.

No procedían de otro modo, ciertamente, los hombres del grupo ilustrado; tampoco ellos quisieron indagar cuáles eran las ambiciones de los pueblos ni pretendieron encontrar las vías de transacción, y la falta resultaba en ellos más grave por su mayor capacidad; pero los términos suponían tal antinomia, que no se facilitaba un acuerdo. Sólo por la educación política, por la difusión del pensamiento doctrinario de la Ilustración creyeron los hombres de Buenos Aires que podían atraer a esa masa rural ignorante pero firme en sus imprecisos ideales. Dentro de su grandeza, no deja de ser ingenua la iniciativa de Moreno de difundir el Contrato social entre un pueblo que apenas tenía otra formación espiritual que la escasísima que le proporcionaba el clero rural, si lo había; pero Moreno tenía una ingenua fe en las enseñanzas de las doctrinas del derecho público —que no quería que “continuasen misteriosamente reservadas a diez o doce literatos”— y enseñaba en la Gaceta los rudimentos de la doctrina política liberal para que, desde los púlpitos, la leyeran y la comentaran los sacerdotes.

Por esta vía se llegó a una total incomprensión, o, mejor aún, a la comprobación de que había entre las masas del interior y el grupo ilustrado de Buenos Aires un abismo que nadie se sentía dispuesto a franquear. Los grupos urbanos rurales del interior se agruparon alrededor de sus caudillos y se encerraron en sí mismos, en tanto que en el seno del grupo ilustrado de Buenos Aires comenzó a manifestarse una enérgica reacción antipopular a partir de 1814.

La reacción antipopular en las minorías cultas y liberales

Frente a las graves dificultades planteaban los problemas internos y frente a la certidumbre de que no sería posible encajar la masa popular dentro de los esquemas pre establecidos, el grupo ilustrado de Buenos Aires comenzó a encerrarse en una actitud cada vez más hostil al movimiento popular. Si las circunstancias locales lo impulsaban a ello, no pesaba menos en su espíritu el torrente de la política reaccionaria que corría por Europa, con la restauración de Fernando VII en el trono de España y, luego, con la derrota de Napoleón y la hegemonía de la Santa Alianza. Estos hechos provocaron un doble movimiento en el Río de la Plata. Por una parte, incitó a los moderados a adoptar una política reaccionaria, coincidente, acaso, con sus tendencias espontáneas y reprimidas antes por la tónica predominante; por otra, incitó a todos a buscar una manera de acomodarse a las circunstancias, ocultando sus sentimientos republicanos para no excitar las iras de los absolutismos coligados. Así nació una corriente reaccionaria que postuló la monarquía, sin renegar —no debe olvidarse— de sus sentimientos democráticos, porque no se concibió nunca sino bajo el aspecto de una monarquía limitada y constitucional.

En el área local, fue el predominio creciente de Artigas sobre el litoral y Córdoba lo que conmovió más a fondo el ánimo del grupo porteño ilustrado. Era el triunfo de la democracia inorgánica y espontánea, cuya secuela era, a los ojos de aquél, la dictadura de los mandones locales. Esta posibilidad llenaba de espanto a los hombres que habían soñado con mantener la integridad del virreinato como nación independiente y asegurar, mediante la ilustrada dirección de la capital, un régimen institucional fundado en el sistema republicano y democrático; sólo la anarquía podía esperarse de esa situación, y el grupo ilustrado se cuadró ante esa posibilidad: “todo es mejor que la anarquía”, como dirá el enviado de Alvear al ministro inglés en Río de Janeiro; aun la enajenación de la independencia.

Recogiendo la inspiración que llegaba de Europa, un sector del grupo ilustrado se hizo monárquico. El director Alvear creyó asegurar las conquistas liberales poniendo al país bajo el protectorado de Inglaterra, en la que veía —con razón— el único baluarte de esos principios frente a la ola reaccionaria que se cernía sobre los demás países europeos; pero su intento no progresó, porque lo derribó un golpe de estado poco tiempo después de asumir el poder e iniciar las gestiones necesarias. La misma tendencia se manifestó en otros grupos, que buscaron otras soluciones con la ayuda de emisarios enviados a las distintas cortes europeas, y muy pronto la opinión monárquica pareció unánime, a juzgar por la táctica predominante en el congreso constituyente que se reunió en Tucumán a principios de 1816.

Sin embargo, no había que engañarse. Faltaban en el congreso los representantes de todas las provincias sometidas a la influencia del caudillo oriental José Gervasio Artigas, que pese a todo mantenía su fe republicana. Sólo estaban presentes los delegados de aquellas provincias interiores que manifestaban su más cálida adhesión a la mentalidad colonial —y que fueron marcadamente antiliberales— y los de Buenos Aires, ahora también desviados de su credo por reacción contra el movimiento de la democracia inorgánica. El congreso, en efecto, se manifestó monárquico, unitario y antiliberal. El general San Martín, que preparaba en Cuyo la expedición libertadora a Chile, afirmaba que las necesidades de la guerra exigían un poder ejecutivo fuerte y que optaba por la monarquía, aun a riesgo de malograr las conquistas liberales, que podrían plantearse de nuevo en horas menos difíciles; y, ante sus exigencias, el congreso declaró la independencia el 9 de julio de 1816, por que San Martín no quería ser un mercenario, sino el jefe del ejército de una nación libre; pero fuera de esto, no acometió el congreso ningún acto que empalmara su política con la tradición del grupo ilustrado porteño.

En efecto, predominaban allí los elementos reaccionarios del interior. Odiaban la anarquía, pero odiaban más a Buenos Aires, y su política se guió por estas dos aversiones, de modo que se propusieron establecer una monarquía, y pensaron en un miembro de la antigua familia de los Incas y en que era necesario fijar la capital del Estado en el Cuzco. Pero las circunstancias eran demasiado difíciles para dar un paso tan grave, y la indecisión de muchos impidió que se llegara a consumar un hecho que, además de ser ineficaz, hubiera agudizado una situación que todavía parecía tener solución. Se mantuvo, pues, el régimen directorial, y se convino en el nombramiento de Juan Martín de Pueyrredón, un conservador tibio que parecía conciliar los intereses de todos; mas quedó como saldo de las deliberaciones de Tucumán la evidencia de cuáles eran las aspiraciones del interior y cuáles los temores del antiguo grupo ilustrado de Buenos Aires. Un decreto del congreso de agosto de 1816 reflejaba fielmente la situación: “Fin a la revolución, principio al orden, reconocimiento, obediencia y respeto a la autoridad soberana de las provincias y pueblos representados en el congreso y a sus determinaciones. Los que promovieren la insurrección o atentaren contra esta autoridad y las demás constituidas o que se constituyeren en los pueblos, los que de igual modo promovieren u obraren la discordia de unos pueblos a otros, los que auxiliaren o dieren cooperación o favor, serán reputados enemigos del estado y perturbadores del orden y tranquilidad pública, y castigados con todo el rigor de las penas, hasta la de muerte y expatriación conforme a la gravedad de su crimen, y parte de acción o influjo que tomare.” Era recomendar al futuro director supremo la salvación de la unidad nacional, porque “todo era mejor que la anarquía”.

A los ojos de unos y otros reaccionarios —los que lo eran constitutivamente y los que empezaban a serlo por horror a la irrupción de la democracia inorgánica—, la anarquía estaba representada por el pueblo y, en especial, por las masas del interior que se presentaban como republicanas hasta la ferocidad y democráticas hasta la ceguera. Pueyrredón acometió contra los federales y expatrió a Manuel Dorrego, representante y cabeza dirigente del único grupo liberal que se mantenía republicano y defendía el federalismo de Buenos Aires esperando hallar una fórmula de conciliación con el pueblo. Con los federales del litoral fue más enérgico y dio a la guerra civil una violencia que acentuaba día a día la hostilidad entre ambos bandos. La consecuencia fue la polarización de los elementos antagónicos. Los federales y los unitarios constituyeron dos grupos irreconciliables y sus aspiraciones e ideologías comenzaron a perfilarse cada vez con mayor precisión.

Para hallar una solución definitiva, los porteños, casi todos transitoriamente inclinados hacia la reacción, sólo veían el recurso de la fuerza y la implantación de la monarquía. Así lo aconsejaba Rivadavia desde Europa, y así lo sostenía Pueyrredón, que apresuró las gestiones en favor del príncipe de Luca, mientras instaba al congreso, trasladado de Tucumán a Buenos Aires, a que dictara una constitución unitaria.

La tarea de preparar una constitución no era fácil. Si el principio director debía ser la creación de un orden legal que asegurara la autoridad de un gobierno central residente en Buenos Aires, la situación de hecho evidenciaba que tal constitución tenía que ser utópica y podía considerarse rechazada de antemano. El congreso lo comprendía así, y no faltaron espíritus sensatos que demostraran que no era esa la circunstancia propicia para dictar una constitución; pero el movimiento antipopular era cada vez más vigoroso en Buenos Aires y encontraba acogida favorable entre muchos hombres del interior a quienes aterraba la creciente autoridad de los caudillos. Así, triunfó la tesis constitucional, y se sancionó al fin de 1819 una carta que daba por inexistente el grave problema político suscitado desde el día siguiente a la Revolución de Mayo. Un sistema institucional técnicamente inobjetable ocultaba una total ineficacia frente a las fuerzas sociales desencadenadas por el movimiento emancipador, cuyos ideales, tan imprecisos como se quiera, rechazaban las formas políticas impuestas por la capital. Todo hacía suponer, por otra parte, que la constitución de 1819 estaba preparada para acomodarse a un régimen monárquico si las gestiones encaminadas a su fin tenían éxito. Pero la constitución fracasó de plano, y los caudillos del litoral se opusieron con energía a la política que ella suponía. La monarquía irritaba con sólo nombrarla a los hombres que habían despertado al sentimiento público con los principios republicanos. Como los hombres de Buenos Aires daban por no existentes las demandas de la masa popular, la masa popular dio por no existente la constitución de 1819, y sus jefes —fieles intérpretes de su pensamiento— se lanzaron al galope contra Buenos Aires. Así terminó el primer ciclo del grupo ilustrado de Buenos Aires, desviado de sus principios por su inexplicable sorpresa ante un pueblo que había llamado a la acción y al que, como el aprendiz de brujo, no podía dominar.

La disgregación nacional y la “feliz experiencia de Buenos Aires”

La sanción de la constitución de 1819 trajo consigo un agravamiento del conflicto, y las armas de los caudillos del litoral llegaron a las fronteras de Buenos Aires para derrotar al ejército directorial en la batalla de Cepeda el 1o de febrero de 1820. Ese día concluyó el primer acto del drama argentino, con la disgregación del antiguo virreinato y la iniciación de una era de autonomía en cada una de las provincias. Pero el proceso no estaba terminado ni mucho menos; los hermanos enemigos no podían vivir separadamente, y una vez rotos los vínculos, comenzó de nuevo la lucha para reconstruirlos sobre nuevas bases. De ese modo, la lucha civil seguía amenazante y el panorama del país prometía tornarse más y más sombrío. Desde Chile, y en vísperas de la partida para el Perú, decía San Martín, que contemplaba con dolor la lucha fratricida: “El genio del mal os ha inspirado el delirio de la federación: esta palabra está llena de muerte y no significa sino ruina y devastación”; y en otro lugar: “temo que cansados de la anarquía suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz”. Palabras proféticas que no tardarían en cumplirse.

Librada a sus impulsos naturales, cada una de las provincias ajustó su existencia política a los designios de los caudillos que, con mayor o menor fidelidad, interpretaban la voluntad de sus pueblos. Muchas de ellas se dieron constituciones que, disimulando las situaciones de hecho, testimoniaban la radical solidez de los sentimientos republicanos y democráticos; otras, en cambio, mantuvieron su organización casi feudal sin escrúpulo alguno o dictaron constituciones que no tuvieron siquiera un principio de vigencia. Por su parte, Buenos Aires, desligada de los problemas nacidos de su situación con respecto a las provincias, vio surgir de nuevo el antiguo grupo director, renovado en cuanto a hombres y liberado de las preocupaciones que lo inclinaban hacia el conservadorismo. Se inició entonces, poco después de Cepeda, lo que el gobernador Las Heras llamaría cuatro años más tarde “una feliz experiencia”, una época constructiva que, en contraste con los tiempos anteriores, hacía decir a Juan Cruz Varela:

¡Buenos Aires! ¡Mi patria! En algún día

    la maldición del cielo

tu recinto inundó, y oscuro velo

tus inmortales glorias encubría.

    En su carro de espanto

rodando por tus calles la Anarquía,

tus calles anegaba en sangre y llanto,

y en fratricida mano, se agitaba

    de la Discordia impía

el tizón infernal. Entonces era

cuando ni el hijo al padre respetaba,

    ni el hermano al hermano

debida parte en su cariño diera.

De las leyes al solio soberano

    subió el crimen triunfante,

y el altar de la ley cayó al instante,

    en trozos dividido,

por entre el polvo en vilipendio hundido.

Los dioses tutelares nos miraron

con ojos sin piedad, y a su desgracia

la ciudad infelice abandonaron.

Ese tiempo voló, y en nuestra historia

no borrará el honor de tu memoria

inmortal Buenos Aires: tu grandeza,

    cual alza su cabeza

a la nube el ciprés, entre las plantas 

    y arbustos pequeñuelos,

que apenas se levantan de los suelos.

En efecto, el gobierno de Martín Rodríguez, que comenzó poco después de Cepeda, contó con la inspiración de sus ministros Bernardino Rivadavia y Manuel José García, quienes emprendieron entonces una labor de renovación profunda. Rivadavia fue el cerebro de ese gobierno; siguiendo las inspiraciones de los pensadores liberales —de Bentham, de Benjamín Constant, de Destutt de Tracy—, inauguró la era de las reformas, que alcanzaron todos los aspectos de la vida pública; el problema de la adjudicación de los terrenos nacionales mediante el sistema de la enfiteusis; el desarrollo y estímulo de la riqueza agropecuaria y minera; el de la organización de la beneficencia; el de la reforma del clero y del ejército; todo mereció la atención cuidadosa y serena del infatigable ministro, cuya obra de progreso quedó indeleble y justificó que Bartolomé Mitre lo llamara “el más grande hombre civil de la tierra de los argentinos”.

Afanado por dignificar la existencia de sus compatriotas, Rivadavia esbozó y comenzó a desarrollar un vasto plan de educación pública en todos sus grados, al tiempo que prestaba su apoyo a cuanto esfuerzo se hiciera para desarrollar los estudios científicos; pero le interesaba sobre todo el problema político, y no vaciló en establecer el voto universal en la provincia, innovando contra la tendencia restrictiva que perpetuaba una tradición colonial. Era un espíritu abierto y comprensivo y poseía las dotes del estadista previsor, a cuya penetración no escapaba el planteo de los grandes problemas futuros del país; y antes que Sarmiento y Alberdi —en cierta medida sus herederos— proclamaban que el mal argentino era el desierto, Rivadavia procuró orientar hacia el Río de la Plata la corriente inmigratoria, señalando certeramente las vías por las cuales podrían recogerse de esa política amplios beneficios sin peligro para la economía o la estructura espiritual del país.

La experiencia de Rivadavia, continuada por el gobierno de Las Heras, dio en breve plazo frutos tan maduros que muy pronto volvió a acariciarse la ilusión de que el país todo estaba en condiciones de volver a unificarse bajo las consignas del pensamiento liberal. Otra vez se olvidaban las diferencias entre las condiciones sociales y económicas de Buenos Aires y las del interior, y muy pronto recogería Rivadavia los tristes frutos de su error. Pero el problema de la nación angustiaba a todos los espíritus esclarecidos, y nadie que abrigara tales sentimientos podía renunciar a intentar una solución.

La reconstrucción del Estado nacional: el Estado rivadaviano

Una circunstancia estimulaba vivamente los afanes por reconstruir el Estado nacional: el conflicto con el Brasil, derivado de la anexión de la Banda Oriental, que sancionó en 1821 un congreso reunido bajo la presión de las armas brasileñas. Si el problema exigía, en verdad, la unificación de los esfuerzos y de la acción diplomática y militar, no es menos cierto que Rivadavia y su grupo consideraron que podría aprovecharse esa circunstancia para forzar la voluntad de los caudillos y gobernadores provinciales. Julián Segundo de Agüero, Manuel José García y el poeta Juan Cruz Varela eran, acaso, los hombres más significativos del grupo rivadaviano, al cual se incorporó el general Alvear, eclipsado por tanto tiempo de la escena argentina. A la influencia del grupo ilustrado se debió la gestión para reunir un congreso en Buenos Aires cuya misión sería crear de nuevo el Estado nacional y sancionar una constitución que tratara de conciliar los intereses y aspiraciones del interior y de Buenos Aires. Y en 1826, el congreso creó un poder ejecutivo nacional y eligió presidente a Bernardino Rivadavia.

Acaso sea el congreso que deliberó desde 1824 hasta 1827 el primer intento de fijar esa línea de conciliación; pero la ocasión propicia no había llegado aún, y las sugestiones de los rivadavianos no lograron borrar las sospechas que contra Buenos Aires abrigaban los hombres del interior. Rivadavia sabía muy bien que no era posible forzar las situaciones y que debía rehuir el planteo de una cuestión política e institucional que suscitara otra vez la polarización de los intereses encontrados: “…sólo la sanción que regle lo que existe, o para cortar el deterioro o para que produzca todo lo que da su vigor natural, tiene efecto, y por consiguiente obtendrá la autoridad que da el acierto, y la duración que sólo puede garantir el bien. De ello debe apareceros en evidencia —decía a los legisladores al asumir la función presidencial— cuán fatal es la ilusión en que cae un legislador cuando pretende que sus talentos y voluntad pueden mudar la naturaleza de las cosas o suplir a ellas sancionando y decretando creaciones; y si queréis satisfaceros de pruebas, recurrid a la historia, y particularmente a la de los últimos treinta años”. Esta doctrina fue sostenida por sus amigos en el congreso y, cuando comenzó a discutirse la necesidad y urgencia de dar una constitución al Estado, se rehuyó todo intento de repetir el infausto ensayo de 1819. “La constitución que es generalmente recibida por una aceptación general —decía Valentín Gómez— es la mejor del Estado.” Así abocados a resolver el problema de la forma de gobierno que establecería la carta constitucional, se llegó a la conclusión de que era imprescindible obtener un pronunciamiento categórico de los pueblos del interior antes de emprender la redacción del proyecto, y así se hizo, aunque con escaso provecho.

Una decidida voluntad de transacción animaba a los hombres de los grupos ilustrados; ya la misma coexistencia del congreso primero y de la presidencia de la república luego con unas provincias absolutamente autónomas, revelaba este nuevo punto de vista, inconcebible antes de 1820. Había quedado establecido en la llamada ley fundamental, sancionada en 1825, que se reconocía la vigencia de las instituciones provinciales, y que el congreso solamente se reservaría “cuanto concierne a los objetos de la independencia, integridad, seguridad, defensa y prosperidad nacional”. Había, pues, un principio de conciliación en esta coexistencia, mutuamente admitida, de dos órdenes gubernativos, y en esta actitud se mantuvieron los hombres de Buenos Aires, como lo prueba el apoyo que prestaron al principio de la consulta a los pueblos, por boca de Julián Segundo de Agüero.

Sin embargo, esta tendencia conciliatoria tenía un límite en la concepción del problema fundamental de la existencia de la nación. Los hombres de Buenos Aires sostuvieron que la nación preexistía con respecto a las provincias y defendieron la tesis de que sus instituciones fundamentales eran previas a las autonomías provinciales. Este principio, que enraizaba en la tradición centralista del grupo ilustrado de Buenos Aires desde la Revolución de Mayo, se oponía, en última instancia, a la constitución del país mediante un pacto que significara la mera agregación de partes heterogéneas tal como lo suponían, en general, los pactos federativos a que parecían aspirar muchos de los caudillos. En efecto, esta actitud de Buenos Aires señalaba la zona de rozamiento que se manifestaría al discutirse el proyecto de constitución.

Consecuente con esa doctrina, harto difícil de rebatir en el plano de los fundamentos, la comisión redactora preparó un proyecto constitucional en el cual, si bien se atenuaban considerablemente sus caracteres, se volvía al régimen centralizado de 1819. La voz de Manuel Dorrego se alzó enérgica y fundada para oponerse a la sanción de tal régimen. No era él tampoco un federal intransigente, sino que, por el contrario, pertenecía al grupo de hombres que, partiendo del principio opuesto, creía en la necesidad de hallar una fórmula de conciliación. Pero sus tendencias chocaron en este último punto irreductible con los rivadavianos y la solución no apareció. “¿Qué reproche no podría resultar contra el congreso —había dicho Dorrego al comenzar el debate— si se diese una constitución que dijese: ‘ésta ha de ser la forma de gobierno’, cuando ésta no estuviese en consonancia con la opinión de los pueblos? Ellos dirían: ‘Señores, muy bueno está lo que Ud. demuestra, pero mis habitudes, mis tendencias y mis deseos han sido por esta otra forma de gobierno, y Ud. no los ha llenado; ha hecho Ud. una constitución contra la voluntad general de los pueblos todos’.” Y al tratarse el artículo séptimo del proyecto, sobre la forma de gobierno, analizó una a una las objeciones levantadas contra el sistema federal hasta declarar que “está en consonancia con una mayoría tal que no sólo se ha pronunciado por él de un modo formal y enérgico, sino que será dificultoso hacerla contramarchar, para que reciba otra forma de gobierno”.

Esta afirmación fue profética. Sancionada la constitución, los caudillos la rechazaron y Rivadavia renunció a la presidencia, en junio de 1827, a causa de las dificultades insuperables que presentaba la continuación de la guerra con el Brasil. En la proclama que dirigió a los pueblos al abandonar su cargo, Rivadavia hizo un último y ferviente llamado a la unidad para salvar a la patria: “Ahogad ante sus aras la voz de los intereses locales, de la diferencia de partidos, y sobre todo, la de los afectos y odios personales, tan opuestos al bien de los Estados como a la consolidación de la moral pública. Reuníos para hacer frente al enemigo exterior, cuyo dominio os prepara desastres infinitamente más amargos, más duros, más vergonzosos que esas privaciones transitorias, exageradas por el egoísmo, y aumentadas por la codicia y por el agio; abrazáos como tiernos hermanos, y acudid, como miembros de una misma familia, a la defensa de vuestros hogares, de vuestros derechos, del monumento que habéis alzado a la gloria de la nación.”

Pero su clamor no podía ser escuchado. Entre el pensamiento de los grupos ilustrados y el de la masa rural representada por los caudillos se había abierto un abismo que sólo el tiempo podría llenar. En la lucha entre la democracia doctrinaria y la democracia inorgánica, la segunda había triunfado en 1827, como había triunfado en 1820. Mas esta vez su victoria fue duradera. Los hombres del grupo rivadaviano constituyeron el partido unitario, y el fracaso creó en su espíritu un sentimiento aristocrático, en tanto que el triunfo dio a sus enemigos una soberbia bárbara que les impidió descubrir los gérmenes malignos que encerraba su actitud. Y así, con el triunfo de la democracia inorgánica, se preparó el camino para otra forma de unidad, autocrática y prepotente, representada por Juan Manuel de Rosas.

IV
La línea de la democracia inorgánica
Irrupción y triunfo del sentimiento autoritario y federalista

Mientras se producía el proceso de afirmación y declinación de las tendencias liberales y centralistas —entre 1810 y 1827—, germinaba e irrumpía en la escena social argentina una tendencia antagónica, como aquéllas, de origen colonial y, como aquéllas, madurada al calor de las luchas entre intereses encontrados e ideologías diversas. Era una concepción política nacida con el movimiento emancipador, y que conservaba de él cierto fuego; era democrática como las otras; pero aparecía marcada con el sello de la vida autóctona y surgía estructurada dentro de cierta peculiaridad intransferible. El duelo entre esas dos concepciones políticas se insinuó desde poco después de la Revolución de Mayo y alcanzó su más profunda dramaticidad en 1820; la democracia doctrinaria sucumbió con la caída de Buenos Aires, y el triunfo de los caudillos trajo consigo la disgregación del país. Entre 1820 y 1826, las distintas provincias se dieron el régimen que prefirieron, o mejor, aquel que prefirieron los grupos o los caudillos que las representaban y dominaban; y mientras casi todas afirmaban los ideales de la democracia inorgánica, Buenos Aires consolidaba un régimen liberal y progresista cuyo éxito hizo pensar en la posibilidad de intentar nuevamente la reordenación de la nación unificada. Así surgió el Estado rivadaviano, cuya suerte fue efímera. En 1827 se quebró por segunda vez la unidad nacional, esta vez para largo tiempo, y los ideales autoritarios y federalistas se afirmaron de manera que pareció definitiva; pero en el seno de esa sociedad disgregada fue desarrollándose la autoridad del caudillo de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, llegado al poder por segunda vez en 1835, y poco a poco, bajo la máscara del federalismo, se restauró un régimen autoritario, pero centralizado, gracias a la progresiva sumisión de los caudillos provinciales. Informe, ajeno a todo sistema legal y basado tan sólo en la autoridad de hecho, el Estado rosista constituye la última consecuencia implícita en la concepción autoritaria y federalista. Y como forma extrema de una tendencia que había aplastado pero no destruido, las tendencias antinómicas, sucumbió ante sus propios errores, por obra de quienes, a la luz de la experiencia, supieron y pudieron hallar una vía de conciliación entre los intereses y principios en pugna.

Las raíces de la democracia inorgánica

Sumido de antiguo en una dominación opresiva y humillante, el pueblo —esa masa informe e indiscriminada que, por entonces, constituía el pueblo— recibió el movimiento porteño de mayo de 1810 con sorpresa primero, y con frenético entusiasmo después. El sentimiento espontáneo de adhesión a la libertad se manifestó con energía y precisión en todo lugar al que llegó la palabra de los hombres de Buenos Aires; y aunque muy pronto surgieron rozamientos que provocaron el conflicto entre algunos grupos dominantes del interior y las autoridades de la capital, el principio de la emancipación y de la libertad arraigó con prontitud y comenzó a extenderse y precisarse. Pero este proceso reveló que ese sentimiento que conducía a los hombres de Buenos Aires a la democracia doctrinaria y orgánica, llevaba al pueblo a otras formas políticas más en consonancia con su temperamento.

En efecto, por muy violenta que fuera la sacudida y por muy vigoroso que apareciera el nuevo ideal de libertad, obraban en el pueblo ciertas formas mentales conformadas a través de los siglos y fundidas en su espíritu de modo indisoluble. Si el movimiento de Mayo encontró la adhesión de la mayoría en cuanto significaba una finalidad, recibió muy pronto un duro revés en cuanto era expresión y forma de sus contenidos. Y frente a la democracia orgánica y doctrinaria se irguieron los resabios del espíritu colonial tal como sobrevivía en las masas rurales y, en general, en casi todo el interior, guiadas por un vivo sentimiento antiliberal. Influía en la perduración de esta actitud aquella peculiar forma de convivencia de los medios rurales que ya hemos señalado, y que tendía a la creación espontánea de regímenes autoritarios; en pequeña escala si se quiere, pero con una vigencia que no podía dejar de conformar el temperamento político de las masas. E influía con mayor vigor aún en el sentimiento religioso, robustecido por una genuina tendencia a la superstición, de origen indígena y negro, así como también por la poderosa influencia que el clero ejercía en esos medios.

El liberalismo de los hombres de Mayo se presentaba —pese a sus precauciones— como una tendencia atentatoria contra las creencias vernáculas, y algunos de aquéllos habían exhibido su jacobinismo de modo harto impolítico. “Son muy respetables —escribía Belgrano a San Martín en 1814— las preocupaciones de los pueblos, y mucho aquellas que se apoyaban, por poco que sea, en cosa que huela a religión. Creo muy bien que Ud. tendrá esto presente y que arbitrará el medio de que no cunda esa disposición, y particularmente de que no llegue a noticia de los pueblos del interior. La guerra allí no sólo la ha de hacer Ud. con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre en las virtudes naturales, cristianas y religiosas; pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído las gentes bárbaras a las armas manifestándoles que atacábamos la religión. Acaso se reirá alguno de éste mi pensamiento, pero Ud. no debe dejarse llevar de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el país que pisan…” La observación era sagaz; lo que había de liberal en el movimiento de Mayo era lo que apartaba a un pueblo que coincidía con él en sus objetivos fundamentales; pero este apartamiento llevaba a una diversificación tan radical de los principios políticos, que muy pronto, pese a la unidad de ideales, se constituyeron dos frentes antagónicos en la masa patriota.

Contrario a la democracia doctrinaria y orgánica encuadrada dentro de los principios liberales, propugnada por los hombres de Buenos Aires, comenzó a esbozarse otro sistema de ideales. Como no provenía de la reflexión sistemática ni se apoyaba en doctrina alguna, sus características fueron su imprecisión y su resistencia a toda formulación estricta; pero tenía en cambio la fuerza de las convicciones seculares y el vigor de las reacciones primigenias. Era, eso sí, un sistema, porque, en sus diversas manifestaciones revelaba una profunda unidad interior, y de esa actitud espiritual provenía su fuerza y su irreductibilidad. El error de los liberales de Buenos Aires consistió en creer que el conflicto que amenazaba provenía de la oposición entre dos doctrinas: era mucho más grave, porque consistía en una lucha entre una doctrina y un sentimiento, y la posibilidad de conciliación sólo podía darla el tiempo.

Imprecisos en su formulación y confusos en algunos de sus contenidos, los ideales de las masas populares se manifestaban de manera inequívoca en tres aspectos fundamentales: la emancipación; la revolución criolla y la democracia. Eran tres objetivos coincidentes con los del movimiento liberal y centralista de Buenos Aires, pero una actitud espiritual recóndita e irreductible les proveía de un contenido harto diferente.

La crisis de 1810 fue desde un comienzo, para la intuición de las masas populares, un paso decisivo hacia la emancipación. El movimiento se manifestó muy pronto como reacción patriótica y antiespañola, pero como la insubordinación contra lo español arrastrara consigo la idea de la unidad que constituía el virreinato, ese sentimiento adoptó la forma de un estrecho patriotismo local, apegado a la comarca, o, todo lo más, a la provincia. Para las masas populares, los intereses comarcanos constituyeron los únicos que adquirieron fuerza y realidad, y la idea de la nación —que pesaba tanto sobre los hombres de Buenos Aires— no surgió en su espíritu pese a los insistentes clamores de la capital. Y pronto, cuando apuntó la oposición entre la comarca y Buenos Aires, la nación pareció una mera superestructura creada por esta última para mantener sus privilegios. Esta estrecha concepción del patriotismo originó una tendencia localista y disgregadora que fue aprovechada con habilidad por los caudillos para asegurar su predominio, agitando la bandera de las autonomías locales contra la prepotencia de Buenos Aires.

En cuanto insurrección antiespañola, el movimiento popular reveló en seguida que aspiraba a consolidar la revolución criolla. Oprimida y menospreciada, la masa criolla veía en el movimiento emancipador la posibilidad de sacudir la antigua dependencia y ascender socialmente desde la sumisión hasta una posición de predominio. Este sentimiento arraigó en el espíritu popular con bárbara energía y se tradujo en una xenofobia violenta que no sólo se manifestaba contra personas —españoles y extranjeros en general— sino también contra las ideas y las costumbres. El logro de esta aspiración de predominio criollo parecía depender de la total exclusión de influencias extranjeras, de modo tal que todo intento de ordenar el movimiento revolucionario según los cauces institucionales elaborados sobre la base de una doctrina parecía necesariamente atentatorio contra los derechos del criollaje.

Pero tan reacia como se manifestara la masa criolla a entrar por la vía de la organización institucional, el fundamento de su actitud política era un sentimiento democrático auténtico. El criollo estaba acostumbrado a gozar de una inmensa libertad individual; la que aseguraba el desierto, aun cuando fuera a costa de su total exclusión de la vida pública, manejada desde las ciudades. Con el triunfo del movimiento revolucionario, el criollaje quiso trasladar a la vida política este sentimiento de libertad indómita para el que parecía coacción la mera sujeción a la ley. Observando los hábitos de los gauchos de la campaña oriental, escribía el enviado del gobierno de los Estados Unidos, Henry Brackenridge, en 1817: “Sus ideas, más allá de lo referente a sus necesidades y ocupaciones inmediatas, son pocas; y éstas son una pasión por la libertad como ellos la entienden, esto es, una licencia ilimitada, con la más absoluta sumisión a sus jefes, y que, aunque parezca contradictorio, depende de la popularidad.” En efecto, para esta concepción de la libertad, acuñada en la vida de los campos y en el ejercicio del pastoreo, la sujeción a las leyes y a las instituciones suponía una coerción que obraba sobre la conciencia del individuo; la acción del jefe, que imponía su voluntad autoritaria sobre él, era una cuestión de hecho y resultaba de la adhesión que le prestaba el individuo en mérito al reconocimiento de su excelencia en las mismas virtudes que él trataba de alcanzar y que admiraba. Del sentimiento de libertad irrestricta nacía, pues, una voluntad democrática de imponer sus propios jefes, pero nacía también, por lo elemental de las técnicas políticas puestas en juego, el constante peligro de la tiránica autoridad de quien pudiera llegar a afirmar su poder de hecho y alegara el respaldo de las masas populares. Así nació una democracia inorgánica, pura en sus fuentes, mas llena de peligros e imperfecciones.

Tales eran las líneas en que se proyectaban los ideales imprecisos de las masas populares; antiliberalismo, emancipación, revolución criolla y democracia elemental constituían las manifestaciones de una conciencia colectiva cuyos principios se hundían en el temperamento vernáculo, sin que se clarificaran y discriminaran las contradicciones ni los riesgos que entrañaban. Odios e intereses, prejuicios y aspiraciones, creencias erróneas y simplismos superficiales, todo se juntaba en este abismo de la conciencia popular, guiada, sin embargo, por algunas tendencias e instintos positivos. Todo el conjunto se fundió poco a poco en una palabra que adquirió un enigmático significado, muy diferente, por el contenido que se le atribuía, de su sentido estricto: federación. Con ella se definió esa multiplicidad de ideales imprecisos, de sentimientos y aspiraciones. Muy bien lo advirtió el general José María Paz, enemigo declarado del federalismo, pero espíritu abierto e inteligencia clara, cuando decía: “No seria inoficioso advertir que esa gran facción de la república que formaba el partido federal no combatía solamente por la mera forma de gobierno, pues otros intereses y otros sentimientos se refundían en uno solo para hacerlo triunfar. Primero, era la lucha de la parte más ilustrada contra la porción más ignorante. En segundo lugar, la gente del campo se oponía a la de las ciudades. En tercer lugar, la plebe se quería sobreponer a la gente principal. En cuarto, las provincias, celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla. En quinto lugar, las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocráticas y aun monárquicas que se dejaron traslucir cuando la desgraciada negociación del príncipe de Luca. Todas estas pasiones, todos estos elementos de disolución y anarquía se agitaban con una terrible violencia y preparaban el incendio que no tardó en estallar.” Todo esto estaba fundido en el ideal de federación, que, en boca de las masas populares, quería significar mucho más que una forma política: era el símbolo de una manera de ser, de un temperamento, de una concepción de la vida histórica.

El delineamiento del federalismo  

Esta actitud plasmó en una tendencia política poco a poco, en una serie de principios que, si a veces fluctuaban según las circunstancias, en general mantenían un tono medio que se apoyaba en aquella firme actitud vital: fue el federalismo, o doctrina de la reunión de los estados libres en un estado nacional laxo.

Sin duda favorecían la difusión de los ideales federalistas algunas circunstancias que ya hemos señalado. El localismo en que se manifestó el sentimiento patriótico después de 1810 correspondía no sólo a una concepción primaria de la vida política, sino también a una realidad: la innegable diferenciación entre las diversas regiones que componían el antiguo virreinato. Mientras el Paraguay conservaba los caracteres que le habían impuesto la naturaleza de su población indígena y la larga dominación jesuítica, y evolucionaba lentamente constreñido por su situación geográfica, el Tucumán mantenía el sello inconfundible de la influencia altoperuana. En ambos casos se advertía una marcada diferenciación con respecto al litoral, y éste, a su vez, acusaba considerables variantes motivadas, sobre todo, por el papel hegemónico que correspondía a Buenos Aires; así, la Banda Oriental, por una parte, sometida a múltiples influencias exógenas, y las provincias de los ríos Paraná y Uruguay, por otra, obstaculizadas por la capital en su desarrollo, constituían subregiones que, como las dos citadas, manifestaban cada vez más una marcada diversidad en los intereses regionales y, en diversa medida, en cuanto a las tendencias políticas y a las formas de vida.

Pero no era sólo esta predisposición lo que favorecía la difusión del federalismo. Contribuyeron también la escasez de los núcleos urbanos, su corta población, su limitada influencia, así como también el primitivismo de la vida rural. Por otra parte, si el régimen impuesto por España impidió que se desenvolviera cierta capacidad política en las masas populares del Río de la Plata, el aislamiento en que vivía la inmensa mayoría del país le vedó el conocimiento de las profundas mutaciones operadas en el ámbito dentro del cual —tan apartadas como se quiera— vivían estas regiones; así se conservó en el espíritu popular ese simplismo político que subyace en el fondo de las concepciones autoritarias, estimulado luego por la inhábil conducta de los grupos ilustrados de Buenos Aires. En efecto, si había simplismo e inexperiencia en los pueblos del interior, hubo exceso de ortodoxia doctrinaria e inexperiencia práctica en los hombres de la capital. Monteagudo señaló ya a principios de 1812 el error de la Junta Revolucionaria, diciendo que “pudo haber sido más feliz en sus designios si la madurez hubiese equilibrado el ardor de uno de sus principales corifeos y si en vez de un plan de conquista se hubiese adoptado un sistema político de conciliación con las provincias”. Pero no fue así; el centralismo y el primado de los principios liberales parecieron condición inexcusable de la emancipación y se llegó poco a poco a una polarización entre dos concepciones de la vida, que pareció irreductible. Y frente a la absorbente autoridad de. Buenos Aires se irguió la autoridad de los caudillos, intérpretes de sus pueblos por la afinidad de sus modalidades, aun cuando fueran discutibles sus títulos al ejercicio del poder.

Pero no todo, sin embargo, favoreció la difusión del sentimiento federalista. Fuera de que la configuración del país obligaba a cierta unidad por la concurrencia de todas las vías económicas hacia el Río de la Plata, esa unidad constituía la única tradición política, y el federalismo, en cambio, carecía de toda tradición; el ejercicio de los poderes locales obligaba a plantear no sólo problemas institucionales —que, al parecer, instaban a la imitación de Buenos Aires—, sino también problemas de alta política económica e internacional que, con frecuencia, excedían las posibilidades de las provincias segregadas y, a veces, la capacidad de los hombres que las acaudillaban. Así, el movimiento federalista se contuvo en su desarrollo y, aun cuando partía de un sentimiento primario que, en el fondo, no reconocía la preexistencia de la nación, se fue amoldando a la realidad y no llegó nunca a afirmar la posibilidad de una sucesión total. Por eso quedó expedita la vía para un entendimiento, cuando las dos concepciones en conflicto comenzaron a clarificar sus tendencias y a ajustarlas a las situaciones reales.

En el libre juego de los factores, favorables y desfavorables a la difusión del sentimiento federalista, predominaban los primeros desde un comienzo. A fines de 1810, las provincias lograron incluir sus diputados en la Junta de Gobierno y, poco después, consiguieron que se establecieran juntas provinciales en las distintas intendencias, que en cierta medida configuraban las regiones geográficas. Pero este primer brote del sentimiento autonomista suscitó la rápida reacción de las ciudades subordinadas que, dentro de cada intendencia, aspiraban a lograr su propia autonomía. Atendiendo a las instrucciones del Cabildo de Jujuy, el diputado Juan Ignacio Gorriti sostuvo el principio de la igualdad entre todos los pueblos y su derecho a gobernarse por sí mismos en el orden local. “No veo —decía dirigiéndose a la Junta Central— un solo inconveniente para que cada ciudad se entienda directamente con el gobierno supremo. Santa Fe, Corrientes, Luján, toda la Banda Oriental se entienden directamente con esta Junta superior, sin que necesiten una mano intermedia, y así sus asuntos circulan con rapidez y experimentan las ventajas del actual sistema. ¿ Por qué no lograrán igual suerte todas las demás ciudades, si todas tienen iguales derechos?”

Las aspiraciones de las ciudades subalternas a lograr su autonomía no significaba desmedro alguno para el poder central; en cambio, algunas regiones como conjunto negaron su adhesión al nuevo gobierno establecido en Buenos Aires y sentaron el principio de la autonomía regional, limitada tan sólo por el pacto de federación. Correspondió al Paraguay, y en especial al doctor José Gaspar de Francia, la prioridad en el planteo del problema político en tales términos.

Hombre de derecho y de penetrante inteligencia, Francia dio a las aspiraciones imprecisas una forma clara que habría de servir de punto de apoyo en el futuro a los que retomaron su bandera. Para provocar el levantamiento del Paraguay y su adhesión al movimiento revolucionario, la Junta de Buenos Aires había enviado una expedición que fracasó militarmente, aunque contribuyó en forma indirecta al cumplimiento de sus fines; en efecto, el Paraguay depuso a las autoridades españolas e instaló un gobierno provisional que, poco después, obedecía sin límites a la inspiración del doctor Francia. El problema de las relaciones con Buenos Aires se planteó muy pronto y, frente a las tendencias centralistas de la Junta porteña, aquél señaló categóricamente sus puntos de vista federales. “No es dudable —decía en comunicación al gobierno de Buenos Aires que, abolida o deshecha la representación del poder supremo, recae éste o queda refundido naturalmente en toda la nación. Cada pueblo se considera entonces en cierto modo participante del atributo de la soberanía, y aun los ministros públicos han menester su consentimiento o libre conformidad para el ejercicio de sus facultades.” Y más adelante: “La confederación de esta provincia con las demás de nuestra América, y principalmente con las que comprendía la demarcación del antiguo virreinato, debía ser de un interés más inmediato, más asequible y por lo mismo más natural, como de pueblos no sólo de un mismo origen, sino que por el enlace de particulares recíprocos intereses parecen destinados por la naturaleza misma a vivir y conservarse unidos. Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que la intención de la provincia había sido entregarse al arbitrio ajeno, y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más habría adelantado, ni reportado otro fruto de su sacrificio, que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo.” Firme en estos principios, logró imponer sus puntos de vista y el gobierno de Buenos Aires sancionó implícitamente, poco después, la definitiva segregación del Paraguay.

La doctrina del doctor Francia estaba movida, sobre todo, por la urgencia de independizar la vida económica del Paraguay del dominio que sobre él ejercía el puerto de Buenos Aires. En este sentido tenía que lograr la adhesión del litoral y de la Banda Oriental; y, en efecto, en esta última defendió la misma tesis José Gervasio Artigas, cuyas relaciones con Buenos Aires eran ya difíciles a fines de 1811. Artigas aspiraba a seguir la política del doctor Francia, y así se lo hacía saber en un oficio en el que señalaba la identidad de sus puntos de vista. “Cuando las revoluciones políticas —escribía Artigas a fines de 1811— han reanimado una vez los espíritus abatidos por el poder arbitrario, corrido ya el velo del error, se ha mirado con tanto horror y odio el esclavaje y la humillación que antes les oprimía, que nada parece demasiado para evitar una retrogradación de la hermosa senda de la libertad. Como temerosos los ciudadanos de que la maligna intriga los suma de nuevo bajo la tiranía, aspiran generalmente a concentrar la fuerza y la razón en un gobierno inmediato, que pueda con menos dificultades conservar sus derechos ilesos y conciliar su seguridad con sus progresos. Así comúnmente se ha visto dividirse en menores Estados un cuerpo disforme, a quien un cetro de hierro ha tiranizado. Pero la sabia naturaleza parece que ha señalado para entonces los límites de las sociedades y de sus relaciones, y siendo tan declarados los que en todos respectos ligan a la Banda Oriental del Río de la Plata con esa provincia [el Paraguay], creo que por una consecuencia del pulso y madurez con que ha sabido declarar su libertad y admirar a todos los amadores de ella con su sabio sistema, habrá de reconocer la recíproca conveniencia e interés de estrechar nuestra comunicación y relaciones del modo que exigen las relaciones de Estado.” Artigas defendía, sobre todo, la autonomía regional y seguía las inspiraciones de Francia en el planteo doctrinario del problema.

Sin embargo, muy pronto los contenidos de ambos movimientos comenzaron a diferenciarse. Mientras el Paraguay se encerraba en un intento de enclaustrar su economía y su vida dentro de sus fronteras, Artigas demostró compartir los principios liberales de los hombres de Buenos Aires, acaso por haber sufrido las mismas influencias. Así se puso de manifiesto en las instrucciones que dio a los diputados orientales a la Asamblea de 1813. Este documento era una verdadera definición de un pensamiento político; demostraba coincidir con los hombres de Buenos Aires en los propósitos de emancipación y de instauración de un gobierno republicano, representativo y basado en la división de poderes; pero difería mucho en cuanto a la organización de la nación con respecto a los estados provinciales, exigiendo para éstos total autonomía en el orden local, relaciones de federación con los demás y, sobre todo, libertad de comercio y reajuste del sistema impositivo para la Provincia Oriental. Signo de su punto de vista, el artículo 19 establecía categóricamente “que precisa e indispensablemente sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del gobierno de las Provincias unidas”, gobierno al cual atribuía tan sólo la resolución de los asuntos generales.

El federalismo de Artigas, tan diverso en contenido con respecto al del Paraguay, se difundió por el litoral argentino y halló eco en esas provincias. Pero no fueron estas dos las únicas formasen el norte adoptó otras características y disfrazó otros contenidos fuertemente antiliberales como los que escondía el pensamiento del doctor Francia. Así se evidenciaba la compleja estructura del federalismo, cuyos caracteres coincidentes no cubrían totalmente las diversidades nacidas del fondo temperamental de cada uno de los núcleos sociales que integraban la masa popular del interior. De todos modos, antes de cumplirse el primer quinquenio de la revolución, el federalismo se había definido en cuanto actitud política y presentaba batalla al liberalismo centralista de Buenos Aires.

Liquidación del orden colonial

La irrupción del movimiento federalista y su posterior definición en cuanto actitud política, halló en Buenos Aires muy diversos ecos. Sus principios fueron recibidos por los grupos liberales unas veces con violenta reprobación y otras con cierta tolerancia, reacciones que provenían de los intereses circunstanciales de la política. Pero en el seno mismo del grupo liberal y, sobre todo, en los grupos conservadores, se constituyó un sector que se alzó con violencia contra el federalismo, en el que no veía sino salvajismo y anarquía. En algún modo, movía esta actitud cierta desdeñosa subestimación por las provincias, acaso motivada por la reticente adhesión con que respondieron al llamado de los hombres de Buenos Aires. En 1812, el cabildo de Santa Fe se quejaba de la conducta del gobernador designado en la provincia por el gobierno de Buenos Aires, diciendo: “En un tiempo en que V. E. proclama por todas partes la libertad de los pueblos, dirigiendo todas sus providencias y particulares disposiciones con el espíritu de bondad y libertad, empeñándose en hacernos conocer los sagrados derechos que la naturaleza nos concedió desde la cuna…, parece que el despotismo y la tiranía antigua han renacido y fijado su solio en Santa Fe, desplegando con mayor fuerza todo su furor y encono para oprimir este pueblo benemérito, privándole de esa libertad y derechos que V. E. quiere concederle.” Esta actitud de Buenos Aires —de conquista, no de conciliación, había dicho Monteagudo— dio los frutos que eran de esperarse, y cinco años más tarde el diputado por Buenos Aires al Congreso de Tucumán decía a sus comitentes que “la desconfianza, el desafecto y la rivalidad contra Buenos Aires se habían descubierto públicamente”.

La hostilidad del movimiento federalista contra Buenos Aires y sus hombres se hizo más notoria, en efecto, después de 1814, cuando la reacción antipopular se acentuó en los círculos dirigentes de la capital. El federalismo proteico se manifestó entonces como sentimiento republicano, y las tendencias monárquicas de los hombres de Buenos Aires parecieron una traición, porque, como diría juiciosamente el general Paz, “ellos mismos habían empujado antes a las masas con sus doctrinas y su ejemplo hacia los principios democráticos, haciéndoles aborrecer la monarquía, y consagrando como un dogma el republicanismo”. Esa reacción se notó también en algunos grupos liberales de Buenos Aires, y la sublevación de Fontezuelas, en 1815, demostró que había quienes pensaban en la necesidad de pactar con los caudillos para defender los principios republicanos, contra los que Alvear conspiraba por entonces.

La situación comenzaba a tornarse delicada. Movidas por diversas aspiraciones y tendencias, todas las regiones del país coincidían en una marcada hostilidad contra la capital, cuyos recursos no podían ser suficientes para afrontar un conflicto de tal magnitud. Por la rivalidad en el control de los ríos los unos, por odio al liberalismo exógeno los otros, tanto los federales del litoral como los movimientos similares que ya se insinuaban en el interior, se manifestaban acerbamente hostiles hacia Buenos Aires, y hubo en el Congreso de Tucumán quien sostenía —como Artigas— la necesidad de arrebatar a “la gran capital del sur” su rango de tal. Buenos Aires, acosada por todas partes, acudió a la violencia. Las provincias del litoral y la Banda Oriental conocieron las expediciones punitivas enviadas desde Buenos Aires; pero el método puesto en práctica fue contraproducente, y en todas partes surgieron caudillos que fortalecieron su autoridad abrazando la bandera del autonomismo. La situación se precipitó con motivo de la turbia política de Buenos Aires frente a la invasión portuguesa de la Banda Oriental, y más aún con las gestiones emprendidas por el Directorio para coronar al príncipe de Luca. El congreso estaba entonces reunido en Buenos Aires y trabajaba en un proyecto de constitución unitaria, pese a que no faltaban noticias sobre el estado de ánimo del litoral y el interior. En abril de 1819 quedó sancionada, y muy pronto fue desconocida, precipitándose con rapidez la situación en el litoral. En el interior, sólo la presencia del ejército auxiliar que mandaba Belgrano constituía un freno de la disolución, pero, así y todo, a fines de aquel año se produjo el colapso. En noviembre se sublevó en Tucumán el general Bernabé Aráoz y declaró autónoma esa provincia, en tanto que Córdoba daba señales inequívocas de que estaba en trance de imitarla. “Después del acontecimiento de Tucumán —escribía el gobernador Castro pocos días después— los partidarios del federalismo ponen en ejecución toda intriga y arbitrio para minar el gobierno sin que baste el celo más vigilante para contener unos designios que sólo esperan el momento para realizarse.” El desenlace no se hizo esperar. En enero de 1820 se sublevó en Arequito el ejército del norte —última esperanza de Buenos Aires— y el coronel Bustos, jefe del movimiento, marchó hacia Córdoba proclamándose gobernador de la provincia. Inerme y desprestigiada, Buenos Aires estaba al borde del abismo, sin atinar a un cambio de orientación en su política.

San Martín había negado su apoyo al directorio, que le exigía que acudiera, con el ejército que preparaba para marchar sobre Lima, a defender al gobierno de Buenos Aires. “San Martín —contestará el general poco después— jamás derramará la sangre de sus compatriotas, y sólo desenvainará su espada contra los enemigos de la independencia de Sudamérica.” En tal situación, aquella negativa era un desahucio, porque Artigas había incitado a los caudillos del litoral a poner fin de una vez a las pretensiones de Buenos Aires. El 1o de febrero de 1820 las tropas de Francisco Ramírez y Estanislao López, caudillos de Entre Ríos y Santa Fe, derrotaron al ejército del director Rondeau en la batalla de Cepeda, y pocos días después —con la supresión del Directorio y la disolución del congreso— quedaba extinguido el gobierno central.

El federalismo obtuvo un triunfo categórico con la batalla de Cepeda. Disuelta la nación, cada una de las provincias debía tomar el rumbo que juzgase más a propósito para sus intereses y aspiraciones; pero los problemas económicos unían a las provincias del litoral y se convino en la formalización de una alianza que quedó sellada por el tratado del Pilar, en el que se establecían las autonomías provinciales, la alianza federativa y la libertad del comercio fluvial, causa ésta de todo el conflicto. Las demás provincias, por su parte, obedecieron a los jefes militares que pudieron, por el azar o la adhesión popular, apoderarse del poder, y cada uno buscó su rumbo dentro de sus posibilidades y tendencias. Poco tiempo después, nada quedaba del antiguo Estado nacional, y en las diversas regiones resurgió la calma pueblerina, un momento interrumpida por la inspiración revolucionaria de Buenos Aires.

Acaso la realidad y la fuerza inspiradora del movimiento de Mayo alimentara constantemente el anhelo de reconstruir la nación. Así lo creyeron los diputados del congreso reunido en 1819, uno de los cuales, Gregorio Funes, afirmaba que “después del año 20, en que las provincias se separaron, tan lejos han estado de querer romper el pacto que han manifestado mucho sentimiento en su separación”. Pero mientras retomaban las condiciones propicias para crear de nuevo un Estado nacional, florecieron en las provincias los caudillos y afirmaron, con el ejercicio de su poder, un tipo de autoridad que configuró por largo tiempo la vida política del país.

Los caudillos

Los caudillos fueron los conductores de las masas populares de las provincias. Ajenos, en general, a todas las sutilezas que suponía el ejercicio del poder dentro de la concepción de los grupos ilustrados, poseían algunos caracteres que evidenciaban su inequívoca aptitud para polarizar las simpatías y excitar la admiración. Por eso fueron jefes populares, que si llegaban al poder por la violencia y no poseían título jurídico para ejercerlo, tenían en cambio una tácita adhesión de ciertos núcleos que los respaldaban y los sostenían.

El secreto de esa adhesión residía en la afinidad entre el caudillo y las masas populares. El caudillo pertenecía casi siempre a esa misma capa social; participaba del mismo tipo de vida, y rechazaba con la misma aversión las formas evolucionadas de convivencia que se le quisieron imponer; y en el seno de esa masa se individualizaba, generalmente, por cierta excelencia en el ejercicio de las mismas virtudes que ella admiraba: era el más valiente, el más audaz, el más diestro. Esas cualidades no valían por sí, sino agregadas a ciertas dotes naturales de mando. El caudillo no recibía su consagración como jefe por ningún acto expreso de carácter jurídico, o mejor dicho, poseía la autoridad de tal, al margen de los actos jurídicos a que pudiera apelar para legitimar su autoridad de hecho: las elecciones o plebiscitos. Lo fundamental era la obediencia que había conquistado por sí, la que le prestaban por el reconocimiento de su innata calidad de jefe.

Esa autoridad se basaba no sólo en las virtudes personales de hombre de combate y hombre de campo; se apoyaba asimismo en cierta premeditada actitud mediante la cual las masas rurales llegaban a considerar a su caudillo como dotado de poderes insólitos. “Quiroga —cuenta el general Paz— era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes y obedecían a sus mandatos; tenía un célebre caballo moro, que, a semejanza de la cierva de Sertorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres que cuando se les ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género.” En mayor o menor medida, casi todos los caudillos cuidaban su prestigio y se valían, acaso, de su penetración psicológica para demostrar su superioridad. De este modo, llenos de recursos y posibilidades, los caudillos afirmaban su dominio sobre las masas populares, y sólo secundariamente necesitaban la corroboración legal de sus títulos. “Hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión”, dice el mismo Paz refiriéndose a la fidelidad que tenían los gauchos salteños hacia Güemes.

Lo que originaba esta fidelidad era la convicción, fundada o no, de que el caudillo defendía los intereses de la colectividad regional. Habían levantado la bandera de la autonomía contra el predominio de Buenos Aires, y la bandera de las tradiciones vernáculas contra las ideas renovadoras de los grupos ilustrados. Pero, aun así, podría sospecharse que no hubieran logrado la autoridad discrecional que alcanzaron si no se hubiesen conducido con extremada habilidad en la orientación de los sentimientos populares. En efecto, los caudillos se apoyaron en la masa y consiguieron su adhesión exacerbando el sentimiento de clase. Brackenridge había señalado que sostenía a Artigas “el pueblo llamado gauchesco”, y agregaba que “la parte respetable de la comunidad está lejos de la unanimidad en su sostén”, esta actitud se advirtió luego con respecto a todos los otros caudillos, y aseguró un sólido fundamento a su autoridad, que en vano pretendían quebrantar las minorías cultas de las ciudades.

Este apoyo no era sólo adhesión moral y tácita aprobación de su política. Las masas populares proporcionaron a los caudillos la fuerza material, las tropas irregulares que llamaron “montoneras”, gracias a las cuales su poder se consolidó y adquirió muy pronto caracteres de “dictadura militar”. En 1826, el diputado por Entre Ríos al congreso, Lucio Mansilla, decía refiriéndose a los pueblos del litoral, a uno de los cuales pertenecía: “Estos pueblos no se gobiernan bajo ningún sistema de gobierno sino por la espada militar.” Así, lo que en un principio era defensa de los intereses regionales y de las aspiraciones populares, se tornaba muy pronto, en casi todos los casos, autocracia discrecional; y, en las manos del caudillo, el gobierno se convertía en el ejercicio de una autoridad paternal, en la que coexistían la bonhomía y la crueldad, la generosa protección de los humildes y la defensa rapaz de los propios intereses, y, en fin, el reconocimiento de la soberanía popular y la usurpación efectiva del mando.

Sin duda, los caudillos perpetuaron, a su manera, el sentimiento republicano. Pero, en casi todos los casos, representaron una reacción antiliberal, manifestada, sobre todo, en el desprecio por las formas racionales de la delegación del poder. El caudillo se sentía “hombre representativo”, y así lo sentían también, en muchos casos, las masas que lo apoyaban. Pero nada, sino la intuición inmediata, podía justificar la delegación de la soberanía popular en tales mandatarios, porque se subestimaron los mecanismos institucionales que hubieran podido servir para tal fin. Por eso, aunque en algunos caos estuviera efectivamente respaldada por la adhesión popular, la autoridad de los caudillos fue siempre de hecho, y su política siempre autoritaria y de corte “realista”, en el sentido técnico del vocablo. Es innegable que había en el fondo de esta actitud de las masas y de sus jefes un profundo amor a la libertad primitiva y cierto radical sentimiento democrático; pero no es menos cierto que el ejercicio de esa democracia inorgánica y el goce de esa libertad sin freno no ofrecían garantía alguna como régimen permanente; los caudillos, que fueron banderas de legítimas reivindicaciones populares, se tornaron bien pronto usufructuarios ilegítimos del poder y defendieron sus privilegios con bárbara energía. Tenía razón Estrada cuando decía: “las muchedumbres argentinas han exaltado la barbarie por exaltar la democracia, y por amor a la libertad han soportado las tiranías”.

Caudillos de este tipo —aun cuando con sensibles variantes locales— fueron los que organizaron las provincias después de la disgregación del Estado nacional en 1820. Algunos, como Estanislao López en Santa Fe, habían otorgado graciosamente a sus provincias constituciones liberales; pero la mayoría mantuvieron su poder de hecho y, si organizaron constitucionalmente sus Estados, excedieron en la práctica las restricciones legales con su autoridad omnímoda. Ninguno, sin embargo, negó de modo explícito que la disgregación nacional fuera otra cosa que una situación pasajera, y se vislumbraba en el fondo de su conducta política la perduración de la conciencia de la nacionalidad. Esta conciencia salvó al país y permitió que, andando el tiempo, se intentara de nuevo la organización de la nación como unidad.

Federalismo doctrinario y autonomismo democrático

También fueron caudillos de este tipo los que hicieron rodar por tierra el Estado nacional rivadaviano. La innegable intención conciliadora que movía a Rivadavia y a los miembros de su grupo hubiera podido salvar los obstáculos que impedían la disgregación nacional; pero, junto a las cuestiones de fondo en que se pudo advertir la irreductible obstinación de ambas partes, se manifestó el hecho nuevo de la situación personal de los caudillos, ya afirmados en su poder y decididos a no ceder sus posiciones. Para un Heredia o un Ibarra el problema no era ya encontrar la fórmula de las relaciones entre el gobierno de la provincia y el de la nación, sino que se trataba de no tolerar autoridad alguna que se sobrepusiera a la suya propia en ningún terreno. En tal estado de ánimo, todo intento conciliador era inútil, y el gobierno nacional no podía subsistir, tan moderado como se manifestara en el ejercicio de sus atribuciones.

Más grave y más hondo que el de 1820, el movimiento disgregatorio de 1827 arrastró consigo a Buenos Aires, baluarte hasta entonces de los ideales nacionales. Rivadavia había realizado el sacrificio de la prosperidad de la más rica de las provincias en holocausto a los intereses de la nación, y esta política le atrajo la hostilidad de sus propios comprovincianos que, encabezados por Manuel Dorrego y movidos por Juan Manuel de Rosas, propiciaron la secesión de Buenos Aires para librarla de tan pesada carga. Las rentas aduaneras y las riquezas de la provincia —sostenían los secesionistas— debían ser sólo para la provincia, y todo sacrificio que no comportara una afirmación de la hegemonía comenzó a parecer una traición a los intereses locales. El problema se había planteado en toda su gravedad con motivo de la capitalización de la ciudad de Buenos Aires, de la que resultaba para la provincia no sólo una disminución territorial, sino también la pérdida de la más importante fuente de ingresos. La reacción no se hizo esperar, y, al caer Rivadavia, los federales de Buenos Aires se manifestaron decididamente en favor de la secesión, porque no estaban dispuestos ni a sacrificar su economía en favor de las provincias ni a cargar de nuevo con los gastos que importaba un gobierno nacional radicado en su capital.

Manuel Dorrego, elegido gobernador de Buenos Aires al desaparecer el Estado nacional, y Manuel Moreno, su ministro de gobierno, fueron los más distinguidos representantes de esta tendencia secesionista. Las provincias acogieron esta nueva política con la mayor benevolencia porque, aunque entrañaba un perjuicio económico, significaba a sus caudillos la garantía de que Buenos Aires no volvería a intentar entrometerse en sus asuntos locales. Pero Dorrego no coincidía del todo con los caudillos del interior. Era un federal convencido y se había opuesto con energía a la sanción de la constitución de 1826; pero su federalismo era otra cosa que el de los caudillos, porque si coincidía en sus fundamentos, difería notablemente en cuanto al carácter que esa concepción política había tomado en manos de los omnipotentes señores de las provincias. Para los caudillos, el federalismo era una consigna, una palabra mágica que, si entrañaba un sentimiento autonomista, significaba con mayor claridad todavía un régimen autocrático sostenido, en su beneficio, sobre la base de la fuerza. Para Dorrego, en cambio, el federalismo era una doctrina, política de sólidos fundamentos jurídicos; la había estudiado durante su destierro en los Estados Unidos, y el examen atento de las circunstancias locales le revelaba la posibilidad de su aplicación, sin que mediaran en esta opinión los intereses de los caudillos. El federalismo era, para Dorrego, una garantía del régimen republicano. “Uno solo gira bajo el sistema de unidad —decía en el congreso, el año 1826—; bajo el nombre de gobierno dispone toda la máquina, la hace rodar; pero bajo el sistema federal todas las ruedas ruedan, al par de la rueda grande. No sé que se pueda presentar un ejemplo de un país, que constituido bien bajo el sistema federal, haya pasado jamás a la arbitrariedad y al despotismo; más bien me parece que el paso inmediato del sistema de unidad es al absolutismo o sistema monárquico.” También era, a sus ojos, el camino más indicado para estimular la cultura, la población y la riqueza del país, pero, sobre todo, el que mejor aseguraba el primado de la libertad. “No nos engañemos —agregaba— y esto ha de ser práctico: bajo el sistema federal los funcionarios públicos adoptan ese espartanismo que en los gobiernos nacientes como el nuestro es tan necesario, y que no sólo produce la economía, sino que conserva el amor a la libertad.”

Dorrego procuraba resolver todos los problemas institucionales con medidas apropiadas a las circunstancias y es significativo que propusiera la formación de bloques que comprendieran varias de las provincias existentes para evitar los reparos que se referían a la escasez de los recursos de cada uno de los miembros de la federación. Su concepción política aparecía, pues, afinada y perfeccionada por la experiencia, pero sin hacer concesiones a las situaciones de hecho que movían a los caudillos y a los que aspiraban a serio. Y cuando llegó al gobierno de Buenos Aires, trató de que sus ideales plasmaran en una realidad, mediante el acuerdo de los pueblos; tal era la finalidad de la Convención de Santa Fe, cuyos resultados, sin embargo, se vieron malogrados por la brusca transformación que provocó en el panorama político del país el golpe de estado de Lavalle, que se hizo del poder en Buenos Aires el 1o de diciembre de 1828.

En efecto, los jefes militares que habían combatido en el Brasil pretendieron contener la disgregación nacional mediante el apoyo de las armas y los generales Lavalle y Paz se dispusieron a aniquilar a los caudillos de una sola vez. Pero los resultados del plan fueron otros. La lucha de tendencias políticas se convirtió muy pronto en guerra civil, porque al Estado militar concebido por Lavalle y Paz opusieron los caudillos otro Estado militar. La convención de Santa Fe podía afirmar que la causa de las provincias federales era “la causa de la razón, de las leyes, de los derechos populares, contra la fuerza militar”; pero la causa de las provincias estaba desde antes apoyada también sobre la fuerza militar, y, desde ese momento, quedaron frente a frente dos ejércitos dispuestos a reiniciar una guerra civil que debía ser larga y cruenta.

Poco tiempo fue necesario para descubrir que, tras las ideologías, se ocultaba un duelo a muerte por el predominio de unos grupos contra otros, o, mejor aún, de unos caudillos contra otros, porque los jefes que proclamaban la necesidad de la organización y unificación del país se manifestaban con caracteres semejantes a los de los caudillos secesionistas. Los pactos de alianza se sucedieron rápidamente, y, poco después, quedaban constituidas dos grandes ligas; una de ellas, bajo la autoridad del general Paz, comprendía las provincias del interior y se constituyó en agosto de 1830; la otra, que ocultaba las ambiciones de López y Rosas, agrupó a las provincias del litoral y quedó formalizada en enero de 1831. Sería difícil establecer distingos entre una y otra, pese a que la primera levantaba la bandera de la constitución y la organización centralizada del país y la segunda la bandera de la federación; una y otra constituían bloques políticos, económicos y militares que respaldaban la autoridad de sus jefes, y revelaban que la discordia civil había arrastrado a todas las tendencias políticas hacia la anarquía militar.

Ya la guerra civil había dado sus primeros y amargos frutos, desde que Dorrego cayera fusilado en Navarro. El odio y la violencia se desataban por todas partes, y la esperanza de sujetar el país al imperio de las leyes se tornaba cada vez más distante; la lucha entre las ligas parecía insinuar un equilibrio de poder que sólo podía romper la fuerza militar, pero, entre tanto, la erección de las ligas importaba un principio de coalición y organización, basado en ciertos ideales que, al oponerse, señalaban la posibilidad, siquiera remota, de una conciliación. Hasta esa remota posibilidad desapareció pronto. El 10 de mayo de 1831 —fecha crucial en esta lucha— el general Paz cayó prisionero de las fuerzas de Estanislao López, y la liga del Interior se disolvió para dejar las provincias al arbitrio de Juan Facundo Quiroga. Desde entonces, el país entero quedó en manos de los caudillos secesionistas y se selló el triunfo de la democracia inorgánica para muchos años. Tres hombres —Quiroga, López y Rosas— se dividieron la hegemonía política del país, y sometieron a su influencia a los caudillos menores que se habían encumbrado en las diversas provincias. El despotismo —profetizado muchas veces como secuela inevitable de la libertad indómita— fue el sistema político que triunfó en la querella, ejercido durante algún tiempo por los tres autócratas; pero durante algún tiempo nada más. Lo que Quiroga y López hicieron con los caudillos subalternos lo realizó más cumplidamente Juan Manuel de Rosas desde Buenos Aires, y poco después, tras la muerte de aquellos dos, su autoridad omnímoda presidió el país, desprovisto de constitución y de leyes, mas sujeto a una autoridad más absolutista y centralizada que todas las que hasta entonces tuviera. Por eso puede hablarse, pese a la carencia de formas legales, de un Estado rosista, antítesis del Estado rivadaviano.

El Estado rosista

Juan Manuel de Rosas era un fuerte hacendado de la provincia de Buenos Aires, cuyo prestigio político crecía inconteniblemente desde 1820. Si como estanciero podía contar con fuertes recursos para imponerse en la campaña, como jefe de un cuerpo militar formado a su costa —los “Colorados de Monte”— pudo influir con decisión en la capital cuando la crisis producida por el golpe de estado de Lavalle y el ulterior fusilamiento de Dorrego. Rosas vio con claridad que ésta era la ocasión para imponer su autoridad, y levantó la bandera del federalismo; desde entonces su significación en la capital no tuvo parangón y su poder creció hasta los límites de la omnipotencia; y a fines de 1829 era consagrado gobernador de la provincia.

Su primer gobierno se extendió hasta fines de 1832. En ese plazo cayó prisionero Paz —que hubiera podido ser su rival— y se malogró la Liga del Interior que éste había constituido; ya por entonces se había organizado la Liga del Litoral, y, al desaparecer Paz, se incorporaron a la federación otras provincias que, como las primitivas signatarias, del pacto, delegaron en Rosas la conducción de las relaciones exteriores y la representación del país. Así, al abandonar el poder, Rosas había contribuido a constituir un régimen nacional laxo —la Confederación— que merecía el asentimiento de los caudillos y permitía a Buenos Aires ejercer cierta hegemonía que no pesaba mayormente sobre sus rentas.

Desde 1832 hasta 1834, el gobierno provincial estuvo en manos de hombres de su confianza celosamente vigilados por sus partidarios. Su autoridad era ya incontrastable y se acrecentó —junto con su riqueza— gracias a la campaña que realizó contra los indios del desierto. Lo apoyaban las masas populares, los grupos antirrivadavianos más reaccionarios y, sobre todo, los estancieros, cuyos intereses defendía Rosas con tesón porque eran también los suyos. Esta coalición de fuerzas lo empujó por segunda vez al poder, pese a sus maniobras reticentes, destinadas a lograr que se le otorgaran facultades extraordinarias, contra toda tradición republicana.

Las circunstancias lo favorecieron, pero fue mérito suyo el promover la aparición de esas circunstancias. No quería sino ser gobernador de Buenos Aires con poderes excepcionales, pero contaba con alcanzar de hecho una autoridad nacional, para lo cual no concebía otro plan que el de dejar las provincias en manos de caudillos omnipotentes en el orden local, y someterlos luego a su influencia. Este plan de acción no tenía otro inconveniente que la presencia de otros caudillos que ejercían notoria hegemonía sobre vastas regiones: Estanislao López y Juan Facundo Quiroga. Pero Rosas sabía cómo debía maniobrar para dominarlos, y ponía al servicio de sus proyectos una inteligencia clara, una notable sagacidad y, sobre todo, una larga paciencia y una invencible tenacidad.

Sus puntos de vista sobre el problema de la organización política del país quedaron expresados en 1834 —poco antes de ascender al poder por segunda vez— en dos documentos de notable significación. Con motivo de un conflicto surgido entre los gobernadores de Salta y Tucumán, Quiroga recibió el encargo de mediar entre ambos y recibió del gobierno de Buenos Aires unas instrucciones que, sin duda, habían sido inspiradas por Rosas. Se decía en ellas que “el señor Quiroga debe aprovechar las oportunidades de hacer entender por todos los pueblos de su tránsito que el congreso es de desear que cuanto más antes pueda celebrarse; pero que al presente es en vano clamar por congreso y por constitución bajo el sistema federal, mientras cada estado no se arregle interiormente y no dé, bajo un orden estable y permanente, pruebas prácticas y positivas de su aptitud para formar federación con los demás. Porque en este sistema el gobierno general no se une sino que se sostiene por la unión, representando en este Estado los pueblos que componen la república para con las demás naciones; tampoco decide las diferencias de unos pueblos con otros sino que se reducen sus funciones a hacer cumplir los pactos generales de la federación, a cuidar de la defensa de toda la república, y dirigir sus negocios e intereses generales en relación con los de otros Estados, pues para los casos de discordia entre dos provincias la constitución suele tener acordado un modo particular de decidirlas, cuando los contendientes no lo arbitran con su mutuo consentimiento.”

Así expresada, esta doctrina revelaba una concepción realista de la situación que parecía justificada y sostenible. Pero este pensamiento adquiere su justa significación si se tiene en cuenta que algunos de los caudillos —y acaso el propio Quiroga— sostenían por entonces la necesidad de constituir de una vez el país, aunque dentro del sistema federal. El pensamiento de Rosas era, pues, a la vez, el resultado de una interpretación de la realidad y la revelación de un designio; había quedado esbozado en las instrucciones que, oficialmente, llevaba el mediador, mas como Rosas suponía que Quiroga no estaba convencido de las ventajas de este plan, intentó reforzar su argumentación en una entrevista, luego de la cual sintetizó sus ideas en una carta que le escribió antes de separarse de él, en la hacienda de Figueroa:

“Y después de todo esto —escribía entonces Rosas (diciembre de 1834)—, lo que enseña y aconseja la experiencia, tocándose hasta con la luz de la evidencia ¿habrá quién crea que el remedio es precipitar la constitución del Estado? Permítame usted hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos estado acordes siempre en tan elevados asuntos, quiero depositar en su poder con sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña parte de lo mucho que se me ocurre y que hay que decir.

“Nadie, pues, más que usted y yo podrá estar persuadido de la necesidad de la organización de un gobierno general, y que es el único medio de darle ser y responsabilidad a nuestra república.

“Pero ¿quién duda que éste debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién, para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita primeramente, bajo una reforma regular y permanente, las partes que deben componerlo? ¿Quién forma un ejército ordenado con grupos de hombres sin jefes, sin oficiales, sin disciplina, sin subordinación y que no cesan un momento sin acecharse y combatirse contra sí, envolviendo a los demás en sus desórdenes? ¿Quién forma un ser viviente y robusto con miembros muertos o dilacerados y enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser complexo no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que haya de componerse? Obsérvese que una muy cara y dolorosa experiencia nos ha hecho ver prácticamente que es absolutamente necesario entre nosotros el sistema federal, porque, entre otras razones de sólido poder, carecemos totalmente de elementos para un gobierno de unidad. Obsérvese que al haber predominado en el país una fracción que se hacía sorda al grito de esta necesidad, ha destruido y aniquilado los medios y recursos que teníamos para proveer a ella, porque ha incitado los ánimos, descarriado las opiniones, puesto en choque los intereses particulares, propagando la inmoralidad y la intriga, y fraccionando en bandos de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más sagrado de todos y el único que podría servir para restablecer los demás, cual es el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando primero en pequeño y por fracciones, para entablar después un sistema general que lo abarque todo. Obsérvese que una república federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez qué no sé componga de Estados bien organizados en sí mismos, porque, conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder general con respecto al interior de la república, es casi ninguna, y su principal y casi toda su investidura es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los estados confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras. De consiguiente, si dentro de cada estado en particular no hay elementos de poder para mantener el orden respectivo, la creación de un gobierno general representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la república a cada desorden parcial que suceda y hacer que el incendio de cualquier Estado se derrame por todos los demás. Así es que la república de Norte América no ha admitido en la nueva confederación los nueve pueblos y provincias que se han formado después de su independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí solos y entretanto los ha mantenido sin representación en clase de Estados, considerándolos como adyacencias de la república.

“Después de esto, en el estado de agitación en que están los pueblos, contaminados todos de unitarios, de legistas, de aspirantes, de agentes secretos de otras naciones, y de las grandes logias que tienen en comunicación a toda la Europa, ¿qué esperanza puede haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la federación, primer paso que debe dar el congreso federativo? En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos, ¿quiénes ni con qué fondos podrán en las circunstancias costear la permanencia de ese congreso y de la administración general?”

Firme dentro de este sistema de ideas, Rosas postergó todo intento de organización del Estado y se dispuso a mantener el statu quo del país; pero si tal era el propósito en el aspecto legal, muy otros eran sus planes en el terreno de las realidades. Lo que pretendía era que los poderes de hecho de los caudillos se sometieran a su propio poder de hecho, para el cual no había restricciones legales ni formas predeterminadas; la muerte de Quiroga —ocurrida al regresar de aquella misión al norte— eliminó al rival de mayor significación, cuya bandera parecía que había de ser la de la pronta organización constitucional del país; pocos años después —en 1838—, murió también Estanislao López en Santa Fe; y desde entonces no hubo en el interior quien pudiera rivalizar con el gobernador de Buenos Aires, que ejercía autoridad sobre todo el país sometiendo progresivamente a los caudillos con amenazas, con promesas o con dádivas. “He aquí, pues —escribía Sarmiento en 1845, en Facundo—, la república unitarizada, sometida toda ella al arbitrio de Rosas; la antigua cuestión de los partidos de la ciudad, desnaturalizada; cambiado el sentido de las palabras, e introducido el régimen de la estancia de ganados, en la administración de la república más guerrera, más entusiasta por la libertad, y que más sacrificios hizo por conseguirla. La muerte de López le entrega a Santa Fe; la de los Reinafé, a Córdoba; la de Facundo, las ocho provincias de la falda de los Andes. Para tomar posesión de todas ellas, bastáronle algunos obsequios personales, algunas cartas amistosas y alguna erogación del erario.” De este modo llegó a conformarse un estado nacional de singulares características, basado en el sistema de los pactos y en la autoridad de hecho de un jefe omnipotente. Esto último, sobre todo, porque, carente de forma legal el Estado rosista, no era sino la proyección de una situación de poder.

Es altamente sugestivo el análisis de los caracteres de esta situación y de la concepción del poder que ella entraña. Inteligente, pero sobre todo sagaz en grado sumo y profundo conocedor de la psicología de las masas populares criollas, Rosas había conseguido crear en ellas la arraigada convicción de su derecho natural al ejercicio de la autoridad. Sólo él parecía capaz de restaurar las formas tradicionales de vida y, sobre todo, de poner fin a las contiendas civiles; y esta creencia —que pudo creerse nacida en el círculo de los incondicionales— se corroboró con el plebiscito que Rosas exigió que se hiciera antes de aceptar la suma del poder público; era ésa, en efecto, la creencia general, y el prestigio se tornó muy pronto en idolatría, sin que faltara el resabio mágico que apuntara el origen misterioso de su poder:

    El, con su talento y ciencia,

tiene la Patria segura,

y es por esto que le ayuda

la Divina Providencia.

Así cantaba el pueblo y procuraba hacerlo creer el propio Rosas, cuya imagen aparecía en los templos para recibir el homenaje popular. Esta vaga conciencia de la fuerza que respaldaba su autoridad facilitó el tránsito hacia la autocracia; nadie ni nada torcía su voluntad ni alcanzaba a influir decisivamente en sus resoluciones. “Durante presidí [sic] el gobierno de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley —escribía en 1870—, goberné según mi conciencia. Soy, pues, el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como de los malos, de mis errores y de mis aciertos.” Y, en efecto, su peso llegó a ser tal que, años más tarde, podía decir su sobrino Lucio V. Mansilla que “entonces no había discusión, no había crítica, no había juicio”. Era el suyo un poder personal, independiente del que le otorgaban las leyes, y hasta tal punto estaba seguro de que sólo de él provenía su autoridad que insinuó alguna vez la posibilidad de trasmitirla a su hija Manuelita.

Excusado es decir que, pese a la amplia base popular en que se apoyaba, tenía Rosas numerosos y calificados enemigos. Los tuvo desde el primer momento en los rivadavianos, contra quienes levantó la bandera del federalismo; pero los tuvo luego en todos los sectores en donde primaba cierto sentido de la dignidad, obstáculo para la sumisión que él exigía. Con todos esos enemigos fue Rosas implacable. Muchos huyeron al extranjero y muchos sufrieron las más violentas persecuciones: “El historiador a quien quepa la tarea de narrar sus hechos —dirá Paz— se verá en conflictos para no darles la apariencia de exageraciones, y la posteridad tendrá trabajo en persuadirse de que es posible lo que nosotros hemos visto.” Gracias a esta violencia, gracias a la habilidad con que manejó los instintos y tendencias de las masas criollas, Rosas consiguió la aparente unanimidad de las opiniones en su favor. Quien no estaba incondicionalmente con él, era su enemigo, era un “salvaje, asqueroso unitario”. Porque, en efecto, Rosas consiguió infundir en el ánimo popular la convicción de que todos sus enemigos —entre los que había federales doctrinarios y muchos antiguos unitarios convencidos luego de las ventajas de la federación— constituían un solo grupo caracterizado por su centralismo irreductible y su extranjerismo anticriollo. Y estas calidades eran, precisamente, las que las masas populares parecían odiar más.

En realidad, la orientación ideológica de Rosas entroncaba de modo directo con la línea antiliberal que se había advertido, como un resabio de la Colonia, desde los días de Mayo. “¿Dónde, pues —escribía Sarmiento—, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de la tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la estancia de ganados en que ha pasado toda su vida, y en la inquisición, en cuya tradición ha sido educado.” No se engañaba el autor de Facundo; el movimiento rosista no era sólo la culminación del movimiento secesionista —más que federal en sentido estricto– que había aparecido después de 1810, sino también la cristalización del movimiento antiliberal que arraigaba en la tradición autoritaria de la Colonia y se mantenía con vigor en las masas rurales.

Bien se advierten estas tendencias analizando las consignas que lanzó con éxito innegable. La defensa de la fe católica había sido la voz de orden de Quiroga —cuyo lema era “religión o muerte”— y constituía, en apariencia, una de las finalidades fundamentales de la dictadura. Habían sido los ultramontanos, como el doctor Tagle y el padre Castañeda, quienes habían luchado más por la entronización de Rosas, y el partido de sus fieles se conoció con el nombre de “los apostólicos”; y cuando se quería caracterizar a sus enemigos, se decía que eran

de religión libertinos,

herejes que han blasfemado

de lo más santo y sagrado

de nuestro culto divino.

En el fondo, esta reacción ultramontana no era sino un aspecto de la reacción antiliberal, que se advirtió después de la revolución de 1830 en Francia. Todo cuanto recordara la doctrina de los hombres de la Ilustración —de quienes eran herederos directos los rivadavianos— merecía la más violenta condenación de los rosistas, y es demostrativa y concluyente la frase de general Mansilla a su hijo Lucio, el día que lo descubrió leyendo a Rousseau: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de Rosas, no lee el Contrato social si se ha de quedar en el país, o se va de él si quiere leerlo con provecho.” Este antiliberalismo —visible en las tendencias políticas y económicas que puso de manifiesto Rosas en su largo gobierno— se confundía con la reacción criolla. Si se lo llamó “restaurador de las leyes” no fue tanto porque se viera en él, precisamente, el defensor de las normas legales, sino porque se lo adivinaba abanderado de la tradición vernácula, y celoso de la defensa de un tipo de vida que parecía condenado a la extinción. Así se explica la política xenófoba de Rosas, compatible, empero, con su alianza con los gobiernos de los países interesados en el comercio con los estancieros y los saladeros; y se explica, sobre todo, la adhesión de las masas populares, orgullosas de su “americanismo”, antiprogresistas por tradición y por inercia, y engreídas con la superioridad de sus virtudes de pueblo pastor: el coraje y la destreza.

Con estas tendencias dio Rosas a su política una innegable base popular, y este apoyo le permitió al omnipotente gobernador de Buenos Aires y propietario de su puerto imponer su autoridad sobre la Confederación, forma elemental con que encuadraba su concepción del Estado nacional. Sin duda, como decía Sarmiento, unificó al país; pero agotó las posibilidades de ese régimen con el largo ejercicio de su autoridad, y despertó, poco a poco, el anhelo de ver cristalizar esa unidad en un sistema político de sólidas bases constitucionales. No podría negarse, pese a los matices de barbarie con que oscureció su obra de gobierno, que cumplió una misión, aunque —bien es cierto— hubiera podido realizarla de otra manera si no hubieran obrado en él con tanta violencia los prejuicios y los rencores.

El temor de Moreno y de Monteagudo ante los primeros signos del movimiento federal se cumplieron entonces: la federación, en cuanto incluía un ideal nativo de libertad indómita, condujo al despotismo. Con Rosas triunfó el sentimiento autoritario que se ocultaba en los repliegues del alma criolla, y triunfó la tesis federal, porque el temor de un nuevo Rosas enseñó a los antiguos unitarios intransigentes a valorar el auténtico sentimiento localista de las masas populares. Todo concurría ya —desde la ascensión de Rosas al poder en 1835— a señalar las ventajas de una política conciliatoria entre las antiguas posiciones antagónicas. Y cuando, sobre las ruinas del Estado rivadaviano, se levantaba el edificio de la autocracia rosista, comenzó a elaborarse esa doctrina, por obra de los espíritus más esclarecidos, del país, casi todos ellos proscritos en tierra extranjera.

V
El pensamiento conciliador y la organización nacional

Desde el instante mismo en que se inicia la guerra sin cuartel entre unitarios y federales —dos concepciones de la vida más que dos doctrinas políticas—comienza a germinar en algunos espíritus esclarecidos y refractarios a los prejuicios dogmáticos la certidumbre de que es necesario replantear el problema político y social que agobia al país. Aunque es innegable que tuvo precursores, corresponde a la joven generación de 1837 el mérito de haber descubierto el camino de salvación, gracias a su actitud inicial de dirigir la mirada escrutadora hacia la realidad y la experiencia; allí encontraría los datos para una interpretación más justa y desapasionada del problema argentino, y de ella recogería las inspiraciones para postular una política renovadora y vivificante.

Esta nueva interpretación de la realidad y esta nueva política postulada para el futuro triunfaron al fin: estaban arraigadas en los hombres que abatieron a Rosas en 1852 y cristalizaron en la Constitución Nacional sancionada el año siguiente. Luego, cuando la provincia de Buenos Aires se separó de la Confederación, pareció que el abismo iba a abrirse de nuevo; pero la comunidad de principios se sobrepuso a la oposición de los intereses circunstanciales, y se halló al fin la definitiva fórmula de conciliación que permitió consolidar la unidad nacional bajo la presidencia de Bartolomé Mitre.

La acción de los tres primeros presidentes constitucionales de la nación unificada —desde 1862 hasta 1880— no fue sino la realización de la política postulada por aquel movimiento que se inició en 1837. Un ciclo se cumplía en la vida argentina, tras la lenta y difícil acomodación de las instituciones a la realidad.

El llamado a la realidad

La llegada de Rosas al poder en 1835 significó un rudo golpe para los hombres de los grupos ilustrados. Sinceros y tenaces, habían luchado por los derechos del pueblo y habían querido conducirlo por un atajo hacia una existencia digna y responsable; pero el pueblo había levantado contra ellos sus propias e irreductibles reivindicaciones y prefirió con categórica decisión al hombre que consideraba genuino intérprete de su propia concepción de la vida: el plebiscito por el que se ratificaba la concesión de la suma del poder público a Rosas no dejaba lugar a dudas en cuanto a este hecho decisivo para la vida argentina.

La primera reacción en las minorías ilustradas fue un incontenible sentimiento de desprecio por ese pueblo que forjaba sus propias cadenas; pero no fue la única reacción. El hecho incontestable despertó de su sueño a los espíritus más agudos y los indujo a reflexionar sobre su significación. Y a la luz de las doctrinas sociológicas que por entonces se difundían desde Francia, los hombres de pensamiento descubrieron la existencia de un enigma previo a todo planteo político: el enigma de la realidad social.

Los viejos unitarios, irreductibles y enceguecidos, creyeron que el intento de comprender la realidad emprendido por algunos suponía una traición. Los hechos demostrarían más tarde que no era así. Y cuando Juan Bautista Alberdi, en 1837, afirmaba —en el Fragmento preliminar al estudio del derecho— que Rosas era “un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo”, no hacía sino expresar el resultado de un atento análisis que, lejos de conducirlo a una transacción, debía llevarlo a postular una política de largo alcance contra el tirano, contra la tiranía y contra las circunstancias que hacían posible su existencia.

“Hemos pedido, pues, a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual —decía Alberdi refiriéndose al de Rosas—: la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo.” A sus ojos —y a los de todos los jóvenes de su generación— el hecho político tenía el mero valor de un síntoma; lo importante era saber qué fuerzas se movían en lo profundo para provocar ese hecho. Había triunfado la mayoría, y la preocupación fundamental debía ser, de entonces en adelante, conocer a ciencia cierta cuáles eran los caracteres sociológicos de esa mayoría. Ahora revelaba su esencial naturaleza y manifestaba su auténtica voluntad: “Una nueva era se abre para los pueblos de Sud América —señalaba Alberdi en el Fragmento preliminar—, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico por lo nacional; del plagio por la espontaneidad; de lo extemporáneo por lo oportuno; del entusiasmo por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría sobre la minoría popular.” Con ejemplar heroísmo intelectual, la joven generación de 1837 se disponía a rechazar la tradición en que se había formado para forjar una doctrina qué no condujera a los extravíos que ahora debían purgarse; porque todo parecía indicar el fracaso de la noble generación que la había precedido.

No por explicable resultaba menos rotundo y desgraciado ese fracaso de los sostenedores de la democracia doctrinaria. “¿Qué había de suceder —decía Sarmiento en Facundo— cuando las bases de gobierno, la fe política que le había dado la Europa estaban plagadas de errores, de teorías absurdas y engañosas, de malos principios; porque sus hombres políticos no tenían obligación de saber más que los grandes hombres de la Europa, que hasta entonces no sabían nada definitivo en materia de organización política?” Era, en efecto, consecuencia del remedo fiel del pensamiento político europeo del siglo xviii lo que estaba ocurriendo; y Alberdi señalaba en qué consistían los excesos que habíamos heredado: “En haber comprendido el pensamiento puro, la idea primitiva del cristianismo y el sentimiento religioso, bajo los ataques contra la forma católica. En haber proclamado el dogma de la voluntad pura del pueblo, sin restricción ni límite. En haber difundido la doctrina del materialismo puro de la naturaleza humana.” Otra cosa exigía nuestra realidad, que los sostenedores de la democracia doctrinaria no supieron ver, y el pueblo —el pueblo bienamado de Moreno y de Rivadavia—. abandonaba a sus tutores para doblegarse ante sus amos, porque veía en estos últimos una simpática afinidad.

Para la nueva generación que surgía, el cargo más grave que podía hacerse contra los hombres de la Revolución de Mayo y del unitarismo consistía en su ceguera para descubrir los problemas económicos y sociales del país. Habían creído que bastaba la impostación de las fórmulas institucionales para encauzar la vida nacional; y la dura realidad había desbordado los carriles trazados con su exuberante vitalidad, con sus apetitos y, sus ideales espontáneos. Ahora no había sino aceptar las consecuencias del error y preparar lentamente lo que llamaban la “regeneración” del país. Había que sumergirse en la realidad argentina y beber en ella la lección que fecundaría los esfuerzos. Proscripto en Chile, escribía Sarmiento en el Facundo: “Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.” Y, casi al mismo tiempo, decía Esteban Echeverría, emigrado en Montevideo, en el Dogma socialista: “El punto de arranque, como decíamos nosotros, para el deslinde de estas cuestiones, deben ser nuestras leyes, nuestras costumbres, nuestro estado social; determinar primero lo que somos, y aplicando los principios, buscar lo que debemos ser, hacia qué punto debemos gradualmente encaminarnos… No salir del terreno práctico, no perderse en abstracciones; tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad…”

Esta fue la grande y duradera lección que proporcionó a los espíritus reflexivos el triunfo de la línea política de la democracia inorgánica, que había desembocado, finalmente, en la dictadura de Rosas. Fue dura y provechosa. Quienes la aprendieron y forjaron su pensamiento al calor de sus enseñanzas serían los triunfadores de Caseros, los constructores de la nación unificada, los artífices de su estructura institucional, sólida en la medida en que era legítima.

La nueva interpretación de la realidad

Ya en la primera generación de proscriptos —la de los antiguos unitarios que habían empezado a emigrar desde 1829— comenzó a hacerse carne la certeza de que el complejo de ideas que Rosas representaba correspondía exactamente a los sentimientos de la mayoría del país. El odio contra Rosas era en ellos violento e incontenible, pero la experiencia pareció enseñarles que toda acción sería inútil si no se concedía a las masas populares la satisfacción de sus ideales políticos espontáneos. Esta actitud llevó a los emigrados a orientar su acción en dos direcciones; por una parte, trataron de reconquistar la perdida simpatía popular aceptando la bandera de la federación; por otra, concentraron sus fuegos en la persona de Rosas, a quien acusaban de haber dominado y envilecido a su pueblo. Juan Cruz Varela, uno de los espíritus más ilustres de la primera emigración, decía en 1838:

A fuer de cobarde y aleve asesino,

espiaba el momento que al pueblo argentino

postrado dejara discordia civil;

y al verle vencido por su propia fuerza,

le asalta, le oprime, le burla, y se esfuerza

en que arrastre esclavo cadena servil.

Pero si el tirano merecía el odio eterno, las masas que lo seguían porque veían en él un genuino defensor de sus ideales parecieron a los unitarios dignas de ser tenidas en cuenta. Desde el momento en que se comenzó a preparar la invasión desde Montevideo —en 1839— la doctrina oficial de su jefe, el general Juan Lavalle, fue el reconocimiento de que la federación era el clamor universal; y pese a su recóndita convicción, declaró en su proclama del 2 de setiembre: “No traigo recuerdos: he arrojado mis tradiciones; yo no quiero opiniones que no pertenezcan a la nación entera. Federal o unitario, seré lo que me imponga el pueblo.” Esta doctrina quedó expresada más categóricamente aún al dirigirse Lavalle al Congreso de Paraná pocos días después: “Diez años de destierro y sufrimiento —decía en ese documento— me han aleccionado, Honorables Representantes, sobre los verdaderos intereses de la República. Os juro ante Dios y la Patria que no abrigo ninguna ambición personal; y que aspiro sólo, después de la victoria, a deponer mi espada en las aras de la Libertad, a obedecer ciegamente la voluntad nacional del pueblo, único soberano, y a trabajar con toda mi influencia en favor de la organización de la república, bajo el sistema representativo federal, que es el que ha sancionado el voto de la Nación.”

Esta tesis mereció ciertas objeciones por parte de algunos de los emigrados, pero quedó consagrada y el viejo unitarismo no volvió a levantar cabeza en cuanto doctrina absoluta. Dejó, eso sí, como secuela de su fracaso, un secreto y profundo desprecio por las masas ignorantes que los unitarios no habían sabido interpretar ni conducir; por el pueblo, “el ídolo que endiosaba y menospreciaba a un tiempo”, como diría Echeverría en 1846. Y de la larga lucha, quedó también un planteo algo simplista del problema político argentino, reducido, a los ojos de los jefes de la primera emigración, a dos puntos fundamentales: la eliminación de Rosas, por una parte, y el cambio de consigna para ganar el apoyo popular.

Muy otra, en cambio, fue la actitud de la segunda generación de los proscriptos, la que se conoce en la historia del pensamiento argentino con el nombre de generación de 1837. También aprendieron sus componentes la dura lección del triunfo del tirano, pero supieron sacar más ricas y prometedoras enseñanzas. El problema no radicaba, para ellos, en la persona de Rosas. “Los gobiernos —decía Alberdi— no son jamás, pues, sino la obra y el fruto de las sociedades: reflejan el carácter del pueblo que los cría… Nada, pues, más estúpido y brutal que la doctrina del asesinato político.” Ni siquiera consistía en la creación de una nueva situación de hecho mediante una victoria militar: “Si mañana cayese Rosas —escribía Echeverría— y nos llamase el poder… ¿qué programa de porvenir presentaríamos que satisficiese las necesidades del país, sin un conocimiento completo de su modo de ser como pueblo?” En eso radicaba el verdadero problema; en desentrañar el secreto de esa sociedad que los unitarios habían ignorado y que Rosas parecía interpretar fielmente, aunque fuera para explotarla en su provecho.

Esa fue la tarea que se propuso la generación de 1837. El Salón literario, organizado ese mismo año en la librería de Marcos Sastre, congregó a los espíritus más inquietos de la apacible Buenos Aires para discutir los problemas literarios y sociales más apasionantes; fueron Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, Miguel Cané y muchos otros. Allí se leyó La cautiva de Echeverría y se comentó el Fragmento preliminar al estudio del derecho de Alberdi; pero, sobre todo, se comenzó a reflexionar sobre los problemas del país a la luz de las ideas del sansimonismo francés, y esta vocación política del grupo juvenil provocó la clausura del Salón por orden de Rosas. Sin embargo, los jóvenes persistieron en su afán de difundir un nuevo pensamiento. En varios periódicos —La moda, El semanario de Buenos Aires, El iniciador y otros luego— se habló de literatura romántica y se dio cuenta del movimiento social europeo, representado en forma eminente por Saint-Simon y por Mazzini. Pero eso no bastaba a los jóvenes de la nueva generación, y su militancia se organizó, en fin, por medio de una sociedad secreta: la Asociación de la joven generación argentina, constituida por los miembros del extinguido Salón literario en 1838. De esta asociación salió un documento fundamental: la Creencia o Credo, que redactaron Echeverría y Alberdi, y que luego, en 1846, recogió el primero con el nombre de Dogma socialista; en él se echaban las bases de un vasto sistema de ideas que constituyó el núcleo del pensamiento conciliador que condujo a la organización nacional. Estrechamente vinculado a las ideas de la Asociación, Domingo Faustino Sarmiento escribió en Chile, en 1845, el Facundo, o Civilización y barbarie, que completa el cuadro de este extraordinario florecimiento intelectual provocado por la tiranía rosista.

Si el pensamiento de esta generación es bastante claro en cuanto propone una política constructiva para el futuro, no lo es menos en cuanto significa una interpretación de la realidad nacional; y si esa política propugnada fue eficaz se debió sobre todo a que la interpretación de la realidad era justa y profunda. Nada o casi nada de lo que en esa realidad era decisivo y fundamental se ocultó a su análisis, y el examen severo de sus diversos elementos proporcionó una imagen clara de la sustancia de la nación, imagen esquematizada acaso, pero fiel en lo primordial y significativo. La Argentina criolla estaba palpitante en la obra de los hombres de 1837, con sus virtudes y defectos, con su virtual grandeza en crudo contraste con la poquedad que mostraba el presente; y este esfuerzo gigantesco en pos del enigma argentino les proporcionó, cuando hubo llegado la hora de la acción, un conocimiento profundo de la naturaleza de la arcilla que debían modelar.

Seguramente, fue la discriminación entre lo político y lo social el mérito mayor de esta generación. Bajo la influencia del pensamiento francés —de Saint Simon, de Fourier, de Leroux, de Lamennais, de Lerminier— y, en parte, del pensamiento alemán —Hegel y Savigny— que les llegaba a través de algunos de aquellos sectores franceses, los hombres de 1837 advirtieron que las soluciones políticas carecían de fundamento si no se analizaba a fondo la realidad social. Alberdi seguía a Savigny —a través de Lerminier— en el Fragmento preliminar, cuando afirmaba que era nefasto todo trasplante del derecho; y Echeverría se mostraba discípulo fidelísimo de Leroux cuando analizaba los fenómenos de la realidad y preconizaba soluciones adecuadas al medio. Acaso las sugestiones prácticas pesaron poco en la programación de una política; pero sin duda pesó mucho, y decisivamente, el descubrimiento de que, bajo los problemas políticos, latían problemas sociales y económicos que solían determinarlos.

Movidos por esta convicción, los hombres de 1837 se lanzaron a indagar los caracteres de nuestra realidad social. Muy pronto advirtieron que eran dos concepciones de la vida y no dos doctrinas políticas, lo que se ocultaba en el duelo entre federación y unidad. “Puede decirse —escribía Echeverría— que en el año 29 comenzó la guerra social, es decir, la guerra entre dos principios opuestos: entre el principio de progreso, asociación y libertad, y el principio antisocial y anárquico de statu quo, ignorancia y tiranía. Ambos aspiraban al poder y a la iniciativa social, y de ahí nació, la lucha que aún hoy nos despedaza.” Esta concepción dialéctica fue desarrollada por Sarmiento en Facundo. Cada uno de esos dos principios se encarnaba, a sus ojos, en una forma de existencia: el primero en la vida urbana y el segundo en la rural: “El siglo xix y el siglo xii viven juntos: el uno, dentro de las ciudades; el otro, en las campañas?’ Expresó esta antinomia en su fórmula tajante de “civilización y barbarie”, porque sólo veía en los campos argentinos resabios primitivos que aborrecía y, en cambio, creía distinguir en los centros poblados —y sobre todo en Buenos Aires— la simiente de la vida civilizada.

Esta tesis fue una vez compartida y otra desechan por Alberdi. En 1839 aconsejaba al general Lavalle dirigir sus fuerzas directamente sobre Buenos Aires: “Los fines —decía— son la libertad, la dignidad, la regeneración del país. En ninguna parte es conocida la importancia de estas cosas, sentida su necesidad, deseada, en consecuencia, como en la capital.” Y agregaba más adelante: “Ya la campaña ha sometido dos veces al pueblo: si hoy se sirve de ella para someterlo una tercera vez, se completará la opinión de que ella es la señora del pueblo: el peor y más funesto convencimiento en que pudiera caer. Es menester no perder de vista jamás que. el pueblo representa mejor el principio progresivo, y la campaña el principio estacionario. Cada vez, pues, que sea menester procurar una victoria al primero, se debe dar la iniciativa al pueblo.” En el ardor de la polémica con Sarmiento, sostuvo más tarde —en la tercera carta que escribió desde Quillota— que esa discriminación era arbitraria; pero toda su programación política de las Bases concuerda con sus opiniones primeras, que eran, por otra parte, las de todos los hombres de su generación.

No constituía un enigma cuál era la estructura social de las ciudades y, en especial, de Buenos Aires; lo era, en cambio, la naturaleza propia de la vida rural, y a desentrañar su secreto consagró Sarmiento su Facundo. “Tintura asiática” descubría en las vastas llanuras, y sorprendentes analogías creía hallar en la vida que en ellas se desarrollaba con la de los beduinos. La raza, los hábitos, las peculiaridades de sus pobladores, todo mereció su atención, porque veía en ello la explicación de los fenómenos decisivos de nuestra historia. Pero nada trabajó tanto su ánimo como el espectáculo de las formas de sociabilidad que descubría en las vastas llanuras argentinas. Allí se formaba espontánea y naturalmente el espíritu de la montonera, la banda armada que seguía al caudillo y lo elevaba al poder. “Así es cómo en la vida argentina empieza a establecerse por estas peculiaridades, el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debates.”

Esta llanura condicionaba el destino del país. “El mal que aqueja a la República Argentina —decía— es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas.” Esta extensión era la que impediría por mucho tiempo el triunfo de la civilización, porque la acción de las ciudades “esparcidas, aquí y allá”, no podía proyectarse en las inmensidades de la pampa debido a su escaso desarrollo y a su poca población. Esas ciudades, sin embargo, eran, para Sarmiento y para los hombres ilustrados de su generación, la única esperanza; “allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos”. En el fondo, la ciudad era para ellos la civilización europea, la antípoda del criollismo, el baluarte del progreso, concebido como aniquilamiento de las formas vernáculas de la existencia americana.

Sarmiento señalaba el contraste entre las dos formas de vida, la oposición consciente entre el hombre de la ciudad y el hombre del campo. “Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aun hay más; el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña.” Así se presentaba a sus ojos la oposición entre la civilización y la barbarie.

Sin embargo, acaso hubiera en esa formulación —como luego diría Alberdi— cierto esquematismo. Cuando afirmaba éste, en las Cartas quillotanas, que “la localización de la civilización en las ciudades y la barbarie en las campañas es un error de historia y de observación”, intentaba defender el significado del elemento rural; pero, al mismo tiempo, dejaba entrever que en su opinión, había también en las ciudades ciertos resabios coloniales que constituían serios obstáculos para el progreso. Esteban Echeverría aportó, en este sentido, una observación preciosa: en El matadero describió con vivo realismo la vida del suburbio, donde el elemento social se manifiesta con caracteres mixtos, urbanos y rurales; advierte Echeverría en ese elemento suburbano la perpetuación de ciertas formas de vida y ciertos hábitos campesinos mezclados con la beligerante hostilidad hacia las formas de vida urbana, que, sin embargo, compartía en algunos de sus aspectos formales; era ese sector social el que condensaba más categóricamente la resistencia contra la concepción progresista y civilizada, porque actuaba en forma directa sobre la ciudad, en tanto que el elemento rural sólo lo hacía de manera circunstancial. “Los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina…”, escribía Echeverría, y señalaba con ello cómo el suburbio introducía el sentimiento de la democracia inorgánica en la ciudad europeizada.

Así, con el aporte de diversas observaciones, descubría la generación de 1837 la cruda realidad social que había mostrado sus secretos con el triunfo de Rosas. No menos sagaz fue su intento de indagar la naturaleza del proceso político que se había desenvuelto desde la Revolución de Mayo. Si la observación de la realidad y el afán de determinar una política eficaz llevaron a los jóvenes ilustrados de 1837 a reconocer la importancia que habían tenido las masas, nada pude impedir que se mantuviera cierto desdén aristocrático por el pueblo, traducido en la opinión, harto generalizada, de que era necesario reducir en el futuro la influencia que ejercía sobre la vida política. “Necesitaban al pueblo —decía Echeverría refiriéndose a los hombres de la Revolución— para despejar de enemigos el campo donde debía germinar la semilla de la libertad, y lo declararon soberano sin límites… Pero estando de hecho el pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto. La soberanía era un derecho adquirido a costa de su sangre y de su heroísmo. Los ambiciosos y malvados, para dominar, atizaron a menudo sus instintos retrógrados y lo arrastraron a hollar las leyes que como soberano había dictado; a derribar gobiernos constituidos, a anarquizar y trastornar el orden social; y a entregarse sin freno a los caprichos de su voluntad y al desagravio violento de sus antipatías irracionales. El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido, y acabar por la sanción y establecimiento del despotismo.” Había sido el sufragio universal otorgado a las masas ignorantes, lo que había producido, a los ojos de esta nueva generación, ese predominio de los grupos inferiores sobre las minorías ilustradas. “¿En qué erró el partido unitario?”, preguntaba Echeverría en una de sus cartas polémicas a De Angelis; y se respondía: “En que dio el sufragio y la lanza al proletario, y puso así los destinos del país a merced de la muchedumbre.” A esa misma conclusión llegaba Alberdi, cuando escribía a Juan María Gutiérrez, refiriéndose a la ley de 1821 que establecía el sufragio universal en la provincia de Buenos Aires: “Ha dado éste [el sistema] el fruto que dio entonces y que dará siempre, mientras se lo llama a elegir al populacho, el populacho elegirá niños que dicen lindas frases.” Y ese sufragio universal —que condenaban los hombres de 1837— era la más alta creación política de los unitarios, quienes caían así vilipendiados por su utopismo. y su insensibilidad para captar los secretos de la realidad inmediata.

Esta concepción del pueblo en cuanto ente político se proyectaba sobre la interpretación de los partidos tradicionales. El partido federal significaba, a los ojos de la juventud ilustrada, no sólo la concreción del localismo, sino también la perduración de las formas coloniales de vida. Fue Echeverría quien calificó de contrarrevolución al régimen rosista, porque veía en él un despertar del sistema abolido por la revolución de 1810, cuyos ideales, en cambio, abrazaba el unitarismo. “Quizá llegue el día —apuntaba en El matadero— en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros abuelos, que por desgracia vino a turbar la Revolución de Mayo.” La generación de 1837 se consideraba sucesora de los ideales de Mayo, pero repudiaba del unitarismo los medios puestos en práctica para hacer triunfar sus concepciones; lo veía esterilizado por su ciega adhesión a los principios, y su incapacidad para adaptarlos a las necesidades reales; lo veía incapaz para afrontar la transformación de la realidad social argentina; y Alberdi criticaba acerbamente la constitución de 1826 porque “desatendía las necesidades económicas de la República, de cuya satisfacción depende todo su porvenir”, y a Rivadavia porque “organizó el desquicio del gobierno argentino”. Así, diferentes en orientación y en contenido, los partidos tradicionales no representaban, para los hombres de 1837, sino aspectos parciales de la realidad social: de las masas antiprogresistas el federal, de las minorías utopistas el unitario. Sólo complementando ambas posiciones, sólo conciliando la realidad nacional y los ideales doctrinarios sería posible salir del estancamiento a que conducía el triunfo de cualquiera de los dos partidos. Y esta conciliación era ya imposible por parte de ellos mismos, porque el largo duelo había cargado de resentimiento a sus hombres, y una sorda intolerancia se había desatado en ambas facciones.

Con todo, una mayor simpatía se manifestaba en los jóvenes de 1837 por el partido unitario. Defensores obstinados del ideal nacional, transigían con la tendencia localista del federalismo, siempre que ésta se encuadrara dentro de un sistema institucional que no pusiera en peligro la unidad del país, tal como lo habían sostenido algunos unitarios, y sobre todo, el propio Rivadavia. Por eso estaban más próximos a éstos que, además, habían sido sus guías y predecesores en el campo doctrinario. Y con innegable objetividad, no vacilaban en reconocer que Rosas había realizado a su modo la unificación del país, como lo declaraba explícitamente Sarmiento. Un fracaso total caracterizaba, pues, a sus ojos, la política de los partidos tradicionales, y si podían sacarse de sus actos múltiples enseñanzas, eran éstas las que se derivaban precisamente de los errores cometidos; porque los dos principios en lucha —aquellos que señalaban Echeverría, Alberdi y Sarmiento— se habían encarnado en grupos antagónicos sin que se descubriera que ambos eran elementos vitales de la realidad, a los cuales resultaba imposible eliminar sin que sucumbiera el cuerpo mismo de la nación. Era, pues, necesaria, otra política.

Esta —que la generación de 1837 postuló con precisión— no podía esbozarse sin conocer, además de la estructura social del país, los contenidos espirituales de las masas populares; era esos contenidos los que vivificaban aquellos dos principios y los partidos políticos en que se manifestaban en forma militante.

Dos tradiciones parecían hallarse en lucha en todo el proceso histórico desarrollado desde la revolución: la hispanocriolla, heredada y conservada con vigor por las masas rurales y los grupos conservadores, y la europea —francesa especialmente— adoptada con ciega adhesión por las minorías ilustradas. “Los brazos de la España no nos oprimen —escribía Echeverría—, pero sus tradiciones nos abruman.” Fortalecida en la conciencia de la masa, en cuanto caudal vernáculo frente a la ofensiva de las ideas extranjeras, la tradición hispanocriolla se hizo violenta y recalcitrante. Los grupos ilustrados creyeron que caería arrastrada por la emancipación, mas se sorprendieron al ver que resistía a los embates de la prédica doctrinaria, y no atinaron sino a combatirla de frente, con ingenua suficiencia. Las creencias religiosas constituyeron el núcleo de la resistencia; frente al liberalismo, que se manifestaba en algunos como irreligiosidad, las masas y el clero que las acaudillaba espiritualmente reaccionaron con violencia. Ya durante la guerra de la independencia las poblaciones del norte se alejaron de la Revolución porque veían en ella nada más que ateísmo; y este odio —patente más tarde en la prédica del Padre Castañeda contra Rivadavia— se encarnó luego en los unitarios, “cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país —dice Echeverría— la inundación de la cólera divina”. La generación de 1837 advirtió el error de los hombres de la Revolución y de los unitarios. “¿Creéis, vosotros que habéis estado en el poder —escribía Echeverría— que si el sentimiento religioso se hubiera debidamente cultivado en nuestro país, ya que no se daba enseñanza al pueblo, Rosas lo habría depravado tan fácilmente, ni encontrado en él instrumentos tan dóciles para ese barbarismo antropófago que tanto infama al nombre argentino?” No se equivocaba, porque tan arraigado como el sentimiento localista y los hábitos rurales estaban estas formas fanáticas de religiosidad que el pensamiento liberal había ignorado como ignoró aquellos otros caracteres.

Así, en todos los aspectos de la realidad, el examen de los hombres de 1837 fue agudo y sagaz. El resultado fue la postulación de una política conciliatoria y basada en la realidad, y, al cabo, del tiempo, esa política triunfó porque trataba de abrazar todos los elementos del complejo social.

La postulación de una política realista y conciliatoria

Las ideas fundamentales de esa política aparecen expuestas en algunos libros que fueron decisivos en la evolución del pensamiento argentino. Domingo Faustino Sarmiento las desarrolló en Facundo, en Argirópolis, en Educación popular, en Las ciento y una; Juan Bautista Alberdi en Las bases y en las Cartas quillotanas; Esteban Echeverría en el Dogma socialista; y aún podrían citarse numerosos estudios menores y artículos de periódicos en los que asomaba la constante preocupación por precisar las ideas que deberían guiar la acción después de la caída del tirano.

“Las teorías son todo —escribía Echeverría—; los hechos por sí solos poco importan. ¿Qué es un hecho político funesto? El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en bienes? El de ideas maduras y ciertas.” Esta convicción, arraigada entre los proscriptos, les prestó ánimo para elaborar el sistema de ideas que, traducido en hechos, orientaría el porvenir de la patria lejana. Pero la experiencia de los teóricos del liberalismo y el unitarismo les enseñó que ese bagaje doctrinario serviría de poco si no se ajustaba a la realidad; Alberdi había escrito: “… la forma de gobierno es una cosa normal, un resultado fatal de la respectiva situación moral e intelectual de un pueblo, y nada tiene de arbitraria y discrecional…”; y Echeverría señalaba el método a seguir: “examinar todas nuestras instituciones desde el punto de vista democrático; ver todo lo que se ha hecho en el transcurso de la revolución para organizar el poder social, y deducir de ese examen crítico vistas dogmáticas y completas para el porvenir, es la obra más grande que pueda emprenderse por ahora”.

Esta compenetración del pensamiento doctrinario y del análisis de la realidad histórica fue fecunda. Permitió discriminar el sentido del desarrollo social y político de la Argentina y fijó el significado de las corrientes que pugnaban por el predominio; y muy pronto quedó establecido un punto de partida firme para la programación de una política futura: el pensamiento de Mayo. “Quitad a Mayo —escribía Echeverría—, dejad subsistente la contrarrevolución dominante hoy en la República Argentina, y no habrá pueblo argentino, ni asociación libre destinada a progresar; no habrá democracia, sino despotismo.” La tiranía era, en efecto, una traición hecha al espíritu revolucionario, y esta consigna la traducía Mármol en verso tremolante:

    ¡Ah, Rosas! Nada hiciste por el eterno y santo

sublime juramento que Mayo pronunció;

por eso vilipendias y lo abominas tanto,

y hasta en sus tiernos hijos tu maldición cayó.

Hija de Mayo, ciertamente, se consideraba esa juventud que irrumpió en 1837 en el escenario político de Buenos Aires, “esa juventud —decía Sarmiento— que se esconde en sus libros europeos a estudiar en secreto, con su Sismondi, su Lerminier, su Tocqueville, sus revistas Británica, de Ambos Mundos, Enciclopédica, su Jouffroy, su Cousin, su Guizot”, y que descubrió un día que su vocación literaria y filosófica se nutría en una tradición que entonces era escarnecida y olvidada. Sin descuidar sus lecturas europeas, la juventud de 1837 volvió a Mayo para rastrear la huella del espíritu argentino, y la halló casi cubierta por el polvo del tiempo, pero firme y profunda; y animada por el ejemplo de sus mayores, se preparó para la lucha en la proscripción, y cumplió su deber poniendo su inteligencia al servicio de lo que llamó la “regeneración” del país.

Regenerar al país era, ante todo, no volver a caer en los viejos errores. Su punto de partida era claro: ni mera restauración de viejos idearios fracasados, ni exageradas concesiones a la realidad espontánea; la tarea debía ser lograr el triunfo de los ideales de progreso, sobre la base de la transformación previa de la realidad. Esta fórmula condujo el pensamiento político y social de la generación de 1837 y la encaminó hacia el éxito.

Un examen atento de la realidad había permitido sentar el principio fundamental de la política regeneradora: el mal de la Argentina era el desierto, y la consigna primera debía ser destruir ese mal en su raíz, facilitando las comunicaciones, poblando las vastas extensiones y multiplicando los centros urbanos. El viejo problema político se retrotraía a sus causas, y, como diría Sarmiento en su Carta de Yungay, “la cuestión necia de federales y de salvajes unitarios se transformó en una cuestión económica de navegación, de ríos, de vías de comunicación…” Las soluciones eran fáciles; en Facundo se señalaba como tarea fundamental del nuevo gobierno, que surgiría a la caída del tirano, la transformación del desierto por medio de la inmigración; “…el nuevo gobierno —decía Sarmiento— establecerá grandes asociaciones para introducir poblaciones y distribuirlas en territorios feraces, a orillas de los inmensos ríos, y en veinte años sucederá lo que en Norte América ha sucedido en igual tiempo: que se han levantado, como por encanto, ciudades, provincias y Estados en los desiertos en que poco antes pacían manadas de bisontes salvajes…” Así se fue concretando uno de los dogmas fundamentales de la regeneración del país, que Alberdi expresaría en frase famosa: “gobernar es poblar”; y en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, afirmaba categóricamente: “¿Cuál es la constitución que mejor conviene al desierto? La que sirve para hacerlo desaparecer; la que sirve para hacer que el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible, y se convierta en país poblado. Luego, éste debe ser el fin político, y no puede ser otro, de la constitución argentina…”

Esta política colonizadora no estaba destinada solamente a poblar; poblar era para los proscriptos promover la transformación social de los campos mediante el cruzamiento de las razas; porque estaba arraigado en su ánimo un fuerte prejuicio contra la raza hispánica, y suponían que el aporte de sangre anglosajona ejercería una poderosa influencia en la modificación de los hábitos y costumbres tradicionales. “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaríais la república ciertamente. No la realizaríais tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla, allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio y a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y de civilización.” Así decía Alberdi, celoso de ver cumplida la vieja profecía de la grandeza argentina, y dispuesto, como todos los hombres de su generación, a cumplir la ciclópea empresa de crear un país renovado por obra de una política racional y previsora. Es sabido cómo se realizó este anhelo y cómo se logró transformar por esta y otras vías la Argentina criolla.

Para el triunfo de esta política era imprescindible, antes que nada, la caída de Rosas. Vendría, sin duda, y Sarmiento se apresuraba a justipreciar históricamente los méritos del tirano, señalando que, a su modo, había realizado la unificación de la nación: “La idea de los unitarios está realizada; sólo está demás el tirano”, escribía en 1845. Y en efecto, sólo bastaba un último esfuerzo, y la generación de 1837 sostuvo la ventaja y la licitud de recurrir al apoyo de los pueblos civilizados de Europa para acabar con el tirano. A sus ojos, no pareció este propósito desleal para con el país; era la alianza de la civilización con la civilización, y estaba dentro de sus concepciones políticas el acabar con la barbarie a cualquier precio; sobre todo, se sentía la joven generación muy segura de sus planes políticos y no veía peligro alguno en el futuro, porque no habría marcha a tientas, sino segura orientación hacia sus ideales de civilización y progreso.

Una vez dueña la nación de sus destinos, una vez eliminado el déspota que la oprimía, el país debía marchar apresuradamente hacia su organización constitucional. Era ésta la más urgente labor a realizar, y para fijar los principios que debía regir esa constitución política reflexionaron y discutieron mucho los hombres de la proscripción.

Era necesario, a sus ojos, destruir a Rosas, pero era no menos urgente eliminar toda posibilidad de que volviera a resurgir un despotismo semejante; este peligro subsistiría de mantenerse el principio de soberanía total del pueblo, porque la mayoría —dada la situación social y espiritual del país— se hallaba incapacitada para el ejercicio reflexivo de la democracia representativa. Esta concepción de los hechos inclinó a algunos de los hombres de 1837 hacia una posición conservadora, hacia una especie de despotismo ilustrado. “La razón colectiva sólo es soberana —escribía Echeverría en el Dogma—, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional: la voluntad quiere; la razón examina, pesa y se decide. De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social. La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional. La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas ni de las mayorías; es el régimen de la razón.” Coincidía con Echeverría el autor de las Bases cuando trataba de imaginar un mecanismo que evitara los peligros del sufragio universal, afirmando que “sin una alteración grave en el sistema electoral habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos por la obra del sufragio”, y tal fue, en genera!, la posición de Sarmiento, López, Gutiérrez y otros calificados representantes de la proscripción, aunque hubo luego, en Buenos Aires, algunos que volvieron al viejo principio rivadaviano.

Sarmiento mismo creía en la posibilidad de polarizar los nobles sentimientos yacentes en el fondo del alma humana, y devolver a la sociedad, como elementos útiles, aun a aquellos que habían estado al lado del tirano. “Es desconocer mucho la naturaleza humana —escribía en Facundo— Creer que los pueblos se vuelven criminales, y que los hombres extraviados que asesinan, cuando hay un tirano que los impulse a ello, son en el fondo malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy se ceba en sangre por fanatismo, era ayer un devoto inocente y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen.” De esta actitud espiritual, que se manifestó en algunos hombres previsores, surgió una orientación política salvadora. Había que borrar la antinomia de federales y unitarios para encauzar las voluntades en otro sentido; había que formular nuevas consignas que concitaran el interés público por encima de los intereses y los odios facciosos; había, en fin, que establecer “una nueva entidad”, un partido nuevo que nada supiera de las luchas de ayer.

No era difícil descubrir la senda por donde encauzar a la nación. En cuanto representaban formas políticas definidas, tanto el unitarismo como el federalismo habían fracasado como formas puras; pero parecía evidente que había en ambas doctrinas elementos valiosos, y era necesario combinarlas en formas mixtas para salir de la encrucijada. Alberdi entreveía ya en 1837 la nueva edad de oro para su patria: “Alborea en el fondo de la Confederación Argentina, esto es, en la idea de una soberanía nacional que reúna las soberanías provinciales sin absorberlas en la unidad panteísta, que ha sido rechazada por las ideas y las bayonetas argentinas.” Este punto de vista fue sostenido por la Asociación de la joven generación, que declaró reconocer en cada uno de los partidos en lucha antecedentes legítimos y objetivos justificados; pero negó al mismo tiempo que fuera posible a cada uno de ellos predominar en absoluto y negó, sobre todo, que tuvieran derecho a imponer la carga de pasión que habían acumulado en la larga disputa. “La lógica de nuestra historia —escribía Echeverría— está pidiendo la existencia de un partido nuevo, cuya misión es adoptar lo que hay de legítimo en uno y otro partido, y consagrarse a encontrar la solución pacífica de todos nuestros problemas sociales con la clave de una síntesis más alta, más nacional y más completa que la suya, que satisfaciendo todas las necesidades legítimas, las abrace y las funda en su unidad.”

El partido nuevo fue el partido de la conciliación basada en el análisis de la realidad. La joven generación sopesó los aportes de las tendencias tradicionales, elaboró sus principios, propugnando la “abnegación” de las simpatías que puedan ligarnos a las dos grandes facciones”, y echó las bases de la organización del país dentro de las directivas de lo que Alberdi llamó “la república posible”.

Para lograrla, para no volver a caer en los abismos de la utopía, Alberdi recurrió a soluciones transaccionales, inspiradas en el pensamiento de la Asociación. Sus Bases no son sino un esfuerzo ciclópeo por hallar las fórmulas jurídicas de esa conciliación, que arrancarían del análisis de la realidad. Estaba convencido de que “la constitución que no es original es mala, porque debiendo ser la expresión de una combinación especial de hechos, de hombres y de cosas, debe ofrecer esencialmente la originalidad que afecte esa combinación en el país que ha de constituirse”. Y en mérito a esa convicción, buscó en el régimen mixto —con elementos de unidad y elementos de federación— la salida para la antinomia que había devorado la república. Era, en el fondo, la consagración legal de una situación de hecho, porque el Estado rosista había realizado ya —como lo reconocían sus propios enemigos— esa fusión de principios; sólo era necesario substituir a la despótica voluntad el imperio de la ley. Y este anhelo —antiguo en las minorías ilustradas— comenzó a ser, por obra de la experiencia, la aspiración general de todos los sectores del país, hartos de sangre y de opresión. Por eso encontró eco la voz de Urquiza y se impuso luego la doctrina conciliadora elaborada en las horas amargas de la proscripción.

Empero, bien sabían los espíritus reflexivos que la constitución no era todo. La constitución suponía la existencia de una nación consciente de sí misma, y la Argentina parecía por entonces no tener sino una imagen vaga de su naturaleza y algo como un viejo instinto irracional. Para los hombres de la proscripción pareció imprescindible e impostergable trabajar por el fortalecimiento de la conciencia nacional, único medio de dar vida y vigor a la constitución. “Una nación —había dicho Alberdi— no es una nación sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen.” Y agregaba: “Es preciso, pues, conquistar una filosofía para llegar a una nacionalidad.” Pero no era ésta empresa fácil. La nación que surgiera constituida por el esfuerzo de sus mejores hijos debía tratar —según los hombres de 1837— de contrarrestar la influencia de la tradición hispanocriolla; así pensaba Echeverría cuando escribía: “La emancipación social americana sólo podrá conseguirse repudiando la herencia que nos dejó España y concretando toda la acción de nuestras facultades al fin de constituir la sociabilidad americana.” Y como esa sociabilidad estaba integrada por “todos los elementos de la civilización: del elemento político, del filosófico, del religioso, del científico, del artístico, del industrial”, era necesario concebir nuevas formas en todos las aspectos de la convivencia y de la acción para infundir en la nacionalidad constituida una nueva fisonomía, una que se distinguiera de aquella tradición repudiada. El juicio era categórico en cuanto se refería a lo político: “Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana tal como salió formada de manos de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa…” Y no lo era menos en cuanto a lo religioso, que se presentaba a los ojos de los hombres de 1837 bajo las formas más odiosas del fanatismo y la intolerancia. En otros aspectos, el problema era más complejo, pero la decisión de adoptar soluciones radicales halló respuesta a toda interrogación. Había que procurar, por la inmigración, un cruzamiento de la tradición hispanocriolla con la de otros pueblos de distinta sensibilidad política. Había que devolver a la vida religiosa su antigua pureza y su sentido espiritual. Finalmente, había que acudir a la cultura francesa y anglosajona para desarrollar la capacidad creadora en otros aspectos de la vida distintos de los que la tradición hispánica había legado. Alberdi había estampado su pensamiento en una frase singular: “La guerra de la independencia nos ha dejado la manía ridícula y aciaga del heroísmo.” Este tipo de ideales parecía, a sus ojos, el causante de todos los males de la nación; era necesario, pues, trabajar para crear otro tipo humano, el hombre económico y progresista, el productor, el creador de riqueza; y, cuando se analizan los cargos fundamentales contra la tradición hispánica, se advierte que, en última instancia, radicaban en la ausencia de sentido económico que España había legado a la sociedad argentina.

Hasta tal punto debía ser profunda la transformación de la sociedad, a los ojos de los hombres de 1837. Positivos, realistas, fatigados por el peso de la metafísica y orientados hacia la luz de la civilización material, procuraron por todos los medios lograr sus objetivos. Concedieron a la realidad lo imprescindible para alcanzar el orden, pero se propusieron de inmediato modificarla con una política sistemática, de sólida base empírica y de claros objetivos. No vacilaron en intentar la transformación del espíritu argentino, y, ciertamente, lo lograrían en alguna medida. Su labor fue seria y triunfó porque supieron ajustarla a la realidad; la suya pareció la única política posible, y el mismo vencedor de Caseros —el antiguo teniente del tirano— estaba ya saturado de esos mismos ideales forjados a martillazos. El escritor, el pensador, “el hombre de la víspera”, como decía Alberdi, había triunfado moviendo el brazo del caudillo y nutriendo su espíritu.

El triunfo de la política realista y conciliatoria

La oposición armada contra Rosas comenzó en 1839 y fue estéril durante largos años; pero la reacción que provoco el tirano fue creciendo, sobre todo en el litoral, y alcanzó un día a conmover al general Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos y hasta poco antes fiel partidario del sombrío caudillo de Palermo. Lo que Lavalle representó para los emigrados en 1839, lo encarnó Urquiza en 1851 al hacer público su pronunciamiento contra el gobernador de Buenos Aires. Y desde entonces formaron en sus filas los hombres más eminentes de la oposición, junto a los viejos federales que creyeron llegado el momento de poner fin a la dominación del autócrata. Todos ellos formaron en las filas del Ejército Grande, y los que no acudieron, lo acompañaron con su simpatía y sus esperanzas. El 3 de febrero de 1852, en Caseros, Rosas cayó vencido y abandonó el país. El triunfo de Urquiza fue el triunfo de la nueva política, que si encontró obstáculos momentáneos, se impuso luego por su propia significación como sistema ordenado y factible.

Urquiza mismo, pese a sus antecedentes, estaba ya compenetrado de los ideales regeneradores, los que habían forjado los hombres de la proscripción. Él, que tantas veces había llamado “salvajes, inmundos unitarios” a los proscriptos; él, que había luchado con los enemigos de Rosas y los había batido con saña en Pago Largo y en India Muerta, estaba ahora convencido de que no había otro camino para salvar a la nación que un programa político “fundado en los principios de orden, de fraternidad y olvido de todo lo pasado”, como lo dijo al prestar juramento en San Nicolás de los Arroyos. Su lema fue —desde el día mismo de su pronunciamiento— que no había ni vencedores ni vencidos, y al inaugurar el Congreso Constituyente de Santa Fe, definía su actitud, oponiéndola a la de Rosas, con estas palabras: “Antagonista de su política, tomé un rumbo opuesto para dar uniformidad a los espíritus y a los intereses. La intolerancia, la persecución, el exterminio fueron la base de su política; y yo adopte por divisa de la mía el olvido de todo lo pasado y la fusión de los partidos.” Ahora no cabía hablar de doctrinas extremas e incompatibles, sino de soluciones conciliatorias, estructuradas en “una constitución que haga imposible para en adelante —concluía Urquiza— la anarquía y el despotismo. Ambos monstruos nos han devorado. Uno nos ha llenado de sangre; el otro, de sangre y de vergüenza”.

Sin embargo, la realización de este programa estaba llena de dificultades. Subsistían, pese a las nobles intenciones, los odios antiguos, las desconfianzas recíprocas, los intereses difíciles de conjugar. Urquiza necesitaba mantener la autoridad nacional, y el acuerdo de San Nicolás, celebrado entre los gobernadores de provincias, le confirió el título de director provisional con extensos poderes. La lucha estalló de inmediato entre los que confiaban en que la solución llegaría por sus pasos contados y los que desconfiaban de las intenciones del vencedor. Buenos Aires se levantó contra Urquiza y se separó del resto de las provincias, que, entre tanto, lograron reunir, a fines de 1852, el congreso de Santa Fe, que dictó la constitución. Acaso había en el fondo de esta secesión el temor, por parte de los hombres de Buenos Aires, de que sus intereses fueran subestimados en una asamblea donde la provincia más poblada del país sólo tenía dos representantes, en igualdad de condiciones con las que eran casi desiertas, y donde la influencia preponderante sería la del antiguo gobernador de Entre Ríos, dueño del poder e investido ahora con la más alta autoridad. Pero, analizados los puntos de vista de los hombres que, en la legislatura de Buenos Aires, discutieron el acuerdo de San Nicolás —Mitre y Vélez Sarsfield en contra, Vicente Fidel López y Juan María Gutiérrez a favor— se advierte que sólo estaban en discusión problemas secundarios y que la orientación política general era casi la misma. Así, la escisión de la provincia de Buenos Aires no comprometió nunca del todo la unidad del país, y ni la constitución nacional de 1853 ni la provincial de 1854 cerraron las puertas para el entendimiento futuro.

Desvinculada Buenos Aires de la Confederación desde la revolución del 11 de setiembre de 1852, las demás provincias acudieron con sus diputados a Santa Fe, donde el Congreso General Constituyente inauguró sus sesiones el 20 de noviembre de ese mismo año. Allí leyó el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Urquiza aquel discurso conciliatorio y mesurado en el que pregonaba su afán constructivo, doblemente memorable si se piensa que el director estaba entonces al frente de las fuerzas que procurarían someter a la provincia rebelde, dominada a la sazón por sus enemigos personales. Escasa o nula fue la influencia del vencedor de Caseros en la redacción del texto constitucional; y escasa fue también la discusión, porque estaban ya en la conciencia de todos las ideas directoras, y sólo en contados puntos llegaron a suscitarse disensiones y pareceres encontrados.

En general, el anteproyecto de constitución —redactado en gran parte por el diputado Gorostiaga— correspondía al esquema formulado por Alberdi en sus Bases. No dejaron de tener influencia en la concepción general las antiguas constituciones de 1819 y 1826, y acaso estuvo en la mente de muchos la constitución de los Estados Unidos; pero los puntos fundamentales revelan el inmenso peso que ejercía sobre los espíritus de los constituyentes el sistema propugnado por la generación de los proscriptos, algunos de los cuales formaban parte de la asamblea.

Constituían la parte primera las Declaraciones, derechos y garantías, conjunto de prescripciones que establecían la orientación general de la estructura política. Allí aparecen, categóricamente formuladas, las ideas fundamentales elaboradas por la generación de 1837: la forma de gobierno republicana, representativa y federal, el sistema rentístico, las relaciones entre el poder federal y los poderes provinciales, los derechos civiles y políticos de los habitantes y los ciudadanos, el régimen de las personas y de la propiedad, la política inmigratoria, el libre tránsito de los ríos interiores, y otras cuestiones que habían sido debatidas con extensión en libros y artículos periodísticos. En su segunda parte se especificaban los caracteres y atribuciones de las distintas autoridades nacionales, provinciales y municipales, organizados también dentro de las ideas tradicionales de la Revolución y ajustados según las lecciones de la experiencia histórica. La idea del “poder ejecutivo fuerte”, lema alberdiano, presidía la concepción política general; y el principio de las elecciones indirectas traía el recuerdo de las prevenciones contra la dictadura de las masas, que tanto preocupaba a los hombres de 1837.

La constitución fue sancionada el 1o de mayo de 1853 y promulgada el día 25 por el director Urquiza, que la envió para su juramento a todos los gobernadores de provincias con estas palabras admonitorias: “La paz, la tolerancia a todos los partidos y la religiosa observancia de los deberes públicos, son los principios que pueden dar solidez a las instituciones que el Congreso ha sancionado y entregado al cuidado de los buenos argentinos.” Él prometió, a su vez, hacerla respetar y cumplir con toda su energía y su poder.

La constitución, en efecto, tenía enemigos. Buenos Aires estaba separada del país y no había intervenido en su sanción, de modo que no estaba comprometida en su obediencia; era tarea delicada, pues, incorporar sus principios a la vida de la Confederación, y aún pasó largo tiempo antes de que ocurriera. También los católicos más celosos levantaron su voz contra la libertad de cultos que proclamaba; pero la palabra del obispo de Catamarca, fray Mamerto Esquiú, los indujo a respetarla y acatarla: “Obedeced, señores: sin sumisión, no hay ley, sin leyes no hay patria, no hay verdadera libertad; existen sólo pasiones, anarquía, disolución, guerra y males de que Dios libre eternamente a la República Argentina…” Y aun hubo provincias en las que, algunas veces, apareció algún caudillo que pretendió volver al pasado e imponer su autoridad por encima de la ley; pero todos fueron accidentes, frente a la unánime decisión de no abandonar ya la senda de la organización constitucional.

El problema más difícil de resolver fue el de Buenos Aires. Segura de sus recursos, celosa de sus privilegios y de sus convicciones políticas, resistió al principio y acudió a las armas para asegurar su autonomía. Urquiza procedió con noble prudencia, sin precipitar los acontecimientos, y poco a poco fueron estableciéndose las vías para un entendimiento. Tras algunas fricciones, los gobiernos de Buenos Aires y la Confederación hallaron una fórmula conciliatoria; Buenos Aires presentó las objeciones que le merecía el texto constitucional, y una convención, reunida en Santa Fe en 1860, las consideró satisfactoriamente. Poco después, el gobernador de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, hacía jurar la constitución y decía con emocionada palabra: “Después de medio siglo de afanes y de luchas, de lágrimas y de sangre vamos a cumplir el testamento de nuestros padres, ejecutando su última voluntad en el hecho de constituir la nacionalidad argentina bajo el imperio de los principios. Después de tantos días de prueba y de conflictos, podemos decir con júbilo en el alma y con el corazón rebozando de esperanza: ésta es la Constitución de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cuya independencia fue proclamada en Tucumán hace cuarenta y cuatro años, el 9 de julio de 1816. Esta es la Constitución de la República Argentina, cuyo voto fue formulado hace treinta y cuatro años por el Congreso unitario de 1825. Esta es también la constitución del Congreso Federal de Santa Fe, complementada y perfeccionada por la revolución de setiembre, en que Buenos Aires reivindicó sus derechos, y como tal ésta es la constitución definitiva, verdadero símbolo de la unión perpetua de los hijos de la gran familia argentina, dispersados por la tempestad, y que al fin vuelven a encontrarse en este lugar en días más serenos para abrazarse como hermanos bajo el amparo de la ley común.”

Pero no había acabado todo. Aún se combatió en Pavón otra vez porque Buenos Aires seguía recelando del gobierno provinciano de la Confederación, porque estaban en pie los intereses facciosos y era duro resistir a las viejas alianzas. Un sangriento episodio en San Juan promovió el último conflicto, pero la batalla de Pavón, librada en setiembre de 1861, puso término, esta vez definitivamente, a las dificultades; Urquiza fue vencido y poco después se elegía primer presidente constitucional para toda la nación a un hombre que había forjado sus armas en el sitio de Montevideo v había madurado sus ideales en la dura proscripción. El 12 de octubre de 1862, Bartolomé Mitre ocupaba la presidencia de la nación e iniciaba una nueva era en la historia política argentina.

La realización de la política realista y conciliatoria

En el período comprendido entre 1862 y 1880, la dirección del país permaneció en manos del grupo liberal, sin que influencias extrañas llegaran a modificar su concepción política. Mitre, Sarmiento y Avellaneda se propusieron llevar a cabo el vasto programa que se había preparado en los largos años de la dictadura y en el paréntesis creado por el conflicto entre la Confederación y Buenos Aires; y en el ejercicio del poder, llevaron al triunfo dos ideales fielmente arraigados en su ánimo: el de la afirmación de la unidad nacional y el de la afirmación de la “política de principios”.

Sin duda había sido Mitre quien más había luchado por la defensa de los ideales nacionales. Si encarnó la resistencia de Buenos Aires contra la Confederación, fue tan sólo porque temía que resurgiera con Urquiza la política personalista; pero su doctrina en el Estado de Buenos Aires fue categórica en el sentido de que no debía darse un solo paso que comprometiera su próxima unión al resto del país, como lo probaron sus opiniones durante el debate de la constitución provincial de 1854: “Hay una nación preexistente”, afirmaba oponiéndose a todo intento secesionista. Esta consigna fue su norte en la conducción de la política porteña, y lo fue luego, desde la presidencia de la república.

Su cumplimiento no era fácil; la organización de una administración nacional debía plantear con frecuencia rozamientos y dificultades, puesto que a cada paso era necesario vulnerar los privilegios provinciales; pero Mitre puso al servicio de esa idea un exquisito tacto y una insobornable decisión, y contó también con el apoyo de espíritus esclarecidos que secundaron su labor: no fue el menos importante el del propio Urquiza, que, con magnánima comprensión, procuró, sin declinar del todo sus ambiciones, no enturbiar el proceso de organización, prevaliéndose de su ascendiente político. También contribuyó eficazmente a asentar el principio de la unidad nacional la guerra del Paraguay, desencadenada en 1865. Un esfuerzo ciclópeo realizó entonces todo el país para afrontar el conflicto, y al cabo de cinco años había surgido, sobre las cenizas del sacrificio común, una idea más viva de la comunidad argentina.

Este principio fue defendido también por Sarmiento con vigor y plena convicción; había sostenido desde que comenzaron los conflictos entre la Confederación y Buenos Aires que él era porteño en las provincias y provinciano en Buenos Aires, y esta fórmula se manifestó plena de contenido político y patriótico durante su gobierno. Dominante y enérgico, Sarmiento defendió la autoridad presidencial con entereza, afirmando implícitamente la jurisdicción de los poderes nacionales por sobre toda forma de regionalismo. Y menos atado que nadie a suerte alguna de compromisos, se aseguró la total benevolencia de Urquiza y pudo neutralizar de este modo la amenaza que el vencedor de Caseros constituía, por su posición en el litoral, contra el régimen de la unidad nacional. Así se vivificaba y se arraigaba la idea del destino común de los argentinos, idea para la que constituyó un respaldo vigoroso la obra histórica de Bartolomé Mitre y de Vicente Fidel López.

En el curso de la presidencia de Sarmiento se inició un movimiento político destinado a tener profunda influencia en el destino del país. Hasta entonces parecía predominar la de Buenos Aires, y Urquiza enseñaba con su ejemplo a los hombres del interior que era preciso contener sus aspiraciones para no comprometer la estabilidad nacional con los recelos que despertaba su presunto personalismo; pero tras el asesinato de Urquiza —ocurrido en 1870— los grupos políticos del interior se alinearon en la lucha dispuestos a hacer prevalecer su fuerza. Poco a poco, los núcleos influyentes en cada una de las provincias comenzaron a establecer contacto entre sí, y se orientaron hacia los hombres que, por participar de los ideales principistas de los liberales porteños, no podían suscitar recelos justificados. Sarmiento, distanciado de Mitre y hostilizado en el congreso por los partidarios del ex-presidente, comenzó a apoyarlos y no vaciló en prestar su calor a un tucumano ilustre en quien veían los gobernadores del interior su bandera: Nicolás Avellaneda. Por razones semejantes a las de Sarmiento, el jefe del Partido Autonomista de Buenos Aires, Adolfo Alsina, le ofreció también su apoyo, y poco después —no sin violencias— Avellaneda alcanzaba la presidencia en 1874, en lucha contra Mitre.

El triunfo de Avellaneda constituyó un acontecimiento transcendental. Buenos Aires había sufrido una derrota, y los triunfadores eran los políticos que dominaban la situación en las provincias. Antes rosistas algunos de ellos, muchos partidarios de Urquiza luego, giraban todos ahora hacia el liberalismo para perpetuarse en el poder; pero aunque se pudiera acusar de hipocresía a los que consumaban tal maniobra, era evidente que el hecho testimoniaba, en cierta medida, un triunfo de los ideales principistas, y en esa confianza lo admitió Avellaneda, espíritu recto y generoso. Frente a él, Mitre se colocó en actitud intransigente y recurrió a las armas; si había decidido oponer su nombre al de Avellaneda era porque estaba convencido —como tantos lo habían estado antes— de que era necesario, para el fortalecimiento de los principios constitucionales y liberales, que Buenos Aires mantuviera el gobierno de la república: “Es así —había dicho al aceptar su candidatura— que al ver en peligro el gran principio de la soberanía popular y la pureza del sufragio, que es su medio legal de manifestación, y considerándolo amenazado por ligas bastardas de mandatarios que pudieran pretender sobreponerse a la voluntad de las mayorías, no he vacilado en aceptar la candidatura que tan espontáneamente me es ofrecida por elementos verdaderamente populares. Pienso que esta noble actitud del pueblo de Buenos Aires, viniendo a dar temple cívico a la opinión y a vivificar la libertad del sufragio, contribuirá poderosamente a hacer prevalecer la voluntad del pueblo argentino, y mis aspiraciones quedarán satisfechas si mi nombre en esta ocasión pudiese servir a hacer triunfar un principio, que es la única fuente y la única razón del poder, aun cuando mi candidatura no alcance los honores del triunfo.” Esta concepción de que sólo en el pueblo porteño residían las firmes convicciones principistas y liberales, separaba a Mitre de los núcleos provincianos, que apoyaron a Avellaneda y contribuyeron a sofocar la revolución mitrista de 1874.

Pero el conflicto no estaba concluido. Avellaneda gobernaba con Alsina —autonomista porteño— y con el general Julio Argentino Roca, vinculado a los grupos predominantes de Córdoba y Tucumán; pero, pese a que parecía encarnar el sentimiento del interior, Avellaneda estaba ya absorbido por Buenos Aires y quiso que la metrópoli porteña fuera patrimonio común de la nación —tal como lo pedía el comercio internacional— y no baluarte económico y político de una provincia. Los acontecimientos se precipitaron al iniciarse la campaña para la renovación presidencial en 1880. Carlos Tejedor, entonces gobernador de Buenos Aires, aspiraba a la primera magistratura y representaba la tradición liberal porteña y mitrista; frente a él Roca preparaba, con el apoyo de Avellaneda, su ascenso al poder, encamando las aspiraciones del interior; de esta pugna resultaría un conflicto entre los dos poderes que convivían en Buenos Aires —el provincial y el nacional— a causa del cual debía estallar nuevamente la guerra civil.

Sin embargo, ya era tarde para que se repitiera el episodio de Pavón. El gobierno nacional contaba ahora con recursos poderosos y la situación del país había cambiado considerablemente. Tejedor fue vencido y el país consumó, en 1880, el proyecto de arrancar a la provincia de Buenos Aires su capital para entregarla al país con jerarquía de capital federal. Así parecía concluir el largo pleito entre porteños y provincianos con el triunfo de estos últimos; pero lo cierto es que la victoria fue, a la larga, de Buenos Aires, de la ciudad y de su puerto, desde la cual el gobierno de la nación se elevaría por sobre las provincias con la abundancia de sus recursos y apagaría los últimos vestigios del localismo federalista. Bien lo advertía el diputado provincial Leandro N. Alem cuando decía en la legislatura, al tratarse el proyecto de federalización de Buenos Aires: “La provincia’ de Buenos Aires, con la sanción de este proyecto, quedará en pobrísimas condiciones políticas y económicas. Si estos principios no refluyesen también en mal de la Nación, sino que, por el contrario, le reportaran los beneficios que tanto se pregonan, entonces debiéramos ahogar todos los porteños estos sentimientos del hogar, en presencia del interés general del país; pero estoy perfectamente convencido de que los perjuicios que sufrirá la provincia de Buenos Aires no los necesita la Nación para consolidarse y conjurar peligros imaginarios, sino que, por el contrario, tal vez ellos comprometan su porvenir, puesto que de esta manera se va a dar el más rudo golpe —como ya lo indiqué y lo demostraré más tarde— a las instituciones democráticas y al sistema federativo en que ellas se desenvuelven bien. Porque de esta manera arrojamos alguna negra nube sobre el horizonte, y acaso si hasta ahora nos hemos salvado de aquellos gobiernos fuertes que se quieren establecer por algunos, es muy posible que una vez dada esta solución al histórico problema político, que en tan mala situación y en tan malas condiciones se ha traído al debate, tengamos un gobierno tan fuerte que al fin concluya por absorber toda la fuerza de los pueblos y de los ciudadanos de la república.”

La federalización de Buenos Aires puso fin al proceso de la unificación nacional. Desprovista de los recursos que le proporcionaba la aduana porteña y del prestigio de la capital histórica, la provincia de Buenos Aires perdía gran parte de la ventaja que llevaba a las del interior, y el equilibrio podía establecerse entre todas las partes del país con mayores posibilidades de duración; pero el espíritu de Buenos Aires no radicaba en la provincia sino en la capital, y su entrega a la nación no significó, en rigor, sino la dura conquista del país por la metrópoli. Las predicciones de Alem se cumplieron en parte, y la marcha de la república hacia una centralización favorecida por un poder ejecutivo fuerte se había de iniciar muy pronto, con la acción gubernamental del general Roca.

También triunfó, en el curso de las tres primeras presidencias constitucionales, la política principista que propugnaron los hombres de la organización nacional. El triunfo de Mitre en Pavón y su posterior consagración como presidente de la república fueron, en verdad, triunfos del principismo sobre el personalismo. Mitro trabajó sin fatiga para afianzar este triunfo, y con la llamada Carta de Tuyú-Cue, en la que definía sus puntos de vista sobre la elección presidencial de 1868, volvió a asestar un rudo golpe a las aspiraciones de Urquiza, en quien veía siempre la amenaza de una autoridad antirrepublicana y supraestatal. Triunfó Sarmiento en aquella elección —precisamente contra los deseos del presidente Mitre— y su gobierno, hostilizado por todos los partidos y resistido en las cámaras, probó que los instrumentos constitucionales permitían el ejercicio de la autoridad sin necesidad de la prepotencia personal de un jefe autocrático. En el poder, Sarmiento combatió todos los brotes del antiguo caudillismo en el interior, y favoreció, en cambio, la evolución de los grupos políticos hacia los principios liberales, sin vacilar en prestar su apoyo a la candidatura de Avellaneda, que encarnaba a sus ojos esa evolución. Y, en efecto, aun apoyado por lo que Mitre llamaba la “liga bastarda de mandatarios”, Avellaneda se mantuvo fiel a la tradición principista y continuó desarrollando el programa de acción liberal y progresista iniciado por sus predecesores.

Este programa estaba diseñado desde la época de la proscripción y sólo era necesario ponerlo en práctica. Ya Urquiza, en el gobierno de la Confederación, había dado los primeros pasos atrayendo capitales extranjeros y núcleos de inmigrantes, proyectando ferrocarriles, estimulando la producción agropecuaria y el comercio. Mientras tanto, una obra semejante había realizado el gobierno del Estado de Buenos Aires. Pero, a partir de la presidencia de Mitre, ese programa comenzó a cumplirse con intensidad febril. Había que transformar la realidad, y la voz de orden fue crear una estructura de país civilizado para forzar a la sociedad a que se acomodara con prontitud dentro de esos moldes. Cuatro grandes problemas preocuparon a los estadistas argentinos de entonces: el fomento de la inmigración, el progreso económico, la ordenación legal del Estado y el desarrollo de la educación pública.

Para salvar los peligros que entrañaba el desierto, se consideró indispensable atraer la inmigración europea y distribuirla por las regiones agrícolas del país, que necesitaban de brazos. Esta consigna pareció la fórmula suprema entre todas las que debían guiar la acción del gobierno, el cual creyó medir la eficacia de su gestión administrativa por el número de inmigrantes llegados al país. Las cifras fueron elocuentes. En 1862 entraron al territorio 6.716 inmigrantes; en el curso del año 1880 vinieron 41.651, y la cifra había ascendido a 70.000 en 1874. Esta población se distribuyó de preferencia en la zona litoral, y así surgieron centros agrícolas de alguna importancia en brevísimo plazo. Todo hacía suponer que el número seguiría aumentando; pero, a medida que crecía, se hacía más necesaria una meditada política colonizadora para arraigar a los núcleos aluviales y fundirlos en la comunidad.

Por el momento, la inmigración no parecía sino un instrumento del progreso económico; pronto se vería que suscitaba graves problemas de otro orden. Pero, sin duda, desde aquel punto de vista, la inmigración constituyó un factor de enorme importancia; gracias a ella creció la producción en tal escala que ya en la época de Avellaneda se logró exportar cereales, inaugurando una era de prosperidad económica que reportaría al país crecidos beneficios. En 1865 las importaciones habían superado a las exportaciones en cuatro millones de pesos oro cuando la suma del comercio exterior apenas pasaba los 56 millones; quince años más tarde, en 1880, las exportaciones llegaban a 58 millones contra 45 de las importaciones y el monto total del comercio exterior pasaba de los 100 millones. Este acrecentamiento de la riqueza se advirtió en el florecimiento de las instituciones de crédito y en el fácil desarrollo de las actividades mercantiles, cuyo crecimiento correspondió también a cierta transformación que fue operándose en el estilo de vida, en especial en Buenos Aires. Por otra parte, los ferrocarriles —de los que se tendieron más de 2.000 kilómetros en veinte años— comenzaron a vivificar ciertas regiones, acercándolas a los puertos y estimulando la fijación de grupos de inmigrantes en el interior; pero ya se notaba la tendencia a hacer de Buenos Aires el foco de concurrencia de toda la vida económica nacional. La ciudad crecía y, hacia 1880, pasaba ya de los 300.000 habitantes; las líneas ferroviarias contribuían a centralizar la actividad, y la creación de un puerto moderno —dispuesta por ley de 1875— aseguraría su situación de puerto nacional por excelencia.

A este desarrollo económico correspondió un análogo desarrollo institucional. La organización de la justicia, la sanción de los distintos códigos, la organización del régimen inmigratorio, del sistema electoral, del régimen contable, rentístico y monetario, todo fue objeto de atento estudio por los poderes públicos, que sancionaron más de mil leyes en el transcurso de las tres primeras presidencias constitucionales. Una decidida voluntad de organización predominaba en los espíritus, y una constante actividad reinaba en los organismos públicos, cuyos hombres cumplían con el deber republicano de servir al país y a sus más nobles intereses con fe y con tenacidad.

La educación fue, sin duda, una de las preocupaciones fundamentales de aquellas horas. “Lo urgente, lo vital, porque tenemos que educar a los ignorantes bajo pena de vida —decía Mitre en el Senado—, es robustecer la acción que ha de obrar sobre la ignorancia que nos invade, velando de día y de noche, sin perder un momento, sin desperdiciar un solo peso del tesoro cuya gestión nos está encomendada, para aplicarlo al mayor progreso y a la mayor felicidad de la sociedad, antes que la masa bruta predomine y se haga ingobernable y nos falte el aliento para dirigirla por los caminos de la salvación.” Esta convicción estaba arraigada en aquellos hombres que se explicaban la tiranía de Rosas como fruto de la ignorancia colectiva y pusieron todo su celo en llevar a los más alejados rincones escuelas y maestros para enseñar el catecismo de la civilización. Sarmiento había dado —en La educación popular y en muchas páginas sueltas— un rimero de ideas acerca de lo que era necesario hacer para difundir y perfeccionar la instrucción primaria; pero todos, tanto como el, participaban de esa preocupación que consideraban decisiva, y el fruto fue el rápido crecimiento del número de establecimientos escolares. Y no sólo de escuelas primarias: Mitre se preocupó por la instalación de colegios secundarios —que se llamaron entonces “colegios nacionales”— y Sarmiento creó por ley las primeras escuelas normales para la formación de maestros. A Avellaneda, que no descuidó, por cierto la difusión de ninguna de esas dos ramas, le preocupó además la organización de la universidad; rector de la de Buenos Aires poco después de abandonar la presidencia, presentó, como senador, el proyecto de ley universitaria que se aprobó luego en 1885; por su iniciativa se habían desarrollado los institutos de enseñanza superior y recibieron protección algunos espíritus selectos que honraron nuestra cultura. Todo ello formaba parte de este gigantesco plan educativo que debía desterrar la “barbarie” que apostrofó Sarmiento.

Tal fue el cúmulo de obras en que cristalizó el afán renovador de los grupos liberales que se impusieron el cumplimiento de la política realista y conciliadora. Eran grupos de élite, pero republicana y austera, cuyos miembros gozaban de la más honrada pobreza y bajaban del gobierno para seguir la lucha cotidiana por sus ideales. Creían con firmeza que estaban estrechamente unidos a la masa del pueblo y soñaban, como decía Sarmiento, con “hacer del pobre gaucho un hombre útil”; pero, en el fondo, eran una élite que mantenía el poder en sus manos, sin que sus diferencias alcanzaran otra categoría que la de meras disidencias entre personas o grupos. Por debajo de ella, la masa popular, el “gauchaje”, sentía la opresión de las nuevas formas de vida, y se quejaba, comparando el pasado con el presente, por boca de José Hernández:

    Estaba el gaucho en su pago

con toda seguridá;

pero aura… ¡Barbaridá!

la cosa anda tan fruncida

que gasta el pobre la vida

en juir de la autoridá

Y terminaba Martín Fierro expresando esta esperanza:

    Y dejo correr la bola

que algún día se ha de parar.

Tiene el gaucho que aguantar

hasta que lo trague el hoyo,

o hasta que venga algún crioyo

en esta tierra a mandar.

Solidaria en las ideas generales, la élite liberal constituyó un partido que sólo reconocía frente a él al que, con el nombre de “federal”, seguía respondiendo a Urquiza y perpetuaba, en cierto modo, la tradición autocrática. Después de la consagración de la unidad nacional, el partido liberal alcanzó un fuerte predominio político, pero se escindió en dos grupos durante la presidencia de Mitre; autonomistas y nacionalistas no eran, en verdad, sino alsinistas y mitristas, pero el primero supo adquirir muy pronto cierto aire popular con la incorporación de elementos del antiguo rosismo y se ganó, con ello, el apoyo de los antiguos federales, desunidos tras el asesinato de Urquiza en 1870. Así, el mitrismo nacionalista, celoso de su principismo, se opuso a lo que muy pronto fue el partido Autonomista Nacional, de cuyo seno salieron no sólo Avellaneda en 1874, sino Roca y sus sucesores más tarde. Con Avellaneda, todavía no fue ese partido sino una variante del viejo liberalismo de la proscripción: muy otra cosa debía ser luego, cuando se convirtiera en el resorte de un mecanismo político dirigido desde la Casa de Gobierno, destinado a asegurar a la aristocracia transformada en oligarquía el beneficio de los privilegios que la ola del enriquecimiento traía a quienes monopolizaban el poder.


PARTE TERCERA
LA ERA ALUVIAL

Si puede fecharse con exactitud el comienzo de la era criolla con el estallido revolucionario de 1810, no es tan fácil determinar el momento de iniciación de la era aluvial, período que se gesta con lentitud y no define su fisonomía sino al cabo de un largo proceso. La era aluvial, en efecto, es resultado de las transformaciones sociales que trae consigo la realización de la política liberal, sobre todo en cuanto política inmigratoria; comienza, pues, a gestarse cuando se pone en ejecución el programa de los hombres de la organización nacional, y su primera etapa, subterránea e indecisa, coincide con ese último período de la era criolla. Pero ya hacia 1880 se advierte que el país ha sufrido una profunda mutación: es entonces cuando la era aluvial se inicia, asomando su proteica fisonomía y poniendo de manifiesto multiplicidad de nuevos problemas que, aunque difusos, no esconden ni disimulan su novedad y su diversidad.

El primer signo de esta era que se inicia es, en el campo político-social, un nuevo divorcio entre las masas y las minorías. Las masas han cambiado su estructura y su fisonomía y, por reflejo, las minorías han cambiado de significación y de actitud frente a ellas y frente a los problemas del país. Las consecuencias de este hecho fueron inmensas y perduran aún hoy en el panorama argentino. El sistema institucional establecido y puesto en vigor por los grupos liberales dejó de ser, poco a poco, adecuado a la realidad: superior a ella en algunos aspectos, mas insuficiente en muchos otros. Estaba preparado para regular el juego convencional entre partidos de una misma clase social  y aseguraba el funcionamiento político de una sociedad en la que la masa daba por admitido el legitimo monopolio del poder por parte de una minoría en la que reconocía ciertas auténticas virtudes republicanas; pero resulto insuficiente en cuanto la lucha se planteó entre clases que combatían por sus privilegios o por sus aspiraciones, sin darse cuartel ni reconocerse derechos prestablecidos. Así se determinaron dos líneas políticas antagónicas, cuyo choque repercutió en la estabilidad del sistema institucional.

La tradición liberal adquirió, cada vez más, un carácter aristocrático y conservador en respuesta a los sentimientos confusos —en parte retrógrados y en parte avanzados— de la nueva masa que se constituía debajo de las minorías. La masa, por su parte, esbozó una tendencia popular, democrática y coincidente en parte con los ideales del liberalismo y en parte opuesta a ellos. Diversos grupos empuñaron sucesivamente cada una de esas banderas, y se lanzaron a la lucha en defensa de la totalidad de sus principios o, a veces, de alguno de ellos que, en cierto momento, parecía polarizar la simpatía general.

La lucha entre estas diversas corrientes —porque la línea de la democracia popular se escindió pronto— llega hasta nuestros días y aún asistimos al combate sin que nos sea dado prever cómo se desenvolverán sus últimas etapas. El ciclo de la Argentina aluvial está aún inconcluso y no ofrece sino interrogaciones y enigmas; pero ya es mucho para el diagnóstico de una época el saber a ciencia cierta cuáles son los elementos encontrados que luchan en su seno. Del resultado de esta contienda dependerá el curso histórico que siga la república, su futuro próximo y su destino lejano, promesas y amenazas a un tiempo.

VI
La conformación de la Argentina aluvial

Por la estabilidad de sus elementos constitutivos, la Argentina criolla tuvo durante el primer medio siglo de su existencia independiente una evolución política regular, resultado del juego de fuerzas sociales claramente definidas. Si a partir de 1853 comenzó a modificarse el perfil de su vida política, fue porque poco a poco se produjo en su seno una mutación profunda que empezó a alterar aquella composición social; y esa mutación fue fruto de la política liberal que, por entonces, comenzó a cumplirse con enérgica resolución.

Aun a riesgo de prestar al fenómeno una precisión de la que carece —como casi todos los procesos sociales—, podría señalarse el tránsito de la presidencia de Avellaneda a la de Roca como el principio de una nueva era en la evolución social argentina. Por entonces empezó a apuntar la profunda conmoción que se operaba en las diversas capas de la estructura social y se pudo advertir que el conjunto se desdibujaba, se alteraba y principiaba a manifestarse bajo formas cambiantes. En 1894 observaba Agustín Álvarez que la Argentina era “un país nuevo, que está saliendo rápidamente de la barbarie, que cambia cada cinco años por la inmigración, las escuelas y los ferrocarriles, de tal modo que, como a los niños, el que no lo ve crecer lo desconoce”. Y, en efecto, tales cambios provenían de un proceso ininterrumpido que se inició poco después de la caída de Rosas, se gestó durante los veinte años que siguieron a la organización de la nación unificada y comenzó a manifestarse en la superficie de los hechos a partir de 1880. Desde entonces, el desequilibrio de los elementos sociales y económicos que constituyen la realidad argentina se acentuó más y más y cobró extraños caracteres. Nada más difícil que precisar la fisonomía del conglomerado que se constituía y se alteraba al mismo tiempo, en un proceso de acomodación reiterada de los elementos. Pero nada más necesario para comprender el panorama de las ideas políticas en este periodo —ciclo en el cual está aún el país— que analizar los factores que han contribuido a conformar su fisonomía, sobre todo los de índole económica y social; porque sin comprender la mutación que se operó en la realidad no será posible alcanzar la significación y la trascendencia de los fenómenos políticos de la era aluvial.

La transformación económica

En la obra de transformación de la realidad, defendida por los estadistas liberales para modificar las formas rudimentarias de la vida social, ocupaba un lugar preferente la política demográfica. Alberdi había afirmado categóricamente que poblar era la misión fundamental del Estado en un país cuyos males provenían casi en su integridad del predominio de los desiertos, y Sarmiento había soñado en multiplicar con prontitud nuestra población, augurando al país un destino feliz si lograba hacerlo. Esos propósitos, si bien no alcanzaron, al realizarse, la magnitud imaginada, fueron cumplidos en cierta medida.

En el medio siglo que transcurre entre 1810 y 1859 —el periodo que, aproximadamente, cabe llamar era criolla— la población del país había crecido de 405.000 hasta 1.300.000 habitantes. El crecimiento, casi exclusivamente vegetativo, había sido en medio siglo, de menos de novecientos mil habitantes, esto es, a razón de 18.000 por año. Sin duda, para un territorio de casi tres millones de kilómetros cuadrados, el índice de crecimiento vegetativo era insignificante, y no podía contarse con que por esa sola vía llegara el país a salir de su condición de desierto. Esta conclusión aconsejaba desarrollar una política inmigratoria decidida, y el Estado argentino la puso en práctica desde los primeros tiempos de la república organizada.

Los resultados fueron visibles e importantes. Con ritmo creciente, las olas de inmigrantes fueron llegando al país gracias a una activa propaganda y a las seguridades que ofrecía el Estado, hasta alcanzar cifras altísimas. Durante la primera presidencia del general Roca (1880-1886) entraron al país 483.000 inmigrantes, y este promedio de más de 80.000 por año fue superado varias veces, alcanzando a 261.000 en 1889 y más aún en 1906.

Predominaban los italianos y los españoles, a cuyos núcleos se agregaron contingentes menores de diverso origen; y esta corriente, que estimuló también el crecimiento vegetativo, llevó al país a una rápida transformación demográfica.

El primer censo nacional, realizado en 1869, había dado una población de 1.830.214 habitantes. Veintitrés años después, en 1895, ese número había llegado a 3.956.060, cifra que suponía un aumento de más de dos millones, a razón de 81.500 habitantes por año como término medio; de ese total, más de un millón eran extranjeros y correspondían en su casi totalidad al aporte inmigratorio, lo que basta para proporcionar una idea de la rápida transformación de la sociedad argentina, sobre todo si se tiene en cuenta que, en 1869, el número de extranjeros apenas pasaba de 300.000; el porcentaje había subido, pues, de 16,6% a 25,4%. Los caracteres derivados de estas circunstancias se acentuaron más aún. El censo de 1914 acusó una población de 7.885.237; los casi cuatro millones de aumento registrados en un plazo de 19 años suponían un crecimiento medio de 207.000 habitantes por año, y la proporción de extranjeros subió entonces a más del 30% de la población. Y en los 16 años transcurridos hasta 1930, la población siguió aumentando según un término anual de 223.000 habitantes hasta llegar a 11.452.374.

Esta población creciente tendió a acumularse en la región litoral, y de preferencia en los centros urbanos. La población rural, que si se hubiera seguido una buena política colonizadora debiera haberse acrecentado, disminuyó sensiblemente; en 1869 alcanzaba el 65,8% de la población total; pero en 1895 no era ya más que el 57,2% y en 1914 apenas un 42,6%, en un proceso de decrecimiento que se acentuó más aún, hasta llegar actualmente a 31,8%. Esta tendencia a la concentración urbana se advierte, sobre todo, en Buenos Aires, que sólo tenía 85.400 habitantes en 1852 y cuyo desproporcionado crecimiento se acentuó a partir de 1870 en forma vertiginosa. Ya en 1889 Buenos Aires pasaba el medio millón de habitantes, y duplicó su población en menos de veinte años, alcanzando la cifra de 1.244.000 en 1909; en los veinte años siguientes volvió a duplicar su población y, aunque no conservó ese ritmo, siguió creciendo en forma siempre desproporcionada con respecto al resto del país. En ella se había concentrado, precisamente, la mayor proporción de extranjeros y se había desarrollado la mayor actividad económica. Pero, por un proceso correlativo, las regiones interiores —y sobre todo la noroeste— acusaban un estancamiento en su población, índice de su estancamiento económico. Allí no se había producido sino en muy pequeña escala la localización de las masas inmigratorias y se mantenían los grupos criollos con sus caracteres tradicionales. Así se comenzó a insinuar una considerable diferenciación entre esa zona y la del litoral, diferenciación que había de constituir pronto una de las peculiaridades sociales del país.

Este crecimiento de la población dio origen a un intenso desarrollo de la riqueza que, además, se estimuló por otros medios. La ganadería siguió siendo, por bastante tiempo, la actividad fundamental; pero sus características cambiaron gracias a la mestización y al mejoramiento en la cría; así surgió pronto una industria pecuaria que abrió nuevos horizontes al comercio nacional, sobre todo desde que comenzaron a exportarse carnes en barcos frigoríficos. Sin embargo, la actividad que más se benefició con el nuevo tipo de población de origen inmigratorio fue la agricultura. A partir de la fundación de la colonia de Esperanza, en 1856, en la provincia de Santa Fe, comenzaron a surgir importantes núcleos agrícolas en la región litoral. No sin dificultades, se inició el alambrado en los campos para protegerlos de los ganados, y comenzaron a extenderse y mejorarse los cultivos. De dos millones de hectáreas que comprendía la zona cultivada en 1880, se pasó a cinco en 1895, a doce en 1905 y a veintiséis en 1923, alcanzando ahora a treinta. Este desarrollo de la agricultura —cuyas consecuencias fueron notables en el proceso de enriquecimiento— correspondió a una cierta parcelación del suelo. Sin embargo, en vastas regiones subsistían —y subsisten— los extensos latifundios reclamados sin duda por la ganadería, pero mantenidos, sobre todo, por la tesonera política defensiva de las clases terratenientes. Una creciente actividad se notó en la explotación de la riqueza mineral, y en especial del petróleo a partir de 1907; mas esa actividad no pudo avanzar para equipararse a la riqueza agropecuaria, sobre todo si se atiende a los saldos exportables.

A partir de 1880 se observó también la aparición de una creciente actividad industrial. Ya en 1895 llegaba a 24.114 el número de establecimientos industriales en todo el país, y se ocupaban en ellos 175.000 obreros. El número de establecimientos se había duplicado en 1913, y llegaba a 410.000 el número de operarios que trabajaba en ellos, habiéndose quintuplicado el capital invertido. A su vez, este desarrollo no alcanza, ni de lejos, a equipararse con el que adquirió el comercio exterior. Desde la época en que se comenzó a exportar cereales —durante la presidencia de Avellaneda—, la balanza del intercambio comercial reveló un rápido crecimiento en las exportaciones, y un proporcional y no menos rápido incremento de las importaciones. Las cifras del intercambio total revelan el intenso movimiento económico y, sobre todo, el creciente volumen de los capitales manejados. De 104 millones que había sido el total del intercambio de 1880, subió a 254 en 1889 y, tras el difícil período de la crisis financiera y política, llegó a 241 en 1898 y a 724 en 1910. Además del dinero circulante, comenzaron a moverse con amplitud los créditos bancarios, destinados tanto a la producción como a la especulación; y fueron muy importantes las sumas que alcanzaron los empréstitos contratados en el exterior, sobre todo para la construcción de obras públicas.

En este último aspecto, la preocupación fundamental fue la extensión de la red ferroviaria. “El que haya seguido con atención la marcha de este país —decía en el congreso el general Roca al subir a la presidencia, en 1880— ha podido notar, como vosotros lo sabéis, la profunda revolución económica, social y política que el camino de hierro y el telégrafo operan a medida que penetran en el interior. Con estos agentes poderosos de la civilización se ha afianzado la unidad nacional, se ha vencido y exterminado el espíritu de montonera y se ha hecho posible la solución de problemas que parecían irresolubles, por lo menos al presente. Provincias ricas y feraces sólo esperan la llegada del ferrocarril para centuplicar sus fuerzas productoras con la facilidad que les ofrezca de traer a los mercados y puertos del litoral sus variados y óptimos frutos, que comprenden todos los reinos de la naturaleza.” Esta convicción guió su política económica De 2.313 kilómetros que tenía la red ferroviaria al subir Roca al poder, llegó a 5.964 cuando terminó su período en 1886. Cuatro años después, al producirse la revolución de 1890 durante el gobierno de Juárez Celman, se había extendido a 9.254 kilómetros, y llegaba a 19.430 al terminar la segunda presidencia de Roca en 1904. Al mismo tiempo se invertían gruesas sumas en otras clases de obras: puentes, diques, edificios públicos, y, sobre todo, el puerto de Buenos Aires, costaron sumas enormes que el Estado obtenía mediante el crédito interno y externo, respaldado por la certidumbre de que la prosperidad era una ley en el desarrollo económico argentino.

El optimismo general produjo un desborde en el uso del crédito y la situación se hizo grave hacia 1889. Una terrible crisis financiera se cernió sobre el país y produjo innumerables quebrantos económicos cuya influencia se manifestó muy pronto sobre la situación fiscal. En los años inmediatamente anteriores a la crisis se había observado un considerable crecimiento de las importaciones con respecto a las exportaciones, con las consiguientes repercusiones sobre la balanza comercial. En 1887 se había importado por valor de 117 millones contra un total de 84 en concepto de exportaciones; en 1888 fueron 128 contra 100 y en 1889 se llegó a 164 contra 90. A su vez, los gastos seguían creciendo desproporcionadamente con respecto a las rentas. Para hacer frente a 48 millones de pesos oro que importaban los gastos en 1887, el fisco contaba tan sólo con una renta de 38 millones; esta desproporción se acentuó en 1889 en que, con la misma renta, se tuvo que hacer frente a gastos que importaban más de 55 millones. La consecuencia fue inevitable; se comenzaron a lanzar emisiones y la moneda principió a depreciarse en forma alarmante, hasta el punto de que el peso, que en 1886 valía 0,71 oro, llegó a cotizarse en 1890 a 0,40, con tendencia a seguir bajando, como en efecto ocurrió; en 1892 valía 0,30 y en 1894 0,28; pero, poco a poco, comenzó a equilibrarse debido, sobre todo, a la gestión del presidente Carlos Pellegrini, y se llegó finalmente a estabilizar la moneda al mismo tiempo que se normalizaba la situación financiera y económica y el régimen fiscal. Tras esta crisis, que se proyectó en la vida política y determinó la revolución de 1890, el país volvió a entrar en una vía de franca prosperidad económica que se mantuvo hasta 1920, período durante el cual los saldos del comercio exterior fueron casi siempre favorables para el país.

El examen, tan superficial como se quiera, de esta transformación económica operada en el país, permite advertir la trascendencia que en el plano de la vida social debía tener. Si la población cambiaba de fisonomía por la rápida irrupción de elementos extraños que no podían incorporarse fácilmente al conjunto social, la renovación de las formas económicas debía producir una conmoción no menos profunda en el sistema de las relaciones sociales. De la Argentina criolla, étnica y socialmente homogénea y económicamente, ordenada dentro de un sistema elemental, no quedó muy pronto sino un vago recuerdo conservado con melancolía en ciertos grupos que perdían peso en la conducción de la vida colectiva. A partir de 1880, aproximadamente, la Argentina aluvial, la que se ha constituido como consecuencia de aquella conmoción, crece, se desarrolla, y pugna por hallar un sistema de equilibrio que, obvio es decirlo, no podría alcanzar sino con la ayuda del tiempo; pero, entre tanto, la historia social y política de la Argentina se desenvuelve al ritmo de ese proceso de estabilización, y las formas en que se manifiesta revelan su esencial inestabilidad.

La conformación espiritual de la nueva realidad social

La realidad social que se constituyó por aluvión inmigratorio incorporado a la sociedad criolla adquirió caracteres de conglomerado, esto es, de masa informe, no definida en las relaciones entre sus partes ni en los caracteres del conjunto. El aluvión inmigratorio considerado en sí mismo, tenía algunos caracteres peculiares, pero muy pronto comenzó a entrar en contacto con la masa criolla, y de tal relación se derivaron influencias recíprocas que modificaron tanto a uno como a otra.

La psicología de la masa inmigrante estaba determinada por el impulso que la había movido a abandonar la tierra natal para correr la aventura americana. Este impulso había sido, sobre todo, económico, y provenía de la certidumbre de que la vida americana ofrecía posibilidades sin límites para el esfuerzo recio, ese esfuerzo que, cumplido en zonas de economía intensiva, no producía sino escasos frutos. La riqueza fue, así, el móvil decisivo, y todo lo que se opusiera a su logro pareció deleznable.

Para obtener esa riqueza, la masa inmigratoria estaba inicialmente en condiciones inmejorables. En el ámbito de nuestra economía extensiva, la capacidad de empresa, propia de quienes habían estado dispuestos a correr tal aventura, debía triunfar, abonada, además, por el hábito del trabajo intenso, característico de sus países de origen. Y triunfó, en efecto, en la mayoría de los casos, permitiendo pronto la creación de una clase adinerada en la que se conformó cierta psicología caracterizada por la sobrestimación del éxito económico. Esa peculiaridad, sin embargo, no fue la única. El inmigrante había roto sus vínculos con su comunidad de origen, y había abandonado, con ella, el sistema de normas y principios con los que regía su conducta. Como ciudadano y como hombre ético, el inmigrante era un desarraigado, a quien su país de adopción no podía ofrecer, a cambio de la que abandonaba, una categórica e ineludible estructura social y moral, dada su escasa densidad de población y la singular etapa de desarrollo en que se hallaba. El inmigrante comenzó a moverse entre dos mundos, y de esta situación se derivó una peculiar actitud espiritual que Sarmiento observó y definió como temprano fruto de la política inmigratoria: “El emigrado en la América del Sur —decía— sueña todos los días en el regreso a la patria que idealiza en su fantasía. El país adoptivo es para él un valle de fatigas para prepararse a vida mejor. Los años transcurren empero, los negocios lo van atando insensiblemente al suelo, la familia lo liga indisolublemente, las canas aparecen, y siempre cree que un día volverá a aquélla patria de sus sueños dorados; y si uno entre mil vuelve al fin a ella, encuentra que la patria ya no es la patria, que es extranjero en ella, y que ha dejado aquí posición, goces, y afecciones que nada puede suplir. Así, viviendo entre dos existencias, no ha gozado de la una ni puede gozar de la otra, sin ser ciudadano de ninguna de las dos patrias, infiel a ambas, extranjero en todas partes, sin llenar los deberes que la una o la otra imponen a los que nacen y residen en ellas.”

Este desequilibrio no tenía más punto de apoyo que la satisfacción por el éxito alcanzado en el plano económico; el inmigrante prefería sentirse extranjero, porque en tal condición parecía afirmarse su eficacia económica, su triunfo, en contraste con la masa criolla que vivía a su guisa, con pobreza pero sin miseria, y gozando la plenitud de sus exigencias espirituales. “En Buenos Aires —observaba Sarmiento— se opera la transformación del inmigrante oscuro, encorvado al llegar, vestido de labriego, o peor, y azorado de verse en grandes ciudades; primero en hombre que siente su valor, después en francés, italiano, español, según su procedencia; en seguida, en extranjero, con un título y una dignidad, y al fin en un ser superior a todo lo que le rodea, de labriego que comenzó.”

Esta satisfacción era explicable. El inmigrante creaba una economía en la que él predominaba, y quebraba con ella el sistema de vida en el que la masa criolla podía conservar su humilde dignidad y el goce humilde de su espontánea vida espiritual. Puestas en contacto las dos formas de vida económica, la derrota era inevitable para la tradicional, y el triunfo seguro para la nueva; de modo que se fue despertando cierta hostilidad, que el criollo ponía de manifiesto en el sordo menosprecio con que llamaba “gringo” al inmigrante; porque, en efecto, el inmigrante desplazaba al criollo y creaba un nivel de eficacia económica que situaba a este último en una posición inferior en lo económico y, muy pronto, en lo social.

Entre la masa inmigrante y la masa criolla, sin embargo, comenzó a producirse un rápido cruzamiento. Si en las capas inferiores fue frecuente, no lo fue menos en la clase media que por entonces comienza a aparecer, constituida en gran parte, precisamente, por el ascenso social que provocaba el éxito económico del inmigrante. José S. Álvarez, en los Cuentos de Fray Mocho, testimonia con ágil ironía la significación social de este fenómeno del que había de surgir poco a poco la típica clase media argentina de la era aluvial, cuyos caracteres —aún indecisos— revelan la coexistencia de los ideales criollos y los ideales de la masa inmigratoria, en lucha unas veces, en proceso de fusión otras, y acaso en ocasiones yuxtapuestos sin terminar de operar su adaptación definitiva.

Apenas pudo mantenerse alejada de la ola ascendente de. la inmigración la minoría criolla; llegarán a mezclarse con ella, al cabo de pocas generaciones, los descendientes de inmigrantes; pero se advertirá el esfuerzo por conservar al menos el acervo tradicional del criollismo, mediante una intencionada sobrestimación de sus formas típicas de vida. El sentido del ocio, la falta de preocupación económica, los hábitos camperos, y tantos otros caracteres que provienen de la antigua concepción rural y patriarcal de la vida, adquirirán sello de elegancia y parecerán imprescindibles para quien aspire a dar ese paso definitivo de conquista de las posiciones sociales. En la clase media, en cambio, los ideales económicos y sociales de la inmigración arraigaron con más firmeza, en tanto que, en las capas más humildes y aun cuando predominaron los inmigrantes y sus descendientes, el criollismo sobrevivió con cierta fuerza; acaso bajo aspectos retóricos, pero sin duda con la fuerza de una tradición elemental simple y enraizada en las condiciones naturales de vida. En el folklore de las ciudades, el baile y el canto popular adoptaron formas híbridas desde fines del siglo y pusieron de manifiesto la oposición entre las renovadas formas de la existencia cotidiana y los esquemas de una concepción de la vida que parecía emerger de la tierra; así surgió el tango argentino, saturado de espíritu criollo en sus elementos rítmicos, melódicos y literarios, pero cargado también de reminiscencias que provienen de la actitud vital del conglomerado criollo-inmigratorio.

El escenario fundamental de ese conglomerado fue Buenos Aires. “¿Quiénes son —se preguntaba Sarmiento poco antes de morir— los ciudadanos de este El Dorado ya presentido por los antiguos conquistadores, ciudad sin ciudadanos, pues, de sus cuatrocientos mil que la habitan, la más industrial parte y la que representa el aspecto moderno se declara extraña, y cuando más se reconoce artífice y artista de la transformación, sin transustanciación, pues cada uno queda lo que fue, instrumento, fabricante, constructor? Se edifican ciudades como se tejen paños, para el uso de quien hubiere de necesitarlos, y así se produce una gran ciudad en América, de alquiler, con tenedores pocos, con arribantes, el mundo en marcha que de toda la Europa se desprende como fruto maduro y que los alisios arrastran a estas playas. Así, creciendo y aumentándose, tendremos, si no tenemos ya, la Torre de Babel en construcción en América, artífices de todas las lenguas, que no se confundieron al construirla, sino que siéndolo y persistiendo en conservar las de su origen, no pudieron entenderse entre sí; y la grande esperanza del mundo futuro contra un nuevo cataclismo y diluvio del pasado —porque no se hace patria sin patriotismo por cemento, ni ciudad sin ciudadanos que es el alma y la gloria de las naciones— se disipará al soplo de los acontecimientos vulgares: una seca prolongada, una guerra extranjera o intestina.” Así se dolía Sarmiento, uno de los defensores de la inmigración y del progreso económico ilimitado, de esta torpe realización de su programa, que había concluido creando este grave mal para el desenvolvimiento de la nacionalidad. Otro de los artífices del progreso, Roca, afirmaba rotundamente que en Buenos Aires no estaba la nación, “porque es una provincia de extranjeros”; pero ni él ni los otros miembros de la oligarquía que dominó el país por tanto tiempo pudieron o quisieron hacer nada para dirigir hacia el interior una masa mayor de inmigración. Hubiera sido necesario modificar el régimen de explotación agrícola, crear nuevos centros de interés económico en el interior, favorecer la radicación definitiva de los que llegaban al país y hallaban como única esperanza la de ir a trabajar como peones de bajo salario en los inmensos campos de los ricos. Pero nada de eso se hizo, y el inmigrante se vengaba quedándose en Buenos Aires para tentar la suerte no en las faenas de producción, sino en las de distribución, multiplicando el número de aspirantes a una riqueza lograda en las formas subsidiarias de la vida económica. “La ciudad fue creciendo en rivalidad con la república”, señala Ezequiel Martínez Estrada, y esa rivalidad se acentúa día a día, agravada por la naturaleza de los contenidos sociales de una y otra; porque Buenos Aires es el conglomerado amorfo, en vías de decantación, pero sin decantar aún, y el país es sólo en parte ese mismo conglomerado, en constante lucha con las fuerzas del criollismo, hoscas y tensas en las zonas alejadas de la influencia inmigratoria. Y este duelo oculta —y en gran parte explica— la indefinición de nuestra existencia social y el azar de nuestra vida política.

Los nuevos cuadros sociales y políticos

La presencia del conglomerado social constituido por el aluvión inmigratorio y la masa popular criolla provoco una grave conmoción en el sistema de las relaciones sociales y en el planteo del problema político. Hasta entonces, la élite había procurado —de acuerdo con la experiencia adquirida con el fenómeno del rosismo— acercarse a la masa popular y conducirla hacia una evolución económica y social que la arrancara de ciertos cauces que consideraba peligrosos. Pero ahora, frente a esta nueva realidad creada por el movimiento inmigratorio, la élite comenzó a sentirse perpleja acerca de su actitud. El proceso de transformación social comenzó a parecerle ingobernable, y descubrió que el nuevo conglomerado social actuaba con un impulso autónomo que lo conducía hacia objetivos peculiares de los que no participaba.

En efecto, el conglomerado criollo-inmigratorio, dotado de impulsos económicos y sociales más vigorosos que los de la antigua masa criolla, se acomodaba poco a poco en el seno de la sociedad creando un proletariado y una clase media de definidas fisonomías. El incentivo de la riqueza, la capacidad de iniciativa, las nuevas posibilidades en el campo de la actividad agropecuaria, el desarrollo de la industria y el comercio, el crecimiento de la especulación financiera, todo contribuía a que el nuevo conglomerado social se sintiera impulsado a acometer toda suerte de aventuras económicas; y en ellas, aunque muchos quedaron reducidos a la condición de asalariados, otros en cambio, medraron y comenzaron a escalar posiciones superiores. Este fenómeno repercutió rápidamente sobre la posición de la élite. Hasta entonces sus miembros no constituían sino una aristocracia republicana; poseían la tierra, pero, dentro de las formas primitivas de la economía que estaban en vigor, no obtenían de ella sino limitadas ganancias, que, por otra parte, bastaban para mantener su posición en una sociedad de tan bajo nivel de vida. Ahora, la situación cambiaba con rapidez. Económicamente, el trabajo y el esfuerzo del conglomerado criollo-inmigratorio comenzó a beneficiarla en proporción insospechada; la élite resultaba ser la poseedora del capital que esas fuerzas productoras necesitaban para vivir y desarrollar sus aspiraciones, de modo que, antes que se notara el ascenso social del conglomerado, ya la élite se había convertido en una oligarquía rica por la posesión de los bienes de producción. De ese modo, el mismo proceso que conformaba una clase media y un proletariado con el conglomerado criollo-inmigratorio, transformaba a la antigua y austera élite republicana en oligarquía capitalista.

A partir de 1880, el esquema social argentino se fue definiendo cada vez más nítidamente con esos caracteres. Los grupos económico-sociales que se constituyeron por ese proceso comenzaron entonces a evolucionar en función de las nuevas situaciones en que se hallaban, y cobraron pronto cierta fisonomía que, imprecisa al principio, tendía a definirse con el tiempo y con las vicisitudes de su desarrollo. Y hacia los últimos años del siglo, una conciencia clara de su posición y de sus posibilidades comenzó a conformarse en ellos.

Más homogénea, apenas alterada en su concepción social, la élite definió pronto su posición y acusó categóricamente su reacción ante las nuevas condiciones de la realidad. Un sentido de aristocracia, de superioridad social, comenzó a aflorar en los hombres de la generación directora de 1880; la conciencia del abismo que los separaba de ese conjunto heterogéneo que estaba por debajo de ellos robusteció su certidumbre de que eran de distinta condición, hijos auténticos del país y amos del suelo. Pero, al mismo tiempo, se robusteció en ellos cada vez más la convicción de que tenían un derecho incuestionable a beneficiarse, como clase patricia, con la riqueza que el conglomerado criollo-inmigratorio creaba, multiplicando las posibilidades de sus propios bienes, antes improductivos. La riqueza fue la nueva ambición; los hábitos austeros de un Mitre o de un Sarmiento comenzaron a parecer inapropiados para la grandeza material que alcanzaba el país, y la fiebre del lujo, de la ostentación y del poderío económico comenzó a atormentar sus espíritus, ajenos cada vez más a las severas exigencias de la virtud republicana. Y en la pendiente hacia la riqueza, no bastó lo que el país producía, y pareció necesario tentar la suerte en las más diversas aventuras económicas, muchas de las cuales adquirieron bien, pronto los caracteres de oscuros “negocios” que comprometían la soberanía de la nación y enajenaban su riqueza.

Indisolublemente unidos, aquel sentido de aristocracia y este afán de enriquecimiento, conformaron la actitud política de la élite de la era aluvial. Aun manteniendo con firmeza sus convicciones liberales, en las que veían el signo de la civilización a la europea, los miembros de la nueva oligarquía tendieron a cerrar su círculo y a defender sus privilegios. El liberalismo fue para ellos un sistema de conveniencia deseable, pero pareció compatible aquí con una actitud resueltamente conservadora. Porque, en efecto, la oligarquía consideró que el poder público le correspondía por derecho y que, más aún, era patriótico no abandonarlo en manos de los hombres que surgían del conglomerado criollo-inmigratorio; el liberalismo conservador se manifestó resueltamente antipopular, y mantuvo cierta forma de despotismo ilustrado que acrecentó el escepticismo político propio de situaciones críticas como la que se atravesaba, por lo que había de contradictorio entre las doctrinas y los hechos. Y cada vez más desprendida de la masa que constituía la carne y sangre del país, la oligarquía vio crecer su desprestigio y, al fin, abandonó el poder con la misma elegante displicencia de buen perdedor con que sus miembros dejaban el dinero en Auteuil o en Epsom.

El denso conglomerado criollo-inmigratorio, compuesto de elementos heterogéneos y renovado por la constante afluencia de nuevos inmigrantes, marchaba a tientas y solía reaccionar contradictoriamente, sin consecuencia y sin merma alguna. Ciertos rasgos propios de la corriente criolla que se incorporaba a él le prestaban algún entronque más o menos vigoroso con la situación real y con las circunstancias de cada momento; pero el alud inmigratorio tendía más bien a desentenderse de los problemas inmediatos de la convivencia para sumirse en la lucha por la riqueza. Contribuía a conformar esta actitud el sentimiento de menor valía social que obraba en los miembros del conglomerado criollo-inmigratorio; y, por un movimiento espontáneo, trataron de compensarlo mediante el esfuerzo encaminado a lograr un enriquecimiento que, si se lograba, traía consigo un correlativo ascenso social.

La aspiración al ascenso social era, en efecto, el resorte fundamental de toda la conducta de los hombres del conglomerado. No era difícil de alcanzar en una sociedad incipiente, llena de posibilidades y en la que trabas y prejuicios estaban consolidándose sólo por entonces; y el dinero fue la llave maestra que permitió al hombre que se hacía a sí mismo o hacía a sus descendientes con denodado esfuerzo, salvar las etapas y alcanzar el triunfo. Pero este proceso trajo consigo —como ocurría por otras causas en la oligarquía— una tremenda crisis moral; la finalidad era obtener ciertas posiciones, quebrar determinadas resistencias; y para alcanzar esos objetivos solían considerarse con harta frecuencia deleznables los últimos escrúpulos.

A medida que el conglomerado se fue decantando —muy lentamente— sus tendencias políticas comenzaron a perfilarse. En rigor, sólo los elementos negativos se insinuaron con nitidez; la masa que se plasmaba se manifestó, por reacción contra la élite, antioligárquica, antiliberal, refractaria a la civilización europea; poco después afirmó su enérgico impulso democrático y acentuó su tono popular hasta sobrestimar lo que la élite menospreciaba. Y, frente a la resistencia de la clase que detentaba el poder, se fue perfilando una actitud política de renovación orientada hacia la democracia.

Sin duda, esta Argentina en la que se oponían y se entrecruzaban los elementos tradicionales y los elementos aluviales difería bastante de la Argentina criolla. El proceso de homogeneización comenzó poco a poco, estimulado por ciertas fuerzas de absorción que caracterizan la vida argentina; pero ni ha concluido, ni se adivina cuándo ha de concluir, dados los largos plazos que requieren estos fenómenos de fusión social. Entre tanto, las reacciones de la masa social conservan la imprecisión propia de su cambiante estructura, y las líneas políticas predominantes —especialmente la de la democracia popular— no parecen ser sino anchos cauces en los que caben desvíos parciales de la corriente y aún retrocesos, aparentes o reales. Esta Argentina es la de hoy, incierta y enigmática, aunque pletórica de posibilidades, de promesas y de esperanzas.

VII
La línea del liberalismo conservador

Elevada a la categoría de oligarquía, no tanto por su propia acción como por la presión ejercida desde abajo por el conglomerado criollo-inmigratorio, la antigua élite republicana comenzó a precisar su posición y su conducta, una vez que descubrió que tenía en sus manos los instrumentos que podían asegurarle el goce de sus privilegios. Sin duda, no ignoraba la oligarquía naciente la insuficiente base social de su hegemonía y su escasa estabilidad corno clase monopolizadora del poder y de las ventajas económicas que obtenía de él. Roberto J. Payró, con su agudo sentido crítico para los problemas sociales, hacía decir a uno de sus personajes en Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira: “Todos somos descendientes de negociantes o estancieros; eso lo sabemos muy bien. Pero todo el mundo se esfuerza por hacerlo olvidar, y en tal caso, el que está más lejos de su abuelo pulpero, tendero, zapatero o criador, es el más aristócrata.” Pero precisamente por esa circunstancia creía la oligarquía que necesitaba redoblar sus esfuerzos para fortalecer sus posiciones e impedir que el aluvión inmigratorio le arrebatara las ventajas logradas. Unido a un estrecho y vigoroso egoísmo de clase, había en este planteo del problema social y político una cierta preocupación que se consideraba patriótica. La oligarquía creía representar al país con mayor fidelidad que los advenedizos, apenas consustanciados con él; pero ciertamente, no era patriótica su desidia para acelerar y favorecer el proceso de asimilación, radicando a los inmigrantes y convirtiéndolos pronto en solidarios con el destino nacional. Privaron los sentimientos de clase, y la oligarquía se dio a sí misma un programa doctrinario en el que los principios liberales se acomodaban a las posibilidades de la hora y se orientaban, en política, hacia una posición decididamente conservadora.

Esta actitud, que con todas sus limitaciones tenía algo de valiosa en sí misma, fue todavía desvirtuada con una política cada vez más estrecha y rapaz. Ganó el país; pero mucho, muchísimo más ganaron los usufructuarios del poder; y muy pronto, el ideario que defendían en el plano doctrinario cayó ensuciado por la torpeza de la acción que quería encubrir. Así cayó lo que se llamó el “régimen”; pero arrastró en su caída también cierta tradición liberal que merecía salvarse. Y, poco a poco, la corriente política que lo destruyó tuvo que reconocer que había en aquella tradición algo que era necesario restaurar e incorporar a sus principios. Hombres y partidos salidos de esta corriente encarnarían en diversa medida, más tarde, la defensa de aquellos ideales del liberalismo, sobrevivientes en el naufragio del grupo político que fue su circunstancial portador.

Los principios

La evolución de la élite republicana hacia una organización cada vez más estrechamente oligárquica fue acelerada. De Sarmiento a Avellaneda y de Avellaneda a Roca, el poder pasó de mano en mano gracias al calor oficial, sin que pudiera señalarse una ruptura fundamental en la línea de la inspiración política. Sin embargo, se había operado una desviación considerable en ciertos aspectos, pues por debajo del mero fenómeno político se habían producido cambios trascendentales en lo económico y en lo social.

Sin duda, el apoyo prestado por Sarmiento a Avellaneda y el que otorgara Avellaneda a Roca respondían a la creencia de que con ellos se continuaba una misma tradición política. En cierto modo, el hecho era cierto; la tradición liberal se perpetuaba en algunas de sus formas; pero no lo era menos que se introducían en ella profundas variaciones, impuestas por el ritmo cambiante de la realidad social y económica. Y a esas variaciones respondería la oposición que encabezaron los viejos representantes de la élite republicana, como Mitre o Sarmiento.

Formados en el culto de las doctrinas que habían servido de base a la organización del país, los hombres de 1880 habían saturado su espíritu de liberalismo; Eduardo Wilde, acaso uno de los más representativos, decía aludiendo a los tiempos iniciales de su generación: “Aquello era un continuo rebatir de opiniones, prestigios e ideas. Sólo en una cosa coincidíamos todos: en ser ultraliberales y revolucionarios en arte y en política. Era necesario reformar creencias, instituir el socialismo, pero el socialismo liberal, inteligente, ilustrado; reorganizar la república; aún más: América, y hacer de toda ésta una gran nación.” Con el tiempo, sin embargo, esta tendencia liberal tomó otro camino por obra de las circunstancias. Había que transformar el país, pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el poder; y esta actitud suscitó una contradicción íntima entre los ideales liberales y los ideales democráticos. “Tenemos el mismo espíritu conservador”, decía Manuel Quintana al general Roca al recibir el mando en 1904; y definía con ello lo que era sustancial en esta desviación que el liberalismo sufría desde 1880, en manos de la naciente oligarquía. Porque, ante el empuje de la Argentina aluvial, el liberalismo adoptaba resueltamente una actitud conservadora.

Sin renunciar a sus ideales progresistas, la oligarquía pretendió sustraerse al proceso de renovación social que en el país se operaba. Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este último campo el espíritu renovador en tanto que se contenía, en el primero, todo intento de evolución. Roca definió su pensamiento en una célebre fórmula, pronunciada al hacerse cargo por primera vez del poder, en 1880: “Paz y administración.” Paz significaba en sus labios no sólo la recia represión de todo intento revolucionario —como los que habían ensangrentado la república en 1874 y 1880— sino también la resuelta eliminación de toda lucha franca y limpia por la conquista del poder, que consideraba peligrosa para el país en vías de transformación y más peligrosa aún para su propia clase. Administración, en cambio, significaba el cumplimiento de los ideales liberales de progreso y enriquecimiento, esto es, la realización del programa esbozado por los hombres de la organización. Y así quedaba señalado con claridad el doble camino que debería recorrer la oligarquía, liberal hasta sus últimas consecuencias en el plano económico y estatal, y estrechamente conservadora en el plano político.

Sin embargo, los principios del liberalismo no podían subsistir en sus formas tradicionales; a los ojos de la naciente oligarquía era necesario colocar al país en la corriente del progreso económico que caracterizaba por entonces a Europa. El capitalismo internacional llegaba poco a poco a su culminación, y la Argentina constituía un área económica cuya explotación tentaba allí donde el capital buscaba inversiones ventajosas; nada, pues, más fácil que encauzar la economía argentina dentro de esa corriente, aunque fuera menester modificar los principios en alguna medida o acaso solamente apoyarse en aquella faz del pensamiento liberal que atendía de preferencia al progreso material.

También fue preocupación fundamental de la oligarquía el realizar los ideales liberales en el campo de la organización jurídica y estatal. Había que modificar la fisonomía colonial del Estado y modernizar sus principios jurídicos para encauzarlo dentro de la corriente de las naciones progresistas que servían de modelo a la oligarquía. Y la realización de este programa, unida al plan de renovación económica, puso de relieve cuál era el sentimiento que movía a los hombres de 1880, cuya sola claudicación frente a la tradición liberal fue su escepticismo respecto a las masas populares que comenzaban a constituirse en el país. Observador atento, Pedro Goyena señalaba, desde su punto de vista católico, cómo iba asomando una mentalidad nueva en la naciente oligarquía. “Contemplad —decía en 1888— la civilización moderna. ¿Qué es ella sino el predominio absorbente de los intereses materiales? ¿Es cierto, acaso, que en medio de la pompa de las artes, que en medio de la riqueza y la abundancia, se haya desenvuelto satisfactoriamente el hombre como ser intelectual y moral? La respuesta no puede ser afirmativa. Si es cierto que el hombre ha progresado materialmente, no es cierto que brille por el esplendor de sus virtudes.” Y, en efecto, a esta preocupación por encarrilar al país en la vía del progreso económico y social correspondía un profundo escepticismo moral.

Sirviendo los ideales del progreso económico, la oligarquía descubrió que convenía a los intereses de la nación y aun a sus propios intereses de clase dominante el ofrecer al capital extranjero las posibilidades de realizar inversiones productivas en el país. Acaso fuera necesario asegurar altos rendimientos y ofrecer garantías algo excesivas; pero nada de eso arredraba a los hombres de 1880, en quienes primaba un esencial optimismo acerca del destino nacional. Ninguna duda planteaba tampoco el problema de las amenazas contra la soberanía que podrían derivarse de esa entrega discrecional de la riqueza: y si alguna duda se planteaba, salvaba los últimos escrúpulos la certeza de que la aventura contribuía a beneficiar sus propios intereses de clase. Todo parecía, pues, inclinarse en favor de una política que modificaría pronto la estructura económica y social del país.

En cuanto a los ideales de renovación estatal, la oligarquía concibió el plan audaz de darle al país un sistema jurídico que correspondiera a la heterogénea sociedad que lo constituía. En lugar del vetusto Estado semicolonial que perduraba hacia 1880, parecía urgente crear un Estado moderno y vigoroso, dotado de los instrumentos legales que facilitaran la plena utilización del caudal humano que ahora poseía para la realización de los sueños de grandeza material. Toda coerción espiritual, toda fuerza que compitiera con el Estado tenía que ser barrida; todos los instrumentos de gobierno, en cambio, tenían que ser perfeccionados y concentrados en el Estado. Pero no menos importante pareció a la oligarquía que el Estado quedara totalmente en sus manos, aun a riesgo de tener que abandonar los principios políticos que parecían consustanciados con la doctrina liberal.

La política conservadora

En lo político, en efecto, fue donde los viejos ideales del liberalismo cayeron vencidos por los intereses de clase. Ya en las primeras jornadas de la lucha por el engrandecimiento económico aprendió la oligarquía que, si lograba retener el poder, podía esperar ventajas importantes y prometedores privilegios; pero era necesario que ningún resorte del Estado cayera fuera de sus manos, y se preparó para hacer cuanto fuera necesario —con los principios o contra los principios— para afirmarse en sus posiciones. De esta actitud política, abonada por la fácil justificación del patriotismo, nació lo que fue llamado poco después de 1880 el “unicato”, y más tarde, el “régimen”.

Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman fueron los representantes eminentes del “unicato”. Era éste un sistema político elemental, en el que apuntaban las viejas tendencias del autoritarismo autóctono, pero que, contenido por el vigoroso freno del formalismo constitucional, conducía al mismo tiempo a una solemne afirmación del orden jurídico y a una constante y sistemática violación de sus principios por el fraude y la violencia. El eje del sistema era, en efecto, una concepción absolutista del poder ejecutivo, acaso determinada por la inestabilidad del panorama político del país, pero robustecida por el afán centralizador que demostraron Roca y Juárez Celman, y, en menor escala, los que les siguieron en el ejercicio de la presidencia, como Pellegrini, Quintana o Figueroa Alcorta. Dentro de esta concepción, el régimen republicano quedaba desvirtuado en variable medida por la decisiva influencia que, en el plano político, ejercía el presidente de la república, y voluntaria o involuntariamente, quedaban en sus manos todos los resortes que regían la vida institucional del país, sin excluir aquellos que debían asegurar el régimen federal. En una carta a Juárez Celman, decía el diputado Olmedo refiriéndose al tipo de autoridad que, ya en 1882, ejercía el general Roca: “Ayer fue Corrientes; vino en seguida Entre Ríos y hoy es Santiago del Estero el que cae o caerá bajo la espada del Cónsul que aspira a no dividir el poder, sin duda para ser César, a lo menos por seis años. ¡Error! ¡Funesto error! No hay gobierno posible sin opinión y sin resortes legales; y nada más que su personalidad y su poder está dejando en pie el general Roca. ¿Para qué esta política unipersonal, preñada de peligros, que descontenta a sus amigos, y, lo que es peor, los inutiliza para el día en que le hagan falta? Si quiere poder, ¿no tiene el más alto, el más amplio, el que le da la ley, aquel con que lo ha armado la Constitución? ¿Le hace falta levantar el machete de oscuros soldados o la palabra desautorizada de periodistas mercenarios para afianzar su poder, que nadie le disputa y que todos queremos robustecer en el terreno de la ley?” Si así se quejaba el correligionario, avergonzado de la exigida obsecuencia, no es extraño que los opositores pintaran la situación con colores aún más sombríos. Algunos años más tarde, en las agitadas jornadas previas de la revolución de 1890, diría Joaquín Castellanos en un mitin de la Unión Cívica: “La vida nacional está paralizada en cuanto al funcionamiento de sus órganos regulares. Un centralismo absorbente, como no lo hubieran imaginado los más fanáticos defensores del régimen unitario, ha sustituido a nuestras formas constitucionales de gobierno. El presidente de la república ejerce de hecho toda la suma del poder público; tiene en sus manos las riendas del poder municipal, la llave de los bancos, la tutela de los gobiernos de provincia, la voz y el voto de los miembros del congreso, y hasta maneja resortes del poder judicial; desempeña además lo que se llama jefatura del partido dominante, partido cuyos miembros son entidades pasivas que no deliberan ni resuelven nada, ni ejercitan funciones públicas y que se han acostumbrado a mendigar al jefe como un favor las posiciones que debieran alcanzar en el comicio como un derecho. El presidente ejerce de hecho las facultades extraordinarias a que se refiere la constitución cuando, teniendo en vista antecedentes tristemente notorios en vuestra vida pública, dispone que aquellos que las propongan a favor de un gobernante sean considerados como infames traidores a la patria; y estas facultades extraordinarias, nadie las ha pedido expresamente: pero, sin proponerlas, se las han entregado al jefe del poder ejecutivo por la renuncia tácita que han hecho otras ramas del poder público de sus atribuciones y prerrogativas.”

Estas quejas y estas diatribas muestran la dinámica interior del “unicato”; no sólo se constituía como régimen centralizado en la medida en que lo exigía la defensa de los privilegios, sino que se cerraba más y más, como por obra de una fuerza ciega que moviera a la oligarquía a confiar la dictadura de hecho a un salvador capaz de contener las amenazas que se cernían a lo lejos sobre ella. Así, contra toda lógica, se empezaba por exigir en los cuerpos colegiados la unanimidad a los propios partidarios, hasta humillarlos, humillando al mismo tiempo a las asambleas representativas. “El Congreso argentino —decía Osvaldo Magnasco en 1891— se ha dejado avasallar durante diez años, durante dos administraciones, por la influencia perniciosa del Ejecutivo, aceptando así la esclavitud política y labrando de este modo el desprestigio de la actualidad, el desprestigio de esta corporación que habría, en estas horas de aflicción sin ejemplo, podido agrupar a su alrededor los elementos de opinión y hasta fuerzas necesarias para constituir ahora un punto de resistencia; de esta corporación, que ha sido en otro tiempo el baluarte firme y el baluarte inconmovible de las extralimitaciones de los Ejecutivos insolentes o habituados a la autocracia.”

Y ¿qué podía extrañar esta situación, si los espíritus más ilustrados estaban corroídos por el escepticismo y no había, en el seno de la oligarquía, quien conservara la vieja devoción por el pueblo, aquella que estimuló el fervor republicano de Sarmiento o de Mitre? Eduardo Wilde, el liberal por excelencia, no vacilaba en escribir estas palabras reveladoras. “Será presidente el candidato que designe el general Roca. El general se ha hecho acreedor a esta conducta y debe aceptar el honor con serena conciencia; lo ha ganado legítimamente… Parece que el general Roca tuviera escondido en alguna parte un oráculo que le pone cada noche en la cabeza las ideas más patrióticas y en los labios las palabras más justas y precisas.” Y una vez que se le preguntó que era la universalidad del sufragio, Wilde respondió: “El triunfo de la ignorancia universal.”

Esta opinión sobre el sufragio explica la imperturbable impavidez con que los oficialismos preparaban y consumaban el fraude electoral. Mitre, que había quedado al margen de la oligarquía, siendo como era miembro ilustre de la antigua élite republicana, decía en el mitin del 13 de abril de 1890: “Falseado el registro cívico y cerrados por el fraude los comicios electorales, lo que da por resultado la complotación de los poderes oficiales contra la soberanía popular, el pueblo, divorciado de su gobierno, está excluido de la vida pública, expulsado del terreno de la Constitución?’ Porque, en efecto, todo un sistema estaba montado para dominar la situación en cada lugar y no se dejaba recurso alguno por explotar para asegurar el triunfo: la venalidad, la astucia, la trampa, la fuerza, ejercitada tanto por los “matones” contratados como por las mismas fuerzas del Estado. El “Juan Moreira” de la tradición popular argentina no era, en la realidad, sino uno de estos bravos que se ponían al servicio del gobierno para ganar elecciones; y mientras, en cada villorio y en cada barrio, se violaba la fe pública con tal descaro, en los círculos áulicos se seguía soñando con el incontenible progreso del país, con el acrecentamiento incesante de la riqueza nacional, con el perfeccionamiento de los instrumentos jurídicos para la ordenación de la vida nacional. Y no faltaba la declaración solemne y enfática, como la que hiciera el presidente Quintana, el más autocrático de los mandatarios que surgieron de la oligarquía, al hacerse cargo del poder en 1904: “Lejos de temer, ansío para mi país los movimientos pacíficos de la democracia, y ha de ser una de mis mayores ambiciones suscitar el debate de las doctrinas opuestas y presidir con imparcialidad, desde el gobierno, el choque de los grandes partidos orgánicos.”

Ciertamente, a nadie podían confundir las palabras porque eran notorias las convicciones. La oligarquía estaba convencida de que no tenía frente a ella una oposición organizada, sino más bien una masa heterogénea que apenas comenzaba a esbozar sus aspiraciones imprecisas. Juárez Celman sostenía que de ella no podía salir un partido de gobierno, y el propio Mitre afirmaría de la Unión Cívica Radical que no tenía los caracteres necesarios para tal función. La actitud que correspondía a tal convicción no podía ser, pues, sino la de asegurar el monopolio del poder para la oligarquía, que estaba convencida de que constituía un “partido de gobierno”, esto es, un grupo de hombres que sabía lo que quería y lo que convenía a sus intereses.

La defensa de los intereses oligárquicos

Si en lo político la oligarquía demostró un obcecado conservadorismo —obcecado y suicida—, en la realización de sus ideales de renovación y progreso económico sólo mantuvo en parte la dignidad de sus principios. Muy pronto advirtió que el enriquecimiento del país y el de sus miembros podían ir de la mano, y le faltó austeridad para orientar sus pasos en la dirección única de los intereses generales del país; así, condujo su política con certero cálculo y no vaciló en desvirtuar sus antiguos ideales en beneficio de sus nacientes privilegios.

La gran riqueza de la oligarquía, la que constituía su punto de partida en la carrera hacia la fortuna, era la tierra, de la que sus miembros poseían vastísimas extensiones. Ya en 1880 estaba repartida casi la totalidad de la tierra pública utilizable, pero sus poseedores no obtenían de ella sino escasos rendimientos. Puede decirse que la ingente labor que realizó desde el gobierno la oligarquía, con el fin de modernizar el país e incorporar a él los adelantos técnicos alcanzados en los últimos tiempos, estuvo estimulada y dirigida por el designio de procurar la valorización de esas extensiones. No solamente era imprescindible traer brazos que las trabajaran; era forzoso hacerlas productivas y, sobre todo, acercarlas a los centros de distribución. Así se comenzó a estimular la inmigración y se empezaron a construir numerosas obras públicas, procurando que los beneficios de tales medidas recayeran sobre aquellas tierras.

La inmigración quedó localizada, en su inmensa mayoría, en la región litoral, y las obras públicas beneficiaron, sin duda, las zonas de mayor rendimiento. Pero para lograr esos resultados se prescindió de un plan sistemático y no hubo vacilación alguna en conceder a los capitales extranjeros ventajas inmoderadas que comprometían el patrimonio nacional. Si había que otorgar concesiones para la construcción y explotación de determinados servicios, las condiciones ofrecidas a los consorcios que se comprometían a realizarlos solían ser extremadamente ventajosas, aun cuando no correspondieran a los riesgos del capital. La construcción de ciertas vías férreas reportó a la compañía concesionaria la cesión de vastas extensiones de tierra, y aun así pareció admirable la generosidad de los capitalistas que aventuraban su dinero. En 1887 decía el general Roca en un discurso pronunciado en Londres, después de un banquete que le ofreciera la casa Baring Brothers: “He abrigado siempre una gran simpatía hacia Inglaterra. La República Argentina, que será algún día una gran nación, no olvidará jamás que el estado de progreso y prosperidad en que se encuentra en estos momentos se debe, en gran parte, al capital inglés, que no tiene miedo a las distancias y ha afluido allí en cantidades considerables, en forma de ferrocarriles, tranvías, colonias, explotaciones mineras y otras varias empresas.” Pero estas inversiones del capital inglés adquirían forma de empréstitos que era necesario servir, y la deuda exterior alcanzó muy pronto cifras fabulosas que comprometían la estabilidad financiera del Estado y, sobre todo, su propia autonomía. En 1896, Juan Bautista Justo, el fundador del Partido Socialista en Argentina, decía en un artículo de La Nación: “Lo que no pudieron los ejércitos lo ha podido entre tanto el capital ingles. Hoy nuestro país es tributario de Inglaterra. Cada año salen para allá muchos millones de pesos oro, para los accionistas de las empresas inglesas establecidas en el país. Nadie puede poner en duda los beneficios que reportan los ferrocarriles, los tranvías, las usinas de gas, los telégrafos y teléfonos. Nadie puede negar a sociedades inglesas el derecho de poseer vastas extensiones de campo en nuestro país, desde que los señores territoriales argentinos tienen el de vivir de sus rentas donde más les plazca. El oro que los capitalistas ingleses sacan del país, o que se llevan en forma de producto, no nos aprovecha más, sin embargo, que si se volatilizara o se fuera al fondo del mar, como se ha dicho que aprovechan a los irlandeses las rentas que los señores ingleses sacan de Irlanda. También nosotros sufrimos el ausentismo de los capitales, y sin oponernos a que vengan, no debemos mirar como un favor el establecimiento en el país de más capitales extranjeros. Son ellos en gran parte los que nos impiden tener una buena moneda, sometiendo nuestro mercado a un continuo drenaje metálico. Que vengan en buena hora los capitales, pero que vengan con los capitalistas.”

Estas observaciones de Justo correspondían al temor que, desde antiguo, inspiraban las cuantiosas inversiones que hacía el Estado, sobre todo en obras públicas. El presidente Roca había defendido su punto de vista en el congreso —en 1885— diciendo: “Si se ha gastado mucho, ahí está como capital activo de la nación. Los ferrocarriles concluidos o a concluirse, los telégrafos, puertos y puentes, los millares de leguas conquistadas al salvaje, los edificios y obras exigidas por la evolución, que hizo de la ciudad de los virreyes y de los gobiernos que declararon la independencia americana, la capital permanente de la nación, el aumento rápido de los productos agrícolas, los rebaños de ganado mejorando su clase y multiplicándose al infinito, la inmigración que aumenta cada día y mil industrias que nacen y se desarrollan con fuerza en todo el país.” Pero lo cierto era que, pese a ser, en efecto, capital activo de la nación, los servicios de los empréstitos desequilibraban cada vez más el régimen financiero; por otra parte, la afluencia de dinero creaba con rapidez un clima favorable a los negocios, en especial los financieros, cuyo desarrollo se manifestó en las especulaciones a que se entregaron amplios sectores de la sociedad porteña. Entre 1889 y 1890, la Bolsa fue escenario de una actividad febril: “Allí estaba —decía Julián Martel— la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires mezclada, eso sí, con la escoria disimulada del advenedicismo en moda.” La fiebre de los negocios, efectivamente, había alcanzado a todas las capas sociales, y muy pronto se produjeron los cataclismos económicos que podían preverse, como consecuencia de ese enriquecimiento repentino y de ese incontrolado juego de millones. El Estado y los particulares sufrieron gravísimos reveses, que, por supuesto, repercutieron en la economía general. Al borde del abismo, la oligarquía trató, por sobre todo, de capear el temporal protegiendo el crédito exterior, en defensa, ciertamente, del buen nombre de la nación, pero también con la esperanza de seguir contando en el futuro con el apoyo de los capitales extranjeros. Carlos Pellegrini, a quien tocó la ardua tarea de conducir el país después de la crisis de 1890, decía poco después: “Cuando me recibí de la presidencia de la república, tenía la certidumbre de que, con los recursos de que disponía en ese momento el país, mientras no se procuraran nuevos y no se desarrollaran nuevas fuentes de renta, no iba a ser posible atender al pago de la deuda; pero creía que el crédito de la nación estaba por arriba de cualquier sacrificio. Empecé por hacer lo que mucho se me criticó entonces. En medio de esas primeras angustias del tesoro, cuando faltaban hasta los recursos para pagar la administración, envié el último peso a Europa para atender los cupones de nuestra deuda de de octubre de 1890 y 1o de enero de 1891, y junto con el dinero para pagar esos cupones —que marcaban qué sacrificios era capaz de hacer el gobierno para mantener su crédito— envié al doctor de la Plaza a la comisión de la alta banca inglesa que en esos momentos estaba constituida bajo el nombre de ‘Comité Baring’, presidido por el barón Rotschild.” Así se entró, tras enseñanzas tan duras, en una vía de moderación; sin abandonar completamente su programa, la oligarquía procuró no sobrepasar con exceso las posibilidades económicas, pero como le importaba no prescindir del crédito exterior, quiso fortalecer la confianza en la seriedad del gobierno y proyectó, durante la segunda presidencia del general Roca, unificar las deudas otorgando como garantía las rentas de la aduana. El proyecto era, sin duda, demasiado comprometedor porque autorizaba la intromisión extranjera en la vigilancia de las finanzas nacionales, y provocó un violento rechazo por parte de la opinión pública; muy pronto el gobierno debió retirarlo, y a partir de entonces, fue signo de buena política el tratar de limitar los empréstitos. Al cabo, la prosperidad volvió a renacer, y los capitales volvieron a afluir, seguros de obtener ingentes beneficios. Ya en 1908 podía decir Figueroa Alcorta: “Los saldos de la última cosecha, las cifras de nuestro intercambio comercial, las que representan el acrecentamiento de nuestras industrias, y, en general, todo antecedente relativo al adelanto material del país, demuestra que la prosperidad alcanzada es superior a los cálculos de previsión más favorable, y que esta obra de engrandecimiento determinada por el esfuerzo de un pueblo laborioso y progresista, tiene bases inconmovibles y extraordinarias proyecciones.” Ese mismo año, decía Justo en la proclamación de los candidatos socialistas: “Muchos de los grandes terratenientes ignoran aún dónde tienen sus posesiones, compradas a un precio irrisorio de cuatrocientos pesos la legua, y hoy valen más de doscientos mil. La obra de la burguesía consistió en valorizar su tierra por medio de concesiones, de ferrocarriles garantidos. Ha hecho propaganda inmigratoria pagando agentes en Europa con el dinero del pueblo para atraer obreros que cultivaran sus campos y rebajar los salarios, hecho posible sólo con el aumento de brazos disponibles.” El cargo era cierto. La oligarquía trabajaba por el progreso material del país, pero orientaba su acción hacia la satisfacción de sus propios intereses.

Su punto de vista conservador se manifestó de modo categórico frente a la aparición de las primeras fuerzas obreras organizadas. En 1902, y en vista del desarrollo que adquiría la resistencia contra los bajos salarios y el exceso de labor, el congreso, sobre la base de un proyecto preparado años antes por Miguel Cané —el fino humorista de Juvenilia—, sancionó la “ley de residencia”, por la cual se autorizaba al gobierno a expulsar a los extranjeros que se manifestaran como elementos activos en los conflictos sociales. Al mismo tiempo, la represión policial crecía y se disolvían con violencia cuantas manifestaciones obreras se organizaban, mientras se perseguía con saña a los obreros que participaban en las huelgas, que estallaron con frecuencia desde 1904. En 1909 y 1910 la agitación obrera recrudeció y a la severa represión respondió un anarquista alentando contra la vida del jefe de policía y otro, poco después, colocando una bomba en el Teatro Colón. La reacción fue inmediata y en junio de 1910 se votó la ley llamada de “defensa social”, por la cual se extremaban las medidas contra los obreros organizados. Sin embargo, los mismos hombres que así respondían a este movimiento natural de desarrollo social, eran los que habían contribuido a dotar al país de una legislación moderna y progresista en otros aspectos.

La legislación laica

En efecto, después de 1880 se advirtió en la oligarquía un decidido propósito de renovar y reordenar jurídicamente el Estado, propósito tan vigoroso y definido que los espíritus tradicionalistas pudieron afirmar que constituía un plan. “Si hay o no, señores, en las alturas del gobierno —decía Juan Manuel Estrada en 1884, al clausurar el Congreso Católico— una conspiración conscientemente dada a desarrollar el programa masónico de la revolución anticristiana, no es punto para discutirse. ¡No estaríamos aquí si la apostasía de los gobernantes no hubiera estremecido de indignación a los pueblos! Si hay o no premeditada usurpación cesárea de los derechos de Dios y de los derechos nacionales, dígalo por mi la crónica de un año, en que un gobierno insensato ha atropellado a la vez la inmunidad de la Iglesia, la dignidad de la enseñanza, la libertad de conciencia, la fe de los padres, la inocencia de los niños, la libertad electoral, la independencia de las provincias; ¡nuestro derecho de cristianos y nuestro derecho de argentinos!”

No se engañaba Estrada; pese a su actitud antidemocrática, pese a su celosa defensa de sus privilegios, la oligarquía era profundamente liberal y estaba caracterizada por lo que Miguel Cané definía como “espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano”. Esa tendencia debía conducirla al planteo del problema religioso en términos categóricos, y en breve plazo hallaron solución graves cuestiones referentes a la jurisdicción de la Iglesia, la cual, no sin resistencia, perdió importantes posiciones en la vida argentina. En 1884, además de la ley de Registro Civil, se sancionó la ley de “educación común”, cuya discusión se dilató por largo tiempo y polarizó a católicos y liberales. Defendían los primeros la necesidad de la enseñanza religiosa, sosteniendo la limitada capacidad docente del Estado para proporcionar una formación moral que correspondiera a la tradición católica del pueblo; decía Pedro Goyena, uno de los más ardientes voceros de esa tendencia: “Confiar al Estado, exclusivamente, la formación del niño en la escuela, sería hacer de ésta una fábrica de individuos calcados sobre el modelo que conviniera al representante del mismo Estado, es decir, al gobernante; sería quitar todo carácter de espontaneidad y de independencia al ciudadano futuro; sería formar un conjunto de elementos mecánicos, de seres a quienes faltarían las altas inspiraciones que el padre de familia quiere que reciban sus hijos, cuando busca anheloso una escuela donde el maestro les comunique esas nociones sublimes y sencillas a la vez, que son luz para la mente, fortaleza para la voluntad, bálsamo para el corazón, donde el maestro les enseñe que la ley suprema es la ley de Dios, de Dios que nos ayuda en el tiempo y nos apremia en la eternidad.” Y agregaba más adelante: “La escuela sin religión, la escuela de la cual se proscribe la noción de Dios, la escuela donde su nombre no se invoca jamás, esa escuela está condenada y nadie la defiende ya directa y abiertamente. La escuela debe ser religiosa; y yo digo: bastaría que se hubiera admitido que debe haber en ella enseñanza moral, para que se hubiera reconocido por lo mismo que debe haber enseñanza religiosa.”

Frente a los católicos, los liberales defendieron el principio del Estado docente y el derecho a la libertad de conciencia, sintetizando su ideal en la fórmula de escuela “laica, obligatoria y gratuita”. “La Iglesia —decía Delfín Gallo en el congreso— no ha olvidado sus antiguas teorías, tendientes al predominio de ella sobre todos los poderes temporales: ‘Todos los hombres, aun los príncipes de la tierra, deben inclinar la cabeza ante los sacerdotes’, dicen las Decretales. ‘Así como el cuerpo se subordina al espíritu, así también los poderes temporales deben subordinarse al poder espiritual, que es el más alto, el más noble, el inmediato a Dios’, dice San Buenaventura, uno de los grandes Padres de la Iglesia. Estas son las doctrinas que la Iglesia ha proclamado y en virtud de las cuales el sacerdote, con el Sumo Pontífice a su frente y como representante del poder espiritual, debe ejercer preponderancia inmediata, directa y omnipotente sobre todos los poderes temporales de la tierra. No creo, Señor Presidente, que esto se consiga dado el estado de la civilización en el mundo; pero sí temo que algunos pueblos que no están muy avanzados en la escala, que algunos pueblos como el Ecuador y otros de nuestra raza, que aún se encuentran sumidos en una semibarbarie, debido a la inestabilidad de sus instituciones y a las revoluciones sin cuento, puedan caer en la celada tendida. Y yo deseo que nosotros no pongamos ni la más pequeña piedra que pueda contribuir al levantamiento de ese nuevo edificio. Me parece que después de todos los adelantos que ha realizado la humanidad, nadie podrá sostener la conveniencia, la utilidad para la República Argentina de que el poder espiritual, de que el poder de los papas viniera a imperar, a predominar sobre el poder temporal, es decir, sobre la soberanía del pueblo, que es la base de todo gobierno político en la actualidad.”

Las dos posiciones chocaron con violencia a lo largo del debate, y el conflicto tuvo vasta y profunda repercusión fuera del congreso. Si los católicos se mostraron agresivos, el gobierno del general Roca no demostró menos decisión y no vaciló en llegar a medidas tan rigurosas como la destitución de José Manuel Estrada de sus cátedras y la expulsión del nuncio apostólico. La oligarquía se mostraba orgullosa de su actitud, de su superioridad intelectual, de su independencia de carácter. Poco después, durante el gobierno de. Juárez Colman, se volvieron a avivar las pasiones con motivo del proyecto de matrimonio civil. Eduardo Wilde, fino escritor y hombre de mundo, por entonces ministro del Interior, defendió el proyecto en la cámara de diputados afirmando que su sanción era necesaria “para la marcha y desenvolvimiento de nuestra sociedad”, sobre todo “siendo, como somos —agregaba— un país de inmigración”; y Filemón Posse, ministro de Justicia y Culto, lo hizo en el senado asegurando que esa ley era “la expresión genuina de esta santa libertad de conciencia, de esta libertad conquistada por la civilización que hoy hace imposible que un hombre marche a la hoguera por no creer en Jesucristo”. Frente a ellos se levantaron otra vez las voces más autorizadas de los católicos: Estrada, Goyena, Funes, Pizarro; y la polémica inquietó los ánimos y preparó, en cierto modo, la grave conmoción que se produjo en 1890, movida en parte por la naciente inquietud democrática y en parte por el fuerte movimiento antiliberal que se había polarizado a causa de esta decisión de la oligarquía de imponer una legislación moderna.

Las vicisitudes del liberalismo

El divorcio, cada vez más acentuado, entre los principios liberales y los principios democráticos condujo a la oligarquía a la crisis. Por su actitud frente al complejo criollo-inmigratorio, por su marcada tendencia a estrechar y cerrar filas, debilitaba poco a poco sus cimientos sin que la mayor parte de sus miembros lo advirtieran; pero no todos dejaron de observar el fenómeno. Acaso corresponda a Mitre el mérito de haber mantenido la lucha contra las tendencias antidemocráticas; se salvó, y con él se salvaron luego otros que, habiendo pertenecido a la oligarquía y aun habiendo representado de modo eminente sus principios, llegaron a ver claro en el informe panorama político y social de la república. Acaso los ejemplos más significativos sean los de Carlos Pellegrini y Joaquín V. González.

Pellegrini había sido uno de los más genuinos representantes de la política liberal y antidemocrática, y sus manifestaciones acerca de los anhelos de libertad electoral que demostraba ya algún sector de la masa acusaban cierto impúdico desprecio por los principios de la democracia; mas las vicisitudes políticas hicieron mella en su espíritu magnánimo y sus convicciones comenzaron a modificarse. De acuerdo con Roca y, sobre todo, con su ministro Joaquín V. González, defendió una importante modificación en el sistema electoral que establecía el voto uninominal, modificación que fue luego suprimida por el presidente Quintana. Y tras un viaje a Europa, volvió al país manteniendo con enérgica convicción la necesidad de moralizar la vida política, pensamiento que expuso con viril sinceridad en el discurso que pronunció en el senado en 1906, al tratarse la ley de amnistía para los revolucionarios radicales del año anterior. “Sólo habrá ley de olvido —decía—, sólo habrá ley de paz, sólo habremos restablecido la unión de la familia argentina el día en que todos los argentinos tengamos iguales derechos; el día en que no se los coloque en la dolorosa disyuntiva de renunciar a su calidad de ciudadanos o de apelar a las armas para reivindicar sus derechos despojados. Pronuncio estas palabras para llamar a los gobernantes al sentimiento de su deber, para decirles que no es con frases como vamos a curar los males, sino con voluntad, con energía, con actos prácticos, con algo que levante el espíritu, con algo que haga clarear el horizonte y que permita a los ciudadanos esperar en la efectividad de sus derechos, renunciando a las medidas violentas. No abandono los principios que siempre he profesado. Condeno y condenaré siempre los actos de violencia; pero será doloroso que llegue un día en que tenga que convencerme de que las invocaciones sinceras al patriotismo y al deber han sido estériles y que haya que abandonar a los hechos la suerte que el porvenir les depare.” Su pronta muerte le impidió ver el triunfo de sus puntos de vista, y acaso la humillación de ver, con él, la caída del régimen al que había pertenecido; pero sin duda ejercieron sus palabras profunda influencia en el ánimo de Roque Sáenz Peña, artífice de la reforma que Pellegrini había defendido en sus últimos años.

También Joaquín V. González pertenecía a la oligarquía, y también fue a su tiempo celoso defensor de sus intereses, que consideraba consustanciados con los del país; pero era un espíritu superior y poseía la virtud de la serenidad. Frente a los problemas sociales que comenzaron a desencadenarse a principios de siglo, su primera reacción fue semejante a la de otros hombres de su clase; pero muy pronto comenzó a descubrir los móviles secretos de la agitación que se advertía en las masas y empezó a aconsejar prudencia a sus pares. Él mismo, como ministro del general Roca, acometió la preparación de un código del trabajo; y cuando, en 1910, escribió ese examen de la conciencia nacional que tituló El juicio del siglo, estampó estas palabras, notables sobre todo si se piensa que son contemporáneas de la más violenta represión obrera que conozca nuestra historia: “La opinión gobernante del país se ha sentido sorprendida por la aparición de este fenómeno en su seno, nunca agitado ni desangrado más que por las querellas y disputas tras de la posesión del gobierno y de sus resortes maestros; y luego, como ofendida por las formas violentas y agresivas que a veces ha asumido en su propaganda o en su lucha por la elevación efectiva de la clase obrera en el conjunto de la vida económica y social del país. Ante tales procedimientos, el criterio tradicional y dogmático de la clase gobernante acudió desde luego al sistema defensivo y represivo de las leyes penales, comenzando por imaginar un delito el movimiento de protesta o de petición colectiva, y aun la actitud pasiva de la huelga como recurso de defensa; y más tarde un criterio más científico y sereno juzgó que tales actos son manifestaciones orgánicas de un estado permanente, de una etapa de la evolución social de la humanidad, y prefirió buscar en las fuentes de toda legislación las causas propias y los remedios, en su caso, para contener y dirigir esas ideas y anhelos de una clase tan numerosa y tan influyente en la vida de la sociedad, y para curarla si adoptasen formas morbosas o anormales. Una legislación nueva que en toda Europa, Australia, Nueva Zelandia y Estados Unidos ha alcanzado ya los amplios desarrollos de una ciencia, ha comenzado a crecer también entre nosotros, inspirada en los principios humanitarios en que la causa obrera se amamanta y nutre; y a medida que las ignorancias y prejuicios de las clases superiores cedan su lugar a una conciencia más ilustrada sobre las faces científicas de la vida colectiva, su rigor desaparecerá, y en vez de las medidas de exclusión o represión violenta a manera de castigo o exterminio, se buscarán las soluciones jurídicas y las formas de la justicia que se avienen con todas las situaciones y conflictos entre los hombres y las clases. La constitución ha abierto las puertas de la tierra a todos los hombres y las ideas civilizadas que importen un progreso material o moral para la sociedad argentina; y a menos que se pruebe que las ideas sociales que sustentan las clases operarias constituyen un atraso o un delito o una causa de perturbación del orden político, no se puede arrancar de su espíritu ni de su letra una sentencia por la cual fuera permitido excluir del seno de la masa nacional estos ideales, conservados en leyes y tratados internacionales de las más cultas naciones europeas, y arrancadas del espíritu inmanente de amor, caridad y fraternidad, que inspira el código sublime del Evangelio, alma y sustento de todas las instituciones modernas.”

Así volvía a florecer en el seno de la oligarquía el pensamiento liberal, generoso y humano, saturado de comprensión democrática. Y esta tendencia se hizo carne en muchos hombres de sólida tesitura moral, para quienes comenzó a ser insostenible el divorcio entre el progreso y la democracia.

Debilitada la conciencia de clase y abierta una brecha en la estructura ideológica que la sustentaba, la oligarquía perdió su ímpetu y consintió en su entrega. El clamor unánime exigía la sanción de una ley que perfeccionara el sistema electoral, y Roque Sáenz Peña, al llegar al poder en 1910, se dispuso a satisfacer esa exigencia sobre cuya justicia no había ya duda alguna. Poco después se enviaba al congreso el proyecto de ley electoral estableciendo el voto secreto y obligatorio con representación de mayorías y minorías, y, por entonces, decía Sáenz Peña en un documento de vasta trascendencia: “En este momento decisivo y único vamos jugando el presente y el porvenir de las instituciones; hemos llegado a una etapa en que el camino se bifurca con rumbos definitivos. O habremos de declaramos incapaces de perfeccionar el régimen democrático que radica todo entero en el sufragio, o hacemos obra argentina, resolviendo el problema de nuestros días, a despecho de intereses transitorios que hoy significarían la arbitrariedad sin termino ni futura solución.” Bien sabía Sáenz Peña que los intereses transitorios de la oligarquía se condenaban con la sanción de la ley de voto secreto y obligatorio. Pero su apelación al patriotismo estaba respaldada por una opinión amenazante y la oligarquía, en cambio, había comenzado a perder la fe en sus derechos exclusivos al gobierno de un país que se transformaba y crecía por momentos; de ese modo, nada pudo oponerse a la sanción de la ley que, en 1912, quedó incorporada al acervo institucional del país, como instrumento eficaz para el perfeccionamiento de la democracia.

En cuanto entró en funcionamiento el nuevo instrumento electoral, la oligarquía perdió sus posiciones, y, en 1916, llegaba a la presidencia de la república el candidato radical, Hipólito Irigoyen. Todavía los grupos conservadores mantuvieron algunas posiciones en ciertas provincias, pero su vigor decrecía visiblemente ante el empuje de las nuevas fuerzas que actuaban libremente. En cuanto a las ideas de aquellos grupos, no eran ya sino una sombra del antiguo liberalismo conservador, empobrecido por la estrechez y la limitada ambición de los sectores más reaccionarios; desde esta posición, no fue difícil el tránsito hacia lo que se llamó “nacionalismo”, adaptación de la ideología fascista que, después de 1922, comenzó a arraigar en algunos de aquellos sectores. Por su parte, la tradición liberal no se perdió del todo; estaba incluida en ciertos aspectos del difuso programa del radicalismo, y fue encarnada principalmente por algunos hombres que repudiaron el excesivo personalismo que se advirtió en ese sector de la opinión después de llegar al gobierno; pero fue en otros hombres y partidos donde reverdeció y volvió a adquirir calidad de fuerza constructiva, adaptándose a nuevas exigencias y a nuevas realidades. En efecto, fue sobre todo Lisandro de la Torre, continuador de las inspiraciones de Aristóbulo del Valle y fundador del Partido Demócrata Progresista, quien agitó esa bandera con ánimo resuelto y definidos propósitos de progreso material y dignificación ciudadana; y fue, en fin, Alfredo L. Palacios, quien intentó infundir en el seno de la corriente socialista lo que conservaba de vivo y creador la tradición liberal, y que era. al mismo tiempo, compatible con su ideario fundamental.

VIII
La línea de la democracia popular

En franca divergencia con la del liberalismo conservador, comenzó a dibujarse después de 1880 otra línea política: la democracia popular. De rasgos imprecisos durante los primeros tiempos, cobró poco a poco una dirección definida y un perfil seguro, hasta afirmarse decididamente, en un punto crucial, en 1890. Después se escindió en varias corrientes y prevalece hoy, bajo distintas formas, en el panorama de la política argentina.

La democracia popular nació como una aspiración en el seno del conglomerado criollo-inmigratorio y adquirió forma y sentido de movimiento político por obra de otros grupos que se aprestaron a la lucha contra la oligarquía encabezando aquella masa, informe e insegura en sus convicciones e ideales. Pero nada contribuyó tanto a que el nuevo conglomerado social despertara a las inquietudes políticas como la densa crisis en que había desembocado el régimen durante el gobierno de Juárez Celman. Los ideales imprecisos, latentes en el alma popular, aunque sin manifestarse totalmente, irrumpieron en la rebelión de julio de 1890 y se concretaron en las reivindicaciones de la Unión Cívica, partido del que muy pronto se desprenderían hombres y grupos para dar vida a diversos movimientos políticos cada vez más definidos en sus aspiraciones. Uno de ellos —la Unión Cívica Radical— recibió la más importante aportación de simpatía popular; y bajo la inspiración de Hipólito Irigoyen, llegó al poder gracias a la vigencia de la nueva ley electoral de 1912, tras un largo período de revolución y de abstención.

Desde 1916 hasta 1930, el radicalismo detentó el poder y procuró realizar algunos de los ideales que le habían dado vida como partido popular; entre tanto, otros movimientos políticos —populares unos y reaccionarios otros— se desarrollaban y crecían; y finalmente, en 1930, una revolución conservadora puso fin al período radical para devolver el poder a una oligarquía, caduca, profundamente antidemocrática y cuyos propósitos demostraron la influencia que el fascismo había ejercido en sus filas. Así volvió al llano la Unión Cívica Radical, víctima en parte de sus propios errores y en parte del fermento regresivo que caracterizó la política mundial de la post-guerra.

La polarización del movimiento popular

Despreciada y olvidada por la oligarquía, la masa popular que poco a poco se constituía como resultado de la fusión de los elementos criollos subordinados y los elementos inmigratorios, comenzaba a sentir en carne propia las consecuencias de la política del régimen. Había ya nuevos argentinos —hijos de inmigrantes— que aspiraban a intervenir en la vida pública; y no sólo por el acicate del civismo, sino también por el interés —no menos justificado, si bien menos noble— de ascender hacia posiciones sociales más brillantes que las que les prometía su origen. Pero en todos, aun en los que se mostraban indiferentes a los problemas de la vida pública, hallaba repercusión la grave situación económica que se planteó durante el gobierno de Juárez Celman.

Provocada en parte por las maniobras del capitalismo internacional, la crisis de 1889 y 1890 se agravó en la Argentina por la imprudente política económica de la oligarquía, que, además de extremar sus propias especulaciones, fomentó idéntica pasión en las clases menos solventes. Si se arruinaron algunos ricos, no hubo, en el proletariado y en la clase media, quien no sufriera los efectos de la vertiginosa alza del oro y del decrecimiento del poder adquisitivo del peso; y aunque los salarios habían aumentado, la proporción en que crecieron fue siempre inferior a la que hubiera sido necesaria para compensar la desvalorización del papel moneda. A ello se debió la huelga ferroviaria de 1888 —en la que los obreros pidieron que se les pagaran los jornales en oro— y las que, con la misma finalidad, estallaron al año siguiente.

La miseria de las clases populares no era, con todo, sino uno de los signos de la grave situación económica por que pasaba el país. Las arcas fiscales sufrían con la misma intensidad las consecuencias de la crisis, y el gobierno apelaba a recursos desesperados para conjurarla; pero sus soluciones no merecieron el apoyo de los grupos independientes de la opinión, que veían en ellas nuevas maniobras oligárquicas que rozaban el dolo. En junio de 1890 el senador Aristóbulo del Valle, enemigo encarnizado de la oligarquía dominante, emprendió un ataque despiadado contra el gobierno por haber comprobado la existencia de emisiones clandestinas de papel moneda. “Los hechos anteriores —decía— se han agravado con uno de último momento, que seguramente no está en conocimiento de la cámara y que la va a sorprender como me ha sorprendido a mí, y es que con posterioridad al debate que ha tenido lugar en el seno de la cámara a propósito del impuesto al oro, donde se trató esta cuestión, se ha hecho todavía una emisión clandestina de cuatro millones y medio de pesos para entregarlos al Banco Nacional, no ya bajo la presión de los depositantes aglomerados a la puerta del Banco que pudieran poner en peligro la existencia de aquel establecimiento, sino para salvar necesidades cuyo carácter no puedo apreciar, pero que entraría en el movimiento ordinario de la institución bancaria.” Y agregaba: “La cámara debe comprender que cuando las avanzo, comprometiendo mi responsabilidad de hombre y de senador con ellas, debo tener todos los antecedentes que bastan para formar, más que un juicio, la certidumbre moral de un hombre. He pensado adoptar todos los procedimientos que la prudencia me aconsejaba, desde el momento que tuve la denuncia, para llegar al esclarecimiento de la verdad, y cuando en verdad y en conciencia he estado convencido de que se trata de un hecho real, entonces no ha habido una sola vacilación en mi espíritu. Entre lo que se llaman exigencias de la administración y lo que impone la conciencia honrada de hombre público en cumplimiento de los deberes que ha jurado, no puede haber vacilaciones para mí. No justifico ninguna de las emisiones clandestinas que se han hecho por el gobierno nacional con el sello de la Nación; no justifico tampoco las emisiones lanzadas a la circulación por el Tesoro público, ni justifico tampoco las que se han hecho para salvar al Banco Nacional, ni al Banco de la Provincia, que peligraba cerrar sus puertas, porque antes de ver al gobierno de mi país falsificar el sello de la Nación, preferiría que quebraran el Banco Nacional y el Banco de la Provincia. No soy de los que creen que hay males que se curan con estos medios que envenenan el organismo social. Estamos carcomidos por una enfermedad de corrupción moral, de una gran corrupción moral pegada a nuestro cuerpo como lepra, que no se salva con otro procedimiento sino con cauterio, haciendo buena y debida justicia como corresponde hacer en el caso actual.”

La requisitoria de Del Valle no sólo sacudió al parlamento y al gobierno, sino que repercutió intensamente en la opinión pública. Desde hacía ya algún tiempo se observaba una creciente inquietud en la liza política. El “unicato” ponía de manifiesto cada vez más su cinismo y su voracidad, y la corte que rodeaba al presidente no ocultaba su obsecuencia y su firme decisión de continuar la estrecha política de grupo que caracterizaba al régimen. Ya en 1889 la indignación pública había comenzado a desbordar, y Francisco Barroetaveña decía en un artículo publicado en La Nación con el título de Tu quoque, juventud: “La designación del jefe único del Partido Nacional, hecha en la persona del presidente de la república, que constitucionalmente no puede ser jefe de partido; la docilidad del congreso; el aplauso que se le dirige desde todas las provincias cuando se cometen atropellos como el cierre de la Bolsa; la supresión del sistema electoral; las adhesiones incondicionales como la de esta noche por un grupo de argentinos de la decadencia cívica, ¿no son síntomas que nos demuestran un intenso retroceso moral del pueblo y una completa perversión de ideas?” Sin embargo, el mismo artículo de Barroetaveña entrañaba una saludable y vigorosa reacción del sentimiento público que muy pronto habría de ponerse de manifiesto. Un movimiento popular comenzó a organizarse, movido por un vehemente impulso ciudadano, y en poco tiempo adquirió vastas proporciones.

La primera expresión pública de ese despertar de la conciencia política fue la asamblea celebrada en el Jardín Florida en setiembre de 1889; desde entonces, la acción de los grupos opositores fue febril y atrajo hacia el naciente movimiento una vigorosa corriente de opinión, que puso de manifiesto todo su empuje en el mitin del 13 de abril de 1890 en el frontón Buenos Aires. Un profundo optimismo flotaba en las palabras de los oradores, ante el evidente despertar de la ciudadanía, adormecida por tantos años a causa de la acción deletérea del régimen. “Una vibración profunda conmueve todas mis fibras patrióticas —dijo Leandro N. Alem, presidente del nuevo partido que surgía— al contemplar la resurrección del espíritu cívico en la heroica ciudad de Buenos Aires.” Y el mismo sentimiento expresaba Lisandro de la Torre pocos meses después, cuando decía, en Rosario: “Yo no digo, señores, que esté la batalla ganada, pero sí digo y sostengo que hay ya soldados para trabarla, mentes que irradian el entusiasmo, pechos y sangre que no se excusan; digo que el pueblo enervado es ya pueblo que siente, y que ante un coloso de pie no quedan intrigas ni miserias que amparen y sostengan a los tiranos de decadencia, que los desprecian y apostrofan dormidos.”

No se equivocaban los conductores del movimiento popular que comenzaba su ciclo en la vida política argentina. Era la mayoría del pueblo erigido en defensa de sus derechos, dispuesto a rescatarlos de quienes los usurpaban en beneficio propio; porque, en verdad, era una mayoría la que había quedado al margen de la organización creada por el “unicato” para usufructuar el poder. Así lo decía Mitre en el mitin del frontón: “Toda la sociedad está aquí genuinamente representada. Aquí están los hombres representativos de la opinión en lo pasado y en lo presente, que, divididos a veces por cuestiones transitorias, están unidos en un solo propósito y una sola idea, sin más aspiraciones que el bien común. Aquí está la juventud, que es la esperanza de la patria, a la que está encomendada por ley del tiempo gobernarla en días muy cercanos. Aquí están todos los que no abdican incondicionalmente de su conciencia de hombres libres, y levantan en alto los principios conservadores que salvan a los pueblos y consolidan a los buenos gobiernos.”

Mitre señalaba con exactitud algunos de los sectores que integraban las filas del movimiento popular. Estaban en él, en efecto, algunos grupos de la antigua élite —representados por Vicente Fidel López, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, Mitre mismo— que no se habían deslizado por la pendiente de la oligarquía, acaso por pertenecer, algunos por lo menos, a los sectores porteños derrotados en 1874 y 1880. Estaba también la juventud de Buenos Aires que no se había inclinado ante los políticos provincianos que dominaban desde la época de Avellaneda, y que aspiraban a abrir una brecha en la vida pública, sin obsecuencias ni renunciamientos. Pero estaban también otros núcleos sociales que acaso Mitre no alcanzaba a descubrir desde su alto mirador. Estaban también las masas populares que se constituían poco a poco con una renovada fisonomía, y a las que se iban incorporando los nuevos elementos que aportaban la inmigración y el mestizaje; de ellas formaba parte una clase media cada vez más numerosa y que alentaba inequívocas aspiraciones políticas; y formaban parte los grupos obreros con conciencia de clase que, agremiados para el logro de sus reivindicaciones específicas, no desdeñaban prestar su apoyo a la lucha por el triunfo de la democracia formal. Finalmente, formaban parte del movimiento popular los grupos católicos que, mientras defendían sus ideales democráticos, elevaban su enérgica protesta por las reformas liberales que había introducido el régimen.

Todo este heterogéneo conglomerado social abrazó con fervorosa esperanza la bandera de la Unión Cívica. Había quedado constituida como partido político desde 1889, y adquirió muy pronto considerable volumen, sobre todo en los primeros meses de 1890; en abril, al realizarse el mitin del frontón Buenos Aires, Alem fue consagrado presidente del partido; poco después, la Unión Cívica contaba con algunas ramificaciones en el interior, que comenzaron a colaborar en la empresa que el partido acometió desde el día siguiente del mitin popular de abril: la revolución.

Con fuerte apoyo militar y cálida repercusión en las masas populares, la revolución se preparó rápidamente y estalló en julio de 1890. El gobierno logró reprimirla, pero tuvo que asegurar una amnistía total para los rebeldes, y nadie pudo sostener en el poder a Juárez Celman, que comenzó a ser abandonado por muchos de sus fieles de la víspera y renunció a los pocos días. En frase famosa, el senador Pizarro había condensado el resultado del movimiento: “La revolución está vencida, pero el gobierno está muerto.” Así irrumpió en la escena política argentina un partido que, en ese momento, conjugaba todas las aspiraciones de la democracia popular.

La canalización del movimiento popular

Tras ese instante de polarización de las fuerzas populares contra el régimen, las alternativas de la acción permitieron que cada uno de los sectores que se habían amalgamado transitoriamente se orientara según sus propias tendencias y se organizara como núcleo político definido. Con todo, se mantuvo cierta coincidencia en algunos ideales fundamentales: los de la democracia formal y los de la lucha contra la oligarquía.

En la carta con que se había adherido al mitin de setiembre de 1889, Mitre había definido el objetivo fundamental de la lucha política que se iniciaba, la misión de la nueva fuerza cívica: “Es normalizar la vida pública reivindicando la libertad de sufragio, a fin de encaminar los destinos de la Patria por las rectas vías constitucionales, conciliando el hecho con el derecho, para mejorar pacíficamente el gobierno y hacerlo amar por sus beneficios en medio de la libertad de todos y para todos.” Este principio general parecía el punto de coincidencia de todos los sectores; lo afirmaban casi todos los artículos de la Proclama lanzada por la Unión Cívica en 1889 y estaba implícito en la primera plataforma política del Partido Socialista, de 1896, cuando propugnaba “el sufragio universal y la representación de las minorías en todas las elecciones nacionales, provinciales y municipales”. Pero no era el único punto de coincidencia. Si los socialistas y anarquistas afirmaban categóricamente su actitud de lucha contra la oligarquía desde el punto de vista de los intereses proletarios, la Unión Cívica manifestaba una tendencia semejante desde el punto de vista de los intereses de la masa informe que constituía la mayoría democrática: “No derrocamos al gobierno para reparar hombres y sustituirlos en el mando —decía la proclama de la junta revolucionaria de julio de 1890—; lo derrocamos para devolverlo a fin de que el pueblo lo constituya sobre la base de la voluntad nacional y con la dignidad de otros tiempos, destruyendo esta ignominiosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la República.” Sin embargo, los matices que diferenciaban a los diversos grupos se pusieron muy pronto de manifiesto y dividieron la vieja Unión Cívica en varios partidos, definidos en sus tendencias y muy pronto enemigos entre sí.

Ya en 1891 se escindió el bloque en dos partidos bien diferenciados: la Unión Cívica Nacional y la Unión Cívica Radical. La primera, encabezada por Mitre, aceptó la posibilidad de intentar un entendimiento con la oligarquía gobernante y circunscribió sus ideales políticos dentro de una fórmula de alcance reducido: la conciliación nacional dentro de un régimen de legalidad y honradez. A esto debía conducir el “acuerdo” con una oligarquía que, en esos momentos —en vísperas de las elecciones de 1892—, parecía arrepentida, y Mitre defendió su posición con claridad: “Unos querrían la lucha intransigente que no oye razones y que excluye toda discusión pacífica; otros la protesta para quedarse donde están, rezagados en el movimiento colectivo; y otros el método expectante, que es la pasividad de la impotencia cuando no de la cobardía. Vosotros —agregaba dirigiéndose a sus partidarios— estáis por lo que se ha llamado acuerdo, para eliminar la lucha estéril que sería un desperdicio de fuerzas vitales, cuando el acuerdo promete normalizar en paz y en libertad la vida institucional, uniendo en un propósito salvador a todos los hermanos y reconciliando a pueblos y gobiernos en el terreno del derecho. Vosotros estáis en la verdad relativa que busca la verdad definitiva, haciendo uso de vuestro criterio y de vuestra ilustración…” Era la tesis más conservadora dentro del movimiento renovador; sus partidarios se daban por satisfechos con haber forzado a la oligarquía una vez a ceder en sus estrechas ambiciones; pero era porque correspondían a los grupos conservadores circunstancialmente agregados al movimiento popular, para quienes no constituía un problema el ascenso social y político de las clases hasta entonces subestimadas por la oligarquía.

La “lucha intransigente” fue, en cambio, la bandera de la Unión Cívica Radical, encabezada por Leandro N. Alem. El jefe del movimiento había expresado categóricamente su oposición al acuerdo. “No aceptaremos —decía— compromisos de ningún genero que importen la continuación del régimen funesto de que han sido víctimas los hombres independientes de toda la república”; y algunos años más tarde —en 1897— Hipólito Irigoyen retomaría esta tesis afirmando que “cuando se abriga la fe en la causa por la que se ha combatido, se salva ante todo la fuerza del principio, en la convicción de que horas propicias le darán la victoria.” El principio de intransigencia era, en su superficie, una norma política; pero respondía a la firme convicción de que la masa popular tenía aspiraciones que la oligarquía no podía satisfacer y exigencias que sólo podrían lograrse con el triunfo total. Así comenzó a cobrar cada vez más vigor la idea de que la Unión Cívica Radical era un movimiento político excepcional, encarnación verdadera de la mayoría del país y, en consonancia, su auténtica representación política. “Su causa es la de la Nación misma y su representación la del poder público”, decía Irigoyen. “Así será juzgada y así pasará a la historia —agregaba— como fundamento cardinal y resumen entero de la heroica resistencia que el pueblo argentino hiciera a la más odiosa de las imposiciones.”

Concebida cada vez más acentuadamente como partido único, como auténtico partido argentino, la Unión Cívica Radical adoptó una actitud refractaria a toda connivencia política con la oligarquía y a toda complicidad con el régimen electoral en vigor, basado en el fraude y la violación de la soberanía popular. Preconizó la revolución contra el poder ilegítimo porque la creyó necesaria y justa. “Las revoluciones —decía Irigoyen en 1905— están en la ley moral de las sociedades, y ni es dado crearlas ni es posible detenerlas sino mediante reparaciones tan amplias como intensas son las causas que las engendran.” Y mientras esperó el triunfo, posible solamente por medio de un instrumento legal que asegurara la libre expresión de la voluntad general, mantuvo la abstención electoral, para no contribuir con su presencia en los comicios a legitimar situaciones intrínsecamente ilegales. Revolución y abstención fueron los principios fundamentales de la acción política del radicalismo hasta la sanción de la ley de sufragio secreto y obligatorio en 1912, y sus hombres se enorgullecieron de mantenerse en tal posición. “Revolucionarios y abstencionistas —decía Irigoyen— se nos ha llamado, por los prejuicios interesados e incapaces. Esa es, precisamente, la expresión cierta e integral del concepto que hemos tremolado como la imposición más suprema de nuestros deberes.”

La Unión Cívica Radical se encerró en la defensa de los principios de la democracia formal y creyó que, por ser esta aspiración común a todos los sectores no oligárquicos, constituía el núcleo del sentimiento unánime. Irigoyen había expresado repetidamente este pensamiento, y lo concretó desde el poder en fórmula precisa: “La Unión Cívica Radical —dijo en un mensaje de 1916— no está con nadie ni contra nadie, sino con todos para bien de todos.” Pero se engañaba en esta apreciación. Ya en la época de la lucha heroica contra el régimen oligárquico, los principios del radicalismo habían sido denunciados como insuficientes por el Partido Socialista, desde el punto de vista de las reivindicaciones proletarias, que defendía de acuerdo con los principios fundamentales de la doctrina marxista. Su fundador, Juan B. Justo, señalaba que la Unión Cívica Radical, como la oligarquía, no tenía otra preocupación que llegar al poder y carecía de capacidad para afrontar los problemas económicos y sociales fundamentales. “Los unos —decía en 1898—, muy ufanos de no haber arruinado por completo al país en muchos años de gobierno, creen indispensable que ellos lo sigan gobernando. Los otros piensan que el país necesita, ante todo, algo que ellos tienen llamado civismo, para propinarle lo cual quieren a su vez apoderarse del gobierno. Otros, por fin, que personifican la virtud y en su desprecio por la virtud de los demás llegan a veces hasta la intransigencia, creen también que su propio advenimiento al poder es la gran necesidad pública del momento.” El socialismo, en cambio, consideraba como secundario el problema político mismo —sin desentenderse de él— porque veía encamados en los principales partidos intereses económicos y sociales que conspiraban contra los del proletariado. “Hasta ahora —decía en 1896, en el primer manifiesto electoral del partido— la clase rica o burguesía ha tenido en sus manos el gobierno del país. Roquistas, mitristas, irigoyenistas o alemistas son todos lo mismo. Si se pelean entre ellos es por apetitos de mando, por motivo de odio o de simpatía personal, por ambiciones mezquinas o inconfesables, no por un programa ni por una idea. Bien lo demuestra en cada una de esas agrupaciones el triste cuadro de sus disidencias internas. Si el pueblo entra todavía por algo en esa farsa política, lo hace ofuscado por las frases de charlatanes de oficio, o vendiendo vergonzosamente su voto por una miserable paga. Todos los partidos de la clase rica argentina son uno solo cuando se trata de aumentar los beneficios del capital a costa del pueblo trabajador, aunque sea estúpidamente, y comprometiendo el desarrollo general del país. El Partido Socialista Obrero no dice luchar por puro patriotismo, sino por sus intereses legítimos; no pretende representar los intereses de todo el mundo, sino los del pueblo trabajador contra la clase capitalista opresora y parásita; no hace creer al pueblo que puede llegar al bienestar y la libertad de un momento a otro, pero le asegura el triunfo si se decide a una lucha perseverante y tenaz; no espera nada del fraude ni de la violencia, pero todo de la inteligencia y de la educación populares.” Movido por estas ideas, el Partido Socialista concurrió a elecciones por primera vez en 1896 y quedó constituido como partido después del congreso celebrado en junio de ese mismo año. Desde entonces actuó con perseverancia y logró su primer triunfo en 1904, llevando como diputado al congreso a Alfredo L. Palacios; en su seno se formaron hombres de estudio que analizaron con espíritu crítico el panorama político del país, como Juan B. Justo, Enrique del Valle Iberlucea y José Ingenieros, este último autor de algunos ensayos importantes sobre nuestro desarrollo político y social, como Evolución de las ideas argentinas y la Sociología argentina.

Sin embargo el socialismo no fue el único cauce que tomó el movimiento obrero. Casi simultáneamente comenzó a desarrollarse el anarquismo, que adoptó, al principio, la forma individualista; más tarde, con la llegada al país de Pedro Gori, comenzó a derivar hacia el socialismo anárquico, y, finalmente, desembocó en la corriente que había sustentado Kropotkine, conocida con el nombre de comunismo anárquico. Esta orientación fue la que tomó la más fuerte de las organizaciones anarquistas, la FORA o Federación Obrera Regional Argentina, constituida en 1901, orientación de la que se apartó más tarde para seguir una política exclusivamente sindicalista. Refractario en un principio a toda forma de organización, el anarquismo chocó con el socialismo en la acción, como chocaba en el planteo de las cuestiones sociales y políticas y en los principios e ideales.

De todas las ramas en que se escindió el vigoroso movimiento popular que hizo irrupción hacia 1890, la que tuvo más rápido desarrollo y alcanzó mayor y más rápida influencia fue la Unión Cívica Radical. Partido de ideales imprecisos, movido más por sentimientos que por ideas, polarizó prontamente el mayor caudal de la masa criollo-inmigratoria, cuyos intereses y aspiraciones representaba en forma eminente. Su jefe fue, en los primeros tiempos, Leandro N. Alem, tribuno popular de palabra viril y electrizante; había pertenecido al Partido Autonomista en época de Adolfo Alsina, y, como él, procuró atraer hacia sí los núcleos populares —“orilleros”, dirá la oligarquía con alguna razón—, en los cuales quedaba más de un vestigio de la tradición del rosismo. También habían pertenecido al rosismo algunos de los hombres que formaron en la Unión Cívica Radical, como Bernardo de Irigoyen, y pertenecía, por razones de familia, el propio Alem.

Alem se consagró jefe indiscutido del radicalismo con la revolución de 1890, de la que era jefe civil, y su autoridad se afirmó después de la separación de los mitristas en 1891. Pero aún entonces ejercieron cierta influencia algunos hombres de gran autoridad moral y ascendiente político, como Aristóbulo del Valle e Hipólito Irigoyen, este último sobrino de Alem. Desde 1889 se insinuaba entre Alem e Irigoyen una secreta hostilidad que se puso de manifiesto en 1893, cuando encabezaron sendas revoluciones sin relación entre sí: Irigoyen en la provincia de Buenos Aires y Alem en Santa Fe. Fracasados los dos movimientos, la Unión Cívica Radical entró en un período de crisis; la hostilidad entre ambos jefes dividía a sus partidarios y debilitaba al partido, sobre cuyo destino formuló Alem una notable profecía en 1896: “Los radicales conservadores se irán con don Bernardo [de Irigoyen]; otros radicales se harán socialistas o anarquistas; la canalla de Buenos Aires, dirigida por el pérfido traidor de mi sobrino Hipólito, se arreglará con Roque Sáenz Peña; y los intransigentes nos iremos a…” Dejando a un lado las apreciaciones hijas de la pasión, la profecía se cumplió en parte. La crisis del partido era grave, y Alem comprendía que había perdido influencia y autoridad, circunstancia que —según parece— lo llevó al suicidio ese mismo año. “He terminado mi carrera, he concluido mi misión— escribió la noche de su muerte—. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Sí, que se rompa pero que no se doble. He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos; pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña… y la montaña me aplastó.” Así confesaba el caudillo su derrota, sufrida, acaso, a manos de quien por entonces ascendía hacia los primeros rangos de la Unión Cívica Radical: Hipólito Irigoyen.

Reconcentrado y sutil, Irigoyen imponía sus decisiones, moviendo desde la oscuridad los hilos de su partido. El uso de esta táctica originó, al año siguiente, la separación de las filas de un hombre llamado a tener un papel brillante en la vida pública argentina, Lisandro de la Torre, que en 1897 manifestó su disidencia en un documento revelador: “El Partido Radical —decía De la Torre en su renuncia como afiliado—, desde su origen, ha tenido en su seno una influencia hostil y perturbadora que ha trabado su marcha, que ha desviado sus mejores propósitos y que ha convertido toda acción patriótica en un debate mezquino de rencores y ambiciones personales. Ha sido esta influencia la del señor Hipólito Irigoyen, influencia perseverante y oculta, que ha operado lo mismo antes que después de la muerte del doctor Alem, influencia negativa pero terrible que hizo abortar con fría premeditación los planes revolucionarios de 1892 y 1893 y que destruye en estos instantes la gran política de coalición, anteponiendo a las conveniencias del país y a los anhelos del partido, sentimientos pequeños e inconfesables.” De la Torre se refería en aquella oportunidad a la resistencia de Irigoyen a un nuevo acuerdo de la Unión Cívica Radical con los mitristas, proyecto frente al cual había renovado Irigoyen su tesis intransigente; esa actitud permitió que llegara por segunda vez a la presidencia el general Roca y motivó la casi desaparición de la Unión Cívica Radical por algunos años.

Pero esa desaparición era sólo aparente. Poco después, Irigoyen comenzó a preparar con sigilo un nuevo movimiento revolucionario, con una delicada técnica de la conspiración, sin apremio ni vacilaciones. Tras largos trabajos, la revolución, preparada casi exclusivamente en el seno del ejército, estalló en 1905 y fracasó en sus objetivos; pero a partir de ese momento, la oligarquía conservadora comenzó a descubrir que el camino de la intransigencia y la revolución que había decidido seguir el radicalismo constituía una constante amenaza que era necesario conjurar. La Unión Cívica Radical crecía y se tonificaba, y la oligarquía llegó a convencerse de que, en efecto, agrupaba a la mayoría de la opinión pública. Y muchos de sus mejores hombres comenzaron a repetir las palabras de Irigoyen: sólo la verdad del sufragio puede devolver la paz a la nación.

En 1907 y 1908, Irigoyen mantuvo dos entrevistas con el presidente Figueroa Alcorta para tratar la amnistía que debía concederse a los revolucionarios de 1905 y la necesidad de implantar un sistema electoral que asegurara el voto secreto y obligatorio a los ciudadanos inscritos en los registros militares. Sobre el segundo punto volvió a tratar con el presidente Roque Sáenz Peña, su antiguo amigo; y de esta gestión catequizadora había de resultar, poco después, el proyecto que el presidente elevó al congreso y se sancionó en 1912. Cumplido este requisito —“primicia de la ansiada redención que fecundizará todos los bienes”, había dicho Irigoyen—, la Unión Cívica Radical acudió a los comicios y conquistó el gobierno en 1916, elevando a la presidencia al propio Irigoyen.

El gobierno radical

La llegada del radicalismo al poder inauguró una nueva época en la política argentina. En principio, quedaron descartados los grupos oligárquicos tradicionales y ocuparon los puestos de comando hombres nuevos que, en general y salvo excepciones, estaban desligados de los intereses conservadores. Al mismo tiempo, en los diversos órdenes de la vida nacional se advirtieron los signos del ascenso de la clase media a situaciones respetables, fase final de un proceso que se había iniciado muchos años antes.

Sin embargo, la oligarquía ni estaba vencida ni quedó totalmente fuera del control del Estado. Formaban en las filas de la Unión Cívica Radical muchos hombres vinculados a la riqueza agropecuaria del país, representantes legítimos de los intereses de su clase y que, inevitablemente, debían entibiar la acción económica y social del nuevo gobierno. Por otra parte, bien pronto pudo advertirse que las preocupaciones políticas se sobreponían a todas las demás, y se pudo observar que faltaba un plan para la transformación del orden vigente en aquellos aspectos. En la acción política, en cambio, se manifestó una orientación firme, señalada de manera inequívoca por el propio presidente de la república, en quien se reconocía la más alta autoridad partidaria.

En el transcurso de los catorce años que duraron los gobiernos radicales se observó cierta continuidad en algunos principios fundamentales; en otros aspectos, en cambio, la presidencia de Marcelo T. de Alvear (1922-1928) constituyó una rectificación de la política de Irigoyen, sostenida durante el período comprendido entre 1916 y 1922 y reimplantada —acaso más acusadamente— durante su segunda y breve presidencia. En rigor, Alvear y los radicales que por entonces se agruparon a su alrededor —conocidos como “antipersonalistas”— abandonaron ciertas tendencias que se insinuaban en el radicalismo y que Irigoyen representaba de manera eminente, para orientarse hacia una nueva forma de liberalismo conservador. Pero, sin duda, fue la política de Irigoyen, con sus aciertos y sus errores, la que representó el sentimiento político predominante en las masas que constituían el radicalismo y se consideraban mayoritarias.

La primera consigna de la Unión Cívica Radical al llegar al poder fue el cumplimiento de lo que Irigoyen había llamado la “reparación”, esto es, la corrección de los vicios políticos y administrativos propios del régimen conservador. “Hemos venido a las representaciones públicas —decía el presidente en su mensaje de 1922— acatando los mandatos de la opinión y estimulados por el deber de reparar, dentro de nuestras facultades y en la medida de la acción del tiempo, todas las injusticias morales y políticas, sociales y positivas, que agraviaron al país durante tanto tiempo. Por esto no habremos de declinar, en ningún caso ni circunstancia, de tan sagrados fundamentos, por que ellos constituyen la salud moral y física de la Patria.” Lleno de unción, movido por un sentimiento mesiánico, Irigoyen —como lo había señalado muchos años antes Juan B. Justo— creía que bastaba la llegada del radicalismo al poder para que se cumplieran sus aspiraciones regeneradoras. Pero la acción concreta del partido no estaba movida por ningún sistema claro y orgánico de ideas, y sus enemigos políticos —especialmente Lisandro de la Torre, candidato opositor— señalaron que el radicalismo carecía de programa, esto es, de una enunciación categórica de las soluciones que se proponía dar a los diferentes problemas nacionales. Irigoyen había respondido ya antes a esta objeción, señalando que la significación de la Unión Cívica Radical —a la que consideraba expresión de la nación misma— implicaba ya de por sí un programa. “Extraviados viven los que piden programa de gobierno a la causa reivindicadora. Como exigencia legal y como sanción de justicia me hace el efecto del mandatario pidiendo rendición de cuentas al mandante o del reo interrogando y juzgando al juez. Sería lo mismo que pretender el ejercicio de instituciones que no se han fundado o la aplicación de una constitución que no se ha hecho.” Esta concepción podía ser tachada de antidemocrática, y así lo hizo De la Torre en el curso de la campaña presidencial de 1916. Pero acaso fuera más justo ver en ella un rasgo de cierta tendencia antiliberal que se insinuaba en la indecisa actitud del radicalismo.

En efecto, Irigoyen recogía y llevaba al gobierno la antigua hostilidad del radicalismo contra la oligarquía; pero esa hostilidad se manifestó no sólo como repudio al régimen “falaz y descreído”, sino también como repugnancia frente a la tradición liberal y, en cierto modo, como adhesión a algunas tendencias que habían prevalecido durante la época de Rosas. Frente a la ofensiva que había desencadenado el imperialismo extranjero en el país, Irigoyen afirmó los principios del nacionalismo económico y la necesidad urgente de defender el patrimonio nacional. “Mientras dure su período —decía Irigoyen en 1920— el Poder Ejecutivo no enajenará un adarme de las riquezas públicas ni cederá un ápice del dominio absoluto del Estado sobre ellas.” Este pensamiento lo llevó a procurar un régimen de seguridad para la explotación de los yacimientos petrolíferos, régimen por el cual debía conferírsele al Estado “el monopolio de su explotación y comercialización.” Esta actitud no era circunstancial y guiada tan sólo por cierta prevención contra la política económica de los Estados Unidos, prevención que, efectivamente, tenían Irigoyen y muchos hombres prominentes del radicalismo; estaba movida, además, por una arraigada convicción acerca de la necesidad de acrecentar la ingerencia del Estado en la vida económica, convicción que expuso Irigoyen categóricamente en un mensaje enviado al congreso en 1920. “El Estado —decía en ese documento— debe adquirir una posición cada día más preponderante en las actividades industriales que respondan principalmente a la realización de los servicios públicos, y si en alguna parte esas actividades deben sustituirse en lo posible a las aplicaciones del capital privado, es en los países de desarrollo constante y progresivo, como el nuestro, donde el servicio público ha de considerarse principalmente como instrumento de gobierno.”

También llevó al gobierno la preocupación por la defensa del catolicismo. Aprobada por la legislatura de la provincia de Santa Fe una constitución provincial que reducía la significación de la Iglesia dentro del Estado, Irigoyen señaló al gobernador de la provincia —radical también— los inconvenientes de tal política; la constitución, que había sido inspirada por Lisandro de la Torre, fue vetada poco después. Del mismo modo se opuso Irigoyen a la sanción de la ley de divorcio, y por idénticas razones trató más de una vez de confiar a miembros del clero importantes funciones públicas. Pero donde más claramente se puso de manifiesto el fermento antiliberal que obraba en su espíritu fue en el ejercicio de la autoridad presidencial, autoridad que extremó hasta constituir un régimen que se definió públicamente como “personalismo”.

Sin duda poseía Hipólito Irigoyen una personalidad vigorosa e insinuante, que pesaba mucho sobre quienes estaban a su alrededor; pero no es menos cierto que él se propuso doblegar —sin violencia, pero con tenacidad— las voluntades adversas y constituir con sus partidarios una masa homogénea cuya acción no podía sino desvirtuar el juego de las instituciones. Pese a su místico respeto por las formas republicanas, pese a su auténtica devoción por el gobierno constitucional, Irigoyen exigió de sus partidarios que ocupaban funciones públicas una fidelidad rayana en la obsecuencia: así se llegó muy pronto a un sistema de gobierno cada vez más centralizado. A medida que el radicalismo fue conquistando las bancas del congreso y los gobiernos provinciales, se pudo advertir en la mayoría de los que ejercían funciones públicas una dependencia cada vez más estrecha del presidente de la república, cuyas opiniones solían invocarse encubiertas bajo fórmulas inequívocas, como la de “las altas autoridades partidarias”; y en la resolución de los asuntos que, según la ley, correspondía a las instituciones creadas, precisamente, para contrapesar la autoridad del poder ejecutivo, gravitaba casi siempre la voluntad del presidente, cuyas sugestiones equivalían a órdenes. Así llegó a constituirse un gobierno fuertemente personal, al que prestaron su apoyo en las legislaturas y en el congreso nacional las que se llamaron las “mayorías regimentadas”.

Consecuente con su punto de vista reparador, Irigoyen no vaciló en intervenir las provincias por razones políticas. Sin duda no carecía, en parte, de razones institucionales, porque casi todos los gobiernos provinciales tenían un origen espurio; Irigoyen se propuso purificar el ambiente político del país removiendo a esos gobiernos y ofreciendo al pueblo de las provincias la ocasión para que expresara su voluntad. “No habría habido poder humano que me hiciera desistir de la reorganización de todos los gobiernos ilegítimos, detentadores de la soberanía de los pueblos”, había afirmado en un importante documento, en 1918; y decía luego que aseguraría la más absoluta pureza en las nuevas elecciones; pero no faltaron ocasiones para que se repitieran las maniobras políticas, destinadas a llevar al poder a los hombres del partido que obedecía a la inspiración del presidente de la república.

Acaso movido por el mismo afán de eliminar a los representantes de la oligarquía de cuantas posiciones conservaban, el gobierno radical no vaciló en apoyar el movimiento estudiantil que, iniciado en la Universidad de Córdoba en 1918, desencadenó la reforma universitaria. Espontáneo e inspirado por nobles ideales, el movimiento estudiantil perseguía la renovación de la vida universitaria. “Las universidades han sido hasta aquí —decía el primer manifiesto reformista, redactado por Deodoro Roca— el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y —lo que es peor aún— el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes, que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus, es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza, y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria.”

En efecto, si el gobierno radical por su militancia contra la oligarquía prestó su apoyo al movimiento reformista universitario y consintió en modificar los estatutos que regían las altas casas de estudio, no por eso estaba menos alejado del verdadero espíritu que movía a los jóvenes estudiantes en quienes resonaba la inquietud revolucionaria del momento. La revolución rusa de 1917 había despertado una activa preocupación social, que se manifestaba bajo esa forma en los ambientes estudiantiles. Pero se manifestó también en otros campos; muy pronto, y con motivo de la posición aliadófila del grupo parlamentario, se produjo una escisión en el Partido Socialista; el grupo disidente constituyó en enero de 1918 el Partido Socialista Internacional, que cambió su nombre por el de Partido Comunista en diciembre de 1920 al adherirse a la Tercera Internacional. Por entonces comenzó a aparecer en las masas obreras un nuevo fervor revolucionario, que se manifestó muy pronto en algunas huelgas importantes que pondrían a prueba las convicciones sociales del gobierno radical.

A principios de 1919, un conflicto originado entre los obreros metalúrgicos desencadenó una huelga de graves proporciones. Hasta entonces, el gobierno había procurado actuar moderadamente frente a los movimientos obreros, pero en esa ocasión la represión fue violenta y no sólo se recurrió a la fuerza pública, sino que se toleró la acción de bandas particulares —organizadas por los patrones— que actuaron en las calles con absoluta irresponsabilidad. Poco después, la expulsión de los obreros extranjeros y la prisión de los argentinos, puso digno remate a esta tarea de represión que justificó el nombre de ’’semana trágica” con que se conocen aquellas jornadas.

Sin embargo, el gobierno radical no era enemigo sistemático de los obreros, a quienes procuró favorecer con algunas leyes protectoras; era, más bien, indeciso, moderado, contradictorio, como consecuencia de la yuxtaposición de elementos heterogéneos en el seno del partido gobernante. Por esa moderación y esa heterogeneidad, no se llegó a constituir una burguesía radical que hubiera podido quebrar la vieja oligarquía, ni una vigorosa y organizada masa obrera de la misma tendencia; los partidos conservadores mantuvieron su fuerza en algunas provincias, el Partido Demócrata Progresista se hizo fuerte en Santa Fe, y la Capital Federal fue conquistada poco a poco por el socialismo. Así, nada podía extrañar que el sucesor de Irigoyen, pese a haber sido impuesto por él mismo, hallara prontamente cálida acogida entre los elementos anti-irigoyenistas, que acariciaron la esperanza de quebrar el prestigio popular del jefe del radicalismo y el deseo de modificar su orientación política.

Marcelo T. de Alvear no tardó en distanciarse de Irigoyen, una vez que se hizo cargo del poder en 1922. Sin duda, no estaba dispuesto a tolerar que, por sobre su autoridad constitucional, se hiciera sentir la del jefe del partido, y acaso le repugnaban los métodos seguidos por su antecesor para dominar todas las ramas del poder. Pero, además, Alvear era, por sus convicciones y por su formación, un heredero del liberalismo conservador, y muy pronto vio agruparse a su alrededor a los radicales que no participaban de la idolatría irigoyenista y a muchas figuras que, sin militar abiertamente en política, participaban de la mentalidad conservadora. El partido radical se dividió muy pronto y la tendencia “antipersonalista” respaldó al presidente, en tanto que el “personalismo” siguió apoyando a Hipólito Irigoyen con perseverante fidelidad, hasta el punto de que, en más de un momento, pareció constituir un peligro. Fue en el curso de la presidencia de Alvear cuando comenzó a alentar la reacción oligárquica. Previendo la victoria de Irigoyen en las elecciones de 1928, comenzaron a realizarse conversaciones entre las principales figuras conservadoras y algunos altos jefes del ejército; pero no parecieron propicias las circunstancias para impedir la llegada al poder —por segunda vez— de Irigoyen, que, en efecto, triunfó en las elecciones sobre el candidato antipersonalista en tal proporción que permitió hablar de plebiscito.

La segunda presidencia de Irigoyen debió ser la culminación de la primera; entonces hubiera podido realizar una política más decidida, porque la oposición era más débil; pero el presidente llegaba al poder envejecido y no encontró a su alrededor sino una interesada obsecuencia. Las líneas de su política fueron, en general, las mismas que las de su primer gobierno, acentuadas, quizá, en algunos aspectos, como por ejemplo, en su nacionalismo económico, puesto de manifiesto en las dignas y enérgicas palabras que dirigió al presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, acerca del intervencionismo. Pero, en el ejercicio del poder, los vicios administrativos y políticos se acentuaron y, a la antigua y sorda oposición de los grupos oligárquicos, se unió el descontento popular. En 1932 escribía Ricardo Rojas, entonces perseguido por el gobierno dictatorial del general Uriburu: “El gran pecado del radicalismo, acaso, ha consistido no tanto en el desquicio administrativo, sino más bien en haber violentado la ley Sáenz Peña en Córdoba, Mendoza y San Juan; en haber anulado la colaboración del ministerio y el control del parlamento por un mal entendido sentimiento de la solidaridad partidaria; en haber descuidado la selección de sus elegidos y en haber coaccionado a la oposición mediante ciertos instrumentos demagógicos. Todo esto significa un olvido del radicalismo histórico, de su dogma del sufragio libre, de su programa constitucional y de sus ideales democráticos. Acaso por ello el gobierno cayó sin lucha en 1930.”

En efecto, en setiembre de 1930 estalló el movimiento revolucionario que antes, durante la presidencia de Alvear, había parecido inoportuno. Ahora resultaron aliados los grupos conservadores —en cuya ideología se habían insinuado las influencias del fascismo italiano— con los jefes militares de tendencias similares y los políticos de diversos partidos que querían lograr la caída de Irigoyen a cualquier precio. De esta alianza surgió una conjuración militar que realizo el movimiento de fuerza, suponiéndose apoyado por el pueblo que, por su parte, repudiaba también el insostenible gobierno de Irigoyen. El pueblo, sin embargo, no sabía qué se ocultaba tras de sus presuntos salvadores: el 6 de setiembre de 1930, en las calles de Buenos Aires, prestó el marco para el desfile militar encabezado por el general José Félix Uriburu; pero muy pronto demostró su aversión a lo que el movimiento tenía de oligárquico, de reaccionario, de fascista. Y así se abrió el duro interrogante que, desde entonces, carcome la conciencia política de los argentinos.

IX
La línea del fascismo

Tras la revolución de 1930 se dibujó con trazo firme en la vida política y social de Argentina la línea del fascismo. Quizá incierta a veces, cobró por instantes tonos enérgicos y definidos: hasta que un día, lleno de meandros su trazado, diluido su color por las diversas influencias en juego, e imprecisa su finalidad por la fuerza de los encontrados intereses, logró sobreponerse a todas las otras corrientes de opinión y prevalecer por un tiempo hasta desvanecerse por el peso de su propia ignominia.

Comenzó a notarse la presencia de tal línea política en las vísperas de la revolución de 1930, cuando las influencias del fascismo europeo comenzaron a hallar en Argentina, en parte por azar y en parte por la fuerza de las circunstancias nacionales y mundiales, un terreno propicio para desarrollarse. Sólo muy poco tiempo antes del estallido del movimiento militar encabezado por el general Uriburu habían comenzado a oírse voces extrañas a las que expresaban los sentimientos del liberalismo conservador o de la democracia popular. Leopoldo Lugones se dejó seducir por el brillo de las soluciones de fuerza frente a los problemas sociales, y proclamó —con motivo del aniversario de la victoria de Ayacucho— que había llegado para la Argentina “la hora de la espada”. Su paso dejó una honda huella, y por ella siguieron ciertos pequeños grupos que, acaso por conocer de cerca la falacia y el resentimiento de los restos del liberalismo conservador, temían más que nadie los resultados del gobierno ejercido por la democracia popular —antaño pura y vigorosa, hogaño corrompida y amenazadora— porque el espectro del comunismo despertaba insospechados terrores en los abanderados de la fuerza. La Nueva República, que agrupó entre otros a Rodolfo y Julio Irazusta, Ernesto Palacio, César Pico y Juan E. Carulla, fue el núcleo inicial sobre el que ejercieron gran influencia Charles Maurràs y Benito Mussolini. Su acción difundió entre círculos minoritarios, y en cierta medida aristocratizantes, la necesidad de gobiernos de fuerza “que mantuvieran —escribía Ibarguren— el orden social, las jerarquías y la disciplina para evitar la amenaza del comunismo soviético”. Tales palabras autorizan a definir esos grupos como los que primero diseñaron la línea del fascismo argentino, que recibió corrientemente el nombre de “nacionalismo”.

Con esos grupos mantuvo contacto estrecho el jefe de la revolución de 1930, y es innegable que la concepción fascista llegó a incidir, con mayor o menor intensidad, en el pensamiento de Uriburu. También incidieron sobre él la tradicional concepción germanófila que por entonces prevalecía en muchos jefes y oficiales del ejército, la opinión vulgar de que los males del segundo gobierno de Irigoyen estaban en la esencia misma de la democracia, y, finalmente, la idea de que todo lo ocurrido en los últimos años no era sino una desviación en el proceso político del país, que los rezagados del liberalismo conservador achacaban a la inexperiencia de la democracia popular para ejercer el poder. Todas esas influencias convergieron en quien tuvo la audacia suficiente como para intentar un movimiento que era eminentemente antipopular, circunstancia de la que se dio cuenta el país muy pocos días después de constituirse el nuevo gobierno.

Dos puntos de vista en el seno de la revolución antipopular: fascismo y democracia fraudulenta

La revolución antipopular se desencadenó a causa de cierto malestar que comenzó a cundir en el país en los años que la precedieron. Ramón Doll —que luego se incorporó a las filas del nacionalismo— decía en noviembre de 1931 para explicar la revolución:

“Régimen y causa constituyen en nuestra historia el mismo tipo de gobiernos neutros, ineficaces, indiferentes; el régimen, un poco más letrado; la causa, un poco más patriarcal; los dos, igualmente desarraigados y ausentes de los grandes problemas nacionales. Es decir, que tanto el régimen romo la causa, lograron hacer esa cosa inerte, hueca, caricaturesca, que es hoy en la Argentina, el gobierno y la política.”

Para enfocar la crisis tal como se presentaba en 1930 se adoptaron diversos criterios que, finalmente, vinieron a reducirse a dos: uno típicamente fascista y otro que podríamos llamar el de la democracia fraudulenta. Eran dos posiciones antitéticas, minoritaria la primera, más aceptable la segunda para la mayoría liberal, que, una vez descartado el radicalismo de las posibilidades electorales, buscó refugio en las fórmulas presidenciales que aceptó el gobierno.

Se ha discutido mucho acerca de si Uriburu expresó antes de lanzarse a la revolución su designio de conducir al país hacia una organización de tipo fascista. Si bien los políticos que participaron en los gobiernos que surgieron al calor de la revolución setembrina negaron que hubiese habido compromiso de esa clase con el jefe, los nacionalistas vinculados a Uriburu aseguraron que esos propósitos estaban claramente definidos en su mente. Y que acaso no los expresara ante los políticos porque se proponía hacer una revolución exclusivamente militar. Lo cierto es que en los documentos de los primeros días de la revolución se afirmó resueltamente que el nuevo gobierno acataría “la revolución y las leyes fundamentales”.

La revelación expresa de que el movimiento escondía una intención corporativista surgió muy pronto. El 1o de octubre, el general Uriburu dio un manifiesto al pueblo en el que expresaba, entre otras cosas: “La impaciencia de determinadas agrupaciones políticas y, sobre todo, el hecho de que se invoquen compromisos que no hemos contraído y palabras que no hemos pronunciado, nos deciden a romper el silencio y a interrumpir, por un instante, la primera y más urgente de las tareas que el país reclama: la reorganización de la administración pública… Si el gobierno de la revolución se limitase a sustituir hombres en el poder, es seguro que recogería el aplauso de los partidos beneficiados, pero la revolución no se ha hecho para cambiar valores electorales. Colocados por encima de los partidos, tenemos un pensamiento político que no pretendemos imponer, pero que estamos en el deber de hacer público para que se lo considere y se lo discuta… No consideramos perfectas ni intangibles ni la Constitución ni las leyes fundamentales vigentes, pero declaramos que ellas no pueden ser reformadas sino por los medios que la misma Constitución señala… Creemos que es necesario que la Constitución sea reformada, de manera que haga posible la armonización del régimen tributario de la Nación y de las provincias, la autonomía efectiva de los estados federales, el funcionamiento automático del Congreso, la independencia del Poder Judicial, el perfeccionamiento del régimen electoral, de suerte que él pueda contemplar las necesidades sociales, las fuerzas vivas de la Nación. Consideramos que cuando esos intereses puedan gravitar de una manera efectiva, no será posible la reproducción de los males que ha extirpado la revolución. Cuando los representantes del pueblo dejen de ser meramente los representantes de los comités políticos y ocupen las bancas del Congreso obreros, ganaderos, agricultores, profesionales, industriales, etc., la democracia habrá llegado a ser entre nosotros algo más que una bella palabra. Pero será el Congreso elegido por la ley Sáenz Peña quien declarará la necesidad y extensión de las reformas, de acuerdo con lo preceptuado en el artículo 30 de la Constitución Nacional.”

Los principios enunciados por el jefe de la revolución provocaron un sentimiento de resistencia, sobre todo entre los políticos, que amenazaron con dejar al gobierno huérfano de opinión; acaso para contener el desasosiego y para afirmar aquellos principios pronunció una conferencia en Córdoba Carlos Ibarguren —que compartía o acaso inspiraba las opiniones de Uriburu— en la que afirmó el designio de hacer una revolución a fondo, aunque moderando el alcance de la política corporativa del manifiesto de 1o de octubre. “En el Parlamento —dijo— puede estar representada la opinión pública y acordarse, también, representación a los gremios y corporaciones que estén sólidamente estructurados. La sociedad ha evolucionado profundamente del individualismo democrático que se inspira en el sufragio universal, a la estructuración colectiva que responde a intereses generales más complejos y organizados en forma coherente dentro de los cuadros sociales.” Quedó así en evidencia que existía un movimiento de tipo fascista, de fisonomía más o menos precisa, que intentaba vagamente resolver la antinomia visible a través del conflicto entre el liberalismo conservador y la democracia popular, pero siempre que las soluciones no fueran demasiado perjudiciales al primero. El fascismo naciente era, en efecto, aristocratizante, y a pesar de que hablaba de problemas sociales, apuntaba hacia los problemas del Estado sin reparar en los que planteaba en el orden social la subsistencia del privilegio. Para apoyar el movimiento se organizó una milicia armada —la Legión Cívica Argentina—, que, como el nacionalismo, no reclutó de ordinario sino retoños de familias conservadoras y practicó un modesto terrorismo con discreto respaldo policial.

A los pocos años del advenimiento de Mussolini surgía así un remedo completo del fascismo en Argentina, pero un remedo hecho por aficionados, que no tenían contacto con la masa y que parecían tender a lo que pudiera llamarse un “fascismo ilustrado”. Sus palabras llegaban al general Uriburu, bien preparado para recibirlas a través de su vieja tendencia autoritaria y germanófila. Y aunque el jefe de la revolución no pudo obtener de sus consejeros ni de sus propias elucubraciones una solución aceptable para encauzar la obra de gobierno, quedó fijado un punto de vista contra la política de los que fueron llamados “los políticos”. Algunos nacionalistas han señalado que el nacionalismo coincidía en sus finalidades con el radicalismo, y se ha hecho notar igualmente que sólo las circunstancias llevaron a la revolución a transformarse en un movimiento contra el radicalismo. Pero el primer paso de la revolución fascista quedó frustrado por la acción de los políticos de quienes tan mal pensaban los nacionalistas. Quizá por eso sostuvo Uriburu en un discurso de fines de 1930 que el movimiento había sido llevado a cabo por militares “sin crear compromisos de ninguna naturaleza con los partidos políticos”, a los que acusaba de considerar “que eran los llamados a repartirse los despojos del partido caído”. Y esta opinión fue reiterada por el jefe de la revolución y por los nacionalistas muchas veces.

Pese a eso, los partidos que se habían opuesto a Irigoyen fueron conquistando posiciones poco a poco, gracias, en parte, al apoyo que recibieron de algunos militares —encabezados por el general Agustín P. Justo— a quienes no satisfacía la perspectiva de una dictadura fascista. Esa circunstancia hizo que muy pronto se transformara en un problema determinar cuál había sido el fin de la revolución, especialmente después del manifiesto del 1o de octubre, y la conferencia de lbarguren en Córdoba del 15 de octubre. Federico Pinedo —del partido Socialista independiente— relató en el diario Crítica ya el 10 de octubre los antecedentes del movimiento, señalando no sólo las tendencias corporativistas del general Uriburu sino también los esfuerzos que los partidos que se habían opuesto a Irigoyen realizaron para impedir que tales tendencias constituyeran el norte del gobierno revolucionario. Refiriéndose a la conversación que tuviera con Uriburu, escribía Federico Pinedo:

“Pero no todo era motivo de tranquilidad y de optimismo. Durante el transcurso de la conversación, el general no ocultó ideas políticas y sociales que tenía a pecho y que yo le conocía de mucho tiempo atrás. El general no creía en la conveniencia, para nuestro país y para todos los países en general, de ciertas instituciones que la mayoría de los argentinos consideramos esenciales y básicas en una democracia. No creía que los ciudadanos debieran tener un voto como simples ciudadanos, es decir, sin ninguna calificación basada en sus actividades, sus intereses económicos, su función social, su categoría o jerarquía. Creía que la agrupación de los hombres a los fines de la organización política, en forma puramente geográfica y confundidos dentro de cada distrito todos los ciudadanos, sin distinción entre ellos, con un voto para cada hombre, es decir, el sistema electoral vigente en todos los países democráticos, era y seguiría siendo pernicioso.

“Afirmaba que sobre ese sistema tendría ventajas inmensas aquel que fundara el poder político agrupando a los ciudadanos en categorías, gremios, grupos profesionales o corporaciones de intereses y que sólo así podía escaparse al predominio de los comités políticos, únicos árbitros, según él, de los destinos de los países organizados sobre la base del voto singular e igual de todos los hombres, como simples hombres.

“Es de imaginar las objeciones que formulé a todos esos propósitos. El general escuchó con deferencia la defensa que hice de nuestro régimen legal de elecciones, similar al de todos los países, excepto Rusia e Italia; me oyó expresar el firme convencimiento de que el sistema democrático hoy imperante, no sólo permite, sino que asegura el predominio de la opinión pública y no el de los comités políticos, porque éstos, aunque tienen la posibilidad de influir en la elección de las personas, se ven obligados a someterse a los dictados de la voluntad de las grandes masas. Aunque el sistema vigente no tuviera otros méritos para ser mantenido, sería decisivo en su favor, le dije, el hecho de que no hay cómo reemplazarlo, porque el país nunca aceptaría que un grupo de personas resuelva declararse superior a sus semejantes y pretenda imponer su predominio amenguando el poder político de los demás por calificaciones o cercenamiento del derecho de sufragio. Como el general expresara que él no tenía la intención de quitar a nadie el derecho del voto, que todo el mundo tendría voto, aun las mujeres, pero que lo ejercitarían eligiendo dentro de su grupo, categoría, gremio o corporación, le hice observar que en ese caso la elección carecería de significado, porque poco importaba a quién iban a elegir los obreros, los agrarios, los industriales, los comerciantes o los propietarios, si de antemano se sabía, por la organización del cuerpo electoral, que el Congreso tendría tantos representantes de los obreros, tantos de los agrarios, tantos de los propietarios, etc. Me referí a las publicaciones que al respecto había hecho el escritor liberal alemán Mises, y el general manifestó que con gusto se impondría de esas y de cualquier otra clase de observaciones, de objeciones, de argumentos, pues no estaba aferrado a sus propias opiniones y no pretendía imponer al país un sistema dado, sino sugerir las ideas que consideraba útiles, tolerando y respetando en toda su amplitud el derecho de los demás a hacer valer sus puntos de vista.”

Con variedad de argumentos respondieron también a Ibarguren los oradores que hablaron en Córdoba el 25 de octubre para atacar los principios sostenidos por aquél diez días antes, y semejantes razones expuso poco después Alfredo Palacios el 6 de diciembre. Pero no todas las posiciones que se plantearon frente a la ofensiva fascista tuvieron idéntico sentido. Mientras los socialistas, los demócratas progresistas y algunos otros partidos afirmaban —como expresó Palacios— que no se oponían a examinar la posibilidad de una reforma constitucional una vez constituido el gobierno legal y siempre que fuera para ampliar la democracia, no para suprimirla, los partidos que se agruparon en la Federación Nacional Democrática (y luego en la llamada “Concordancia”) admitieron que era necesario, dadas las circunstancias del momento, defender las instituciones democráticas y al mismo tiempo sofocar al Partido Radical que poseía sin ninguna duda la mayoría electoral. Era, pues, admitir para un futuro próximo el reinado de una democracia fraudulenta, sobre todo porque nadie ignoraba las reservas que poseía —tanto en dirigentes como en masa popular— el partido vencido por la revolución militar.

El dilema estaba, pues, planteado. O el gobierno revolucionario optaba por la línea fascista, o se entregaba a los partidarios de una democracia basada en el fraude electoral. Las circunstancias forzaron al general Uriburu a preferir la segunda solución, que, sin embargo, quedó teñida con los colores de la primera.

La etapa de la democracia fraudulenta

El proceso fue cumpliéndose por sus pasos contados. El general Uriburu veía desvanecerse su plan de reformas fundamentales y se conformó con apoyar la candidatura del general Justo, que no podía triunfar sino por el fraude. No sin melancolía, contemplaba la organización de la alianza demócrata socialista —cuya fórmula encabezaba, por rara paradoja, su íntimo amigo Lisandro de la Torre— y observaba además el hosco repliegue de las fuerzas radicales, cuyo candidato a la presidencia —Marcelo T. de Alvear— había sido vetado por el gobierno. Y cuando el jefe de la revolución antipopular entregó el bastón de mando al general Justo, le dejó sus viejos proyectos profascistas para que los pusiera en marcha a través de los organismos constitucionales.

Así empezó la época de la democracia fraudulenta. Las circunstancias que le dieron origen configuraron su destino y el pensamiento de los hombres que la sirvieron, y es importante observarlas cuidadosamente. Lo que se reanudaba era en el fondo el viejo duelo entre la democracia popular y la oligarquía, pero ahora con matices que transformaban fundamentalmente la situación. El primero era precisamente el renovado predominio de la oligarquía tras muchos años de oposición, cuyo ejercicio se complicaba ahora sobre todo por diversos factores: la aglutinación de ciertos grupos radicales —llamados antipersonalistas y de típica mentalidad conservadora—, y la aglutinación más o menos estable de ciertas minorías nacionalistas que servían como puntas de lanza a la causa oligárquica con un patriotismo chauvinista y espectacular y una extemporánea movilización de las ideas del viejo conservadorismo local como si se tratara de consignas propias de la hora. El segundo matiz era la división que surgió en el radicalismo, acentuada poco a poco por la influencia que logró en el partido el grupo de Marcelo Alvear, indiscutiblemente democrático pero menos sensible a las inquietudes sociales de la masa. Otros sectores del partido se manifestaron más positivos frente a esas preocupaciones y a las que respondió cierto grupo más avanzado con la creación de Forja, un centro de estudios económicos y políticos. Entretanto, la alianza del socialismo con el Partido Demócrata Progresista había obligado también al socialista a virar un poco hacia la derecha, de modo que el panorama del país durante la etapa de la democracia fraudulenta mostró una disminución del sentimiento cívico y un retraimiento de todas las fuerzas progresistas y capaces de provocar un avance social.

Así pudo desarrollarse una situación política fundada en el fraude, apoyada en una coalición de predominante tendencia conservadora, a la que respaldaban el ejército y la Iglesia y a la que servían como fermento grupos fascistas, inspirados en un principio por Maurràs y Mussolini, encandilados por los principios de la hispanidad tal como la entendía Ramiro de Maeztu, y seducidos luego por la soberbia wagneriana de Hitler.

Los apologistas de la democracia fraudulenta señalan que no fue una continuación del gobierno de Uriburu sino que, por el contrario, la inspiró el pensamiento político de los hombres que, como dice Federico Pinedo, “cuando vieron que la revolución militar era un hecho imposible de evitar, se lanzaron a la lucha para conseguir que el movimiento se encaminara en un sentido democrático y que se desistiera del propósito de imponer por la fuerza, como resolución de la autoridad revolucionaria, las reformas de carácter corporativo o fascista con que soñara el jefe del movimiento y que éste tenía la honradez de no ocultar. Puede ser que algunos o muchos de esos hombres o partidos hayan pecado más tarde en materia electoral —ya se hablará de eso; y éste no es un escrito destinado a disculparlos—; pero el hecho es que en los momentos más difíciles porque han pasado las instituciones republicanas y democráticas del país —que no ha sido cuando se cometió algún fraude, ocultado como una falta, sino cuando había el decidido y confesado propósito de cambiar los fundamentos del poder político, haciéndolo reposar en la representación de corporaciones o gremios u otras bases más o menos fascistas— fueron esos hombres y esos partidos coligados, y no los que negaron su concurso, los que libraron la batalla para que todas esas extravagancias no prosperaran, y se mantuvieran como fundamento del Estado argentino la voluntad de los ciudadanos, computados simplemente como ciudadanos.”

No era ésta, naturalmente, lo opinión de los que combatían al régimen. Desde los partidos de centro hasta los de la extrema izquierda no se apreciaba en los hombres que ejercían el gobierno ni en los que ocupaban las bancas del parlamento otra actitud que la de retener el poder para restaurar o ampliar los privilegios de que gozaba desde antiguo la oligarquía. El radical Enrique Mosca habló de esa época como “el presente caótico y sombrío, o sea la sublevación del cuartel contra la civilidad que comienza un seis de setiembre…”; el demócrata progresista Lisandro de la Torre enjuició valientemente toda la época a través de la política económica del gobierno; y los socialistas Palacios y Bravo emprendieron severísimas campañas en el Senado acerca de los actos de la dictadura que a su juicio merecían sanción.

Pero el gobierno no tenía otra solución que mantener lo que Pinedo llamó la “mediana democracia”, esto es, el sistema del fraude, que organizaba cuidadosamente el gobernador bonaerense Manuel Fresco y exaltaban sus diputados calificándolo de “patriótico”. El fraude electoral viciaba la autoridad del gobierno y abría la huella para cierta irresponsabilidad general, que se notaba sobre todo en el planteo de los problemas económicos. El gobierno del general Justo consideró que la crisis que desde 1929 se advertía en el mundo entero entrañaba un grave peligro para el país y se alarmó más aún ante las conclusiones a que había llegado en 1932 la conferencia imperial de Ottawa, de acuerdo con las cuales Gran Bretaña debía dar preferencia para sus importaciones a los productos de sus dominios. Consecuencia de esta alarma fue una política de exageradas concesiones a Gran Bretaña que se combinó con una reforma bancaria y con los primeros intentos de intervencionismo estatal en cuestiones económicas mediante juntas que debían regular la producción y el consumo de ciertos productos. Todo parecía preferible a perder los mercados ingleses, que tanto beneficiaban a la vieja y a la nueva oligarquía cuyos privilegios custodiaba el gobierno.

Fraude y privilegio fueron las características de este período. Muchas veces pareció que la constante acusación pública de que era objeto el gobierno terminaría por despertar la susceptibilidad de los hombres que usufructuaban indebidamente el poder; pero todo fue en balde. Las consecuencias fueron graves, sobre todo porque comenzaban a desarrollarse las industrias y se constituía un nuevo reagrupamiento de las masas populares, a las que comenzó a invadir poco a poco el más agudo escepticismo político. Este fue el signo de los turbios tiempos de la “década infame” como la llamó algún nacionalista. El presidente Ortiz, llegado al poder mediante el fraude, despertó la esperanza de ver el fin del bastardo sistema político que intoxicaba al país: sus declaraciones, sus actos, y la elección de algunos de sus colaboradores parecieron insinuar que se restauraría la libertad del voto; pero la enfermedad que le obligó a abandonar la presidencia en 1940 abatió aquella esperanza y las masas populares cayeron nuevamente en un profundo desaliento. Así se preparaba la irrupción del fascismo.

El ascenso del fascismo

Pero se preparaba, sobre todo, entre las pequeñas minorías. El fracaso político de los nacionalistas que habían pretendido apoderarse de la revolución setembrina a través del general Uriburu diversificó las tendencias de sus miembros y en tanto que predispuso a algunos a pactar con el régimen, empujó a otros hacia la conspiración subterránea o el reagrupamiento estratégico.

Las asociaciones de tendencia fascista se multiplicaron. A la “Legión de Mayo” y la “Legión Cívica” se agregaron la “Acción Nacionalista Argentina”, presidida por Juan P. Ramos, la “Guardia Argentina”, que presidía Leopoldo Lugones, la “Legión Colegio Militar”, la “Milicia Cívica Nacionalista”. Pero la institución más significativa fue —como señala Carlos Ibarguren— la “Legión Cívica Argentina”, que luego se transformó en la “Alianza de la Juventud Nacionalista”, encabezada por el general Juan Bautista Molina. Simultáneamente se ordenaba un pensamiento nacionalista de tendencia radical en el seno del grupo Forja, pero también allí predominaron grupos filofascistas que seguían a Raúl Scalabrini Ortiz.

Desde 1933, y sobre todo desde la llegada al país del embajador alemán von Thermann, la influencia de la doctrina hitlerista y de sus métodos de acción comenzaron a predominar en esos grupos que antes se inspiraban en Maurràs y Mussolini. En ciertos círculos civiles y militares, el prestigio avasallador de la Alemania nazi deslumbró a los catecúmenos del “Nuevo Orden”, a quienes, por lo demás, usaba y recompensaba generosamente la embajada alemana.

Ibarguren, que en cierto modo fue el mayor teórico del movimiento, se ha quejado de cómo el nacionalismo fue mal comprendido desde 1933 hasta 1943, y malévolamente confundido con los movimientos fascistas y nazis; pero él mismo señala la continuidad de los ideales de aquellos grupos y la coincidencia de banderas entre el movimiento subterráneo de aquella década y la revolución desembozadamente pronazi de 1943 a la que se debe el advenimiento final del fascismo con el gobierno de Perón.

El mismo Ibarguren desarrolló en diversas ocasiones lo que él llamó “la doctrina del nacionalismo argentino”. En rigor se trata de un fascismo moderado y teñido con las mismas consideraciones acerca de la “verdadera democracia” que ha argüido el fascismo en todas partes. Pero basta recordar la conexión de tal doctrina con la llamada “doctrina justicialista” para demostrar lo que entrañaban en sí las declaraciones del inspirador de la Legión Cívica. He aquí algunas proposiciones de lo que Ibarguren ha llamado el “Estatuto del Estado Nacionalista”:

“1) Los intereses de la Nación constituyen el supremo orden público argentino que el Estado debe garantizar, difundir y desenvolver. Nadie puede invocar derechos contra el orden público argentino.

“2) Deberá darse al Estado una estructura según la cual en vez de ser expresión de los partidos políticos y de sus comités, como lo es actualmente, sea la representación de la sociedad en todos sus elementos integrantes organizados; todo lo cual deberá estar consagrado por la voluntad de la Nación expresada en comicios, previo empadronamiento o registro de los grupos sociales conforme a la función que desempeñan en la vida argentina y en el orden económico, espiritual, profesional y del trabajo.

“3) El Estado reconoce y garantiza todas las libertades y derechos del hombre como persona humana y del ciudadano como elemento político de la Nación, de acuerdo al orden establecido en este estatuto.

“4) La economía nacional, constituida por la totalidad de la producción y del comercio, ha de tener por fin primordial el bienestar de la colectividad y la potencialidad de la Nación.

“5) El Estado así integrado por todas las fuerzas sociales organizadas, será auténtica expresión de ellas y deberá coordinar y racionalizar la producción del país, su distribución y su economía.

“6) El Estado debe amparar y asegurar el trabajo, su retribución equitativa, y constituir sólidamente la previsión y la asistencia social, de modo que todos los trabajadores puedan tener una existencia digna conforme a su nivel de vida que será verificado periódicamente en las diversas regiones del país. Por intermedio de los respectivos grupos sociales organizados —gremios, sindicatos, corporaciones, profesiones— el Estado coordinará y reglamentará los intereses patronales y del trabajo, en paridad de condiciones; homologará los contratos colectivos que se acuerden, dirimirá las cuestiones que se susciten, a cuyo efecto instituirá la magistratura del trabajo, evitando así los conflictos y la llamada ‘lucha de clases’.”

Para completar el pensamiento nacionalista, Ibarguren creyó oportuno publicar en 1948 un libro titulado La reforma constitucional, cuyos principios inspiraron en buena medida la “Constitución justicialista” de 1949, no tan corporativista, sin embargo, como afirma el propio autor que era su proyecto. Empero, la constitución del Chaco de 1951 y las distintas leyes que crearon en el país por entonces las “organizaciones del pueblo” revelan la continuidad de un mismo pensamiento político.

En el desarrollo del movimiento fascista durante el decenio 1933-1943, el estallido de la segunda guerra mundial constituye una fecha fundamental. A poco de iniciarse el conflicto comenzó a intensificarse la propaganda y la acción filonazi. Hubo periódicos y revistas que aparecieron para servir a la causa alemana, en tanto que los servicios de informaciones, espionaje y contraespionaje buscaban simpatizantes para colaborar en sus tareas. Los elementos nacionalistas de todos los sectores parecían los más adecuados para realizar tales labores, y en tanto que algunos de ellos negaron su colaboración por indigna, otros la aceptaron de acuerdo con cierto principio de coherencia política.

Porque ciertamente los grupos nacionalistas —cuyos miembros descendían en su gran mayoría de las clases oligárquicas— atacaban desde sus primeros tiempos a las potencias imperialistas y, muy particularmente, a Gran Bretaña; no faltaban en algunos archivos alemanes elementos en abundancia para averiguar los caracteres y para medir la intensidad de la penetración del capitalismo británico en Argentina, y no faltó investigador que los estudiara para nutrir el celo antiimperialista de las minorías nacionalistas. Con ese material, y con otros menos sólidos, el nacionalismo forjó la creencia de que era necesario aprovechar la oportunidad que se brindaba de sacudir el yugo inglés, para lo cual era menester que Gran Bretaña —y todo el mundo democrático— fuera arrasada por las fuerzas alemanas. El pensamiento era coherente, y el nacionalismo fue filonazi en virtud de esa creencia.

Grave contraste pareció para el nacionalismo la política internacional de Ortiz, que parecía inclinarse hacia una neutralidad ligeramente benévola para con las potencias democráticas. Pero a partir de 1940, en que el vicepresidente Castillo sucedió a Ortiz, aquella orientación inició el cambio, poco a poco. Sobre el ánimo —bien predispuesto por cierto— de Castillo comenzó a gravitar la presión de los grupos filonazis y el gobierno aceptó virar el rumbo. Los movimientos neutralistas, que apenas disimulaban sus simpatías totalitarias, redoblaron su acción, pese a que era evidente que la opinión pública —aun la antibritánica— no era de ninguna manera favorable a los alemanes. Y poco después, todo el aparato del poder público llegó a ser instrumento de una política filonazi, que en lo exterior tendía a favorecer la causa del Eje, y en lo interno conducía hacia una decidida promoción del totalitarismo. Formaba, entre otros, en las filas de los que servían la causa nazi el entonces coronel Juan D. Perón; y frente al conato de totalitarismo interno, que ahora cubría sabiamente la ya vieja estructura fraudulenta de nuestra democracia, acentuábase en las masas el escepticismo político y el desaliento. Así se avanzaba por inescrutables caminos hacia el triunfo del fascismo.

La revolución de junio de 1943

Pese a su simpatía por el Eje, el presidente Castillo seguía siendo en el fondo un representante típico de la democracia fraudulenta, envilecida cada vez más a medida que corría el tiempo y comprometida cada vez más en la defensa de sus privilegios. He aquí cómo definía por entonces la situación social Carlos Ibarguren, en una carta a Robustiano Patrón Costas:

“Anhelo vivamente como argentino y como sincero amigo suyo que tenga Ud. el mayor acierto en su gobierno; que limpie Ud. el escenario público, cuyos actores actuales nada representan y constituyen una oligarquía de profesionales de la política que obran en pos del mantenimiento de sus posiciones y de sus intereses particulares; que conquiste Ud. la completa independencia económica de nuestra Patria, liberándola de monopolios y de la presión del capitalismo internacional que la tiene ahogada en muchos de sus órganos vitales; que moralice Ud. la administración pública que hoy —a pesar de la honorabilidad personal del doctor Castillo— ofrece un lamentable espectáculo de venalidad, al punto de que en cualquier asunto que se investiga salta el pus de la corrupción manchando a los funcionarios, aun a los más elevados. Espero confiado que Ud. sabrá gestionar eficazmente en las relaciones exteriores las conveniencias y los intereses argentinos y defenderá con valor y altivez nuestra soberanía y nuestra dignidad tradicional.”

Puesto entre la defensa de los intereses del grupo que sostenía su política y los requerimientos de los grupos filonazis y nacionalistas que le exigían el apoyo a los países del Eje, con el corolario de la promoción de un totalitarismo interno, el presidente Castillo se vio obligado a sopesar sus decisiones. El año 1943 traía ya los sones agoreros de la declinación de la ofensiva nazifascista y el presidente se volvió hacia sus fieles, los que preferían volver a la bastarda tranquilidad de la democracia fraudulenta, sacrificando la sonriente esperanza de formar parte del Lebensraum alemán. Nació por entonces la candidatura conservadora de Patrón Costas, que no satisfizo a los más empecinados y contumaces defensores del Eje, y por eso surgió en el ambiente castrense el misterioso GOU, agrupación de oficiales pronazis que necesitaban perpetuar de alguna manera la situación creada a causa de los compromisos que algunos tenían sobre sus espaldas.

Así, mientras los partidos políticos tradicionales que se oponían a la democracia fraudulenta —esto es el radical, el socialista, el demócrata progresista— se enfrentaban con la entrevista maniobra pronazi y con las fuerzas retrógradas que procuraban establecer en el país un régimen totalitario o un gobierno híbrido de totalitarismo alemán y de capitalismo norteamericano, el GOU seguía trabajando dentro de la mayor oscuridad para evitar que el país escapara a ciertos controles que garantizaban la seguridad de los grupos fuertemente comprometidos con el Reich. Una comisión que constituyó el parlamento para investigar la penetración nazi halló suficientes motivos de alarma como para que la opinión pública se pusiera en estado de alerta, pero la presión estatal creció de manera equivalente para impedir que la situación se hiciera crítica.

Entretanto, el GOU estrechaba sus filas, se preparaba para actuar por la fuerza, y trataba de definir sus posiciones como si fueran ideales de gobierno. Del documento secreto que decía poseer Carlos Ibarguren, y que figura en su libro La historia que he vivido, pueden extraerse algunos párrafos sugestivos que definen las características del grupo en los siguientes términos: “La Obra de Unificación persigue unir espiritual y materialmente a los jefes y oficiales del Ejército, por entender que en esa unión reside la verdadera cohesión de los cuadros y que de ella nace la unidad de acción, base de todo esfuerzo colectivo nacional. Un todo animado de una sola doctrina y con una sola voluntad es la consigna de la hora, porque la defensa del Ejército, contra todos sus enemigos internos y externos, no es posible si no se antepone, a las conveniencias personales de grupos, el interés de la Institución, y si todos no sentimos de la misma manera el santo orgullo de ser sus servidores.”

“Estamos frente a un peligro de guerra, con el frente interno en plena descomposición; se perciben claramente dos acciones del enemigo: una presión en fuerza por Estados Unidos a hacerse efectiva por ese país o por sus personeros; y la amenaza de una revolución comunista de tipo Frente Popular… Frente a las fuerzas políticas adversas se tiene una dispersión y división de los elementos de orden.”

“En el orden internacional seguimos la orientación de nuestro gobierno. Preferimos luchar en nuestro país y morir por él, si es preciso; pero en defensa de su honor y de sus intereses, cualquiera sea el que intente comprometerlos… En el orden interno la inseguridad política puede llevar en plazo más o menos corto a las siguientes situaciones: Triunfo de las tendencias actuales, pero con el cambio de la actual política internacional y, como consecuencia, el estado de guerra. Triunfo del Frente Popular, disfrazado como Unión Democrática, que busque inmediatamente la revolución comunista (caso de España)… El Frente Popular debe ser destruido para evitar la guerra civil que no tememos, pero que estamos en la obligación patriótica de evitar.”

“Hoy es necesario —dice el estatuto— no sólo penetrar los problemas políticos que en el fondo pueden acarrear las graves perturbaciones que conocemos, sino que es indispensable preparar al Ejército para evitarlos a tiempo. Ello se consigue solamente cuando los militares guiados por un solo ideal, compenetrados de una doctrina única y decididos a obrar con la mayor unidad de acción, se encuentren resueltos a imponer el orden desde el momento en que se prevea su alteración. En nuestro país hemos ya afirmado el concepto de respetuosidad exagerado a la Ley, que nos pone a cubierto de cualquier sospecha política. Ello nos servirá de escudo para obrar en el momento oportuno. Si ese momento llega, al hacerlo es necesario proceder racionalmente; el Jefe del Ejército decide y nosotros ejecutamos.”

Era evidente que el propósito era reducir la vida cívica del país hasta sus límites extremos, y encuadrarla dentro de férreos marcos militares. La actitud era incomprensible si no se suponía que se trataba de defender algo que la opinión pública no debía compartir o no debía conocer. Y ciertamente, existía algo profundo en esta maniobra que estalló el 4 de junio de 1943, que no era sino la maniobra de salvataje del grupo comprometido con la infiltración nazi, complicado con la prevención de un viraje del gobierno de Castillo hacia los Estados Unidos.

La revolución comenzó a funcionar como una dictadura militar profundamente impopular, y echó las bases de un régimen totalitario, especialmente después de la eliminación de los últimos moderados, a mediados de octubre de 1943. Las medidas fueron inequívocas: se trabó la actividad de los partidos políticos, de los gremios, de las universidades, y simultáneamente se estableció la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, por obra del ministro de Instrucción Pública Martínez Zuviría. Acaso para apoyar la debilitada causa del gobierno se pensó en el menguado apoyo de los grupos de obreros amarillos que estaban en relación con la policía; y en un intento más vasto de comprometer las conciencias libres de los trabajadores, el subsecretario de guerra, Perón, fue designado director del Departamento del Trabajo. El fascismo proseguía su avance y entraba en plena tarea de organización.

La línea del peronismo

Todo este proceso no era sino el de la génesis de un fascismo; pero a medida que se desarrollaba, comenzó a insinuarse cierta peculiaridad que le prestaba la personalidad de su principal propulsor. Perón constituía, sin duda, el más activo de los elementos pronazis del gobierno revolucionario, y comenzó a utilizar los típicos métodos aconsejados por la tradición nazifascista y la concepción de la política vigente en ciertos grupos militares. Se resumía esta última en los términos de una proclama de los oficiales pronazis, poco anterior a la revolución del 4 de junio y dirigida al ejército, cuyos últimos párrafos, al referirse a la manera de ejercer el poder después que se hubiera conquistado, decían así: “Conquistado el poder nuestra misión será ser fuertes: más fuertes que todos los otros países unidos. Habrá que armarse, armarse siempre, venciendo dificultades, luchando contra las circunstancias interiores o exteriores. La lucha de Hitler en la paz y en la guerra nos servirá de guía.

’’Las alianzas serán el primer paso. Tenemos ya al Paraguay; tendremos a Bolivia y Chile, fácil nos será presionar al Uruguay. Luego las cinco naciones unidas atraerán fácilmente al Brasil, debido a su forma de gobierno y a los grandes núcleos de alemanes. Caído el Brasil el continente sudamericano será nuestro. Nuestra tutoría será un hecho, un hecho grandioso, sin precedentes, realizado por el genio y el heroísmo del Ejército argentino.

’’¡Mirajes, utopía!, se dirá. Sin embargo, dirigimos de nuevo nuestras miradas hacia Alemania. Vencida, se la hace firmar en 1919 el tratado de Versalles, que la mantendría bajo el yugo aliado en calidad de potencia de segundo orden lo menos por cincuenta años. En menos de veinte años recorrió un fantástico camino. Antes de 1939 estaba armada como ninguna otra nación y en plena paz había anexado a Austria y a Checoslovaquia. Luego, en la guerra, se plegó a su voluntad la Europa entera.

’’Pero no fue sin duro sacrificio. Fue necesaria una dictadura férrea para imponer al pueblo los renunciamientos necesarios al formidable programa.

’’Así será en la Argentina. Nuestro gobierno será una dictadura inflexible, aunque al comienzo hará las concesiones necesarias para afianzarse sólidamente. Al pueblo se lo atraerá, pero fatalmente tendrá que trabajar, privarse y obedecer. Trabajar más y privarse más que cualquier otro pueblo. Sólo así se podrá llevar a cabo el programa de armamentos indispensable para la conquista del Continente. Al ejemplo de Alemania: por la radio, por la prensa controlada, por el cine, por el libro, por la iglesia y por la educación se inculcará al pueblo el espíritu favorable para comprender el camino heroico que se le hará recorrer. Sólo así se llegará a renunciar a la vida cómoda que ahora lleva. Nuestra generación será una generación sacrificada en aras de un bien más alto: la patria Argentina, que más tarde brillará con luz inigualable para mayor bien del Continente y de la humanidad entera.”

Para cumplir esa finalidad, Perón descubrió un instrumento de acción inestimable: su capacidad de orador capaz de usar el tono, el vocabulario y las ideas más apropiadas para convencer a las masas argentinas, y especialmente a las masas suburbanas. Este elemento, cuyo valor acrecentaba la radiotelefonía, había de constituir en lo futuro un imponderable de la política argentina.

Poco a poco, la revolución impopular comenzó a hacerse popular, sin que los políticos ni las clases medias lo advirtieran. El orador por antonomasia, el monopolizador de la radio, comenzó a aglutinar a su alrededor a dirigentes gremiales más o menos resentidos y a agrupaciones gremiales justamente desencantadas por la política conservadora que predominaba desde 1930. El golpe maestro de Perón fue englobar a todos los partidos populares del país en la responsabilidad de la situación propia de ese instante, que en rigor no correspondía nada más que a los grupos de la derecha. “Todo había sido falseado —dijo Perón el 15 de octubre de 1944—: la libertad, la ciudadanía, la función directriz, la justicia y la moral. Cómo consecuencia de ello, nuestro pueblo estaba al borde de perder sus fuerzas más ponderables: la esperanza y la fe.

“La más oscura y venal de las oligarquías en poder del Estado había montado una máquina electoral que dio al Pueblo el derecho de votar, pero jamás el de elegir sus gobernantes. Como si ello fuera poco, llegó a repartirse las ganancias con los caciques, aparentemente de la oposición.” Y con esa plataforma —defendida mediante los instrumentos del poder— logró poco a poco imponer sus consignas fascistas en las conciencias de la masa insuficientemente politizada.

Las tesis fueron expuestas parcial o totalmente en diversas oportunidades. “Buscamos suprimir las luchas de clases suplantándolas por un acuerdo justo entre obreros y patrones —esto es, de pueblo— al amparo de la justicia que emana del Estado”, decía Perón el 1o de mayo de 1944. “No dividimos al pueblo en clases para lanzarlas en lucha, unas contra otras; tratamos de organizarlas, para que colaboren en el engrandecimiento de la Patria”, agregaba el 11 de agosto. “Ha muerto todo prejuicio burgués y nace una nueva era en el mundo, en la cual han de afirmarse día a día los derechos, la responsabilidad y la intervención del Pueblo en las soluciones fundamentales”, afirmaba el 19 de julio de 1945. Esta prédica —revolucionaria y reaccionaria a un tiempo como todo fascismo— fue adquiriendo vigor y terminó por arraigar en la conciencia de ciertos grupos sociales, pertenecientes a la categoría que ha sido calificada técnicamente como lumpenproletariat. La doctrina implícita y explícita alarmó a ciertos grupos de las clases medias y de los sectores capitalistas, que se obstinaron en rechazar el hecho social que se imponía ante sus ojos como si no existiera, tal como lo venían haciendo desde 1930.

Un conato de revolución militar obligó a Perón a retirarse transitoriamente del poder y permitió la cuidadosa organización de su retorno a la vida pública en condiciones excepcionales que demostraban el trasfondo de su política y de sus planes. Con la colaboración, desembozada, de fuertes grupos militares y de la policía, se organizó el 17 de octubre de 1945 una marcha convergente desde los suburbios y los barrios obreros sobre Buenos Aires para exigir su “libertad”. El movimiento tenía —en gran escala— la misma estructura interna de otros que anteriormente había organizado la policía para otorgar un poco de calor popular a los actos del gobierno de la revolución de 1943; pero era inequívoco que ahora existía también un movimiento espontáneo de masas populares para las cuales el nombre de Perón se había transformado en bandera de un movimiento social. El mismo Perón definió la singular naturaleza de este movimiento en el discurso que pronunció el 17 de octubre desde los balcones de la casa de gobierno cuando dijo: “Que sea esta hora histórica cara a la república y cree un vínculo de unión que haga indestructible la hermandad entre el Pueblo, el Ejército y la Policía. Que sea esta unión eterna e infinita, para que este pueblo crezca en la unidad espiritual de las verdaderas y auténticas fuerzas de la nacionalidad y del orden. Que sea esa unidad indestructible e infinita, para que nuestro pueblo no solamente posea la felicidad sino también sea digno de comprenderla.”

¿Qué podía significar esa extraña identificación entre el pueblo, el ejército y la policía, sino una dictadura de masas, controlada, apoyada y dirigida mediante el aparato del poder? Todo hacía pensar que los planes políticos del nuevo líder no eran sino un remedo del fascismo, diseñado en sus líneas generales por Perón en la conferencia que, como ministro de guerra, pronunció en la Universidad de La Plata el 10 de junio de 1944.

El Nuevo Orden

En las elecciones, controladas por el Ejército y precedidas por una campaña electoral en la que las fuerzas del Estado y las bandas regimentadas hostilizaban sistemáticamente a los opositores, Perón triunfó el 24 de febrero de 1946. Meses después —el 4 de junio— asumió la presidencia y comenzó su labor gubernativa, pudiéndose observar que tendía a provocar una modificación sustancial de la organización estatal. Todo lo favorecía: tenía gran mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado, y su partido —o más bien, el conglomerado de partidos y grupos qué se habían reunido bajo su nombre— había triunfado en todas las provincias menos una. Con las universidades intervenidas, los periódicos censurados, los sindicatos obreros controlados y la administración y las fuerzas militares y policiales incondicionalmente a su servicio, Perón comenzó a echar las bases de un “nuevo orden” argentino.

En rigor, no innovó demasiado, sino que se limitó a realizar, glosándolas y variándolas en ocasiones, viejas inspiraciones de los grupos nacionalistas. Él que se presentaba como conductor del pueblo argentino y portaestandarte del proletariado, usando fórmulas muy modernas para la solución de los problemas económicos y sociales, hablando de antiimperialismo y de energía atómica, había dicho en un discurso del 28 de junio de 1944: “La República Argentina es producto de la colonización y conquista hispánica, que trajo hermanadas a nuestra tierra, en una sola voluntad, la cruz y la espada. Y en los momentos actuales parece que vuelve a formarse esa extraordinaria conjunción de fuerzas espirituales y de poder que representan los dos más grandes atributos de la humanidad: el Evangelio y la Espada.”

En realidad no desmentía su prosapia ideológica. Perón contaba entonces con el franco apoyo de la iglesia, del ejército y de la policía, que constituían, en rigor, los cuadros dentro de cuya retícula insertaba el apoyo que le prestaban los grupos proletarios. Sobre esa base comenzó a constituir su organización de gobierno, amenazando al ejército con las masas populares y con el fantasma de la huelga general revolucionaria, en tanto que atemorizaba a las organizaciones obreras con el fantasma del ejército y de la dictadura militar. La concepción fascista se extremaba en Perón en virtud de las singulares circunstancias que rodearon su aparición, que favorecían la coparticipación de fuerzas de divergente tradición política. El “nuevo orden” debía tener dos ceremoniales, dos máscaras diferentes. La severa tesitura propia de un ejército formado a la prusiana tenía que alternarse con la desmañada e informe exaltación de la masa de los descamisados, en quienes se procuraba inocular —en balde, por cierto— brutales sentimientos de violencia. Y Perón aprendió el arte de discurrir incansablemente en dos estilos distintos: el del severo y lacónico militar, uno, y el del agitador de barricada, otro.

En rigor, las diversas fisonomías del “nuevo orden” se ordenaron poco a poco. Durante cierto tiempo, el dictador se reservó la exposición serena de la labor constructiva del régimen, en tanto que dejaba a su esposa, Eva Perón, la vehemencia aparentemente revolucionaria del discurso propalado entre alaridos de aprobación. En ambos casos, la oratoria radiotelefónica constituyó un instrumento fundamental de gobierno; la voz viril del presidente y la voz gutural de Eva Perón producían sobre las masas sin experiencia política una influencia intensa, ajena por cierto a los conceptos que solían recubrir, y que llegaban a la zona de los instintos. Y esa influencia prestaba al “nuevo orden” un apoyo equivalente en fuerza al que ofrecía la palabra sentenciosa y severa, llena de arranques varoniles y de arrogancia hidalga, con que el presidente se dirigía a sus camaradas militares en los actos castrenses y oficiales.

A través de la facundia oratoria, el presidente iba deslizando ciertas ideas políticas que precisaban poco a poco la dimensión real y posible del viejo programa del nacionalismo argentino.

Uno de los problemas fundamentales del “nuevo orden” fue el de los fundamentos económicos del nuevo estado. Cosa singular, coincidieron en el planteo propuesto por el presidente dos corrientes de ideas: por una parte un planteo genérico ajustado a los principios del Estado Mayor, que a su vez se inspiraba en los teóricos alemanes, desde von der Goltz y von Clausewitz hasta Goerlitz; por otra un planteo específico para la Argentina que venían preconizando los nacionalistas argentinos de acuerdo con la variante fascista del antiimperialismo.

La primera corriente fue revelada categóricamente por el entonces ministro de guerra en la conferencia que pronunció en La Plata el 10 de junio de 1944. Después de hablar de las exigencias que entraña la “guerra total” según los esquemas de Ludendorff, abordó el problema de la “Acción industrial” en estos términos:

“Referido el problema industrial al caso particular de nuestro país, podemos expresar que él constituye el punto crítico de nuestra defensa nacional. La causa de esta crisis hay que buscarla de lejos para poder solucionarla.

’’Durante mucho tiempo, nuestra producción y riqueza han sido de carácter casi exclusivamente agropecuario. A ello se debe en gran parte que nuestro crecimiento inmigratorio no haya sido todo lo considerable que era de esperar, dado el elevado rendimiento de esta clase de producción con relación a la mano de obra necesaria. Saturados los mercados mundiales, se limitó automáticamente la producción y por ende, la entrada al país de la mano de obra que ella necesitaba.

“El capital argentino, invertido así en forma segura pero poco brillante, se mostraba reacio a buscar colocación en las actividades industriales, consideradas durante mucho tiempo como una aventura descabellada y, aunque parezca risible, no propia de buen señorío.

“El capital extranjero se dedicó especialmente a las actividades comerciales, donde todo lucro, por rápido y descomedido que fuese, era siempre permitido y lícito; o buscó también, seguridad en el establecimiento de servicios públicos o industrias madres, muchas veces con una ganancia mínima respaldada por el Estado.

“La economía del país reposaba casi exclusivamente en los productos de la tierra, pero en su estado más innoble de elaboración, que luego, transformados en el extranjero con evidentes beneficios para sus economías, adquiríamos de nuevo ya manufacturados.

“El capital extranjero demostró poco interés en establecerse en el país para elaborar nuestras riquezas naturales, lo que significaría beneficiar nuestra economía y desarrollo, en perjuicio de los suyos y entrar en competencia con los productos que se seguirían allí elaborando.

“Esta acción recuperadora debió ser emprendida evidentemente por los capitales argentinos, o por lo menos que el Estado los incitase, precediéndolos y mostrándoles el camino a seguir.

’’Felizmente la guerra mundial de 1914-1918, con la carencia de productos manufacturados extranjeros, impulsó a los capitales más osados a lanzarse a la aventura y se estableció una gran diversidad de industrias, demostrando nuestras reales posibilidades.

“Terminada la contienda, muchas de estas industrias desaparecieron por artificiales unas, y por falta de ayuda oficial otras que debieron mantenerse; pero muchas sufrieron airosamente la prueba de fuego de la competencia extranjera dentro y fuera del país.

’’Pero esta transformación industrial se realizó por sí sola, por la iniciativa privada de algunos pioneers que debieron vencer innumerables dificultades. El Estado no supo poseer esa videncia que debió guiarlos y tutelarlos, orientando la utilización racional de la energía; facilitando la formación de la mano de obra y del personal directivo; armonizando la. búsqueda y extracción de la materia prima con las necesidades y posibilidades de su elaboración; orientando y protegiendo su colocación en los mercados nacionales y extranjeros, con lo cual la economía nacional se hubiera beneficiado considerablemente.

’’Para corroborarlo no me referiré más que a un aspecto. Hemos gastado en el extranjero grandes sumas de dinero en la adquisición de material de guerra. Lo hemos pagado a siete veces su valor, porque siete es el coeficiente de seguridad de la industria bélica y todo ese dinero ha salido del país sin beneficio para su economía, sus industrias o la masa obrera que pudo alimentar.

“Una política inteligente nos hubiera permitido montar las fábricas para hacerlos en el país, las que tendríamos en el presente, lo mismo que una considerable experiencia industrial y las sumas invertidas habrían pasado de unas manos a otras, argentinas todas.

“Lo que digo del material de guerra, se puede hacer extensivo a las maquinarías agrícolas, al material de transporte, terrestre, fluvial y marítimo y a cualquier otro orden de actividad.

“Los técnicos argentinos se han demostrado tan capaces como los extranjeros, y si alguien cree que no lo son, traigamos a éstos que pronto asimilaremos todo lo que puedan enseñamos.

“El obrero argentino, cuando se le ha dado oportunidad para aprender, se ha revelado tanto o más capaz que el extranjero.

“Maquinarias, si no las poseemos en cantidad ni calidad suficientes, pueden fabricarse o adquirirse tantas como sean necesarias.

“A las materias primas nos las ofrecen las entrañas de nuestra tierra que sólo espera que las extraigamos.

“Si no lo tenemos todo, lo adquiriremos allí donde se encuentre, haciendo lo mismo que los países europeos que tampoco lo tienen todo.

“La actual contienda, al hacer desaparecer casi en absoluto de nuestros mercados los productos manufacturados extranjeros, ha vuelto a hacer florecer nuestras industrias, en forma que causa admiración hasta en los países industriales por excelencia.

“La teoría que mucho tiempo sostuvimos de que si algún día un peligro amenazaba a nuestra Patria, encontraríamos en los mercados extranjeros el material de guerra que necesitásemos para completar la dotación inicial de nuestro Ejército y asegurar su reposición, ha quedado demostrada como utopía.

“La Defensa Nacional exige una poderosa industria propia y no cualquiera, sino una industria pesada.

“Para ello, es indudablemente necesaria una acción oficial del Estado, que solucione los problemas que ya he citado y que proteja a nuestras industrias si es necesario. No a las artificiales que, con propósitos exclusivamente utilitarios, ya habrán recuperado varias veces el capital invertido, sino a las que dedican sus actividades a esa obra estable, que contribuirá a beneficiar la economía y asegurará la Defensa Nacional.”

Esta típica concepción de Estado Mayor se refería a los bienes materiales de la nación, a su riqueza. Apoyado en ella y en las fuertes reservas en oro acumuladas durante la guerra, Perón desplazó el tradicional centro de gravedad de la economía argentina. Apartó del primer plano al sector agropecuario y, en cambio, estimuló a la pequeña y mediana industria de capital nacional, con lo cual acrecentó también las posibilidades ocupacionales de las crecientes masas urbanas que, sin duda, mejoraron sus niveles de ingreso y sus condiciones de vida. Instrumento fundamental de esa política fue el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio, que debía desviar parte de los beneficios obtenidos de las exportaciones agropecuarias hacia el sector industrial. Con eso acentuó el intervencionismo estatal en la economía, tendencia que se puso de manifiesto también en la nacionalización del Banco Central, de los ferrocarriles, el gas. los teléfonos y la flota fluvial.

Pero extremada aquella concepción se llegaba inexorablemente a una concepción totalitaria, que el dictador expresó en la “doctrina Nacional” en esta frase abrumadora: “La acción defensiva de la nación se extiende desde sus fronteras geográficas hasta la configuración ideológica del pueblo en todos y cada uno de sus habitantes.” Y el país entero, que no había soportado guerra alguna ni tenía a la vista ningún enemigo, fue puesto en estado de defensa interior, o, como el dictador estableció luego expresamente, en “estado de guerra interna”, circunstancias dentro de las cuales pudo hacer el experimento de su concepción política.

La idea alrededor de la cual giraba el dictador era la de la organización. El Estado debía estar organizado, el gobierno debía estar organizado (y si lo llegaba a estar cristalizaba en la figura del “conductor”), y la masa debía estar organizada, y entonces podía llamársele “pueblo”. Cada uno de estos aspectos de su concepción política adquiría visos singulares. Pero nada tan singular como la imagen que el dictador se hacía del “conductor”.

La “conducción” —término transferido al léxico político, pero de origen militar— era para él un arte: “El conductor nace, no se hace”, decía. Y al mismo tiempo negaba a las masas la posibilidad de conducirse por sí mismas. “Cuando la masa no tiene sentido de la conducción y uno la deja de la mano, no es capaz de seguir sola y produce los grandes cataclismos políticos”, expresaba el 15 de marzo de 1951. Pero si esas masas contaban con un hábil conductor —circunstancia que se presume providencial— podían alcanzar todas sus aspiraciones, porque “como él sea, será la masa”. El conductor es, pues, un artífice, más, un artista. A diferencia del caudillo, planea y ejecuta; como el artista, su tarea es “crear, crear siempre, estar siempre dispuesto a crear”.

Pero esta concepción exigía un puente entre la masa y el genio conductor; el dictador imaginó que el abismo se achicaba si la masa se organizaba en “pueblo” y si el pueblo se ofrecía a sus artes encuadrado dentro de grandes organizaciones —de trabajadores, de estudiantes, de empresarios, de profesionales— que facilitaran su modelación por el artista. Pero aun así creyó imprescindible —otra reminiscencia castrense— crear los que insistentemente llamó “cuadros” de dirigentes intermedios. “Hay que enseñar a los intermediarios de la conducción, porque la conducción no se puede realizar con un hombre y una masa, porque si esta masa no está encuadrada se disocia.”

La teoría fue puesta en ejecución, y el dictador logró crear todas las formas que su fértil imaginación proyectó; pero sólo sobre la base de un poderoso aparato de fuerza que requería cada vez más la inmovilidad mental del país. La dictadura constriñó prácticamente la libre expresión de ideas precisamente porque todo el corpulento armazón que la sostenía no resistía el más leve examen crítico. Acaso el dictador creyó en la eficacia de su versión argentina del viejo fascismo europeo, porque, en su egolatría, solía decir que no cometería jamás los que él llamó “los errores de Mussolini”. Fue desgracia suya el cometerlos aun peores, y un día cayó sin gloria. Nada quedó en muy poco tiempo de las vastas estructuras corporativas que el dictador creara; sus palabras sonaron a hueco al cabo de muy poco tiempo, excepto algunas proféticas, como aquéllas que pronunció el 21 de octubre de 1946: “No somos, de manera alguna, enemigos del capital, y se verá en el futuro que hemos sido sus verdaderos defensores”, pues, en efecto, preparó en los últimos tiempos de su gobierno la entrega de vastas zonas petrolíferas a una empresa extranjera.

Las fuerzas de reserva

Mientras se gestaba y se desenvolvía el movimiento fascista que dominó desde 1943 hasta 1955 en Argentina, los partidos tradicionales mantuvieron y perfeccionaron sus posiciones teóricas. Pero el ingente movimiento social que se venía preparando en el país desde la crisis de 1929 y la revolución de 1930 obligó a las fuerzas políticas a acentuar sus preocupaciones por los problemas sociales.

Tales inquietudes no eran por cierto nuevas en el Partido Socialista, que combatía desde fines del siglo xix a las clases privilegiadas y que desarrollo desde 1930 no sólo una enérgica defensa de la libertad política sino también una activa lucha en defensa de los principios de la justicia social, tal como podían plantearse a la luz de la realidad argentina. Por eso pudo decir Américo Ghioldi en el congreso partidario de junio de 1948: “Finalmente, quiero hacer la afirmación de que nosotros somos la izquierda del país. No hay movimiento de más avanzada que el nuestro, porque vinculamos en un equilibrio admirable tres ideas que se disputan el predominio pero que deben vivir armónicas: la democracia, la igualdad y la libertad. Pudo dominar alguna vez la democracia política, pero estaba resentida por no atender los requerimientos igualitarios que son las exigencias profundas de la sociedad necesitada de justicia social. Puede existir ahora la tendencia a un predominio del principio igualitario, pero con ausencia del sentimiento y el sentido creador de la libertad, sin el cual la persona humana se atrofia, y el núcleo vivo que crea y recrea, se extingue.”

Tampoco eran ajenas esas inquietudes al Partido Comunista, que enjuició la política oligárquica y trabajó a su manera a fin de constituir fuertes y disciplinados grupos dentro de la clase trabajadora para difundir sus principios revolucionarios.

En cambio, las preocupaciones sociales habían sido menos intensas en los demás partidos, todos los cuales comenzaron a sentir la necesidad de tomar posición frente al fenómeno que cada día se hacía más visible. El problema fue más agudo en el seno del Partido Radical, partido popular por excelencia, que se tenía tradicionalmente por mayoritario y que fue conmovido profundamente por la derrota del 24 de febrero de 1946. Ante los resultados de la elección, adquirieron fuerza creciente los principios renovadores de una fracción del partido que adoptó el nombre de “Intransigencia”. Su preocupación fue, ante todo, introducir cierta definición en los principios generales y vagos que el radicalismo decía defender, pero que se presentaban al electorado por una fisonomía proteica. “Hemos afirmado —escribía Arturo Frondizi en su libro Petróleo y política— que debemos realizar la revolución como cambio absoluto tanto en el régimen interior como exterior de nuestra sociedad; que esa revolución está históricamente vinculada a nuestro pasado y que también lo está en los momentos actuales con el proceso que atraviesa América Latina. Debemos ahora concretar algunos de los hechos fundamentales que darán vigencia a esa revolución, para transformar el viejo orden social en uno nuevo, en consonancia con las necesidades que la realidad popular exige. Este contenido está ligado a cambios fundamentales en la estructura económico social, que abarquen, por lo menos, estos tres aspectos concretos y esenciales: a) la reforma agraria; b) la industrialización; c) la democracia económica.” En sucesivos documentos políticos, fueron adquiriendo perfiles nítidos ciertas soluciones para los viejos problemas del país, que el régimen peronista, pretendiendo resolverlos, no había hecho sino agudizar. Y por el ágil y sostenido esfuerzo del grupo se fue advirtiendo una progresiva conquista de los espíritus, como si a la progresiva agudización de los problemas correspondiera una progresiva clarificación de las soluciones.

Tal fue la actitud de los partidos populares entre los que no debe olvidarse, por cierto, al Partido Demócrata Progresista que, siguiendo la inspiración de Lisandro de la Torre, se esforzó por esclarecer su pensamiento liberal. Hasta en los grupos conservadores que se aglutinaron en distintas entidades políticas durante la época del fascismo surgió la preocupación por el problema social. El tema, pese a la precoz indicación de Marx, había sido ignorado por las minorías privilegiadas y aun por los partidos que representaban a la democracia popular. La violenta captación del país por el fascismo fue el signo de que el problema existía, y al cerrarse el ciclo del fascismo argentino —el ciclo de los veinticinco años amargos— el pensamiento político comenzó a mostrar madurez suficiente para percibir lo que se esconde siempre bajo las alternativas de la política.

X
La busca de una forma supletoria

La creciente presión de las cuestiones sociales y los avatares de una transformación económica que comprometía la estructura tradicional del país fueron problemas que ejercieron una fuerte influencia sobre la conducta política de los grupos que, sucesivamente, llegaron al poder o lucharon por él después de la revolución de 1955. Eran problemas inocultables. Pero la madurez que parecieron mostrar las fuerzas de reserva durante la época del régimen caído se reveló insuficiente para afrontarlos. Sin duda la coyuntura era compleja. Por sobre aquellos problemas sociales y económicos, en los que asomaban las tensiones entre los diversos intereses sectoriales, aparentemente inconciliables, flotaba el hecho político de la persistencia de una masa mayoritaria aglutinada, aunque fuera pasivamente, alrededor de un líder político proscripto, cuyo carisma parecía resistir incólume a la ofensiva sicológica desatada para minar su prestigio. Combinado con los otros componentes sociales y económicos, ese hecho político se transformó en la principal y constante preocupación de quienes buscaron o ejercieron el poder, todos ansiosos por encontrar una fórmula política supletoria para salir de la encrucijada. Como la de 1943, la revolución de 1955 descubrió que era una revolución impopular, y hallar el modo de encaminarla hacia el establecimiento de una democracia legítima fue el objetivo de quienes, directa o indirectamente, habían contribuido a desencadenarla. Esto significaba en términos crudos, hallar una manera de derivar de sus propios cauces el voto y el apoyo de la masa peronista. La fórmula política supletoria fue buscada intensamente desde 1955 hasta 1973. La busca fue infructuosa.

La fórmula política tenía que ser, además, una fórmula social y económica. Los años que siguieron a la revolución de 1955 pusieron de manifiesto una situación confusa que ahora protagonizaban, frente a sectores tradicionales y definidos, otros que sólo desde hacía poco tiempo habían comenzado a precisar su identidad. En la confusión se fueron identificando problemas nuevos y se fue insinuando el verdadero peso de cada sector. Se fue advirtiendo que no bastaban las viejas predilecciones por tal o cual partido para definir una opinión sobre la salida, y que no bastaba ser peronista o antiperonista, radical, conservador o socialista para responder a los interrogantes puestos sobre la mesa. Era necesario combinar los planteos políticos con las opiniones sobre política social y económica, y esta exigencia resultaba nueva para la mayoría de los ciudadanos formados en las tradiciones cívicas argentinas. Había que empezar por descubrir y reconocer la existencia de los nuevos sectores y los términos de los nuevos problemas.

Para quienes buscaron fórmulas políticas supletorias comenzó a ser evidente que ya no estaban en presencia solamente los viejos partidos políticos, incluyendo el peronismo. Estaban también los viejos grupos de poder: la iglesia, las fuerzas armadas, los terratenientes, el capital extranjero. Y estaban los nuevos, que habían cobrado nueva fuerza en los últimos tiempos: los empresarios de la pequeña y mediana industria, los sindicatos obreros y, además, ese conjunto indefinido, pero operante, que constituían las masas populares. Era un cuadro complejo en el que las coincidencias no eran fáciles a partir de la fractura operada por la revolución de 1955. Y frente a la significación real de cada uno, frente al papel que a cada uno le correspondía en el proceso de la vida nacional, frente a las ideologías que representaba, empezaron a dividirse las opiniones de una manera que no correspondía a la tradicional canalización de las ideas y que se expresaba a través de los partidos políticos. Una sacudida tremenda los conmovió a todos.

Hecho fundamental, la división de todos los partidos políticos fue la más significativa y reveladora experiencia del período que se abrió con la revolución de 1955. Lo que quedó al descubierto fue la disgregación primero y la progresiva reagrupación después de sectores que antes parecían coincidentes. Las corrientes de opinión se desarticularon y buscaron las vías para articularse nuevamente, expresándose de manera clara y definida unas veces y de modo confuso otras. Dirigismo económico o libre empresismo, democracia auténtica o democracia fraudulenta, democracia formal o democracia social, populismo autoritario o populismo sindicalista, fueron, entre otras, las alternativas que se manifestaron. Se osciló entre el viejo proyecto agropecuario y los nuevos modelos industrialistas. Pero, en el fondo, el problema político se concentró sobre un tema fundamental: qué hacer con la masa mayoritaria que seguía fiel al líder proscripto y que rechazaba obstinadamente su apoyo a las diversas y variadas alternativas políticas que unos y otros imaginaron para seducirla. Durante dieciocho años fueron estériles los esfuerzos para encontrar una fórmula supletoria de la que apoyaban fervorosamente las masas mayoritarias. Y cuando el gobierno militar encabezado por el general Lanusse inició el proceso de restauración institucional, un extraño e incontenible movimiento de adhesión a Perón aglutinó a su alrededor un variado conjunto de sectores, cada uno de los cuales creía ver en el veterano líder proscripto el representante legítimo de sus ideas y el defensor inequívoco de sus intereses. A él le tocó hallar una fórmula supletoria de su propio nombre, con cuyo triunfo en 1973 inauguraría una nueva etapa de gobierno.

Las nuevas situaciones y las respuestas aleatorias   

La revolución que depuso a Perón en setiembre de 1955 devolvió el poder a sectores tradicionales que se enfrentaron con una situación inédita. El régimen depuesto había acelerado un proceso de cambio social y económico que se gestaba hacía más de un cuarto de siglo, y esa aceleración había modificado no sólo la fisonomía del país sino también su estilo político. Se había constituido una república de masas. Como respuesta, el gobierno surgido de la que se autodenomino “Revolución Libertadora” fijó su interés en la restauración de una democracia formal que resguardara los principios republicanos y las garantías conculcadas por la república de masas. Pero al fijar su política se atuvo a una concepción tradicional, sin hacerse cargo de lo que en la Argentina contemporánea, en grave crisis estructural, era ya insoslayable: una política social y económica orientada hacia la solución de los nuevos problemas como, en rigor, la había tenido el peronismo.

Desde 1930 variaba lentamente la orientación del proceso económico del país, y la segunda guerra mundial aceleró ese cambio. Instalado en esa coyuntura, el peronismo, respaldado por una fuerte masa de divisas, había optado por un planteo que amenazó la estructura agropecuaria y favoreció el desarrollo industrial; con ello pudo lograrse un crecimiento de la economía argentina que sólo se detuvo en 1952. Pero el proceso estaba en marcha. El peronismo trató de combatir la depresión que se produjo entonces, sin lograrlo. Y con el proceso desencadenado aunque en crisis, con un torrente de expectativas populares alentadas primero y contenidas después y con una sociedad movilizada por el cambio, dejó el gobierno legando a quienes le sucedían la difícil tarea de canalizar la conmoción producida.

Era una conmoción económica, pero era también una conmoción social. El proceso inmigratorio externo venía cambiando hacía más de medio siglo la fisonomía del país. La vigorosa tendencia a la concentración urbana, que ese proceso había estimulado, se acentuó aún más después de 1930 con las migraciones internas que trajeron a las grandes ciudades —y a Buenos Aires en primer lugar— crecidos contingentes originarios de las provincias menos desarrolladas y afectadas por la crisis de las economías regionales. Así se originó una transformación social profunda, cuyo signo más novedoso fue una nueva composición y una nueva actitud de las clases populares y, en menor medida, de las pequeñas clases medias. La aspiración al bienestar y al consumo creció considerablemente y muchos grupos, antes inertes, cobraron conciencia de su marginalidad. Pero las condiciones favorables de la economía que predominaron desde la segunda guerra mundial hasta 1952 permitieron cierta redistribución de los ingresos e impulsaron los fenómenos de ascenso social. Poco a poco creció un proletariado industrial sindicalmente organizado dentro de una concepción verticalista, en cuya cúspide operaba un poder incontrovertible de tipo carismático. También este proceso se vio convulsionado por la crisis posterior a 1952, y las expectativas frustradas de las nuevas clases populares formaron parte del legado que recibieron quienes sucedieron al gobierno caído en 1955.

Una vaga política de conciliación nacional movió al general Eduardo Lonardi, primer jefe de la revolución, a proclamar que no había “ni vencedores ni vencidos”. Pero esa política no llegó a ser instrumentada ni fue compartida por otros protagonistas de la revolución, cuyo antiperonismo expresaba el de un vasto sector de la opinión pública. El 13 de noviembre Lonardi fue depuesto y asumió el poder el general Pedro Eugenio Aramburu, continuando como vicepresidente el almirante Isaac Rojas, partidario también de una radicalización de la acción revolucionaria.

El drama que quedó a la vista consistió en que eran muchos los antiperonistas, divididos en diversos sectores políticos, y eran muchos también —acaso más —los peronistas. Constituyeron éstos desde entonces un conjunto en el que se distinguía claramente un grupo activo y una vasta masa pasiva pero de opiniones irrevocables, rayanas en la fe. Ese drama fue el telón de fondo de la vida política argentina durante casi dos décadas. Delante de él se desplegaron otros problemas. Se advirtieron las fuertes presiones de los grupos económicos que defendían sus intereses y para quienes las experiencias del período peronista no habían pasado en vano. Pugnaban entre sí los sectores agropecuarios, los sectores industriales nacionales, los sectores vinculados al capital multinacional. Se advirtió la persistencia del poder de los sindicatos, disminuidos a partir de la pérdida del calor oficial y más aún por la enérgica represión. Se advirtieron las crecientes necesidades de la infraestructura, exigida por el proceso de crecimiento. Se hicieron visibles los problemas estructurales, la escasez de capitales, la deuda externa, la crisis de la industria nacional dependiente de los insumos importados. Pero el gobierno de la Revolución Libertadora, sin perjuicio de salir al ruedo con medidas ocasionales para enfrentar esos problemas, se vio atrapado por el problema político de la masa peronista, mayoritaria e inconmovible en su fe. Y no sin razón, porque en ese problema se jugaba el futuro de la convivencia nacional, y se hacía evidente que no era tan sólo político sino social y cultural también. La sociedad argentina estaba escindida y se advertía el odio que se profesaban los dos bandos.

Tanto el problema de cómo conducir el proceso de cambio socioeconómico como el de la manera de encauzar la vida institucional, recibieron del gobierno de la Revolución Libertadora respuestas de inspiración liberal. Pero la realidad se opuso a la plena restauración del liberalismo. Perduraron ciertas tendencias intervencionistas en la economía, en tanto que, en política, la categórica proscripción del movimiento peronista hizo injustificable hablar de liberalismo. Inhabilitados muchos de sus dirigentes, disueltas sus organizaciones, prohibidos sus símbolos, el peronismo fue perseguido tenazmente hasta límites tan insospechables en la Argentina como la aplicación de la pena de muerte a los insurrectos de junio de 1956. Correspondía a esa política la decisión de que el peronismo se mantuviera proscripto y al margen de la vida política. Sólo los partidos antiperonistas podrían en adelante disputar el poder.

Hubo, pues, una ficción política fundada en una situación de hecho, como había ocurrido en Alemania y en Italia después de 1945. Símbolo eminente de esa ficción política fue el establecimiento de una Junta Consultiva con la que el gobierno de la Revolución Libertadora quiso robustecer su autoridad e, indirectamente, limitar su poder. Formaban parte de ellas todos los partidos políticos de signo antiperonista, excepto los que el gobierno consideró de extrema derecha o de extrema izquierda. Y presidida por el vicepresidente de la República, la Junta discutió arduos problemas sin que nadie, sin embargo, se llamara a engaño sobre su representatividad. Un acuerdo generalizado sobre los problemas institucionales y formales solía esconder los indicios de la progresiva diferenciación de los partidos a los que, en el fondo, sólo vinculaba el antiperonismo.

La diferenciación se acentuó y se puso de manifiesto cuando comenzaron a delinearse las candidaturas presidenciales. Arturo Frondizi precipitó la división de la Unión Cívica Radical, esbozando una aproximación al peronismo que se concretaría más tarde. Pero entretanto el gobierno decretó la nulidad de la Constitución de 1949 y llamó a elecciones para reunir una Asamblea Constituyente que debía reformar la Constitución de 1853, contando con que la votación serviría para un “recuento globular” de la opinión pública. Dejando de lado las prescripciones de la ley Sáenz Peña, se adoptó el sistema de la representación proporcional para dar cabida a los pequeños partidos.

El peronismo resolvió votar en blanco y en las elecciones del 28 de julio de 1957 reunió más de dos millones de sufragios, aproximadamente los que obtuvo la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), nombre adoptado por la fracción que encabezaba Ricardo Balbín: muy cerca le seguía la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), presidida por Arturo Frondizi, y reunían otros dos millones de votos los partidos menores: conservadores, socialistas, demócratas cristianos, demócratas progresistas, comunistas y algunos otros.

La lección sirvió para auscultar las opiniones políticas, pero sus resultados precipitaron ciertas decisiones: la UCRI se distanció más aún del gobierno y, al reunirse la Asamblea Constituyente, impugnó la convocatoria y se retiró de las deliberaciones. Era evidente que buscaba una aproximación al peronismo que no tardaría en cristalizar. Entretanto, la Asamblea Constituyente restableció la Constitución de 1853 y llegó a aprobar algunas reformas sobre derechos sociales, antes de que tuviera qué disolverse por el retiro de otros sectores.

Avanzaba, entretanto, el proceso de la elección presidencial. Ya en noviembre de 1956 la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical había proclamado la candidatura de Arturo Frondizi, precipitando con ello la escisión del radicalismo. Sus actitudes frente al gobierno y su programa desarrollista tonificaron su figura, imprimiéndole los rasgos de un político de nuevo estilo, capaz de hacerse cargo de los problemas suscitados en el país a través de los intensos cambios sociales y económicos. Pero aun así no había logrado la posibilidad de sobreponerse a su adversario, Ricardo Balbín, menos espectacular pero con una gran autoridad moral, cuya candidatura levantara la UCRP. Una negociación con Perón le aseguró los votos necesarios, y en la elección del 23 de febrero de 1958 Frondizi fue elegido presidente de la República por más de cuatro millones de sufragios, y el general Aramburu, pese a las presiones que se ejercieron sobre él, mantuvo su palabra y entregó el poder al nuevo presidente. Fue la primera fórmula supletoria.

Frondizi había buscado respaldo para su gobierno no sólo en el propio Perón sino también en las fuerzas que constituyeron su respaldo: sectores militares, sindicales, empresarios y eclesiásticos, como si intentara restablecer el esquema político de Perón. Contaba además con la esperanza que depositaron en él vastos sectores a quienes sedujo su lenguaje moderno, su agresividad y su incuestionable capacidad dialéctica. Y contaba con un programa definido, que respondía a los puntos de vista del desarrollismo y que parecía seductor, por su modernidad, a muchos sectores. “Deseamos también decirle al país —había expresado en Tucumán al proclamarse su candidatura presidencial— que queremos una profunda transformación dentro de nuestro proceso económico. Queremos una economía de abundancia, que se creará con el esfuerzo de todos los argentinos porque el Radicalismo no irá hoy a la tribuna pública o mañana al ejercicio del poder para ofrecer el reparto de la miseria.” Y agregaba: “Queremos también una economía integral que parta del desarrollo de los recursos agropecuarios, que se preocupe de la extracción de las riquezas del subsuelo, a través de una política minera que sirva los intereses del país y del pueblo y que esté integrada por un vasto desarrollo de la industria. Entonces agro, minería e industria serán las bases del desarrollo material de la República. Estamos seguros de que si este país toma en sus manos su propio destino económico, podrá romper la crisis de estancamiento que está padeciendo en estos momentos”.

En el ejercicio del poder promovió Frondizi intensamente el crecimiento de las industrias básicas, cumpliendo las finalidades de su proyecto desarrollista. Para financiarlo se promulgó en 1958 una ley de radicación de capitales extranjeros que, para muchos, contradecía la vigorosa afirmación que, como candidato, había hecho en Tucumán: “Necesitamos asegurar las posibilidades creadoras de la iniciativa de todos los seres humanos en la República, para lo cual el Radicalismo se propone impedir desde el gobierno la acción de toda clase de monopolios nacionales e internacionales”. Igualmente pareció contradictoria la política petrolera del presidente con las que había defendido desde el llano en su libro Petróleo y política. Y otras contradicciones se fueron advirtiendo: su política de estabilización encomendada a Alvaro Alsogaray, su tolerancia frente a Cuba, su apoyo a las universidades privadas y, desde otro punto de vista, las que puntualizaron los peronistas comparando los términos del acuerdo celebrado entre Perón y Frondizi con la conducta del presidente con respecto a ellos.

Sin embargo, Frondizi había cumplido en un punto importante: la normalización de la Confederación General del Trabajo (CGT), a través de la ley de Asociaciones Profesionales de Trabajadores, promulgada en agosto de 1958. Pero la presión militar y cierto clima de la opinión pública le impidió —si es que lo deseaba— cumplir con otros puntos no menos importantes, y a fines de ese mismo año se produjo la ruptura con Perón. Para las elecciones de marzo de 1960 Perón volvió a ordenar el voto en blanco, en tanto que comenzaban acciones guerrilleras en Tucumán. Hubo huelgas amenazantes y el gobierno, cada vez más presionado por los mandos militares, en permanente intervención, instauró el Plan de Conmoción Interna del Estado, que aseguraba una enérgica represión. Empero, no fue bastante el restablecimiento de la CGT para recuperar el apoyo sindical, ni la represión del peronismo fue suficiente para aplacar la creciente hostilidad de los sectores militares.

El ensayo desarrollista había seguido su curso con cierto éxito práctico, pero empañado por la creciente influencia de los capitales multinacionales. El ensayo político, en cambio, se deterioraba día a día y el gobierno, perdía el sustento que le había permitido establecerse. Una nube de sospechas, cada vez más densa, rodeaba al gobierno al celebrarse las elecciones de 1962. Triunfante en la capital, el frondizismo fue derrotado en Córdoba por la UCRP y en ocho provincias por neoperonistas y peronistas declarados. En una de ellas, Buenos Aires, la primera en importancia, alcanzó el triunfo el más agresivo de los candidatos peronistas. Y aunque Frondizi no vaciló en intervenir la provincia, las fuerzas armadas lo depusieron el 29 de marzo de 1962. El ensayo desarrollista había terminado.

La crisis de los partidos políticos

Cualquiera haya sido el éxito del ensayo desarrollista, es innegable que, como antes el peronismo, trajo un nuevo estilo político y dejó planteadas nuevas opciones en materia económica. Con esto se agudizó la confusión de la opinión pública, agregando un nuevo tema a la generalizada controversia. Ciertamente, lo que caracterizó al periodo posterior a 1955 fue la liberación de innumerables opiniones sobre problemas poco tratados antes en el país, como si se hubiera alcanzado cierta madurez tras los ensayos adolescentes del último cuarto de siglo. Ahora parecían bien formulados los problemas, identificados los protagonistas, clasificados los elencos de soluciones posibles. Era una novedad en la vida política argentina. Antes se pertenecía a un partido por tradición o por convicción, y con ello se expresaba una vaga orientación política; pero ahora, cada vez más la opinión empezaba a orientarse hacia las cuestiones concretas que habían surgido y según eso juzgaba las connotaciones que cada partido político tenía. La opinión pública se colocó en estado de asamblea, de libre debate, y cuestionó todas las respuestas a todas las cuestiones, en relación con acuciantes problemas de realidad. El resultado fue la división de los viejos partidos, la aparición de algunos nuevos que no tardarían en dividirse también y el fortalecimiento de ciertos grupos de poder que, sin tener fuerza electoral, expresaban inequívocamente los intereses de un sector decisivo de la vida nacional.

Se dividieron los viejos partidos, el radicalismo el primero, precisamente por ser el más importante, el que había asumido la mayor responsabilidad en la oposición al gobierno peronista y el que tenía la mayor posibilidad de llegar al gobierno. Partido de vieja tradición caudillesca con Alem e Yrigoyen, el radicalismo había llegado a ser mayoritario enarbolando las banderas políticas de la democracia formal dentro de una atmósfera popular y de aire independiente. Sólo tras la caída de Yrigoyen se insinuaron en su seno algunos grupos que comenzaron a tratar de darle al viejo partido un contenido definido en materia económica y, en menor escala, social. Poco a poco se advirtió cierta tensión entre quienes querían circunscribir la acción partidaria a la defensa de los viejos ideales democráticos y los que querían restaurar severos y descuidados principios partidarios y, al mismo tiempo, imponer una línea económica de tendencia nacionalista y progresista. Estos últimos se habían organizado como grupo interno en 1945, bajo el nombre de Movimiento de Intransigencia y Renovación, y alcanzaron el gobierno del partido en 1948. Pero poco a poco se fueron insinuando nuevas divergencias en el seno de ese grupo, al que pertenecían Arturo Frondizi y Ricardo Balbín. Cada uno de ellos encabezó una tendencia: más apegado a la tradición de su partido, Balbín atenuó las posiciones teóricas del estatismo y del nacionalismo económico y aceptó las tendencias liberales según el peso real que tenían en el partido. Frondizi, en cambio, pareció mantenerse en aquellas posiciones, aunque empezó a girar luego hacia los planteos del desarrollismo. Uno y otro eran además, dos políticos de muy distinto estilo, y la división se precipitó en 1956, cuando Frondizi se impuso como candidato presidencial haciendo alarde de un estilo aparentemente más moderno y dinámico, del que emanaba una indefinida promesa de renovación de la política argentina. Consumada la división, la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), encabezada por Frondizi, pactó con Perón y se apartó de los principios económicos sostenidos anteriormente, en tanto que la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), dirigida por Balbín, volvió a ellos con más decisión: fue alrededor del problema del petróleo donde las posiciones se polarizaron, y en adelante la tendencia al nacionalismo económico y a la estatización pareció robustecerse. Pero en el fondo la oposición quedó planteada en términos políticos, acerca de la fórmula que debía adoptarse para enfrentar la situación creada por la masa mayoritaria peronista, proscripta por las fuerzas armadas y un extenso sector de la opinión que las acompañaba en esa decisión.

Volvió a dividirse la UCRI en 1963 en relación con el mismo problema, constituyéndose frente a ella el Movimiento de Integración y Desarrollo encabezado por Frondizi y dispuesto a apoyar la formación de un frente electoral con el peronismo, en tanto que el tronco de la UCRI prefirió mantener su identidad y proclamó la candidatura presidencial de Oscar Alende. La UCRP, en cambio, se mantuvo unida y triunfó en las elecciones de 1963, aunque sólo con el veinticinco por ciento de los votos.

Por razones semejantes se había dividido el movimiento conservador, ya diversificado por muchos y muy sutiles matices. Pero todos palidecieron frente a la cuestión fundamental planteada por Vicente Solano Lima acerca de la aproximación al peronismo y a Perón. Ciertamente, había sido numeroso el contingente de caudillos conservadores que se habían adherido a Perón desde 1945. Ahora, en la nueva opción, Lima reunía a los partidarios de una alianza con Perón y constituyó con ellos el Partido Conservador Popular, cuya doctrina se aproximaba sensiblemente a la del peronismo. Frente a él quedaron los otros grupos conservadores —partidos provinciales y alianzas ocasionales— que mantenían sus viejas posiciones estrechamente vinculadas, en general, a la defensa de los intereses agropecuarios.

También en relación con la actitud que debería asumirse frente al peronismo se produjo la división del Partido Socialista. En un principio quedaron planteadas dos tendencias que, independientemente del grado de radicalización que cada una acusaba, se definieron de manera más o menos explícita alrededor de la actitud que el partido debía asumir frente a la masa peronista. No apareció entonces ningún intento de aproximarse al movimiento derrocado, pero sí el designio de transformar el programa del partido en un instrumento de atracción y de captación de algunos sectores obreros poco familiarizados entonces con la doctrina socialista. Un mayor grado de radicalización y esta tendencia a una apertura hacia las nuevas masas populares aglutinaron a un sector que, encabezado por Alfredo L. Palacios y Alicia Moreau de Justo, constituyó en la crisis de 1958 lo que se llamaría el Partido Socialista Argentino. Entretanto, en posición contraria, se mantuvo el partido Socialista Democrático cuya cabeza fue Américo Ghioldi: una estricta adhesión a la fisonomía tradicional del partido parecía definir su posición.

Si en el peronismo no fue tan tajante la división fue porque su organización era muy laxa e informal y porque nada podía sustituir la autoridad de Perón. Pero a partir de la revolución que lo apartó del poder se notó un enfrentamiento entre los que aspiraban a reconquistarlo por la vía revolucionaria y los que se mostraban dispuestos a transar con la nueva situación. La primera tendencia condujo a la revolución encabezada por el general Valle y a otros proyectos luego; la segunda desembocó en 1958 en el pacto entre Perón y Frondizi y luego en los diversos intentos para constituir un frente “nacional y popular”. Pero tanto esta división como la que separó a los partidarios del voto en blanco de los concurrencistas o neoperonistas que reivindicaban el derecho de quienes permanecían en el país a actuar independientemente, se fundaban en posiciones tácticas. También encubrían posiciones tácticas —o acaso rivalidades personales por el poder— las diferencias que separaron a los “ortodoxos” fieles a la autoridad vertical del conductor proscripto, de los que aceptaban la conducción local de los políticos que iban apareciendo en distintos sectores y se decían dispuestos a aceptar un “peronismo sin Perón”. Pero allí se insinuaban algunos matices que parecían responder a diversas líneas políticas. Uno de los inspiradores del “peronismo sin Perón” señalaba en 1964 que “una cosa es el mito que impulsa a las masas” y otra “la doctrina que coordina y orienta, hacia una acción constructiva, la labor de los dirigentes”. Esa acción era revolucionaria y su verdadero motor —decía— era el espíritu de Eva Perón. Partidario de profundizar la doctrina de una “argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, no lo era en cambio del “autoritarismo de estado”, del que afirmaba que “no pertenece a la esencia de la doctrina justicialista” y que podía ser el resultado de “una deformación profesional de Perón, que es militar”. Entretanto, un sordo enfrentamiento entre los sectores llamados “políticos” y los sectores gremiales ponía de manifiesto otras orientaciones, porque mientras los grupos políticos coqueteaban con los otros partidos, los sectores gremiales empezaron a mostrar una marcada tendencia a aproximarse a ciertos grupos militares, conmovidos en esos años por las discrepancias castrenses. Si para algunos un poderoso frente “nacional y popular” constituido por peronistas y no peronistas era un instrumento eficaz para neutralizar a los militares y obligarlos a aceptar un régimen constitucional y civil, para otros una alianza del gremialismo peronista con los sectores militares nacionalistas parecía permitir el restablecimiento del esquema político originario de Perón con sus matices de corporativismo autoritario. Sordamente, estas tendencias asomaban en el difuso y complejo debate abierto sobre las opiniones de los dirigentes locales, los diversos e indeterminables emisarios de Perón y las profusas cartas, discos y cintas magnetofónicas que circulaban como expresión de su pensamiento y su voluntad.

Una definición sustancial se produjo entre 1965 y 1966. Los neoperonistas y los sindicalistas encabezados por Augusto Vandor apoyaron para la gobernación de Mendoza a cierto candidato, en tanto que los ortodoxos fieles a la autoridad de Perón sostuvieron a otro. Fue el momento en que Perón echó el peso de su autoridad contra los que querían prescindir de ella, decidiendo el éxito del candidato ortodoxo, al tiempo que estimulaba el movimiento sindical de igual signo. El resultado indirecto fue una aproximación del gremialismo vandorista al sector militar que preparaba el derrocamiento del presidente Illia.

Llevado al poder en 1963 por la UCRP, Arturo Illia tuvo que enfrentar en la lucha electoral a un nuevo partido, la Unión del Pueblo Argentino (UDELPA), que proclamó la candidatura del general Aramburu. Un frente político organizado por el peronismo había tenido que retirarse de la lucha, y la candidatura de Oscar Alende, sostenida por la UCRI, no parecía reunir suficiente apoyo. UDELPA reivindicaba la orientación del gobierno revolucionario de Aramburu pero, sobre todo, parecía asegurar el encauzamiento del poder militar. La UCRP, no muy segura de su victoria, ofrecía un elenco honorable para el cumplimiento de la tarea normal de un gobierno, pero se podía entrever que no tenía respuesta para la situación política que se hacía cada vez más crítica. Triunfante en las elecciones, el gobierno radical adoptó una política económica prudente pero firme, que revelaba una moderada influencia de los principios del nacionalismo económico. No vaciló en anular los contratos petroleros suscriptos por Frondizi y tomó diversas medidas relacionadas con la política financiera y comercial, y, sin duda, un intento moderado de estimular el desarrollo industrial. Pero su línea política no ofreció cambio alguno. Fiel a los principios de la democracia formal y la institucionalización, el gobierno parecía no atribuir demasiada atención a los reclamos de todos para que encontrara una salida política. Quizá tuviera alguna fórmula en estudio, pero no lo creyó ni el país civil —que se dejó atrapar por una campana de desprestigio contra el gobierno— ni el país militar, cada vez más dispuestos a no prestarse a arreglos que, prácticamente, se basaban siempre en el progresivo retorno del peronismo al poder. En muchas mentes estaba claro que el gobierno radical debía caer para que ocupara la dirección del país la alianza de los poderes que se habían constituido en él como secuela de los que habían sostenido el régimen de Perón: el poder militar y el poder sindical.

El poder militar y el poder sindical  

El poder militar y el poder sindical constituyeron, unidos, las bases de sustentación del sistema montado por Perón después de 1945, y puede decirse que fue su disociación lo que provocó la crisis del régimen. Pero el modelo quedó en pie y más bien se robusteció como esquema político, quizá porque la crisis para la que constituyó una respuesta se fue ahondando sin que los tradicionales partidos políticos tuvieran soluciones para ofrecer.

Consistía aquella crisis en una renovación de las situaciones sociales, con ribetes que a las mentalidades conservadoras pudieron parecer explosivos. Y un plan para canalizarlas a través de organizaciones convenientemente controladas, sustentado en la expresa solidaridad del poder militar con la lucha por el bienestar de las clases populares, pareció eficaz para neutralizar las derivaciones ideológicas más peligrosas. Por eso, al perpetuarse la crisis, combinada y agravada con los problemas políticos derivados del derrocamiento de Perón y del ejercicio de su autoridad partidaria desde el exilio, el modelo político fundado en una alianza del poder militar y el poder sindical volvió a reavivarse. Fue, en verdad, otra fórmula aleatoria más, puesto que ninguno de los poderes era verdaderamente eficaz mientras Perón conservara personalmente el apoyo incondicional de una vasta masa mayoritaria.

Ciertamente, las fuerzas armadas habían revisado el apoyo que en su momento prestaron al modelo político peronista, y se habían retraído hacia posiciones más liberales y conservadoras. A la vista de algunos episodios de los últimos tiempos del gobierno peronista —los ataques contra la iglesia, la presencia de grupos extremistas en la CGT y, sobre todo, la exigencia de armas para formar milicias populares que defendieran al régimen después de la fracasada revolución militar de junio de 1955— prevaleció en las fuerzas armadas una tendencia al orden y, más aún, cierta convicción de que constituían el último bastión en la defensa de la sociedad tradicional en crisis. Sobre esa base operaron durante el gobierno de la Revolución Libertadora; pero su antiperonismo creció y se manifestó tanto contra el poder sindical como contra el tipo de poder político ideado por Frondizi, cuyo último esquema consistía en que su sector pusiera los cuadros gobernantes y el peronismo los votos, a cambio de algunas satisfacciones de las cuales, la más significativa, fue la Ley de Asociaciones Profesionales aprobada en 1958 y puesta en funcionamiento tres años después. Quizá el poder militar vio en esta decisión una maniobra destinada a vincular al poder político con el poder sindical. Lo cierto es que se enfrentó con Frondizi y lo depuso en marzo de 1962.

En el tormentoso período que siguió —durante la presidencia nominal de José María Guido, desde marzo de 1962 hasta octubre de 1963— el poder militar tuvo que esclarecer el verdadero alcance de su pensamiento político y la verdadera gravitación de cada uno de sus grupos. Hubo intercambio de ideas, asambleas deliberativas y enfrentamientos armados, algunos de singular violencia. El resultado fue el desplazamiento del grupo más definidamente conservador y, sobre todo, más claramente partidario de una política económica liberal que suponía la contención hasta donde fuera posible del poder sindical. Era el bando llamado “colorado”. Resultó, en cambio, victorioso el bando “azul”, cuya tendencia era más comprensiva de la realidad social y más abierta a una transacción con el poder sindical, sin que fuera fácil hallar una definición más concreta que comprendiera a los distintos subgrupos que lo integraban. Había nacionalistas de antiguo y de moderno cuño, desarrollistas, progresistas acaso socializantes, y sobre todo, liberales, en cuya corriente fue finalmente a desembocar todo el azulismo.

En medio de la contienda, el general Juan Carlos Onganía, jefe de los “azules”, suscribió dos comunicados —conocidos con el número 150 el publicado en setiembre de 1962 y con el número 200 el de abril de 1963— en los que se pretendía definir una política. Decía el primero: “Sostenemos que el principio de la vida constitucional es la soberanía del pueblo; sólo la voluntad popular puede dar autoridad legítima al gobierno y majestad a la investidura presidencial. Propiciamos, por lo tanto, la realización de elecciones mediante un régimen que asegure a todos los sectores la participación en la vida nacional; que impida a algunos de ellos, por medio de métodos electorales que no responden a la realidad del país, el monopolio artificial de la vida política; que exija a todos los partidos organización y principios democráticos y que asegure la imposibilidad del retorno a épocas ya superadas”.

“Que no ponga al margen de la solución política a sectores, auténticamente argentinos que, equivocada y tendenciosamente dirigidos en alguna oportunidad, pueden ser hoy honestamente incorporados a la vida institucional. Sobre esta base de concordia, se ha de lograr la estabilidad política y la fecunda convivencia entre todos los argentinos que sólo desean trabajar en paz por la grandeza de la nación y por su propio bienestar. Creemos que las Fuerzas Armadas no deben gobernar. Deben, por lo tanto, estar sometidas al poder civil”.

El segundo estaba destinado a ratificar el anterior; pero en tanto que éste había sido solamente equívoco acerca del peronismo, el comunicado número 200 seguía hablando de que “en un país libre no se debe negar la vida política a los que sinceramente desean convivir en democracia”, para agregar categóricamente que el ejército se oponía al retorno del régimen peronista, al que describía sin misericordia.

La contradicción era, pues, flagrante, y los asesores civiles del poder militar no habían podido traducir en palabras lo que constituía el núcleo de la cuestión. En rigor, es posible que nadie quisiera que se tradujera en palabras. Pero el poder militar dejó claramente establecido a través de su acción que no estaba dispuesto a avalar dictaduras conservadoras antiperonistas, que no toleraría el retorno de Perón y de su régimen y, finalmente, que deseaba hallar una fórmula para que los adictos al peronismo votaran a algún grupo o partido que les diera satisfacciones sin comprometerse ni con el movimiento ni con el conductor. Pero la experiencia del gobierno radical de Illia demostró que ni los más avezados tejedores de redes políticas podían hallar solución para el embrollo en que se encontraba el país. Poco a poco el espíritu del azulismo se fue disolviendo —aunque quedaron aglutinados sus hombres—, y sus tendencias se definieron de la manera más extraña y contradictoria: se comenzó a pensar en un régimen militar autoritario y conservador, se intentó buscar un sostén, dividiendo a la CGT y a las 62 organizaciones para recomponer el viejo esquema de gobierno, se excomulgó a los partidos políticos por ineficaces, y finalmente se descubrió que la política económica neoliberal o neocapitalista era la mejor. Esta tremenda confusión neutralizó las posibilidades políticas del poder militar ya antes de que asumiera el gobierno en 1966.

En esa ocasión el poder sindical se mostró dispuesto a renovar el pacto con el poder militar, a través de uno de sus sectores. Muy debilitado después del 55, el poder sindical se había reagrupado en la época de Frondizi y habían aparecido nuevos dirigentes en las grandes huelgas de 1958 y 1959. Puesta en funcionamiento la CGT en 1961, su actividad se normalizó a principios de 1963. Pero la elección del secretario general y todo el proceso de la lucha por el poder interno que acompañó a la reorganización de la central obrera reveló de una manera cada vez menos disimulable la existencia de dos corrientes fundamentales en el seno del movimiento gremial. Una corriente, llamada ortodoxa, sólo reconocía la autoridad de Perón, manifestada a través de sus documentos y sus emisarios. Otra, cuya cabeza visible fue cada vez más el dirigente metalúrgico Augusto Vandor, acataba la autoridad de Perón pero consideraba que la conducción efectiva tenía que estar en manos de quienes manejaban cotidianamente los hilos de la política local. Y llegado a cierto punto, pareció inclinarse a una negociación con el poder de hecho —esto es, el poder militar—, como si se entreviera la posibilidad de reconstruir el esquema político de Perón pero prescindiendo de él, puesto que con quien había que tratar era con quien representara en cada momento el poder militar.

Las diferencias eran, en primer lugar, políticas y estratégicas. Pero se fueron diseñando algunas variantes ideológicas. Entre los que rechazaban la política colaboracionista o participacionista creció el núcleo de tendencia revolucionaria, al que se debe el “Programa de Huerta Grande” lanzado en 1962, cuyos diez puntos establecían: “1) Nacionalizar todos los bancos y establecer un sistema bancario, estatal y centralizado; 2) Implantar el control estatal sobre el comercio exterior; 3) Nacionalizar los sectores claves de la economía: siderurgia, electricidad, petróleo y frigoríficos; 4) Prohibir toda exportación directa o indirecta de capitales; 5) Desconocer los compromisos financieros del país, firmados a espaldas del pueblo; 6) Prohibir toda importación competitiva con nuestra producción; 7) Expropiar a la oligarquía terrateniente sin ningún tipo de compensación; 8) Implantar el control obrero sobre la producción; 9) Abolir el secreto comercial y fiscalizar rigurosamente las sociedades comerciales; 10) Planificar el esfuerzo productivo en función de los intereses de la nación y el pueblo argentino, fijando líneas de prioridades y estableciendo topes mínimos y máximos de producción.”

Sin duda era menos radical la posición de los participacionistas, cuya tendencia a la negociación condujo a algunos dirigentes a una entrega total en manos del poder militar. Empero, en 1963 la CGT pudo, con pleno respaldo, desencadenar el “Plan de Lucha” contra el gobierno de Illia, que se manifestó en huelgas y, sobre todo, en ocupaciones de fábricas. Pero a medida que avanzaba el proceso crecía la sospecha de si el objetivo final no sería crear un ambiente favorable para un golpe militar. Ciertamente, no faltaban los testimonios para probar que el poder sindical y el poder militar estrechaban sus relaciones, con la condición de que el poder sindical relegara en alguna medida la figura de Perón y su organización partidaria.

El fracaso de la paz militar

La falta de apoyo sindical y, sobre todo, la ausencia de una fórmula que permitiera mantener alejado al peronismo del poder, debilitaron al gobierno radical y robustecieron la tendencia del poder militar a hacerse cargo del gobierno. Si el peronismo político mantenía su fuerza y, entretanto, el peronismo sindical se lanzaba a una acción desembozada, sospechosamente contemporánea de los brotes guerrilleros que surgían en el noroeste del país, el problema era, para el poder militar, el del mantenimiento del orden, la defensa de la sociedad tradicional y la consolidación de la paz interior. Tales objetivos justificaban a sus ojos el derrocamiento del gobierno radical y la instauración de una paz militar que sería consentida por vastos sectores, sostenida por los grupos colaboracionistas del poder sindical y apoyada entusiastamente por los inversores extranjeros.

Producido el derrocamiento del presidente Illia el 28 de junio de 1966, el poder militar confió el gobierno al general Juan Carlos Onganía, antiguo jefe del bando azul. La era que se inició entonces no reconoció límites temporales: no tendría los caracteres de un gobierno provisional y se prolongaría tanto tiempo como fuera necesario para consolidar la paz social y alcanzar algunos otros objetivos que se fueron enunciando esporádicamente. Se dijo que uno de los protagonistas del golpe militar había declarado que el nuevo gobierno duraría hasta la muerte de Perón, esto es, hasta que el problema político del peronismo se resolviera solo con la desaparición de quien se consideraba como el único factor aglutinante de las mayorías. Y con esta vasta perspectiva, inició su acción lo que se llamó la “Revolución Argentina”.

No pocos observadores coincidieron en señalar la presencia de un consenso favorable al nuevo gobierno. Quizá el nuevo régimen respondía a un esquema semejante al de Perón, que podía parecer a muchos argentinos el único eficaz para enfrentar la crisis de cambio que atravesaba el país: un poder autoritario con respaldo militar, capaz de ejercer cierto intervencionismo estatal para acordar los encontrados intereses sectoriales. Pero en poco tiempo se vio que esa esperanza quedaría defraudada. El gobierno se dio un “Estatuto de la Revolución” cuyas prescripciones invalidaban las de la Constitución y congeló la actividad política del país disolviendo los partidos y privándolos de sus bienes. Tales hechos unidos a la torpe política universitaria y a la incomprensible conducción económica, dieron del gobierno, al poco tiempo de su instalación, una imagen confusa y sospechosa en cuanto a su orientación política.

Se había supuesto que la Revolución Argentina llevaría a cabo el plan del bando azul. Por el contrario, la disolución de los partidos políticos y la repetida, declaración de que el movimiento revolucionario tenía fines propios reveló que había sido descartado el plan del retorno a la democracia y al sistema institucional. El enigma fue con qué otro plan se lo reemplazaría. Diversas constancias permitieron suponer que influía decididamente en algunos sectores del poder militar el modelo político y económico instaurado por la revolución brasileña de 1964. Era del mismo carácter el autoritarismo desplegado tanto en relación con los movimientos sociales como con la actividad política. Pero el gobierno no acertó a definir su rumbo económico con la precisión con que lo había hecho Castello Branco en Brasil, y no pareció que se quisiera conducir a fondo un nuevo proyecto desarrollista. Quizá lo más claro fue la orientación política —conservadora, tecnocrática y católica— de los principales colaboradores del gobierno. Y la definición económica se produjo al iniciar su acción en marzo de 1967 el nuevo ministro de Economía Adalbert Krieger Vasena. Venía a cumplir los “objetivos” de la Revolución Nacional en el ámbito de la política económica, que habían sido formulados así:

“1) Eliminar las causas profundas que han conducido al país a su estancamiento actual.

2) Establecer bases y condiciones que hagan factible una gran expansión económica y un auténtico y autosostenido desarrollo mediante la utilización plena, al más elevado nivel de rendimiento posible, de los recursos humanos y naturales con que cuenta el país.

3) Asegurar el acceso a la disponibilidad de mayores bienes y servicios de todos aquellos que estén dispuestos a realizar un sostenido esfuerzo para obtenerlos; con la finalidad última de procurar a los habitantes de la República la mayor libertad, prosperidad y seguridad compatibles con el orden, la disciplina social y las posibilidades reales del país.

En la práctica, el ministro se atuvo a un plan cuyas metas unían las conocidas fórmulas para reducir la inflación mediante la devaluación, la congelación de los salarios y la drástica reducción del déficit fiscal, con elementos nuevos: retención a las exportaciones, sufrida por primera vez desde 1955 por el sector agropecuario y destinada a las explotaciones industriales, generalmente a cargo de empresas extranjeras, y un ambicioso plan de obras públicas que debería solucionar los problemas de la desocupación. Suprimiendo la protección a los sectores económicos nacionales, calificados de ineficientes, se facilitó el ascenso de las empresas multinacionales que, atraídas por la baja cotización del peso, compraron numerosas empresas locales, suscitando una creciente oposición en la opinión pública. Así, mientras las empresas “eficientes” consolidaban su posición, los sectores populares, amplios estratos empresariales locales y también ciertas regiones críticas, como Tucumán, se convertían en víctimas de la nueva política.

Entretanto, el gobierno había adquirido un aire singular a causa de la influencia doctrinaria de los “cursillos de cristiandad”, un movimiento católico del que provenían varios miembros del gobierno, inclusive el propio presidente. Se acentuó la preocupación moralizante, el anticomunismo y cierta tendencia a entender la sociedad bajo la forma de comunidad, o mejor, de comunidad organizada. Un vago perfume corporativista se difundió a través de toda la obra de gobierno, cada vez más resistida por los antiguos partidos políticos que, aunque disueltos, conservaban plenamente su vigencia. Y en la imposibilidad de encontrar apoyo político fuera de los sectores más conservadores, la paz militar se vio calificada por corrientes de pensamiento que no eran exactamente las que la habían promovido. Las inquietudes sociales, económicas y políticas corrían por otros canales, y la pretensión de restaurar viejas formas de convivencia agudizó las tensiones y preparó la crisis.

El gobierno de la Revolución Argentina ignoró durante largo tiempo que, por estas razones, estaba perdiendo también apoyo militar, como se hizo evidente cuando Onganía fue depuesto. También había perdido apoyo sindical. Los sectores colaboracionistas veían disminuir su influencia y, por su parte, los otros sectores se habían fortificado en sus posiciones. Un grupo, el más combativo, se separó en 1968 de la CGT y, denunciando el acuerdo de algunas de sus figuras más prominentes con el poder militar, constituyó una entidad abiertamente opositora que se conoció como CGT de los Argentinos. La tensión entre ambos sectores fue acentuándose cada vez más, pero el deterioro de la situación obligó a la CGT colaboracionista a moderar primero y a retirar después su apoyo al gobierno. Entretanto se aglutinaban los grupos “combativos” de izquierda en algunos sindicatos y poco a poco creció su fuerza como para controlarlos.

Tantas disidencias desembocarían por fin en actos de violencia. Nada quedó, pues, de la paz militar. Se entraba en un camino cada vez más áspero. Y no fue solución cambiar un hombre por otro. Era la paz militar la que también había fracasado, después del fracaso de los diversos intentos que se habían hecho para lograr una paz política a través de fórmulas supletorias. Las respuestas no se hicieron esperar: a fines de 1970 peronistas y no peronistas alcanzaron un acuerdo político —“La hora del pueblo”— y poco después el poder militar inició conversaciones con Perón para alcanzar un entendimiento. Ya no quedaba por experimentar ninguna fórmula que sorteara la influencia mayoritaria del peronismo.

Los movimientos populares

La violencia fue tomando, a medida que pasaba el tiempo y crecía en intensidad, formas distintas y, en algunos casos, inéditas. Huelgas sostenidas y enconadas, pero de estilo tradicional, estallaron repetidas veces en diferentes situaciones; y movimientos estudiantiles de variada fisonomía surgieron en muchas oportunidades. Pero al lado de estos movimientos aparecieron otros cuyas características fueron distintas y revelaron aspectos insólitos de la vida política. En 1963 la CGT organizó un “Plan de lucha” con objetivos sociales, sindicales y políticos. Pero fue significativo que, a las huelgas de corte clásico, acompañaran metódicamente ocupaciones de fábricas que, durante un cierto lapso, ponían los establecimientos industriales en manos de los obreros.

Entretanto, había empezado a desarrollarse la guerra de guerrillas en algunas regiones del país: en Tucumán, primero, en 1959, y más tarde en Salta, como una prolongación de los movimientos peronistas de resistencia y en relación con las fuentes de aprovisionamiento que los guerrilleros encontraron en Bolivia. Más tarde, después del golpe militar de 1966, los grupos armados empezaron a constituirse tanto para la guerrilla rural como para la guerrilla urbana. En su mayoría de tendencia peronista, se distinguían los que provenían de la derecha y los que acusaban una formación ideológica de izquierda. Y algunos de estos, generalmente trotzquistas, se constituyeron como grupos independientes y con sus propios objetivos. Unos y otros produjeron algunos actos espectaculares como el “copamiento” de un destacamento naval en el Tigre; o la toma de pueblos, como La Calera, en Córdoba o Garín, en Buenos Aires; o como el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu, ex-presidente de la República y por entonces gestor de una aproximación entre peronistas, antiperonistas y militares.

Pero, entretanto, tomaban los movimientos populares otra fisonomía; quizá la más llamativa de todas. A partir de un incidente universitario en la ciudad de Corrientes, en mayo de 1969, se organizaron actos de apoyo en muchas partes del país. En Rosario asumieron esos actos caracteres imprevistos. Las manifestaciones estudiantiles se vieron engrosadas por contingentes de obreros y, sorpresivamente, de gente de clase media; y a lo largo de varios días —del 17 al 23 de mayo— multitudes compactas e indiscriminadas operaron en las calles rosarinas en actitud de franca insurrección. Hubo muertos y heridos, hubo incendios provocados, saqueos, y hubo, sobre todo, enfrentamientos reiterados con las fuerzas policiales que, finalmente, se vieron superadas por la multitud y dejaron la ciudad en sus manos hasta que intervinieron las fuerzas del ejército. Era innegable el contenido político de la algarada popular, y no fue casual que, en esos mismos días, un grupo de revoltosos invadiera en la ciudad de Salta la sede del aristocrático club “20 de Febrero” y destruyera cuanto encontró. También allí las fuerzas policiales fueron superadas por la multitud y tuvieron que intervenir las del ejército.

Pero el episodio más impresionante fue el que se produjo en Córdoba, la ciudad más industrializada del país, a partir del 29 de mayo y que se conoce con el nombre de “cordobazo”. Allí lo desencadenaron grupos obreros que abandonaron las fábricas y se dirigieron encolumnados al centro de la ciudad. Los estudiantes se plegaron inmediatamente y, como en Rosario, esos dos conjuntos sociales fácilmente identificables comenzaron a aglutinar a su alrededor a gente de muy variada condición, perteneciente tanto a las clases populares como a las clases medias. Peronistas e izquierdistas de todos los matices se incorporaron a la algarada; y el número fue tal, y tal la diversidad de acciones que se desarrollaron en diversas partes de la ciudad, que los dirigentes obreros y estudiantiles se vieron sobrepasados. La insurrección urbana tomó los caracteres de un estallido social, sin objetivos claros, pero con motivaciones tan profundas como difíciles de desentrañar. En algunos momentos tuvo aspectos de verdadera fiesta popular, alegrada por las fogatas, encendidas unas para delimitar áreas controladas por los revoltosos, y otras para disipar los gases lacrimógenos que usaba la policía. Pero, como en Rosario, la policía fue superada y tuvieron que intervenir las fuerzas militares. Un barrio estudiantil quedó en manos de los revoltosos y la operación para desalojarlos duró muchas horas. Sólo dos días después quedó controlada la ciudad.

Pero las explosiones populares no se limitaron a las grandes ciudades. Pocos meses después del “cordobazo”, una pueblada que a muchos hizo recordar a Fuenteovejuna estalló en la ciudad de Cipolletti, en la provincia de Río Negro. Gente de toda condición social se unió para oponerse por la fuerza al reemplazo del intendente, y se desencadenaron graves tumultos duramente reprimidos. Episodios semejantes se produjeron en los años siguientes en diversos pueblos de la provincia de Buenos Aires y en uno de Mendoza, Malargüe, en los que se advirtió no sólo un enérgico rechazo de la situación política imperante —el gobierno militar— sino también cierto sentido de la acción popular directa. El peronismo y la izquierda clásica orientaban a los grupos más activos, pero no faltaba la coincidencia de gente que no tenía otra idea que la muy vaga del “bien público” o el “interés de todos”. Córdoba volvió a contemplar otra pueblada de semejantes caracteres en marzo de 1971, que el pueblo llamó el “vivorazo” y que logró que renunciase un indeseable gobernador.

La aglutinación espontánea de nutridas masas populares que coincidían en una cierta actitud de protesta y destrucción revelaba que no sólo los grupos políticos sino la sociedad misma sufrían un profundo sentimiento de frustración. Era la sociedad la que desbordaba los estrechos canales que le había impuesto el gobierno militar, frustrado, a su vez, en su ingenua esperanza de convertir el fácil esquema de un orden formal en otra fórmula supletoria para salir de la encrucijada. La consecuencia fue la formación de un nuevo poder que se presentaba inesperadamente en el escenario: el poder popular, frente al cual, además, había fracasado el dispositivo normal de seguridad. El poder popular se impuso en la ciudad de Buenos Aires el 25 de mayo de 1973, cuando asumió sus funciones el nuevo presidente de la República elegido por el peronismo, Hector J. Cámpora: dominó en la plaza de Mayo, en las calles que quiso recorrer y en las cárceles, que abrió para poner en libertad a los presos políticos. Esa presencia incontenible alarmó a la mayoría de los sectores de la opinión pública y particularmente a los sectores militares.

La polarización alrededor de Perón

De pronto, y a partir del “cordobazo”, empezó a adquirir caracteres de evidencia la idea de que no había otra salida de la encrucijada que devolver el poder a la masa mayoritaria e, indirectamente, a su indiscutido líder proscripto. Para muchos fue un simple devaneo político. Para quienes tenían la responsabilidad de tomar decisiones se transformó en un problema de conciencia primero, y en un problema metodológico luego, si se optaba por darle paso a Perón. En rigor, la decisión quedó en manos del poder militar; y con razón, porque había sido a lo largo de los gobiernos militares cuando la situación llegó a tener los caracteres inéditos que descolocaron a todos los sectores.

Ciertamente, las nuevas generaciones operaron una transformación importante en la situación social del país y, lo que fue más importante, en el cuadro de juicios y opiniones acerca de la historia inmediata, reducida en sus esquemas a fórmulas notablemente simplificadas. Lo más importante es que, como si todo hubiera empezado en 1966, crearon una disyuntiva entre el poder militar y Perón; y al lograr que esa disyuntiva se aceptara consiguieron disipar la antinomia peronismo o antiperonismo y reemplazarla. por la antinomia Perón o dictadura militar. La consecuencia fue una progresiva polarización alrededor de Perón.

Sin duda el poder militar había quedado descolocado. Descubrió que el poder sindical se dividía cuando se planteaba su colaboración con él, que los partidos políticos disueltos recobraban su lozanía y se volcaban en contra, que el poder popular tomaba caracteres alarmantes y, sobre todo, que una parte de la disidencia tomaba el camino de la subversión armada. La consecuencia fue una progresiva aceptación de que la mejor salida era acabar con la proscripción del peronismo y de su jefe.

Entretanto Perón había comenzado a presentar una fisonomía favorable a la negociación. Sin duda estimulaba a los grupos de acción —las llamadas “formaciones especiales”— sin perjuicio de alentar, al mismo tiempo, a los sectores más conservadores de su movimiento. Pero lo importante era que parecía haber cambiado su concepción del proceso político argentino, girando hacia una postura más equidistante y menos intransigente. Signo de esa actitud fue, sobre todo, la significación reconocida a los demás partidos, y muy especialmente a la Unión Cívica Radical. Perón pareció identificar a los dos partidos —peronismo y radicalismo— como fases de un mismo proceso histórico y reconoció que tenían muchos objetivos comunes. El más inmediato, el retorno a la legalidad constitucional. Muy pronto reemplazaría su vieja consigna de que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, por otra menos facciosa: “Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”.

Una interpretación homóloga del peronismo aparecía en ciertos sectores del radicalismo. Partido popular por tradición, el radicalismo reconocía el eminente carácter popular del peronismo. Y si juzgaba que antes había sido demasiado autoritario en el ejercicio del poder, suponía que la experiencia lo había hecho más respetuoso de la convivencia republicana y democrática. Era, pues, el peronismo un buen aliado para la lucha por el retorno a la legalidad constitucional.

De hecho, todos los partidos políticos llegaron a la conclusión de que debían levantarse las proscripciones. Pero no todos estuvieron de acuerdo en los términos de la relación que debía establecerse con el peronismo, usufructuario seguro de la apertura electoral. Algunos partidos decidieron agregarse de inmediato al peronismo, en tanto que otros, precisamente los que habían trabajado más en la creación de un clima favorable para la normalidad constitucional, resolvieron mantener su individualidad política, sin perjuicio de que comprometieran su colaboración para salir de la difícil encrucijada.

El clima favorable para la normalización constitucional se constituyó a lo largo de una delicada negociación de la que participaron, fundamentalmente, radicales, militares y peronistas. Eran, en rigor, las tres fuerzas cuyo acuerdo se necesitaba. No es fácil —ni imprescindible— reconstruir la maraña de los contactos y las conversaciones. Pero el 11 de noviembre de 1970, un grupo de partidos políticos, encabezado por el peronismo y el radicalismo, suscribía un acuerdo muy general en el que establecía las bases de una colaboración para obtener el restablecimiento de la normalidad institucional del país. El documento se conoció con el nombre de “La hora del pueblo”, y en su parte fundamental expresaba:

“EL CAMINO PARA SALIR DE ESTO

Proponemos, concretamente, para colocar al pueblo argentino en el camino de la decisión que sólo a él le compete, estos puntos mínimos para iniciar la marcha:

I. — Partidos políticos

No hay otra forma natural de expresión y decisión política que a través de sus órganos naturales y específicos, los partidos políticos. Los partidos deben renovarse en lo humano y lo estructural, abriendo la puerta para que la juventud asuma en ellos la responsabilidad que actualmente no puede canalizar por ninguna otra vía. Todo esto se ha impedido con la “congelación” de los partidos. Debe reconocérsele la vigencia que jamás perdieron y los partidos deben actuar para que el pueblo actúe, sin demoras ni pretextos ni nuevas trampas.

2. — Estatuto político

La futura organización de los partidos y movimientos debe encuadrarse en una norma orgánica, asegurando el poder de decisión de los ciudadanos que voluntariamente se integren en ellos. Para alcanzar este objetivo es necesario una ley, un estatuto o como se acuerde llamarlo. Esta ley o estatuto debe ser estudiado, armonizado y realizado por los mismos partidos, por hombres políticos, porque es necesario aceptar desde ya que cada uno se ocupe de las cosas que entiende y conoce.

3. — Plan político

Fecha cierta de elecciones generales en todo el país, para que el pueblo elija a sus gobernantes, en un plazo no mayor de 18 meses, el término para apurar las etapas físicas previas al veredicto popular. Nuestro país necesita urgentemente, sin nuevas demoras que agravarían las cosas, una nueva selección de dirigentes. Y esto corresponde al pueblo en conjunto, con comicios libres, sin que nadie pretenda erigirse en juez y parte.

4. — Compromiso de los partidos

Sin perjuicio de los frutos ciertos que surgirán de esta coincidencia de las corrientes políticas que aquí comienza a expresarse, los partidos se comprometen desde ya a crear, instrumentar e institucionalizar un régimen de gobierno con: a) La participación de los mejores hombres que tenga el país b). Respeto de la mayoría ocasional por las minorías circunstanciales y convivencia institucional de éstas entre sí y con aquélla; c) Responsabilidad compartida de todos los partidos que voluntariamente lo acepten en la defensa y realización de los puntos básicos de una política nacional.

LA LIBERACIÓN NACIONAL

Deliberadamente hemos omitido hasta aquí toda referencia o alusión a una palabra, un concepto o un “slogan”: Revolución. Y esto por dos razones sustanciales. Una, porque cada grupo humano tiene un esquema determinado de la revolución que quiere. Dos, porque desgraciadamente la palabra, el concepto y el “slogan” Revolución han sido gastados y distorsionados en los últimos tiempos. Actualmente decir “revolución” no significa nada y, además, puede aumentar la deliberada confusión reinante.

Pero si cada grupo humano tiene un modelo de revolución, todos los argentinos coincidimos en cambio en la inmediata e impostergable Liberación Nacional que necesita el país. Nuestra Argentina es, hoy, un territorio ocupado por intereses extranjeros, con sus piezas claves en poder del imperialismo. La primera tarea es liberarnos. Con la liberación, de hecho, comienza la revolución nacional que afirmará las coincidencias de todos. Pero antes y por sobre todo, primero está la Liberación Nacional.

Una nación grande se construye a partir de una idea, una mística, una necesidad nacional compartida. Y la libertad política de su pueblo para influir, decidir, realizar. La fuerza que se ha pretendido que nos falta a los argentinos está en nuestra propia debilidad de hoy, en el país ocupado y en lo que todos sabemos que debemos hacer.

La Liberación Nacional convoca a todos los argentinos, civiles y militares. Las fuerzas armadas, cómo parte del pueblo, deben ser la espina dorsal de este proceso. Pero las decisiones, la responsabilidad y la realización, han de ser del pueblo en su totalidad o no serán de nadie.

La lucha por la Liberación Nacional marca, justamente, la hora del pueblo.”

El inequívoco aval que el sector más representativo en ese momento del poder militar prestó al acuerdo quedo de manifiesto cuando, tras el derrocamiento del general Levingston el 23 de marzo de 1971, asumió la presidencia el general Lanusse. En pocos días quedo claro que Lanusse recogía las largas y difíciles gestiones que había iniciado el general Aramburu —asesinado poco menos de un año antes— para acercar a los principales protagonistas de una política de normalización constitucional: el poder militar, Perón y el radicalismo, encabezado con plena autoridad por Ricardo Balbín. Metódico artífice de esa gestión fue su ministro del Interior, Arturo Mor Roig, un radical que, comprometiendo su carrera política, aceptó los riesgos de una maniobra tan delicada que la pagaría con la muerte como la había pagado Aramburu. Era evidente que no todos los peronistas querían la vuelta a la normalidad constitucional, porque para llegar a esa instancia debían resolverse algunos problemas de orientación ideológica y política que Perón mantenía en una equívoca confusión.

Entretanto, los partidos que habían constituido “La hora del pueblo” —peronismo, radicalismo, democracia progresista, conservadorismo popular y socialismo argentino— creyeron oportuno, pensando en el ejercicio del gobierno, ahondar en el intercambio de puntos de vista y elaboraron unas”Coincidencias programáticas” de notoria significación. Partidos que representaban más del ochenta por ciento del electorado descartaban, en el plano social y económico, el viejo modelo del país agropecuario y ensayaban uno nuevo en el que se combinaba la vieja estructura con una de acentuado carácter industrial, ambas dentro de una concepción de la economía nacional que fijaba los límites de un inalienable control por el estado.

Así quedó diseñada una política de coincidencias. Perón la ratificó cuando llegó al país a fines de 1972, y quedaron adheridos a ella casi todos los partidos políticos; pero unos decidieron unir su destino al peronismo e integraron con él un Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), en tanto que otros resolvieron mantener su personalidad política y disputarle el poder sobre la base de sus propios programas y de su tradicional idiosincracia. Con todo, esa disputa por el poder no alcanzó demasiada vehemencia, ni siquiera por parte del radicalismo. También él aceptó tácitamente que era inevitable el triunfo de Perón, y acaso aceptó que el peronismo tenía derecho a ganar. Y no sólo porque fuera el partido mayoritario, sino también por haber sido excluido durante largo tiempo de la vida política y porque empezó a parecer a todos que representaba, aunque fuera de manera imprecisa, la respuesta justa a la política de los gobiernos militares que se habían sucedido en el poder desde el golpe de 1966. Una vez más, como en 1945, se perdía de vista el largo proceso de la historia argentina y se otorgaba una decisiva validez a la corta experiencia de los últimos años.

Lo que ocurrió desde entonces fue un curioso proceso de aglutinación de la opinión pública alrededor de Perón. Compleja y contradictoria, su figura había desatado adhesiones incondicionales, a veces hasta extremos delirantes, y odios violentos no menos irracionales. Mucho tenía que ver con este juicio contradictorio cierto desajuste entre la personalidad del caudillo y la del estadista, entre los modos de la acción y los fines proclamados. Pero a partir de 1966 los distingos empezaron a desvanecerse y su figura comenzó a adquirir caracteres eminentemente simbólicos, especialmente para las nuevas generaciones. Todos los juicios adversos sobre su acción de gobierno, reiterados tenazmente por los sectores antiperonistas, empezaron a perder significación y a caer en el descrédito. Era evidente que, a la luz de la experiencia de los últimos años, y en particular de la época de los gobiernos militares, la figura simbólica de Perón reemplazaba aceleradamente la su figura real.

Se agruparon alrededor de Perón todos los que acariciaban cierto nacionalismo, exacerbado sin duda por la creciente influencia de los capitales multinacionales en los últimos años y sostenido por las nuevas generaciones en ascenso, cuyo origen inmigratorio y popular las impulsaba a favorecer una política de integración de signo nacional. También se agruparon a su alrededor quienes rechazaban la Argentina del privilegio, la vieja Argentina conservadora robustecida durante los gobiernos militares. Perón quedó, pues, consagrado ante crecientes sectores de la opinión pública como representante simbólico de una política nacional y popular, en la que estaba muy claro lo que el país no quería, pero que no llegó a definir positivamente sus contenidos mediatos e inmediatos. Así se plegaron a ese símbolo incuestionable los grupos más diversos y contradictorios.

Contaba el peronismo con un núcleo sólido de opinión que correspondía a su vieja tradición, y que sólo veía en él lo que ya había manifestado ser a lo largo de su gobierno, tanto en la acción concreta como en las actitudes principistas. Era el peronismo histórico. Lo constituían, principalmente, los sectores obreros vinculados al movimiento gremial organizado dentro de la CGT; pero había a su alrededor un “peronismo político”, compuesto por sectores populares y de clase media, que se organizaba sobre la base de cuadros de este último nivel y, en algunos casos, alrededor de figuras de arraigo tradicional, especialmente en el interior; y había, sobre todo, una difusa y extensa napa social que conservaba una fe ciega en el conductor, en el que veía un protector contra la injusticia y una esperanza inmediata de mejoramiento concreto. Ese núcleo identificaba la tendencia social y económica de Perón y aceptaba todas sus implicancias políticas: la autoridad indiscutida e indiscutible del conductor —esto es, la “verticalidad”—, el autoritarismo que se derivaba de ella y revertía sobre las minorías que se le enfrentaban, y una peculiar interpretación de los derechos individuales y las libertades públicas cuya práctica había aglutinado contra él, durante su gobierno, un fuerte sector de la opinión pública.

La novedad consistió en que, alrededor de ese núcleo primigenio y consustanciado con lo que el peronismo había sido, se aglutinaron grupos diversos y contradictorios. El llamado a la acción directa había atraído a los grupos de vocación revolucionaria; pero los activistas que acudieron al reclamo fueron de muy diverso signo. Se proclamaron peronistas grupos de extracción conservadora, nacionalistas de derecha y, en algunos casos, de inspiración falangista española; pero también grupos de formación marxista, trotzquistas unos y maoístas otros, junto a sectores de una imprecisa ideología de izquierda que sostenía diversas concepciones acerca de cómo operar un cambio radical en un país del Tercer Mundo. En cada uno de ellos era distinto el sentido de la palabra “revolución”, de la frase “liberación nacional”, que para algunos era “social y nacional”, de la consigna “reconstrucción”. Unos hablaron desembozadamente de una “Argentina socialista”, y adujeron textos y consignas que parecían respaldar sus actitudes, especialmente la correspondencia entre Perón y John Cooke. Otros hablaron de una “Argentina potencia”, y apoyaron su proyecto nacional en otros documentos. Y en aquellas filas, nutridas generalmente de gentes de clase media y aun alta, formaron también los llamados “sacerdotes del Tercer Mundo”, indecisos entre los términos del Evangelio y los del Manifiesto Comunista.

De todos modos, cualesquiera fueran las ideologías, coincidían todos estos grupos en la imagen de Perón como símbolo de una política nacional y popular. No menos significativo fue el apoyo de grupos de otro signo político. Ante el avance de los movimientos subversivos y de acción directa, con su secuela de asesinatos, secuestros y audaces golpes de mano, buena parte de las clases media y alta de tendencia apolítica o conservadora se inclinaron por Perón, en el que vieron una garantía de orden y paz. Sólo con esto, el apoyo estaba justificado. Pero en esos mismos sectores aparecieron otros fundamentos más concretos relacionados con las diversas actividades sectoriales. Los productores agropecuarios comprendieron que la prédica ecológica de Perón debía conducirlo a apoyar su actividad. Los empresarios de la pequeña y mediana industria supusieron que profundizaría la política anterior que tanto los beneficiara, derivando hacia ellos el mayor caudal de crédito. Los inversores extranjeros pensaron que, aun con limitaciones, la paz social fundada en el respaldo masivo que obtendría el gobierno proporcionaría condiciones favorables para el desarrollo y el incremento de las inversiones. No sería posible sin ellas la “reconstrucción” y el avance hacia una”Argentina potencia” que debía movilizar todos sus recursos, modernizar su infraestructura y, sobre todo, desarrollar las industrias básicas. Una ola de esperanzas cundió sobre vastos sectores cuando se insinuó que, vuelto a la Patria, Perón traería, además, una gruesa masa de capitales europeos o árabes para promover el despegue económico del país. Técnicos y científicos de diversa extracción política se organizaron en “comandos tecnológicos” que prepararían los planes para esa etapa trascendental que, sin duda, se abriría al día siguiente del acceso del peronismo al poder.

Quizá Perón alentó de alguna manera cada una de esas esperanzas ostensiblemente contradictorias. Pero más importante que dilucidar esa presunta responsabilidad del estadista es descubrir por qué el político consiguió transformarse en símbolo eficaz de tantas aspiraciones encontradas. Porque el problema no consistió fundamentalmente en lo que Perón pudo sugerir a unos y a otros, sino en el caudal de los anhelos insatisfechos que la sociedad argentina puso al descubierto después de tantas frustraciones. En eso consistió el carisma de Perón: en lo que todos le otorgaron con la esperanza de que él lo encarnara. Sólo en pequeña parte fue responsabilidad suya el defraudarlos, volviendo a lo que había sido el peronismo histórico, aquel esquema político en que creía el núcleo primigenio del movimiento, y cuyo despliegue había otorgado, sin duda, beneficios concretos a vastos sectores de las clases populares. Buena parte de la responsabilidad debía recaer en quienes contribuyeron a elaborar ese ilusorio símbolo sincrético de todas las aspiraciones —y las frustraciones— argentinas, arrastrados por una especie de alucinación que despertó en los neófitos el celo que suele inflamarlos. Del bagaje tradicional de la política argentina y de todo lo que pudiera oponerse a Perón, nada quedó en pie frente a la convicción avasalladora e irracional de que la Argentina no tenía otra opción que Perón, sostenida acaso más fervientemente por los neófitos recientemente iluminados que por los viejos creyentes.

Desde el punto de vista de la sicología social, la alucinación colectiva que provocó la aglutinación alrededor de Perón revistió los caracteres del fenómeno llamado “sebastianismo”. El rey portugués, a quien llamaron el Deseado, había llegado al mundo a mediados del siglo xvi como la última esperanza para salvar a su dinastía y a su país; pero murió combatiendo en África y su patria cayó en poder de los castellanos, que la mantuvieron sometida durante sesenta años. Una desesperada esperanza nacional se aferró al nombre de don Sebastián, en cuya muerte nadie quiso creer y en cuyo retorno, colmado de promesas, fueron confiando todos, aun los más escépticos. Si Argentina cayó en esa forma de mesianismo, fue porque su viejo esplendor de la época del Centenario había declinado y porque no ha podido encontrar todavía la vía para encauzar el desarrollo de su riqueza, de su capacidad creadora, de su vida social. Un profundo sentimiento de frustración invadió a vastos sectores y, como es normal, se canalizó hacia una esperanza mesiánica que confiaba en que alguien, un día, corregiría de una sola vez todos los tropiezos del pasado y pondría al país en el camino del triunfo. Triunfal el destino nacional, también debía ser triunfal el regreso de el Deseado.

Empero, los procesos sociales son más complejos que esas simplificaciones estimuladas por las frustraciones sucesivas. En rigor, Argentina no es un país frustrado. Es, simplemente, un país en proceso de intenso cambio, en el que la modificación de su estructura social —como resabio de su composición inmigratoria— ha coincidido con la alteración de su estructura económica. Se trata, pues, de una nueva Argentina que se constituye lentamente desde hace casi un siglo: largo plazo, sin duda, para las expectativas de una generación, pero razonable para un proceso de tal magnitud y profundidad. No hay, pues, una verdadera y esencial frustración: hay, simplemente, cambio. Y si para las frustraciones pueden valer las esperanzas de que una galvanización repentina reanime la conducta social, para los cambios sociales y económicos se necesitan sabias políticas que conjuguen la audacia y la prudencia. No hay mesías que reemplace al tiempo y a la acción tenaz de la sociedad y de las nuevas élites que la nueva sociedad en proceso de transformación debe suscitar.

Fue la sociedad en cambio, en agudo proceso de diferenciación y reajuste de grupos según determinaciones socioeconómicas y según orientaciones políticas, la que creó la figura mesiánica de Perón. Pero a diferencia del rey don Sebastián, Perón volvió. El regreso enfrentó las esperanzas con la realidad. Su movimiento había triunfado electoralmente y había llevado a la presidencia a Héctor J. Cámpora, durante cuyo breve gobierno se advirtió cómo se desataron fuerzas sociales que, antes unidas por la esperanza mesiánica, buscaban ahora imponerse en el seno del heteróclito conjunto. Dos meses después del triunfo —el 20 de junio de 1973— llegó Perón a Buenos Aires. Pero el avión que lo traía no pudo descender en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza donde lo esperaba una gigantesca multitud. Un dramático enfrentamiento de los grupos en pugna ensangrentó la fiesta del retorno, como en un holocausto ritual, para que quedara probada la intensidad del proceso del cambio estructural, insensible a la magia de cualquier mesías. Ese día se inauguraba un nuevo capítulo de la vida política argentina.

La primera edición de este libro, que apareció en circunstancias dramáticas de la vida argentina [1946], concluía con el siguiente Epílogo, que ha perdido actualidad, pero que el autor desea conservar como un documento. [1975]


EPÍLOGO
Sobre los interrogantes de un ciclo inconcluso

Las vicisitudes que ha sufrido la vida política argentina desde 1930 prueban que el ciclo histórico que en este libro se designa con el nombre de era aluvial se mantiene abierto, y que es difícil —o acaso imposible— determinar objetivamente y sin que influyan las preferencias personales la posible evolución futura. Ni el proceso social con que se inauguró, poco después de 1852, ni el proceso político en que se manifestó, a partir de 1880, la grave mutación interna, han recorrido todavía sus últimas etapas; y a estas horas, las sucesivas sorpresas que depara a los argentinos el curso de su existencia política advierten al observador que deberán sufrirse muchas y muy variadas experiencias antes de que se canalice dentro de un cauce regular el impulso social y político de la segunda Argentina, de la Argentina aluvial.

Nada más ingenuo que intentar la predicción acerca de un proceso cuyas características son, precisamente, la originalidad y la inestabilidad; pero puede no ser ingenuo y ser, además, aleccionador, el intentar, con la más serena objetividad de que se sea capaz, un examen de cuáles son los grandes interrogantes que plantea el ciclo inconcluso a quienes se conmueven por su destino. Ese intento será el epílogo que el autor ponga a este ensayo acerca del pasado político argentino, basado en el cual —no quiere ocultarlo— querría hallar el recio fundamento de sus ideales, aun cuando sea incapaz de forzar voluntariamente sus conclusiones.

Si se admite que la tercera etapa de nuestra historia —segunda de nuestra vida independiente— ha sido desencadenada por las graves y múltiples transformaciones demográficas, sociales y económicas que se operaron a partir de mediados del siglo xix, habrá que admitir también que el primero y más importante de los interrogantes que se ofrecen a los argentinos de hoy es el destino posible de ese conglomerado social de imprecisa fisonomía que actualmente constituye la realidad del país. Es innegable que el conglomerado mantiene todavía los caracteres de tal, sin que se hayan decantado sus elementos ni se hayan fundido en un conjunto homogéneo. Sería difícil afirmar hoy cómo somos los argentinos, cuáles nuestras características predominantes, cuáles los rasgos que nos son comunes; difícil, si deseamos ser sinceros con nosotros mismos; porque quienes afirman una específica fisonomía, suelen dar por sentado —gratuitamente, y de buena o de mala fe— el triunfo final de ciertos rasgos que existen, sin duda, en nuestra personalidad colectiva, pero que nada autoriza a suponer con fundamento que serán los destinados a prevalecer en definitiva. No podrá negarse que hay algo en nuestra vida histórica que parece trabajar intensamente para precisar nuestro contorno, para trasegar los contenidos espirituales de los distintos núcleos, para asimilar lo diverso; pero en materia de problemas sociales nada puede reemplazar la acción del tiempo, y es arbitraria toda afirmación categórica acerca de la presunta fuerza interna de cada una de las tendencias que luchan por predominar en el seno del abigarrado conjunto social. Hombres y partidos propugnarán determinadas orientaciones y sostendrán como inevitable el triunfo de ciertas tendencias y ciertos ideales; es legítimo, porque es deber de quien abriga sinceras y decididas convicciones luchar por su victoria; pero tales afirmaciones carecen de validez objetiva y no pueden escapar a los riesgos propios de las opiniones. Quien pueda alcanzar la tranquilidad de ánimo propia del sabio, comprobará —sospecha el autor— que el alma argentina constituye un enigma porque la personalidad colectiva del país se halla en plena elaboración. Son las alternativas de un proceso las que ocultan las profundas raíces de muchos, hechos aparentemente inexplicables.

De éstos, los menos transparentes son los hechos políticos; tortuosos y escurridizos, ocultan el segundo gran interrogante del ciclo inconcluso. En el período que transcurre entre 1880 y 1930 han luchado y se han impuesto sucesivamente dos tendencias políticas que se enraizaban en la tradición histórica argentina; las dos han procurado —a su modo— realizar sus ideales y las dos, al cristalizar en realidades, han colmado de desilusión a las masas populares, que se han tomado escépticas y han visto declinar el potencial de su espíritu ciudadano. Así se llegó, en las postrimerías del periodo radical, a la crisis con que terminaba nuestro examen; pero a partir de ese momento se advierte con sorpresa que el planteo del problema político no corresponde ya al mero juego de las fuerzas tradicionales en conflicto. El panorama mundial se ha estrechado considerablemente y las influencias extrañas han comenzado a sentirse más próximas cada vez; sobre las tendencias políticas tradicionales han comenzado a obrar las ideologías que germinaron en Europa después de la primera guerra mundial, y las distintas doctrinas totalitarias han teñido con sus colores densos el pensamiento político de los diversos grupos. Así, al tiempo que algunos sectores conservadores, antaño liberales, evolucionaron hacia un “nacionalismo” aristocrático y fascista, ciertos núcleos populares, antaño democráticos, no ocultaron su simpatía hacia algunos de los principios de la demagogia totalitaria, en la que parecía retoñar el viejo autoritarismo criollo.

La presencia de estos nuevos elementos en la liza política modificó profundamente el cuadro tradicional. Frente a esos dos conjuntos de ideología híbrida —cuya fuerza y cuya gravitación apenas puede calcularse por el momento— subsistían los núcleos de las fuerzas tradicionales, encarnadas en un conservadorismo y en un radicalismo de esencia democrática y liberal. Y, finalmente, en abierta oposición a unas y otras tendencias, cobraron vigor y significación los partidos de izquierda, atentos al despertar de las nuevas y auténticas inquietudes de las masas. No es fácil determinar, por el momento, el rumbo que se propone seguir en la Argentina el Partido Comunista. El socialismo, de más larga actuación, viene trazando una curva definida que permite precisar su evolución con más certeza; firme en los puntos fundamentales de su doctrina, el socialismo argentino ha procurado compenetrarse con la tradición liberal que anima las etapas mejores de nuestro desarrollo político; y esta compenetración le permite levantar la bandera de la democracia socialista, sin abandonar ninguna de sus consignas fundamentales en cuanto a los bienes de producción, pero manteniendo, al mismo tiempo, las conquistas que considera decisivas en el plano de la libertad individual.

En la encrucijada del presente, fuera ingenuo intentar una respuesta a la grave cuestión de cuáles de estas fuerzas prevalecerán en las próximas etapas de nuestra vida política y cuáles marcarán con su sello el proceso de ordenación social e institucional en que nos hallamos. Hombre de partido, el autor quiere, sin embargo, expresar sus propias convicciones, asentadas en un examen del que cree inferir que sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia; esta disyuntiva parece ser el triste sino de nuestra inequívoca vocación democrática, traicionada cada vez que parecía al borde de su logro. Pero el autor teme que esta afirmación incite a algunos a sospechar de su objetividad y repite que no le otorga otra valor que el de una opinión. Si la confía a este epílogo, es para cumplir con lo que considera un deber de conciencia. El historiador tiene una deuda con la vida presente que sólo puede pagar con la moneda de su verdad, moneda en la que, a veces, funde un poco de su pasión; pero la historia sólo apasiona a quien apasiona la vida, y el autor cree que, en este punto de su examen, le es ya lícito confesar su pasión, siquiera sea para que el lector pueda confiar en que procuró acallarla hasta este instante, y, acaso, para ofrecerle la clave de lo que en este examen pueda ser su involuntario y apasionado error.


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A. Yunque, Alem.


ÍNDICE DE NOMBRES

Agüero, Julián Segundo de,

Alberdi, Juan Bautista,

Alberoni, Julio,

Alem, Leandro N.,

Alende, Oscar,

Alfaro, Francisco de,

Alsina, Adolfo,

Alsogaray, Alvaro,

Alvarez, Agustín,

Alvarez, José S.,

Alvear, Carlos M. de,

Alvear, Marcelo T. de,

Álzaga, Martín de,

Angelis, Pedro de,

Anjou, Duque de,

Aramburu, Pedro Eugenio,

Aranda, conde de,

Aráoz, Bernabé,

Arias de Saavedra, Hernando,

Arredondo, Nicolás de,

Artigas, José Gervasio,

Austria, Casa de,

Avellaneda, Nicolás,

Avilés, Gabriel,

Ayolas, Juan de,

Azara, Félix de,

Azcárate du Biscay,

Balbín, Ricardo,

Barroetaveña, Fancisco, 

Basavilbaso, Manuel de,

Belgrano, Manuel,

Bentham; Jeremías,

Borbón, Casa de,

Brackenridge, Henry,

Bucarelli, Francisco de Paula,

Bustos, Juan Bautista,

Bravo, Mario,

Cabarrús, Francisco de,

Cabello, Francisco Antonio,

Calderón de la Barca, Pedro,

Campomanes, Marqués de,

Cámpora, Héctor J.,

Cané, Miguel,

Carlos II,

Carlos III,

Carlos IV,

Carlos V,

Carulla, Juan E.,

Carvajal y Lancáster, José de,

Castañeda, Francisco de Paula,

Castellanos, Joaquín,

Castelli, Juan José,

Castillo, Ramón S.,

Castro, Manuel,

Cervino, Pedro A.,

Cevallos, Pedro de,

Clausewitz, Karl von,

Clemente VII,

Constant, Benjamín,

Cooke, John,

Cortés, Hernán,

Cousin, Víctor,

Chiclana, Feliciano,

Chorroarín, Luis,

Doll, Ramón,

De la Torre, Lisandro,

Del Valle, Aristóbulo,

Del Valle Iberlucea, Enrique,

Descartes, René,

Destutt de Tracy, Anton Louis,

Dorrego, Manuel,

Echeverría, Esteban,

Ensenada, marqués de la,

Esquilache, Marqués de,

Esquiú, Fray Mamerto,

Estrada, José Manuel,

Farnesio, Isabel,

Feijóo, Benito Jerónimo,

Felipe II,

Felipe III,

Felipe IV,

Felipe V,

Femando V, el Católico,

Femando VI,

Femando VII,

Figueroa Alcorta, José,

Floridablanca, conde de,

Fourier, Charles,

Francia, José Gaspar,

Fresco, Manuel,

Frondizi, Arturo,

Funes, deán Gregorio,

Gálvez José de,

Gallo, Delfín,

Garay, Juan de,

García, Juan Agustín,

García, Manuel José,

Gasendi, Pedro,

Ghioldi, Américo,

Gillespie, Alejandro,

Godoy, Manuel,

Goerlitz, Walter

Goltz, Colmar,

Gómez, Valentín,

González, Joaquín V.,

Gori, Pedro,

Gorostiaga, José B.,

Gorriti, Juan Ignacio,

Goyena, Pedro,

Güemes, Martín,

Guizot, Francisco,

Gutiérrez, Juan María,

Guzmán, Fernán Pérez de,

Guzmán, Ruy Díaz de,

Haenke, Tadeo,

Hegel, Federico,

Heredia, José María de,

Hernandarias, ver Arias de Saavedra, Hernando.

Hernández, José,

Herrera, Fernando de,

Hitler, Adolfo,

Hoover, Herbert,

Ibarguren, Carlos,

Ibarra, Felipe,

Illia, Arturo,

Ingenieros, José,

Irala, Domingo Martínez de,

Irazusta, Julio,

Irazusta, Rodolfo,

Irigoyen, Bernardo de, 2

Irigoyen, Hipólito,

Isabel I, la Católica,

Jouffroy, Théodore Simon,

Jovellanos, Gaspar Melchor de,

Juan, infante don,

Juárez Celman, Miguel,

Justo, Agustín P.,

Justo, Juan Bautista,

Kropotkine, Pedro,

Lamennais, Robert,

Lanusse, Alejandro Agustín,

Las Heras, Juan Gregorio de,

Lavalle, Juan,

Lavarden, Manuel,

León, Fray Luis de,

León Pinelo, Antonio de,

Leopoldo I,

Lerminier, Jean Louis Eugène,

Leroux, Pierre,

Lima, Vicente Solano,

Liniers, Santiago,

Locke, John,

Lonardi, Eduardo,

López, Estanislao,

López, Vicente Fidel,

Luca, principe de,

Lucano,

Lué, obispo,

Luis XIV,

Luis XVI,

Ludendorff, Erich,

Lugones, Leopoldo,

Maciel, Juan Baltasar,

Maeztu, Ramiro de,

Magnasco, Osvaldo,

Mansilla, Lucio,

Mansilla, Lucio V.,

Mármol, José,

Márquez, Juan,

Martel, Julián,

Martínez Estrada, Ezequiel,

Martínez Zuviría, Gustavo,

Marx, Carlos,

Maurras, Charles,

Mazzini, José,

Mendoza, Pedro de,

Mitre, Bartolomé,

Molina, Juan Bautista,

Monteagudo, Bernardo,

Montesquieu, Carlos de Secondant,

Moreau de Justo, Alicia,

Moreno, Manuel,

Moreno, Mariano,

Mor Roig, Arturo,

Mosca, Enrique,

Mussolini, Benito,

Napoleón,

Newton, Isaac,

Nieto, Vicente,

Núñez, Alvar,

Olmedo, José Miguel,

Onganía, Juan Carlos,

Ortiz, Roberto M.,

Padilla, Juan de,

Palacio, Ernesto,

Palacios, Alfredo L.,

Paso, Juan José,

Patiño, José,

Patrón Costas, Robustiano,

Payró, Roberto J.,

Paz, José María,

Pellegrini, Carlos,

Pérez, Antonio,

Perón, Juan D.,

Perón, Eva Duarte de,

Pico, César,

Pinedo, Federico,

Pizarro, Manuel Dídimo,

Posse, Filemón,

Pueyrredón, Juan Martín de,

Quevedo y Villegas, Francisco de,

Quintana, Manuel José,

Quiñones de Ossorio, Luis,

Quiroga, Juan Facundo,

Ramírez, Francisco,

Ramos, Juan P.,

Reinafé, Francisco,

Riego, Rafael,

Rivadavia, Bernardino,

Rivadeneyra, Pedro de,

Roca, Deodoro,

Roca, Julio Argentino,

Rodríguez, Fray Cayetano,

Rodríguez, Martín,

Rodríguez Peña, Nicolás,

Rojas, Diego de,

Rojas, Francisco I.,

Rojas, Ricardo,

Rondeau, José,

Rosas, Juan Manuel de,

Rosas, Manuelita,

Rousseau, Juan Jacobo,

Rothschild, barón de,

Saavedra, Cornelio,

Sáenz Peña, Roque,

Saint-Simon, Claude Henry de,

San Martín, José de,

Sanz, Francisco de Paula,

Sarmiento, Domingo Faustino,

Sastre, Marcos,

Savigni, Federico Carlos de,

Scalabrini Ortiz, Raúl

Schmidel, Ulrich,

Sismondi, Leonardo,

Solórzano Pereyra, Juan de,

Suárez, Francisco,

Tagle, Gregorio,

Tejedor, Carlos,

Therman, Edmund von,

Tocqueville, Alexis de,

Torres, Diego de,

Trejo y Sanabria, Hernando de,

Uriburu, José Félix,

Urquiza, Justo José de,

Vandor, Augusto Timoteo,

Varela, Juan Cruz,

Véléz Sársfield, Dalmacio,

Vértiz, Juan José de,

Vieytes, Hipólito,

Voltaire,

Wilde, Eduardo,