Presentación
LUIS ALBERTO ROMERO
Esta conferencia es la primera de un ciclo sobre “Humanismo y Ciencias del hombre”, dictado en los Cursos de Integración Universitaria del Departamento de Graduados de la Universidad de Buenos Aires el 3 de julio de 1962. Es la única cuya transcripción se conservó, de un ciclo de probablemente tres o cuatro clases. En ese mismo Departamento de Graduados de la UBA, Romero dictó, entre 1960 y 1962, tres extensos cursos sobre “El mundo contemporáneo”.
Por entonces la Universidad de Buenos Aires se ocupaba con dedicación de sus graduados, incorporados al régimen de cogobierno desde 1956 -cuando se estableció la autonomía universitaria-, junto con los profesores y los alumnos. En la perspectiva de Romero, la formación de sus graduados, luego de obtenido el título profesional, tenía una singular importancia social, dentro de su idea de la formación de nuevas elites intelectuales. Esta observación aparece explícitamente dicha en 1962, al finalizar el tercero de los cursos mencionados.
Podemos imaginar el argumento general de las partes faltantes, leyendo lo planteado en 1961 en el el artículo “Humanismo y conocimiento del hombre”, publicado en el número dedicado a los “Problemas del humanismo contemporáneo” en la Revista de la Universidad de Buenos Aires, que él dirigía.
Esta primera clase se refiere a la formación de la primera gran versión del humanismo en la cultura occidental, cuyos orígenes encuentra en el siglo XI, cuando empieza a surgir la burguesía en el mundo feudal, y cuya maduración plena ubica en el siglo XVIII y la filosofía de la Ilustración.
Presumiblemente la segunda clase estuvo dedicada a la crisis de ese humanismo desde fines del siglo XIX, y particularmente en los años de la entreguerra, y la tercera a los problemas y desafíos de la construcción de un nuevo humanismo, en el marco del desarrollo de las nuevas ciencias sociales, tal como lo desarrolla en el artículo antes citado
Sobre la crisis contemporánea pueden verse los tres cursos ya mencionados y los trabajos reunidos primero en Introducción al mundo actual, publicado en 1956 y luego en La crisis del mundo burgués, donde se agrega una serie de artículos sobre el disconformismo, escritos en los años de 1970.
En esta conferencia Romero desarrolló un tema que era el eje de su gran obra, inconclusa, sobre la historia de la cultura occidental. Acá traza sintéticamente la línea mayor de la mentalidad burguesa -y su proyección en una idea de humanismo- desde el siglo XI al XVIII.
La parte inicial del tema está extensamente desarrollada en su libro La revolución burguesa en el mundo feudal (1967). La segunda, entre la crisis del siglo XIV y finales del siglo XVI, aparece parcialmente en el segundo volumen de esa historia, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, que quedó inconcluso cuando murió y donde falta precisamente la última parte dedicada a las mentalidades. Este hueco hace particularmente importantes los textos breves como éste, en donde aparecen planteadas sintéticamente las grandes líneas de su interpretación, y muy particularmente la idea de “encubrimiento” o “enmascaramiento”, que aquí se aplica al fenómeno del humanismo renacentista.
Concepto histórico y concepto actual del humanismo. 1962
JOSÉ LUIS ROMERO
El tema de este curso, ustedes lo saben, es el de las relaciones entre el humanismo y las ciencias del hombre. Dos expresiones que tienen muy distinta precisión, porque me atrevería a decir que nadie ignora cuales son las ciencias del hombre y casi nadie sería capaz de definir de una manera precisa qué cosa es el humanismo. Este es el primero de los grandes problemas con que yo me encuentro al comenzar este curso.
No sólo se trata de una palabra de uso corriente, y en consecuencia de uso vulgar, que ha resistido más de una vez intensos esfuerzos para precisas su significado, sino que se trata además de una palabra cargada de muchas resonancias, algunas de las cuales no son precisamente positivas y que merecen o han merecido una censura o, más bien, un rechazo bastante enérgico en diversas ocasiones. Ya saben ustedes cómo alrededor de la palabra humanismo hay una atmósfera que linda con la retórica, que linda con una simple exposición de ideas generales de contenido escaso, y cómo se adivina en él, más que otra cosa, una postura artificiosa y académica que parece, a primera vista y en tiempos como los nuestros, ajena a lo que constituye las preocupaciones corrientes del hombre de hoy.
Es una palabra infortunada; su uso mismo resulta a veces incómodo. Parecería como si estuviera cargada de ciertos resabios académicos que desfiguran un cierto contenido que indudablemente tiene porque corresponde a algo que es en el fondo muy importante. Y muchas personas que perciben que hay algo que es importante dentro de eso que se llama el humanismo prefiere más bien llamarle de otra manera para no incurrir en un pecado de solidaridad con ciertas actitudes que parecen repudiables. Esto obliga a aclarar muy bien la cosa.
El humanismo, pese a todo, es una cosa demasiado importante para que soporte la burla ingenua o para que soporte el desconocimiento de los escépticos. El humanismo es una actitud, y como tal actitud ha tenido distintos contenidos y puede aún tener otros contenidos, pero lo que más exactamente podríamos llamar la actitud humanista es una postura frente al mundo y a la vida a la que el hombre no puede renunciar.
Si afirmamos categóricamente que en el fondo de la actitud humanista hay algo que es eterno y actual, estamos obligados a precisar qué cosa es exactamente el humanismo, y esto es lo que va a ocupar mi exposición de hoy. Si yo consiguiera que nos pusiéramos en claro acerca de cuáles son los contenidos que habitualmente descubrimos en lo que llamamos humanismo: qué ha sido y qué ha significado cuando la palabra no tenía la carga retórica que hoy tiene, acaso podamos descubrir que hoy existe otra vez la posibilidad de otro humanismo, es decir, de una actitud humanística en que los contenidos correspondan exactamente a las inquietudes del hombre contemporáneo.
Pero para esto es imprescindible que nos pongamos de acuerdo sobre qué cosa ha sido el humanismo y que remontemos un poco la historia. No será sin antes señalar, sin embargo, que esta preocupación por lo que llamaríamos la actualidad de la actitud humanista es una cosa que constituye uno de los temas fundamentales en la reflexión contemporánea. Conviene recordarlo porque no es un hecho baladí. Si este problema está moviéndose, aún de manera imprecisa y aún sin que se hayan deslindado suficientemente sus contenidos, es porque esa repercusión que tiene la palabra, esas alusiones que entraña, están apelando algo que nos es muy caro, algo a que no podemos renunciar.
Es bien sabido que toda la antropología filosófica ha sido designada más de una vez con el nombre nuevo humanismo. Y es bien sabido que en la línea del existencialismo esta preocupación por el humanismo ha sido uno de los temas fundamentales, hasta el punto de que hay un título de Sartre que es categóricamente este: “El existencialismo es un humanismo”, tema que coincide, por otra parte, con el famoso ensayo de Heidegger titulado “Carta sobre el humanismo”. El caso es que el problema ha preocupado a los pensadores católicos con no menos intensidad y sobre el humanismo trata uno de los trabajos fundamentales de Jacques Maritain. Y lo curioso del caso es que en la línea del marxismo ha aparecido una preocupación semejante que ha desplazado el acento de la preocupación por el pensamiento de Marx hacia los trabajos del llamado “joven Marx”, en donde ha vuelto a aparecer o en donde parece que aparece una tendencia semejante. Todavía en esta larga lista que podría hacerse y que yo no quiero extender, valdría la pena señalar la relación que el ilustre sociólogo francés Georges Friedmann ha establecido entre los problemas de la sociología con los del humanismo en un título que es exactamente así: Maquinismo y humanismo. Y me quedaría por citar en esta enumeración un título de George Sarton, el más importante de los historiadores de la ciencia actualmente, que ha buscado en el camino de la historia de la ciencia la formulación de lo que él llama “el nuevo humanismo”. Hay en muchos horizontes una preocupación por saber si ha llegado la hora de formular el humanismo en otros términos. Esto es a lo que yo querría aproximarme partiendo, sin embargo, de un examen de lo que el humanismo ha sido hasta ahora para descubrir lo que constituye la actitud humanista y establecer si en esa actitud puede haber un solo contenido o más de un contenido; si ese contenido es un contenido intemporal, ahistórico, o si por el contrario tiene un contenido rigurosamente histórico y temporal, circunstancia por la cual si identificamos el humanismo con contenidos de un tiempo que pasó y que no nos importa más, es explicable que el humanismo pueda parecer algo anacrónico. Si por el contrario descubrimos que la actitud humanista puede tener muchos contenidos y que los contenidos son históricos, y puede haber en consecuencia contenidos que correspondan a la actitud del hombre de hoy, es lícito pensar que pueda formularse un humanismo contemporáneo con contenidos que correspondan a nuestros problemas.
Quiere decir que este retorno al humanismo, este retorno a la preocupación por el humanismo, este intento de definirlo y caracterizarlo, este intento de buscar cuáles son sus contenidos, qué es lo que hay en esa actitud de permanente y qué es lo que hay de temporal, todo esto debe tener algún sentido, y acaso ese sentido se esconda en cierta reminiscencia que la palabra tiene. El humanismo es algo así como defensa del hombre o intento de recuperación del hombre y constituye una actitud intelectual – es eminentemente una actitud intelectual – cuyo contexto es la percepción del imperfecto reconocimiento del valor del hombre o el reconocimiento de su dependencia indebida, o el reconocimiento de una amenaza que se cierne sobre él. Y este renacer de la actitud humanista y este renacer de la preocupación por la caracterización de la actitud humanista, acaso haya que relacionarla con este sentido primario del vocablo y advertir que en este retorno el humanismo debe haber, en primer lugar, la percepción de que hay contra el hombre una cierta amenaza.
La primera vez que esta actitud se advierte se nos aparece de una manera polémica y conflictual. Esto conviene destacarlo. Sólo el uso bastardo del humanismo ha podido transformarlo en una actitud retórica; el humanismo comenzó siendo militante. Y era una actitud militante para recuperar una cierta idea del hombre que parecía haberse perdido. Y surgió, efectivamente, y se desarrolló en una línea que hoy se nos aparece como bastante coherente. Larga línea que viene desde el fondo de la llamada Edad Media y que se prolonga prácticamente hasta el siglo XVIII en una dirección cuya coherencia yo quiero señalar y destacar hoy porque me parece que en eso consiste su secreto.
Fue, originariamente, una actitud general frente a la vida; pero una actitud frente a la concepción de la vida y a la concepción del mundo que aparece en un curioso y preciso momento de crisis. Y empezó a desarrollarse esa actitud y a elaborarse y a enriquecerse y terminó por formularse como una especie de imagen del hombre. Y a partir de esta imagen provisional comenzó a tratar de enriquecerse esa imagen del hombre buscando de una manera analítica cuáles eran los rasgos que efectivamente tenía la naturaleza humana tal como la ciencia la podía conocer, y terminó por ser una filosofía de la vida que no estaba formulada de una manera expresa – por eso le llamamos actitud – que sobrepasaba los límites de las disciplinas que contribuyeron a enriquecer esa imagen, pero que siguió siendo una especie de definición, una especie de hilo conductor de una imagen del mundo.
Esta imagen del mundo y esta imagen del hombre es muy vieja; no es eterna, es muy vieja, se ha desarrollado a lo largo de mucho tiempo y ha mantenido su vigencia mucho tiempo. Recién ahora parecería que ha comenzado a perderla.
Yo les rogaría que me acompañaran en este examen, con el propósito de transformar esta enunciación vaga y general que acabo de hacer en una enunciación de hechos que me parecen perfectamente claros y bien hilados.
Algún estudioso del humanismo – pienso en Giuseppe Toffanin – ha dicho alguna vez de manera superficial que el humanismo no era sino el retorno a la antigüedad o el amor por los estudios clásicos. La definición es tan pobre, soslaya de tal manera el fondo del asunto, que vale la pena señalarla nada más que para explicarnos cómo ha podido llegar hasta nosotros esta idea con esta carga retórica que la hace absolutamente intolerable hoy.
Si se persigue el problema con pulcritud se descubre que esta nueva actitud se desencadena en un momento extraordinariamente curioso y singular de la vida y de la cultura de Europa. Se desencadena en un vago período muy remoto, por allá en el siglo XI o XII, en que ocurren en la Europa cristiana muchas y muy complicadas cosas, de las que yo no voy a hablar aquí, pero que configuran una crisis sustancial en el orden de la realidad. Diríamos que la vieja y tradicional sociedad feudal se sacude, se conmueve, y se constituye en la entraña de esa vieja sociedad feudal una especie de mundo nuevo que empieza a germinar muy poco a poco y que es lo que se va a llamar la sociedad burguesa; es la sociedad que empieza a constituirse en los burgos, es decir, en las ciudades. Este momento es trascendental en la historia de Europa y en la historia de nuestra cultura; este es el momento en que se configura un tipo de vida – el tipo de vida burguesa o urbana – con una serie de rasgos que van a caracterizar toda la historia de los siglos siguientes casi hasta nuestros días; aún en nuestros días en muchos aspectos.
Y esta crisis tan profunda tiene su correlato, se ve acompañada por una crisis sustancial en el orden de las ideas. En esta crisis, en esta crisis que es general en el orden social y económico, es donde se arraiga, donde nace, donde de pronto irrumpe una crisis de las ideas, que alimenta el primer signo de esta nueva actitud que se llama el humanismo.
No vale la pena que yo insista en los caracteres de esta crisis de la economía y de la sociedad de la que nace la sociedad burguesa, pero anoten ustedes esta expresión porque nos va a servir para referirnos a ella y para tratar de entender el problema en su contexto histórico. Para esta época, una serie de circunstancias que tampoco hacen al caso, provoca una crisis en el orden de las ideas, según hemos dicho, y esta crisis en el orden de las ideas se caracteriza como una respuesta a cierta situación anterior; cierta situación anterior que había tenido vigencia hasta entonces y que de pronto se conmueve y se sacude
¿Como definiríamos esa situación cultural anterior? Yo podría decir que la influencia de corrientes religiosas y filosóficas, especialmente la influencia de la tradición hebrea del Antiguo Testamento y de la tradición cristiana del Nuevo Testamento, fundidas con las tradiciones del neoplatonismo: estas se conservaron de manera vulgar en algunos sectores y de manera culta en muchos monasterios europeos donde se conservaban las obras de los autores griegos. Todo esto fundido, y en circunstancias muy especiales, configuró durante toda la época feudal -típicamente feudal- una visión del mundo singularmente significativa y cuyo carácter fundamental es lo que podríamos llamar la fusión de la realidad y de la irrealidad. O, si se quiere usar un término de la etnología, una cierta confusión o interpretación de lo que llaman los etnólogos el mundo de lo sagrado y el mundo de lo profano. Podría decirse que esto es lo que caracterizaba esta situación cultural, en los siglos VIII, IX, X XI; este tipo de creencia generalizada, este tipo de convicción que configuraba una imagen del mundo y una imagen del hombre en la que estos elementos se confundían. Hasta que al calor de esta crisis y en el seno de esta crisis, esta imagen del mundo empieza a modificarse por la disociación de lo sagrado y lo profano, por la disociación de la realidad y la irrealidad o de la realidad y de la suprarrealidad, hay una quiebra del mundo neoplatónico.
A partir de este instante empiezan a advertirse cosas muy extrañas, cosas muy significativas, ninguna de las cuales puede advertirse si se separa la una de la otra: todas juntas revelan que algo nuevo ha ocurrido. Por ejemplo: de pronto surge eso que se ha llamado la querella de las investiduras; esa lucha entre el Papado y el Imperio – en el siglo XI precisamente – en que se trata de determinar cuál es la esfera del poder espiritual y cuál la esfera del poder terrenal. Se combatió mucho en los campos de batalla por esta idea; se discutió mucho entre los juristas, entre los teólogos por esta idea y hubo una vez una especie de pacto final: el Concordato de Worms [1122], en cuyo contexto se descubre que en el manejo de esta idea de pronto se ha llegado a la conclusión de que hay una esfera de lo sagrado que no se confunde con la esfera de lo profano, y empieza a afirmarse, reconocerse y admitirse que son dos mundos que no se interpenetran sino que están separados o que tienen, por lo menos, rasgos característicos que los diferencian.
Este es exactamente el momento en que empieza a producirse una cierta transformación en las artes muy reveladora: hasta ese momento ha sido característico de la plástica medieval el ícono bizantino, esta figura incorpórea en donde el santo y la virgen aparecen prácticamente desaparecidos como cuerpos debajo de un manto que toma forma geométrica, encima del cual aparece un rostro humano. Y de pronto, en las postrimerías del románico y cuando empieza a aparecer el gótico empieza a descubrirse una nueva fruición por la naturaleza, y empieza a aparecer el cuerpo humano, y empiezan a aparecer las hojas de plantas exóticas que se aprecian en los capiteles de los claustros románicos y góticos, y empiezan a aparecer las figuras de los animales, y dentro de muy poco tiempo empieza a aparecer en las estatuas de las catedrales góticas un típico naturalismo en el que los paños comienzan a transparentar la forma humana. Esto sucede en el siglo XII; está el ángel sonriente de Reims, están todas las figuras de los pórticos de Reims, de Chartres y de todas las catedrales de la época. Esto ha reverdecido de pronto, ha ocurrido de pronto, y muy pronto esto también va a empezar a notarse en la naciente pintura que empieza a desprenderse de la estaticidad propia de la tradición bizantina y se anima y enriquece y se hace dinámica.
Esto es en el mismo instante, casi en el mismo instante; un momento en que de pronto – entre el siglo XI y el XII – empieza a aparecer junto a la tradición literaria de la hagiografía, de las vidas de los santos, o de la leyenda caballeresca, el relato burlesco, el cuento que se contaba en la taberna o en la plazuela, el cuento que recoge el Roman de Renard o Il Novellino, el Calila e Dimna o las tantas compilaciones de cuentos que empezaron a contarse las gentes que vivían en las ciudades, que se encontraban por las noches en las tabernas y que comenzaban a dar de la vida una imagen distinta, la imagen de un mundo profano donde el hombre encontraba una especie de hogar que hasta entonces parecía no haber encontrado. Este es el momento en que en la Universidad de Bologna empieza a enseñarse el Derecho Romano. Es decir el derecho de un mundo que no había conocido esta identificación de la realidad y de la irrealidad, de un mundo que nunca había creído en las concepciones del platonismo, un mundo que nunca había creído que hubiera que dudar de la realidad sustancial de lo que se llamaba el mundo.
Y el mundo era para el romano el mundo conocido por los sentidos, en tanto que para Platón no era sino la imagen del mundo. Esta identificación, esta confusión no la había percibido jamás el romano: para el romano la tierra era la tierra y esto que veían sus ojos y oían sus oídos era la única realidad. Y el derecho casuístico ajustado a estas situaciones que Roma inventa, este es precisamente el que se restaura en el siglo XII y para uso de esta burguesía en la Universidad de Bologna – la vieja e ilustre Universidad de Bologna – y en la Universidad de París poco después, y en Oxford y en Cambridge y en todas las universidades que son el esplendor de la cultura medieval.
Lo mismo pasó en mil otras cosas. En esas Universidades donde empezó a enseñarse el Derecho Romano comenzó de pronto también a enseñarse la filosofía de Averroes, que también rechazaba esta identificación de lo sagrado y lo profano y descubría que, afirmando la verdad eterna de lo sagrado, requería el hombre una suerte de prueba racional, y el filósofo musulmán Averroes intentó dar la prueba racional y el filósofo hebreo Maimónides intentó dar a los que él llamaba “los perplejos”, para quienes escribió su guía, un tipo de prueba racional para la existencia de la verdad eterna. Pero la intentó dar a través de la razón, como harían los maestros de la filosofía escolástica, que en esta lucha terrible que se desencadena precisamente en el siglo XII en la Universidad de París, plantean este problema de lo que se llama el nominalismo, es decir, el problema de la existencia auténtica y verdadera del individuo, de la cosa individual, y no la existencia real del concepto.
Todos los datos son concordantes: ha habido una crisis sustancial en el orden de las ideas. Este es el momento en que empiezan las más terribles luchas civiles que puedan imaginarse alrededor de lo que se llama la comuna, alrededor de los conflictos de los distintos sectores de las distintas ciudades; período sumamente agitado y agitado también en el orden de las ideas. Y en este instante comienza a aparecer quien en la línea de Averroes o en la línea de Maimónides o en una línea personal que se alimenta con estas influencias – y acaso más todavía con la lectura de Aristóteles que de pronto se descubre – empieza a afirmar que el hombre que posee una razón tiene el deber y el derecho de usarla, tiene el deber y el derecho de transformarse en un instrumento de conocimiento por sí mismo. Ha aparecido lo que se llama el individualismo. Abelardo, Pedro Abelardo, insinúa esta idea; y la insinúa John de Salisbury; ninguno negando la existencia de lo sagrado o negando la existencia de lo profano sino afirmando que se ha producido un distingo o, mejor aún, que ha comenzado a hacer un distingo. Hay algo que tiene una naturaleza y hay algo que tiene otra naturaleza. Dentro de muy poco tiempo el más grande de los maestros de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, recoge la misma idea y echa las bases de una prueba racional de la existencia de Dios.
A partir de ese instante parece claro que también en el mundo de la filosofía ha empezado a aparecer un claro distingo acerca de cuál es el ámbito de lo profano. Toda la escolástica que sigue a Santo Tomás rechaza la idea de que se pueda probar por la vía de la razón la existencia de Dios, pero afirma que hay todo un mundo que -ése sí- se rige nada más que por la razón. Se produce un distingo y este distingo alimenta todo el proceso cultural posterior. Este distingo es el que hace que se diferencie el derecho canónico del derecho civil; este distingo es el que empieza a diferenciar, desde Abelardo, la teología de la filosofía.
Este distingo sigue su camino y en ese camino empieza a advertirse que lo que queda en el campo de lo profano es este ser humano de carne y hueso, inerme, que había sido considerado, explicado y satisfecho totalmente en cuanto criatura de Dios y del cual comienza a descubrirse que parecería que tiene otra dimensión y que busca otra vía de expresión: que hay por lo menos una parte de su existencia que busca otra salida. Y empiezan a preguntarse cuál es esta salida, y se la preguntan a veces los hombres de ciencia como Adelardo de Bath, los grandes franciscanos de Oxford – entre ellos Roger Bacon –; y empiezan a preguntarse cuál es esta otra salida otras gentes que no pensaban en el hombre de carne y hueso pero que empiezan a ver que, así como Abelardo ha descubierto un ser individual e intransferible que es un ser de razón, hay un ser individual e intransferible que es un ser de sensibilidad.
Esto lo descubre un día Petrarca. Y este Petrarca que descubre que el hombre es un ser de sensibilidad, descubre también que tiene una capacidad para ver un mundo misterioso, que es el mundo de la conciencia y que él puede expresar, no a través de fórmulas filosóficas sino a través de una expresión inefable, en todo caso de una expresión poética. Y procura expresarla, y procura expresar cosas muy complejas y todo lo que descubre de mecanismo psicológico en el fondo del sentimiento erótico, y procura expresar también todos los caracteres singulares de los estados del alma que él es capaz de analizar a su modo por vía poética.
Pero para todo ello descubre o intuye, o afirma implícitamente la existencia de un hombre en que empieza a afirmase lo que llamaríamos la terrenalidad. Es la terrenalidad que Abelardo había descubierto cuando pensaba en el hombre como ser de razón, es decir como hombre que se rebela contra el criterio de autoridad. Este lo descubre ahora como ser de experiencia sensible y no es, en última instancia, sino ese mismo hombre que esta burguesía naciente de las ciudades ponía de manifiesto todos los días operando en la plaza, comprando y vendiendo, transformando la madera en barco y haciendo tantas cosas nuevas, y operando frente a la realidad de una manera mucho más fresca, mucho más libre, mucho más independiente de la costumbre, de la tradición, con un estado de ánimo que significaba toda una conmoción con respecto al régimen tradicional.
Todo eso ocurrió en el mundo de la realidad, de la economía y de la sociedad, en el mundo de la política y en el mundo de las ideas. Ocurrió que se percibió una nueva dimensión del hombre y se lo quiso emancipar de esta situación de total y absoluta dependencia de un principio superior. Y se afirmó su terrenalidad; y quienes empezaron a afirmar esta terrenalidad y a defenderla son los que pensaron que había una actitud frente a la vida que consistía en defender y sostener esta idea del hombre. Esta actitud fue el primer signo de lo que se llamó el humanismo.
John de Salisbury es un precursor, Petrarca es un precursor, Boccaccio es un precursor, Coluccio Salutatti y todos los humanistas del siglo XIV italiano, del “trecento”; todos movidos por una especie de intuición acerca de qué cosa es el hombre. Pero no una intuición en el vacío, sino una intuición que trataba de darle sentido a esta nueva actitud espontánea que estos nuevos sectores burgueses empezaban a mostrar en su manera de comportarse todos los días. Había habido una nueva experiencia de la vida: la de este mercader veneciano, genovés o pisano o amalfitano que había ido a Oriente y había comenzado a actuar de otra manera y a comportarse de un modo distinto. Esta experiencia desencadenó una nueva actitud para tratar de entender qué cosa era el hombre. Y a partir de ese instante toda una larga cadena de preocupaciones empieza a manifestarse. Petrarca un día descubre sorprendido que esta idea del hombre que él intuía estaba en los autores latinos, y se lanzó sobre Cicerón con verdadero frenesí, para descubrir en el Cicerón moralista una idea del hombre que correspondía a la imagen romana de la vida, que era una imagen nomística, que era una imagen atenida a una concepción de la realidad sensible como única realidad; y por eso volvió a Cicerón, y al cabo de poco tiempo hubo una especie de vuelco a la antigüedad.
Y de aquí el error de suponer que todo humanismo es una vuelta a la antigüedad ¡Falso de toda falsedad! El humanismo del siglo XIV y del siglo XV volvió a la antigüedad porque allí encontró un argumento en favor de un sentimiento que estaba tratando de imponer y que imponía por cierto de manera enérgica y militante. Y desarrolló esta idea; y la desarrollaron en el siglo XV los famosos humanistas italianos de ese siglo; y la desarrolló Marsilio Ficino en la Academia Platónica y la desarrolló Pico della Mirandola. Hasta que de pronto esta intuición del hombre pareció que podía no ser absolutamente profana, que podía por el contrario vincularse a un cierto tipo de concepción religiosa que no era exactamente la ortodoxa. Y esto Pico della Mirandola, que es filósofo católico en la corte de Lorenzo de Médicis, se vuelve hacia Platón, se vuelve hacia los neoplatónicos y se lanza finalmente en una carrera mística que descubre de pronto un texto que no le era muy familiar: el Evangelio. Y comienza a producirse, a partir de ese instante, una especie de extraña dialéctica entre la ortodoxia eclesiástica y el Evangelio – no era nueva, por lo demás, pues toda la herejía medieval había tenido ese sentido – pero ese es el momento en que, en el siglo XVI, todos los grandes humanistas vuelven al Evangelio porque prefieren el Evangelio a los clásicos latinos, seguros de encontrar en él una idea del hombre que tiene mucho más de terrenal de lo que parecía al principio. Y al Evangelio vuelve Tomás Moro, y al Evangelio vuelve Erasmo de Rotterdam, vuelve Guillaume Budé, y vuelve Vives, y vuelve Nebrija, y vuelve Pérez de Oliva: todos los humanistas del XVI, todos, afirman que hay la necesidad de defender al hombre, de adscribirle una esfera que le es propia, de reconocerle valores que le son singulares. Todos buscando apoyo en textos que justificaran su heterodoxia y su disidencia. Todos tratando de encontrar una explicación a lo que había sido una actitud espontánea de rebeldía de estos nuevos grupos que aparecen en la crisis del XI y del XII. Y todos construyendo, sobre la experiencia burguesa diría yo, una intuición acerca de lo que el hombre debe ser. Es una intuición muy singular e imposible de separar de esa experiencia porque es allí donde empieza a elaborarse eso que podría llamarse finalmente una filosofía del goce, una filosofía de la sensualidad, una idea que constituye el nervio del mundo moderno y que allí es donde empieza a manifestarse como expresión de esta renovada terrenalidad. Y hay todo un matiz religioso en esta concepción: un poco la de los humanistas con una religión muy libre, luego la de los maestros del protestantismo, la de Lutero, la de Zwinglio, la de Calvino y muy especialmente la Ulrich von Huttel. Todos ellos humanistas a su modo, todos ellos buscando en los textos religiosos lo que Petrarca había buscado en Cicerón. Pero todos ellos tratando de explicarle el sentido a la existencia que habían creado, como una cosa nueva en el mundo, estos sectores nuevos que ahora eran cada día más los sectores que predominaban en las nacientes y brillantes ciudades italianas como Venecia, como Florencia, que eran ilustres por tantas cosas pero todas ellas representativas del mismo espíritu. Porque esta concepción del hombre de Petrarca era al fin de cuentas la de Piero de la Francesca o la de Botticelli. Es decir: había una recuperación del mundo de lo profano, que era una recuperación de la naturaleza, que ya empieza a filtrarse a través del paisaje que Leonardo empieza a poner como fondo para sus cuadros y que después del siglo XVI será el fondo natural de toda pintura. Esto es una recuperación de la naturaleza; esta recuperación de la naturaleza alude a esta concepción terrenal, y el humanismo alude a esto, a la necesidad de recuperar al hombre para lo que considera su naturaleza terrena, que podrá ser todo o una parte – cada uno le adscribe una cierta proporción de diabólico y de angélico al hombre – pero lo cierto es que empieza a afirmarse una nueva actitud del individuo frente a la realidad y una nueva imagen del hombre. Ha habido una nueva experiencia de la vida que es la experiencia burguesa, y ha habido una intuición de que el hombre es otra cosa, que es la que formula Abelardo o la que formula Petrarca. Y luego hay una especie de hipótesis de trabajo acerca de cómo es el hombre y es la que han formulado los grandes humanistas del XVI: la ha formulado Erasmo de Rotterdam, la ha formulado Tomás Moro, la ha formulado Vives, y a partir de ese instante ha quedado formada una imagen, ha quedado formado un esquema de cómo es el hombre.
Esa imagen ha servido, repito, como hipótesis de trabajo; para llenar esa imagen de contenido ha trabajado todo el pensamiento moderno. Para llenar esa imagen de contenido se ha puesto Berkeley y se ha puesto Locke, a tratar de ver que cosa es eso que llamaban el entendimiento humano, cuál es el mecanismo del conocimiento, qué cosa es el espíritu, ese de quien alguien dice que es una tabla rasa; cómo conoce; qué clase de ser es este que llamamos el hombre, del que se creía conocer todo, del que San Bernardo creía conocer todo y que de pronto resulta que es posible conocer de más de una manera. Y toda esa línea del humanismo burgués lo conoce de una manera y trata de conocerlo cada vez mejor, y trata de poner al servicio de esta intuición de cómo es el hombre todo el campo del conocimiento posible. Los filósofos escrutan la psicología, preferentemente los empiristas, y Descartes se pone a pensar acerca de cuál es la manera típica de funcionar la mente humana y de qué relaciones hay entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva. ¿Qué es lo que quiere hacer toda la filosofía moderna sino darle a esta intuición de lo que es el hombre, que había formulado el humanismo, un contenido que hoy llamaríamos científico?
Eso es lo que quisieron hacer Descartes, Spinoza, Berkeley, Leibnitz, Locke y Hume y esto es lo que quiso hacer Kant, quien finalmente dio una fórmula a la que se había vuelto alguna vez, y la dijo categórica y simplemente: “el hombre es un fin en sí mismo”. Y una vez que lo hubo dicho, y una vez que hubo expresado todas las relaciones que tuvo la conducta con este problema, y una vez que analizó todas las implicaciones que tiene el problema del conocimiento, y una vez que dijo que si el hombre no ponía unos “a priori” y las categorías no había modo de que el mundo existiera. Una vez que hubo dicho todo eso quedó afirmada una idea del hombre que había sido intuida en el siglo XVI pero que sin Locke, sin Berkeley, sin Hume, sin Descartes ni Spinoza, sin Leibnitz y sin Kant no hubiera sido sino la vaga imagen que era en el siglo XVI. Y ahora ya no es la vaga imagen: ahora es algo claro, es algo preciso y, cosa curiosa en el siglo XVIII, es algo en que todo el mundo cree. Tanto cree todo el mundo que, a mediados del siglo XVIII se puede escribir la Enciclopedia, donde todas estas cosas se ponen tan en orden, que hasta se pueden ubicar por orden alfabético. Hasta tal punto existe la convicción de que constituye un mundo de conocimiento perfectamente ordenado, perfectamente homogéneo, perfectamente armonioso.
Y todo esto supone una idea del hombre; esta idea del hombre es la de la experiencia burguesa, es la de la intuición de Abelardo y de Petrarca, es la de la percepción de los humanistas del XVI que hemos llamado una hipótesis de trabajo que todo el pensamiento moderno va a contribuir a completar.
Es inseparable la imagen de los humanistas de lo que en el siglo XVII y XVIII constituyen las ciencias del hombre ¿O es que acaso Descartes no hacía psicología a su modo? ¿O es que acaso alguien puede dudar de lo que Locke hacía fundamentalmente era psicología?
Eran ciencias del hombre que no trabajaban en el vacío sino para nutrir una imagen del hombre, una imagen que había – vuelvo a repetir – nacido de una experiencia espontánea y que había comenzado a buscar su forma, y una vez que hubo buscado una primera forma buscó luego el contenido preciso y riguroso que le daba el conocimiento científico.
Y así se formuló esta concepción humanística. Que era humanística no en la medida en que asumía la defensa del hombre – entiéndase bien – sino la defensa de una concepción del hombre. Esta es la defensa de la concepción del hombre moderna. Esto hizo la actitud humanística tal como se elabora en plena Edad Media, se presenta brillantemente y por encima de la ciencia en el siglo XVI, y se nutre, se alimenta, se elabora y se purifica en el curso de los siglos de la Edad Moderna.
Esta imagen es la que hoy se nos aparece como la imagen propia de los humanistas. Y la actitud humanística es la defensa de esta imagen. Es lógico que si dudamos que esta imagen del hombre siga en pie parezca ilegítimo mantener esta actitud humanista. Pero si la actitud humanista es la defensa de una concepción del hombre, cualquiera que ella fuera; si la actitud humanista es la defensa de una concepción del hombre, pues habrá que preguntarse si toda esta inquietud contemporánea acerca de qué cosa es el humanismo no supone la necesidad de defender otra concepción del hombre. Habría que ver si no estamos en presencia de una crisis, como la crisis de la que se suscitó aquella inquietud. Y habría que ver si en esta crisis no aparece quien está haciendo experiencias de otra clase y si no está apareciendo quien tenga intuiciones de otro tipo, y si no se están formulando hipótesis de trabajo diferentes acerca de que cosa es el hombre, que pueden estar en la pura experiencia de algunos, o puede estar en el pensamiento de los existencialistas, o puede estar en la experiencia de los filósofos católicos o de los filósofos marxistas. Puede estar escondida en cualquiera de esas cosas, o bien puede estar escondida en la pintura no figurativa que al fin de cuentas parece ser un tipo particular de escapatoria o un tipo particular de catarsis. Si se halla escondida en todo eso habrá que ver si se ha formulado, si está por formularse una nueva hipótesis de trabajo acerca de lo que es el hombre, y habrá que preguntarse, en consecuencia, si esa hipótesis puede ser o no servida por lo que hoy son las ciencias del hombre. Y habrá que preguntarse si la psicología contemporánea está sirviendo a la definición final de lo que el hombre es, como Locke servía a la pre imagen que tenía Erasmo. Y habrá que preguntarse si la psicología social o la sociología o la antropología están hoy sirviendo a esta prefiguración del hombre que no podemos darnos cuenta de dónde está pero que todos los signos parecen revelarnos que está en alguna parte. Averiguar dónde está dentro de las miserables posibilidades que tiene un ser humano es lo que vamos a tratar de hacer en la clase próxima.