Examen del siglo XX. 1960

Clase 1: El mundo de preguerra: la sociedad 

Clase 2: El mundo de preguerra: economía, política y guerra

Clase 3:  El mundo de la entreguerra: economía, sociedad e ideales

Clase 4: El mundo de la entreguerra:: política e ideologías

Clase 5: La Segunda Guerra Mundial y la posguerra

Clase 6: Cambios técnicos y sociales y nuevas actitudes

Clase 7: La  emergencia del mundo colonial


Clase 1
El mundo de preguerra: la sociedad

(Nota del Editor: Falta el comienzo)

El mundo occidental ha optado desde fines del siglo XVIII por la civilización industrial; pero su influencia es de una importancia tan extraordinaria que al cabo de algún tiempo, digamos un siglo o más de un siglo, este mundo de la civilización industrial no sólo ha influido decisivamente sobre el resto del mundo sino que está forzando intensamente al resto del mundo a ajustarse a las  peculiaridades del mundo industrial.

Allí donde se opera este proceso de la industrialización, y lo que es más importante, este pasaje a formas de vida propias y específicas de un mundo industrial, la vida social va tomando ciertos caracteres que constituyen una alteración de los términos que eran tradicionales, y que convenimos en designar como sociedad de masas.

Esto es lo que caracteriza este período en lo fundamental. Pero un intento de aproximar el lente un poco más a esta realidad debe llevarnos a una explicación un poco más detallada de cuáles son los caracteres de esta sociedad de masas en un mundo industrializado; aunque hay que entender que no está todo industrializado con la misma intensidad, sino que hay zonas muy industrializadas y zonas que sufren la influencia de estas otras zonas muy industrializadas.

En lo fundamental, este mundo de la entreguerra se agrupa fundamentalmente en tres grandes núcleos. Uno es la Europa occidental: es la Europa que ha hecho la guerra, que se ha desenvuelto en el territorio metropolitano y en los territorios coloniales pero ha afectado de una manera fundamental la zona metropolitana por innumerables circunstancias. Es la Europa que ha sufrido los impactos de la guerra, mucho más que los Estados Unidos, mucho más que la Unión Soviética, donde el proceso ha entrado por otro cauce, y más que en las zonas coloniales, en donde las alteraciones producidas por el hecho mismo de la guerra no han sido demasiado importantes.

El otro núcleo es el de las áreas imperiales, donde este fenómeno que ha sobrevenido en las metrópolis opera de una manera singular, creando paso a paso estos fenómenos trascendentales, que habrán de tener desarrollo en los decenios subsiguientes pero que empiezan a elaborarse aquí, en este clima de disgregación que es característico del mundo de la entreguerra.

El tercer núcleo es el de los países que operan una aceleración en su proceso de industrialización, en su proceso económico y en consecuencia en su proceso social. Son los Estados Unidos, la Unión Soviética y el Japón. Estos tres países operan un fenómeno de otro estilo, que hay que estudiar por separado.

Y quedarían por indicar algunos países o algunas regiones que tienen ciertas peculiaridades que no son importantes durante este período y que apenas mencionaremos, nada más que para dar idea de cómo se han mantenido en una situación marginal en esta aceleración del proceso de cambio, que se da en cambio en estos tres núcleos.

Europa occidental:  retracción de las clases medias

El caso de la Europa occidental es el más notorio: son los países que nos son más familiares y son además aquellos que nos proporcionan mayor número de testimonio de diversa clase; son aquellos cuyas noticias entendemos mejor. Debido a eso, innumerable cantidad de fenómenos que han ocurrido en la Europa occidental los tomamos por fenómenos universales, cosa que no es exacta, y que en cierto modo, en el caso muy particular de este extremo de la América del Sur, opera una distorsión en la apreciación de los fenómenos sociales.

Aquí donde estamos en mejores condiciones para conocer, en este ámbito de la Europa occidental, hay un primer fenómeno que es visible, que afecta a las clases medias. Esas clases medias eran, desde la Revolución Francesa, los sectores sociales que habían dado el tono a la vida europea. No en balde se puede escribir, por ejemplo, la novela francesa del siglo XIX: podemos pensar en Balzac, en Stendhal, o en Zola o en Claudel, o en cualquiera de ellos, y descubrimos que es fundamentalmente la novela burguesa. Si pensamos en la plástica, descubrimos que es una plástica burguesa. Esta clase media le había dado el tono a la vida del occidente europeo en el siglo XIX. He citado unos cuantos autores franceses; bastaría agregar el nombre de Thackeray, el nombre de Dickens, para que nos demos cuenta de hasta qué punto este fenómeno es general.

Estas clases medias que habían dado el tono a la vida europea del siglo XIX son las que acusan de manera más rápida y más intensa el proceso de cambio que se opera después de la Primera Guerra Mundial. Aquí asistimos a una declinación rápida, que se transforma visiblemente en una especie de disminución económica, en una fuerte tendencia hacia una medianía cada vez más limitada; una baja de ingresos en relación con las exigencias sociales; pequeñas dificultades prácticas para mantener el estándar de vida tradicional.

Ese fenómeno es sumamente característico y se complica con la atmósfera de esta situación de disminución económica que se produce en las clases medias. Hay una especie de desaparición de los estímulos tradicionales, hay cierta falta de apoyo colectivo como si fuera un sector social en disgregación. Es decir como si fuera un sector que, habiendo sido el que había dado el tono a la vida europea del siglo XIX, comienza ahora a tener conciencia de que empieza a ubicarse en una posición eminentemente marginal.

Hay una pérdida de confianza en los ideales, en las formas de vida, y en cuanto se produce el conflicto, aparece todo este fenómeno que observa el médico y el abogado, el ingeniero, el funcionario y el militar; todo este fenómeno de desplazamiento progresivo en el orden económico, al compás de un mantenimiento beligerantemente polémico de ciertas aspiraciones, para no mostrar públicamente el descenso de clase. Al mismo tiempo que se produce esto, se produce una crisis sumamente importante, en el conjunto de las ideas morales y sociales que alimentaban a esta clase media, signo de la cual son los conflictos generacionales, que van a ser quizá la tónica más singular del período.

Conflictos entre padres e hijos: gran tema de la literatura, tema del teatro, tema de la experiencia corriente de cualquiera. Descubre que estas promociones nuevas empiezan a madurar. Después de la Primera Guerra Mundial aspiran a un tipo de vida y colocan sus objetivos en ciertos puntos que resultan totalmente inaceptables para las generaciones de sus mayores, adheridos a las formas tradicionales de vida de las clases medias.

Es el momento en que aparece el ideal de la vampiresa en el cine, o el ideal de la flapper, ese tipo femenino que corresponde a una etapa más en la emancipación de la mujer. Este fenómeno es corrosivo con respecto a las ideas tradicionales, y se advierte que esta forma de vida en las muchachas se corresponde con un nuevo tipo de vida masculina también en las generaciones jóvenes. Lo que está probando es lo que llamaríamos la crisis o la disgregación del conjunto de los estambres sobre los cuales se tejía la estructura de la clase media en la Europa occidental.

La guerra obligó a ciertos cambios en las formas de vida, que se transformaron en irreversibles; alteró cierto sistema de ideas morales, destruyó ciertos prejuicios. Las nuevas generaciones contribuyeron a debilitar la posición de la clase media, que con haber visto disminuidas sus posibilidades económicas, veía ahora disminuido el alcance, el relieve, la significación de todo el sistema de ideas que se le servía de bandera, o, más exactamente, que le servía de sostén.

Europa occidental:  emergencia de las masas

Simultáneamente con este proceso ocurre un proceso inverso en lo que llamaríamos las masas, vastas multitudes que no eran demográficamente nuevas, que eran las mismas personas y en el mismo número que en 1913 llenaban las fábricas y colmaban las ciudades, y eran la misma gente que se juntaba los domingos en Trafalgar Square o en los boulevards. Ese mismo tipo de gente empieza a aglutinarse de otra manera y empieza a ofrecer el espectáculo de lo que se van a llamar las masas; es decir, constituyen de allí en adelante un tipo de grupo social que en el momento en que se reúne esporádicamente, a veces premeditadamente, revela una actitud nueva.

Es una actitud social, y es también una actitud cultural en el sentido más amplio de la palabra. ¿Cómo podríamos definir esa posición? Lo que ha ocurrido en este sector social es que sus integrantes han adquirido una conciencia situacional. Se trata de grupos que antes de las experiencias de la guerra, de las experiencias de los primeros tiempos de la posguerra, ya habían llegado a la conclusión evidente de que unidos constituían un sector con perspectivas. Ahora se ha descubierto, y empieza a descubrirse pronto, que aunque no sea nada más que por razones numéricas, tiene perspectivas, tiene posibilidades; así como las clases medias empiezan a descubrir que sus objetivos son los objetivos para el futuro. 

Esto no está bien claro, pero hay algunos elementos que nos permiten decir que se hace patente esta conciencia situacional, en virtud de la cual adquieren la noción clara de cuál es su posición en el juego de las fuerzas que intervienen en la colectividad. Se advierte que comienzan a aparecer los signos de que estas masas tienen apetitos nuevos, de bienes y de gozo, que corresponden a cosas, a sectores que antes le estaban vedados. Es posible que a partir de esta situación, o aún más que antes, le estén igualmente vedados en la realidad, pero el fenómeno psicológico consiste en que ha desaparecido el sentimiento de que estos goces y estos bienes le estaban legítimamente vedados. Ahora es posible que este hombre que compone este nuevo sector no tenga los medios para adquirir esos bienes o para disfrutar de esos goces, pero ha perdido la idea de que esto no le era debido; ha adquirido por el contrario la idea de que le es debido y en consecuencia el que no pueda comprarlo o no pueda gozarlo significa una fuerza de reserva, una fuerza potencial que acumula, y que cada cierto tiempo explota. 

Hay además nuevos mecanismos que empiezan a advertirse para hacer gravitar la fuerza del número. En la vida de las colectividades de entreguerra se advierte la presión del número, a través de las organizaciones sistemáticas regulares, como la de los sindicatos; pero también a través de los movimientos esporádicos y no previstos en donde el número constituye una fuerza. Y también empiezan a pesar como opinión pública.

La opinión pública hasta el siglo XIX había estado constituida por pequeños grupos preferentemente de clase media, y ahora se descubre de pronto que hay la posibilidad de crear y de aprovechar la opinión de las grandes masas. No solo el periódico, que es la invención del siglo XIX, crece y aumenta sus posibilidades, sino que aparece la radio, un instrumento destinado a tener una influencia sensacional. No sólo en lo que se ha llamado la política de masas -es evidentemente que Mussolini es inseparable de la radio y que Hitler es inseparable de la radio-, sino también en lo que significa como instrumento para crear la opinión pública. Es decir como instrumento para conseguir que circule entre las masas algo que es como una idea, como una aspiración, como un sentimiento, que un día se transforma en una consigna, y esto un día se polariza como un movimiento eléctrico y se lanza en persecución del cumplimiento de esa consigna. Son pues sectores históricamente considerados sectores en ascenso. No importa que los salarios no aumenten como corresponde en relación con los niveles de vida; no importa que las organizaciones sistemáticas del tipo de los sindicatos se vean dificultadas; esto es nada más que ocasional.

Hay en este sector una singularidad, un rasgo que se advierte rápidamente cuando se observa la sociedad europea de la entreguerra: su fuerza potencial, cuyo ejercicio fue lo que llamó precozmente la atención de los sociólogos, bajo el lema de la rebelión. Fue la que se nota en una cancha de fútbol, o en cualquier manifestación multitudinaria, o como señalaba Ortega y Gasset en las “colas”, ese fenómeno típico de entreguerra, surgido no de disminución en el número de los bienes sino del inesperado crecimiento en el número de los que aspiran a consumirlos. 

Ese fenómeno constituye el signo de que, satisfecha o no satisfecha esa necesidad, posibilitada o no posibilitada la experiencia del ascenso real de clase o de grupo dentro de la clase, en cualquier caso el conjunto tiene un signo positivo. Es cada vez más un elemento activo. Como conjunto sabe más lo que quiere que cualquier otro conjunto.. Cada uno de los miembros de este sector tiene una serie de razones concretas para tener una especie de vaga euforia, de vago optimismo, que los mueve a veces hacia el sacrificio, sabiendo que posee una fuerza. Y puesto que está vacante, toda la política de la entreguerra debía dedicarse a obtener el apoyo de esa nueva fuerza, mucho más poderosa que la que constituía la base tradicional de los elementos políticos en el siglo XIX.

El mundo colonial: los movimientos nacionales

En relación con este cuadro de la Europa occidental, el cuadro del mundo colonial entraña también una sorpresa notable aunque allí el fenómeno es mucho más lento por el tipo de autoridad proconsular, dictatorial, que ejercen las potencias imperiales, y por el divorcio entre las minorías coloniales y los grandes grupos nativos en las distintas áreas del imperio. Este fenómeno toma aspectos muy particulares; es mucho más fácil sublevarse en las calles de París, o de Milán, o de Berlín, o de Manchester, que sublevarse en Nueva Delhi; allí el fenómeno toma otro aspecto de una manera automática e inmediata. 

Sin embargo empieza a observarse en todas partes durante este mismo momento, y muy en relación con la movilización de los ejércitos coloniales -que yo ya recordé la clase pasada-, que es un vasto movimiento. No es un movimiento de masas en el sentido discriminatorio con que hemos usado con esta palabra cuando nos hemos referido a la Europa occidental. Es de masas, quizá, pero no de masas en el sentido social, porque incluye en un mismo sentimiento de rebelión, de afirmación nacional, a los sectores que llamaríamos masa en la Europa occidental, y a los sectores que tendríamos que llamar clases medias.

Esta es una de las enormes fuerzas de los movimientos nacionalistas que se dan en las áreas coloniales. Son movimientos aglutinantes, no tienden a crear distingos entre los distintos sectores sociales, en los que por el contrario sitúan por encima de las diferencias sociales ciertos objetivos fundamentales. La discriminación se hará después, y este es un fenómeno propio más bien de la segunda posguerra, y en cierto modo está comenzando a aparecer en nuestro tiempo.

En esta área de la Europa occidental y de un contorno imperial, el fenómeno se da pues de esta manera: una diversificación de la situación de clases medias y masas en la Europa occidental, una aglutinación de clases medias y masas en el orden de las consignas nacionalistas en el área colonial.

Tres casos excepcionales: Estados Unidos, Rusia y Japón

Pero el fenómeno se da con caracteres radicalmente diferentes en estos tres países a los que me referí en el último terminó al hacer el primer enunciado de este tema: en los Estados Unidos, en Rusia y en Japón. Aquí asistimos a un fenómeno de otro estilo, radicalmente diferente: un rapidísimo incremento del desarrollo técnico y un rapidísimo incremento de la masificación. Si un fenómeno de masificación se constituye aceleradamente y ante los ojos del espectador .es decir dentro de los de la misma generación- es en estos países. 

¿En qué consiste esa masificación? Fundamentalmente en que, por un proceso muy singular, el abismo que separaba a las clases media de las clases asalariadas empieza a desaparecer. Esto es diferente de lo que ocurre en Europa occidental, en donde las clases medias se retraen en una pudorosa actitud destinada a demostrar sus buenos orígenes, y destinada a conservar sus hábitos tradicionales a pesar de que toda la organización de la vida económica conspira contra esos hábitos.

A diferencia de esto, en estos países de tecnificación acelerada y de trastornos sociales y económicos intensos se produce un fenómeno de asimilación. Las clases medias descienden rápidamente; pero cuando descienden, lo hacen con mucho menos afán de perpetuar el conjunto de ideas y tradiciones que era característico de su estatus 30 o 40 años antes, y más bien deciden liquidar esa tradición y entregarse a las nuevas formas de vida. 

Son formas de vida determinadas directamente por las formas de la producción. Ahora se almuerza y se cena de otra manera. La organización del lunch tiene caracteres singulares a los que hay que atenerse: esto es lo que permite el horario de las fábricas, lo que permite el salario, lo que obliga la forma industrial de preparación de los alimentos. Esto condiciona los hábitos: hace que en el hospital o en la fábrica se supriman los dos comedores, el de los funcionarios y el de los obreros y se termina por tener un solo. Y esto ocurre durante este período en la Unión Soviética y en los Estados Unidos exactamente de la misma manera, creándose una serie de circunstancias análogas. El mismo abandono de prejuicios; la misma postergación de la idea de tipo tradicional, que algunas veces se niega, otras veces no se niega, pero que en todo caso se posterga frente a las necesidad de adecuarse a condiciones reales inmediatas.

Por otra parte, hay elementos que tienden a crear este tipo de masificación a su manera. Uno de ellos es la radio, como en el caso de Europa occidental a que yo me referí. Otro, de una influencia extraordinaria, es el cine. Se trata de medios por los cuales se llega a las multitudes y que tienden a homologar principios, costumbres, hábitos de los que se puede decir que son propios de la colectividad. De Estados Unidos se puede decir que es lo propio del American way of life; de la Unión Soviética se dirá seguramente que es lo que constituye lo propio del mundo comunista. Pero lo concreto es que hay una serie de formas de vidas que están dependiendo directamente de esta acelerada transformación de la técnica, que crea aceleradamente un nuevo tipo de organización industrial y una nueva forma de vida adecuada a esta organización industrial.

Percepción del cambio

Naturalmente, se da en estos países la aparición de movimientos disidentes. Como por distintas circunstancias, en estos países se producen fenómenos literarios y artísticos que han sido bien conocidos en el exterior, se tiene cierta tendencia a suponer que ciertas manifestaciones de tipo literario, de tipo artístico en general, expresan una opinión común o reflejan la forma de vida general.

Es muy frecuente que este tipo de expresión literaria o artística que es de minoría, corresponda a típicas disidencias, porque el otro gran fenómeno que acompaña a esta sinuosidad que se da en la estratificación social, a estas alteraciones de esta situación que se da tanto en la Europa occidental como en las áreas coloniales, como este conjunto de potencias de extenso desarrollo industrial, es que naturalmente se acompañan con movimiento de disidencia bastante acentuados. En cualquiera de estos países, digamos en Francia o en Estados Unidos o en la Unión Soviética o en la India -representantes de los distintos sectores a que me he referido-, el cambio en la actitud psicológica, en la actitud social y en la actitud ideológica de los grupos sociales es algo que ha sido percibido en el área temporal de una generación. 

Esto tiene una importancia enorme. Los cambios socioculturales tienen una importancia mucho mayor cuando son percibidos en el tiempo de una generación que cuando se perciben en un plazo más largo, por la sencilla razón de que cuando se perciben el tiempo de una generación el espectador multiplica la fuerza del cambio adhiriéndose a él u oponiéndose a él. Porque al percibirlo reacciona vitalmente de tal manera que se acentúan las tensiones internas, las disidencias, y el cambio se transforma en el tema fundamental de la reflexión sistemática, e inclusive se transforma en el alimento de toda la creación.

Esto es una cosa bastante curiosa. Se ha dado en otras circunstancias, pero se da en este cambio que tenemos por delante de una manera mucho más acentuada. En buena parte porque la magnitud del cambio es más profunda, pero sobre todo porque el cambio se está dando ante los ojos de un espectador que puede establecer los distintos hitos e inclusive prever a su modo cual es el alcance que cree que debe tener y cuál es el sentido en el que él debe operar frente a ese cambio.

El fenómeno concomitante -para usar un término de la jerga psicológica-, de este cambio sociocultural es la aparición, en el orden de la literatura, de lo que se ha llamado el roman fleuve, la “novela río”. Se trata de un tipo de producción literaria de vasto alcance. Casos típicos son Los Thibaut de Roger Martin du Gard, o Los hombres de buena voluntad de Jules Romain; un tipo en pequeña escala es Los Buddenbrock, de Thomas Mann. Es un tipo de obra bastante sorprendente, que retoma el planteo de La Comedia Humana de Balzac. Movida en buena parte por este mismo móvil psicológico, la novela río se empeña en mostrarle al lector cómo, dentro de una misma situación social, familiar, psicológica, sentimental, una familia vista en tres generaciones ha habido que reaccionar de maneras diferentes frente a dos, tres, cuatro, cinco etapas del cambio.

Ese tipo de literatura es muy significativo de lo que podríamos llamar el  impacto profundo que el cambio hace en el espectador y la necesidad que empieza a tener de ubicarse alrededor de estos dos grandes problemas. Primero, cuál es el sentido del cambio, objetivamente considerado, y segundo, cuál es el sentido que yo deseo que el cambio tome y en consecuencia cómo debo operar en el cambio, qué partido debo tomar para contribuir a que marche en un sentido o que marche en otro; o finalmente a resistirme al cambio, que es la otra actitud posible.

De este cuadro de lo que podríamos llamar las formas sobresalientes de la sociedad de la entreguerra, quizá ninguna figura sea tan representativa como la de Paul Valéry, que escribió por esos años aquel famoso ensayo que título La crisis del espíritu. Señaló, en cierto modo con carácter premonitorio, lo que él llamó la crisis de Europa, es decir la entrega final de lo que Europa había considerado hasta entonces su monopolio, que era el control de la civilización industrial y de la cultura.

Esa crisis no tuvo los mismos caracteres en otra parte. A esta posición escéptica respecto de las masas -que seguramente buscaban el olvido de su situación en ciertas fusiones de tipo multitudinario-; a estas filosofías minoritarias individualistas o personalistas como empezó a decirse, se respondía desde la Unión Soviética con una afirmación estruendosa del materialismo histórico, y desde respondían los Estados Unidos con una afirmación del pragmatismo en la línea de John Dewey. No es la única filosofía, pero el caso es que Europa seguía gravitando inmensamente sobre el mundo, y durante todo este período en que Europa sufría, su prestigio cultural fue sumamente intenso en todas partes.

Hubo pues tres crisis: una crisis económica, una crisis en la estructura social, una crisis en el sistema de las grandes ideas. Era lo menos que podía ocurrir después de un colapso tan grave como el que se había producido entre 1914 y 1919. Pero no nos engañemos, esta crisis no es el resultado de la guerra sino en la medida en que pueden elaborarse dos procesos inmediatos. Esta crisis estaba implícita en la preguerra; esta crisis estaba implícita lo que llamaríamos la crisis de la civilización industrial, que naturalmente incubaba la sociedad de masas. La guerra permitió la explosión de esta nueva organización y de este nuevo tipo de vida. Todo el período de entreguerra es, podríamos decir, el ensayo general de una sociedad industrial, de una sociedad de masas. Sobre estos caracteres en otros aspectos de esta sociedad, seguiremos en las próximas clases.


Clase 2
El mundo de preguerra: política, economía y guerra

Concluimos nuestra última clase caracterizando lo que llamábamos las grandes corrientes de ideas que se habían desarrollado en el mundo de preguerra y que analizamos especialmente en cuanto significaban una contraposición de dos actitudes frente a la realidad. Sobre esta idea quisiera volver, porque quizá el rasgo más significativo de la situación social y cultural del mundo de preguerra sea este conflicto entre dos actitudes, de muy distinta densidad: una de ellas constituía una actitud tradicional y la otra constituía una insurgencia contra esa actitud tradicional.

Conformismo y disconformismo

Señalé, hablando del pensamiento filosófico, como subsistía la tradición positivista y cientificista, hasta tal punto de transformarse algunos autores -el caso típico es Spencer- en una lectura obligada, normal, de quién quisiera tener una imagen de lo que algunos sectores consideraban el pensamiento vigente. Ese positivismo y ese cientificismo influían todavía de una manera fundamental en la ordenación de las actitudes frente a la realidad. Inspiraban el movimiento científico y técnico e inspiraban además una política, que hemos llamado la política colonialista, en virtud de la cual el mundo de la época tenía esa fisonomía político geográfica que traté de describir en la clase anterior.

Esta concepción positivista y cientificista era la que justificaba la conquista del mundo, para abrirlo a lo que se llamaba la civilización: esto es la manera de vivir propia del mundo occidental. Recordé la frase de Rudyard Kipling que, definiendo la actitud y la posición de los países europeos frente al mundo colonial, hablaba de “la carga del hombre blanco”, es decir el deber que tenía el hombre blanco de llevar lo que consideraba la civilización universal, que no estaba limitada a su patria de origen, al mundo entero suponiendo que el progreso equivalía a occidentalización.

De modo que un hecho significativo de este período, el fenómeno del colonialismo,  tenía una justificación, vigorosa y suficiente como para que pudiera inclusive usarse las armas para mantener bajo la jurisdicción de los países imperiales al mundo colonial. Es época de grandes insurrecciones coloniales, o  de grandes movimientos de oposición. Ya para esa época hay en África del Sur o en la India movimientos que niegan la legitimidad de la colonización. Pero el hombre blanco se sentía totalmente justificado en la medida en que occidentalizar era la manera de conducir a países que consideraba de tipo primitivo a los estadios superiores de la cultura.

Destaco esta idea porque quizá una de las cosas que caracterizan el proceso del siglo XX sea el progresivo abandono de la idea de la legitimidad del colonialismo, algo que antes de la guerra tenía plena vigencia. Señalaba yo que en relación con esta filosofía predominante la del positivismo y la del cientificismo, en esos dos decenios anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial comenzaron a aparecer estas actitudes filosóficas de fundamento religioso en cierto sentido, que nos advierten acerca de cierta irrupción de la irracionalidad.

Señalaba yo que estas filosofías, que luego prosperaron y se difundieron y parecieron características de la época de la entreguerra, es decir de la época posterior a la Primera Guerra Mundial, son en realidad un fruto de esta situación social y cultural propia de la época de preguerra. De esa época de preguerra es la aparición de S. Kierkegaard; de la época de preguerra es la difusión del pensamiento de Nietzsche, del neo idealismo, de H. Bergson, de B. Croce, de filosofías que estaban apuntando la aparición de lo que bien podemos llamar en el orden de las ideas un disconformismo.

Es característico del período de preguerra esta coexistencia de un conformismo en relación con las actitudes tradicionales y un disconformismo en relación con ellas y apuntando hacia nuevas formas de vida. No había todavía ideas claras, pero estaban empezando a aparecer en el seno de grupos minoritarios. Son esas actitudes las que irrumpirán de manera enérgica después de la Primera Guerra Mundial; y así como encontramos los signos de ese disconformismo en el ámbito del pensamiento filosófico, lo encontramos no menos claramente en el ámbito de la creación.

Señalé la significación inmensa que tiene la aparición de las nuevas escuelas plásticas en este período de preguerra, desde el famoso futurismo de Marinetti, hasta las formas más evolucionadas y más sutiles: el movimiento cubista, el movimiento Fauve, el llamado movimiento modernista, que representaban una renovación sustancial en la concepción del espacio y en la concepción de las formas, un fenómeno de sensibilidad que no podía ser ajeno a cierta crisis fundamental en cuanto a la actitud frente a la realidad. Y no menos evidente es lo que aparece en el campo de la literatura, donde todos los movimientos disconformistas, que eran de vasta tradición por cierto, que podrían buscar sus raíces en Baudelaire, empiezan a aparecer de una manera vigorosa en figuras bien conocidas como Rainer María Rilke, como el propio Valéry, en figuras típicas luego de la Primera Guerra, como Ezra Pound, el poeta norteamericano, o el de T.S. Eliot, el poeta británico. Se advierten también en la creación novelística, donde empiezan a deshacerse las viejas y tradicionales formas del naturalismo para buscar nuevas actitudes estéticas. Si insisto en esto, es porque este tipo de disconformismo debe servirnos como pauta para caracterizar este juego de conformismo y disconformismo, que en este momento -como en tantos otros momentos de la historia- es el signo más acabado que predice la crisis.

Conformismo y disconformismo empiezan a aparecer también en cuanto a la interpretación de la sociedad. Sin duda alguna la actitud de lo que en la preguerra se llama la belle époque corresponde a la actitud de cierta burguesía satisfecha, de ciertas clases medias que habían encontrado en el desarrollo propio de su época y especialmente en las grandes ciudades, un tipo de vida, una situación colectiva que parecía suficientemente estable como para dar la impresión de que el progreso, esto es el desarrollo técnico aplicado a las formas de vida, había alcanzado un nivel que aseguraba la felicidad. En última instancia esta filosofía se caracterizaba por un vago hedonismo, y constituía una proyección del pensamiento dieciochesco, del pensamiento de la Ilustración; durante la segunda mitad del siglo XIX se había reforzado en la medida en que el desarrollo técnico se había incrementado.

Este tipo de pensamiento encuentra su hogar en ciertas clases medias que se beneficiaron de este estado colectivo general; diríamos que constituyen el grupo que salió mejor parado en la nueva distribución de las riquezas que fue característica en el período posterior a la segunda revolución industrial. A estos sectores correspondió naturalmente una actitud conformista en el orden social. Sería obvio enunciar las grandes figuras del conformismo, porque el conformismo no requería una actitud militante y no dio lugar tampoco a la aparición de figuras singularizadas que defendieran el régimen tradicional. Era todo lo que en la sociedad de preguerra había de estable, todo lo que había de tradicional, lo que defendía las concepciones tradicionales encontrándolas justas y considerando que no había ninguna necesidad de introducir en ellas cambio alguno.

Disconformismo social y político

Pero al lado de este conformismo, como al lado del conformismo filosófico, del tradicionalismo filosófico, del tradicionalismo estético, ha comenzado a aparecer un disconformismo que también tenía ya alguna tradición. En algunos casos se trataba de ideas que tenían un siglo de existencia, pero que en este momento comienzan a tener una pujanza verdaderamente notable. Se podría poner como ejemplo significativo la publicación en Inglaterra a fines del siglo pasado de dos utopías, dos obras que representaban una declaración de guerra al orden tradicional. Se las llama utopía porque, retomando el esquema de pensamiento propio de Platón y de Tomás Moro, recogen la manera de pensar y de interpretar el mundo que había sido característico de los filósofos sociales de la época romántica, de Saint Simon, de Fourier.

Sus autores son dos novelistas ingleses, Samuel Butler y William Morris. William Morris escribió Noticias de ninguna parte y Samuel Butler Erwon. Son libros muy característicos porque eran hombres que provenían de los estratos más cultos de la vida alta burguesía inglesa, que trataron de descubrir, por el camino de la sensibilidad, la existencia de ciertos mecanismos que a primera vista ya no funcionaban bien en la sociedad. Este es el papel de estas utopías, como lo fue el de la de Tomás Moro, o el de la República de Platón. Fue la identificación pública de que determinados mecanismos con respecto a los cuales la opinión media parecía no encontrar falla alguna aparecía ahora en cambio viciando el sistema, mostrando una debilidad, descubriendo algo que en algún momento se preveía que iba a concluir en una desarmonía.

Este tipo de pensamiento que exponen estos dos escritores ingleses había de tener una gran repercusión en Inglaterra en los últimos tiempos del siglo XIX y en los primeros tiempos de este (el XX). Bernard Shaw fue siempre un disconformista. No comenzó su carrera de escritor como un simple autor de obras de teatro que trataba de entretener a su público ni como un escritor que buscaba exclusivamente realizaciones de tipo estético. Se trataba de un militante, de un hombre cuyo teatro estuvo puesto al servicio, no tanto de una idea, no tanto de un sistema de soluciones, sino sobre todo al servicio del análisis de la realidad de su tiempo. Y lo hizo no sólo en forma extraordinariamente aguda, sino de una manera extraordinariamente eficaz. Además de escribir para el teatro, acaso sea uno de los más típicos representantes de lo que se había llamado literatura de denuncia. Además de denunciar lo que veía a su alrededor y todo el conjunto de convencionalismos,  que consideraba ya irremisiblemente condenados, se empeñó en la acción y contribuyó con Sidney Webb a fundar lo que se llamó la Sociedad Fabiana, un movimiento que empezó a tener color político y a ofrecer soluciones en relación con las actitudes políticas que por ese momento mostraba todo el disconformismo en el resto del mundo.

En el orden social, el disconformismo del resto del mundo tuvo matices  distintos. Uno era el disconformismo de los que se sublevaron contra Inglaterra y que llevaron la lucha contra el Imperio británico con violencia, a partir del momento en que el Imperio Británico empezó a cerrar su política imperialista por inspiración especialmente de Joseph Chamberlain y del famoso Cecil Rhodes. A partir de ese momento hay una inquietud colonial en África del Sur, en la India. El movimiento que Gandhi lleva hasta sus últimas consecuencias empieza por entonces, y Gandhi mismo había estado en África del Sur. Este disconformismo tiene un cierto tono, ciertos caracteres que se derivan de la situación de dependencia política y de la opresión en que se sentían ciertas castas.

Pero en los países que tenían un vasto desarrollo industrial, especialmente en estas tres grandes potencias que constituían el núcleo del mundo por esa época, el disconformismo tomó formas totalmente diferentes. Lo característico de estos dos decenios anteriores a la guerra es la superación del esquema político clásico de oposición de dos grandes partidos, un partido conservador y un partido liberal. Estos partidos se habían alternado en el poder en los parlamentos de la Tercera República francesa, o en el parlamento británico, o en Alemania, e inclusive en otros países de menos desarrollo como España, además de Bélgica y de los Estados Unidos, y prácticamente de todos los países latinoamericanos que en cierto modo mantenían este esquema tradicional.

¿Qué representaba la oposición de estos dos partidos? La oposición de dos interpretaciones de la vida política dentro de los sectores que hasta ese momento habían conseguido tener gravitación en la política. Pero a partir de esta segunda revolución industrial empieza a descubrirse que hay ciertos sectores de las colectividades de estos países industrializados que no contaban en la vida política a pesar de ser mayoritarios. Son los sectores del proletariado industrial, que empiezan a aparecer, que son inmensos en Inglaterra, en Francia y en Alemania, que tienen una enorme fuerza y que no se encuentran representados por ninguno de los dos partidos clásicos.

En ocasiones se vuelcan sobre uno o sobre otro, a merced de los vientos que soplan en cada uno de esos dos partidos en relación con las circunstancias electorales. Por ejemplo el partido conservador inglés, el partido Tory, tuvo muy buen cuidado de halagar al proletariado industrial y ofrecerle grandes ventajas, porque generalmente no las pagaban los conservadores ingleses cuya economía reposaba fundamentalmente en la posesión de la tierra, sino sus enemigos políticos, el partido Whig, el partido liberal, donde abundaban los grandes industriales. Era en ellos donde tenía impacto la política social, la política obrera. El partido conservador inglés no tuvo inconveniente de estimularla, y muchas de las ventajas que consiguieron los obreros ingleses fueron promovidas por el partido Tory.

Según el viento, en casi todos los grandes países industriales estos nuevos sectores, a medida que fueron adquiriendo fuerza numérica y organización, empezaron a apoyar a uno de los dos partidos tradicionales, hasta que llegó el momento de que comenzaron a encontrar una forma de organización propia para sus propios intereses.

Lo característico del período de preguerra en este orden de cosas es la aparición de una fuerza nueva, de un inmenso poderío: los sindicatos obreros. Empiezan como organizaciones gremiales y al cabo de muy poco tiempo empiezan a organizarse como partidos políticos. En cuanto el gobierno alemán, después de la caída de Bismarck en el año 1890, retira las prohibiciones electorales que existían para esos movimientos, la Social democracia alemana se transforma en una fuerza inmensa en el Parlamento, y tiene capacidad de decidir y orientar la política y transformarse, no solo en una fuerza social sino en uno de los elementos políticos más fuertes de la vida alemana.

En mayor o menor escala, una cosa parecida empezó a ocurrir en Inglaterra, donde la organización gremial, que se había robustecido con el fenómeno de concentración industrial posterior al año 70, se transformó también en un organismo político: el partido Laborista. Y al cabo de muy poco tiempo empezó a prepararse esta transformación sustancial que se ha operado en la política del siglo XX. Se trata del reemplazo de dos partidos de clase media que se alternaban en el poder por un partido que representa los intereses de clase media y un partido que representa los intereses de la clase obrera. Esto constituye una novedad sustancial, que ha alterado fundamentalmente el cuadro no solo de la vida social sino de la vida política del mundo contemporáneo.

Al calor de este cambio que significó la transformación en fuerza política de lo que hasta ese entonces no habían sido sino grupos vagos de presión en el orden social y económico, hubo un gran desarrollo teórico acerca de la interpretación de la sociedad. Constituye un dato fundamental para entender la concepción de la preguerra la aparición del libro de Henry George titulado Progreso y pobreza (1879),  que planteó toda una nueva política de la tierra, y que originó la formación en todos los países de grupos llamados georgistas. Estos grupos empezaron a promover, al lado de los partidos revolucionarios, al lado de los partidos reformistas, una política de buena voluntad que aconsejaba a todas las clases sociales y a los poderes públicos, como una manera de prever males mayores. Se trataba de encontrar una solución para lo que creían era el fundamento de todos los males sociales, la mala distribución de la riqueza, que no tenía otra solución que el cambio de la distribución de la tierra.

Al lado de este tipo de obras aparecieron las que constituyeron los típicos partidos disconformistas, los partidos radicales, que constituyen la otra gran novedad del período. Durante la Tercera República aparece en Francia el partido Radical, que desde 1901 empieza a llamarse partido Radical Socialista y se convirtió en el partido fundamental para el equilibrio de la Tercera República. En otros países aparecen las alas izquierdas de los partidos liberales, generalmente con el nombre de partidos radicales. Esos partidos liberales modernizados aparecen en Italia y en Inglaterra, con figuras como V.E. Orlando, como D. Lloyd George.

Representan un intento de separar al ala izquierda de los partidos de clase media para llevarlos a una posición en que traten de captar, y traten de entender y solucionar estos problemas absolutamente nuevos creados por el proletariado industrial y por los sectores sociales que se aglutinan alrededor suyo en las grandes ciudades especialmente.

Todos estos fenómenos han de ser de inmensa repercusión en la primera posguerra. Por su existencia se desencadenan los típicos fenómenos de entreguerras, como el fascismo italiano. Se trata de encontrar una teoría, un sistema de soluciones, y cada uno los encuentra dentro de sus particulares preferencias. Para unos, este problema de la distribución de la riqueza no tiene otra posibilidad que la revolución. Por esa época conspira Lenin en Suiza y trata de encontrar una vía revolucionaria para los problemas que se suscitan en 1905 en Rusia. Este es un país que estaba haciendo su primer experimento de industrialización, en relación con una autocracia de tipo tradicional que creaba una especie de vacío político naturalmente importante.

Mantienen este mismo planteo de tipo revolucionario de la lucha de clases, quienes seguían la orientación de Marx, la de la Segunda Internacional, o los grandes teóricos como Kautsky. Otros sectores empiezan a buscar soluciones menos extremas: la de los partidos radicales por ejemplo, que creen en la posibilidad de ciertas reformas y de cierta conciliación de las clases. Esa política la propusieron no solo partidos de clase media, como el partido Radical Socialista francés o el ala izquierda del partido liberal en Inglaterra, sino que la propuso luego con mucho más entusiasmo la Iglesia Católica a través de León XIII, cuya encíclica Rerum novarum (1891) recoge este tipo de preocupación. Comprueba la aparición de esta nueva fuerza social y ofrece a su vez cierto tipo de solución sobre principios de conciliación de las clases, que es la teoría que inspira la Doctrina Social de la Iglesia y que habría de originar después el tipo de partido de la Democracia Cristiana.

Hay pues una gama considerable de posiciones disconformistas, que se alojan en los partidos de tradición marxista y en la Iglesia Católica, es decir en todos los sectores donde se encuentra un poco de frescura para enterarse de una realidad en cambio violento. Un cambio al que no ofrecían posibilidad de satisfacción los sistemas liberales, inclusive la democracia liberal tradicional, que no encontraba la manera de superar las trabas que le ocasionaba el funcionamiento parlamentario de tipo tradicional.

Hubo pues un descubrimiento de un nuevo problema. Este descubrimiento estuvo delante de los ojos de mucha gente. Pero a pesar de eso, durante toda la preguerra este choque del conformismo y del disconformismo, entre los que creían que el orden tradicional no solo era tolerable sino que podía durar y los que creían que no solo no era tolerable sino que estaban seguros que no podía durar, este enfrentamiento fue todavía sumamente tenue. Fue sin embargo lo suficientemente vigoroso como para que nosotros lo advirtamos hoy, analizando los problemas del siglo XX, y descubramos en esta antesala de la preguerra la causa y los puntos de encadenamiento de los problemas que van a irrumpir violentamente después de la Primera Guerra Mundial.

La nueva economía: concentración y lucha por los mercados

Este conflicto de las interpretaciones de la vida social se suscitó por la acentuación del proceso de concentración de capitales. Este es el gran fenómeno en el orden de la economía de los tres decenios anteriores a la Primera Guerra Mundial. El acrecentamiento en el ritmo de transformación técnica que se opera especialmente después de 1870 exige un monto de capitales para el desarrollo de las nuevas posibilidades industriales que supera los niveles tradicionales. Han aparecido inmensas posibilidades, como lo recordé en la clase anterior. Ha aparecido la industria eléctrica, la industria química, y al calor de estas dos, surgieron otras numerosas posibilidades que, como se advirtió inmediatamente, estaban destinadas a tener gran influencia en el desarrollo económico y a proporcionar productos muy deseados en todos los mercados. Hubo un vasto deseo de estar en condiciones de producir todo eso, que originó la búsqueda de los capitales necesarios necesitaban para esta aventura.

De allí surgieron los fenómenos de concentración de capital y el triunfo de la política de los grandes grupos financieros. Este es el otro hecho sustancial de este periodo. En el momento en que el movimiento obrero constituye una internacional, en ese mismo instante el capital constituye sus grandes internacionales. Lo que está haciendo crisis es el tamaño de los ámbitos económicos tradicionales. Ahora los problemas han empezado a plantearse en otra escala y alrededor de cada una de estas posibilidades empiezan a surgir los grandes grupos financieros, los trusts, como les llaman en el ámbito inglés, o los cartels, como les llaman en el ámbito alemán.

Es el momento en que aparece la Siemens en el campo de la industria eléctrica, o la Westinghouse o la General Electric. Es el momento en que empieza a aparecer el formidable cartel de Farben en la industria de los colores, es el momento en que empieza a producirse por obra de William Knox d’Arcy en el ámbito inglés y de John Rockefeller en el ámbito norteamericano la concentración de la producción petrolera. De la misma manera podría citarse otros muchos grupos financieros de tipo internacional, entre todos los cuales quizás el más interesante se ha llamado Comité des Forges. El organismo se constituyó en Francia, unificando los grupos siderúrgicos franceses, y también los de Alsacia y Lorena, ocupadas por los alemanes después de la guerra de 1870 y recuperados por Francia luego de la Primera Guerra. La necesidad de combinar la producción de carbón y la del hierro para crear un tipo de alta siderurgia, así como la necesidad de una producción en gran escala para la aplicación de los nuevos métodos electrometalúrgicos destinados a producir un acero de gran calidad, hizo que se fuera creando poco a poco esta organización. Llego a unir al grupo Schneider de Le Creusot, que era francés, con el gran grupo checoslovaco Skoda y tuvo una importancia fundamental en el control del grupo Krupp.

Puede decirse que el Comité des Forges llegó a constituir una especie de súper gobierno, que controlaba la producción siderúrgica y carbonífera de Europa. Como tal actuó durante la víspera de la Primera Guerra Mundial y siguió haciéndolo durante la guerra, cuando el tráfico de armamentos estaba estrechamente vinculado a este súper control que tenía este grupo financiero. Ocurrió una cosa parecida un poco después en Inglaterra, donde también los intereses siderúrgicos alemanes y británicos constituyeron una especie de súper gobierno, que influyó de una manera muy particular en la política de Gran Bretaña con respecto al nazismo, como se vio en el curso de la Segunda Guerra.

Este vasto fenómeno de concentración de capitales, de organización de grandes centrales financieras bajo la forma de sociedades anónimas primero y de cárteles después, constituyen la trama de la nueva organización económica de la Europa de preguerra. En relación con esta organización económica y con esta trama del movimiento obrero internacional, obsérvese como han cambiado los términos políticos.

Se piensa que las viejas naciones seguían funcionando como entes nacionales autónomos, cuando en realidad no lo eran ya ni podían serlo. En realidad estaban empeñadas en una lucha de mercados y estaban obligadas a la contemplación de todas estas implicaciones de tipo internacional para poder sobrevivir y sobre todo, tratándose de estas tres grandes potencias, para seguir manteniendo el rango de primeras potencias.

Al lado de este problema se planteó el de los mercados y de las materias primas, que fue el fundamental. La gran industria textil inglesa, la gran industria siderúrgica inglesa, las nacientes industrias de la electricidad y de la química en Alemania y en los Estados Unidos, todo este grupo de industrias necesitaba asegurarse por una parte el abastecimiento de materias primas y por otra la conservación de sus mercados. Estos mercados eran fundamentales. En una producción que se tecnificaba cada vez más, el nivel de los costos constituía un dato fundamental para poder asegurarse el control de los mercados, y eso fue lo que ocurrió hasta el punto de que obligó a todas las grandes potencias a idear una nueva política económica económica.

¿Cuál fue esta nueva política económica? Poco antes de mitad del siglo XIX, diríamos una década antes y una década después, había triunfado en casi toda Europa la política librecambista, Adoptada por Inglaterra apoyándose en el viejo principio de libertad de los mares, había terminado por constituir un principio fundamental de su economía. Hacia el año 60 y tantos Napoleón III la acepta y en el curso de muy pocos años Rusia, Alemania, Austria, Italia y casi todos, e inclusive en alguna pequeña medida los Estados Unidos, comienzan a volcarse hacia este tipo de política económica.

Pero en cuanto se pasa el año 1870 nos encontramos con que empieza a buscarse una nueva organización. Nadie puede estar seguro -dicen los partidarios de esta nueva reordenación de la política económica-, en un mundo de libre competencia, del mantenimiento de las fuentes de materias primas y del mantenimiento de los mercados. Ninguna de estas potencias, Francia, Inglaterra, Alemania, montada sobre la base de un alto nivel industrial, puede correr el riesgo de sufrir una pequeña  quiebra en alguno de estos dos aspectos del ciclo económico. Es pues necesario proteger todo esto, y esto da crecimiento a una nueva etapa de proteccionismo, a lo que se ha llamado un neo mercantilismo, a lo que se ha llamado también la política  imperialista, es decir una política de protección militar o política, o ambas cosas según lo requerían las circunstancias en el ámbito económico de cada país.

Es bastante curioso el aire de arrogancia que toman algunos políticos ingleses. Es el caso de lord Palmerston, a quien se atribuye una frase famosa una vez que se discutió en el Parlamento por qué el gobierno británico había exigido en cierto momento (1850) que un gobierno extranjero de una pequeña potencia (Grecia) le diera total satisfacción, pues había impedido una cierta actividad comercial de uno de sus súbditos en su territorio. Dijo en el parlamento una frase que se hizo famosa, remedando otra no menos famosa famosa de san Pablo: para que un súbdito británico, en actividad comercial, tenga todas sus garantías, debe bastar con que él diga: soy un súbdito británico. Esta simple expresión, “cives britannicus sum”, como se dice que san Pablo dijo “cives romanus sum”, cuando se lo perseguía como cristiano. Debe bastar esta simple expresión de ser un súbdito británico para tener en cualquier país del globo las máximas garantías, y si eso no ocurre, la Royal Navy está para garantizar la libertad de comercio para el súbdito británico.

Este es el esquema de la nueva política económica, que prevalece en las tres décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. Un proteccionismo vigoroso, un neomercantilismo, es decir un control político y militar de las áreas económicas donde la industria de cada país obtenía sus materias primas y sus mercados. Era absolutamente inevitable que esta política imperialista de control político y militar de los mercados trajera un sistema de fricción. Lo que hasta ese momento no había sido sino libre competencia por los mercados, o todo lo más una guerra de tarifas aduaneras, que fue lo que característico de esos últimos años de la preguerra, había de transformarse a la larga en la guerra mundial, y así fue como ocurrió.

Durante las dos o tres décadas anteriores las grandes potencias industriales disputaron por los mercados y por las fuentes de materias primas. Hubo quien se lanzó en zonas coloniales a las tierras que estaban detrás de las que poseía algún país, tratando de socavar la posición de alguno de sus rivales. Pero sobre todo hubo política de precios en los mercados, de dumping. La realizaron preferentemente los dos países que tenían menos posibilidades coloniales, y más desarrollo industrial proporcionalmente, que eran Alemania y el Japón.

La política de dumping se basó en bajar los costos de producción, reduciendo el costo de la mano de obra, o mejorando los procedimientos técnicos de producción. Una vez obtenido esto, estas potencias se lanzaron sobre los tradicionales mercados de Francia e Inglaterra -que los tenía como monopolio durante todo lo largo del siglo XIX- e intentaron socavar su posición llegando a la guerra en los mercados. Esta guerra a veces se perfeccionaba mediante la guerra de tarifas, es decir mediante una lucha de tipo proteccionista que trataba de asegurar a cada país cierto nivel de privilegio.

Dentro del planteo de protección política y militar, era inevitable que esta guerra en los mercados se transformara en una guerra por los mercados. Esta guerra por los mercados fue la que estalló en 1914, que conocemos con el nombre de Primera Guerra Mundial. Yo no voy a hablar de la Primera Guerra Mundial sino muy al pasar. Con ella termina este periodo y se abre una etapa nueva en la historia del mundo. Pero vale la pena señalar dos o tres rasgos que hacen de esta guerra un hito en la historia.

La Primera Guerra Mundial

Esta guerra se ha preparado largamente, al calor de estos complicados problemas de distribución del ámbito colonial, revirtiendo la alianza inglesa y llevándola de Alemania hacia Francia; acercando a Rusia y Francia y creando finalmente lo que se llamó la Triple Entente, constituida por Francia, Inglaterra y Rusia, a cuyo alrededor se juntaron especialmente algunos países bálticos, Grecia y Serbia. Frente a ellos, sobre la alianza de los emperadores, se constituyó lo que llamó la Triple Alianza, que unió primero al Imperio Alemán con el Imperio Austrohúngaro, y luego acercó a estos dos países a Italia. Al cabo de poco tiempo cuando el Japón se aproximó a la Triple Alianza, Turquía – que en ese momento no sólo controlaba los Estrechos (del Mar Negro al Mediterráneo), sino también el mundo islámico-, se unió a Alemania y se echaron las bases de una situación estratégica que aparentemente correspondía al orden europeo.

En realidad no correspondía al orden europeo sino al orden mundial. Cuando se cuenta la historia de la Primera Guerra pensando en la batalla del Marne, o en cualquiera de los grandes acontecimientos que ocurren en la frontera franco-belga-alemana, se está omitiendo lo más importante: la guerra que se hace en el ámbito colonial, montada sobre un planteo mundial, para el cual es muy importante el desembarco de Gallipoli o el control de los Estrechos, pero es no menos importante el estrecho de Bad-el-Mandeb, la posesión de Ceylán, o de Hong Kong, o la posesión de las Islas Malvinas, por las cuales combaten durante los primeros meses de la guerra (noviembre y diciembre de 1914) la flota alemana y la flota inglesa, primero frente a Coronel, en la costa chilena, y luego frente a Port Stanley en Malvinas.

Es pues una guerra mundial que quiza tiene el episodio más vistoso y más dramático en territorio europeo, pero cuyo ámbito es el mundo entero. Esta guerra tiene algunos caracteres que a pesar del escaso tiempo de que dispongo quiero resumir.

Una vez desencadenada la guerra por el episodio de Sarajevo, se plantea en su primer momento bajo la inspiración de von Moltke (el Joven), jefe del Estado Mayor alemán, en el estilo de las guerras tradicionales, según las enseñanzas que las guerras napoleónicas y la de 1870 habían dejado en los grandes maestros del militarismo prusiano como von Moltke (el Viejo).

Pero inmediatamente después de este primer episodio, la guerra cambia sustancialmente de fisonomía. Comienza lo que se llamó la guerra de trincheras. La trinchera es lo que le da el nuevo aire a la guerra, una guerra lenta, difícil, que crea situaciones sociales particulares en estos ejércitos que se cuentan por millones de hombres. Ellos son los que empiezan advertir una situación nueva, de la que han de salir los fenómenos de sabotaje y los de derrotismo, característicos del año 1917, que obligan a todos los países a una actitud violenta. Es lo que hizo la gloria de Clemenceau. Es lo que obliga también a la previsión de nuevas situaciones que se crearán cuando esos soldados se desmovilicen.

Un fenómeno muy representativo de la Primera Guerra es la llamada literatura de guerra, aquella que representa ejemplarmente el libro de E.M. Remarque Sin novedad en el frente. Se descubrirá que la concepción sustancial del hombre y sus obligaciones con la nación han cambiado sustancialmente. Y este cambio se opera, antes que en ninguna parte, en esta comunidad que surge en la trinchera, en esta guerra lenta en medio del fango y de toda clase de privaciones. Empezó a pensarse que era una guerra sin sentido. Esta es una de las cosas que tienen que producir una novedad fundamental en este conflicto que duró cuatro años.

Ocurren otras varias circunstancias de menos importancia, que quiero vincular. Lo primero es la aparición de la guerra submarina, y al cabo de muy poco de la guerra aérea, en pequeña escala también, con lo cual se abre una nueva etapa que el siglo XIX no había conocido, que el siglo XVIII no había conocido. En ocasiones se había conocido quizá la Guerra de Treinta años, durante algún momento, pero se había olvidado en la memoria de los hombres.

Es una guerra total, en la que está comprometida la mayoría de los hombres. Es la guerra submarina, que se dirige contra cualquier barco mercante. Es la guerra bacteriológica, la guerra de gases, que está dirigida a una extensión humana mucho mayor, y que preanuncia situaciones terribles. Tan terribles que Winston Churchill les dedica un capítulo muy particular en su libro sobre la Segunda Guerra, al analizar cuál era la herencia que los estadistas de 1919 habían recibido después de la Primera Guerra Mundial.

El otro hecho fundamental que también se evidencia en 1917, el año clave, es la aparición de una guerra cada vez más industrializada. Empieza a constituir una exigencia de la guerra la producción en gran escala del submarino, del avión, del globo, y lo que es más importante, la producción del carro blindado y del camión para arrastrar la artillería. Es sorprendente observar hoy una fotografía de 1914, de 1915: se descubre que la guerra empieza con una artillería arrastrada por caballos, es decir al tiempo horario que la civilización europea arrastraba desde el Neolítico. Y que en este momento empieza a aplicarse a la estrategia un nuevo tiempo, una nueva velocidad, la que había ensayado Bismarck en la guerra de 1870 cuando empezó a medir el tiempo de su desplazamiento por el tiempo del ferrocarril y que ahora empieza a medirse en el tiempo del automóvil, del motor a explosión que funciona con  ese petróleo que ha empezado a constituir la obsesión fundamental de las grandes potencias.

El otro hecho típico del año 1917 es la revolución rusa. La más vieja y rigurosa autocracia cae en marzo de 1917 en manos de un gobierno de tipo liberal, encabezado por el príncipe Lvov. Al cabo de muy poco tiempo, en octubre se produce una primera revolución radical, encabezada por A. Kerenski, y luego una revolución de extrema izquierda que encabeza el grupo llamado bolchevique. Esto altera completamente el cuadro europeo.

El  grupo que hace la revolución bolchevique pasa desde Suiza hasta Rusia en el famoso tren blindado que le proporciona el Estado Mayor alemán. Los alemanes lo hacen con el objeto de descartar su frente de retaguardia y poder preparar para el año 1918 la que pensaban que era la ofensiva final en el frente occidental. El tratado de Brest Litovsk, firmado por el gobierno revolucionario, libra al imperio alemán de este enemigo que tenía en su retaguardia, al que había vencido Hindenburg al principio de la guerra pero que constituía siempre una amenaza terrible. El tratado transformaba no solo la situación interna de Rusia sino la situación estratégica de la guerra.

Comienza entonces el último episodio de la guerra, en condiciones radicalmente diferentes, porque a todos estos hechos se agrega uno no menos trascendental: la introducción de los Estados Unidos en el orden de la política internacional. Venciendo el viejo aislacionismo norteamericano, el presidente Wilson consigue arrastrar a medias la opinión de su país, y envía al general Pershing con sus tropas.  Contribuye de una manera fundamental a la terminación de la guerra, quizá no tanto por el apoyo militar, como por el respaldo que le da al mariscal Foch (jefe del ejército francés) y a la unificación de los mandos militares. La guerra terminó con el pedido de armisticio que hace el Estado Mayor alemán, en el momento que no tiene fuerzas suficientes y que no tiene ya tampoco el respaldo de la retaguardia.

El ejército alemán sostuvo que había sido herido por la espalda, por un pueblo que parecía no respaldarlo en esta última etapa de su acción militar. Este pueblo que no lo respaldaba era el pueblo en situación de cambio, que estaba ahora en otro estado de ánimo. No debería haber sido sorpresa para nadie, si se hubiera advertido con claridad esta especie de contraposición entre actitudes conformistas y disconformistas, que constituyen la tesitura ideológica del mundo de preguerra. Así terminó el mundo de preguerra.


Clase 3 
La crisis de entreguerra

El cuadro de la preguerra, al que hemos dedicado las dos primeras clases nos ha puesto sobre la pista de las contradicciones internas, las tensiones, los conflictos latentes que caracterizan la situación mundial anterior a 1914. Se trata de un mundo conflictual en el que ciertas tendencias de la vida colectiva, de la economía, de las opiniones, se van cargando de potencial, hasta enfrentarse de manera dramática en una guerra que había de constituir para el mundo entero una experiencia única.

En 1914, la generación de los 20 años, o de los 30 años, o de los 40 años casi no recordaba ya el último gran conflicto europeo, que había sido la guerra franco-prusiana de 1870. Apenas había otorgado importancia a las guerras balcánicas de 1912 y 1913 e ignoraba los conflictos que se suscitaban en otras partes del globo, así como subestimaba los conflictos coloniales. La conciencia europea, que en ese momento poseía el monopolio de la orientación de la vida mundial, no acusaba el recuerdo de una empresa militar con la que pudiera compararse esta experiencia terrible que constituyó la Primera Guerra.

Ya señalé a último momento en la clase anterior cuales eran los rasgos de este conflicto, que no puede compararse a las guerras napoleónicas, ni a la guerra franco prusiana por sus caracteres, sino que constituye un nuevo caso. Si se analiza someramente en qué consiste la novedad se verá que es una consecuencia directa e inmediata de la transformación industrial y económica que había sufrido el mundo a lo largo del siglo XIX. Hay una correspondencia cuantitativa y cualitativa entre la Europa de 1804 y el volumen de las guerras napoleónicas, y hay una proporción cuantitativa y cualitativa entre la Europa de 1914 y este conflicto. Es una diferencia en cuanto al tono general de la guerra, en cuanto a lo que significó como costo, en cuanto a bajas humanas, en cuanto a pérdidas de bienes. Todo ello en una proporción tal que la diferencia sobrepasa lo puramente cuantitativo para transformarse en una diferencia cualitativa.

Terminado el conflicto, con los caracteres singulares que adopta en 1917, se inaugura una  etapa que, visto desde nuestros días, se transforma en un espacio entre dos conflictos. Después de habérsele llamado durante mucho tiempo “la posguerra” al período que sigue a 1919, se lo llamará después con un concepto más extenso en el tiempo: “la entreguerra”.

No es una simple variación terminológica. Me hace acordar al proceso conceptual en virtud del cual las tres guerras que se suscitaron entre Atenas y Esparta terminaron por constituir en la imaginación de un historiador, Tucídides, un solo proceso al que se conoció finalmente con una designación en singular: Guerra del Peloponeso, conflicto en el que se establecieron tres etapas.

Hay en eso de llamarle entreguerra al período entre 1919 y 1939 una interpretación del fenómeno. Una interpretación que consistiría en suponer que se trata de un período que no tiene autonomía, que depende de la Primera Guerra en cuanto han sido creadas ciertas condiciones de las que no podría prescindir el hombre durante estos veinte años, y que esas condiciones han evolucionado en tal sentido que desencadenaron indefectiblemente un segundo conflicto. Se ha llegado a decir que en realidad nunca hubo paz. Es muy curiosa la frase con que definió el General Foch los términos de la paz de Versalles: dijo “Esto no es una paz, esto es un armisticio por veinte años”; la frase de Foch fue profética y la entreguerra resultó un armisticio por veinte años.

El nuevo mapa del mundo

Este armisticio fue elaborado en las conferencia de paz que siguieron a la guerra. De los caracteres de la paz de Versalles y la que se estableció por los otros tratados inmediatos pueden deducirse los rasgos que habían de caracterizar la vida de la comunidad, el equilibrio de fuerza, el equilibrio de poder que se había de establecer entre las grandes potencias en esos veinte años.

Esta paz fue promovida por la influencia de los Estados Unidos, representado en esta ocasión por el presidente Wodrow Wilson. Un hombre de tradición pacifista, un hombre con algo angelical, que fue muy sensible a los llamamientos que le hicieron durante la época de la guerra los representantes de ciertos sectores nacionales que antes de la guerra estaban sometidos a la influencia de imperios supranacionales. Una idea que trabajó el espíritu de Wilson durante toda la etapa en que elabora su plan para intervenir finalmente en la guerra, e intervenir finalmente en la paz, es la de defender a las pequeñas nacionalidades sometidas. Entre todas estas influencias, la de Tomás Mazaryk, el líder de la emancipación bohemia, fue la que más presionaba en el ánimo de Wilson.

El caso es que, junto con la ofensiva militar de las tropas norteamericanas en el frente europeo y en el frente marítimo, lanza Wilson su programa de paz sobre la base de lo que se llamaron los 14 puntos. En los 14 puntos de Wilson, que tanta importancia debían tener en la elaboración de la paz de Versalles, había dos ideas fundamentales. Una era la idea de la libertad de comercio y la libertad de los mares, una idea que constituía una respuesta a esa política que hemos llamado neo mercantilista o imperialista: la política proteccionista de los grandes países industriales, en la que se reconocía una de las causas fundamentales de la tensión que había conducido al conflicto. Se suponía desde Washington que las potencias industriales de primera categoría, grupo al que todavía no pertenecía totalmente los Estados Unidos, podían moderar en el futuro las tensiones que inevitablemente habían de producirse más adelante, pero que, a través de la libertad de comercio, o sea de un retorno de la política librecambista, podría asegurarse ciertos principios de convivencia que alejarían las posibilidades de una reiteración del conflicto internacional.

La segunda idea que predomina en el enunciado de los 14 puntos de Wilson es la de la independencia nacional de los pequeños países, la defensa del nacionalismo. Y efectivamente, sobre la base de estas ideas fundamentales, se organizó el pensamiento político de los que se llamaron los “cuatro grandes”: David Lloyd George, representante de Gran Bretaña, Vittorio Emmanuele Orlando, representante de Italia, Georges Clemenceau, representante de Francia, y el propio Wilson, representante de los Estados Unidos. Este pensamiento cuajo en el tratado de Versalles, y luego en el de Saint Germain, en el del Trianon, y en todos los que se fueron firmando sucesivamente con los distintos países.

La política general que crearon estos tratados ha sido caracterizada con una frase, un poco excesiva quizá pero muy representativa. Se ha dicho del tratado de Versalles que produjo la “balcanización” de Europa. Según esta interpretación, destruyó ese sistema de equilibrio de poderes que había presidido la política europea desde el siglo XVII, es decir desde el tratado de Westfalia, que habían puesto fin a la guerra de Treinta años en 1648. Esa política había sido reiterada en el tratado de Utrecht en 1713; había sido reiterada en el tratado de París (1763) después de la guerra de Siete Años; había sido reiterada finalmente en los tratados de Viena y de París que ponen fin a las guerras napoleónicas.

Era una concepción del mundo bajo la apariencia de Europa. Era una concepción de la situación europea sobre la base de un equilibrio de poderes. Esa fue la fórmula con la que se creyó resolver la totalidad de los problemas que habían de plantearse en Europa. Desde el siglo XVII Gran Bretaña regulaba cuidadosamente este equilibrio de poderes, inclinándose a favor de la parte más débil cada vez que se suscitaba un conflicto. Esta fue la razón del enfrentamiento de Gran Bretaña con Francia, hasta inclusive la guerra de 1870, aunque nada más que de una manera un poco remota. Esa política cambia fundamentalmente antes de la Primera Guerra, y esa política es la que triunfa después de la Primera Guerra con el tratado de Versalles. A partir de este momento no se puede definir el mundo como la periferia de Europa, ni Europa se puede definir como la periferia de las tres grandes potencias.

Este mapa ha sufrido un primer cambio. Le llamó primer cambio porque intentó describir la situación mundial de nuestros días como una sucesión de cambios en el mapa del mundo hasta llegar al de nuestros días, que es notablemente diferente. En este nuevo mapa del mundo se aprecia el resultado de los tratados de 1919 y 1920 a partir del tratado de Versalles y se aprecia que ha desaparecido el equilibrio entre las tres grandes potencias. Francia estaba profundamente debilitada; más aún, Francia ha sufrido más que Alemania en el curso de la guerra, Francia ha sido más destruida. Alemania, en virtud del armisticio, ha sido mucho menos destruida y conserva su potencial económico mucho mejor que Francia. Naturalmente, mejor lo conservaba en cierto modo Gran Bretaña y muchísimo mejor lo conservaban los Estados Unidos, que prácticamente no habían sufrido nada en la contienda. Pero evidentemente el papel de Estados Unidos y de Gran Bretaña en la relación Francia-Alemania era ahora muy diferente de lo que había sido antes. Había en realidad una perpetuación del bloque aliado, que había de tener su expresión jurídico institucional en la Sociedad de las Naciones, que constituyó la última gran creación de Wilson, en esta intervención que tuvo al fin de la guerra.

Alrededor de estas potencias ya en una situación de equilibrio muy diferente de la tradicional, ya en algunos casos acusando una disminución sensible en su rango de primera potencia, nos encontramos con una enorme cantidad de nuevos y pequeños países. El Imperio Austrohúngaro fue destruido. Más de un estadista ha dicho luego que este fue el error fundamental del pacto de Versalles. Apareció en cambio una República austríaca; apareció un vago Reino húngaro, que tuvo siempre un regente y que no consiguió crear una organización monárquica definitiva; apareció el reino de Yugoslavia, apareció la República de Checoslovaquia, apareció la República Polaca, aparecieron estos estados, aparecieron estados menores. Se le dieron satisfacciones al nacionalismo francés que representaba el terrible Clemenceau, defensor de las tradiciones francesas agredidas según él, en el tratado que puso fin a la guerra franco prusiana, en virtud del cual le fueron arrebatadas a Francia la Alsacia y la Lorena. E inclusive se le dieron satisfacciones a Italia, aunque no tantas como quería, hasta el punto de que Italia enuncio una política llamada del irredentismo, que había de tener por cierto una influencia inmensa en la formación de ese neo nacionalismo italiano que a través de D’Annunzio, podríamos decir, habría de conducir a la política de Mussolini.

Este nuevo mapa de Europa se complica también en la nueva organización del control. Al lado de estas grandes potencias ha adquirido ahora una importancia singular los Estados Unidos, a pesar de que la política intervencionista de Wilson fue abandonada luego por el Senado norteamericano, hasta el punto que los Estados Unidos se retiraron de la Sociedad de las Naciones. A pesar de eso, su gravitación fue inmensa, en parte por lo que había hecho, en parte por el potencial económico y militar que tenía y que lo transformaba en la garantía del pacto de Versalles. En parte también porque su poderío económico floreciente, en el momento en que las viejas potencias industriales no lo estaban ya, le permitió tener acceso a los mercados que antes estaban cerrados, de tal manera que comenzó a transformarse en una de las grandes potencias competidoras, inclusive sobre todo en relación con los que habían sido sus aliados en la guerra.

Además habían aparecido fenómenos nuevos sumamente importantes. Había parecido la Rusia posterior a la revolución: la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, con un poderío económico renovado y sobre todo, que significaba la posibilidad de explotar ciertas riquezas que ahora empezaban a dirigir el mundo, como el petróleo. Los yacimientos petroleros de la Unión Soviética en el Cáucaso la transformaron en uno de los grandes centros de atracción de la política internacional.

También se modificó fundamentalmente Turquía, que hasta ese momento había tenido el control del mundo árabe. Este era un mundo difuso, políticamente poco importante a primera vista, pero transformado en fundamental a partir del momento en que el petróleo en la zona de Arabia y de todo el Medio Oriente se transforma en este período en problema fundamental de la economía y de la estrategia.

Inglaterra había conseguido crear, por intervención del servicio de inteligencia y muy especialmente del famoso T.E. Lawrence “de Arabia”, un problema árabe en la retaguardia del mundo otomano. Cuando finalmente se produce la revolución que pone fin al Imperio otomano y se establece la república por los esfuerzos de Mustafá Kemal Ataturk, el mundo árabe adquiere una significación extraordinaria en relación con el problema del petróleo, en relación con el problema del control de la Ruta imperial de Oriente, y en relación con toda la estrategia británica en el mundo mediterráneo.

Habían cambiado las cosas. De la misma manera que Estados Unidos, había aparecido el Japón como gran potencia industrial y militar. El Japón venía siendo estimulado vigorosamente por Inglaterra en su desarrollo industrial; es evidente que Inglaterra está detrás del Japón en la guerra rusa-japonesa de 1904. Pero estos discípulos le salieron sumamente aventajados, y en el curso de muy poco tiempo el Japón llegó a transformarse en una potencia industrial extraordinaria. Cuando termina el conflicto mundial y empieza el período de entreguerra, el Japón se transforma en una potencia en expansión, que no sólo empieza a tratar de dominar los mercados asiáticos sino que inmediatamente pone sus ojos en una zona que se va a transformar en área de conflicto entre Japón y la Unión Soviética.

Esa zona es Manchuria, una de las cuencas carboníferas y ferruginosas más importantes del mundo, alrededor de la cual va a producirse la tensión entre Japón y la Unión Soviética, que vigilaba ese territorio desde la Mongolia. China estaba en pleno proceso de radicalización revolucionaria desde el año 1925 en que muere Sun Yat Sen, fundador de la República, y comienza a predominar Chiang kai Shek y el partido del Kuomintang. En 1931 empieza a producirse la expansión japonesa en China, que habría de terminar finalmente en la creación de Manchukuo, ese estado títere que le sirvió al Japón para proveer a su desarrollo industrial de materia prima propia.

Al mismo tiempo hay una formidable ofensiva japonesa para asegurarse fuentes de materias primas alimenticias para sus islas, terriblemente pobladas. Toda la zona sur asiático tenía que estar controlada para asegurarle la producción del arroz que necesitaban sus 60, 70 u 80 millones de habitantes, en proceso creciente. Tenían que asegurarle la absorción de estos productos en mercados ya controlados, en mercados occidentales controlados por Gran Bretaña.

Además de todo esto hay una diferencia fundamental en el mapa de Europa en cuanto a que el mismo Imperio colonial británico ha sido sacudido profundamente. Es sabido que Gran Bretaña interviene en la guerra de manera decisiva con tropas coloniales. Son tropas australianas, son tropas neozelandesas, son tropas de África del Sur, son tropas canadienses, son tropas de la India. Todas estas regiones naturalmente sienten la sacudida creada por esa movilización para objetivos remotos.

Estas tropas que van y que vuelven y esta agitación de la opinión pública acerca de las finalidades, de los objetivos del conflicto empiezan a crear un clima muy distinto del tradicional en toda el área colonial. Lo mismo pasó en la Indochina Francesa, y lo mismo pasó en las regiones dependientes de Bélgica. Hay un clima colonial que empieza a alterarse. El resto del mundo -y estoy pensando preferentemente en América Latina- no sufrió de manera inmediata los impactos del cambio, los impactos de la guerra. Hubo alteraciones en su economía, hubo algunos conflictos que fueron reflejos remotos, pero no obraron una transformación sustancial como se produjo en cambio en estas regiones a que me acabo de referir.

La crisis económica

La guerra produjo un impacto económico, un impacto social y un impacto espiritual o cultural sumamente vigoroso en todo el mundo. Un examen de este impacto tendría que estar sumamente matizado, porque no se produjo en todas partes de la misma manera como puede imaginarse.

Es imprescindible que caracterice esta primera época de la entreguerra en función de este impacto que la guerra misma produjo allí donde el impacto fue más violento, en Europa, en los países que habían sido el escenario de la guerra. Allí se había hecho una experiencia dramática de la guerra total. Al lado de las experiencias de la guerra de trincheras se alinearon estas nuevas experiencias de la retaguardia formando un clima psicológico sumamente curioso.

Pero antes de detallar los aspectos de este clima psicológico de la Europa en lo que llamaban “la posguerra”, conviene recordar que el impacto económico en Europa fue terrible. Había sido una guerra total, una guerra de larga ocupación de territorios -Bélgica, para poner un caso muy significativo-, y había sido una guerra de destrucción intensa, que experimentó los grandes bombardeos, como los del famoso “Gran Berta”, aquel cañón que causó el asombro de nuestros padres. Fueron también los bombardeos aéreos que comenzaron a producirse, fue el tipo de arrasamiento, la obra de las minas; todo esto originó pérdidas, daños y destrucción, que debían influir de una manera notable en la economía de los años subsiguientes.

Hubo alteraciones fundamentales en el consumo, porque se trató de ejércitos inmensos para los cuales hubo que organizar la retaguardia de una manera funcional, y las potencias beligerantes reordenaron toda su economía en función de la guerra, un experimento nuevo de consecuencias fundamentales.

Sobre lo que la guerra costó en términos económicos, Gran Bretaña lo ha calculado en 10.000 millones de libras esterlinas. Sobre el costo en vidas, hay algunas cifras elocuentes: las bajas italianas en las operaciones de Isonzo y de Galípoli alcanzaron a 280.000; las bajas de la batalla del Somme, que duró desde julio hasta noviembre de 1916, fueron 500.000 alemanes, 400.000 británicos y 190.000 franceses. Se ha calculado que el total de bajas de soldados en la Primera Guerra ha pasado los ocho millones, y contando la retaguardia se calcula las bajas en veinticinco millones.

Esto tenía que producir fenómenos de extraordinaria repercusión. Se ha hablado mucho, y ha sido un tema literario, de las mujeres francesas de lo que llamaban una generación sin hombres. Se generaron problemas demográficos, sociales, psicológicos de una extraordinaria trascendencia que terminaron por crear lo que se ha llamado una psicosis de guerra, un sentimiento que alguien ha llamado “de la encrucijada”.

Porque todos estos fenómenos estaban cuajados de consecuencias para el futuro. Estos países que habían producido un cambio sustancial en la organización de su economía para servir a la economía de guerra, tuvieron que hacer luego algo que no se había previsto, y que originó trastorno sustancial: la reconversión de la industria de guerra a la industria de paz. Nosotros hemos señala que en el año 1917 se produce un incremento en la  industrialización de la guerra; no solo se han modificado aceleradamente las técnicas para la fabricación de explosivos, para la fabricación de cartuchos: se abandona la organización casi artesanal que era tradicional. Han empezado a desarrollarse las industrias sobre la base del motor a explosión, empezando por la industria automotor, surgida antes de la guerra. Esa transformación se debe al incremento de los estudios, de la organización de los experimentos que se hacen durante la guerra misma.

Pero una industria que sufre esa transformación para servir a un objetivo concreto, tan claro y tan delimitado como es la preparación de los implementos necesarios para la guerra, tenía que sufrir una crisis fundamental en el momento en que, casi en 24 horas, se resuelve el cese de las hostilidades. Esto originó un larguísimo proceso de readecuación de la industria europea y de los Estados Unidos, tan dolorosa, tan trabajosa, tan difícil, que dejo un recuerdo verdaderamente imborrable en la memoria de los europeo.

Quiza recuerden ustedes que una cosa sumamente curiosa en las vísperas del fin de la  Segunda Guerra Mundial. Fue la preparación de las grandes potencias industriales para que no las sorprendiera otra vez el cese de las operaciones con una economía organizada exclusivamente para el conflicto. La reconversión empezó a estudiarse y a prepararse mucho antes de que se produjera el cese de las operaciones. Esto fue resultado de las lecciones que le dejó aquel otro fenómeno, que significó una crisis fundamental en la economía europea.

Hubo infinidad de cosas, pequeñas algunas y grandes otras, que contribuyeron a crear esta situación. Piénsese en la cantidad de tierras inutilizadas por las minas -que había o que se presumía que había-, que significaron la interrupción de la explotación agrícolas en países densamente poblados, a los que antes apenas les bastaba las tierras que tenían para subvenir a una parte de sus necesidades. Los países en situación más crítica tuvieron que robustecer en esos años su demanda de artículos alimenticios importados por esta inutilización de tierras.

Piénsese lo que significaron los gastos de la guerra en los presupuestos de los países combatientes. Se fijó en 132.000 millones de marcos el monto de las reparaciones que Alemania debía pagar a los países aliados. No es menos significativa la cifra de las deudas que los países aliados contrajeron con los Estados Unidos, en una época en que la guerra costaba millones por día. Todo eso significó un desajuste fundamental de la economía y de las finanzas, que había de traer los fenómenos tan conocidos de inflación, tan grave como fueron en Alemania, y en otros países que no llegaron a ese nivel de la inflación alemana. Problemas de moneda, problemas de relación tarifaria aduanera. Todo eso naturalmente creó una alteración económica fundamental, que en cierto modo previó Keynes. el famoso economista inglés, asesor de la delegación británica en Versalles, que escribió en 1919 un libro fundamental: Las consecuencias económicas de la paz, en donde preveía la significación de todos estos conflictos que en cierto modo habían sorprendido por su magnitud y por su tipo a los más previsores de los estadistas europeos.

Piénsese que hubo que hacer frente a todo lo que se llamó las pensiones. Pensiones para los mutilados de guerra que fueron innumerables, y al cabo de muy poco tiempo pensiones para otro tipo de víctima de la guerra, que habían de constituir en la Europa de posguerra uno de los elementos decisivos de la crisis.

Son los desocupados y muy especialmente los excombatientes, todos ellos víctimas de la readecuación de la economía europea, especialmente de la vida industrial, que empieza readecuarse muy lentamente inmediatamente después del armisticio, pero en unos términos que no permitían ni remotamente absorber estas masas de millones de combatientes que volvieron a sus hogares, que habían visto ocupados sus sitios por mujeres, por ancianos o por las jóvenes generaciones que iban apareciendo, y que en otros casos no encontraban los lugares que habían dejado. Porque la conversión de la industria de paz a industria de guerra había alterado la organización tradicional, desarrollándola intensamente en cierto sentido, pero creando una diversidad que hacía muy difícil la adecuación de este hombre, que era por lo demás un inadecuado social, porque no en balde había combatido dos o tres años en la trinchera, en las condiciones trágicas y terribles en que se combatió en la guerra del 14.

Todo esto había de conducir a una serie de diagramas, de planteos diferentes que tenían que hacer las potencias industriales. En ese diagrama del planteo industrial hay algo que juega un papel decisivo a partir de este momento: el petróleo. Puede decirse que la estrategia política y militar a partir de 1919 no está ya orientada, como lo estaba antes de 1870, sobre la base de la política de equilibrio en el continente. Tampoco está orientada fundamentalmente sobre la base de los mercados que se disputaban las potencias industriales. Ahora está orientada fundamentalmente alrededor del rápido control de las cuencas petroleras, y el rápido control de las rutas que permitían el acceso a ellas.

En cierto modo, la culminación de todo este desajuste es la crisis de 1928 y 1929, un momento que divide la preguerra en dos grandes épocas: una época de desesperación creciente, podríamos decir, y una época en la que se ha caído tan bajo, en la que se empiezan a crear nuevos sistemas, que asumieron formas absolutamente inéditas y que habían de darle al mundo del período posterior a la crisis unos rasgos que no se hubieran podido prever antes de 1913.

Es la Europa de Hitler y de Mussolini; es la Europa transformada que se reconstituye; es los Estados Unidos del “New Deal”,  es el mundo que se reconstituye de este sacudón terrible que ha amenazado las finanzas y sobre todo la economía del mundo al terminar la década de 1920.

La crisis social

Al compás de esta transformación de la situación económica hay una transformación social, insinuada antes de la guerra. La situación del mundo de posguerra es caótica. Especialmente en los países combatientes de Europa, han aparecido estos sectores sociales que yo acabo de señalar: los ex combatientes y los desocupados, que crean una nueva fuerza.

Hemos señalado desde la preguerra la aparición de una nueva fuerza bajo la forma de un grupo de presión, que empieza actuar al lado de los partidos políticos; son los sindicatos obreros o los grandes consorcios financieros. Ahora nos encontramos con un sector más informe: es el desocupado, es decir un enorme contingente de hombres que, en un país que está tratando de reordenarse económica y políticamente, no encuentra su sitio. Este fenómeno se da fundamentalmente en Europa; no se da en los Estados Unidos, sino en escasa medida; no se da en la Unión Soviética sino de otra manera muy diferente; no se da en el mundo colonial sino de otra manera también.

Estos fenómenos de desocupación que se dan en la Europa occidental no podían dejar de tener trascendencia, porque se trata de contingentes movilizados y luego politizados. Se trata de gente que no puede ser considerada una turba, un conjunto innominado. Es un conjunto de gente que tiene plena conciencia de su situación, de que son los que han soportado la guerra, y que esa sociedad a la que se han reincorporado no le ha conservado su sitio o no sabe darle uno nuevo. Se trata pues de una fuerza que tiene un contenido explosivo, y ese contenido explosivo finalmente explotó.

Esta situación se da en otras partes de otras maneras. En todo el mundo se dan durante este período movimientos obreros intensificados. Se ha producido una especie de espejismo en relación con la Revolución rusa, con sus repercusiones en Alemania, en Hamburgo y en otras ciudades; con sus repercusiones en Hungría a través de la revolución de Bela Kuhn. Todo eso ha creado una especie de efervescencia revolucionaria, un ola que corre por el mundo y que llega hasta la Argentina en 1919. En algunos lugares no se da con esta efervescencia -Estados Unidos, Inglaterra-, pero se da en cambio en la forma de una tendencia acentuada a la organización del movimiento obrero. Hay un fortalecimiento de los Trade Unions en Inglaterra, del Partido Laborista, y en Estados Unidos un fortalecimiento considerable de las organizaciones obreras que empiezan a presionar insistentemente sobre los dos grandes partidos tradicionales, que a partir de ese momento se disputan el apoyo del movimiento obrero y tratan de conciliar sus intereses con los grandes intereses políticos.

En los países coloniales no se da bajo la forma de movimientos obreros organizados, pero empieza a darse bajo la forma de movimientos nacionalistas de rebelión. Este es el momento en que empieza a aparecer cierta política negra en el África del Sur; la típica política de resistencia pasiva que se organiza en la India y que tiene a Gandhi por jefe y por representante eminente. Y en algunas otras zonas no exactamente coloniales, se da como movimientos nacionalistas anticoloniales, violentamente anticoloniales, como en el caso de la China, donde desde 1925 la lucha toma unos caracteres extraordinariamente violentos, y con rasgos sumamente singulares, en virtud de la posición de China entre la Unión Soviética y el Japón.

La crisis de los ideales de vida

Digamos para terminar que esta crisis económica y esta crisis social, es decir esta alteración que se produce en el orden tradicional, tenía que tener necesariamente una consecuencia en el orden de lo que llamaríamos las corrientes de opinión, las opiniones, las creencias, Usando una palabra que habría que matizar un poco, una crisis fundamental en lo que se podía llamar los ideales de la vida.

En 1917 se produce el fenómeno llamado el sabotaje, el fenómeno de derrotismo, que fue muy característico en este período, que se presentó en menor escala inclusive en el Japón y en los Estados Unidos en cierto modo. Se estaba dando paso a un sentimiento nuevo, que puso de manifiesto un día un escritor francés, Henri Barbusse, en un libro que causó sensación: El fuego. Poco después estaba constituido alrededor de Barbusse un grupo ideológico, el grupo Clarté ,y flotaba sobre el ambiente espiritual europeo la figura de un pacifista de inmenso prestigio que se llamó Romain Rolland. Todo esto está aludiendo a algo que hubo de ser extraordinariamente importante, que llamó transitoriamente una crisis de los ideales.

Cuando la guerra se desencadenó, en todos los países surgió lo que se llamó la “unión sagrada”, decir una política destinada a unificar los esfuerzos de los sectores más antagónicos. Una víctima de la “unión sagrada” fue Jean Jaurès, que cayó asesinado poco antes de que la guerra que se hiciera verdaderamente trágica. Fue el defensor de una política en la que los partidarios de la unión nacional o de la unión sagrada veían un enemigo.

Pero a medida que la guerra avanza, esta idea de la unión nacional, de la “unión sagrada”, empieza a debilitarse. Y cuando se forma el grupo Clarté, cuando Henry Barbusse publica El Fuego, cuando empieza a desarrollarse ese fenómeno que se llamó el derrotismo, se descubre que lo que ha aparecido es un interrogante acerca del sentido de la guerra, y empieza a aparecer un curioso fenómeno, que había de tener, en mi opinión, una significación muy grande; es la estimación del hombre individual, la estimación del pobre soldado. La estimación de este ser un día encontró un símbolo de un valor romántico y luego de un valor retórico, y en su momento de un inmenso valor psicológico: el mito del soldado desconocido.

Todo esto fue el signo de una especie de descreimiento universal en las finalidades de la guerra. Era la experiencia del hombre que pasaba días y días en la trinchera sin saber para qué combatía y en qué momento caería la esquirla que terminaría con él. Este hombre empieza a dudar de las finalidades de la guerra, y al cabo de muy poco tiempo esta actitud que podría parecer nada más que una reacción subjetiva, empieza a transformarse en un estado de conciencia lúcido, empieza a transformarse en una opinión. Y hay una crisis de lo que podríamos llamar los ideales nacionales y patrióticos.

Esto es lo que Clemenceau sale a combatir en el año 1917, enarbolando otra vez, como se había enarbolado en 1914, los principios de la nacionalidad, que Clemenceau defendió violentamente en Versalles. Pero la idea empezaba a funcionar. La idea era verdaderamente corrosiva: una inmensa multitud estaba sufriendo y muriendo para unas finalidades de las que se decía que constituían finalidades de la colectividad nacional, pero que empezaban a aparecer finalidades propias de un grupo, y no de la colectividad nacional en pleno.

Esta idea tuvo un valor corrosivo, empieza a operar en el movimiento de posguerra y se traduce en una especie de escepticismo universal con infinidad de proyecciones. Finalmente toda esa literatura de tipo minoritario que se desarrolla, toda esa literatura, todo ese cine típicamente escapista, como suele decirse, no es sino una respuesta pasiva a eso que podríamos llamar la crisis de los ideales.

La crisis de los ideales tiene una respuesta activa en la militancia política, que toma inmediatamente los caracteres del extremismo. Efectivamente, la política de la posguerra se caracterizó por una fuerza tendencia a volcarse hacia los extremismos; inesperadamente resurge la “Acción Francesa” de Charles Maurràs, que propugna desde el primer momento las soluciones más radicales, de extrema derecha.

Estas empiezan a germinar en la cabeza de innumerable cantidad de políticos, que empiezan a descubrir que esta idea ya ha sido formulada. Se empiezan a acordar de Georges Sorel, aquel que había escrito en 1908 Reflexiones sobre la violencia, y que había empezado a demostrar a su modo, que el mundo estaba regido por pequeñas minorías y que la única manera de intervenir activa y positivamente en el proceso político era constituir una minoría eficaz. Fue el planteo que hizo Lenin cuando desalojo finalmente al grupo menchevique en la Unión Soviética, reemplazándolo por el grupo que era partidario de la acción eficaz de las pequeñas minorías.

Este extremismo cundió por todo el mundo. Lo vemos en Francia, en esa oposición entre “Acción Francesa” y socialismo primero, y comunismo después. Lo vemos en los demás países europeos en forma más o menos semejante: en Alemania y en Italia en los fenómenos del nazismo y fascismo. Lo vemos en el resto del mundo en la oposición que se crea en el área colonial entre colonialistas y anticolonialistas, es decir entre nacionalistas y colonialistas. Lo vemos en China en donde el proceso de la revolución sufre un cambio fundamental especialmente después del año 1925, y más después del año 1927 en que la política del Kuomintang se define mucho más categóricamente contra el comunismo, es decir contra la influencia soviética.

Hay un fenómeno de agudización de las tensiones que se traduce en una violenta oposición de las posiciones extremas y deja vacío lo que podríamos llamar la idea del hombre solo, del hombre individual. Los desocupados empiezan a impresionar a los observadores de la sociedad como masa que tiene una especie de voluntad más o menos colectiva y no muy gobernable, que los transforma en una fuerza sumamente temible. Estas grandes masas se concentran en las ciudades, que es donde tienen sus esperanzas; allí el observador advierte que durante todo este período la vida urbana se tonifica y las masas empiezan a adoptar un aire nuevo.

Son las masas urbanas, esas de las que Ortega y Gasset señaló precozmente que estaban operando un ascenso, lo que él desde un punto de vista quizá un poco aristocratizante llamó La rebelión de las masas. De estas masas él decía decía que habían logrado que todo quedará chico ya para ellas, que no hubiera suficiente número de cinematógrafos, ni de teatros, ni de estadios atléticos, nada, todo era chico para estas masas que empezaban a aglomerarse en las ciudades.

Observaba Ortega, y otros por entonces, que no era sólo un fenómeno de crecimiento numérico sino una cosa mucho más importante para el futuro. Se trata del crecimiento de las apetencias de las masas, es decir el desarrollo de nuevos apetitos, de nuevos deseos, de nuevas aspiraciones, de ganas de vivir como vivían otros. Y esto naturalmente multiplicaba a cada uno de estos individuos que ahora se agrupaban en las ciudades, atribuyéndoles el valor de varios de los de antes, porque ahora cada uno de ellos representaba un consumidor de muchos más bienes de los que había significado antes.

El observador, el sociólogo, descubría que había habido un ascenso de las masas, o como dirían otros, una rebelión de las masas, y el filósofo descubría que en este vasto fenómeno en que la técnica y la industria y las sociedad se ensoberbecían y creaban un mundo que empezó a llamarse más allá de la medida del hombre aparecía una tendencia íntima, en todo aquel que era capaz de recogerse sobre sí mismo, a pensar en la necesidad de defender su intimidad.

Constituye una característica del pensamiento filosófico religioso de la época este retorno hacia lo interno del hombre. Si algo es característico del pensamiento de las minorías cultas durante este período en Europa es la aparición de lo que desde Max Scheler se llama definitivamente la “antropología  filosófica”, la “aparición del pensamiento” de Jacques Maritain. La proyección de este pensamiento impulso en Francia al grupo de la revista Esprit, fundada en 1932 por E. Mounier. Es un tipo de intento de retorno al hombre, al hombre interior, a la experiencia interna, a un hombre en cuyo ámbito de conciencia se supone que ocurre todo lo que parece verdaderamente importante. Esta fue una respuesta de las minorías cultas europeas, esas minorías cultas, a la emergencia de las masas.


Clase 4
El mundo de la entreguerra: política e ideologías

En este examen de la situación de la entreguerra, hemos tratado de analizar hasta ahora cuáles son los rasgos de lo que llamábamos la situación social y cultural de los distintos ámbitos en los que la Primera Guerra Mundial había hecho un impacto profundo. Para completar y para terminar ese cuadro, quiero referirme hoy al conjunto de situaciones políticas y a las ideologías cuya aparición constituye sin duda alguna la novedad más sorprendente de este periodo.

Hay una transformación intensa en el orden de la sensibilidad, de las concepciones del mundo y en cuanto a la concepción del hombre. Pero lo más llamativo del periodo de entreguerra es la alteración vertiginosa de las ideas acerca de la convivencia humana, de las formas de la vida social y política. Esto es lo más llamativo y lo que tenemos que entender en relación con esas situaciones sociales y culturales que he caracterizado hasta ahora, y en relación con las situaciones de poder que se crearon inmediatamente después de la guerra, y en algunos casos durante la guerra misma.

Para entender el conjunto de situaciones que se plantean en el mundo de preguerra hay que partir de la crisis de 1917 y de la situación creada por el tratado de Versalles, que afectaba a las potencias que hasta ese momento dirigían el mundo y cuyo control evidentemente empezaba a ser compartido por otros países. Versalles, así como los tratados que le siguieron en relación con los distintos países, creó una geografía política del mundo considerablemente distinta de la que había regido antes de la Primera Guerra; pero creó también un sistema de ideas que presidía el sistema. El conjunto de los tratados de paz y este sistema de ideas tienen ciertos caracteres que es bueno advertir hoy con más lucidez, con más perspectiva seguramente de lo que pudieron hacerlo los hombres de Versalles y la gente de su época.

La crisis de la nacionalidad

Se trataba de una concepción de la geografía política del mundo sobre la base de una cierta idea, muy combatida, muy jugada podríamos decir: la idea de que el mundo se constituía por la yuxtaposición de nacionalidades. Esta era la idea que presidía la concepción política de Versalles. Esa idea tenía una vasta proyección; si la quisiéramos filiar diríamos que era una típica idea del siglo XIX. La concepción de la nacionalidad como una entidad cerrada, provista de una conciencia interna de lo nacional, eno se remonta más allá del siglo XIX, y tiene una serie de connotaciones que correspondían a la situación económica, política social del siglo XIX.

Naturalmente naciones habían existido antes, grupos soberanos habían existido antes, pero lo que se llama la nacionalidad entendida como un área cerrada, dentro de la cual parece posible que se desarrolle la totalidad de la existencia de un grupo humano, junto con una serie de connotaciones en relación con el lenguaje, la tradición, on el folklore, todo esto tenía una serie de caracteres que juntos conjugaron una noción política que no es anterior al siglo XIX.

Esta idea de nacionalidad se elabora en la Europa occidental sobre la base de una reacción contra la filosofía del siglo XVIII, contra el racionalismo. En última instancia, esta concepción de la nacionalidad como idea fundamental en el orden político no es sino una respuesta a la situación creada en la Europa occidental por la conquista napoleónica.

La concepción imperial de Napoleón suponía la posibilidad de que una cierta concepción política, una cierta idea de la vida, fuera susceptible de funcionar en cualquier ámbito histórico, desentendiéndose de las realidades geográficas locales, de las circunstancias históricas, del contexto tradicional de cada entidad. Por eso las tomó el romanticismo, un movimiento que en cierto modo está muy vinculado a la reacción anti napoleónica. 

Esta idea de nación, o más exactamente de nacionalidad, como elemento en la estructura del mundo, y lo que es más importante, esta concepción nacionalista de defensa a outrance de la nacionalidad, o como elemento fundamental del equilibrio político internacional, que es típica del siglo XIX, correspondía a una realidad económica que, por lo menos, no contradecía esta noción. 

Cuando el tratado de Versalles restaura esta idea, como elemento fundamental de la concepción geopolítica que pone en funcionamiento, introduce una especie de anacronismo. Comienza a afirmar que el principio de nacionalidades tiene que inspirar la organización de un mundo que aspira a la paz. Va a crear un instrumento internacional para la paz que es la Liga de las Naciones. Afirma en consecuencia la autonomía de Austria, de Hungría, de Yugoslavia, de Checoslovaquia, de Polonia, y naturalmente la de las potencias que tradicionalmente la tenían. Cuando plantea esto está incurriendo en el anacronismo de suponer que en la Europa de 1919 esa autonomía nacional era posible. 

Desde que esta idea surge y se impone a principios del siglo XIX, hasta esa unificación oficial de esta idea como elemento fundamental de la política de Versalles, ha transcurrido un siglo. En ese siglo la economía se ha internacionalizado, la organización capitalista ha construido una red internacional tan extraordinariamente densa y rica que estas nacionalidades creadas por Versalles se encuentran totalmente imposibilitadas para funcionar.

¿Que eran, en el mundo de los grandes trusts, en el mundo de los grandes consorcios financieros, en el mundo del Comité des Forges?; ¿en el mundo de las organizaciones económicas que se integraban por elementos distribuidos por toda Europa, que además se integrarán con fuentes de materias primas que estaban en otros continentes y que necesitaban mercados de todos los continentes? ¿Qué era afirmar la independencia de Austria, encerrada alrededor del Danubio, sin salida marítima, sin posibilidades económicas? Esta afirmación -hoy lo advertimos claramente- era simplemente un anacronismo. Ese anacronismo era producto en cierto modo de la visión un poco romántica de Europa que tenía Wilson, y de la persistencia en ciertos políticos europeos, y en ciertos sectores de la opinión europea de ciertas concepciones tradicionales, entre las que jugaron un papel fundamental las de tipo reivindicatorio de hombres como G. Clemenceau, y más en general de ciertos importantes grupos de la opinión francesa. 

Evidentemente, el Imperio Austrohúngaro era insostenible. La solución que se le dio al problema fue apoyar la situación de Europa sobre un cúmulo de pequeñas situaciones locales: la de estos países que he nombrado, la de las grandes potencias tradicionales, la de los pequeños territorios con un estatus especial, como el caso del Sarre o de Danzig. Todo esto significó un anacronismo, un conjunto de contrasentidos que tenían que explotar de alguna manera. 

¿Cómo explotaron? Explotaron poniendo sobre el tapete ciertas situaciones reales que eran verdaderos desafíos al sistema de ideas que había predominado en Versalles. La Liga de las Naciones constituyó una especie de remedio, intentado en el más alto nivel, pero también con absoluta desconexión con respecto a los problemas internos. Así como el tratado de Versalles se apoya en el principio del particularismo nacional y de la defensa a outrance del  principio de nacionalidad, la Liga de las Naciones postuló, en un terreno completamente abstracto, el principio del internacionalismo. Los países del mundo debían unirse para establecer una especie de control internacional, que fracasó por la retracción de los Estados Unidos, esa potencia que era cada vez más decisiva en los asuntos internacionales. También le faltó la posibilidad de funcionar prácticamente cada vez que el mecanismo internacional exigía algo como una acción de policía, una acción compulsiva frente a los intentos de cada uno de los países que empezaban a resurgir contra cualquiera de los otros, especialmente si eran menos poderosos. 

Esta contradicción hubiera permitido prever -siempre es fácil prever después de que ocurren las cosas- que en el sistema de Versalles y en el de la Liga de las Naciones había contradicciones y dificultades insuperables si esa inadecuación entre el orden político y el orden económico continuaba. Los imperios eran por entonces grandes áreas económicas en crisis de disolución. Alguno de ellos, como el Austrohúngaro, ya estaban disueltos políticamente. En otros casos, como el imperio francés o el mismo imperio inglés, estaban amenazados por estos brotes de tipo nacionalista que empezaban a notarse y que adquirieron cierto brío inmediatamente después de la guerra, como el caso de la India del Mahatma Gandhi. Estos grandes imperios, estás grandes unidades, con todo pueda decirse de ellos en cuanto significaban violación de soberanías, atentados a la libre determinación de los pueblos, o simplemente intentos colonialistas, de cualquier manera respondían a un esquema económico que era más justo que el esquema económico del nacionalismo.

Esta situación es la que comenzó a trabajar la estructura del mundo, dando lugar a una serie de crisis internas de ciertos países, que se transformaron en crisis internacionales. Todas ellas empezaron a ser acompañadas por cierta ideología que implicaba una transformación profunda con respecto a lo que parecía que era la tradición imborrable de la civilización occidental.

La crisis de la democracia

Para muchos la democracia, la forma de gobierno representativo, era algo definitivamente incorporado a la tradición occidental. Era una etapa en la vía del progreso, y dentro de una concepción racionalista parecía que las etapas de este progreso no podían retrotraerse a situaciones anteriores. Sin embargo, un día, intempestivamente empiezan a aparecer, con situaciones extraordinariamente violentas, ideologías totalmente diversas de las que parecía que el mundo había conquistado definitivamente. Hagamos un ligerísimo examen, tan ligero como el tiempo nos lo permita, de cuales son estas situaciones que van a empezar a irrumpir de alguna manera.

Las primeras empiezan a manifestarse en lo que llamaríamos las democracias tradicionales, aquellas que Adolfo Hitler llamó las viejas democracias podridas. Esas democracias eran las de los países que habían intervenido en la gran contienda: Francia e Inglaterra y los Estados Unidos, y además la Alemania de la República de Weimar, que surge de la reordenación posterior a la guerra. Era el sistema político predominante en innumerable cantidad de países en Europa: los países bálticos, por ejemplo, o Grecia, o Yugoslavia, que se constituye, o Austria. Era el régimen de los países latinoamericanos. Era un sistema tradicional, desenvuelto después de mucha experiencia, algunas muy dolorosas por cierto, que habían finalmente concluido en una especie de doctrina política de la que se suponía que poseía cierta verdad intrínseca.

La democracia virtualmente podía resolver todos los problemas, los económicos, los sociales, los políticos internos, los internacionales, de modo que esta solución tradicional parecía esconder la panacea universal. Sin embargo, después de la Primera Guerra en estos países empezó advertirse que había algunos mecanismos que no funcionaban bien, y fundamentalmente uno. Se empezó a advertir la no representatividad del régimen institucional. El régimen institucional funcionaba de una manera perfecta, pero parecía no responder a los intereses de determinados sectores que estaban en ascenso, especialmente las fuerzas obreras. Se llegó al punto de suponer que todo este sistema, que teóricamente tenía valor universal, estaba consustanciado con una sola de sus clases. Al mismo tiempo que los comunistas empezaban a hablar de “democracia burguesa”, también hablaban de “democracia burguesa” Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Es decir qué tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha empezó a aparecer una crítica violenta contra la democracia, fundada en la no representatividad del régimen institucional. Ese régimen institucional funcionaba bien para un sector social y parecía no funcionar bien para otro. Este otro no tenía todavía una manera normal de expresarse pero tenía en cambio una capacidad expansiva violenta, una gran fuerza para hacerse notar en la escena política, y cada cierto tiempo irrumpía irrumpía creando problemas inusitados. No había experiencia para afrontarlos y parecían conmover la totalidad de la estructura social.

Estos problemas se pusieron de manifiesto cada cierto tiempo. Son los problemas que tuvo que atender, pongamos por caso, R. Poincaré en Francia o E. Herriot, cuando lo sucede en el gobierno, y sobre todo en el manejo de la economía francesa frente a esta terrible situación de la desvalorización del franco. Esto amenazaba al pequeño ahorrista, que no era el gran capitalista sino gente de pequeña burguesía, e inclusive al sector de pequeños propietarios campesinos, que tenían una actitud de pequeña burguesía y que estaban muy vinculados a esta economía del pequeño ahorro. Problemas parecidos son los que tuvo que afrontar los Estados Unidos después de la crisis de 1929, a la que Roosevelt sale al encuentro con su famosa política del New Deal. Son los problemas que tiene que afrontar Inglaterra: desocupación por las profundas dificultades en el sector del hierro, el acero y el carbón, de los cuales resultan la elección de Ramsay MacDonald, primero como representante del Partido Laborista, y luego como jefe de un gobierno de conciliación nacional de vaga inspiración socialista pero lleno de concesiones a las fuerzas conservadoras. Son los problemas que tenía que afrontar la Alemania de la República de Weimar, la Alemania del presidente Hindenburg, que tenía terribles problemas por el pago de las contribuciones de guerra.

Estos problemas carcomían a estos países, en muchos casos por razones que nada tenían que ver con su sistema político, pero que incidían sobre él, demostrando de alguna manera, que ese sistema político era injusto porque distribuía mal la riqueza. Esto era lo que parecía justificar la crítica de la extrema izquierda, la crítica de la extrema derecha. En el seno de estas viejas democracias -aun cuando los intentos de MacDonald o Roosevelt significaron un principio de solución- se percibió surgió una suerte de indiferencia o de incapacidad para afrontar estos nuevos problemas que se heredaban de la guerra.

Esto en el caso las viejas democracias. Porque hubo también nuevas democracias. Hubo una nueva forma de democracia en los países bálticos, donde el problema de la distribución de la riqueza empezó a enfrentarse con criterios distintos de los tradicionales, tratando de limitar los inconvenientes de la concentración del capital. Hubo otras nuevas democracias aún más nuevas, inclusive institucionalmente. Una fue Checoslovaquia; la otra la República Española.

Checoslovaquia surgió (en 1918) por obra de T. Mazaryk y E. Benes. Se organizó un estado montado sobre un alto nivel industrial, con una democracia que tendía aceleradamente a una redistribución de la riqueza. En el caso de la República española el sistema no llegó a funcionar de una manera perfecta, pero el nuevo sistema institucional de tipo democrático tradicional parecida estar animado con el propósito de llegar a soluciones análogas a la que de los países bálticos, al que había inspirado a la Revolución Mexicana, o a cualquiera de los movimientos que habían empezado a pensar que la democracia admitía otras formas que no eran las tradicionales.

Con esto quedaron comienzan a existir dos formas de democracia. Una que se conforma con el mantenimiento de los regímenes institucionales que tradicionalmente parecen agotar la concepción democrática, y otra que entiende que hay que remover las bases económico sociales de una sociedad para que puede funcionar con el sistema institucional de la democracia. Hoy, históricamente advertimos que eran dos formas en cierto modo enfrentadas, ya desde antes de la guerra, sin que en aquel momento se lo advirtiera. Estas nuevas democracias sucumbieron; sucumbió Checoslovaquia por el empuje de Hitler, y sucumbió la República española también fundamentalmente por el empuje de los países del Eje. El caso es que Estos sectores democráticos formaron un bloque, y al lado de los tradicionales se formaron otros de no menor significación, quizá más, por lo menos como elementos para caracterizar este período, aunque su experimento fue bastante efímero.

El mundo soviético

El otro sector es la Unión Soviética, que hizo un solo experimento en el año 1917, y puso las bases de lo que se llamó un estado socialista. A partir de ese momento empezaron a ocurrir allí fenómenos que se relacionan con el cambio económico social, y con la situación interna de Rusia, no de La Unión Soviética sino de la Rusia eterna. Pero en otros casos se relacionan con el equilibrio de las fuerzas internacionales.

Durante los primeros ocho años del nuevo régimen, la inspiración de Lenin, a quién se debía su instauración, condujo el experimento socialista con bastantes fluctuaciones. Hay en 1921 un período de retorno a la economía capitalista, lo que se llamó la Nueva Política Económica (NEP), pero dentro de una línea bastante definida de lo que llamaría la primera etapa del movimiento. Esta línea de conducta se transformó de una manera notable después de 1925 (muerte de Lenin), y comienza un conflicto -que representaron fundamentalmente Stalin y Trotsky-, acerca de cuál debía ser la política interna de la Unión Soviética, y sobre todo la política de la Unión Soviética en el mundo.

Esta controversia, que terminó con la expulsión de Trotsky en el año 1927, representó dentro de Rusia la aparición de una nueva tendencia, que encarnó Stalin. Su conducción de la Unión Soviética se caracterizó por estas líneas: encierro acentuado, industrialización masiva, descenso del nivel de vida interno en beneficio de la industrialización acentuada, y naturalmente el régimen policial, el régimen de dictadura que correspondía a una política en la que los intereses humanos se subordinaban a estos intereses colectivos.

Jugaba en esto el grave problema del peligro internacional de Rusia. La Unión Soviética se sentía cercada. Si lo estaba o no lo estaba es cosa difícil de esclarecer. Pero la Unión Soviética se sentía cercada por potencias de un altísimo nivel industrial; parecía imprescindible alcanzar ese nivel industrial y ese fue uno de los objetivos fundamentales. Durante un momento, hacia 1934, pareció triunfar lo que se llamó la política europeizante, que representaba dentro del equipo dominante el canciller M. Litvinov. En mérito a ella, la Unión Soviética intentó la aproximación a las potencias occidentales y se incorporó a la Liga de las Naciones. Durante un cierto período se produce inclusive un aflojamiento de las tensiones internas y una apertura hacia Europa. Es el momento en que tiene más éxito el Intourist, la organización estatal de turismo, que trata de atraer al visitante extranjero hacia la Unión Soviética.

Esta política tiene un final. En el año 34 ya está Hitler en el poder. Dos años después comienzan los llamados procesos de Moscú, que duran entre 1936 y 1938, en los cuales el estalinismo liquidó la plana mayor de lo que había sido el antiguo Partido Comunista, especialmente en la época heroica de la lucha ilegal. La justificación de los procesos de Moscú fue el espionaje, es decir la presunta concomitancia entre estos sectores y el nazismo.

En realidad la situación de Rusia fue en ese momento verdaderamente crítica. Habría de salir al paso de ella en vísperas de la Segunda Guerra, mediante una alteración de su política tradicional, que había consistido en la alianza con Checoslovaquia y con Francia, reconstruyendo a través de ellos la alianza con Inglaterra. En vísperas de la invasión de Hitler hacia occidente, la Unión Soviética cambia de política, se firma el famoso pacto Molotov -Ribbentrop, y Rusia entra en la alianza alemana.

En ese momento estaba llegando a la culminación -pero no había llegado todavía- el proceso de industrialización masiva; se estaba acentuado la explotación del petróleo en toda la zona caucásica, y estaba intensificándose la incorporación de la Siberia al área económica de la Rusia Europea. Para entonces Rusia constituía ya una potencia bicontinental continua, desde el golfo de Finlandia hasta Vladivostok. donde termina el ferrocarril transiberiano. Allí Rusia se las tenía que ver Rusia con otra potencia en ascenso, el Japón, que ya había constituido en China, en Manchuria, el estado títere que se llamó Manchukuo, que controlaba la riqueza siderúrgica de China, y creaba en el Pacífico un cuadro de tipo estratégico sumamente amenazante, para la Unión Soviética y también para los Estados Unidos. Todo esto configuró una política que Stalin se empeñó en continuar de una manera tan cerrada que le obligó naturalmente a recurrir a un sistema interno de control total, de brutal represión.

Las democracias habían intentado mantener el régimen tradicional o remozarlo. Este era experimento nuevo, que causó sensación. No sólo promovió inmediatamente después de la revolución de 1917 intentos en Alemania, como los motines de Hamburgo, o en Hungría, como él de Béla Kun, sino que creó fermentos revolucionarios en todo el mundo. En todo el mundo se sintió que aquella frase típica del siglo XIX, “la revolución social”, es decir el Apocalipsis, el día señalado, eso estaba la vista. Este estado de ánimo predominó durante cierto tiempo y empezó a contar en todos los países, con todos los regímenes políticos, con una fuerza política nueva, alterando la ecuación tradicional de las fuerzas de cada país, aún en aquellos en que no tenía fuerza suficiente ni siquiera como para empezar a soñar en la posibilidad de un intento de realización de esa doctrina. 

Este experimento no era totalmente novedoso en cuanto a su doctrina, desarrollada desde mediados del siglo XIX. Así como suscitó una reacción de tipo revolucionario tendiente a imitar a la revolución rusa, suscitó una reacción de tipo contrarrevolucionario. Sugirió la necesidad de salir al paso de este tipo de movimiento revolucionario,  particularmente en algunos países que tenían problemas de masas.

El fascismo

Porque la revolución que se había realizado en Rusia había creado un problema de masas que no existía antes. En la Europa occidental tenían problemas de masas los países de más alto desarrollo industrial. No llegaron a tener cariz revolucionario ni en Francia ni en Inglaterra, pero lo tomaron en ciertos países en donde la coyuntura económica y la política crearon un ambiente favorable para la irrupción. Esos países fueron, como es bien sabido, Italia y Alemania.

Los problemas de masas se vinculaban con las posibilidades de readecuación de los grupos sociales que volvían de la guerra, que ha jugado un papel fundamental en el desencadenamiento del fascismo y del nazismo. Tanto la economía inglesa como la francesa encontraron salidas para este problema. En 1920, en 1922, en 1926, en víspera de llegar MacDonald al poder, se decía que un desocupado inglés ganaba más de lo que podía ganar cualquier otro obrero del resto del continente que tenía trabajo. Pero el subsidio que los desocupados recibían en Inglaterra correspondía a un fondo que no producía Inglaterra; toda la economía del imperio respaldaba este fondo para los desocupados ingleses. Francia encontró también una manera no sólo de auxiliarse con el imperio -que bastante le ayudó por cierto- sino también de ajustar esa economía del pequeño ahorro y resolvió el problema sin crear las situaciones críticas que permitieran la irrupción del movimiento de masa.

Italia no lo pudo hacer de ninguna manera. Su economía no lo permitía, el desarrollo industrial de la Italia del Norte era reducido y tenía una dependencia substancial otras economías, sobre todo la siderúrgica, que dependía de la materia prima y en buena parte de los mercados del exterior. No pudo absorber al desocupado, al ex combatiente y se encontró con un grave problema social. Se manifestó de primera intención a la sombra del movimiento soviético, en un movimiento revolucionario que estalló principalmente en las ciudades fabriles del Norte.

A esto respondió Mussolini con un gran intento político. Me atrevería a decir que este primer gran intento político del siglo XX es revelador de una formidable capacidad política por parte de Mussolini. ¿En qué consistió esta idea? En descubrir que efectivamente existía un problema económico, un problema social de las masas, que era necesario solucionar. Era necesario salir al encuentro, pero podía solucionarse no solo por la vía revolucionaria -que Mussolini conocía muy bien, como viejo combatiente socialista- sino de otra manera, creando un mecanismo político por el cual se separaran lo que llamaríamos los objetivos inmediatos y los objetivos mediatos de acción revolucionaria de las masas.

La masas podían ser conducidas hacia una revolución fundamental, a un revolución de una estructura económica, que significaba apremios y dificultades de toda clase, sacrificios, esfuerzos, luchas. Pero podían ser también conducidas a una revolución de otro estilo si se postergaba ese sistema de fines, y por el contrario se conseguía polarizar sus esfuerzos hacia fines concretos: mejores salarios, menos horas de trabajo, organizaciones de ayuda, organizaciones de protección, organizaciones para la recreación después del trabajo. Es decir todo un sistema de ventajas prácticas inmediatas que podía ofrecerle a la gente, inclusive como si fueran efectivamente cosas que se les arrancaban a los ricos, a los capitalistas. pero que en última instancia no hacían sino alejarlas de aquellos fines, que él -viejo combatiente- sabia que eran los objetivos fundamentales de la acción de masas, tal como él la estaba contemplando.

Esta fue su creación política; inventar una acción de masas que erigiera en fines últimos los fines típicos tradicionales del siglo XIX. Invento L’ Impero, habló de restaurar el Imperio Romano. La pobre y débil Italia, que no podía controlar el mar Mediterráneo y que se sentía acosada por la fuerzas navales inglesas, que había obtenido unas pequeñas colonias graciosamente por la voluntad de Gran Bretaña, habló de renovar el Imperio Romano. Exaltó el nacionalismo agresivo, acogió las exaltaciones nacionalistas de G. D’Annunzio y con todo esto eso creo una nueva mitología, que consiguió desalojar a esa mitología peligrosa que él entendía que había empezado a ser escuchada por esas masas descontentas en la curiosa y trágica situación de entreguerra.

Así inventó un sistema que hizo fortuna; que no disgustaba al general M. Primo de Rivera cuando dio el golpe de estado en España, que no le disgustaba naturalmente al dictador portugués Oliveira Salazar; ni a Getulio Vargas en el Brasil; ni a las gentes que hicieron la revolución de 1930 en la Argentina.

Todo este sistema parecía tener un secreto en el que muchos creyeron que había una solución; inclusive algunos de buena fe, debemos admitirlo. Ese secreto consistía en un ajuste del sistema de las instituciones democráticas tradicionales, para que respondieran mejor a las realidades o sea para corregir lo que ellos decían que constituía la gangrena de las democracias: un sistema institucional que no era representativo.

Este ejemplo tuvo una enorme fuerza y ejerció una gran influencia sobre todo el mundo. En cierto modo puede decirse que Hitler es un émulo, aunque no recogió la totalidad de la enseñanza sino solamente aquello que le convenía. Por otra parte, si Mussolini no lo hubiera inventado es muy posible que Hitler lo hubiera hecho, porque en ambos casos había en el ambiente una invitación a la política de masas. Ya he señalado el otro día de qué manera los medios de llegar a la masa habían empezado a ser patentes. La radio y el micrófono tenían la posibilidad de organizar un nuevo medio de comunicación. Ese que inventó desde el balcón del Palacio de Venecia para hablar a la gente que estaba allí reunida, con la absoluta seguridad de que en todos los pueblos y en todas las ciudades de Italia se escuchaba al mismo tiempo su voz y se promovían organizadamente las mismas reacciones que él estaba tratando de desatar desde el balcón del Palacio de Venecia. Este tipo de acción multitudinaria, directa, estaba al alcance de quien quisiera usar los medios de comunicación.

Hitler los utilizó todavía con una mise en scène  mas acentuada que la del propio Mussolini, pero contando ya con ciertas cosas que Mussolini tuvo que inventar. Mussolini tuvo que inventar el sentimiento nacionalista y la mitología imperial, con las que Hitler contaba sin necesidad de inventarlas.  Contaba con un país superpoblado, que había soñado desde la Edad Media con la marcha hacia el este. Cuando Hitler se dirigía hacia la Unión creía reivindicar los ideales de Enrique el León, en la época en que luchaba contra Federico Barbarroja y la vieja política del  pangermanismo. Tenía una enorme cantidad de elementos en sus manos, y también contaba con un vago sentimiento antisemita que había en ciertos sectores, indudablemente, que él exacerbó y llevó hasta sus últimas consecuencias. Tenía además, por encima de todo esto, el feroz resentimiento de la derrota. Capitalizando todo esto,  escuchando cuidadosamente las voces del Estado Mayor alemán, que no había sido destruido después del armisticio del año 18, y contando con la organización industrial y con la capacidad de técnica que le quedaba y que no había sido destruida después de 1918, organizó un Estado diabólico, montado sobre la exacerbación del odio, pero con una teoría.

Esa teoría, falsa o no, interesa para entender el espíritu de la entreguerra. Por la situación de la época, pareció para muchos que se había encontrado una nueva forma de  representatividad que no era la forma tradicional de la democracia. También Hitler creyó que había encontrado una nueva forma de representatividad; también él creyó que las aclamaciones que recibía cuando hablaba desde el Palacio de la Cancillería, desde el momento que su voz se oía en todos los pueblos y ciudades de Alemania, equivalían a un aval jurídico y político de sus decisiones. Este sentimiento, que por otra parte correspondía a la idea del héroe, la idea de la comunicación intuitiva entre la comunidad y su representante excelso individualizado, la puso en funcionamiento. Y al calor de esta ola de irracionalismo que era característica en la Europa de la posguerra, su sistema pareció una solución.

Nacionalismos antimperialistas

Así se constituyó un bloque, que al cabo de cierto tiempo se convirtió en un bloque militar que se le llamó el Eje, al que se agregó el Japón. La ideología de este régimen no era exactamente la ideología fascista o la nacional socialista. Era la que convenía al grupo militar que gobernaba el Japón, que hacía una política típicamente militarista. Pero el planteo también correspondía a situaciones reales, en una isla que tenía 70 u 80 millones de habitantes, para cuyo desarrollo industrial la posesión de la Manchuria era absolutamente imprescindible, según el planteo de estas minorías militares. Este planteo parecía exigir una acción violenta contra la China, en cuya jurisdicción estaba esa r tan anhelada, y contra las potencias que podían significar un peligro para su expansión. El caso próximo era La Unión Soviética, el caso un poco más lejano los Estados Unidos.

Allí surgió una doctrina que se parece un poco al fascismo, aunque  en otras cosas difiere mucho. Se apoyó en una mitología vieja, la del panasiatismo, la ideología anticolonial con respecto al Occidente, fundada en la heroicidad, con algunos resortes que los países occidentales no entendieron y creo que siguen sin entender. Esta mitología funciono activamente, y este estado se cargó con una capacidad de acción semejante a la del estado nacional socialista alemán. Entre los dos, mucho más que Italia, hicieron un frente que debía tener consecuencias explosivas en la organización del mundo tal como habían surgido después de la entreguerra.

Todavía quedan algunas situaciones y algunas ideologías más, que aunque son de menor importancia es bueno tener presente. No es una casualidad que este sea el momento de aparición en el mapa del mundo del área islámica. Los árabes, que habían defendido el imperio turco, habían quedado en libertad bajo la acción descubierta de Gran Bretaña. En la primera posguerra empezaron a constituirse protectorados, regímenes variados desde el punto de vista institucional, pero en la práctica subsidiarios de las grandes potencias económicas europeas, que necesitaban controlar el área de los países árabes. Porque dio la casualidad de que se encontrara en ellos riquezas petrolíferas fundamentales, y además que controlaban geográficamente algunos pasos esenciales de la ruta imperial. En este momento aparece en la escena del mundo moderno este movimiento árabe que después de la Segunda Guerra va a tener una importancia tan extraordinaria. Durante la entreguerra solo hace su aparición y comienza en algunos lugares cierta transformación que debía tener como consecuencia los movimientos militares que se sucedieron después de la Segunda Guerra Mundial.

El otro fenómeno en ea área que también es interesante señalar, es la renovación turca operada por Mustafá Kemal Ataturk, en un intento de occidentalizar Turquía, cosa que consigue de una manera bastante intensa y profunda.

El otro experimento que empieza hacerse en el mundo para responder con una cierta ideología a nuevas situaciones es el de China. En China desde 1925 el Kuomintang, el partido popular, está bajo la dirección de Chiang kai Shek que empieza a coquetear entre el Japón y la Unión Soviética, en relación sobre todo con la fuerza que tenían los los grupos comunistas en el área china, y con la influencia que la Unión Soviética ejercía en algunas regiones fronterizas, es especialmente en la Mongolia, asó como con la influencia que iban a ejercer al cabo de muy poco tiempo en la Manchuria los japoneses.

La revolución china, iniciada en 1911, se encontró hundida en una terrible guerra civil, que tanto le apasionó a André Malraux. Pareció a toda la Europa, que esa terrible guerra civil constituía el aparato en el cual debía surgir el viejo país milenario bajo formas modernas. Al cabo de cierto tiempo empezó advertirse que no estaban jugando allí sino algunas fuerzas populares espontáneas de China, y sobre todo los intereses de las grandes potencias. Las occidentales estaban vinculadas a los puertos:  a Hong Kong, a Shangai a Macao, a todos los puertos que tenían la llave del comercio internacional; la del Japón. que estaba amenazando hacia el norte y hacia el oeste tratando de constituir lo que después fue el estado de Manchukuo.

Quizá se pudiera terminar esta reseña de situaciones de ideologías, hablando un poco de América Latina. América Latina no tenía durante este período razones particulares para operar una gran transformación. La Primera Guerra Mundial le había significado a América Latina una brillante oportunidad económica, en virtud de la cual se había producido un desarrollo en ciertos lugares, pero en muchos de ellos, ese desarrollo fue contraproducente. Las dificultades de exportaciones europeas originaron en varios países una primera irrupción industrial, hasta ese momento muy contenida, especialmente por obra de los países exportadores de productos manufacturados. En cuanto terminó la guerra esta oportunidad que se había presentado desapareció, y empezó a operarse en pequeña escala eso que llamábamos, hablando de las grandes potencias, la reconversión de la situación de guerra a la situación de paz. Esa reconversión fue bastante trágica, y creó una situación de anormalidad de la que América Latina no se había recuperado cuando estalló otra nueva catástrofe que fue la crisis internacional de 1929.

Para ese entonces, como consecuencia del ascenso de los Estados Unidos como país exportador, y de la lucha de los Estados Unidos con Gran Bretaña particularmente, en cuanto a los mercados latinoamericanos, se había producido un ascenso considerable de los Estados Unidos, que habían acentuado considerablemente las inversiones en muchos países. Esas inversiones tendría desgraciadamente un signo bastante trágico en algunos países; representantes de esos inversores eran hombres como el nefasto don Vicente Gómez en Venezuela, o como lo había sido Gerardo Machado en Cuba. Era el tipo de dictador latinoamericano de quién se burló sabiamente R. Valle Inclán en Tirano Banderas: un temperamento tropical, que disponía de todos los elementos, hasta los más sutiles, para asegurar no sólo su poder personal sino la ventaja de todos los grupos financieros que estaban operando a su sombra.

Este tipo de dictador empezó a ser sacudido cuando la crisis internacional de 1928 y 1929. Hubo prácticamente en toda la América Latina conmociones de alguna gravedad, y sin llegar al caso de Sandino, en donde la irrupción popular tomó forma de verdadera sublevación y de verdadera lucha armada, empezaron a manifestarse también en este periodo ciertos primeros signos de reacción nacionalista. Estos signos fueron más enérgicos después de la Segunda Guerra Mundial, pero se insinuaron en este periodo, y cosa curiosa, al calor de la situación internacional y del predominio de ciertas ideologías, en ciertas ocasiones estos movimientos más bien quisieron imitar a los nuevos países totalitarios que a las viejas democracias. Se suponía que las viejas democracias habían sido los sistemas tradicionales con los cuales había sido posible la enajenación de la soberanía, especialmente de la soberanía económica y que la esperanza estaba en otro régimen político. Estos movimientos nacionalistas que empezaron a aparecer, en muchos casos estuvieron clara y definidamente teñidos con los colores de la política del totalitarismo.

Quizá sea lo más importante que ocurre en América Latina, excepto un gran experimento político, el del Estado Novo, que hace Getulio Vargas en el Brasil,  que lleva hasta su extrema consecuencia la inspiración fascista, tratando de organizar un estado de tipo corporativo. Diversas circunstancias frustraron su propósito, y finalmente la proximidad de la guerra internacional, la necesidad de aproximarse a los Estados Unidos, con quién tan estrechamente estaba vinculado, hicieron que este esfuerzo terminara en una serie de fracasos. Pero la intención existió, y la existencia del plan prueba una vez más lo que -quiero insistir-  constituye la tónica común, el denominador común de toda esta situación de entreguerras: el descubrimiento de la inadecuación entre las formas institucionales tradicionales y la estructura económico-social. Este es, creo yo, el descubrimiento que hace el mundo de entreguerra, a favor de las situaciones de crisis que la contienda mundial ha creado en el mundo entero.

Creo que no vale la pena que me extienda más sobre estos problemas de situaciones y de ideologías. La Segunda Guerra Mundial, con la que ya voy a empezar mi próxima clase, es un fenómeno que llama poderosamente la atención en cuanto representa el alineamiento de dos bloques ideológicos. Esto constituye una novedad; no era así en la Primera Guerra Mundial; aquí las implicaciones de tipo ideológico en el conflicto son bastante fuertes, lo que le da a la Segunda Guerra un aspecto sui generis. También será muy peculiar, en consecuencia, el cuadro de lo que llamaremos la segunda posguerra. El análisis de este período de la segunda posguerra, será el tema de las tres últimas clases de este curso.


Clase 5
La Segunda Guerra Mundial y la posguerra

Con la clase de hoy empezaremos el examen de la última parte de nuestro tema, esto es, el período que se desencadena con la Segunda Guerra Mundial y que nos deja como herencia este mundo en que vivimos.

La Alemania nazi y la guerra

Es imprescindible señalar algunos aspectos del conflicto qué significó la inauguración de un nuevo estilo para muchas actividades, porque, como señalé al terminar la clase de ayer, la Segunda Guerra Mundial tiene un largo período de preparación -como todas las guerras por los demás- pero este período de preparación es no sólo de delineamiento en los frentes estratégicos, como ocurren vísperas de toda guerra, sino que es además de preparación técnica y de preparación ideológica. Estas características son precisamente las que le dan al conflicto un carácter sui generis, y las que legan a la posteridad, diríamos, esta singular situación que hace de la segunda posguerra un período dependiente de las situaciones creadas durante el conflicto mismo.

Ha habido sin duda un largo período de preparación económica. La Primera Guerra Mundial no resolvió el pleito de mercados que había enfrentado fundamentalmente a Inglaterra y Alemania. Ese problema estaba en pie y después de producida la rehabilitación de Alemania, proceso que empieza a operarse después del 32 aproximadamente, vuelve a producirse un intento de conquista y de captura de los mercados por parte de Alemania que empieza a intensificar su transformación Industrial para ajustarla a las nuevas condiciones de la competencia. Empieza a producir fundamentalmente para el mercado exterior, empieza a perfeccionar sus métodos, empieza a desarrollar hasta extremos de casi impensable rigor los métodos técnicos de la producción y con eso intenta una lucha en en la que sin embargo no había de tener resultados.

Los tuvo sin embargo, y muy importantes, en cuanto a la organización de la retaguardia. Este es quizá el fenómeno más curioso del período anterior a la explosión de la guerra. Alemania había sostenido en 1919 que el fracaso en el transcurso de la Primera Guerra Mundial se debía lo que el Estado Mayor calificó como “puñalada por la espalda”, refiriéndose a la falta de apoyo que el ejército había encontrado en el pueblo alemán. Esa interpretación de la derrota significa naturalmente un principio fundamental para la organización política, principio que no se puso en ejecución durante la época de la república de Weimar pero que sí presidió la organización de la liga interna durante la época del nacional-socialismo. La industria de los sintéticos para poner un ejemplo, fue característica, pero no lo fueron menos todos los otros cuyo objetivo fundamental era producir una autosuficiencia para la Alemania en guerra, Y así apareció, además de una política alemana, una teoría de la economía, que por cierto pareció buena para la exportación y que fue recogida por muchos gobiernos, simpatizaran o no con el régimen alemán. Era el viejo neo-mercantilismo, era una especie de herencia remota del mercantilismo clásico a través de las formas del mercantilismo imperialista, y ahora rejuvenecido bajo la fisonomía o mejor dicho bajo la inspiración de una concepción eminentemente político militar.

Esta es una cosa importante. En la organización del Estado alemán, desde la época de Bismarck, este aspecto había sido fundamentalmente la organización de la economía que había estado siempre dirigida y orientada por el Estado; y dentro del estado era sin duda alguna el Estado Mayor quién tenía mayor peso. Lo cual hace que la organización económica alemana, desde las postrimerías del siglo pasado, tuviera siempre las mismas características, que conservó durante todo este siglo hasta que empezó el período de la  segunda posguerra , después de 1945, es decir de organización económica cuyas líneas generales estaban dadas por el Estado para servir afines eminentemente políticos.

Esto constituye fundamentalmente la preparación económica de Alemania para la guerra. Trató de preparar una industria lo suficientemente eficaz como para asegurar el autoabastecimiento, y lo que es más importante, una industria capaz de servir a otro aspecto de la preparación, no ya económica sino la preparación técnica. En esto consiste la segunda revolución, sí así pudiera llamarse. La preparación técnica de la guerra constituyó otro de los esfuerzos verdaderamente gigantescos de Alemania en el período inmediatamente anterior a la Primera Guerra y también de grandes consecuencias para después.

Ese esfuerzo estuvo precedido durante mucho tiempo por las restricciones que el tratado de Versalles le imponía al armamento alemán. Así, los técnicos alemanes se esforzaron por producir dentro de las limitaciones que les ponía el tratado de Versalles un tipo de armamento que fuera compatible con la letra de los tratados y que al mismo tiempo le asegurará un principio de eficiencia militar a Alemania. Sobre la base de esta experiencia empezaron a hacerse trabajos extraordinariamente intensos que permitieron que en el momento en que Hitler decide presentar a Europa desembozadamente el cuadro de sus proyectos para el futuro, se iniciara una era de armamentismo sin límites.

Esta política, es bien sabido, empezó con la ocupación de la Renania en el año 1936. Ese fue el momento en que Hitler denunció el tratado de Versalles. Luego de ocupar la Renania,  contra las presunciones del tratado de Versalles, empezó aceleradamente a preparar su ejército para la guerra. Esta guerra que el preveía no era una guerra cualquiera. Era no sólo una guerra total y definitiva, sino además una guerra de nuevo estilo. Esto es lo que fue después la blitzkrieg, es decir una guerra caracterizada por un nuevo módulo en la velocidad de la operación. Este módulo no era el que caracterizaba a sus enemigos, que no estaban preparados estratégicamente y técnicamente para esta operación ni estaban tampoco preparados industrialmente.

Es bien sabido que los planes del Estado Mayor alemán sufrieron una revisión fundamental por parte del propio Hitler y se dice que se debe a él la inspiración de los planteos de la blitzkrieg, es decir una guerra que se ajustaba a los ritmos de la velocidad del transporte automotor. Para todo eso se necesitaba naturalmente una capacidad de organización que él creyó que Alemania poseía suficientemente y que trató de acentuar. Preparación económica, preparación técnica; hubo también una preparación política. Esa preparación política constituyó fundamentalmente en crear un ambiente ideológico necesario como para emprender la ofensiva. Ese ambiente ideológico puede decirse que estaba naturalmente implícito en el planteo político de Mi Lucha, en el famoso Mein Kampf de Hitler, expresado por cierto de manera no muy orgánica. Estaba también en la tradición del Estado Mayor alemán en última instancia, y estaba también latente en ciertas corrientes de opinión que apoyaban a Hitler en la medida que él presentaba cierto deseo de reivindicación que flotaba en la atmósfera alemana después del tratado de Versalles.

Pero esa preparación ideológica fue más a fondo, porque no sólo trato de defender la posición alemana o la política que representaba el Eje en cuanto a alianza militar pero también a alianza política, ideológica. Fue más adelante porque trató no sólo de defender su propia posición sino de crear un clima de desprestigio para las potencias occidentales, para sus futuros enemigos en los que veía fundamentalmente representantes de lo que él llamó, como decía ayer, las viejas democracias podridas.

Este planteo es complejo y sutil. Durante mucho tiempo existió una duda bastante fundada acerca de si el objetivo fundamental de Alemania durante la época del nacionalsocialismo eran las viejas democracias podridas del occidente o era por el contrario la Rusia Soviética. Yo recordaba ayer que en la proyección política y militar alemana la expansión hacia el este constituye una de las preocupaciones permanentes. En este caso evidentemente el nacionalsocialismo había surgido en Alemania como una respuesta al desarrollo que el Partido Comunista había tenido en Alemania en los últimos tiempos, El Partido Comunista que había llegado a tener un enorme caudal electoral, había predominado especialmente en los circuitos renanos, en las zonas siderúrgicas y carboníferas, en las zonas fabriles, y pasaba por una época de esplendor en las vísperas de Hitler, en la época en que había toda una tradición literaria relacionada con el pensamiento comunista y la esperanza de incorporar a Alemania a la revolución que Rusia había empezado.

Contra ese movimiento se levantó el nacionalsocialismo, y llegado al poder osciló entre hacer de Rusia Soviética o de las democracias occidentales el objetivo visible de su campaña. Cuando la alianza entre Rusia, Checoslovaquia y Francia se fortaleció, contando naturalmente con el apoyo de Inglaterra y teóricamente de los Estados Unidos. Hitler descubrió que tenía que realizar la campaña sobre la base de los planes tradicionales de Alemania que eran transformar a Europa en una fortaleza.

La táctica de construir la fortaleza europea fue la que en cierto modo lo perdió, en la medida en que incurrió en el error que él señaló en Mein Kampf, cuando afirmo categóricamente que el grave error de los estrategas alemanes de la Primera Guerra -y se refería particularmente a Hindenburg y Ludendorff-, había sido abrir simultáneamente los dos frentes, el frente occidental y el frente oriental. Él creyó que podía neutralizar este peligro atrayendo a la Unión Soviética, a través del tratado de Ribbentrop-Molotov. neutralizando a Rusia por un poco de tiempo hasta que terminara la operación occidental. Pero en la operación occidental terminó con las potencias continentales y no pudo terminar con Inglaterra y tampoco con los Estados Unidos, de tal modo que se encontró con qué otra vez tenía que afrontar Alemania una guerra en dos frentes.

Se preparó para la guerra Alemania durante un período relativamente breve, cinco o seis años en el terreno económico, en el terreno político, en el terreno ideológico. Se preparó también en el terreno estratégico; en relación con este problema realizó los primeros pasos en su política de unificación pangermánica, dirigiéndose a Austria en la que contó con la colaboración de sectores pro-nazis dentro de la república austríaca. Se dirigió luego hacia Checoslovaquia y finalmente intentó la apropiación de Danzing. Esto le ocasionó el enfrentamiento con Polonia, cuya invasión decidió finalmente la intervención de los países aliados, que no aceptaron este nuevo desafío,  después de haber aceptado la entrega de Austria y de Checoslovaquia, en Munich.

En realidad, se había preparado también mediante su intervención en la guerra española. Durante este conflicto hizo Alemania dos experimentos. Un experimento táctico: los primeros ensayos de bombardeos masivos. Pero fue también un tanteo para explorar la capacidad de resistencia de los gobiernos de los países aliados, a quienes convenció finalmente para qué transaran con lo que se llamó la política de no agresión. El gabinete francés creyó, como se creyó posteriormente en la entrevista de Munich, que había la posibilidad de neutralizar la ofensiva de Hitler. Fue un tanteo, que le probó a Hitler que sus enemigos estaban no sólo militarmente débiles -cosa que él sabía a ciencia cierta- sino que estaban políticamente débiles.

Se ha dicho también que el primer tanteo fue la ocupación del Rin en marzo de 1936, un momento en el cual la violación del tratado de Versalles, que significaba poner a las divisiones blindadas alemanas sobre la frontera francesa, no encontró ninguna resistencia en las cancillerías aliadas, que arguyeron -cada vez que se les crítico esta debilidad- que carecían de la capacidad militar para enfrentar al enemigo en ese momento. Se ha dicho muchas veces que hubo en esa ofensiva renana un juego de bluff por parte de Hitler. que no contaba en ese momento con poderío militar como para continuar su campaña más allá del Rin. Y aún se dice que ni siquiera tenía los elementos necesarios como para llegar a ultimar la operación renana.

Era en ese momento muy débil; en ese momento estaba comenzando el proceso de industrialización destinado a renovar el material del ejército. Pero se encontró en los países limítrofes, Bélgica, en Francia, en Holanda, en Inglaterra con una política de debilidad, una política de consentimiento, y se encontró en los Estados Unidos con una política de parsimonia, en parte por los problemas que Estados Unidos preveía que habrían de desencadenarse en el Pacífico, y en parte por la presión que en la opinión pública de los Estados Unidos ejercía la vieja tradición del no intervencionismo, del aislacionismo, del viejo aislacionismo que había abandonado a Wilson cuando su intervención al fin de la Primera Guerra y que habría motivado el apartamiento de los Estados Unidos de la vieja liga de las Naciones.

Con esta variada preparación, movido por una concepción un poco apocalíptica de la política, respaldado sin duda alguna por la confianza de que gran masa de su país, Adolfo Hitler inicia el conflicto.

Ese conflicto largo y sangriento como saben ustedes, tiene dos períodos; un período de ofensiva y de predominio total de Alemania, período en el que consigue construir buena parte de lo que él llamaba la fortaleza europea. No pudo sin embargo alterar la situación del Mediterráneo, ni a través de las operaciones de la flota italiana, ni a través de las operaciones del África Korps, aquel cuerpo que dirigía el mariscal Rommel, y que estaba destinado a hacer una operación de tenaza, para cortar de una vez, según la vieja aspiración del Estado Mayor alemán, la ruta imperial británica.

Para hacer esta operación de tenaza, además de la operación del África Korps, Alemania tenía que concluir la ocupación de Ucrania, que después de varios intentos resultó frustrada. Se dijo que una vez más había vencido en Rusia el “general invierno”. Al cabo de cierto tiempo las operaciones se empezaron a cambiar de tono, en todos los frentes. No sólo en estos, sino en el que en el Océano Pacífico había abierto el Japón, operando algunos impactos decisivos. El más decisivo de todos fue. no sólo la derrota de la flota norteamericana, por ejemplo en el Mar de Coral, sino sobre todo la toma por asalto de la fortaleza de Singapur. Quedó herido de muerte el Imperio británico, que perdió el control del imperio y la certidumbre de contar con bases inexpugnables. Estas operaciones, y las posteriores reconquistas crearon el ambiente de la singular situación del Asia después de la guerra, uno de los episodios más importantes del período que sigue a la contienda.

El conflicto tiene a partir de cierto momento, a partir de 1943 diríamos, un vuelco: la recuperación progresiva por el ejército de los Estados Unidos de Filipinas, de las zonas del Asia del sudeste; el control marítimo, la recuperación de Birmania, por una parte. Por otra, el fracaso de las operaciones de África por Alexander, y finalmente la apertura del segundo frente en Normandía, que pone el broche final a la guerra. El conflicto se cierra con la participación muy importante del ejército soviético, que en una operación combinada entra en Alemania al mismo tiempo que las fuerzas aliadas

Este es el esquema del conflicto. De este conflicto nos interesa destacar lo que se relaciona con la blitzkrieg, que tiene cierta semejanza con lo que ocurrió en la Primera Guerra. También lo que se relaciona con el experimento de Hiroshima y Nagasaki, lo que se relaciona con la capacidad de destrucción de las armas modernas que se pusieron en funcionamiento, pero sobre todo lo que se relaciona con las transformaciones industriales que la guerra permitió y estímulo.

El ritmo de transformación industrial que se ha operado en el mundo de posguerra se relaciona muy estrechamente con esta concepción industrial de la guerra. Fue la que puso en funcionamiento Alemania pero fue también la que puso en funcionamiento particularmente Eisenhower, desde su cuartel general en Inglaterra, preparando el desembarco en Normandía. La operación que fue concebida por el Estado Mayor Conjunto como una vasta operación industrial, un planteo industrial que tenía que atender no sólo a la eficacia de la inmensa flota aérea que entró en conflicto por una y otra parte sino también la posibilidad de reposición de esa flota aérea, la posibilidad de abastecimiento y el uso de todos los mecanismos necesarios para prolongar la eficacia de esa inmensa obra de destrucción que la aviación realizaba.

Lo mismo ocurrió en el terreno de las armas blindadas en el que la competencia fue extraordinaria y el esfuerzo industrial requerido inmenso. La renovación de las armas, el uso de instrumentos de precisión, el desarrollo de las comunicaciones, todo esto originó un estímulo de tipo industrial que empezó en ese instante, pero que perduró y tuvo una enorme importancia en el desarrollo industrial de la posguerra.

La Guerra fría y la nueva diplomacia

De esto voy a hablar un poco más adelante. Pero en esta ligerísima presentación del año 1945 es más importante decir dos palabras ahora con respecto a la situación militar y política que se plantea inmediatamente después de 1945. Como es bien sabido, Churchill, Stalin y Roosevelt tuvieron algunas conferencias, en algunas de las cuales se agregaron Chiang-kai-Shek o el general De Gaulle. Estas conferencias tuvieron como objeto primero coordinar los esfuerzos para terminar la guerra. Las dos últimas, las de Yalta y de Postdam, en febrero y en julio del 45, se ocuparon nada menos que del problema de la redistribución del mundo.

La guerra había sido mundial. En mayor o menor escala no había país que se hubiera mantenido ajeno al conflicto. O por vía diplomática, o por vía de aprovisionamiento o por vía de movilización, prácticamente toda Europa, toda África y toda Asia intervenían de alguna manera en el conflicto y sentía sus efectos de alguna manera. Pero el caso es que a diferencia de lo que ocurrió en Versalles, en las conferencias que podríamos llamar de paz  -aunque en realidad fue la de San Francisco la que echó las bases del nuevo sistema internacional del que habría de salir la Organización de las Naciones Unidas- lo que se trató fue la estrategia político-militar para el futuro. En cierto modo, fue el delineamiento de la política militar de los siguientes diez o quince años; el delineamiento de lo que podríamos llamar -si es que quisiéramos ponerle un nombre a estos quince años que lleva transcurridos desde que terminó la Segunda Guerra Mundial- la época de la Guerra Fría.

De las muchas conversaciones que se tuvieron, una ha dado lugar a innumerables controversias. Es aquélla, en Yalta según parece, en que se discutió muy particularmente el derecho que alegaba la Unión Soviética a asegurarse una cadena de estados protectores. Parece que Churchill se opuso, en un planteo coherente con su idea de que las tropas aliadas entraran en Berlín antes que las tropas soviéticas. Y parece que Roosevelt consintió en ese planteo, que había de originar la organización de lo que hoy llamamos los estados satélites o los países detrás de la Cortina de Hierro.

Así quedó dibujado un plano con el consentimiento de las partes; un plano que tenía innumerables zonas de fricción, donde el acuerdo no podía ser determinado con absoluta claridad y cuya solución fue postergada con la esperanza de que el tiempo la resolviera. Pero el mundo quedó dividido. El mundo quedó unido y dividido, sería la expresión más exacta. El mundo quedó unido y dividido en un juego sumamente original, que seguramente cuando se contemple dentro de cincuenta o de cien años llamara la atención por la elasticidad que se puso de manifiesto para crear el nuevo sistema internacional.

Frente a los presuntos resultados militares de la guerra, se convino en esta organización, en la cual prácticamente una alambrada dividía Europa. Pero simultáneamente se convino la organización de una sociedad internacional que reemplazara a la vieja Liga de las Naciones, que fue la Organización de las Naciones Unidas. Esta organización debía tener un sistema lo suficientemente elástico como para que sólo en el momento posterior a la declaración de la guerra -diríamos- cesara el diálogo entre los contendientes. Un sistema que evitara que se desencadenara un conflicto a la manera del atentado de Sarajevo, sobre la base de una necesidad de réplica inmediata a un acto de agresión de una de las partes.

Empezó lo que se llamó la Guerra Fría, un sistema internacional en el que coexiste la guerra fría y la guerra caliente. El sistema funcionó, hasta el punto de que no ha cesado el diálogo entre los dos bloques que se constituyeron. A pesar de haberse operado conflictos extraordinariamente importantes, se mantuvieron localizados en virtud de este correcto funcionamiento de la Organización de las Naciones Unidas.

Se suscitó el problema en Corea, se suscitó el problema en Indochina -quizá estos dos sean los más importantes-, en cierto modo se suscitó el problema en el Canal de Suez. Y en todos los casos la organización internacional pudo encontrar la manera de localizar el conflicto y de ofrecer una posibilidad de expansión verbal, una posibilidad de expresión de deseos, una posibilidad de afirmación de una política que podría mantenerse en esto que llamaríamos las formas modernas de la diplomacia.

Es una diplomacia que ha cambiado totalmente los usos tradicionales, que no se atiene a las fórmulas que eran clásicas de no decir nunca categóricamente lo que se pensaba. Ahora por el contrario parecía que el signo de la diplomacia es la agresión verbal, una agresión violenta, totalmente desprovista de circunloquios y de paliativos. Y este sistema permite en cierto modo que se puede declinar la reacción militar, gracias a la posibilidad de un escenario en el que no se definen los puntos de derecho en el que cada una de las partes creen tener razón.

De manera que, a pesar de los innumerables inconvenientes que surgieron del singular tratamiento que tuvo el conflicto militar una vez terminado, a pesar de la singular circunstancia de encontrarse los ejércitos aliados en la situación de disponer totalmente del mundo, se encontró la manera de resolver esa especie de juego de lo militar a lo diplomático, dentro de una forma novedosa y elástica. que por el momento da la impresión de que sigue funcionando discretamente bien. Ha sido sin duda alguna una de las creaciones originales de la segunda posguerra.

La reconstrucción económica y los acuerdos sociales

La otra creación verdaderamente original de la segunda posguerra fue la política de previsión que empezó a ponerse en funcionamiento bastante tiempo antes de que la guerra terminara. Apareció un plan, el famoso plan en el que economistas, sociólogos y políticos se plantearon el problema de cuáles iban a ser las consecuencias económicas, sociales y políticas de la guerra, en función de lo que la experiencia enseñaba que había ocurrido en la Primera Guerra Mundial. Recordé yo el libro de Keynes publicado en 1919, sobre las consecuencias económicas de la guerra. Ese libro fue publicado cuando la guerra terminó; se trataba ahora de ver si ese conjunto de circunstancias amenazadoras, que podían imaginarse sin demasiada dificultad, podían preverse y paliarse de alguna manera, tomando preventivamente alguna de las medidas que en el caso de la primera posguerra se empezaron a tomar solo mucho tiempo después de que comenzaran advertirse los efectos.

El plan indicaba cuales eran los principales problemas. Entre todos, el más grave era, entonces, más todavía que en 1919, el de la reconversión de la industria de guerra a la industria de paz. Una organización industrial que había llegado a hacer prodigios, como el caso de los Liberty, aquellos barcos programados en Estados Unidos y de los cuales la industria llegó a ser capaz de producir uno por día. Ese tipo de organización industrial, de concentración de los esfuerzos para un determinado objetivo, debía crear problemas extraordinarios si las órdenes del gobierno para dejar de producir determinados artículos ocurrían de una manera automática, repentina. Creaba el problema de volver a montar toda esta organización para necesidades de otro estilo, que no podrían empezar a representar algo importante en el campo de la demanda sino un tiempo después de terminada la guerra.

Es el problema de la reconversión industrial, el problema de la readaptación de los combatientes y de encontrarles sitio, y también el problema de la reordenación de la retaguardia. En esta larga guerra, desde el año 1939 hasta 1945, la retaguardia había sufrido un proceso sumamente severo de adecuación a las finalidades de la defensa. Hubo países sumamente castigados, como el caso de Inglaterra, en donde los continuos y prolongados bombardeos aéreos crearon una desorganización importante en muchos aspectos de la vida.

Todos estos problemas fueron previstos. No sólo en el orden técnico; no sólo se dijo ‘van a aparecer estos problemas’, sino que apareció un criterio nuevo para enfrentarlos. Este criterio aparece también en relación con otras medidas de previsión que se tomaron, entre las cuales quizá las más importantes fueron las que se encargaron a la primera gran organización internacional que se creó, destinada a resolver el problema del abastecimiento mundial en materia de productos alimenticios. Se trataba pues de conjurar todas las dificultades que se preveía iban a surgir. Otras organizaciones tenían por finalidad prever los problemas que iban a producirse en cuanto empezaran a regresar a sus respectivos países todos los combatientes, en número inmenso, alterados por tanto tiempo de conflicto, y naturalmente separados de sus lugares habituales de trabajo.

Todas estas medida revelaron un nuevo estado de ánimo, que podría definirse como un reconocimiento de la significación fundamental que debía tener para la política la situación de las clases populares. Este es un fenómeno que nos resulta relativamente fácil de entender si tenemos presente el desarrollo previo de la política del New Deal en los Estados Unidos, que había sido un intento de aproximar la acción estatal a los problemas creados en las masas populares por la crisis del 29. También tiene antecedentes en Inglaterra en la época de Ramsay MacDonald (1929-1935), que tiene cierta correlación con la política realizada inmediatamente después de la guerra por el gobierno laborista de Clement Attlee (1945-1951), una vez que fue derrotado Churchill en las elecciones que siguieron inmediatamente a la guerra.

Era pues un estado de conciencia común, que podría definirse como un ascenso en la percepción de lo que llamaríamos los derechos sociales. Este hecho fue la segunda gran novedad que aparece en esta primera posguerra. Se trata de un estado de ánimo, una actitud política que compartieron los gobiernos de extrema izquierda con los gobiernos de extrema derecha, como si percibieran que la ola de los problemas de tipo económico y social que inevitablemente desencadenaría la guerra era algo que interesaba no solamente a cada uno de los individuos en particular, sino que constituía una situación tan grave, tan profunda, como para alterar catastróficamente toda la situación, especialmente en los países de tipo democrático occidental.

Quizá se temió que una imprevisión con respecto a las consecuencias económicas y sociales de la guerra creara entre 1945 y 1946 un ambiente semejante al de 1918 y 1919, que se prestara para la difusión del comunismo soviético. Lo cierto es que por entonces Rusia había dado un paso considerable en cuanto a su prestigio europeo. No solo era uno de los triunfadores, no solo Stalin había formado parte de las conferencias de paz sino que la opinión pública europea, y más en general la opinión pública de todos los países que deseaban el triunfo de la Naciones Unidas, habían tenido, o habían comenzado a tener una actitud simpática con respecto a la Unión Soviética.

En algunos casos esa actitud había sido tan simpática que había creado un cierto ambiente, que dos, o tres o cuatro años después se denunciaría por obra del senador Mac Carthy cómo típico del régimen del presidente  Roosevelt. Ese ambiente de simpatía creado por la colaboración dentro del conflicto podía favorecer -para los que se ocupaban de este tema problema- el desarrollo de una intensa propaganda comunista en caso de que se mantuviera o en caso de que se dieran condiciones semejantes a las que se habían dado por imprevisión después de la Primera Guerra.

Hay pues una política de previsión, que tuvo alcances superiores a los inmediatos. Se proyectaron por una parte en una política de recuperación económica de Europa, qué Estados Unidos financió a través del llamado Plan Marshall. Por otra, en una política de tipo social que encarnó la Organización de las Naciones Unidas a su modo y según las circunstancias, en el nivel internacional. Estos problemas se plantearon por primera vez en el mundo, especialmente por obra de los gobiernos que representaban regímenes económicos de tipo capitalista.

Fundamentalmente, fueron los problemas de ayuda a los países subdesarrollados y sobre todo a los países coloniales. En las Naciones Unidas se creó una organización destinada a vigilar las relaciones de protectorado o de gobierno colonial. Pero lo más importante es que se creó una actitud favorable a la emancipación colonial. Debemos decir que este último problema es seguramente el que más ha transformado la fisonomía del mundo en la segunda posguerra. Es necesario que sobre todo este punto me ocupe un poco más largamente, y lo haremos en la próxima clase.

La guerra ideológica

Para concluir con el cuadro de las consecuencias inmediatas de la guerra, después de haber señalado estos problemas de tipo estratégico político, de alta política, que empiezan a plantearse y que en última instancia tienen su eje en la Organización de las Naciones Unidas, es imprescindible decir una pocas palabras acerca de cierto carácter que asumió la Guerra Fría y que en cierto modo ha llegado a constituir uno de los rasgos típicos de la época de posguerra. Me refiero a la guerra ideológica.

La Primera Guerra Mundial se preparó y se desarrolló prácticamente con absoluta prescindencia de factores ideológicos. Es cierto que en muchos países aliadófilos o germanófilos se caracterizaron recíprocamente como amigos o enemigos de la libertad, o como amigos de la libertad y partidarios de un régimen autocrático, de un régimen enérgico, autoritario, de un régimen militar, pero sin mucha definición.

En realidad, los factores ideológicos jugaron escasamente en la Primera Guerra Mundial. Pero en la Segunda Guerra Mundial jugaron de una manera fundamental. Se agrupó a los países del Eje bajo un rubro, el de los países totalitarios; y se entendía por países totalitarios a países regidos por gobierno nacidos mediante actos no legalmente democráticos, sino actos de fuerza. A pesar de que, en los respectivos países, podría decirse que esos gobiernos de fuerza tenían una cierta confianza que se comunicaba de una manera imprecisa, de una manera espontánea, o quizá de una manera irracional.

Ese bloque tenía una cierta unidad de planteos políticos y militares, y tenía además una cierta unidad de objetivos en relación con el mundo tal como estaba administrado por las potencias que ejercían el control del mundo. Estos países se oponían a un sector que se llamaba a si mismo sector democrático liberal.

Este enfrentamiento se complicó bastante con la incorporación de la Unión Soviética al sector llamado democrático o liberal. Entonces, la expresión preferente fue la de “sector democrático”, y durante toda la época en que duró el conflicto se convino en que el régimen de la Unión Soviética era una cierta forma de democracia, y en qué era necesario apoyar a los integrantes del grupo.

Este planteo se modificó sustancialmente a partir de las primeras situaciones de conflicto que se suscitaron entre la Unión Soviética y el resto de los grandes. El conflicto se acrecentó a medida que se empezó a producir el afianzamiento de los regímenes comunistas en los países que le habían sido asignados a la Unión Soviética como elementos de su cinturón de protección, y se precipito en cierto modo a partir del golpe mediante el cual fue separado del poder Edvard Benes (1948) y cayó Checoslovaquia en poder de un gobierno comunista.

Planteado este problema; planteado el problema de la China, en la que el gobierno comunista terminó por desalojar del continente a Chiang- kai-Shek; producido algún otro conflicto local; producido en Francia y en Italia el enfrentamiento terrible entre el partido Comunista y los partidos de tipo de centro o de aglutinación liberal o conservadora según los casos; producido esos conflictos, el enfrentamiento entre la Unión Soviética y los países occidentales empezó a teñirse con un fuerte tono ideológico, adjudicándosele ahora exclusivamente a la Unión Soviética ese carácter de estado totalitario con que antes se designaba a los países de tipo fascista o nazi.

Así empezó una guerra ideológica que acompañó a la Guerra Fría, es decir a la guerra que sostenían las cancillerías, a la tensión que se manifestaba a través de este juego de ajedrez que hacía la diplomacia, que en determinado instante se hacía más tenso, como el caso de los conflictos de Berlín. Al lado de esta guerra fría, y al lado de los conflictos localizados como los de Indochina y Corea particularmente, empezó a desarrollarse una guerra de propaganda de extraordinaria intensidad. Me atrevería a decir que esta guerra de propaganda en favor de una u otra solución con respecto a los problemas de tipo económico, político y social es uno de los rasgos más curiosos de esta segunda posguerra.

Esa guerra ideológica dio lugar a toda clase de planteos. Fue efectivamente una guerra. Aparecieron por todas partes frentes, organizaciones, movimientos, proclamas, manifiestos, campañas, cruzadas, toda clase de actividades organizadas para defender una y otra posición. Empezó a aparecer inmediatamente lo que se llamó la penetración, es decir el intento de difundir en el área en donde una de las ideologías tenía el control, la ideología contraria. Empezaron a producirse deserciones de un bando a otro y recíprocamente. Empezaron a utilizarse lo que se llamaron las técnicas sociales, es decir los instrumentos de acción sobre la masa: la prensa, la televisión, la radio, para ponerlas al servicio de esta propaganda. A veces era propaganda de la propia ideología, o por el contrario propaganda estaba destinada a desacreditar la ideología contraria. Se creó en consecuencia un clima  de animadversión, de hostilidad, de incomprensión, un clima de tipo sectario, que corresponde exactamente a la división de tipo militar y estratégico.

El correlato de esta actitud es bastante importante en el orden filosófico y en el orden literario. Desde entonces ha comenzado una especie de definición acerca de lo que es la convivencia humana alrededor de cada uno de estos dos sistemas de soluciones posibles. Si se piensa en un libro como Humanismo y terror, de M. Merleau Ponty, o en un ensayo como en El hombre rebelde, de Camus, nos encontramos con una especie de enfrentamiento de lo que llamaríamos las posibilidades del espíritu con respecto a las posibilidades reales que ofrece el mundo de posguerra. Hasta tal punto es intensa la guerra ideológica. Hasta el punto de plantearse el caso (de Boris) Pasternak, podríamos decir; hasta el punto de suscitarse un sentimiento de inadecuación total, como si correspondieran a una y otra ideología actitudes radicales y definitivas con respecto a las soluciones últimas para todos los problemas del mundo y de la vida.

Diríamos pues que planteos de tipo militar, de tipo diplomático, de tipo ideológico contribuyen a dar al mundo de la posguerra una división bipartita. El mundo se divide en dos bloques; cada bloque tiene su diplomacia, su política, su ideología. ¿Corresponde este hecho rigurosamente a la realidad? El tema de mi próxima clase será explicar cómo este planteo no corresponde exactamente a la realidad, cómo hay dentro de cada uno de lo que llamamos bloques políticos o militares alguna diversidad fundamental en los planteos. Y como fuera de ellos hay otro mundo que está creciendo y desarrollándose, que es sin duda alguna lo que constituye la mayor novedad del mundo, la mayor novedad del mapa de nuestro tiempo.

Ha aparecido esta concepción bipolar del mundo sobre la base del esquema tradicional de Europa, aunque ahora el escenario aparezca un poquito más extendido si se incluye a los Estados Unidos. Pero es todavía la imagen de un pequeño mundo. Ese pequeño mundo no es el de la radio, de la televisión, de la energía atómica ni de la cibernética; ese el mundo tradicional, no es el mundo en gestación.

El mundo en gestación en este que ha nacido, que está naciendo delante de nuestros ojos, que ha comenzado a nacer en el momento en que sorprendentemente la India se transforma en una primera potencia en el mundo, en el momento en que en Asia desprenden una y otra nación, con fisonomía definida desde el primer momento, en el que tradiciones seculares se encarnan en posibilidades políticas y culturales de extraordinario relieve. Es un mundo en el que al Imperio Británico lo reemplazan Camboya, Birmania, Taiwán, Pakistán, la India, Indonesia, sublevada contra Holanda. Es el momento en que empieza a aparecer todo este conjunto de países en que se disuelve la vieja África colonial.

Este mundo es mucho más extenso, y yo diría mucho más adecuado a los niveles y a los ritmos del mundo de la Tercera revolución industrial. Esta revolución, finalmente, es el episodio de mucha más trascendencia que el de los planteos de tipo político militar, de los planteos diplomáticos, y aún de los planteos ideológicos. Sin duda alguna el hecho más trascendental de la segunda posguerra es esa transformación técnico industrial que nos pone sobre la pista de un mundo que va a renovar totalmente sus posibilidades de creación.

Para este mundo es evidentemente que se requiere otra política. Todo esto está en germen. Pero este germen -el nacimiento de este germen, su desarrollo- es lo que crea este vago estado de inquietud que caracteriza a la segunda posguerra. Y lo que es más, en este estado de indecisión parecería que, mucho más que nunca, se están superando las capacidades que tenemos para contárnoslas.


Clase 6
Cambios técnicos y sociales y nuevas actitudes

En este mundo de la segunda posguerra, señalamos en nuestra última clase la presencia de ciertos esfuerzos muy responsables y muy intensos por encontrar mecanismos de control de toda índole -técnica, económica, social y política, ideológica- en una situación cuya fisonomía podría definirse como conflictual. Estas situaciones conflictuales son de desenlace imprevisible, pero se suponía que existía la posibilidad de encaminarlas hacia una situación controlable. Este es el significado último de esfuerzos esporádicos y de instituciones regulares que empiezan a aparecer en todos los niveles.

Este es quizá el rasgo predominante de este profundo cambio a que asiste el mundo después de la Segunda Guerra Mundial. No es un cambio original ni imprevisto. Más bien habría que caracterizarlo como una intensificación del cambio. Pero esta intensificación adopta tales caracteres que el cambio empieza a dejar de ser simplemente cuantitativo para transformarse en un cambio cualitativo.

Se podría definir la situación del hombre de hoy, que contempla este cambio, como una especie de pavor, de terror. Esto no es una frase, fue el título que usó Merleau Ponty cuando quiso referirse a la situación espiritual de nuestro tiempo. Es el tema de sociólogos y de observadores de toda índole en el mundo contemporáneo. Ese pavor adopta formas muy diversas, enfrentándose fundamentalmente con dos órdenes de fenómenos que han adquirido en el mundo de posguerra un relieve singular. Son los fenómenos de orden técnico y los fenómenos de orden social. Precisamente con las situaciones creadas por el desarrollo técnico y por el cambio social ha aparecido esta certidumbre de una situación conflictual, que se desenvuelve a merced de ciertas fuerzas de sentido contradictorio, que cada cierto tiempo parecen escapar al control de la inteligencia humana, al control de la voluntad humana.

Esto, de ser cierto, justificaría plenamente esa sensación de pavor que ha recogido Merleau Ponty en el ensayo a que yo me referí al terminar la última clase titulado Humanismo y terror. Es la sensación que ha recogido Camus en todos sus ensayos, extraordinariamente sagaces, para apresar lo que llamaríamos la actitud espiritual de nuestro tiempo, o si se prefiere, el tipo de reacción emotiva en que el hombre de la posguerra se sitúa frente a las fuerzas desencadenadas, que le dan la impresión de ser fuerzas ingobernables.

Valdría la pena analizar someramente los caracteres de estos dos géneros de cambio, el cambio técnico y el cambio social. No tanto para describirlos en su magnitud, porque son hechos que están a la vista, ni en su mecanismo interno, porque la información periodística nos tiene en estado de alarma perpetua, y nadie ha dejado de seguir las alternativas de este cambio. Vale la pena analizarlos para medir un fenómeno que me parece sustancial para entender el mundo de hoy, que es la repercusión del cambio, la conciencia del cambio.

Es evidente que, en el desarrollo de los procesos históricosociales, el que los fenómenos sean percibidos adquiere una importancia enorme. A partir del  momento en que son percibidos, esos fenómenos se acrecientan, se cargan de un potencial que es muy difícil de controlar, puesto que sobre el desarrollo espontáneo de los procesos empieza a jugar una actitud deliberada de aquel que está en el proceso, o de aquel que quiere acentuar el proceso.

Siempre insisto insisto en esta idea, porque me parece que es sumamente importante para entender no solo los fenómenos históricos, sino muy especialmente estos fenómenos de nuestro tiempo. Porque estos se están desenvolviendo en un mundo un mundo bien informado, que sigue cuidadosamente el acontecimiento de cada día, en que el periódico, la radio o la tele proporcionan todos los elementos de juicio para que masas, que se calculan por millones, estén alerta a cada episodio cotidiano, y naturalmente extraigan de esa información un tipo de conclusión que inmediatamente desencadena actitudes, racionales o irracionales.

Este es un rasgo fundamental de todo el período que sigue a la Primera Guerra Mundial, que se acentúa después de la Segunda Guerra Mundial. En este mundo bien informado, donde la creación de estas reacciones espontáneas y en ocasiones irracionales adquiere una gran velocidad y en consecuencia una capacidad de propagación extraordinaria, los datos que podemos descubrir acerca del impacto que los fenómenos operan en el espíritu colectivo adquieren un enorme interés para darnos una idea de cuál es la actitud con que el hombre de nuestro tiempo se sitúa frente al contorno y trata de enfrentar esta suerte de desafío perpetuo al conjunto de actitudes heredadas y recibidas, que empiezan a advertirse como inadecuadas con respecto a este reto, a este desafío de la realidad.

Los efectos del cambio técnico

El progreso técnico tiene una curiosa historia. Es bien sabido que ha tenido siempre un signo maléfico. Ha sido descubierto siempre que se ha producido una intensificación en su curso, como un instante de perdición para la humanidad. Todos recuerdan el mito de Prometeo. En la incorporación a las costumbres tradicionales de un nuevo instrumento de dominio sobre la realidad hay algo que parece maléfico, diabólico, que parece constituir una amenaza.

No quiero remontarme a Prometeo, pero me remonto a los orígenes de lo que tradicionalmente llamamos la primera revolución industrial, la que se produce a fines del siglo XVIII. Recuerdo el curioso, y trágico por cierto, episodio de los luditas en Inglaterra, esos que, al ver las consecuencias que tenía la incorporación de la máquina en el proceso de la producción, llegaron a la conclusión de que eran el enemigo del hombre y se lanzaron a su destrucción.

En el primer decenio del siglo XIX se operaba, un fenómeno trágico, desesperación, de lucha impotente contra una tragedia incontrolable. Esta lucha de pobres gentes que habían emigrado de los campos para agruparse en las nuevas ciudades industriales y que de pronto llegan a la conclusión de que las máquinas, que los habían atraído con sus altos jornales, constituyen, en el primer momento de desajuste en la relación entre jornales y precios, su terrible enemigo. Y estos desgraciados comienzan a destruir las máquinas, como si fueran incapaces de descubrir que era lo que había por detrás de las máquinas.

Pues bien, este signo maléfico que parece tener toda intensificación del proceso técnico ha aparecido en nuestro tiempo, y nuestro tiempo lo ha recogido de una manera singular, vinculándolo con el episodio de Hiroshima. Ese episodio lo han tomado Marguerite Duras y Alain Resnais para hacer de él un símbolo en la película que vimos no hace mucho tiempo (Hiroshima, mon amour, 1959), en la que se ha tratado de expresar un sentimiento que es característico del mundo contemporáneo.

Ese sentimiento se llama pavor. Es un típico pavor en el sentido estricto de la palabra, en el sentido que le daban los antiguos. Es decir un miedo inexplicable, que deriva de la certidumbre de no poder controlar ciertas energía desatadas, en las que se supone que hay escondida una inmensa esperanza para la humanidad, pero que hace su primera aparición como una inmensa y terrible amenaza de destrucción. Así se inició la era atómica, como seguramente se inició en la experiencia de los antiguos que construyeron el mito de Prometeo, o como se inició la revolución de la máquina a fines del siglo XVIII, a los ojos de los pobres luditas. Se inició con un signo de destrucción y de muerte.

En esta capacidad de destrucción y de muerte que tiene esta inmensa novedad se esconde una inmensa esperanza para la humanidad. Ha abierto las puertas para dos grandes posibilidades para el hombre. Una es la de poner fin al ciclo del carbón y del petróleo, inaugurando otro, el de la energía nuclear. Tiene posibilidades todavía imprevisibles pero seguramente está destinada a crear un nivel en la producción de bienes que, si el hombre consigue controlarlo, puede significar un crecimiento formidable en el bienestar de grandes masas que hoy no tienen acceso a los bienes de consumo.

Esta nueva energía resulta de una de las creaciones más poéticas del mundo moderno, que es la creación de Einstein. De esta creación, hecha por un genio de la matemática y de la física en su gabinete, sobre la base de especulaciones largo tiempo desarrolladas, se ha creado toda una transformación en la imagen del universo. Esa transformación un día se decanta en el descubrimiento de una posibilidad práctica, inmediata, que en cierto instante hace su irrupción en Hiroshima. Desde el día inmediatamente después, acaso desde el día antes, ha comenzado un inmenso esfuerzo para ver qué posibilidades tiene eso de transformarse en energía útil para la humanidad.

Pero el sentimiento de que se ha operado un cambio es profundo, y no es menos profundo el sentimiento de que ese cambio tiene todavía algo de incontrolable. El gran problema de la energía nuclear es controlarla; pero hasta llegar a ese instante, nos asiste todavía el temor de que se sobreponga en esta etapa del cambio técnico ciertas incapacidades del hombre en cuanto al control de la naturaleza, de la realidad inmediata.

En relación con esta vía, otras muchas han comenzado a aparecer. El hombre de hoy ha perdido su capacidad de asombrarse frente al experimento de los proyectiles teleguiados, de los satélites artificiales, o de los extremos a que se ha podido llevar el desarrollo técnico en ciertos campos ya conocidos, pero cuyo desarrollo ha alcanzado una enorme velocidad, transitando etapas que eran absolutamente imprevisibles diez años antes.

Todo esto ha creado una sensación extraordinaria de cambio y de pavor. Corresponden a esta sensación los intentos de control. En el orden técnico los intentos de control no son escasos ni están desencaminados. Si hay una tercera revolución industrial que se está desarrollando delante de nuestros ojos, sus efectos fundamentales no serían solo la aparición de la energía nuclear, sino también la aplicación práctica de la automación, de la cibernética, de los cerebros electrónicos. Si se piensa en estas tres cosas, cibernética, automación, cerebros electrónicos, se descubrirá que hay un intento de lograr un control del cambio. Estas tres preocupaciones corresponden al intento de un control del cambio, que puede considerarse logrado en la misma medida en que se va operando el cambio mismo. Parecería como si, a pesar de este signo maléfico que conserva tradicionalmente toda intensificación en el cambio, estuviéramos asistiendo a una operación en la que “el aprendiz de brujo” ha comenzado a aprender su oficio.

Este cambio técnico ha incidido fuertemente sobre la sensibilidad. Los problemas de la técnica han dejado de ser pequeños problemas subsidiarios, como se pudo creer alguna vez. Los problemas de la técnica, aplicada a importantes campos de la producción y a zonas muy importantes de la vida personal y de la vida de relación, influyen de una manera sustancial sobre la conformación de la conciencia y más concretamente de las actitudes del hombre con respecto a sus semejantes y a la colectividad. Yo me atrevería a decir que el desarrollo de la ciencia ha influido tanto que quizá nosotros no podemos darnos cuenta de hasta qué punto somos diferentes de lo que era el hombre hace tres o cuatro generaciones, nada más.

Valdría la pena recordar las reflexiones de L. Mumford en su libro Técnica y civilización para advertir hasta qué punto esta relación entre las actitudes psicológicas del individuo y los niveles técnicos son importantes para entender los cambios históricos. Basta pensar en el inmenso desarrollo que ha tenido en los últimos treinta o cuarenta años la historia de la ciencia y la historia de la técnica, una cosa de la que parecía superfluo ocuparse hace dos o tres decenios, y que constituye hoy un tema fundamental de los estudios.

Pero si quisiéramos ahondar un poco más en la repercusión que ha tenido el cambio técnico, yo los invitaría a pensar por ejemplo en la proyección que ha tenido en el arte, en la plástica, en la que un artista de cualidades tan altas como Fernand Leger ha podido hablar de una “estética de la máquina”, que lo ha desarrollado a él como plástico.

Esto ha sido una preocupación substancial de ciertas direcciones de la plástica, que en determinado instante surgieron como preocupaciones de ciertos grupos, y que a partir de la segunda posguerra se han transformado en direcciones fundamentales de la actitud estética. Estoy pensando por ejemplo en el movimiento de la Bauhaus, de aquel taller que creó en 1919 el arquitecto W. Gropius, ideando todo un sistema de construcción arquitectónica, pero también todo un sistema un sistema de construcción de lo que llamaríamos artes aplicadas, con las que esperaba encontrar -y acaso encontraron, él y sus discípulos- la posibilidad de crear un ambiente adecuado para el hombre nuevo.

Proviene de él, y de las inspiraciones de otros grupos como el de la famosa revista De Stjl, o como de los esfuerzos de otros artistas de tendencias análogas del tipo de P. Klee o de Kandinsky, un tipo de preocupación que habría de derivar hacia eso que se ha llamado el diseño industrial, que ha sido preocupación tan profunda de Max Bill en su escuela de Ulm.

Esta preocupación, por lo demás, no es ajena de ninguna manera a toda la industria de nuestro tiempo. Es curioso recordar que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, ese exótico personaje que se llamó F. T. Marinetti, que fundó lo que se llamó el futurismo, creyó que una manera de renovar la estética poética era incorporar al juego de las metáforas tradicionales las vinculadas a las formas de vida moderna, propias de una civilización industrial.

Pero lo cierto es que aquello que pareció un intento frustrado en su tiempo y casi ridículo, ha comenzado a transformarse en una línea fundamental del arte contemporáneo. Este tipo de tendencia hacia lo que se llama el arte concreto, hacia el diseño industrial, permite que un creador solitario se encierre en su atelier y se ponga imaginar formas. Pero esta preocupación es la que tiene el que diseña el modelo 1960 en la General Motors o en la Ford, o en la Mercedes Benz o Citroën. Es la preocupación que tiene todo fabricante de  heladeras, de todo fabricante que espera llegar a grandes masas con unas líneas. Es decir con una forma; si llevamos esto hasta sus últimas consecuencias y pensamos en algunos de los grandes teóricos de la estética contemporánea (N. Hartmann, E. Gombrich), hacia una concepción del espacio.

Esta concepción del espacio es el resultado de una concurrencia. No en vano es un fenómeno histórico, lleno de sincronismos, entre lo que es capaz de crear la mente solitaria y lo que es capaz de crear este vago movimiento de transformación de la sensibilidad con la que el público responde al artista, en una especie de coincidencia en virtud de la cual surge lo que se llama un estilo. Este estilo del siglo XX -Julio Payró ha trabajado intensamente en definirlo- es fundamentalmente un estilo nacido del cambio industrial. Un estilo que busca adecuarse a esta actitud y a este sentimiento con el que el hombre de nuestro tiempo se sitúa en un mundo que parece movido por fuerzas que no controla y que él se esfuerza por controlar. Un mundo que empieza a ser el escenario de un desarrollo social no menos cambiante, no menos dramático, que este desarrollo técnico que le proporciona lo que llamaríamos el marco. Porque dentro de este marco de transformación técnica se opera un cambio social no menos intenso y al que nadie puede cerrar los ojos.

Los efectos del cambio social

Este cambio no introduce una novedad absoluta en la historia del mundo. Para definirlo tendríamos que recurrir a la fórmula análoga que hemos usado para definir el cambio técnico. Se trata de una intensificación del proceso de cambio más que de otra cosa. Un proceso de cambio que es eterno, que se intensificó fuertemente cuando la primera revolución industrial a fines del siglo XVIII, que se intensificó mucho más después de la Primera Guerra y que ahora se ha intensificado de una manera singular.

Después de la Primera Guerra -lo señalé en su oportunidad- aparece un movimiento de sorpresa frente a lo que se llamó “la rebelión de las masas”. Ortega y Gasset es el inventor de la fórmula, pero es sobre todo el testigo de esta especie de sorpresa universal. Parecía todavía un fenómeno ocasional, controlable, perecedero. Pareció a algunos como un pequeño extravío del mundo occidental. Un hombre tan agudo como Paul Valéry pudo considerar esto como una especie de extravío de Europa, que mediante este proceso amenazaba y se amenazaba a sí misma con perder el control de la cultura que había creado.

La segunda posguerra ha contemplado este fenómeno propio de la primera. Tiene la experiencia hecha sobre lo que significaron veinte años de desarrollo de la masificación. Ha visto los caracteres singulares que este fenómeno ha tomado en los países europeos como Italia o Alemania; o en los países que mantuvieron su régimen democrático, Inglaterra o Francia; o en los países que intensificaron de una manera aceleradísima su transformación industrial, como los Estados Unidos y Rusia. Esta segunda posguerra, que tiene experiencia hecha sobre este fenómeno y ha empezado a sorprenderse menos del cambio social, ha empezado a tratar de entender en cambio qué es lo que está ocurriendo.

El resultado de este esfuerzo por entender que es lo que está ocurriendo es que hemos llegado en todo el mundo, en el extremo oriente y en el extremo occidente, a una situación en la que casi todas las actividades intelectuales o las vinculadas con la sensibilidad están pendientes de alguna manera de este fenómeno de reacomodación del individuo en la sociedad. Si se analiza en rasgos muy generales toda la producción de nuestro tiempo en todos los órdenes de la creación; si se analizan cuáles son las preocupaciones fundamentales en todo lo que tenga que ver con las ciencias del hombre, se descubrirá que esta preocupación es fundamental.

Lo es para los sociólogos, que por profesión tienen que ocuparse de este problema. Nunca había tenido la sociología el auge que tienen nuestros tiempos. Esto no es un azar; es el resultado de una preocupación inclusive práctica. Se trata de entender qué pasa, y de entenderlo de una manera acelerada, porque solo entendiendo pronto qué pasa podrá establecerse el sistema de actitudes y las formas de comportamiento mediante las cuales el hombre puede volver a ser eficaz en la sociedad. Hace cuarenta años una encuesta de mercados era una cosa superflua; hoy parece cada día más imprescindible, en la medida en que el cambio ha suprimido los factores de regularidad que le permitían a todos saber a qué atenerse con respecto al funcionamiento de la sociedad.

Puesto que esa regularidad ha desaparecido, es imprescindible entender no ya la regularidad sino cuál es el ritmo y el tipo de cambio que se opera. Esto ofrece un campo de exploración inmenso y reclama una cierta urgencia, que explica el inmenso desarrollo de las ciencias sociales, y especialmente de ciertas técnicas para el conocimiento de los grupos sociales concretos, en la línea de lo que suele llamarse “sociología de campo”.

Este orden de investigaciones ha producido ya figuras eminentes. Recuerdo en este momento el caso de G. Friedmann, el gran sociólogo francés volcado sobre el problema de la incidencia del desarrollo técnico sobre el orden social. En estos temas la bibliografía, que es inmensa, fundamentalmente confirma la certidumbre de que el cambio técnico ha operado un impacto sustancial sobre el orden social, hasta el punto de que, si se lo juzga con los criterios tradicionales, ese orden social es ahora imprevisible.

Los criterios tradicionales no funcionan, y es imprescindible adquirir otros. Son los que tienen que surgir del examen del cambio mismo. De allí el auge de la sociología, como también de la psicología, una disciplina que tenía un tratamiento tradicional y que de pronto se ha volcado hacia nuevos temas y preocupaciones. Tradicionalmente se suponía que el individuo se realizaba en un orden social que constituye un ambiente adecuado. Posteriormente predominó la idea contraria: el sentimiento de que el hombre es un ser oprimido por la sociedad, cuyas exigencias de tipo colectivo superan las del individuo. Esas exigencias derivan de ciertas situaciones que el individuo no puede alterar, a las que tiene que adecuarse o que sucumbir, como lo había previsto Darwin. Después se tendió a suponer que el hombre conservaba una capacidad de libertad tal como para superar esas constricciones.

Hoy parecen más fuerte las constricciones que la capacidad creadora del hombre. Esto es lo que ha creado algo que después de la Primera Guerra se llamó “angustia”, en el lenguaje heideggeriano, y hoy los psicólogos insisten en llamar neurosis. El análisis de este fenómeno ha hecho la fama de Erich Fromm, y de muchos otros estudiosos y observadores, entre los cuales vale la pena recordar los nombres d4e Bertrand Russell o Herbert Read, hombres que parecen conservar una vieja tradición anarquista o individualista del siglo XIX y que se empeñan en afirmar la posibilidad del individuo de sobreponerse a esa coacción. Pero el fenómeno general es más bien la percepción del hombre como un ser acorralado.

Esta fórmula ha inspirado muchas situaciones teatrales  y literarias. Es la preocupación sustancial de la novelística inglesa contemporánea, como la de Graham Greene. Es el tema de El tercer hombre (llevada al cine), esa película en donde el hombre acorralado se transforma en un símbolo de la neurosis de nuestro tiempo, como ha sido llamado alguna vez. Esta neurosis puede reducirse a este esquema fundamental: hay una inadecuación sustancial. En última instancia parecería afirmarse esta paradoja: “el hombre es un ser inadecuado para vivir con sus semejantes”, paradoja que deja de serlo en cuanto agregamos a esa frase este final: “en una sociedad de masas en un mundo industrializado”. En ese momento deja de ser paradójica y se transforma en la afirmación de un hecho real.

Esta situación no tiene por qué ser exactamente así. Yo no estoy describiendo un fenómeno -obsérvese bien-, sino la interpretación del fenómeno, es decir cómo se recibe el impacto del cambio técnico en el mundo social. Y es bien sabido que en el orden de los fenómenos sociales y psicológicos es tan importante esta reacción y esta actitud como el hecho mismo. Así es como el mundo contemporáneo ha recibido el impacto del cambio técnico y del cambio social.

Hay otra cosa no menos notable: la percepción de que ese individuo que se sabe a sí mismo un microcosmos, dotado de una capacidad intelectual como para alcanzar a Dios o los absolutos más inverosímiles, se encuentra constreñido de tal manera que tiene que optar, en el seno de la sociedad en que vive, entre ser un ente absolutamente marginal o introducirse en lo que empieza a llamarse la organización. Constituyó un éxito formidable de un famoso sociólogo y un poco periodista norteamericano llamado William Whyle el título que le puso a su libro, que se publicó hace siete u ocho años: The organization man. Se trata de una imagen del individuo desde el punto de vista de las constricciones a que lo obliga una sociedad que exige de él organización, previsión, planeamiento; una sociedad que supone la delimitación progresiva y a veces total de la imaginación, la capacidad creadora, la espontaneidad, de todo lo que parecía constituir la forma espontánea de vivir del ser humano libre frente al entorno.

La organización empieza a ser percibida como una de las cosas que más oprimen al hombre contemporáneo. El hombre reacciona de mil maneras. Está la reacción de Simone Weil, esta especie de enfermera de la humanidad que se lamentó del tipo de constricción que la sociedad industrial opera sobre el hombre, mutilando todas las posibilidades de libertad. Esta reacción se encuentra en toda la literatura de tipo social, que promueve un desarrollo de la organización, tal como lo quería Karl Mannheim en su libro Libertad y planificación, o como lo desarrolla en ese otro libro tan interesante titulado Diagnóstico de nuestro tiempo.  Esto es lo que estudia ese curioso personaje yugoslavo Milovan Djilas en su libro La  nueva clase, en dónde comienza a estudiar el problema que ha creado en su país la formación de nuevos sectores sociales especializados en la organización del control del hombre; todo lo cual significa una transformación de lo que pudo esperarse que fuera una simple administración de los bienes para transformarse en un gobierno de los hombres, según una antítesis clásica.

Este problema de la constricción que la organización sugiere se orienta hacia toda clase de soluciones: la de los partidarios nostálgicos de una libertad individual que se supone que se dio en el siglo XIX según algunos,  y en la arcadia según otros. O una actitud destinada a controlar la organización, es decir a ponerle freno para que funcione donde hace falta y permita que el hombre funcione al margen de ella donde pueda, sin perjuicio para los demás, y donde tenga posibilidades de desarrollar otras aptitudes de su personalidad que no son las que inciden necesaria e inmediatamente sobre sus semejantes.

Esto termina en una nueva actitud no menos dramática. Una valoración típica de la manera de entender el cambio propia de la generación de posguerra es la inadaptación. Se entiende que la neurosis es la expresión de la inadaptación, pero la inadaptación parece ser un hecho normal, Yo me pregunto qué es lo que ha hecho el prestigio de James Dean; qué es lo que caracteriza este tipo de personalidad de este actor y de este personaje -pero más del actor que del personaje- en el que la juventud de los Estados Unidos ve un símbolo. Este símbolo es el del hombre que quiere ser un adaptado contra su voluntad y se encuentra que es un inadaptado. Es inclusive la actitud del que lucha frente a esta reacción, que no es otra cosa que algo que funciona dentro de sí mismo.

Una mirada al cine contemporáneo -sin duda, uno de los testimonios más extraordinarios que tenemos de nuestro mundo-, nos descubre que este es el tipo predominante, de personaje y de actor. Es muy significativo que los actores adquieran una personalidad que sobrepase a sus personajes; estoy pensando en Orson Welles o en Marlon Brando, actores que son de por sí tipos humanos y sociales, construidos sobre la base de una, dos, tres interpretaciones, pero que terminan en expresarse a través de un gesto, una actitud, una reacción.

Este tipo de personaje desarrolla hasta sus últimas posibilidades una actitud frente a la sociedad y frente a la vida, de la que no está exenta ningún actor, ningún personaje de los que son típicos de la creación de la segunda posguerra. Si se piensa en la literatura, se descubrirá que, si hay que establecer hoy que es lo más característico, tenemos que caer en los “parricidas”, en los “iracundos” o en los beatniks.

Es un tipo de reacción frente a la realidad caracterizada por esta idea fundamental: el joven que crece y que madura se encuentra armado para entender un mundo, pero resulta que, con esas armas que se le han dado, el mundo que debería entender es incomprensible. ¿Se puede pensar en una tragedia mayor en el orden de lo que llamaríamos la educación? La tragedia de estar preparando, generación tras generación, a jóvenes que se encuentran defraudados y que están absolutamente inermes frente al mundo con el que se encuentran luego.

Tampoco se puede decir que este problema sea exactamente así, pero basta sencillamente con que esa sea la razón colectiva para que el fenómeno tenga algo de realidad, sin prejuicio de las exageraciones que la producción literaria pueda dar del problema.

Yo diría que no tiene menos significación el problema de la percepción de la injusticia frente a la vida, de la injusticia que sitúa a determinadas personas, grupos, capas o clases sociales con respecto al disfrute de los bienes y con respecto a los goces que pueden proporcionar los medios económicos. Este es un tema viejo, que ha adquirido esta significación curiosa en el mundo de la segunda posguerra, que se ha escapado de los esquemas políticos tradicionales y se ha transformado en un lugar común.

Este lugar común no es ya patrimonio de un partido político, de una determinada orientación revolucionaria. No; es un tema vulgar. Es el tema de R. Rossellini, de V. De Sica, de H. Miller o de Tennessee Williams. Es un tema perpetuo: el de los sectores marginales, de las clases subsumidas, de los individuos a quienes la colectividad no le proporciona el principio de apoyo necesario para emerger. Este tema constituye otra de las características de la reacción del hombre de nuestro tiempo frente al cambio técnico y al cambio social.

No es menos grave el problema de la incomunicación que empieza a advertirse, que tanto preocupa. En cierto modo lo ha desarrollado también, con un título de extraordinario éxito en los Estados Unidos, David Riesman en ese libro que se llama La muchedumbre solitaria. Se trata de la reacción de un individuo que se siente constituyendo un grupo inmenso, y sin embargo está sólo y sin posibilidad de establecer la comunicación humana, fraternal, de persona a persona, el uno con el otro. Este fenómeno ha sido percibido con la misma intensidad, como otro de los rasgos fundamentales.

Tampoco es menos importante la apreciación de lo que se llaman hoy “grupos de presión” o “factores de poder”. Son aglutinaciones que se constituyen en el seno de la sociedad, que empiezan a funcionar como fuerzas extraordinariamente poderosas y que no actúan por intermedio de canales conocidos y controlables sino dentro de una mecánica propia, que pone en manos de estos sectores, pequeños en número, una fuerza inmensa.

Pero en verdad ninguno de estos problemas puede compararse en gravedad con estos otros dos que me parecen los trascendentales, en cuanto a la actitud que el hombre de la segunda posguerra se forma frente al cambio técnico y al cambio social. El primero es el problema de la responsabilidad, ese inmenso problema que puso de moda Jean Paul Sartre, pero que constituye un tema objetivo: cuál es la responsabilidad que cabe al individuo en una sociedad en que él no dispone sino de una libertad muy escasa. Esto significa un replanteo viejo problema del libre albedrío, tal como está planteado en términos tan dramáticos en san Agustín, luego replanteado una y otra vez, que ha vuelto a replantearse en esta situación especial del mundo de la segunda posguerra. En ella, el espectáculo de la muchedumbre solitaria, de la multitud incomunicable, de la sociedad dependiendo de una organización constriñó de una manera radical las posibilidades de acción autónoma. Y sin embargo, el hombre descubre que no puede escapar al sentimiento de la responsabilidad. Esto es uno de los problemas más profundos que se ha planteado en cuanto a la reacción del hombre de nuestro tiempo ante la singular realidad de la segunda posguerra.

El último de estos problemas es el del sentido de la vida. Quién analice los testimonios de la primera posguerra en relación con los ideales vigentes antes de 1914 descubrirá que se operó un cambio sustancial. Yo lo hice notar antes, porque el fenómeno es radical y profundo. Un hombre de 1920, una mujer de 1920 acaso más todavía, descubría que todo aquello en que habían creído sus padres estaba en crisis; no una crisis accidental, sino profunda y definitiva.

Sin embargo, algo debe haberse conservado de todo aquello, porque el espectáculo de la segunda posguerra es mucho más dramático todavía. Me refiero a cuáles son los ideales por los cuales vale la pena morir, por no decir los ideales por los cuales vale la pena vivir. El cuadro de esos ideales se ha esfumado de tal manera que no veo cómo podría hoy construirse un sistema que caracterizara nuestro tiempo sino sobre la base de planteos terrible y dolorosamente conflictivos.

He citado dos autores teatrales norteamericanos que me parecen sumamente reveladores, Tennessee Williams y Arthur Miller. ¿Qué se puede decir de todo lo que se llama neorrealismo?  ¿Qué se puede decir de Faulkner o de J. Steinbeck? ¿Qué se puede decir de toda la novel neorrealista italiana, de un A. Moravia, o un C. Pavese,  o del teatro de Ugo Betti? ¿Que se puede decir de todo lo que significa el cine? ¿O del estado de ánimo colectivo con respecto a los focos capaces de atraer la decisión personal y volcarla enérgicamente hacia la conquista de un objetivo, hacia una finalidad determinada? Eso ha entrado en una crisis fundamental. Diría que hay una crisis que bien pudiera llamarse existencial, que se da en el seno de cada conciencia.

En el orden de los fenómenos que se están analizando, me parece más grave todavía esto que llamaríamos la crisis del consenso social con respecto al sistema de los ideales. Traducido a términos sencillos, es aquello que decíamos al empezar este último tema: la crisis de la idea de sentido de la vida. Se puede discutir cuál es el sentido de la vida distinguiendo sobre si es este o aquel. La crisis fundamental se plantea en el momento en que empieza a pensarse que la vida no tiene sentido.

Esto ha ocurrido más de una vez. La aparición del espíritu moderno se revela, no sé si con Descartes y su “pienso, luego existo”, o con aquella frase de Shakespeare en Macbeth, cuando dice: “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”. Esta expresión de Shakespeare, en mi opinión, inaugura este estado de ánimo moderno, que ya sin límite entra en una nueva etapa de desarrollo y de crisis en este curioso mundo de la posguerra.

Recurriendo siempre al cine, yo sugeriría como tema de meditación esa película de Chabrol que se llama Los primos (1959), que corresponde al espíritu de la nouvelle vague, propio de la generación vencida, de “los parricidas” o de “iracundos”, en la que asistimos a la dilucidación de la legitimidad de lo que llamaríamos el triunfo del mal. Esta es una de las cosas que la humanidad ha sentido siempre como algo escondido y nunca se ha atrevido a proseguir con la reflexión, como si hubiera un cierto tabú acerca de la afirmación de esta cosa terrible: el mal triunfa. Yo tengo la impresión de que esta es la manifestación más profunda de esta crisis sustancial con respecto al sentido de la vida.

Esto no es un fenómeno que haya que hurgarlo en el ambiente de los metafísicos; no es sino una respuesta al cambio social. El cambio social es este que yo he tratado de describir: el de una sociedad de masas en un mundo industrial, que ha creado fuerzas incontroladas. Creo que este es el nivel exacto en que nos encontramos. Cómo se ve, el cuadro no es muy alentador.


Clase 7
La emergencia del mundo colonial

El tema de nuestra última clase fue el examen de las consecuencias que los cambios técnico económicos y los cambios sociales tenían en el comportamiento de la sociedad de la segunda posguerra. Se trataba, dijimos, de cambios profundos, intensos, aún en aquellos casos en que podían parecer solamente cambios cuantitativos, porque su magnitud suponía una transformación cualitativa en el cambio mismo. Analizamos los tipos de reacción que el cambio había producido, las distintas consecuencias que cada individualidad, cada grupo obtenía de esta observación del fenómeno que ocurría a su alrededor. Señalamos cómo algunos apreciaban particularmente los fenómenos que concernían al individuo mismo, y cuáles eran los que se preocupaban más por los que concernían a la conducta del grupo social. Analizamos diversos tipos de actitudes, de reacciones, de respuestas a este desafío de la realidad, señalando en todos, como denominador común, cierto tipo dramático, cierta preocupación vital, profunda, acerca del destino del mundo, de la sociedad; cierta preocupación dramática y profunda del comportamiento a seguir frente a la crisis.

Parece evidente que esta respuesta puede tomarse como un signo inequívoco de que el cambio es profundo. Este cambio profundo es el que quiero analizar ahora, no a través de sus repercusiones ni de las respuestas, sino a través de algunos hechos que pueden dar idea de la magnitud del cambio mismo, quizá para justificar esta respuesta, que parecería inmotivada o parecería el fruto de temperamentos neuróticos, si no tuviéramos en cuenta la extraordinaria magnitud de los fenómenos que la han provocado.

Esos cambios se han producido en el mundo de la segunda posguerra, y son graves y profundos. Diríamos en términos económicos que parecen no corresponder a la coyuntura sino a la estructura. Son cambios que están evidenciando que la solución no es fácil ni está a la vista. Los cambios que se producen fundamentalmente en el campo de las relaciones económicas influyen de una manera decisiva en el campo de las relaciones políticas. Este cuadro de hechos destinado a explicar los fundamentos de esas reacciones a que me he referido antes es el que quiero hacer someramente.

Desarrollo y subdesarrollo

Se advierte fácilmente que los cambios más visibles, sobre todo aquellos que entrañan una respuesta más activa y más vehemente, se relacionan con las relaciones económicas, con los fenómenos de la producción y del consumo. Es un tipo de relación singular, que si se explicara exclusivamente en términos económicos se falsearía, porque lo que le da su carácter peculiar a estos fenómenos es que se están produciendo de una cierta manera y con una cierta magnitud, que corresponde a un cambio en la apreciación de la situación económica. Los fenómenos económicos tienen un nivel, y la estimación que de ellos hace cada sector tiene otra dimensión, y es ese juego el que le da un carácter singular a este periodo, que trasciende lo puramente económico, puesto que al juzgar sus implicaciones se cae en la apreciación de los fenómenos concomitantes, que son los problemas de tipo social y en ocasiones inclusive de orden ético.

Un mapa del mundo de la segunda posguerra nos revela que hay tres ámbitos que se distribuyen de una manera bastante visible después de terminar la Segunda Guerra Mundial. Si le quisiéramos poner a esos tres ámbitos nombres que correspondieran a expresiones en boga y fácilmente perceptibles en cuanto a su significado hablaríamos de un ámbito de países desarrollados, un ámbito de países subdesarrollados y un ámbito de países coloniales. Esto es más o menos la distribución inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.

Esta es una nomenclatura muy en boga, pero desde el primer momento encontramos que en estas expresiones hay ciertos sobreentendidos que tienen una inmensa significación. Antes de la Segunda Guerra Mundial, o antes de la primera, este distingo entre países desarrollados y países subdesarrollados tenía una connotación distinta de la que tiene hoy. Un país subdesarrollado, hoy es un país que parece no tener derecho al complejo de inferioridad. Se trata de un fenómeno ajeno a la responsabilidad de cada país; lo novedoso es que se lo advierta.

Se es o no se es subdesarrollado según circunstancias que no son responsabilidad de quien tiene esa categoría. Se reconoce que lo que constituye el distingo fundamental entre un país desarrollado y uno subdesarrollado es en última instancia el grado de desarrollo industrial, y esto es algo que no tiene que ver con la capacidad de iniciativa propia de cada país, sino que deriva de circunstancias internacionales generalmente no controlables por cada uno de los países. No es algo controlable que determinados países no hicieran en determinado momento una intensa transformación industrial,  y en consecuencia se quedaran rezagados relación con los que la hicieron, y así se creó un desnivel que debía tener consecuencias extraordinarias sobre el proceso futuro, no sólo de su economía sino también en su sociedad.

Esta contraposición de países desarrollados y subdesarrollados no se refiere estrictamente al desarrollo económico, sino que hay connotaciones de carácter social, e inclusive político. Además hay connotaciones mucho más sutiles, que afectan el desarrollo de la cultura, la concepción del mundo en última instancia. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial fue evidente que un determinado grupo de países había alcanzado un alto grado de industrialización. La guerra había sido eminentemente industrial. Alemania, que tomó la ofensiva, la mantuvo y resistió la ofensiva de los aliados después, demostró que tenía un altísimo nivel industrial. No menor nivel demostraron las potencias que pudieron oponérsele, puesto que pudieron aceptar la guerra en el nivel qué propuso Alemania, y en ese mismo nivel pudieron finalmente derrotarla. Había en el mundo un sector de potencias de alto desarrollo industrial, las únicas que en la sociedad contemporánea podían afirmar que eran plenamente dueñas de su destino. Un país en pleno desarrollo económico podía afirmar la plenitud de su soberanía política. Inversamente, los que desde ese momento evidenciaron que tenían un nivel de desarrollo inferior, que no estaban industrializados, no poseían sino una soberanía política virtual, y tenían un tipo de dependencia económica que limitaba sus posibilidades de autodeterminación.

Esto quedó mucho más claro al cabo de poco tiempo, cuando empezó a ordenarse el mundo de la posguerra. Se vio que estos países de economía desarrollada tenían una regularidad que hacía previsible y controlable la actividad económica y el curso de los procesos sociales. En esos países pareció menos imprescindible tener que recurrir a medidas drásticas o a soluciones más o menos catastróficas para afrontar los problemas inmediatos de la posguerra y los problemas que se plantearon después. Los países muy desarrollados construyeron inmediatamente un área de influencia económica, a la que se dio un nombre muy característico: se dijo el área del dólar, el área de la esterlina, el área del rublo. Esto es, se aludió a la existencia de un área económica compuesta por una metrópoli que era uno de los países de alto desarrollo industrial, y un conjunto de países de menor desarrollo que, por circunstancias geográficas,  económicas o políticas quedaba bajo la influencia de esa metrópoli y debía desarrollar su economía dentro del área de la moneda de esa metrópoli, lo cual entrañaba un símbolo de una subordinación económica.

Era algo parecido a lo que habría ocurrido con los imperios. El imperio británico, inclusive bajo la forma de Commonwealth, era una gran unidad económica, aunque el área de la esterlina era entonces más extensa que el Commonwealth. Terminada la guerra, empezó a producirse, como voy a indicar más adelante, la disgregación de la organización imperial. Sucumbieron el imperio británico, el imperio francés, el imperio holandés. Y a medida que sucumbían, se iba construyendo otra organización, sobre la base de la integración económica. En un mundo de desarrollo industrial el nacionalismo político era imposible de llevar hasta sus últimas consecuencias, y se entró en una era de integración y de planificación, declarada o no declarada. Existían el área de la esterlina, el área del dólar o el área del rublo. Las potencias democráticas tradicionales de la Europa continental contestaron con la organización, en pequeña escala primero con el Nelumbo, y luego con la organización del mercado común a través de la Comunidad del Carbón y el Acero (CECA), es decir, experimentos supranacionales para integrar áreas económicas de la extensión requerida por el alcance de los procesos económicos.

Quedaron ya delineados estos dos tipos de países de desarrollo pleno y de subdesarrollo, en relación con la economía, pero inevitablemente con cierto tipo de dependencia política, pues la integración de un área económica obligaba a moderar las reacciones para no perder ciertas situaciones establecidas, cuya quiebra podía significar una verdadera catástrofe nacional. Hubo países que tuvieron situaciones intermedias dentro de los países de alto desarrollo; es el caso de los países escandinavos, donde una organización socializada les permitía encontrar una manera de resolver esos problemas sin inclinarse hacia ninguna de estas órbitas que se le ofrecían,  que constituían por una parte una tentación y por otra un serio peligro.

En general, en todos estos países de alto nivel la situación general fue de una cierta tendencia hacia el bienestar. En distintos niveles, con distintas características; inclusive en los países del área del rublo, para seguir el régimen de designaciones que he usado hasta ahora. Los países del área del rublo revelaron, en un cambio político sustancial, que el sacrificio del ciudadano hecho en holocausto del desarrollo económico, que había sido la vieja política de Lenin y Stalin, empezaba ahora a declinar en beneficio de una política destinada a aumentar los niveles de vida. En todas estas áreas económicas supranacionales se insinuaba una tendencia a asegurar un alto nivel de vida, y en términos generales puede decirse que en casi ninguno de estos ámbitos se han producido transformaciones muy importantes. El desarrollo de la organización capitalista en unos casos, o el desarrollo de la organización socializada en otros ha encontrado algunos expedientes, algunos artificios para resolver este problema de lo que en la primera posguerra se había llamado el ascenso de masas: la necesidad de satisfacer un mayor número de necesidades en un mayor número de personas. Un tipo de necesidades que ahora empezaba a presentarse de una manera más urgente, con un exigencia mucho mayor de lo que había sido antes, a causa de ciertos fenómenos de tipo social y de tipo ético a los que me quiero referir al final de esta clase.

El segundo sector es el de los países que han empezado a ser llamados subdesarrollados, cuya característica fundamental es la existencia de una plena soberanía política y de una cierta subordinación, con distintos matices. Estos países presentan ahora un aspecto que no presentaron hace 20 o 30 años. Son en general productores de materias primas, que no han tenido la capacidad o la posibilidad de industrializarse y que, en este momento en que se produce en los países muy desarrollados cierta expansión y cierto acotamiento de las zonas de influencia, no pudieron competir. Unos tienen un poco más de desarrollo que otros, pero en todos es inferior al necesario para competir eficazmente, en el momento en que se produjo esta nueva reagrupación de las áreas económicas, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.

La novedad no consiste en que sigan siendo países productores de materias primas, y que algunos de ellos sigan siendo países de monocultivo; no consiste en que sólo tengan un escaso desarrollo algunas industrias, la eléctrica o la textil o el transporte o cualquiera de ellas. La novedad consiste en que este tipo de países ha comenzado a demostrar una extraordinaria urgencia por cambiar su situación.

Antes se hablaba de la necesidad de progresar; el progreso no tenía límites, pero tampoco tenía un ritmo obligado. Ahora parece que el subdesarrollo fuera una enfermedad de la que hay que salir aceleradamente. Están marcados ciertos niveles que hay que alcanzar cuanto antes, en cuya indicación genérica es muy fácil leer entre líneas. Hay un plazo, que está dado por la urgencia de obtener una capacidad en lo económico que  corresponda a la capacidad de decisión que teóricamente se tiene en el orden político. Este juego crea en los países subdesarrollados una cierta urgencia. Ha empezado a verse claro que es urgente ampliar la capacidad de decisión.

Pero hay algo más. Producido el ascenso de las masas, empieza a advertirse que la necesidad de proveerlas de bienes de consumo, principalmente de artículos manufacturados, obliga a soluciones que deben encontrarse dentro de los ámbitos  nacionales. La satisfacción de las necesidades,  que son cada vez más urgentes por razones sociales y culturales, no puede demorarse, ni puede hacerse en condiciones que contribuyan a acentuar la dependencia económica, y consecuentemente a acentuar la dependencia política. Esto se transforma en una especie de programa universal. Si se recorre la problemática política, los temas de la oratoria y los programas de gobierno de todos los países subdesarrollados, se verá que todos giran alrededor de lo mismo.

Esta obsesión ha creado un inmenso desarrollo de los estudios económicos. Así como me he referido antes a los estudios sociológicos y psicológicos, relacionados con la situación de cambio social, hay que relacionar el inmenso desarrollo que tienen hoy los estudios económicos con esta perspectiva a la que se le descubre un límite muy cercano. Hay que estimular, hay que acelerar el proceso de desarrollo. Eso crea problemas extraordinariamente complejos, de tipo político, económico, social, e inclusive cultural. 

Hay una necesidad social del desarrollo económico. El desarrollo económico es apoyado por una demanda general de bienes que no solamente corresponde a cierta sensualidad, sino a dos cosas que son muy importantes en la vida moderna. Una es el hecho concreto del ascenso de masas, la presencia activa de un mayor número de personas que comienzan a individualizarse. La otra es que cada una de esas personas ha comenzado a desconocer y a negar todos los prejuicios que podían justificar en otro tiempo el hecho de que hubiera quienes poseían los bienes y quiénes no los poseían. Este factor de tipo social, de tipo ético, incide enormemente en el clamor universal por el desarrollo económico.

Los problemas que crea el desarrollo económico son inmensos, y quedaron a la vista inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Hubo un experimento sensacional inmediatamente después, que fue el Plan Marshall. Frente a países que habían tenido un alto desarrollo industrial, y que lo habían perdido como consecuencia de las catástrofes de la guerra, se creó la necesidad de recuperar ese nivel, para lo que se necesitaba ingentes capitales. Esos capitales aparecieron, sobre la base de la experiencia que la Primera Guerra Mundial y la primera posguerra habían dejado con respecto a la inexistencia de una política para la recuperación. Para evitar que la crisis económica tuviera repercusiones sociales como en la Primera Guerra, se corrió en apoyo de este proceso de  recuperación a través de lo que se llamó el Plan Marshall.

Esa inyección de capital norteamericano en la economía de algunos países europeos permitió un experimento económico al que se ha conocido generalmente con el nombre de neoliberalismo, un movimiento que ha tenido sus teóricos, como F. Hayek o L. von Mises. El experimento se pudo hacer con países que ya habían tenido un alto nivel industrial y una profunda experiencia en el campo de la organización industrial, y luego se generalizó y se transformó en una teoría. A ella se opuso otra según la cual el desarrollo en una sociedad que no había conocido la experiencia industrial, o la conocía muy fragmentariamente, requería cierto tipo de planeación. La planeación se transformó en la obsesión de determinados sectores de economistas. Se supuso que la única manera de quebrar el subdesarrollo era introducir una política planificada y dirigida, en distintas proporciones según los casos, para aprovechar los esfuerzos y los capitales hasta sus últimas posibilidades. También había que integrar cada una de estas áreas nuevas, dentro de alguna de las áreas tradicionales, que podría apoyar ese proceso de transformación de subdesarrollo en desarrollo. 

Esta política de planeamiento se había realizado ya en los países comunistas. La Rusia Soviética había desarrollado, sobre todo con el segundo plan quinquenal, una política de planeamiento total; también la había desarrollado Mussolini en Italia. Para estos regímenes que aspiraban a tener una industria pesada, imprescindible para sus planes tipo político y militar fue imprescindible la organización de sistemas económicos fuertemente dirigistas.

Se planteó entonces el problema de si todo planeamiento suponía una quiebra del régimen democrático. Para algunos empezó a suponerse que el planeamiento de la economía suponía necesariamente la dictadura. Contra esa tesis aparecieron quienes sostuvieron que. por el contrario, había la posibilidad de lo que se llamó un planeamiento de la libertad. Esa tesis la sostuvo H. Laski, el más distinguido de los teóricos del laborismo británico, y también un famoso sociólogo alemán residente luego en Londres, K. Mannheim. Trabajaron sobre la base de un pensamiento teórico y de aproximaciones a ciertas soluciones concretas. Hacia ellas se dirigieron luego los economistas profesionales, con un poco más de detalle y más aproximación a los fenómenos reales.

Quedó planteado, a través del tema de la lucha contra el subdesarrollo en los países subdesarrollados, el problema de la imposibilidad de mantener la soberanía política si se mantenía la dependencia económica. Esto, que no era una novedad en el orden de las ideas, empezó a transformarse en una obsesión. A medida que empezaron a aparecer movimientos de masas en diversos países, comenzaron a aparecer consignas de un aire que que se convino en llamar nacionalista. Estas fueron las consecuencias típicas de la reacción contra el subdesarrollo.

Hubo experimentos verdaderamente trascendentales, que en su momento se transformaron en centros de la expectativa mundial, y aun cuando fracasaron tuvieron una enorme repercusión. De todos estos fenómenos quizá el más significativo fue el que se produjo en Irán en la época de M. Mossadegh (1953), que hizo un experimento de tipo nacionalista, enfrentando a su viejo país, a la vieja Persia de tradición milenaria, de inequívoca personalidad cultural y de considerable unidad racial, en un país preocupado fundamentalmente por combatir la influencia que las compañías petroleras tenían en su suelo. El experimento de Mossadegh, que no duró demasiado tiempo y que tuvo éxito solamente en cierta medida, polarizo la atención del mundo.

No la polarizó menos un experimento singular que se hizo en otra escala en el Egipto, bajo la dirección primero del general M. Naguib (1952) y luego continuado por el coronel G.A. Nasser (1953). Se podría citar otros casos similares, como la revolución de Bolivia (1952), y en cierto modo la de Cuba (1959). En todos los casos, lo que está presente es una subordinación de la economía nacional a intereses extranjeros o internacionales. La política del desarrollo se transforma en una política nacionalista, que aspira a quebrar esta dependencia para obtener la posibilidad de alcanzar ciertos niveles de industrialización dentro de los límites nacionales.

Los países coloniales

Así tenemos caracterizados dos de los sectores que resultaron después de la guerra: el de los países desarrollados y el de los subdesarrollados. Pero el mapa del mundo contiene un sector que para el proceso del siglo XX es quizá mucho más revelador: el de los países coloniales. Si se quisiera elegir entre todos los rasgos de esta segunda posguerra uno que sea verdaderamente significativo, habría que señalar este proceso de la destrucción de los grandes imperios organizados, en algunos casos desde el siglo XVI y en otros casos organizados y reorganizados en el curso del siglo XIX.

Recordé en la primera clase que la característica del mapa del mundo de la preguerra era la presencia de estos extensos imperios, cuya metrópoli europea constituía una pequeña porción en el mapa de la pequeña Europa y cuya porción colonial constituía una mancha enorme en el continente subdesarrollado del Asia o de África especialmente. Este mapa ha cambiado de una manera sustancial. Aquello que Kipling llama la carga del hombre blanco ha terminado, o se ha considerado que la misión que tenía que cumplir ha sido cumplida. En un movimiento en el que sorprende no solamente la capacidad de reacción de las poblaciones coloniales sino también la manera de ceder que han tenido las viejas metrópolis, se ha operado una transformación en virtud de la cual el número de países independientes ha crecido considerablemente. Quién comparara lo que son las Naciones Unidas, en relación con lo que fue la Liga de las Naciones, descubriría que el mundo ha sufrido una revolución profunda. No tengo que recordar cuáles son los imperios que se han descoyuntado y que es lo que ha surgido de ellos. Piénsese en  lo que era el imperio holandés y lo que significa hoy la República de Indonesia; en el imperio británico y lo que significa hoy la presencia de Birmania, de Tailandia, de Malasia o de Pakistán, y sobre todo de la India.

Este país realiza, bajo la inspiración más o menos remota del pensamiento de M. Gandhi y la conducción de J. Nehru el experimento extraordinario de transformar un país que el gobierno independiente recibió en condiciones verdaderamente trágicas después de un largo período de sumisión colonial, y sin posibilidades de recuperarse rápidamente en relación con los obstáculos que tenía para su desarrollo. Los obstáculos derivan de la naturaleza de su población, de las posibilidades de abastecimiento en materias primas alimenticias, de los niveles de salud pública e inclusive en algunos casos de las condiciones climaticas que conspiraban contra él. Sin embargo, en un proceso rapidísimo, la India no sólo adquirió todos los controles que usó el otro gobierno, sino que adquirió además un estatus internacional extraordinario, algo que corresponde en parte a su prestigio cultural y en parte a las inmensas posibilidades humanas y estratégicas que tiene el país.

Piénsese en lo que significó la crisis del imperio francés, las luchas de Indochina, la aparición de los nuevos estados y las relaciones del Vietminh y el Vietnam; y en relación con los viejos estados de la península de Indochina, el surgimiento de Laos, Camboya, Tailandia.  Piénsese lo que significó la crisis en el norte de África y la aparición de ese pequeño estado de Túnez (1956), donde comienza a hacerse a su manera un experimento que se relaciona muy estrechamente con el de Mossadegh: recuperar ciertos hilos para el control de su economía, adquiriendo al mismo tiempo un liderazgo respecto a las aspiraciones de tipo emancipador de muchos estados africanos, que habían de cuajar en los procesos que hemos visto en los últimos tiempos.

En la disolución de los imperios coloniales se han operado en el Cercano Oriente dos procesos de trascendencia considerable; uno es la liberación del mundo árabe, que ha afirmado en los últimos tiempos la autonomía nacional de algunos estados árabes. Se ha creado un  sub bloque que aspira a tener plena autonomía en la conducción de su economía y de su política, y para conseguirlas se vale de una situación intermedia entre la política militar de los bloques denominados occidental y oriental.

El otro hecho es la creación del estado de Israel, en donde se resuelve un viejo y milenario problema de los judíos y se consigue realizar un experimento verdaderamente extraordinario de planificación en la democracia. De todos los experimentos que ha hecho la democracia moderna, quizás sea el más profundo, quizá el que ha tenido ya más éxito y el que ha probado todo lo que se puede hacer, eso sí cuando puede prescindirse del vigor, de la fortaleza de ciertas estructuras constituidas y tradicionales.

Este proceso termina en cierto modo con la liberación del África, un fenómeno que no estaba totalmente implícito en el planteo de la segunda posguerra. Es un problema que adquirió importancia un poco después; se relaciona estrechamente con la caída del poder de Francia como potencia internacional, pero también, muy estrechamente, con la aparición de posibilidades petrolíferas en el Sahara y con de posibilidades de desarrollo agropecuario en zonas desérticas. En el norte de África se ha aplicado un tratamiento nuevo para la obtención de agua, consiguiéndose de esta manera ampliar los oasis, extenderlos enormemente, transformar en regiones ganaderas vastas extensiones hasta hace muy poco tiempo totalmente estériles, y crear ciertos vínculos entre la economía del norte de África y la europea, que hace 20 años eran impensados.

En relación con eso toda la zona del norte de África y toda su retaguardia detrás de la cordillera ha adquirido un valor económico y estratégico todavía mucho mayor que el que tuvo hasta ahora y que tenía por otra parte desde la época de los romanos. Se ha sumado a eso el valor estratégico propiamente dicho, porque el experimento de Hitler probó que prácticamente la Europa era una tierra conquistable fácilmente para cualquier intento militar que viniera del este, y esto sitúa la segunda línea de resistencia en el África, si se considera que los Pirineos son la primera cadena montañosa que pone fin a la inmensa planicie europea que se extiende desde Rusia, Alemania, por Francia.

Estas circunstancias aceleraron el proceso del norte de África. Crearon este inmenso problema de Argelia, de muy difícil solución, visto desde Francia y desde Argelia y que además entrañaba toda una política de las poblaciones musulmanas del norte de África. Estas poblaciones empezaban a vincular su política con la de la República Árabe Unida (Egipto y Siria), después de su constitución bajo la inspiración de Nasser. 

Más atrás, en el corazón del África, en la costa oriental, empezaron a surgir estados autónomos. Hoy asistimos a esta complicada situación que se ha creado en el Congo, que nos muestra la trascendencia de este fenómeno de la liberación, que aumenta cuantitativamente el número de los estados autónomos pero crea un clima internacional radicalmente diferente.

Sobre todo, el conjunto de países que aspira a pasar del subdesarrollo al desarrollo que se ha multiplicado considerablemente. Hasta hace muy poco tiempo parecía evidente que sólo los países que tenían una vieja vinculación con la economía general y que tenían un cierto grado de desarrollo podían aspirar a alcanzar el desarrollo industrial. Ahora los problemas de Birmania, Indonesia, Túnez, de cualquiera de los países africanos o asiáticos, son problemas que resulta absolutamente imposible atender de la misma manera que se atienden los problemas de Grecia, colocada en un sitio estratégico del mundo, de Brasil, la Argentina o el Perú, es decir cualquiera de los países que se suponía que estaba en condiciones de dar el salto desde el subdesarrollo hacia el desarrollo.

Se plantea el problema de quién puede financiar ese desarrollo. Se plantea que un Plan Marshall se necesita no solo para los países que estaban en condiciones de dar el salto de subdesarrollo a desarrollo, sino para estos otros países, que acaban de salir del estado colonial y se incorporan al cuadro de países independientes en un estado de terrible subdesarrollo, porque no han hecho ese experimento secular del pasaje de la economía colonial en el orden económico y en el orden político, a la economía dependiente de los países que tenían desarrollo político suficiente como para paliar o limitar la dependencia económica.

Se trata de un problema inmenso que supera el planteo estratégico y político tradicional, que parecería seguir jugando con la existencia de unos cuantos pocos países del mundo, que tradicionalmente tienen fuerza y han constituido el cuadro de los protagonistas de la política universal. Ahora la política universal empieza a ampliarse de tal manera que el escenario se llena de una multitud de países; cada uno reclama su sitio y cada uno defiende su peculiar problema con una extraordinaria vehemencia, amenazando al mismo tiempo con las armas que parecen darle estos planteos de tipo estratégico político en el que se encierran las grandes potencias.

Este es un problema de extraordinaria trascendencia y completa el cuadro del cambio de la realidad, que ha motivado todas estas reacciones tan profundas, tan agudas, tan sensibles y a lo que me he referido en la clase anterior. Este cambio es, como todos los cambios, un conflicto entre las estructuras tradicionales y ciertas tendencias nuevas de una sociedad que no parece acomodarse dentro de las estructuras tradicionales.

Esto que es la definición de todo cambio, es sin embargo una definición suficiente de este cambio al que asistimos. Tanto en el orden internacional como en el orden nacional, se advierte la existencia de estructuras que que pujan por resistir, que resisten finalmente, aun cuando hay a su alrededor, debajo y por encima de ellas, fuerzas que corresponden a sectores sociales que no se encuentran ajustados a esa estructura, o a sectores nacionales que no se encuentran ajustados a esa estructura y que terminan por establecer una modificación en la estructura.

Se trata de un problema viejo que adopta una fisonomía nueva, pero yo diría que, en realidad,  desde la aparición de las clases burguesas en Europa en el siglo XI, el XII o el XIII, no se ha producido un cambio tan trascendental en la historia del mundo, como éste que viene produciéndose desde la aparición de la revolución industrial. Asistimos a un episodio, y en este momento, a una intensificación de ese cambio. Se trata de un intento de reajuste de las situaciones sociales a ciertas estructuras económicas y a ciertas estructuras de poder que tienen fuerza como para resistir.

Esto es lo que ha originado la sensación de crisis, que constituye el tema singular de nuestro tiempo. Hay toda una vasta literatura alrededor de este problema. Hay nombres clásicos que han aparecido en el curso de estas lecciones varias veces, como los de J. Ortega y Gasset, K. Mannheim, P. Sorokin, J. Huizinga, como tantos otros que corresponden a esta especie de obsesión de lo que se llama una y otra vez la crisis de nuestro tiempo. Era y ha sido el tema de sociólogos, de filósofos, de estadistas, de observadores, todos los cuáles convienen en señalar la existencia de una agravación del problema de la crisis real por lo que llamaríamos la conciencia de la crisis. La crisis real se acentúa porque todos estamos con los ojos abiertos en la crisis y contribuimos a agravarla, aunque también es posible que con ese procedimiento estemos mucho más cerca de la solución que si lo fenómenos de la crisis real pasaran delante de nuestros ojos sin que los advirtiéramos.

Esta crisis tiene ciertos elementos de tipo social y ciertos elementos éticos. De los de índole social he dicho ya algo en el curso de estas clases y no vale la pena repetirlo. Pero sí vale la pena decir algo -para terminar- acerca de estos elementos éticos que aparecen en la conciencia de la crisis.

La conciencia de la crisis está dada en el fenómeno de la liberación colonial, y mucho más claramente todavía,  en los anhelos de independencia de los pueblos coloniales. Está dada en la pérdida de la conciencia colonialista de las diversas metrópolis, que han revelado en esta segunda posguerra no poseer la convicción suficiente -la convicción que tenían España o Portugal en el siglo XVI, o la que tenían Inglaterra o Francia en el siglo XIX- para mantener el régimen colonial. Es como si hubiera hecho irrupción algo que podría llamarse el derecho natural de las naciones.

Nadie se atrevería ya a negar el derecho de los países coloniales a su independencia. Se admite, en todo caso, el derecho que tienen ciertas potencias que han sido metrópolis de imperios a mantener alguna vinculación de tipo económico, o a que se les reconozcan los servicios de tipo civilizatorio que han cumplido. Esto pertenece al orden de la retórica. Lo que es absolutamente evidente es que el principio de la autodeterminación ha triunfado en el orden internacional de manera clara, porque hay una cosa que ha hecho crisis, y es el sentimiento de la legitimidad del privilegio.

Pero también se ha producido una crisis en el orden de las relaciones humanas. Si algo ha hecho crisis después de la Segunda Guerra Mundial es el principio del privilegio. Todo aquello que signifique su perpetuación tiene algo que lo corroe como un gusano por dentro, que es la falta de vigor moral para defender algo cuya razón y cuyo fundamento se consideran ya totalmente invalidados. Si el panorama del mundo es bastante amargo y desconcertante es porque nos encontramos en un cambio. Si el panorama del mundo ofrece alguna esperanza es porque esta idea de un profundo vigor moral evidentemente ha triunfado.

Con esto, señoras y señores, doy por terminado este curso en el que he tratado de mostrar eso que pueden llamarse los grandes problemas del siglo XX, tratando de contribuir a esta tarea de que los hombres que tienen la responsabilidad de conducir los problemas del mundo se inclinen sobre esos problemas y descubran que los problemas de todos son los problemas de cada uno. No quedan ya ínsulas en el mundo. Nuestra única esperanza es que no escapemos a las preocupaciones de nuestro tiempo y que sepamos afrontarlas cada uno con el grado responsabilidad que le da su situación en la sociedad. Nada más.