La cultura occidental. la Segunda edad.

Índice

Presentación. Luis Alberto Romero

Capítulo Primero: De la Primera a la Segunda Edad. 1480-1520
[La era nacional burguesa]

Capítulo Segundo:  El período de los siglos XVI y XVII 
[De la Reforma a la Declaración de Derechos, 1520-1688]

A- El cuadro político social    
B – La dilucidación de los ideales modernos 
C- La posición del hombre  
D- La imagen de la  realidad natural
E- La imagen de la realidad social
F- Las formas de la creación

Capítulo Tercero: El siglo XVIII

Nombres y obras citados




Un libro inconcluso de José Luis Romero

por LUIS ALBERTO ROMERO

Entre 1953 y 1955 José Luis Romero escribió un libro que quedó inconcluso: La cultura occidental. La Segunda Edad (siglo XVI a XVIII), que puede leerse en la sección Archivos de este Sitio.  Comenzó a trabajar en él a fines de 1953, por encargo de la editorial Fondo de Cultura Económica; abandonó la tarea en 1955 y el manuscrito quedó en su archivo, en una carpeta dedicada al tercer tomo de su planeada Historia de la Cultura Occidental. Continuaría la serie de La revolución burguesa en el mundo feudal (1967) y Crisis y orden en el mundo feudoburgués, editado póstumamente en 1982.

En 1977, al momento de su muerte, se disponía a iniciar ese trabajo. Entre los materiales reunidos en esa carpeta encontré una copia de este manuscrito inconcluso, referido a los siglos XVI y XVII, escrito entre 1953 y 1955. En él José Luis Romero desarrolla ampliamente temas vinculados con la cultura y las ideas en esos siglos, a los que desde entonces volvió solo de manera ocasional, hasta 1970. Entonces dictó un curso referido al mundo de la cultura y las ideas en Occidente, que edité en 1987 con el título Estudio de la mentalidad burguesa. De modo que en este libro inconcluso, de 1953 o 1954, se encuentran desarrollados temas e ideas que cubren una zona casi vacía, dentro de su gran proyecto de historiar la “cultura occidental”. Mientras lo escribía, esbozó, a mano levantada, el plan general de una obra en tres tomos. 

Señalaré primero cómo Romero y su amigo Arnaldo Orfila Reynal llegaron a acordar sobre este proyecto. Luego trataré de reconstruir la cronología de lo que eran, inicialmente, dos proyectos diferentes: una historia general de la cultura occidental y un estudio más detallado sobre los orígenes del espíritu burgués en la baja Edad Media, a los que podría añadirse un tercero, concurrente: una teoría de la vida histórica. Finalmente, señalaré los tópicos principales del manuscrito, concluyendo con algunas observaciones acerca del contexto en que debería ser leído.

Orfila y José Luis Romero

El origen de este libro fue un encargo de Arnaldo Orfila Reynal, por entonces Director general de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. Romero y Orfila se conocieron en La Plata, donde Romero estudió y fue profesor hasta su cesantía en 1945. Orfila había estudiado Química y estuvo muy ligado al movimiento reformista y al Partido Socialista. También se vinculó con el círculo del filósofo Alejandro Korn, por donde orbitaban Romero y su esposa, Teresa Basso. El grupo de amigos socialistas platenses que se formó entonces perduró largamente.

Desde 1945 Orfila y Romero compartieron la militancia en el Partido Socialista y trabajaron juntos en El Iniciador, un periódico partidario donde Romero publicó sus primeros ensayos de análisis político. En 1945 Orfila fue nombrado Gerente de la sucursal argentina de la editorial mexicana Fondo de Cultura. Su Director general, Daniel Cosío Villegas, organizaba por entonces la colección Tierra Firme, que incluía una serie de volúmenes de historias de las ideas en los países latinoamericanos. Cosío recorrió los distintos países, para seleccionar los autores. En la Argentina eligió a José Luis Romero, por consejo de Pedro Henríquez Ureña, a pesar de que el joven autor no se ocupaba por entonces de la historia argentina. Las ideas políticas en Argentina se publicó en 1946. En 1948 Orfila se mudó a México, donde en poco tiempo se ganó el lugar de Director general de la nueva y pujante editorial.[i]

Uno de sus proyectos fue la serie Breviarios, de alta divulgación. En abril de 1948 le propuso a Romero escribir un volumen para la colección, sobre la Edad Media, tentándolo con un adelanto importante: los derechos correspondientes a la primera edición, algo irresistible para el profesor que había sido cesanteado en todos sus cargos docentes en 1946. Romero trabajó rápido. En agosto de 1949 apareció el libro, que tuvo buenas críticas y, sobre todo, se vendió muy bien.[ii]  A ojos de Orfila, Romero demostró que manejaba con maestría el estilo de la síntesis de alta divulgación y el ensayo de opinión.

En los años siguientes Romero recurrió a Orfila pidiendo ayuda para distintos proyectos, como una Historia de América colectiva que dirigía en la editorial Losada, para la que su amigo contactó a posibles colaboradores mexicanos. Romero también recurrió a él para Imago Mundi, la revista que dirigió entre 1953 y 1956; Orfila buscó, con empeño y hasta militancia, tanto colaboradores como suscriptores e intentó, sin éxito, distribuirla por Hispanoamérica.

Por su parte, Orfila lo consultó frecuentemente sobre proyectos editoriales y posibles colaboradores, y lo tentó algunas veces con la posibilidad de escribir otro Breviario. Inicialmente Romero le propuso una “Historia de los historiadores” -el tema era una de sus especialidades-, pero la idea no convenció a Orfila, un Director muy cuidadoso de la parte mercantil del negocio editorial.

Entre 1949 y 1952 Romero fue profesor viajero de la Universidad de la República en Montevideo, donde se sintió muy a gusto y percibió regularmente un salario, normal en Uruguay pero muy alto en la Argentina debido a la diferencia cambiaria. En la memoria familiar, fue una época espléndida. Entre fines de 1951 y los primeros meses de 1952 estuvo en la universidad de Harvard, con una beca Guggenheim, reuniendo las fuentes medievales necesarias para la investigación de su nuevo proyecto: “Los orígenes del espíritu burgués”.

En 1953 el gobierno argentino puso restricciones a los viajes al Uruguay. La Universidad le mantuvo el salario por un año -como parte de sus tareas escribió entonces los ensayos luego publicados en 1956 en el volumen Introducción al mundo actual-, pero a fines de 1953 el maná se cortó. En abril de ese año Orfila, luego de condolerse por la situación, le ofreció -siempre con el atractivo del adelanto- escribir un nuevo libro para Fondo: una “Historia universal”, en formato grande, en una extensión que duplicaba la de un Breviario.

Romero consideró con seriedad la propuesta, pero hizo una objeción: ya llevaba escritas dos Historias universales en el nivel de divulgación,[iii] además de los libros de texto. “Por lo pronto he dejado de escribir libritos, como el que Ud. ha leído, que no hace más que fastidiarme y obligarme a dar por sabidas cosas que tengo a medio averiguar”, le escribe por entonces al español José Ferrater Mora, su principal interlocutor intelectual de entonces.[iv]

Romero podía repetir la tarea, simplemente con lo que ya sabía; pero quería hacer algo nuevo, que lo obligara a leer y estudiar, y que se acercara al gran proyecto que tenía en mente: una historia de la cultura occidental escrita en la clave del tema que estaba investigando en historia medieval, centrado en la evolución del espíritu burgués.

La propuesta que hizo, y que Orfila aceptó, se apoyaba en lo que, esquemáticamente, había publicado en 1953 en el breve y luminoso ensayo La cultura occidental, organizado en cuatro partes: “Los legados”, “La Primera Edad”, “La Segunda Edad” y “La Tercera Edad”. Los dos primeros tópicos estaban desarrollados en La Edad Media, de modo que le resultaría fácil escribir una versión adecuada para el nuevo proyecto.  Así, le propuso a Orfila escribir dos nuevos volúmenes sobre la Segunda y la Tercera Edad, es decir lo que habitualmente se denominaba historia moderna e historia contemporánea.  Sumados a la nueva versión de La Edad Media, compondrían una “Historia de la cultura occidental”, en un nivel de alta divulgación, cuya estructura fue elaborando de manera lenta pero sostenida.

El tema fue intensamente discutido, con un Orfila atento a la parte económica: las ventas y el anticipo. Ofreció 1600 dólares por los volúmenes; Romero reclamó 2000, correspondiente a dos libros. La discusión, en tono divertido, pero con su pizca de aspereza, se prolongó hasta que Orfila cedió. Esto ocurrió a fines de 1953, y significaba para Romero postergar o reducir el tiempo dedicado a su investigación sobre el “espíritu burgués”.

A lo largo de su vida, Romero dicto clases y conferencias que posteriormente se convertirían en textos escritos. En 1951 dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores la conferencia inicial de un curso colectivo sobre el siglo XVII.[v]  En el año siguiente dictó un curso extenso sobre los siglos XVI a XVIII, en el cuál habría de basarse La Segunda edad, de modo que ya tenía su libro organizado.[vi] Sin embargo, le llevó más tiempo que La Edad Media. Viendo las fuentes citadas puede adivinarse que no se limitó a ampliar lo que ya sabía y que dedicó un buen tiempo a entender similitudes y diversidades en Locke y Hobbes, o entre Spinoza y Descartes. También, en revisar Las preciosas ridículas o El diablo cojuelo, comparar a Tintoretto con Rubens o adentrarse en el mundo de los científicos e inventores, buscando el rastro del “espíritu burgués”, escondido todavía en la trama de las concepciones tradicionales. Escribió dos de los tres capítulos previstos, uno sobre la transición de la baja Edad Media a la modernidad y el Renacimiento, y otro sobre los siglos XVI y XVII. Quedó sin escribir el tercero, sobre el siglo XVIII. Allí se detuvo.

Solo puedo especular sobre las razones de esa decisión. Desde 1953 dedicó mucho tiempo a la revista Imago Mundi. Pero, sobre todo, en la segunda mitad de 1954 y los meses iniciales de 1955 hasta setiembre -el periodo más duro para los ingresos familiares- debió a aceptar varios encargos remunerados. Romero aceptó un ofrecimiento de La Nación para escribir dos editoriales semanales sobre política internacional, una empresa absorbente.[vii] Por las mismas razones dedicó las vacaciones de 1954/55 a escribir artículos para una enciclopedia de la editorial Quillet, en la que por entonces trabajaba buena parte del mundo académico local. Probablemente entonces La segunda edad quedó postergada.

En octubre de 1955 hubo un nuevo cambio de escenario, cuando fue nombrado Rector interventor de la Universidad de Buenos Aires, una tarea exigente y conflictiva. Romero se las arregló para reservar sus mañanas -o algunas de ellas- para trabajar en sus cosas, pero seguramente las dedicó a su investigación sobre historia medieval. Renunció al rectorado en junio de 1956, pero ya su mundo laboral y público era otro. Obtuvo cargos como profesor universitario y, además, se dedicó a militar en el Partido Socialista, en el que integró su Comité Ejecutivo.

Imagino que por entonces decidió concentrar sus esfuerzos en la investigación sobre historia medieval y abandonar no solo el libro para Fondo de Cultura sino el desarrollo sistemático de las otras partes de su gran proyecto. Este se mantuvo en su cabeza, y también en su actividad docente, en la cátedra y el Centro de Estudios de Historia Social General que organizó en la Universidad de Buenos Aires en 1958, y en cursos dictados en diversas instituciones. 

En 1965, luego de renunciar a sus cargos universitarios y jubilarse, concluyó el libro que finalmente tituló La revolución burguesa en el mundo feudal y organizó sus planes futuros. Escribiría un libro sobre la crisis del mundo medieval entre 1300 y 1520 -continuación de La revolución burguesa…- y luego se ocuparía de su versión del mundo moderno. Como hacía en esos casos, abrió una carpeta, donde colocó todo lo que, directa o indirectamente, sirviera a esa nueva investigación.

Tres temas convergentes: la cultura occidental, los orígenes del espíritu burgués y la teoría de la historia de la cultura

Desde 1942 comenzaron a tomar forma estos tres temas, estrechamente vinculados, que gradualmente fueron concibiendo como libros separados: el largo proceso de la cultura occidental, desde el bajo Imperio romano hasta el siglo XX, los orígenes del espíritu burgués, en algún punto del desarrollo del mundo feudal, y finalmente un análisis teórico de la historia de la cultura. En la mente de Romero, estos tres temas se desarrollaron en paralelo, y hacia 1955 ya estaban claramente separados. 

El más importante fue el de la cultura occidental. En una conferencia dictada en 1943 señala una serie de crisis, desde la del mundo griego en torno del siglo V a.C hasta la del siglo XVIII, que jalonan el devenir de la cultura occidental. Romero ubica el comienzo en “la crisis de los siglos IV y V a.C” cuando se constituye la “conciencia occidental”; la crisis del siglo II a.C. -la de la república romana- marca la “constitución del mundo occidental”; con la de los siglos III a V d.C se produce la “diferenciación de cultura occidental europea”; la de los siglos XII-XII marca la “preformación de la cultura occidental europea moderna”, y con la del siglo XV se constituye “la Europa moderna; finalmente, la del siglo XVIII lleva a la constitución de la Europa contemporánea.[viii] 

Por entonces intercambió ideas con Ferrater Mora.[ix] En 1945 discuten cuando comienza: ¿con la cultura griega, como piensa Ferrater y pensaba tres años antes Romero? ¿O quizá con Roma, o en la Alta Edad Media? En 1950 le cuenta a Ferrater que sigue rondando el tema, sobre el que da un curso trianual en el Colegio Libre de Estudios Superiores, y le transmite su conclusión, seguramente producto de la escritura de La Edad Media: lo romano tiene la entidad de legado -el más importante de los tres fundadores, con el judeocristiano y el germánico- pero la cultura occidental comienza a fraguarse con las invasiones germánicas.

En 1953 llegó la oportunidad de formalizar las ideas, en un volumen para la colección “Esquemas” de la Editorial Columba, cuyo título fue La cultura occidental.[x] Esta obra, de algo más de cien páginas, tiene cuatro partes. En la primera, “Los legados”, subraya el realismo del legado romano, la concepción trascendente del cristiano y la concepción naturalista y heroica del germano. La “Primera edad” -que corresponde a la Edad Media- se centra en el largo período de génesis conflictiva del orden cristiano feudal, en sus dimensiones política e ideal. Al final, al caracterizar la crisis de ese mundo en los siglos XIV y XV, incluye entre otros elementos el desarrollo mercantil y el crecimiento de una concepción realista del mundo y de la vida. 

En la “Segunda edad”, que corresponde a la Edad Moderna, distingue con nitidez los siglos XVI y XVII, de creación conflictiva del mundo moderno, y el XVIII, de clarificación y consolidación de sus fundamentos. Elige un rasgo organizador: el conflicto entre una tendencia que apunta a afirmar vehemente  la realidad y otra, que tiende a su deliberada elusión. Entre estos dos extremos, en conflicto, se desarrolla una tercera vía: la aceptación de la profanidad y su disimulo o enmascaramiento, un concepto novedoso -sobre el que escribió José E. Burucúa-[xi] cuyo rastro perseguirá posteriormente.  Afirmar los cambios, negarlos militantemente o transitar una vía transaccional fue lo característico de los siglo XVI y XVII. El XVIII, en cambio, es el siglo de la síntesis, que se manifiesta en la Ilustración. En suma, aparecen aquí todos los elementos de lo que, en términos clásicos, podría denominarse la formación del pensamiento moderno, y que Romero comenzaba a referir al “espíritu burgués”.

Los orígenes del espíritu burgués

Según recordaba Romero, comenzó a dedicarse a la historia medieval en 1942. Sus primeros trabajos se publicaron en 1944 en los Cuadernos de Historia de España. En ellos se reconoce la influencia de don Claudio Sánchez Albornoz, quien lo ayudó a orientarse en ese campo. Junto con un largo estudio sobre San Isidoro de Sevilla se ocupó de varios historiadores y cronistas de la baja Edad Media, período en el que focalizó su interés. En marzo de 1949 escribe a Ferrater Mora: “Dejo para entonces dilucidar nuestros puntos de vista sobre la cultura occidental, en lo que trabajo con ahínco por mi parte. Ahora he centrado mi interés en la baja Edad Media, donde creo hallar algunas de las claves que buscaba, y que creo haber sorprendido: el siglo XIV, primer ensayo general -fracasado- de la modernidad”.

Su introducción a ese periodo había sido el célebre libro de J. Huizinga El otoño de la Edad Media. En algún momento descubrió que Huizinga le escamoteaba toda una parte de esa baja Edad Media y que para comprenderla era necesario -le escribe a Ferrater- “rebatir a fondo la tesis de Huizinga e intentar una explicación que integre el fenómeno del barroco flamenco borgoñón y el fenómeno del naturalismo italiano. Sólo el juego de ambos explica algo a mi juicio: la época misma, y los contenidos oscilantes de toda la cultura occidental”. 

Un año después, en abril de 1950, lo tiene suficientemente claro como para formular un plan ambicioso: escribirá una “Edad Florida”, que desarrollará junto con una “Historia de la cultura occidental”, y, además, una teoría de la historia de la cultura. Sobre este último le dice a Ferrater: “me siento en posesión de un método histórico-cultural seguro”. Lo expondrá en 1953 en el artículo inaugural de su revista Imago Mundi: “Reflexiones sobre la historia de la cultura”.

En abril de 1951 Romero se presenta a la beca Guggenheim con el tema “La crisis medieval y los orígenes del espíritu burgués”. El centro de su propuesta sigue siendo la crisis de la baja Edad Media, pero menciona el descubrimiento, en el siglo XIII, “junto con la corriente fundamental de la cultura medieval, de otra que tiene el aspecto de cultura lateral, pero en la que se desintegra aquella”. La ve presente en la costa mediterránea -un arco desde Aragón a Sicilia- donde predominó la tradición latina y se mezcló con influencias musulmanas. En “la otra Edad Media” encuentra uno de los manantiales de que se nutre el “espíritu burgués”. [xii]

Luego de su estancia en Harvard, y de haberse sumergido en las fuentes medievales -su gran limitación hasta entonces- el proyecto pasa a llamarse “Los orígenes del espíritu burgués” y el plan se transforma: la investigación comenzará por la Temprana Edad Media, tema en el que empieza a trabajar. En junio de 1953, le dice a Ferrater: “Estoy en el primer capítulo de Orígenes. Se trata de la situación espiritual de la temprana Edad Media (s. V-VIII); me interesa el problema de la confluencia religiosa y las relaciones entre magia, creencias paganas y cristianismo, tal como se advierte en Gregorio de Tours, Isidoro, Beda, Martín Dumiense, Jornandes, Venancio Fortunato, etc. ¿Conoce Ud. algún libro moderno, en el tipo de The Medieval Mind, que se ocupe de estas cosas? Me gustaría el dato, porque no encuentro nada”. Había tratado someramente ese tema en La Edad Media, pero el nuevo emprendimiento le demandaba una investigación más profunda que, sin embargo, no se apartó demasiado de la síntesis de 1949.

Unos años después, en 1959, en la Revista Histórica de la Universidad de Montevideo publica el artículo “Sociedad y cultura en la Temprana Edad Media”, primer capítulo -anuncia- de “un libro de pronta aparición, titulado ‘Los orígenes del espíritu burgués'”. Simultáneamente publicó en la Revista de la Universidad de Buenos Aires el artículo “Ideales y formas de vida señoriales en la Alta Edad Media”. Ambos resultaron versiones definitivas de dos capítulos iniciales de La Revolución burguesa en el mundo feudal, editado en 1967.[xiii]

De modo que, como resultas de la experiencia en Harvard, decidió estudiar profunda y detalladamente no solo los orígenes de la mentalidad burguesa -que finalmente ubicará hacia el siglo XI- sino también su contexto: el proceso de formación y consolidación del orden cristiano feudal. Probablemente es nueva estrategia -consistente en empezar por lo que consideraba el comienzo- le permitió ensamblar este proyecto con su otro gran proyecto sobre la historia de la cultura occidental.

A medida que avanzaba en su investigación, el “espíritu burgués” fue ocupando el centro de la escena. Así aparece en “Quién es el burgués”, un breve artículo de 1954. Inclusive, funcionó como eje articulador en sus exploraciones sobre el mundo contemporáneo de sus libros El ciclo de la revolución contemporánea (1948) e Introducción al mundo actual (1956). Todo confluía en un gran proyecto, que esbozó a mano en un papel en 1953/54. Consiste en tres volúmenes, en una versión apretada de 800 páginas o quizá una extensa, que estimaba tendría entre dos y tres mil páginas. Este proyecto se mantuvo activo hasta su muerte.

La Segunda edad

Con esa perspectiva, en la que el tema del espíritu burgués iba tomando preeminencia, en 1953 aceptó la propuesta de Orfila que, aunque lo sacaba de su investigación principal -para la cual reservaba celosamente sus mañanas- le permitía avanzar en un segundo frente.

Desde el punto de vista formal, el manuscrito de La Segunda edad conserva la estructura que Romero le dio a La Edad Media, distinta de la que, de manera más integral y comprensiva, estaba usando en los “Orígenes”. Cada uno de los tres capítulos de La Segunda edad comienza con un cuadro político, social y económico; en la segunda parte de cada uno de ellos se dedica a “la cultura”.

“Cultura” es un término central en su concepción de la vida histórica. Lo expone con un esquema organizativo que utilizó inicialmente en La Edad Media, y que mantuvo hasta sus obras de madurez, como Latinoamérica, las ciudades y las ideas:  la idea del hombre, de la naturaleza, de la política y la sociedad y, finalmente, de Dios. Por otra parte, es en Romero una denominación amplia, que incluye las formas de vida y de sociabilidad -que entroncan con los cambios sociales- y los ideales y formas de vida, que introducen la dimensión valorativa, para llevar, finalmente, a la discusión de las formas sistemáticas del pensamiento.

El tema de La segunda edad –se dice al comienzo- es la formación del espíritu moderno. Señala el papel central del espíritu burgués, en el que a fines del siglo XV han confluido las distintas formas del espíritu disidente de los siglos alto medievales. Gradualmente, la búsqueda de esos “Orígenes” lo va llevando a pensar en una “revolución burguesa” que nace en el siglo XI. No está mencionada en el artículo de 1954 antes citado, pero desde 1958 constituye el núcleo los cursos de Historia Social General e Historia Medieval, que dictó en la Universidad de Buenos Aires.  Paralelamente, en 1960 comenzó la escritura de la segunda parte de sus “Orígenes”: “El surgimiento de la burguesía y la crisis del orden cristiano feudal”.

Antes de interrumpir la escritura de La Segunda edad, Romero agregó a mano algunos posibles subtítulos, que aclararan las referencias cronológicas del libro y de los capítulos. Para La Segunda edad propuso “La era nacional burguesa”. El capítulo I, titulado “De la primera edad a la segunda edad, 1480-1520”,[xiv] se refiere al período de transición entre la baja Edad Media y la modernidad: incluye el Renacimiento y concluye en 1520, con la reforma protestante y el comienzo de lo que llamará “El mundo dividido”.[xv]

Su tema es la vigorosa irrupción de la modernidad -la economía, el Estado, el naturalismo- que expresan los nombres de Maquiavelo, Leonardo o Lorenzo el Magnífico- y la vigorosa reacción, que encarnan, desde distintas perspectivas, el monje Savonarola, o la corte borgoñona, en la que se estilizó y codificó el ideal aristocrático. Entre ambas tendencias, y en tiempos en que la vía media era posible, ubica a Erasmo y el Humanismo. La Reforma ahonda las diferencias y lleva a la búsqueda de formas más sofisticadas de encubrimiento.

El capítulo II comprende los siglos XVI y XVII. Agregó a mano un título: “De la Reforma a la Declaración de Derechos, 1520-1688”.  La división religiosa abrió un nuevo campo para la expresión exacerbada de los conflictos, en medio de los cuales el espíritu moderno fue cobrando forma. Era el desarrollo de los brotes más espontáneos del espíritu burgués, cuyos remotos orígenes en el siglo XI apenas comenzaba a indagar. Al enraizarse en la realidad fáctica -las formas de hacer política, los ideales y las formas de vida- y a la vez  enfrentar fuertes resistencias de las ideas tradicionales, las nuevas tendencias adoptaron formas transaccionales y buscaron caminos intermedios. Pero el sentido general era inequívoco: lo relativo al mundo, al individuo y a la naturaleza cobró autonomía y supremacía sobre el trasmundo. Entonces se dilucidaron los alcances y límites de la transformación y se fueron ajustando las contradicciones de las formas emergentes, hasta decantar en una expresión sintética y orgánica, que en el siglo XVIII se hizo pública en la Enciclopedia.

En este capítulo Romero presenta primero los cambios en el “orden fáctico. Se trata de la revolución económica de los siglos XVI y XVII, con las transformaciones internas y la expansión colonial, y de los cambios políticos: el apogeo y declinación del Imperio y la larga serie de guerras, originadas por el conflicto religioso y por la afirmación de los nuevos Estados monárquicos. En estos renovados Estados surge el absolutismo y, a la vez, emergen las formas de resistencia, que se manifiestan orgánicamente en la Gloriosa revolución” de 1688.

En la primera sección del capítulo- “La dilucidación de los ideales modernos”- traza un gran cuadro del desarrollo del nuevo espíritu, su manifestación en distintas esferas y su relación con los ideales de vida de la nueva sociedad. Sus dos grandes impulsos fueron la reforma protestante y la reivindicación renacentista de la tradición heleno romana, de las que surgen infinidad de brotes transformadores.

El trabajo de dilucidación consistió en la bisecular decantación en algunos grandes principios: individualismo, profanidad, matematicidad y racionalidad. Hubo una vigorosa reacción tradicionalista -presente en la Contrarreforma católica y también en importantes sectores del protestantismo-, por lo que el avance del nuevo espíritu moderno se produjo paso a paso, rasgo a rasgo, en cada uno de los campos. Hubo batallas, pero salvo algunas excepciones no se negó radicalmente la concepción tradicional, y particularmente el lugar de Dios, algo  imposible por entonces para cada uno de los partícipes de estos desarrollos. De ahí el carácter transaccional de estos procesos, que solo decantan en el siglo XVIII.

En las tres secciones siguientes Romero estudia por separado las renovadas imágenes del hombre, la naturaleza y el mundo político social, a través del análisis de los grandes autores de la época. Se puede ver aquí su complejo trabajo de elaboración, que le permitirá, casi dos décadas después, realizar una brillante síntesis en Estudio de la mentalidad burguesa.

Es una parte más trabajosa, y menos corregida que las anteriores.  Romero -que dedicó el tiempo que se había prometido para leer a fondo los grandes autores- le plantea a cada uno de ellos sus propias preguntas, desarmando las líneas argumentales originales y rearmándolas en función de sus interrogantes. Al marcar las limitaciones y puntos ciegos de cada uno y señalar las contradicciones entre los distintos autores, Romero reconstruye el proceso de decantación de líneas de pensamiento diversas en las que, sin llegar a la unanimidad, se alcanzan los acuerdos básicos que se exponen públicamente en el siglo XVIII.

El punto de partida es la imagen del individuo. El burgués emprendedor, que domina el mercado, y el intrépido conquistador de nuevas tierras -Fugger y Hernán Cortés- fueron dos casos de las formas ideales del individuo activo, que construye su destino. También lo fue el sabio, que devela los secretos del cosmos y encuentra en su saber los instrumentos para dominar la naturaleza. Explorar la individualidad fue una de las preocupaciones de los pensadores de entonces. Descartes fundó su definición del individuo en su racionalidad; en cambio Montaigne, en sus Ensayos, se enfocó en su subjetividad, como lo hicieron también, en otros registros, los poetas líricos y los pintores, maestros del retrato y del autorretrato, una alternativa que Rembrandt exploró a fondo.

Hubo frenos a esta explosión de la individualidad terrena. Con la Contrarreforma y el desarrollo de la mística -dos caminos concurrentes- la Iglesia dio la batalla en favor de los fines trascendentes del hombre. El Estado limitó férreamente las libertades de sus súbditos. Pero a la vez, en los propios individuos que exploraban nuevos horizontes se suscitó la angustiante pregunta sobre los límites, ya sea del libre albedrío o del cosmos conocido, y el lugar que, en uno y otro caso, ocupaba Dios. En ese conflicto fraguó la idea moderna del individuo.

Los impulsos por develar los misterios de la naturaleza se desarrollaron sobre un fondo de viejas creencias, que frenaron esos avances sin detenerlos. Nadie discutió, en términos generales, la versión bíblica de la creación por acción divina, pese a que cada avance en el conocimiento se acercaba a su cuestionamiento. También pesaron creencias no cristianas, vinculadas con la brujería, la alquimia o la astrología, todas relacionadas con la persistencia de un mundo sobrenatural que coexistía, sin conflictos, en la mente de quienes avanzaban en el conocimiento científico. Poco a poco se desarrolló la idea de que, detrás de cada conocimiento nuevo, existía un orden profundo, que podía expresarse adecuadamente en términos matemáticos, esos que usó Newton para su célebre ley, que unificó un campo del saber.

Romero explora las consecuencias que estos desarrollos tuvieron en el campo de la filosofía, donde aparecieron dos posiciones extremas: la panteísta, que identificó a Dios con la naturaleza y la racionalista, que afirmó el tradicional dualismo y atribuyó a la naturaleza leyes propias, conocibles por la razón. En este planteo, desde otro punto de partida, coincidió el empirismo de F. Bacon, y luego de Locke, que se contrapuso con el racionalismo de quienes siguieron a Descartes. Fueron dos visiones filosóficas que transcurrieron en paralelo, extremando sus puntos de vista, epistemológicos y metafísicos. Una tensión parecida registra Romero en el campo de las artes plásticas, donde campeó el interés por la naturaleza, en unos desde una perspectiva subjetiva, extremada en El Greco, y analítica y racional en otros, como el anatomista Leonardo.

Los cambios en la realidad política y social fueron tan profundos que las concepciones tradicionales, como la de los “tres órdenes” del mundo cristiano feudal, fueron radicalmente revisadas. Siguiendo a Maquiavelo, se abrió paso un análisis de la política despojado de fundamentos morales, que se manifestó en la razón de Estado esgrimida por los teóricos del nuevo absolutismo. Esta doctrina, que Bossuet fundó en las Escrituras, remitía a otro fenómeno novedoso: los estados monárquicos de carácter nacional, que tendían fuertemente a la unidad territorial, con la soberanía concentrada en el monarca y solo limitada por las “leyes del reino”, sólidas y maleables a la vez.

Otra perspectiva fue abriéndose paso, a partir de la pregunta sobre los derechos de los súbditos y los límites del poder estatal, que anclaron en una recuperación del derecho natural. De allí se desarrolló la tesis contractual, fundada en un estado de naturaleza inicial -en versión paradisíaca o, más frecuentemente, violenta- y la idea de un contrato social y político acordado libremente entre los hombres. Tal idea desafiaba implícitamente el principio del derecho divino de los gobernantes. Como en el caso de la naturaleza o del lugar de Dios, fue una discusión conducida con prudencia, que se desarrolló sin zanjarse y con abundantes compromisos durante el siglo XVII, pues pocos se atrevían a negar absolutamente los principios de la Creación. Había comenzado a escribir el último de los puntos, Las formas de la creación, en el momento en que se interrumpió la escritura. Puede verse, en el Apéndice, la lista manuscrita de creadores a los que pensaba referirse en estas páginas.

En el plan de la obra, los distintos caminos explorados en los siglos XVI y XVII habrían de confluir en el siglo XVIII, en el capítulo no escrito. La guía del curso dictado en 1952, antes citada, da una idea de su enfoque. Pero ya en el comienzo de este manuscrito Romero anticipó su argumento “Es bien sabido que el siglo XVIII logró formularlos de manera sintética y precisar sus relaciones con la realidad práctica”. Los términos de esa síntesis -tal como los pensó veinte años después- pueden leerse en Estudio de la mentalidad burguesa.

Conclusión

La Segunda edad es un libro inconcluso, no solo por el tercer y último capítulo no escrito sino porque, con excepción de la primera sección, solo tiene una primera corrección.

Es un libro que da cuenta del estado de elaboración, en 1954, de dos grandes proyectos de José Luis Romero: un “Estudio de los orígenes del espíritu burgués” y una “Historia de la cultura occidental”, concebidos en formatos distintos -la investigación monográfica en el primero, y el gran ensayo interpretativo el segundo- que gradualmente fueron convergiendo.

Respecto de los Orígenes del espíritu burgués cabe señalar que poco antes de concluirlo, en 1965, “el espíritu” se había convertido en “la mentalidad”, definida en términos muy diferentes de los que por entonces popularizaba la revista Annales. En cuanto a “los orígenes”, su conversión en “la revolución” se produjo durante la revisión final del libro, entre 1964 y 1965. “Revolución burguesa” es una fórmula acuñada del lenguaje marxista, por entonces en boga en el ámbito universitario, al que Romero dio un sentido diferente -la revolución como el origen incipiente, diverso y contradictorio de algo nuevo en el seno de un orden establecido- que ha sido aclarado por Ruggiero Romano en “Entronque”.[xvi]

Finalmente, este libro inconcluso desarrolla un tema, habitualmente conocido como “el surgimiento del espíritu moderno” -así comienza denominándolo Romero-, que en sus textos tardíos -cuando ya estaba próximo a escribir el tercer volumen de su gran proyecto de Historia de la cultura occidental, denominó “mentalidad burguesa madura”, o ideología burguesa. Sus ideas sobre este proceso, en el que el concepto de enmascaramiento tiene un papel fundamental, aparecen esbozadas fragmentariamente en sus publicaciones. Este texto permite tener una idea precisa de como la fue elaborando.

Esta nota introductoria no pretende ser un estudio exhaustivo; es apenas un conjunto de indicaciones para ubicar al lector en el contexto del texto. Se basa en algunos ensayos escritos sobre José Luis Romero, que se encuentran en el Sitio, y algunos materiales de su Archivo personal, a los que se remite en el texto. También incluyen mis recuerdos personales de algo sucedido hace siete décadas, que son la parte más falible de esta nota.


[i] La correspondencia entre ambos -conservada parcialmente en el Archivo de José Luis Romero y en su totalidad en el de la Editorial en México- testimonia la estrecha relación que mantuvieron y la frecuente recurrencia de Orfila al consejo de su amigo.

[ii] Hoy, siete décadas después de su publicación, continúa reeditándose.

[iii] En las editoriales Atlántida y Jackson.

[iv] Entre 1944 y 1955 Romero y Ferrater -exiliado español que se instaló en Chile y luego en Estados Unidos- mantuvieron una correspondencia singular, en la que Romero le informó sobre sus trabajos y la orientación de sus intereses hacia la historia medieval. La correspondencia se conserva el Archivo José Luis Romero y en la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo, de la Universidad de Girona, España.

[v] Es el tercero de los cursos colectivos sobre Historia de la cultura occidental.

[vi] Desde el Apéndice se accede a las guías de clase usadas, inclusive sobre el siglo XVIII.

[vii]Véase Romero, Luis Alberto. José Luis Romero editorialista. Un recuerdo personal.

[viii] “Un esquema de la constitución de la cultura occidental”.  Programa impreso de una conferencia dictada el 13 de julio de 1943, Archivo José Luis Romero. El eje de la conferencia era la “teoría de las crisis”, aplicada a la cultura occidental, que desarrolló en el artículo “Las concepciones historiográficas y las crisis“, publicado en 1943.

[ix] Fernando Devoto. “Los amigos ausentes. Notas sobre la correspondencia entre José Ferrater Mora y José Luis Romero”.

[x] La colección se inició con un libro de Francisco Romero. El de José Luis Romero fue el séptimo.

[xi] José Emilio Burucúa. Encubrimiento, enmascaramiento.

[xii] Carta a Henry Allen Moe, secretario general de la John Simon Guggenheim Foundation, 5 de abril de 1951. Archivo José Luis Romero.  

[xiii] Romero, José Luis. “Sociedad y cultura en la Temprana Edad Media”. En Revista Histórica de la Universidad, nº 1, Montevideo, 1959. Romero, José Luis. “Ideales y formas de vida señoriales en la Alta Edad Media”. En Revista de la Universidad de Buenos Aires, 5ª época, año 4, nº 2, Buenos Aires, abril-junio de 1959.

[xiv] Esta sección, que corresponde al antiguo proyecto de “La Edad florida”, le resultó suficientemente satisfactoria como para publicarla en 1960 con el título de “Burguesía y Renacimiento”. Agregó algunos párrafos, que en el texto aparecen  marcados en itálica, donde se aprecia la reorientación de su perspectiva sobre el período.  Romero, José Luis. “Burguesía y renacimiento”. En Humanidades, año 2, tomo 2, Mérida, julio-diciembre de 1960.  

[xv] Sobre “El mundo dividido” tema dictó un seminario particular para alumnos avanzados, en su casa de Adrogué, en 1966, poco después de la intervención de la Universidad de Buenos Aires.

[xvi] Ruggiero Romano. Entronque.


LA CULTURA OCCIDENTAL: LA SEGUNDA EDAD

Capítulo Primero:
De la Primera a la Segunda Edad. 1480-1520

[La era nacional burguesa]

Al paso del tiempo, las tendencias divergentes que se desarrollaron durante la Primera Edad llegaron a contraponerse. El conflicto entre la concepción cristiano feudal y la concepción disidente – que ya se manifestaba como inequívocamente burguesa en los siglos XIV y XV – irrumpió muchas veces, en ocasiones con insignificantes pretextos y a veces con plena conciencia del alcance de los principios en pugna. Pero a medida que avanzaba el siglo XV el contraste tendía a hacerse más intenso, acaso porque ciertas circunstancias – en parte ajenas y en parte nacidas del conflicto mismo – precipitaron las situaciones de hecho y forzaron las soluciones. Hacia 1520 –al desatarse la Reforma protestante, al comenzar el imperio de Carlos V– el mundo occidental comenzó a mostrar una fisonomía inédita: los problemas en discusión, las actitudes que se pusieron entonces de manifiesto y las ideas que comenzaron a predominar revelaron un curioso viraje. Pero nada inexplicable había en todo ello. Tantas y tan graves cosas habían ocurrido en los últimos tiempos que acaso hubiera podido preverse esa mutación. El medio siglo que precede a aquella fecha constituye un curioso período de tránsito, de revelación de inexploradas posibilidades, de ejercicio de imprevistas formas de conducta.

1

Dos hechos caracterizaron los comienzos de la segunda mitad del siglo XV: la conclusión de la guerra de Cien Años y la toma de Constantinopla por los turcos. La constitución del vigoroso Imperio Otomano en la extremidad sudoriental de Europa modificó sustancialmente el equilibrio occidental; hasta entonces no parecía necesario pensar en aquel polo de Europa, en el que el Imperio Bizantino se desliza mortecino; pero en adelante sería menester ocuparse de evitar el avance turco hacia el oeste.

Bajo el reinado de Matías Corvino (1457-1490), Hungría constituyó la avanzada de la cristiandad en su frontera oriental, y fue muy grave culpa de su sucesor, Ladislao Jagellón (1460–1516), el descuidar una misión que no concernía a su reino sino a Europa toda. Bohemia –de la que era también rey– compartía con Hungría esos cuidados, y tras ella, el Santo Imperio Romano Germánico sentía la amenaza sobre sus fronteras.

Pero el Imperio no constituía una fuerza capaz de afrontar el peligro. Acentuada la independencia de los príncipes alemanes en la época del emperador Federico III (1440–1443), apenas podía pensarse en organizar allí una fuerza capaz de resistir el embate turco si la vanguardia de aquellos reinos caía vencida. No logró Maximiliano I (1493-1519) modificar la situación, a pesar de que, al igual que otros monarcas de su tiempo, buscó el apoyo de las clases populares.

El Imperio perpetuaba la estructura feudal, precisamente en tiempos en que los reinos occidentales comenzaban a remplazarla por otra nueva.

La conclusión de la guerra de los Cien Años creó tanto en Francia como en Inglaterra una situación particularmente apropiada para la modificación de su ordenamiento político y social. Exhaustas las clases señoriales, que habían soportado el peso del conflicto, la monarquía se encontró en condiciones de  acentuar su autoridad. Carlos VII (1422-1461) y Luis XI (1461-1483)  realizaron esa labor en Francia, apoyándose en una burguesía cuyo enriquecimiento estimulaban y que probó poseer un vigoroso espíritu de empresa, testimoniado eminentemente por Jacques Coeur, negociante, aventurero y político que ejerció poderosa influencia en la corte del rey Carlos. Su hijo Luis ejercitó en el gobierno una astucia sin límites. Commynes, que lo conoció de cerca, decía de él en su Mémoires:

En cuanto a aquellas personas a las que había expulsado y rechazado en épocas de paz y prosperidad, volvía él a atraerlas cuando las necesitaba, y se servía de ellas sin guardarles ningún rencor por las cosas pasadas. Era naturalmente amigo de las gentes de condición mediana y enemigo de todos los grandes que podían pasarse sin él.

Nada más lejos de un monarca feudal. El honor carecía de importancia a sus ojos y sólo contaba la eficacia. Las “gentes de condición mediana”, burgueses, servían mejor a sus propósitos y contribuían a socavar el orgullo de los grandes señores, entre todos los cuales el duque de Borgoña, Carlos el Temerario, concitó el más profundo odio del rey. Negociando y combatiendo, Luis XI devolvió a Francia buena parte de las energías que había consumido en la guerra de los Cien años. Pero había puesto al servicio de sus fines una conducta y unas ideas que hacían de él un hombre nuevo. Por eso fue modelo de sus contemporáneos y sucesores. Abatir la nobleza y construir la unidad del reino sobre la base del indiscutido poder de los reyes, pareció la más sabia política de la época.

Fue esa misma política la que siguió Enrique VII de Inglaterra (1485-1509), fundador de la casa de Tudor y vencedor de Ricardo III en la batalla de Bosworth. Con esa acción, librada al desembarcar en su patria, puso fin a la guerra de las Dos Rosas, comenzada entre las casas rivales de York y Lancaster a poco de terminar la guerra de los Cien años. Enrique VII –Lancaster–concluyó en su provecho la contienda en la que había terminado de desangrarse la nobleza inglesa, y emprendió la tarea de restaurar la autoridad monárquica. Fue avaro y astuto -decían sus contemporáneos – y amigo de mercaderes. Con esas características pudo ejercer el poder en su país empobrecido, enriqueciéndolo aunque las fortunas comenzaron a cambiar de manos.

Enrique VII se interesó por los descubrimientos transoceánicos y encomendó a Juan Caboto que explorara el Atlántico. Caboto llegó en 1488 a Terranova y Nueva Escocia. Fue un resultado poco provechoso al lado del que habían obtenido años antes los navegantes portugueses y españoles, tan importantes que abrieron una época en la historia. Portugal había resuelto hacía mucho costear el África, y sus esfuerzos fueron tan tenaces que Bartolomé Díaz llegó al Cabo de Buena Esperanza en 1487. Cinco años más tarde, una expedición apoyada por la corona castellana y mandada por el genovés Cristóbal Colón tocó unas tierras que muy poco después se identificaron como las de un territorio desconocido, al que se comenzó a llamar América. Y en 1498, Vasco de Gama llegó con las naves de Portugal a Calicut, bordeando el África. En poco más de diez años el horizonte geográfico y económico se había ampliado tanto que se tardó mucho tiempo en acostumbrarse a vivir en un mundo que incluía tantas tierras y tantas rutas antes desconocidas. Hubo hombres de aventura que se entregaron a la empresa de recorrer unas y otras. Algunos naufragaron y otros se enriquecieron. Y poco a poco, las naciones conquistadoras comenzaron a tomar posesión de sus nuevos territorios, a transportar sus nuevas riquezas, y a usufructuar las nuevas posibilidades de aventura y poderío. A la era del Mediterráneo sucedía en la historia del mundo occidental la era del Atlántico.

A los ojos de los castellanos, el descubrimiento de desconocidas tierras transoceánicas no fue empero el episodio más importante del año 1492. El 2 de enero de ese año, los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, solidarios por su matrimonio y por la alianza de sus reinos, lograron expulsar a los musulmanes del último bastión que conservaban en la península: el reino de Granada. A la aparición de los musulmanes en el extremo sudeste de Europa se respondía con su expulsión del extremo sudoeste. España sólo alojaba ahora reinos cristianos: Portugal, Castilla, Aragón, Navarra.

La ambición de los reyes Isabel y Fernando era lograr la unidad religiosa de España, pero no lo era menos lograr su reordenación política. Castilla sobre todo había padecido la soberbia de los grandes feudales, y el poder real había declinado especialmente durante la época de Enrique IV. Lo sucedió su hermana Isabel (1474-1504), y tras la guerra civil que le permitió ejercer el poder con plenitud, emprendió con su marido Fernando de Aragón (1479-1516) la labor de ajustar la vida política del reino. Se sometió a los nobles y a los concejos, se expulsó a los moros de Granada y ese mismo año a todos los judíos del reino por el edicto del 30 de marzo de 1492. La Santa Hermandad extendió la justicia del rey hasta el seno mismo de los feudos, y los corregidores llevaron su voluntad ejecutiva a las corporaciones municipales. La Inquisición trabajó desde 1480 para suprimir la herejía, y Tomás de Torquemada se hizo famoso presidiéndola en Castilla y Aragón.

El descubrimiento de América orientó a Castilla hacia el Atlántico. Pero Aragón tenía de antaño importantes intereses en el Mediterráneo. Había disputado el reino de Sicilia a los Anjou y había logrado que príncipes de su dinastía gobernaran allí. Cuando en 1494 comenzaron las guerras de Italia, Fernando decidió intervenir en ellas para no perder posiciones.

Italia pareció una presa fácil para los reyes de Francia que habían logrado sanear su reino. Era rica y débil. Venecia y Milán en el norte, Florencia y el Papado en el centro, Nápoles al sur: tales eran los principales estados en que se dividía la península. Ricos por su comercio y su industria, los estados del norte habían pasado por duras pruebas. Los turcos amenazaban las rutas del comercio mediterráneo, del que Génova – sometida ahora a Milán – había quedado excluida. Milán había sufrido profundas conmociones políticas, y los Sforza la dominaban desde 1450. Una esperanza para todos – aunque en diverso sentido – era la alianza francesa, posible ahora por el interés que mostraba Carlos VIII (1483-1498) por las cosas de Italia.

Francia había mantenido buenas relaciones con Lorenzo de Médicis, desde 1469 indiscutido jefe de Florencia, pero a su muerte, en 1492 – año del acceso al pontificado de Alejandro VI – su sucesor Piero de Médicis prefirió aliarse con Roma y desentenderse de Francia. Tenía éstas dos posibilidades de intervenir en Italia: para apoderarse de Milán o para conquistar Nápoles. Prefirió esto último y cruzó los Alpes en 1494. A su aparición los florentinos expulsaron por algún tiempo fray Jerónimo Savonarola. El papa cedió a la presión de los invasores, y Carlos VIII pudo llegar a Nápoles y apoderarse del reino. Pero su conquista duró poco, y antes de verse rodeado de enemigos prefirió abandonar el suelo italiano y regresar a Francia. Su sucesor Luis XII (1498 –1515), volvió a sentir la tentación de Italia, pero se dirigió al Milanesado, que cayó en sus manos tras algunas dificultades. Entusiasmado, resolvió volver a emprender la conquista de Nápoles, pero temiendo que se repitiera la situación de la que fue víctima su antecesor, pactó con el rey Fernando de Aragón para conquistar juntos el reino y dividírselo. En 1501 quedó consumada la operación; pero al año siguiente comenzaron a separase los dos conquistadores y se suscitó la lucha entre ellos. Allí brilló la espada del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba y la de los caballeros que se desafiaron en Barletta (1503). El resultado favoreció a los aragoneses, y Fernando asumió la corona napolitana, que detentaría hasta su muerte.

Aragón se alió con el Papado, en cuya cátedra se sentaba desde 1503 Julio II. Para expulsar a los franceses del Milanesado organizó el pontífice la Santa Liga (1511), cuyas fuerzas se lanzaron enseguida al ataque. Mandaba las fuerzas francesas Gastón de Foix, que logró varios triunfos pero murió en la batalla de Ravena, dejando desamparadas a sus fuerzas. La Santa Liga pudo vencerlas en poco tiempo; Milán volvió a los Sforza y Florencia a los Médicis. La estrella de Francia parecía palidecer.

Pero las circunstancias volvieron a cambiar. Francisco I (1515-1547) recuperó para Francia el Milanesado el año mismo en que subió al trono. Por su ímpetu y por sus ideas, Francisco I testimoniaba que el reino florecía. Ciertamente, comenzaba una nueva era para Francia. Algo semejante ocurría en España. Carlos I (1516-1555) heredó los estados de los Reyes Católicos que, descontando Portugal, comprendían toda la península Ibérica pues su abuelo Fernando había anexado Navarra en 1512. Su otro abuelo era el emperador de Alemania Maximiliano, que murió en 1519. Carlos aspiró a sucederle, y se enfrentó a Francisco I; pero la tradición y la astucia favorecieron a Carlos de España, que distribuyó 850.000 florines entre los electores. Carlos V pudo reunir entonces, como rey de España y emperador de Alemania, el más vasto domino de la época.

Colaboraron en su elección los banqueros de Augsburgo. Los Fugger y los Welser habían consolidado allí poderosas casas de banca que estimulaban toda suerte de empresas. Hasta poco antes parecía que la actividad mercantil era la única segura y provechosa; pero los banqueros de Augsburgo – entre otros – imprimieron un inusitado desarrollo a la minería, que muy pronto se imitaría en otras partes. El mercado de la plata y del cobre quedó en sus manos, en tanto que otros capitalistas de Nuremberg se dedicaban a establecer fraguas en Turingia. Poco a poco toda la Europa occidental se lanzaba a las grandes aventuras capitalistas, a las que la abundancia de materias primas que depararon los descubrimientos dio nuevas posibilidades. La industria y el comercio estimularon la actividad de la burguesía, de la que poco a poco se desprendía un sector de alta influencia por la concentración de capitales que empezó a operarse.

2

Tanto en el plano de la vida económico social como en el de la vida política, el mundo occidental recorría los últimos tramos del siglo XV afirmando inequívocamente con su comportamiento una nueva manera de concebir la realidad y la historia. La actitud de disidencia frente al orden cristiano feudal se resolvía en una actitud renovadora, que hacia el siglo XIV podemos llamar plenamente burguesa; y esa actitud asumía la dirección de la vida económico social, bajo la tutela del poder político [agregado en 1960]. Habría reacciones, vigorosas reacciones contra las últimas consecuencias del espíritu burgués: contra su filosofía de la vida, contra su hedonismo, contra su amor a las cosas del mundo, contra su imagen del destino del hombre sobre la tierra. Y la burguesía aceptó esas reacciones ocultando sus últimos principios – acaso inconfesados para ella misma – y sus últimas aspiraciones. Pero la realidad le pertenecía. No era posible retroceder ni modificar la dirección que la burguesía le había impreso a la vida, y de hecho había consenso general para aceptarla como un hecho consumado. Sólo debía encubrir sus impulsos secretos, sus ideales últimos, acaso aún imprecisos en su mente.

Lo que nadie podía negar era el ascenso de la burguesía a una situación de preponderancia social. Por el número de sus miembros, por las actividades que realizaba y los intereses que tenía en custodia, la burguesía constituía en casi todos los estados occidentales la fuerza más vigorosa. A veces la nobleza tradicional irrumpía con su antigua prepotencia, pero sus intereses limitaban su orgullo, y la burguesía tuvo buen cuidado de no disputarle los honores allí donde los mantenía desde siglos.

En España  y en los estados periféricos del mundo occidental – Hungría, Bohemia, Rusia, los estados bálticos–, la burguesía chocó con dificultades para constituirse sólidamente. En Francia misma debió soportar el viejo prestigio de la aristocracia. Pero el tiempo estaba a su favor y muchas circunstancias le eran propicias. Los descubrimientos de tierras lejanas, las necesidades de la guerra, el desarrollo del fisco, todo prestaba oportunidad para que las clases que producían riqueza se afianzaran. En Italia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en las ciudades alemanas y en aquellas que habían sufrido la influencia del Hansa Germánica – como Bergen o Novgorod – predominaba inequívocamente a un nuevo espíritu económico que aseguraba a la burguesía un papel hegemónico. Decía Clemens Sander que, a partir de finales del siglo XV, príncipes, condes, nobles, campesinos, burgueses y sirvientes se habían habituado a confiar todo el dinero que poseían a Ambrosio Höchstetter que les pagaba un interés del 5%. Muchos peones de granja que no poseían más que 10 florines los habían confiado al banco de Höchstetter, quien pagó durante largo tiempo los intereses de un millón de florines que había recibido en depósito. Este capital le había servido para comprar y almacenar grandes existencias de mercaderías y provocar alzas de precios.

Los grupos que por su acción canalizaban el nuevo espíritu económico constituían una suerte de nueva aristocracia, con nuevos principios morales. El lucro había puesto en sus manos posibilidades insospechadas, y su actitud varió entre una tendencia al lujo y al despilfarro y una tendencia a una economía casi sórdida. El lujo era a veces una expresión de poderío, un alarde de fuerza que el rico quería hacer deliberadamente para dar trascendencia social a su riqueza; pero la economía, más exactamente, el espíritu de ahorro, caracterizó más fielmente a la burguesía de ese período. Si Lorenzo de Médicis se sentía obligado por sus gustos y sus deberes políticos a deslumbrar a sus conciudadanos con su munificencia, el honesto burgués que trabajaba en la elaboración de su fortuna con el cuidado de un Cellini ponía en el labrado de metal rechazaba todo gesto de exagerada prodigalidad y se imponía severas normas no sólo para sus inversiones sino aún para sus gastos personales. En el criterio que sostenía León Battista Alberti en Del governo de familia:

¿Sabéis – se preguntaba – quienes son las personas que más amo? Las que no gastan su dinero sino en las cosas más necesarias y suprimen lo superfluo de ellas; de ellas digo que son dueños de buenos y económicos. 

El orden y la distribución del tiempo, el cuidadoso cálculo de los riesgos y de las ganancias posibles, parecen modelar al genio económico del burgués y la época, al que Luca Pacioli (1445-1514) enseñó a llevar la contabilidad por partida doble. Pero es menester no extremar este juicio. La tradicional tendencia del mercader de la Edad Media a la aventura no desapareció del todo. Ahora la aventura le ofrecía nuevas posibilidades; la aventura transoceánica, con sus insospechadas perspectivas, y la gran aventura especulativa sobre la base de los fuertes capitales acumulados gracias al tráfico mercantil.

Son sintomáticas las palabras con que Pedro Mártyr de Anglería (1457-1526) describe los propósitos que Cristóbal Colón expuso a los Reyes Católicos:

Cierto día Cristóbal Colón, varón de la Liguria, propuso y persuadió a los Reyes Católicos Fernando e Isabel, que por nuestro occidente descubriera pronto islas limítrofes si le facilitaban naves y las cosas pertenecientes a la navegación, con las cuales la religión podría fácilmente aumentarse, y obtener inaudita abundancia de margaritas, aromas y oro.

En términos casi idénticos se expresará después Bernal Díaz cuando decía en la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, al decir que los conquistadores emprendían su aventura para “dar luz a los que estaban en tinieblas y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar”. Alentaban pues, los viajeros el vago designio de conquistar nuevas tierras para su fe y para su rey; pero el móvil inmediato que impulsaba a quienes se aventuraban a tan imprevisibles riesgos era sin duda de orden personal y resultaba de la combinación del espíritu de aventura personal con el espíritu de aventura económica. Movido por el afán de ver cosas extrañas – tan extrañas como las que se leían en el maravilloso viaje de Marco Polo –, el aventurero se lanzaba a tierra desconocida y también con el afán de volver rico, gracias a un cargamento afortunado de especias, a un botín abundante o a un filón de metal precioso. Con un enorme riesgo y comprometiendo la vida misma, el aventurero jugaba a todo o nada.

Entre el aventurero y el metódico burgués que calculaba pausadamente sus beneficios y sus inversiones, había sin duda una variada gama de hombre de empresa que orientaban su existencia según nuevos módulos. El lucro era su objetivo inmediato, y su atención se dirigía principalmente hacia los fenómenos de la producción. Para acrecentarla, para diversificarla, para obtener, en fin, mejores rendimientos, el hombre de empresa estimuló el análisis de los medios de producción y procuró acentuar el sentido técnico propio del hombre occidental. La técnica se había desarrollado tradicionalmente en relación con las necesidades de la guerra y con las exigencias del lucro. Esta relación es manifiesta en este periodo, pero acaso pueda decirse que el papel del lucro comenzó a acentuarse. Es sugestiva esta anotación de Leonardo da Vinci:

Mañana temprano, 2 de enero de 1496, haré la correa de transmisión de cuero y procederé a ensayarla… Cien veces en cada hora podré hacer 400 agujas, lo que hará un total de 40.000 en una hora y 480.000 en doce horas. Supongamos que tenemos 4.000 millares, los que vendidos a cinco sueldos por millar importan 20.000 sueldos: mil liras por cada día de trabajo; y si uno trabaja veinte días por mes 60.000 ducados al año.

La técnica hizo por entonces considerables progresos. Las múltiples aplicaciones del vidrio modificaron sensiblemente las condiciones de vida. Se lo colocó en las ventanas para dejar pasar la luz, se lo utilizó para hacer botellas, a la que empezó a taparse con tapones de corcho, y sobre todo empezaron a hacerse anteojos; el hombre pudo acrecentar su tiempo de lectura y aprovechar cumplidamente la más notable de las invenciones mecánicas de la época: la imprenta de tipos móviles que, favorecida por el desarrollo de la industria del papel, dio lugar a la profusa circulación de un libro a precio económico y destinado a tener gran difusión. Poco a poco cobraba la minería un notable desarrollo a causa de la mayor demanda de metales y al uso de nuevos dispositivos para facilitar la extracción y elaboración, que fueron descriptos por Georgius Agricola (1494-1555) en su trabajo De Re Metallica. Y la suma de pequeñas innovaciones que se introdujeron en la fabricación de navíos – como el mejoramiento de su diseño y el uso de dos y tres mástiles – así como el perfeccionamiento del arte de navegar en alta mar y contra el viento, dieron como resultado la posibilidad de las exploraciones ultramarinas con sus inmensas derivaciones.

Sin duda alguna se desarrollaba intensamente un activismo que reflejaba cierta peculiar idea de la vida, cuya fórmula parecía ser que el hombre es y vale por lo que hace. Su hacer ocurre en el tiempo y en el espacio, nociones que comenzaban a sufrir una cierta transformación. Se piensa en la temporalidad de cierto modo cuando se juzga imprescindible el uso del reloj, y se vive la idea de espacio de cierta manera cuando se lo proyecta en perspectiva como comienza a hacerlo Piero della Francesca (1406-1492), pintor y matemático, cuando se buscan sus secretas armonías como volvió a hacerlo Luca Pacioli en La divina proporción o cuando se lo cruza en escala antes inusitada como hicieron Colón y sus continuadores. Temporalidad y espacialidad serán ya problemas fundamentales de la filosofía y la ciencia, hacia las que se proyectan a partir de la experiencia primaria del hombre nuevo.

En la renovación de la imagen de la vida histórica tuvo decisiva influencia la manera de entender la realidad social que acusaron la burguesía y el poder político, éste último surgido de ella misma en algunos casos, y en otros solidario en gran parte con sus ideales y sus modos de vida aunque no compartiera su origen.

Si la política medieval erigió en regla – no por frecuentemente violada menos generalmente admitida – la de su dependencia de la moral, los signos del predominio del espíritu disidente se manifestaron en ese terreno a través del reconocimiento de un área propia de la política, independiente de la moral. Lo que empezó a preocupar a los políticos fue la realidad sobre la que el poder debe ejercerse, la realidad social, cuyas fuerzas se pretenden captar, aprovechar o dirigir, según su propia ley. Independientemente de toda doctrina, la realidad social se comenzó a entender como el área sobre la cual se asienta cierta estructura de poder: improvisada unas veces, como la que crearon los Sforza o los Médicis, o de raíz tradicional, como aquella de que se valieron los monarcas que erigieron su poder personal desde un trono antes vigilado por grupos sociales poderosos y de autoridad restringida en virtud de tradicionales preceptos religiosos. Luis XI de Francia, Fernando II de Aragón o Enrique VII de Inglaterra ejemplifican esta nueva actitud de la monarquía.

Ya era vieja en el siglo XV la tendencia de la monarquía a consolidar su autoridad, en una dirección que debía llevar al absolutismo. Pero sólo la renovación económico social provocada por el ascenso de la burguesía podía proporcionar una ocasión favorable para que esa tendencia se desarrollara con brío. A medida que la riqueza consolidó la posición de las nuevas clases en ascenso, la Corona contó con un apoyo cada vez más resuelto para su política centralizadora. Su objetivo fue limitar cuanto pudiera el poder político de la nobleza, hasta anularlo si fuera posible, y a ese fin ordenaron los reyes todos sus esfuerzos.

Quizá el caso más dramático fue el de Juan II de Portugal. A poco de subir al trono en 1481, hizo disponer a las cortes reunidas en Evora que prestasen nuevo juramento todos aquellos que ejercían alguna autoridad o habían recibido donaciones reales. No fue sino el comienzo. Con terrible energía se dedicó a poner coto a las funciones que ejercían los señores en su territorio, limitando sobre todo sus atribuciones judiciales, examinando sus títulos y vigilándolos para evitar que se sublevaran contra el rey. Cuando los levantamientos se produjeron, fue inflexible en el castigo, y entretanto, sus disposiciones de gobierno se orientaron hacia el establecimiento cada vez más firme de una autoridad monárquica más y más absoluta, ejercitada a través de oficiales reales y apoyada en la adhesión de las clases burguesas, que se favorecían con esa política antinobiliaria.

Era un caso semejante al de Luis XI de Francia, a quien el rey de Portugal imitaba. Los grandes señores que por la extensión de sus posesiones, por su prestigio y por la fuerza de la tradición gozaban de una situación excepcional dentro de la monarquía –como Carlos el Temerario, duque de Borgoña– fueron reducidos implacablemente, al tiempo que el resto de la nobleza sufría las consecuencias de una política pertinaz destinada a socavar su poder. Enrique VII, vencedor de los York en 1485, organizó su Estado de manera que nada escapara a la autoridad del rey. Y los monarcas de Aragón y Castilla, Fernando e Isabel, contuvieron también a los señores grandes y pequeños que hacían alarde de su independencia.

Así procedían los reyes que poseían el poder por herencia ,y acerca de cuyos Estados decía Maquiavelo en El Príncipe:

Empezaré por decir que hay muchas menos dificultades en conservar los estados hereditarios acostumbrados a la familia de un príncipe, que los estados nuevos, pues basta para conseguirlo que el príncipe no se aparte del camino seguido por sus antepasados y se amolde a los acontecimientos; es decir que, con ordinaria destreza, se mantendrá siempre en sus estados, a no ser que una fuerza infinitamente superior los despoje de ellos; y aun en semejante caso podrá recuperarlos, a poco reveses de fortuna que padezco el ocupante.

Mayor fue la preocupación de los nuevos príncipes por el ejercicio absoluto de su autoridad. Los señores de los estados italianos, los reyes que conquistaban nuevos señoríos y todos los que por la fuerza lograban encaramarse en el poder, pusieron de manifiesto de manera aún más explícita que los reyes la tendencia general de la política de la época. La fuerte sacudida que experimentaba el orden social había conmovido el sistema de principios jurídicos, éticos y políticos que prevaleciera hasta poco antes, y que ya en crisis se mantenía solo como una vaga retórica. De hecho, la política adoptó un marcado realismo. Su norma fundamental fue la de que todo se justificaba frente a la necesidad de conquistar, de conservar o de acrecentar el poder. La moral se separaba de la política, al tiempo que se revisaban los tradicionales fundamentos del poder. Si quien podía esgrimirlo a su favor no desdeñaba apoyarse en el derecho divino, la opinión profunda parecía ser la de que sólo la fuerza eficaz legitimaba el poder, aun cuando a fuerza de profunda, se mantuviera esa opinión convenientemente velada. Algo semejante ocurría con respecto a los límites del poder. Los deberes y obligaciones de los príncipes con respecto a los súbditos estaban en relación con las posibilidades de opinar que poseían los distintos grupos sociales frente a la corona. Pero la alteración del equilibrio entre las distintas clases alteró también esas posibilidades y la monarquía pudo prescindir sin riesgo de la consulta cuando suponía que se opondría a sus designios. Mientras aparecían nuevos principios que permitieran la expresión regular de la opinión pública, el poder político concentró en sus manos todas las atribuciones, limitó – hasta anular en algunos casos – los cuerpos colegiados, como ocurrió con el parlamento inglés y los estados generales franceses, y consideró generalmente el poder no como una carga – según la concepción medieval – sino como un privilegio. Más allá de toda retórica, más allá de toda apelación moral, el poder fue el premio a la eficacia política: un premio que se traducía en privilegios y bienes. La realidad renovada no encontraba todavía su propia ley interna y manifestaba libremente sus impulsos y tendencias.

3

De hecho, la vida y en especial la vida política, se desenvolvía según esos impulsos y tendencias. No faltó quien los repudiara enérgicamente; pero no faltó tampoco quien percibiera agudamente el sentido profundo que tenían esas formas nuevas y lo afirmara poniéndolo al descubierto. El poder cada vez más extendido de los reyes pareció a algunos legítimo y a otros ilegítimo, pero casi todos convinieron en que descansaba solamente en la eficacia que poseyera en relación con la realidad social.

En los Estados Generales del reino de Francia, reunidos en Tours al subir al poder Carlos VIII en 1484, un diputado de Borgoña, Philippe Pot, dijo entre otras cosas:

El Estado es la cosa del pueblo. El pueblo soberano crea a los reyes mediante un sufragio. Son reyes no para sacar provecho del pueblo y enriquecerse a expensas de él, sino para, olvidando sus intereses, enriquecerlo y hacerlo feliz. Si alguna vez hace lo contrario, son tiranos.

El discurso tenía un contenido menos revolucionario de lo que parece a primera vista; correspondía al punto de vista que el movimiento conciliar había sostenido con respecto a la organización de la Iglesia y aun en el terreno político se habían sostenido ya análogas ideas. El principio del origen popular del poder se oponía a la noción de derecho divino de los monarcas. Y la idea de que la autoridad era otorgada a los reyes para servir a sus súbditos, coincidía en parte con la tradición medieval. Sólo que en la vida política se había abandonado, reemplazándola precisamente por la que Pot combate, esto es, la idea de que el poder es un privilegio del que lo ejerce.

Ese privilegio debía permitirle al que lo poseía todos los goces y satisfacciones. Pero determinaba una preocupación sustancial: la de conservar el poder, preocupación que para otros justificó el abandono de todos los deberes con respecto a los súbditos. Así decía Maquiavelo en El Príncipe:

Hay tanta distancia entre la manera cómo se vive y aquella en que se debería vivir, que quien quiera dar por real y verdadero lo que debería serlo pero por desgracia no lo es, corre a una ruina inevitable, en vez de aprender a preservarse, porque el hombre que se empeña en ser completamente bueno entre tantos que no lo son, tarde o temprano perece. Es, pues, preciso que el Príncipe que quiera sostenerse aprenda a poder dejar de ser bueno, para serlo o no serlo según la necesidad lo requiera.

Maquiavelo transformó el poder en una finalidad en sí mismo, y desdeño las obligaciones que para otros comportaba su ejercicio. Esta actitud, por lo demás, era la que predominaba entre los reyes y señores de su tiempo, y, en rigor, el pensador florentino no hizo sino teorizar sobre un hecho de realidad que él observaba a su alrededor. Más importante es la importancia que Maquiavelo atribuyó a la realidad, al ser de las cosas, más que al deber ser. La suya era la típica actitud de la burguesía que quería operar sobre la realidad, para lo cual aspiraba a conocerla y a penetrar su propia ley interna.

Una actitud semejante revelaba su contemporáneo Leonardo da Vinci, a quien no le atraía tanto la realidad social como la realidad natural. De ésta observaba en su Tratado de la Pintura que sólo podía conocerse mediante los sentidos:

Más me parecen que sean vanas y llenas de errores aquellas ciencias que no nacen de la experiencia, madre de toda certidumbre, y que no acaban por experiencia, es decir, que ni en su origen, ni en su medio, ni en su fin pasan por ninguno de los cinco sentidos.

Ciertamente no concluía allí por cierto su exigencia gnoseológica. Su empirismo conducía a una abstracción, abstracción matemática que permitía hallar finalmente los principios generales que se esconden tras los hechos y demostrarlos acabadamente: de aquí su estrecha relación con los matemáticos, con Luca Pacioli especialmente. Pero Leonardo insistía en el valor de la experiencia, porque “no hay cosa alguna que nos engañe más que fiarnos de nuestro juicio, sin ninguna otra razón, como prueba la experiencia”. Sólo el camino del experimento al principio le parecía válido.

Como Maquiavelo proclamaba la necesidad de atenerse a los hechos, Leonardo sostenía la necesidad de atenerse a las cosas. La experiencia, “madre de toda certidumbre”, ofrecería al que así lo hiciera, la posibilidad de obrar sobre hechos y cosas con eficacia, porque conocimiento y acción parecían encadenarse. Cosa curiosa, también parecían encadenarse para Leonardo conocimiento y creación estética – fruto de imitación creadora – cuya simiente sólo podía hallarse en el seno de la naturaleza. Allí buscó su inspiración Leonardo pintor, cuando pintaba flores con tenaz reiteración o cuando componía paisajes en los que el agua en movimiento ofrecía innumerables fisonomías. “Curiosidad y ansia de belleza: he aquí las dos fuerzas esenciales del genio de Leonardo – dice Walter Pater en su profundo estudio sobre el artista –; curiosidad a menudo en conflicto con el ansia de belleza, pero creando en íntima unión un tipo de gracia singular y sutil”.

Belleza y gracia animadas por un vivo deseo mundano de goce y por un sentimiento de aristocracia caracterizan la pintura de Boticelli de la Primavera y del Nacimiento de Venus –, a través de cuya grácil armonía de paños y movimientos se advierte la sorprendente revelación del espíritu griego. Ángelo Poliziano, que acaso inspiraba al artista, se deleitaba en transportar al verso italiano las figuras y las fábulas de la filosofía helénica, pero – como en la poesía de Sannazaro – el paisaje se introducía a pesar de las convenciones de la poesía cortesana, alentada por Lorenzo de Médicis, en cuyos Cantos Carnavalescos se juntaban también un convencionalismo formal y una vigorosa intuición de la naturaleza.

Hubo, pues, en el medio siglo que precede a la elección imperial de Carlos V y al estallido de la Reforma protestante, una enérgica afirmación de la nueva imagen de la realidad – simultánea, por cierto con su no menos vigorosa negación por otros sectores –, y de los principios que estaban escondidos en ella. Pensadores políticos, artistas y científicos en cierne, a veces con intención polémica acentuaban el valor de esa concepción del mundo y la vida que se insinuaba hacía ya tiempo, y luchaba por sobreponerse a los módulos tradicionales. La realidad – el mundo de los hechos y las cosas – golpeaba a sus sentidos y a su mente y se juzgaba digno de la inteligencia – en todos sus niveles – aceptarla y reconocerla sin deformaciones preconcebidas. Así es observada por Erasmo en el Elogio de la locura, curioso e insustituible testimonio de este período.

A lo largo de una prolongada travesía, desde Roma hasta Londres, Erasmo escribió su libro en 1509. Siguiendo la tradición burlesca de Luciano y Apuleyo y la huella de la sátira medieval, el sosegado humanista del Enchiridion – publicado cinco años antes – se enfrenta con la sociedad y la despedaza sin escrúpulos ni prejuicios. Monjes, alquimistas, teólogos, prelados, médicos, mercaderes y príncipes, todos caen bajo su regocijada y penetrante mirada. A diferencia de otros, no teme la verdad. “El hombre – dice- está hecho de tal modo que las ficciones hacen en él mucha más impresión que la verdad”. Pero él quiere liberarse de ese estigma de la especie y sacude con brío cuanto puede enturbiar su vista. La locura y la sabiduría combaten ante sus ojos en descomunal batalla, y toda la historia y la vida reflejan para él las alternativas del conflicto. Pero la locura parece vencer siempre: tal es el mundo.

Se ve ordinario a los sabios vivir envueltos en la pobreza, el hambre y el dolor, vivir oscuros, despreciados y detestados por todo el mundo. Los locos, por el contrario, nadan en la opulencia, gobiernan los imperios, en una palabra, gozan de la más feliz y más floreciente suerte. Ciertamente, si hacéis consistir vuestra felicidad en agradar a los soberanos y en ser admitidos en el brillante cortejo de los príncipes y los cortesanos, ¿de qué os servirá la sabiduría? ¿Queréis haceros ricos? ¡El provecho que sacaréis del comercio si, fieles a las leyes de la sabiduría, no osáis cometer un falso juramento o un perjurio, si enrojecéis de ser sorprendido en mentira, si ocupáis vuestra mente con todos los escrúpulos que los sabios han creado acerca del robo y de la usura! ¿Ambicionáis las dignidades y las riquezas de la Iglesia? ¡Ah, amigos míos! Un asno o un buey las atraparía antes que un hombre de espíritu y buen sentido. ¿Queréis vivir en el imperio de las voluptuosidades y los placeres? Las mujeres que generalmente lo gobiernan, son devotas de los locos y huyen del sabio como de una bestia horrible y venenosa. En una palabra, id por donde queráis, entre los papas, entre los príncipes, entre los jueces, entre los magistrados, entre los amigos, entre los enemigos, entre los grandes, entre los pequeños; por todas partes veréis que nada se obtiene sin dinero contante y sonante; y como los sabios desprecian el dinero, no es extraño que todo el mundo los evite.

Como testigo de la realidad, Erasmo fue riguroso e insobornable, pero a diferencia de Leonardo y Maquiavelo no se inclinó decididamente a favor de las nuevas tendencias que impulsaban a la realidad, y de las que se complacía en destacar las consecuencias más odiosas. Su juicio era predominantemente moral y su actitud, entre intelectual y religiosa. En rigor podría decirse que lo hallamos a medio camino entre los que acentuaban el valor de la nueva concepción de la realidad y la vida histórica y los que se levantaron contra ella con enrarecido celo en defensa de las concepciones tradicionales. Animaba a los primeros un decidido espíritu burgués,  que suponía una actitud revolucionaria; a los segundos, un nostágico deseo de sustraerse a todo cambio. Entre unos y otros, el llamado Renacimiento osciló tímidamente y manifestó sus dudas en un encubrimiento de sus tendencias profundas. [Párrafo agregado a    “Burguesía y Renacimiento”, (1960)]

4

La más expresiva contraposición de las dos corrientes que se disputaban la hegemonía de los espíritus durante este período singular la constituye el duelo entre Lorenzo de Médicis y Jerónimo Savonarola. Rodeado de artistas y filósofos, el Magnífico había hecho de su villa de Careggi un baluarte de la mundanidad. El humanismo brillaba en la figura de Marsilio Ficino, la poesía en la de Ángelo Poliziano, el arte en la de Alejandro Botticelli. Él mismo representaba el lujo y la riqueza, unidos al poder, de acuerdo con su máxima de que sin éste la riqueza es insegura. Casi toda Florencia respaldaba la actitud de Lorenzo, y acaso pudiera decirse que muy buena parte de Italia y buena parte del mundo: pero en ninguna parte adquiría esa postura tanto señorío en las postrimerías del siglo XV como en la corte de Careggi, santuario de aquella nueva fe en el hombre y la naturaleza que por todas partes asomaba.

Contra Lorenzo, contra Florencia y contra el mundo que abandonaba las concepciones tradicionales se levantó Jerónimo Savonarola, fraile dominico y prior del convento de San Marcos. Representaba la fe militante, nutrida en el estudio, por cierto, pero desdeñosa de todo lo que no fuera vigorosa e intolerante afirmación de la fe. A Lorenzo reprochó su conducta, su latente inmoralidad, la dictadura que ejercía en Florencia, y sobre todo su escasa fe. Cuando en 1492 murió el Magnífico, Savonarola creció en autoridad. Ese mismo año fue elegido papa Alejandro VI Borgia. El predicador denunció la poca fe de los florentinos, la inmoralidad del clero, la decadencia de la fe, y anunció con voz apocalíptica el inminente y terrible castigo de la iglesia. Pero cuando indagaba la causa de la corrupción, del entibiamiento de la fe, parecía hallarla en la seducción que ejercía sobre los espíritus el nuevo saber. Decía en un sermón de 1493:

Id a Roma y por toda la cristiandad, y en las casas de los grandes prelados y de los grandes maestros no se escucha otra cosa que poesía y arte oratoria. Id y veréis: los encontraréis con los libros de humanidades en la mano, y entregados a tratar con Virgilio, Horacio y Cicerón la manera de gobernar el alma… Nuestros predicadores también han abandonado la Santa Escritura y se han entregado a la astrología y a la filosofía, y en los púlpitos ensalzan a aquella y la hacen reina. Y adoran a la Santa Escritura como sierva, porque predican la filosofía para parecer doctos y porque se sirvan de ella para exponer la Santa Escritura.

Cuando cayeron los Médicis, la influencia de Savonarola fue inmensa en Florencia. Entonces se puso de manifiesto la última raíz de su actitud. Para hacer caridad, propuso que se distribuyera entre los pobres el subsidio debido a la Universidad de Pisa. Para corregir las costumbres, predicó el “arte de bien morir” con palabras enardecidas:

La muerte es el momento supremo de nuestra vida: es entonces cuando el demonio libra su batalla decisiva. Es como si él estuviera jugando al ajedrez con el hombre durante toda su vida, esperando la llegada de la muerte para darle, en este punto, jaque mate. Ganar este lance es ganar la batalla de la vida. ¡Oh, hermanos míos, solo vivimos en este mundo para aprender a morir!

Se necesitaba mucha fuerza de persuasión para volver a convencer de tal doctrina a la Florencia de los Médicis. Para afirmar sus palabras en las conciencias, organizó Savonarola para el carnaval de 1497 la “quema de las vanidades”. Allí ardieron cuadros y espejos, libros y laúdes, encajes y sedas. El fraile parecía triunfar. Pero la realidad tomó pronto sus represalias a través de inesperadas contingencias y Savonarola ardió poco después en la misma plaza. En aquel momento, su reacción contra la realidad había excedido los límites de lo posible.

Por razones análogas en el fondo a las que movían a su compañero de orden, se enfrentó con la corona española el fraile dominico Bartolomé de las Casas. Cuando cuestionaba el justo título de Castilla a la dominación en América, distinguía entre aquellos dos propósitos de los conquistadores que expresan los pasajes citados de Pedro Mártyr de Anglería y Bernal Díaz del Castillo; sólo la conversión de los indios y no el afán de riquezas, justificaba la dominación española a juicio de Las Casas, de acuerdo con la bula de Alejandro VI; y concluía el fraile dominico que si se abandonaba aquella empresa espiritual, se perdía irremisiblemente todo derecho a la posesión de las tierras descubiertas.

Fundándose en su tesis – típicamente medieval – Las Casas critica los argumentos de Juan Ginés de Sepúlveda acerca del derecho que España tenía porque “nuestras armas y nuestra fuerza física son superiores a las de los indios”. Y opone al principio de poder el principio ético. Las Casas luchó denodadamente y pudo sobreponerse a las fuerzas de la realidad porque el mismo Estado español tendía a convertirse en alguna medida en representante eminente de la tradición medieval, del espíritu cristiano feudal. Savonarola en cambio se vio juzgado por el papado, en ese momento consustanciado con las formas de la realidad y caracterizado por el realismo político de César Borgia. Y paradójicamente se vio sometido a un proceso que aunque, por circunstancias especiales, no correspondió sustanciar al Santo Oficio, fue llevado con típico espíritu inquisitorial. La Inquisición funcionaba desde mucho tiempo antes. Desdeñaba ciertamente ocuparse de los que tenían escasa fe, si proclamaban su inconmovible adhesión a todas las manifestaciones exteriores de la religión, y de los que vivían entregados a la sensualidad si compensaban el lujo con las limosnas y los signos externos de la devoción. Pero era implacable con los heterodoxos que desafiaban el poder y la autoridad de la Iglesia.

El signo más revelador de la nueva irrupción que en este período mostró el espíritu tradicional, fue la organización de la Inquisición en España. Si en Italia alarmó el desarrollo de la filosofía y las letras clásicas, hubo en España sobresalto por la difusión del judaísmo, tanto – dice Andrés Bernaldes, en su Crónica de los Reyes Católicos – “Que los letrados estaban a punto de predicar la ley de Moisés”. La reacción fue violenta por parte de los grupos fanáticos y los Reyes Católicos decidieron solicitar a la Santa Sede autorización para instalar la Inquisición en Castilla. En 1481 se llevó a cabo en Sevilla el primer auto de fe, en el que fueron quemada seis personas acusadas de judaizar. Poco después se nombró inquisidor general de Castilla a Tomás de Torquemada, cuyas funciones se extendieron más tarde a Aragón, y en las cuales descolló por la severidad con que jugó heréticos a quienes parecían desviarse en sus opiniones de la más estricta ortodoxia.

Lo que triunfa con la Inquisición es el espíritu de intolerancia, que había de acentuarse más y más cada vez a lo largo de los siglos XVI y XVII. Pese a que la mundanidad triunfaba en los espíritus y presidía la conducta cotidiana – o acaso por eso mismo – la Iglesia y la opinión pública que se dejaba guiar por ella se tornaron más sectarias, más celosas de las formas externas, del sentido de las palabras, de las remotas implicaciones de ciertas ideas. El espíritu tradicionalista había advertido ya en los hechos las consecuencias decisivas que importaba el entibiamiento doctrinario, y supuso que no sólo la afirmación vehemente de sus principios sino, más aún, la cerrada exigencia de su aceptación total por todos, eran condiciones imprescindibles para evitar la propagación de las peligrosas novedades”.

Manos vehemente – pero no menos significativa– fue la afirmación del tipo de vida tradicional, propio del orden cristiano feudal, que trataron de hacer ciertas minorías aristocráticas; apegadas a ciertos usos y costumbres, convencidas de que sólo con ellos mantenía su dignidad de caballero, daban ya en las postrimerías del siglo XV un espectáculo algo anacrónico, persistiendo en formas de vida que parecían no adecuarse a la situación real.

Quizá la corte de Borgoña fue dónde más se estimuló este género de vida caballeresca. Un severo protocolo y un complejo conjunto de convenciones regía la actividad de los cortesanos, manifestada sobre todo en las nobles actividades propias de su condición: fiestas, banquetes y torneos. Nada que fuera vulgar – exactamente, nada que correspondiera a las formas de la vida burguesa predominante– cabía dentro de aquella sociedad encerrada en un sistema convencional de vida, que perpetuaba los hábitos que se suponían que eran propios de la aristocracia tradicional de los siglos pasados. Y no era la corte borgoñona el único reducto de tal tendencia, propia de las minorías que se retraían para no contaminarse con un mundo en el que la vulgaridad comenzaba a predominar. También en España y en Alemania – y acaso un poco en todas partes – se producía esta aglutinación, este estrechamiento de las filas de los que se sentían no sólo privilegiados sino elegidos. Signo inequívoco de la época es el curioso episodio conocido con el nombre de “desafío de Barletta” ocurrido en 1502. En el curso de una gran guerra desatada por la inmoderada ambición de los reyes de Francia y Aragón, – en la cual Luis XII declaraba que Fernando lo había engañado dos veces, y Fernando replicaba que diez – los caballeros españoles que luchaban a las órdenes del Gran Capitán don Gonzalo de Córdoba creyeron no deber consentir en que los caballeros franceses dijeran de ellos que, aunque iguales en la lucha a pie, les eran inferiores en el combate a caballeros. Para dirimir tal contienda se organizó el famoso torneo de once contra once, en el que descollaron Diego García de Paredes y el caballero Bayardo. Gonzalo de Córdoba dijo a sus castellanos al despedirlos que “la gloria y la reputación militar no sólo de ellos mismos, sino la del ejército, la de la nación y la de sus príncipes dependían de aquel conflicto”, y seguramente lo mismo pensaban sus adversarios, que combatieron con ellos durante cinco horas haciendo todos extraordinario alarde de valor y arrojo. No mucho antes había compuesto Pedro Rodríguez de Lena el Libro del Paso honroso, y hacia la misma época del casi legendario desafío cobró difusión en España Amadís de Gaula, novela de caballerías que sedujo los espíritus e influyó fuertemente en la consolidación del código moral y del sistema de las costumbres propios de la aristocracia caballeresca.

Pero no nos engañemos. Todo ese sistema – vivificado por la vehemencia que ponían en su defensa las élites – no era patrimonio exclusivo de las minorías de rancio abolengo. Los grupos más poderosos de la burguesía se afanaban por asimilarlo, porque compartiéndolo alcanzaban, o creían alcanzar, los signos exteriores de la nobleza. El cortesano habría de ser poco después un producto híbrido de burguesía y aristocracia, elaborado en muchas partes, sin duda, pero en ninguna tan a conciencia como en la corte de Lorenzo el Magnífico, donde se recubría el cotidiano trajín de la política y los negocios con el elegante manto de los hábitos cortesanos. No era esa, empero, la intención de las minorías rancias, para quienes la caballería entrañaba una idea antieconómica del lujo y una defensa beligerante de los antiguos módulos de vida: el honor, el afán por la noble aventura, el desprecio por todo cálculo. Era lo que quería poner de manifiesto Alonso de Hernández en la vida que escribió en 1516 de Gonzalo de Córdoba, a la que llamó Historia Parthenopea.

Acaso las minorías aristocráticas que tendían a retraerse y a cultivar con esotérico ritual las formas de vida que estimaban nobles, obraban solo movidas por el disgusto que les inspiraba la realidad de su tiempo. No había en ello ni deliberado propósito de coartar esa realidad, de la que se alejaban y a cuyo control renunciaban en cierta medida, ni menos aún atenta busca de los secretos mecanismos que habían provocado la formidable mutación. La indagación de ese proceso fue, en cambio, la preocupación de ciertos filósofos, los humanistas, como se les llamó, quienes percibieron con insólita claridad su desarrollo y las premisas que entrañaba, y tomaron posición, generalmente condenando los fundamentos de esa realidad nueva.

Cuando Savonarola objetaba la creciente inclinación de las clases cultas hacia las letras y el pensamiento profanos, tenía presente las posibilidades diabólicas que, a sus ojos, encerraban. Sobre todo alarmó a Savonarola, y con él a toda una corriente de opinión, el desarrollo del naturalismo, de raíz aristotélica pero estimulado en alguna medida por otras fuentes de inspiración, inclusive en cierto modo por el panteismo de San Francisco. Podía suponerse que el pensamiento de Aristóteles constituía – como lo manifestaba Marsilio Ficino – el camino para la sabiduría platónica, y por ello para el conocimiento de lo divino. Pero el naturalismo aristotélico alentaba la disidencia entre espíritu y naturaleza y en ciertas corrientes aristotélicas concluía en la afirmación de la eternidad de la materia y en la negación de la eternidad del alma. Epicureísmo y averroísmo referían sus proposiciones al pensamiento de Aristóteles, y en cuanto ellos constituían impiedad y herejía, arrastraban en cierto modo a la doctrina peripatética. Allí parecía radicar el principio último de la nueva imagen de la realidad.

Es innegable que la idea de la independencia de la naturaleza había arraigado durante los últimos siglos medievales, y eran visibles las consecuencias del epicureísmo y el averroísmo, así como también del aristotelismo alejandrino de Padua, representado sobre todo por Pomponazzi y Ermolao Barbaro. Cabía, frente al naturalismo, condenarlo en los términos en que lo había hecho la fe radical, o hacerlo en los términos en que lo había hecho San Francisco cuando decía: “Mi cuerpo es mi bestia”. Marsilio Ficino, que encabezaba la Academia Platónica de Florencia bajo la protección de Lorenzo de Médicis, prefirió una vía diferente. (intermedia).

En la Teología Platónica sostuvo que también la naturaleza es hija de Dios, y se esforzó por encontrar una armonía entre ella y el espíritu, siguiendo un camino que conduce desde Aristóteles a Platón. Ficino admitía el alma racional de la naturaleza y no se resignaba a condenarla porque bien sabía que no podía ser declarada inexistente; antes bien, veía el más alto triunfo del entendimiento en el descubrimiento de su lugar justo, y el más alto ejercicio ético en la lucha contra su desborde. En cuanto al aristotelismo, que abría la posibilidad o afirmaba redondamente la autonomía de la naturaleza y negaba el libre albedrío, Ficino lo combatía implacablemente; y seguro de su ruta, se dirigía a través de Platón hacia la verdadera fe, hacia la “docta piedad”, a la que convocaba a los espíritus:

Oh, siglos felices que habéis conservado intacta la unión divina de la sabiduría y de la religión, principalmente entre los hebreos y los cristianos. Oh, siglos finalmente demasiado infelices cuando tuvo lugar la separación, divorcio miserable, de Palas y Themis (esto es de la sabiduría y de la honestidad). Pues la doctrina en gran parte ha sido trasferida a los profanos, con lo cual la más de las veces se convirtió en instrumento de la iniquidad y de la lascivia, y más bien ha de ser llamada malicia que ciencia. Las preciosísimas margaritas de la religión son con frecuencia tratadas por los ignorantes y son pisoteadas por éstos como por cerdos. Pues muchas veces el inerte manejo de los ignorantes e indolentes más bien ha de llamarse superstición que religión. Y así ni aquellos entienden sinceramente la verdad que, como divina, sólo resplandece a los ojos de los piadosos; ni estos rectamente, en cuanto de ellos depende, rinden culto a Dios, ni gobiernan las cosas sagradas, siendo por completo ignorantes de las cosas divinas y humanas (de la retórica). ¿Cuánto tiempo soportaremos la dura y miserable suerte de siglo de hierro? Oh, varones ciudadanos de la patria celestial y habitantes de la tierra (los doctos), os ruego, que libremos alguna vez a la filosofía, don sagrado de Dios, de la impiedad, si podemos; podemos, si queremos; y con todas nuestras fuerzas redimamos a la religión santa de la execrable ignorancia. Exhorto y ruego a todos los filósofos que, o totalmente deseen alcanzar o alcancen la religión; y que los sacerdotes se apliquen con diligencia al estudio de la legítima sabiduría.

Siguió en parte la senda de Ficino su discípulo Pico de la Mirándola que, aunque subyugado un tiempo por la astrología y la magia, volvió a la posición de su maestro tratando de hermanar la sabiduría y la fe.

No hay ninguna filosofía – decía – que nos aparte de la verdad de los misterios. La filosofía busca la verdad, la teología la encuentra, la religión la posee.

Esta actitud lo movió a rechazar la realidad de su tiempo por pervertida y a preferir y proponer como modo de vida el de la más severa ortodoxia religiosa. Es sabido que fue Pico de la Mirándola quien incitó a Lorenzo de Médicis a que invitara a Savonarola a ir a Florencia.

También siguieron en aquella senda Tomás Moro, Desiderio Erasmo y Guillermo Budé, a quienes Toffanin ha llamado “evangelistas del humanismo”. Moro se subleva frente a la realidad social de su tiempo, hija del desarrollo económico del capitalismo naciente y del naciente absolutismo político, y propone en la Utopía un sistema ideal de coexistencia social que recuerda mucho cierta imagen de la vida medieval, y en el que se mantienen con plena vigencia “las verdades supremas”, a saber:

Que el alma es inmortal, nacida por don divino para la felicidad; que después de esta vida están destinados premisos a las virtudes y a las buenas obras y suplicios a las culpas; saben que el Estado sólo es destruido por los vicios que nacen de la ignorancia.

Moro, que sabría sostener con su vida sus opiniones, y que opuso al absolutismo del rey Enrique VIII sus principios inflexibles, descubría en el fondo de los males que tan severamente criticaba más ignorancia que maldad, y como buen humanista, se alejaba a un tiempo de las nuevas formas de la realidad, inspiradas por un sentimiento naturalista de la vida, y de la tradición formalista de la Iglesia, hallando la salvación en algo muy semejante a la “docta piedad” de Ficino, en una piedad basada en la sabiduría. Era un camino semejante al que buscaba Erasmo, cuyo Elogio de la locura tan estrecho parentesco tiene con la Utopía y cuyo Enchiridion militis christiani, aparecido en 1504, rechazaba al ritualismo tradicional y busca en el Evangelio las huellas de una religión de caridad y amor, tonificada por el conocimiento tanto de la Escritura sagrada como de las letras clásicas, depositarias a sus ojos de una infinita sabiduría.

5

Así se ordenaba otro sector de los defensores de las concepciones tradicionales, aunque muy distintos de los demás. En tanto que las minorías aristocráticas se limitaban a conservar lo que creían ser el tipo de vida propio de la nobleza, en tanto que los fieros celadores de la ortodoxia apelaban a la hoguera para reprimir los móviles de una realidad que revelaba poseer fuerza incontenible, los humanistas buscaban una suerte de conciliación condenando la realidad nueva y sus móviles, y ofreciendo en cambio una vía de salvación que suponía devolver a la cultura occidental un equilibrio entre sus diversos legados.

La Segunda Edad comenzaba, en efecto, con un robustecimiento del legado heleno romano; ciertos criterios de valor que empezaron a regir y que acaso fueron descubiertos espontáneamente en los últimos tiempos de la Primera Edad, se vigorizaron considerablemente cuando se descubrió su analogía – nada casual, por cierto – con los que predominaban en la tradición antigua: y comenzó entonces una era de invención – de ideas, de formas, de principios – bajo el signo humildísimo de la imitación de los antiguos. Así pudo hablarse poco después de “Renacimiento”. Los humanistas reconocieron el renacimiento de las artes, de las letras, de la filosofía; podría hablarse también de un renacimiento de las formas de la vida, si le diéramos a la palabra renacimiento un sentido estricto, a saber, actualización de ciertos módulos de vida y de cultura, vigentes antes de la Primera Edad, relegados en gran parte durante el transcurso de ésta, redescubiertos espontáneamente y en parte deliberadamente en una época que transcurre entre la Primera y la Segunda Edad.

Conviene destacar que lo que ilumina de una manera singular este renacimiento es la autoridad ahora concedida al pensamiento griego, sólo conocido durante el transcurso de la Primera Edad por vías indirectas: sus propios abreviadores, como Boecio, los filósofos neoplatónicos, los padres de la Iglesia, los filósofos árabes. La influencia de la filosofía y la matemática griega será decisiva, y en esta medida, el legado heleno romano, que desde el siglo XII ha comenzado a vigorizarse por lo que tenía de latino, se vigorizó aún más después del XV por lo que tenía de helénico.

Entonces se enfrentó con la tradición ya constituida este nueva brite de sus propias raíces. El humanismo pretendió hallar un equilibrio. Es bien sabido que el propósito resultaría frustrado por el empuje de las fuerzas de la realidad, que manifestaron muy pronto – alrededor de 1520 – una violenta tempestad.


Capítulo Segundo:
El período de los siglos XVI y XVII

A poco de comenzado el siglo XVI, la constitución del inmenso dominio de Carlos V y el estallido de la revolución religiosa de Lutero prestaron repentinamente a la Europa occidental una fisonomía peculiar, distinta de la que ofrecía poco antes. Trascendieron entonces al campo de los hechos diversas tendencias que se venían elaborando desde mucho antes y que adquirieron ahora ese aire singular que suelen tener las ideas cuando cuajan en la realidad fáctica: de categóricas se tornaron transaccionales, porque se ajustaron a las condiciones reales y buscaron a través de ciertos caminos intermedios la posibilidad de triunfar siquiera en alguna medida.

La época que por entonces comenzaba se caracterizaría por una lenta marcha hacia la secularización del mundo, hacia la radicación de los intereses primordiales del hombre en el mundo terrenal con menoscabo de los intereses ultraterrenos. La ecuación que comprendía los dos términos – mundo y trasmundo – varió en cuanto al valor de cada uno; muy paulatinamente, sin duda, pero de manera inexorable el hombre afirmó que su destino se realizaba sobre la tierra y comenzó a vivir según esa convicción. Se secularizó el saber, y se repartieron el papel de la teología: la ciencia por una parte y la filosofía por otra. La razón reivindicó para sí un papel decisivo tanto en el campo del conocimiento como en el de la moral y en el de la acción práctica. La vida política y la vida económica acusaron el impacto del racionalismo, cada uno a su modo, y el hombre comenzó a pensarse a sí mismo como un ser de razón. La cultura occidental entraba en un nuevo avatar con el lento pero firme triunfo del espíritu disidente y del espíritu burgués acuñados en la Primera Edad. Así comenzaba la Segunda, en la que una radicalización del espíritu burgués daría origen al espíritu moderno.

Pero el espíritu moderno no surgió como Palas del cerebro de Zeus: su primera misión fue construirse a sí mismo, y se puede decir que durante los siglos XVI y XVII se desarrolla ese vasto esfuerzo de dilucidar el alcance, los límites y el contenido de los nuevos ideales y las nuevas formas de vida. Es bien sabido que el siglo XVIII logró formularlos de manera sintética y precisar sus relaciones con la realidad práctica. Pero entretanto luchó la cultura occidental por aclarar sus propios contenidos, reduciendo, en alguna medida al menos, sus contradicciones internas, y tratando de expresar coherentemente su propio sentido.

A- El cuadro político social

1

Tanto el imperio de Carlos V como el movimiento religioso desencadenado por Lutero tienen al mismo tiempo algo de tradicional y algo de esencialmente nuevo. Los rasgos del primer tipo provienen de la persistencia de ciertas doctrinas, de la fuerza de algunos hábitos que obran aún a través de las variantes que unos y otros adoptan en sus momentos más polémicos; pero los rasgos del segundo tipo provienen de ciertas transformaciones profundas que se han operado en la realidad, en el sistema de las relaciones económicas y sociales, cuyas consecuencias habrán de percibirse en todos los aspectos de la vida durante los siglos XVI y XVII.

La naciente organización capitalista de la economía incidió de manera decisiva sobre el régimen feudal. La empresa –la gran creación del capitalismo– comenzó a suplantar progresivamente a las formas elementales de la producción y con su desarrollo se trastornaron las situaciones sociales, indisolublemente unidas al problema de la producción y el consumo. El caso más flagrante fue la transformación de la economía rural en Inglaterra y en algunas regiones del continente, donde la explotación de la ganadería – especialmente a causa de la demanda de lanas – se modificó sustancialmente desde el siglo XV. Las posibilidades que ofrecía la venta – a veces en el exterior – de las lanas estimuló una política favorable al latifundio y de privilegios a los grandes productores, quienes pudieron apoderarse de los pastos comunales o, como en España, cruzar con sus ganados las propiedades privadas de todo el país “bebiendo el agua y pisando la hierba” para asegurar a aquellos su manutención de invierno y verano. Fueron beneficiarios de tales privilegios no los nobles considerados genéricamente, sino los productores tomados específicamente, esto es, aquellos, nobles o no, que podían asumir el papel de organizadores de una explotación en vasta escala. Pero esta transformación acarreó importantes consecuencias económico-sociales. El señorío territorial – el dominio, el manor inglés- se desintegró y la tierra que no se aplicó a los nuevos tipos de explotación quedó liberada de restricciones; pero la que el gran productor quiso utilizar pudo tenerla mediante el despojo del campesino libre. Logró éste, a costa de la miseria y, sobre todo, de la pérdida de toda protección, su liberación personal, de la que ciertamente resultarían a la larga algunas ventajas para la clase social que se constituía de ese modo; pero entretanto, la situación era para ellos tan dramática como la pintaba Tomás Moro en 1516 en su Utopía:

En aquellas regiones del reino donde se produce una lana más fina y, por consiguiente de más precio, los nobles y señores y hasta algunos abades, santos varones, no contentos con los frutos y rentas anuales de sus antepasados acostumbraban sacar de sus predios, ni bastándolos el vivir ociosa y espléndidamente sin favorecer en absoluto al Estado, antes bien perjudicándolo, no dejan nada para el cultivo, y todo lo acotan para pastos; derriban las casas, destruyen los pueblos y si dejan el templo, es para estabulizar sus ovejas; pareciéndoles poco el suelo desperdiciado en viveros y dehesas para caza, esos excelentes varones convierten en desierto cuanto hay en habitado y cultivado por doquier.

Y para que uno solo de estos ogros, azote insaciable y cruel de su patria, pueda circundar de una empalizada algunos miles de yugadas, arrojan a sus colonos de las suyas, los despojan por el engaño o por la fuerza o les obligan a venderlas, hartos ya de vejaciones.

A causa de este fenómeno se abarató enormemente la mano de obra, circunstancia que, combinada con otras, produjo importantes modificaciones en la situación económico social. La exploración de las minas americanas lanzó a la circulación en Europa una cantidad extraordinaria de plata, calculándose que desde 1545 ingresaban anualmente 300.000 kilogramos de ese metal, además de una cantidad considerable, aunque menor de oro. Se ha visto en ese hecho uno de los factores del desarrollo capitalista. Pero junto a él, exigencias de distinto origen estimularon la extracción del hierro y dieron lugar a la de la hulla, no explotada hasta comienzos del siglo XVI. El dinero y la metalurgia contribuyeron a estimular un vigoroso desarrollo técnico de múltiples efectos.

Determinaron estas circunstancias, entre otras cosas, una considerable reducción de los costos de producción, que dio lugar a lo que se ha llamado “la revolución de los precios” en los siglos XVI y XVII. Los productos agrícolas experimentaron un alza bastante acentuada – a la que no es ajena el crecimiento demográfico que se opera en Europa por entonces – y, comparativamente, tendieron a descender los precios de los productos manufacturados. Estas fluctuaciones crearon la posibilidad de acrecentar la ganancia, posibilidad que, naturalmente, había de incidir sobre la organización económica estimulando el espíritu de empresa.

El espíritu de empresa creció también con las nuevas posibilidades de aventura que aparecieron en el mundo moderno. Werner Sombart ha señalado cómo adquirieron forma y organización de empresa varias actividades del viejo cuño, cuando sus perspectivas se extendieron: la del filibustero o el corsario – un Walter Raleigh, un Francisco Drake – que contaba con la autorización del Estado para ejercerla, y se desarrollaba no sólo en el Mediterráneo sino también en el Atlántico, alternando la guerra con el saqueo; la del señor feudal, que comenzaba a organizar explotaciones mineras, empresas industriales y vastas operaciones coloniales; la del Estado mismo, a cuya cabeza solían encontrarse hombres que, como Gustavo Vasa en Suecia, podían ser considerados como los primeros empresarios del país; la de los especuladores, mercaderes y artesanos, en fin, que a favor de la corriente general daban nuevo aire a sus actividades. Algunas de estas empresas tenían todavía en algunos casos una fisonomía feudal, como ciertas explotaciones coloniales españolas y portuguesas fundadas sobre el principio de la encomienda, derivado de la organización del dominio medieval; pero otras  – como las plantaciones establecidas en las áreas coloniales de Holanda e Inglaterra – asumieron una fisonomía típicamente capitalista.

Sobre la base de las empresas productivas pareció posible y lícito desarrollar una actividad típicamente financiera. La organización bursátil y bancaria cobró rápido desarrollo, de caracteres primarios, sin duda, pero de vasto alcance al menos en la intención. Los “arbitristas” – como se los llamó –, estimularon su imaginación para hallar métodos de rápido enriquecimiento que, difundidos, canalizaron muchas veces un afán colectivo de lucro y dieron ocasión al desarrollo de vastos movimientos de especulación. Acaso el ejemplo más representativo sea el negocio de los tulipanes en los Países Bajos, donde a partir de 1630 comenzó un alocado afán por la posesión de bulbos, por los que se llegó a pagar hasta 2500 florines; pero en 1637 se produjo la crisis del negocio, que dejó una secuela de quebrantos financieros. Empero, el espíritu de especulación constituyó el motor que animó la organización de muchas empresas productivas, y si bien constituye un rasgo típico de la época, no debe olvidarse que se desarrolló en la periferia de una organización económica muy sólida, regida por el principio inverso, pues sólo el cálculo y el orden administrativo desarrollados en grado sumo pudieron permitir durante esta época el desarrollo de la organización capitalista.

El orden y la organización administrativa debían presidir – según creencia generalizada – el manejo del patrimonio privado. Pero fue tendencia general de la época suponer que la totalidad de la vida económica de la nación – una creación moderna en el orden jurídico político, – debía estar regulada por el Estado. En rigor nada caracterizaba mejor este período que el predominio de la concepción mercantilista. A la economía señorial y urbana sucedió por entonces una economía nacional, en la que el Estado se atribuía no sólo el papel de primer empresario, sino también el de regulador de toda la actividad económica. La vigilancia y orientación de la producción, de las exportaciones e importaciones, así como la política fiscal, obraron sobre la actividad económica imprimiéndole un rumbo ajeno a la voluntad de las fuerzas productoras, excepto en la variable medida en que las fuerzas productoras mismas lograban inspirar indirectamente la acción económica del Estado.

Estos rasgos caracterizan la revolución económica que abre la Segunda Edad. El principio que la impulsó fue la generalización del afán de lucro y la legitimidad que se reconoció a ese afán. Las amplias perspectivas que abrieron los grandes descubrimientos geográficos a la actividad económica le prestaron ocasión favorable para buscar su satisfacción. Y la nación, como unidad política fundamental, constituyó el ámbito que sistematizó el afán colectivo, cuyos principios de funcionamiento constituyeron lo que se conoce con el nombre de sistema capitalista.

2

En la vida política, la nación, concebida como entidad soberana, fue la creación fundamental de la modernidad. Desde fines de la primera Edad, la monarquía manifestaba una inequívoca tendencia a establecer su plena jurisdicción, y sobre la idea de monarquía se construía paulatinamente – a través de la de regnum – la idea de nación, que en el plano jurídico cobraría más tarde clara fisonomía a partir de Bodin. Suponía esta idea – a contrario sensu – la inexistencia de un orden supranacional – antes identificado con la idea de Imperio – cuyo vacío se procuró llenar con un sistema de principios jurídicos que reglaran la vida de relación entre las naciones: el derecho internacional, que adquirió con Grocio una formulación ordenada y severa.

Empero la Segunda Edad se abre con un denodado esfuerzo de Carlos V para restaurar el imperio. Nieto del emperador Maximiliano y de María de Borgoña por una rama y de los reyes católicos por otra, Carlos poseía, de hecho, un vasto imperio territorial; pero en lugar de aceptar la peculiaridad política de la época, Carlos procuró asignarle a su dominio el papel – ya anacrónico – del antiguo Imperio, que por lo demás no había llegado a desempeñar en la práctica ni siquiera en sus mejores tiempos.

Rey de España en 1516, Carlos ejerció el poder sobre los antiguos reinos autónomos: Castilla, Aragón, Navarra, unificándolos de hecho y de derecho. Llevó a su corte la rigurosa etiqueta borgoñona  y los consejeros flamencos en quienes confiaba, de modo que desde el comienzo su autoridad tuvo algo de extraño para sus súbditos españoles, que reaccionaron con vigor. Las cortes castellanas de 1518 rechazaron la presidencia de uno de los cortesanos extranjeros que quiso imponerles el rey, y la nobleza se sintió irritada por la preeminencia que Carlos asignó a los asuntos europeos. Y en las clases populares, intentaron sacudir la autoridad del rey los comuneros de Castilla – celosos de sus privilegios – y las Germanías de Valencia y Mallorca, irritadas contra la nobleza local. Carlos derrotó a los primeros en la batalla de Villalar en 1521 y las segundas entre 1522 y 1523, luego de sangrientos choques. No tardó mucho el rey en someter también a la nobleza, domesticada dentro de la nueva organización cortesana, comprada a veces y castigada otras, como cuando se alió con los Comuneros. Así pudo reinar ejerciendo un poder enérgico en España, mientras entraba en posesión de los prodigiosos dominios que Hernán Cortés ganaba para él en México (1519 –22).

Sin duda amaba Carlos V los Países Bajos – había nacido en Gante en el año 1500 – y los consideraba como una pieza fundamental para su política. También le atraía Alemania. Cuando quedó vacante el título imperial a la muerte de su abuelo Maximiliano en 1519, Carlos concentró sus energías en la conquista de ese trono, que le disputaban varios monarcas, y especialmente el rey de Francia, Francisco I. Intrigas y dineros proporcionaron a Carlos la victoria, y con ella el dominio sobre el territorio alemán, en el que fermentaba por entonces la grave crisis religiosa que, finalmente, desencadenó Martín Lutero al quemar en la plaza de Wittenberg en 1520 la bula del papa León X que lo excomulgaba a causa de las proposiciones que había enunciado.

Alemania y los Países Bajos atraían a Carlos V por su ambiente familiar, por el prestigio de la corona imperial y, sobre todo, por la gravitación europea que su domino significaba. Alemania era una de las regiones más prósperas de Europa y Amberes era por entonces no solo el primer puerto libre sino también el principal centro financiero del mundo. Pero a partir de 1520 Alemania atrajo sobre todo la atención del emperador por la conmoción religiosa y política que desató Lutero.

Para contener la propagación del conflicto que amenazaba dividir sus estados, convocó Carlos V una dieta que se reunió en Worms en 1521; Lutero defendió ardientemente sus tesis, pero la dieta las consideró heréticas; Lutero fue condenado a la hoguera y sólo se salvó por la intervención del elector de Sajonia, que lo escondió en el castillo de Wartburgo. Allí tradujo Lutero la Biblia al alemán. Entretanto, en su mensaje  A la nobleza cristiana de la nación alemana el reformador había invitado a los príncipes a que arrebataran a la Iglesia los bienes que poseía, pues consideraba que aquella institución no debía tener intereses terrenales. Los príncipes aceptaron la invitación y emprendieron lo que se llamó la secularización de los bienes de la Iglesia. La conmoción social que se desencadenó entonces despertó los anhelos de los campesinos, que se levantaron en muchas regiones de Alemania en defensa de sus derechos y exigiendo otros nuevos; entre 1524 y 1525 la lucha fue sangrienta; se asociaron a los aldeanos las clases humildes de las ciudades, y todos juntos, como tocados por la nueva fe de Lutero y bajo la advocación de Dios y el Evangelio, se lanzaron contra los dominios eclesiásticos y contra los castillos de los señores. Pero la represión, estimulada por el mismo Lutero, que condenó el movimiento, fue implacable, y poco después la rebelión quedó aplastada.

Entretanto comenzaron a agruparse en ligas rivales los príncipes católicos y los luteranos: estos últimos acordaron en 1526 la alianza de Torgau. La religión reformada ganaba adeptos por todas partes, aunque su doctrina no estaba definitivamente ordenada, a causa de la cual hubo muy pronto escisiones como la de los partidarios suizos de Zwinglio. La dieta de Augsburgo – convocada por el emperador para intentar la conciliación de la Iglesia – fracasó en su principal objetivo, pero dio ocasión a que los luteranos, por intermedio de Felipe Melanchton, formularan sus principios religiosos en lo que se llamó la Confesión de Augsburgo (1530). Resuelto el problema doctrinario y demostrada la imposibilidad de la conciliación entre protestantes y católicos, los príncipes luteranos perfeccionaron la alianza de Torgau constituyendo en 1531 la Liga de Esmalcalda, que se enfrentó resueltamente con el emperador.

Se hallaba éste, desde 1520, en guerra con Francisco I, rey de Francia, en parte por las exigencias derivadas de sus dominios imperiales y en parte por el motivo concreto de la posesión de Italia, teatro del conflicto militar entre ambas potencias. Después de la victoria de Marignano (1515), el Milanesado había pasado otra vez a poder del rey de Francia; pero el nuevo monarca español no estaba dispuesto a que se escapara de sus manos un territorio que consideraba vital para su política, y más aún luego de haber obtenido el título imperial y con él nuevos estados sin continuidad territorial con los que ya poseía. Milán era la llave del norte de Europa; las tropas imperiales derrotaron a las de Francia en Bicocca (1522) y luego en Pavía en 1525. Francisco I cayó prisionero y fue trasladado a Madrid donde permaneció hasta que consintió en firmar un tratado por el que no solo reconocía la pérdida de sus dominios de Italia, sino que renunciaba también a la Borgoña. Con la posesión de Nápoles, Sicilia y el Milanesado, España adquiría otra vez una indiscutida supremacía sobre Italia que alarmó a los demás estados. Balo la inspiración del papa se formó una liga contra el emperador, que, en respuesta, no vaciló en tolerar que sus tropas – mandadas por el condestable de Borbón y acrecidas por un contingente de doce mil lansquenetes luteranos – saquearan Roma en 1527, luego de expulsar al papa del castillo de Sant´Angelo. La amenaza pareció demasiado grave. La liga antiimperial se decidió a la acción y un ejército francés, luego de recobrar buena parte del Milanesado, puso sitio a Nápoles. Pero dos victorias del imperio – en Aversa y Landriano- así como la alianza del almirante genovés Andrea Doria con Carlos V dieron a éste el triunfo, consagrado en la Paz de las Damas, firmada en Cambrai en 1529, por la que Francisco I renunciaba a sus derechos sobre Italia y Flandes y Carlos V a los que le correspondían sobre Borgoña. No fue ajena a esta decisión del emperador la amenaza del sultán Solimán el Magnífico – aliado de Francisco I – sobre la ciudad de Viena.

Pero el conflicto entre Francia y España no terminó allí. En 1536 comenzó otra vez con la invasión del Milanesado por los franceses y la entrada en Provenza de las fuerzas del emperador. La paz de Niza (1538) fue más bien una tregua, pues la guerra recomenzó en 1542 y duró hasta la paz de Crépy en 1544. Italia siguió bajo la hegemonía imperial, y hasta el papado debió reconocer la autoridad de Carlos, que, aunque moderado y teóricamente sostenedor de la Iglesia, no dejaba de imponer su política a la Santa Sede.

En rigor, los intereses del imperio y el papado estaba estrechamente unidos. Desde la dieta de Worms (1521) Carlos V se había transformado en el campeón de la unidad católica y había echado en la balanza todo el peso de su poder contra los luteranos. Giuliano de Médicis, papa desde 1523 hasta 1534 con el nombre de Clemente VII, no podía sino reconocer el apoyo que el imperio prestaba a su causa, pero, fiel a la política de Julio II, aspiraba a que las grandes potencias se contrarrestaran para evitar la influencia decisiva de una de ellas en Italia, antes campo acotado de la política pontificia. Guiado por ese principio, procuró contener al emperador después de Pavía y organizó con Francisco I la liga de Cognac (1526); pero los tiempos habían cambiado, y el imperio poseía un poder por el momento incontrastable. Saqueada Roma por los ejércitos imperiales, prisionero el papa, amenazada además con la pérdida del poder temporal y la convocatoria de un concilio general para la reforma de la Iglesia, Clemente VII hizo un último esfuerzo y, huyendo de su prisión, movió a los ejércitos franceses para que entraran una vez más en Italia. Pero Carlos V volvió a vencer y Clemente VII cedió ante la propia impotencia. Pocas semanas antes de que Carlos V y Francisco I firmaran la Paz de las Damas, suscribieron el papa y el emperador el tratado de Barcelona (1529) por el que se formalizaba la alianza entre ambos, a cambio de importantes concesiones políticas en favor del primero, motivadas seguramente por la reacción que había suscitado en la cristiandad el comportamiento de las tropas imperiales en Roma.

La vinculación del papado con el emperador incidió sobre las relaciones entre el rey de Inglaterra y Clemente VII. Enrique VIII había subido al trono inglés en 1509 y se había mostrado hijo fidelísimo de la Santa sede y buen teólogo. En política su matrimonio con Catalina de Aragón, tía de Carlos V, lo inclinaba a la alianza con España; pero su canciller, el cardenal Wolsey, favorecía el entendimiento con Francia, y el creciente poderío del emperador aconsejó a Enrique VIII ponerse al lado del más débil. Aunque en 1526 se resistió a ingresar en la liga de Cognac, se adhirió resueltamente a Francia después del saqueo de Roma, apartándose definitivamente del emperador. Tal situación se complicó con el desarrollo de un asunto privado que llegó a tener imprevistas consecuencias. Enrique VIII decidió separarse de su esposa y solicitó de Roma la anulación de su matrimonio para casarse con Ana Bolena. Clemente VIII resistió la demanda a causa de que se trataba de una princesa española; pero el rey persistió en su propósito, y dentro del reino maniobró hasta que logró separar la Iglesia de Inglaterra de la autoridad de Roma, mediante su propia  designación como jefe supremo de la iglesia inglesa (1531). Poco después los obispos declaraban nulo el matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón; el rey contrajo nuevas nupcias con Ana Bolena, y el papado respondió excomulgándolo el 11 de julio de 1533. No mucho después el parlamento votó el Acta de Supremacía que fijaba el papel del rey como cabeza de la iglesia, y comenzó una enérgica persecución contra quienes se negaron a aceptar la nueva situación eclesiástica, cayendo entre otros Tomás Moro en julio de 1535.

Enrique VIII ejerció en Inglaterra un poder absoluto y arbitrario, del que fueron buen ejemplo, por cierto, su vida privada, sus sucesivos divorcios y el trágico fin de varias de sus esposas. Oscilando entre el emperador y Francisco I, procuró adoptar en cada etapa del conflicto la actitud más conveniente para su política general, en la que gravitaba especialmente el conflicto con Escocia. En parte por este motivo se volvió hacia el emperador y contra Francia en 1543; soportó el ataque de sus costas inglesas por la armada de Francisco I, pero se desquitó luego invadiendo el territorio enemigo y apoderándose de Boulogne; esta circunstancia le permitió hacer luego una paz ventajosa. La compleja situación europea se tornó aún más confusa a principios de 1547: con diferencia de dos meses murieron Enrique VIII y Francisco I, y pudieron esperarse cambios en la situación. Ese mismo año se coronaba como zar de Rusia Iván IV, llamado el Terrible, que reunió bajo su poder vastos territorios autónomos sobre los que ejerció hasta 1584 un poder aún más despótico que el que ejerciera Enrique VIII en Inglaterra.

Entretanto, el emperador se había unido estrechamente al papa Paulo III – que sucedió a Clemente VII en 1534 – y juntos habían convenido en la convocatoria de un concilio general, que se reunió en Trento en diciembre de 1545. Pero los objetivos del concilio y las relaciones entre sus dos propiciadores se alteraron considerablemente. Los príncipes alemanes protestantes, agrupados en la liga de Smalcalda, fueron derrotados por el emperador en la batalla de Mühlberg (1547) en tanto que el concilio se trasladaba a Bolonia, con tan pocas perspectivas de eficacia que en 1549 se dio orden de suspenderlo. Volvió a reunirse en 1551; pero a principios del año siguiente el nuevo rey de Francia, Enrique II, se unió a los príncipes protestante alemanes, a quienes derrotó el emperador en Innsbrück, en tanto que los franceses tomaban Metz, Toul y Verdun. Carlos V estaba fatigado, y dio autoridad a su hermano Fernando para tratar de hallar una solución al problema religioso alemán. Con ese fin fue convocada una dieta en Augsburgo, que sesionó desde febrero hasta setiembre de 1555 y en la que se acordó la llamada paz de Augsburgo, cuyos términos ofrecían garantías a los luteranos y autorizaba a los príncipes a optar entre catolicismo y protestantismo, quedando los súbditos obligados a seguir la confesión religiosa de su príncipe según la máxima cuius regio eius religio. Poco después el emperador abdicó, transfiriendo a Fernando su autoridad imperial y a su hijo Felipe los Países Bajos, Milán, Nápoles, el Franco condado y los reinos de Sicilia y España con los dominios americanos, y se recluyó en el monasterio de Yuste donde murió en 1558.

La reforma religiosa se había extendido entretanto. Zwinglio, un presbítero suizo amigo de Erasmo y Lutero, la sostuvo en Zurich desde 1520 y constituyó un partido que, hacia 1523, tuvo por obra de su jefe una doctrina ordenada; propiciaba Zwinglio una iglesia democrática cuyos miembros estuvieran todos en contacto directo con Dios a través de los textos sagrados, y sus ideas cundieron por muchos cantones suizos y tuvieron vastas consecuencias políticas; extremando algunos de sus puntos de vista, los anabaptistas rechazaron no sólo la autoridad de los pastores sino también la de los magistrados, tesis a la que Zwinglio se opuso y que el Consejo de Zurich reprimió con violencia. La influencia de Zwinglio disminuyó luego y en 1531 fue vencido y muerto en una lucha con los cantones católicos. Poco después – en 1534 – llegaba a Basilea Juan Calvino, que habría de encabezar más adelante el movimiento reformista suizo. En 1536 publicó la Institución de la religión cristiana, en la que definió su doctrina y por entonces se estableció en Ginebra, donde ejerció prácticamente el gobierno hasta 1538. Fue expulsado entonces por la excesiva severidad con que hacía cumplir sus prescripciones morales, pero volvieron a llamarlo en 1541, y permaneció en Ginebra hasta su muerte, en 1564. Como la primera vez, aceptó la misión de defensor de la fe y las costumbres y la cumplió en estricto criterio, sin vacilar en conducir a la hoguera a disidentes de tan noble estirpe como Castellion o Servet. Y lleno de confianza en su doctrina, formó predicadores para que la difundieran, a través de los cuales ganó para sus ideas importantes grupos de creyentes.

El calvinismo había de tener gran difusión, sobre todo en Escocia; el luteranismo influyó en cambio en los países bálticos, donde Gustavo Vasa, proclamado rey de Suecia en 1523, liberó a su país de la dominación danesa y lo llevó paulatinamente hacia el protestantismo. Bajo el reinado de su hijo Erico XIV (1560-1569) el calvinismo hizo progresos en Suecia, y durante el reinado de Juan III (1569-1592) se produjo una acentuada reacción católica. Pero en 1593, antes de que subiera al trono el nuevo rey Segismundo, una asamblea reunida en Upsala adoptó formalmente la Confesión de Augsburgo como base de la Iglesia sueca. Lo mismo había ocurrido en Dinamarca en 1539 durante el reinado de Cristian III (1533-1559) y en Noruega que quedó bajo la autoridad del mismo rey desde 1536.

En Alemania, las luchas religiosas habían dejado exhausta a la nación y el sistema derivado de la Paz de Augsburgo había favorecido la autoridad de los príncipes locales en desmedro del poder imperial. Desde el reinado de Fernando I (1556-1564) hasta mediados del siglo XVIII, el Imperio dejó de ser un factor importante en la política europea y los sueños de Carlos V quedaron reducidos a la nada. En cambio, la monarquía de Felipe II fue sin discusión el poder más temido y respetado de Europa, y él fue quien pretendió perpetuar los designios de su padre. En ese esfuerzo se consumieron las fuerzas y las riquezas de España, que para entonces había conquistado en América los fabulosos tesoros de México (1519-1521) y del Perú (1532-1534).

Felipe II se había casado en 1554 – antes de alcanzar la corona española – con la reina de Inglaterra María Tudor, y durante un breve lapso pareció que el catolicismo volvería a predominar en Inglaterra. Pero en 1558 murió la reina y le sucedió en el trono Isabel, defensora de la religión reformada, cuyo largo reinado (1558-1603) fue para su país una época de intenso desarrollo. Felipe II de España vio en ella su principal enemigo, en parte por razones religiosas y en parte porque muy poco después de ascender Isabel al trono comenzó una lucha sin cuartel entre Inglaterra y España por el dominio de los mares.

Al abdicar Carlos V, el papa Paulo IV – elegido en 1555 – se alió con Francia. Felipe II se enfrentó con ambos enemigos y derrotó a ambos, logrando en 1557 la victoria de San Quintín; pero Inglaterra, todavía su aliada, perdió Calais. Poco después moría la reina María y su sucesora, Isabel, se disponía a cambiar el rumbo de la política inglesa. Felipe se avino a firmar con Francia la paz de Cateau–Cambresis (1559) por la que se ponía fin a la larga guerra entre los dos reinos, se afirmaba la supremacía de España en Italia y los Países Bajos y se concertaba el matrimonio de Felipe II con Isabel de Francia.

Esta última circunstancia dio ocasión al rey de España para intervenir en la política interna francesa, harto convulsionada en los años que siguieron. En 1559 murió Enrique II, a quien siguieron sucesivamente sus tres hijos, bajo la influencia de la reina viuda Catalina de Médicis. El lento pero firme progreso de los calvinistas – o hugonotes, como se les llamó – suscitó en el reino un conflicto en parte político y en parte religioso. Felipe II apoyó a los católicos, dirigidos por los Guisa, en tanto que el partido protestante tenía a su cabeza al rey de Navarra y al duque de Condé, a quienes se unieron el duque Montmorency y el almirante Coligny. Los asesinatos políticos y las persecuciones – que culminaron la noche de San Bartolomé en 1572–, se sucedieron de una y otra parte, alternándose en el poder los dos bandos. Felipe II apoyó resueltamente a los católicos, enfurecidos sobre todo porque los vaivenes de las alianzas pusieron a Enrique en Navarra – un hugonote – en situación de heredar el trono. Así ocurrió, en efecto, en 1589, y Felipe II intervino; pero Enrique IV abjuró el protestantismo, rechazó a los españoles y firmó finalmente la paz con el rey de España en Vervins (1598). Ese mismo año, para restaurar la paz el reino, promulgó el edicto de Nantes, por el que se concedía la libertad de cultos a los hugonotes y se les concedían ciertas plazas fuertes para garantizar su seguridad.

La larga guerra sostenida con Francia y el apoyo prestado a los católicos franceses insumieron buena parte de las riquezas que España recogía de América, donde se había comenzado ya a organizar los nuevos dominios. Desde 1534 México constituyó el virreinato de Nueva España y en 1542 se organizó el del Perú, con capital en la ciudad de Lima, fundada por Pizarro en 1535. Otros muchos territorios se habían explorado y sometido: Colombia, donde Jiménez de Quesada fundó Bogotá en 1538; Venezuela, reconocida por los capitales enviados por los Welzer y donde Diego Losada fundó Caracas en 1567; Chile, explorada por Pedro de Valdivia, fundador de Santiago en 1541; el Río de la Plata, donde Pedro de Mendoza fundó por primera vez Buenos Aires en 1536 y Juan de Garay la estableció definitivamente en 1580. De México y el Perú extraía sobre todo la corona española grandes cantidades de oro y plata que, si bien enriquecían el fisco, no lograron impulsar el florecimiento económico de España, desangrada por sus continuas guerras.

Felipe II ejerció una autoridad omnipotente, basada en su prodigiosa actividad, en su constante atención personal de todos los asuntos de Estado y en la idea misional de sus deberes de monarca. El palacio del Escorial, donde fijó su residencia, expresaba, con su aire adusto, su concepción del poder. Cuando el Justicia de Aragón Juan de Lanuza quiso hacer valer los privilegios aragoneses para defender al antiguo privado del rey Antonio Pérez, caído en desgracia, el rey no vaciló en avasallar el antiguo reino y suprimir aquellas tradiciones, pues no podía admitir limitación alguna a su autoridad. Lleno de ambición, conquistó Portugal en 1580 y logró por un tiempo que la corona unificara totalmente la Península Ibérica. Consideraba su misión primordial la defensa de la fe, y ese designio dirigió tanto la política interior como la exterior. El Santo Oficio fue el instrumento utilizado para evitar la difusión del protestantismo en sus estados, y las guerras exteriores su medio de combatir el avance de las potencias defensoras de la religión reformada.

El más grave problema de su gobierno fue, sin duda, la sublevación de los Países Bajos en cuya parte norte se había difundido considerablemente el protestantismo. Bajo el gobierno de Margarita de Parma, hermana del rey, los Países Bajos habían conservado sus tradicionales libertades; pero Felipe II dispuso que el Santo Oficio ejerciera allí una enérgica represión del protestantismo, y el comportamiento de los inquisidores motivo una creciente rebelión que muy pronto tomó el aire de un movimiento separatista. En 1565 la nobleza flamenca, encabezada por el Príncipe Guillermo de Orange y los condes de Egmont y de Horn, presentó una solemne protesta al rey por las crueldades del Santo Oficio, a la que el rey respondió enviando un ejército mandado por el duque de Alba para castigar a los rebeldes. Egmont y Horn fueron decapitados en Bruselas en 1568 y pareció que la represión había aplastado el movimiento nacional y religioso; pero recomenzó más violentamente aún en 1572, dirigido por Guillermo de Orange y apoyado por Isabel de Inglaterra. La guerra fue terrible y despiadada. Las provincias meridionales, donde predominaban los católicos, mantuvieron su adhesión a España, pero las del norte, en las que prevalecían los protestantes, mantuvieron la lucha y declararon su independencia de España en 1581, constituyendo las Provincias Unidas, que Felipe II reconoció en parte en 1597.

En la resistencia de los holandeses había tenido un papel decisivo Inglaterra. Desde su ascenso al trono, Isabel había sentido la hostilidad de Felipe II, que no vaciló en apoyar la candidatura de la reina de Escocia María Estuardo, defensora de la fe católica a la que se oponía Isabel. En respuesta, Inglaterra buscó la manera de atacar a España en su puntos débiles. Sus corsarios persiguieron implacablemente a las flotas españolas que traían las riquezas de Indias y asaltaron y saquearon las ciudades americanas. Pero sobre todo descubrió Inglaterra la posibilidad de consumir las fuerzas de su rival apoyando a los rebeldes protestantes de los Países Bajos. Esa actitud movió a Felipe II a decidir una campaña de escarmiento contra la isla. Ordenó la preparación de una escuadra – a la que se llamó “Invencible” – destinada a la invasión de Inglaterra, que partió en 1588 para cumplir su cometido; pero una habilísima estrategia de las naves inglesas y una furiosa tempestad deshicieron la flota y alejó de Inglaterra el peligro. Isabel pudo seguir entonces su obra. En 1563 había organizado la Iglesia anglicana mediante los Treinta y nueve artículos aprobados por el sínodo de Cantorbery, redobló la persecución de los católicos, a los que asestó un duro golpe en 1587 ordenando la ejecución de su jefe María Estuardo. Y libre de la amenaza de España estimuló el desarrollo comercial y político de Inglaterra, en tanto que se acentuaba su política absolutista.

Isabel murió en 1603. Por singular coincidencia desaparecieron en las postrimerías del siglo XVI o en los primeros años del siglo XVII todas las grandes figuras que caracterizaron la segunda mitad de aquella centuria. En 1605 Boris Godunov, inspirador en parte de la política centralizadora de Iván el Terrible y Fedor I, y zar él mismo desde 1598; en 1610 Enrique IV de Francia, y en 1598 Felipe II de España. El siglo XVII se inauguraba con una renovación de las grandes figuras a la que había de corresponder cierta renovación de los grandes problemas europeos: concluía la era de la preponderancia española y, mientras el Santo Imperio se consumía en un último intento de recuperar su antiguo esplendor, lograba Francia la hegemonía en el continente, en tanto que crecía poco a poco el poder de Inglaterra en los mares.

El Santo Imperio arrastraba su difícil situación desde la paz de Augsburgo. Dividido entre protestantes y católicos, el emperador apenas poseía poder y utilizaba el poco con que contaba para favorecer el catolicismo. Durante los últimos años del emperador Matías (1602-1619) la situación hizo crisis en Bohemia, donde los calvinistas arrojaron por la ventana de la fortaleza de Praga a dos ministros católicos: fue la famosa defenestración que encendió la guerra de los Treinta años. Acababa de heredar el trono bohemio Fernando de Estiria, católico intolerante y hombre de voluntad férrea, que poco después, en 1619, alcanzó la corona imperial. Fue designio inalterable del rey y emperador aniquilar a los protestantes alemanes, a los que había ya perseguido implacablemente en Estiria. Los bohemios lo depusieron y eligieron en su lugar al elector palatino Federico V, que asumió la jefatura de la Unión Protestante; la lucha comenzó con violencia y su primera etapa concluyó prontamente con la victoria del emperador (1620), que aplastó a los calvinistas y sometió a servidumbre a los bohemios.

Para completar el escarmiento, Fernando II arrebató el Palatinado a Federico V y lo otorgó a Maximiliano de Baviera, con lo que la guerra se trasladó al Rin. Los protestantes pidieron y obtuvieron en 1625 el apoyo de Cristián IV de Dinamarca, y el emperador le opuso un excelente ejército reclutado a su costa por un notable aventurero llamado Wallenstein, que consiguió derrotar dos veces a las fuerzas danesas y protestantes. Se firmó la paz de Lübeck (1629); pero el Imperio se vió envuelto en graves dificultades, porque los católicos quisieron aprovechar el éxito para obtener las tierras que antaño habían pasado de sus manos a las de los príncipes; además, las fuerzas mercenarias de Wallenstein cometían toda clase de depredaciones sin distinguir amigos ni enemigos, y se creyó por uno y otro bando que la aventura podía tener trágicas consecuencias; a causa de eso fue despedido Wallenstein, circunstancia que aprovechó Richelieu, todopoderoso ministro de Luis XIII de Francia, para inmovilizar a Baviera y provocar la entrada de Suecia en la guerra, en favor de los protestantes.

Movía al cardenal francés el designio de frustrar el principal objetivo del emperador Fernando II: organizar un Imperio fuerte y centralizado. La fuerza militar de Suecia era por entonces considerable. El rey Gustavo Adolfo (1611-1632) había dahdo a su país un poderoso impulso en todos los órdenes, y había sistematizado los anhelos nacionales: aspiraba a controlar el Báltico en la medida necesaria como para que fuera posible el comercio sueco, y quería defender la fe protestante contra la expansión católica. En favor de sus objetivos había combatido en Rusia y Polonia, y había forjado allí un ejército de alto nivel técnico; y cuando Richelieu le propuso intervenir en la guerra contra el Imperio, aceptó sin vacilar porque compartía la opinión del cardenal francés acerca del peligro que representaba Fernando II y porque creía contar con los medios militares necesarios para triunfar.

Su participación en el conflicto comenzó brillantemente: derrotó a las fuerzas imperiales en varias ocasiones y entró triunfante en Munich. Pero el emperador volvió a recurrir a Wallenstein, y aunque sus fuerzas no pudieron derrotar a Gustavo Adolfo en Lützen, el rey Gustavo Adolfo halló la muerte en la batalla (1632).  La guerra continuó algún tiempo, y le puso fin la paz de Praga (1635) por la que el imperio reconocía a los príncipes protestantes su derecho a mantener su religión y a conservar durante cincuenta años las posesiones que habían tomado a los católicos.

En ese momento intervino abiertamente Francia en el conflicto. Desde la muerte de Enrique IV, Francia había vivido bajo la regencia de María de Médicis primero y bajo el gobierno de Luis XIII después. En 1617 había comenzado el reinado personal del monarca, que en 1624 confió al cardenal de Richelieu las riendas del gobierno. En su Testamento político resumió más tarde de este modo el omnipotente ministro los objetivos fundamentales que habían guiado su política:

Cuando Vuestra Majestad se resolvió a darme entrada en sus consejos y, al mismo tiempo, gran parte de su confianza para la dirección de sus asuntos, puedo decir sin exagerar que los hugonotes compartían el estado con V.M., que los grandes se conducían como si no fueran sus súbditos, y los más poderosos gobernadores de las provincias como si fueran soberanos en sus cargos. Puedo decir que las alianzas extranjeras eran despreciadas, los intereses particulares preferidos a los públicos; en una palabra, la dignidad de Vuestra Majestad Real estaba disminuida de tal modo y era tan diferente de lo que debía ser que era casi imposible reconocerla.

Yo prometí a V. M. emplear toda mi industria y toda la autoridad que quisiera concederme para arruinar el partido hugonote, para rebajar el orgullo de los grandes, para reducir a todos los súbditos a su deber y elevar su nombre entre las naciones extranjeras hasta el punto en que debía estar.

Tales propósitos estaban inspirados en una concepción muy moderna de la política, – el absolutismo y la raison d´état – y parecían superiores a cualquier principio o a cualquier escrúpulo, de modo que el conductor de la política francesa pudo obrar sin restricciones para cumplirlos. Su condición de príncipe de la Iglesia no le impuso normas inexcusables; más aún, prescindió totalmente de toda consideración religiosa para dirigir la política nacional e internacional, y si se preocupó por aniquilar la resistencia de los hugonotes fue solamente porque consideraba intolerable que constituyeran un estado dentro de Francia, hasta el punto de que no vaciló en aprovechar la ayuda holandesa para tomar la Rochela.

También desdeño las consideraciones religiosas frente al grave problema suscitado por las aspiraciones del emperador Fernando II. Convencido de que si el Imperio se fortalecía podía llegar a ser una amenaza para Francia, procuró Richelieu frustrar los propósitos del emperador. Mientras pudo trató de hacerlo indirectamente, y con ese fin firmó en 1631 el tratado de Bärwalde con Gustavo Adolfo por el que se comprometía a financiar la campaña sueca en Alemania. Y cuando consideró fracasado ese intento, no vaciló en intervenir directamente, aliándose con los protestantes contra el emperador católico.

Cuando llegó ese momento, hacía 1633, Richelieu había cumplido ya buena parte de su plan de política interna. La plaza de la Rochela, el principal baluarte de los que le habían sido concedidos a los hugonotes por el edicto de Nantes, les fue arrebatada en 1629. La nobleza había sufrido rudos golpes y el ministro podía considerarla sometida a la autoridad real. Pudo, pues, dedicar toda su atención al más ambicioso de sus planes, que era hacer de Francia la primera potencia europea.

Desde 1635 hasta 1640, las acciones militares fueron equilibradas. Fernando III sucedió en 1637 a su padre en el trono imperial y – apoyado en España – que operaba desde el Pirineo y desde Flandes – continuó la lucha, cuyas alternativas procuraba aprovechar Richelieu ensayando hábiles y audaces maniobras diplomáticas. Hacia 1640 la balanza pareció inclinarse en contra de los Habsburgo austro españoles, y Francia, que ya había probado la eficacia de su flota en el Mediterráneo, emprendió la preparación de una fuerza militar superior a todas las que había poseído hasta entonces. Mientras se realizaban tales preparativos, surgieron en Francia conflictos internos que Richelieu pudo dominar, pero que probaban la fuerza de la nobleza enemiga del absolutismo. Así las cosas, el cardenal murió en diciembre de 1642, sucediéndoles en sus funciones el cardenal Mazarino, que tuvo que afrontar la firme oposición de la aristocracia, organizada en la Fronda. Pero sus esfuerzos militares y políticos se vieron coronados por el éxito: las tropas del duque de Enghien vencieron a los españoles en Rocroi (1643) y pocos años más tarde comenzaron las negociaciones de paz que concluyeron en los tratados de Westfalia firmados en 1648, por los que se consagraba la división del Imperio. Francia se aseguró con ellos su posición de primera potencia continental, que consolidó mediante el tratado de los Pirineos, firmado con España en 1559, después de la batalla de las Dunas.

El Imperio había fracasado en su propósito de transformarse en una gran potencia unida y vigorosa, y España, que lo había sido, perdió su hegemonía europea en el curso de la primera mitad del siglo XVII. Temida y poderosa durante los reinados de Carlos V y Felipe II, comenzó a declinar ya en los últimos tiempos del segundo de los Habsburgo, consumida por la magnitud de los esfuerzos que hizo para mantener su situación de campeón del catolicismo. Con Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665) el proceso de aceleró; menguaron las riquezas que venían de América y el país no supo ponerse a tono con las nuevas exigencias económicas de la época. Pero sobre todo fue el sistema político de los privados, a quienes los reyes confiaron el ejercicio del poder, lo que precipitó la declinación del país. Una administración rapaz y una sostenida lucha entre los grupos palaciegos imposibilitaban la adopción de la política que las circunstancias requerían. El conde-duque de Olivares, privado de Felipe IV, intentó enderezar las cosas, pero provocó la sublevación de Cataluña y en 1640 la pérdida de Portugal, que había anexado Felipe II en 1580. Con todo, él fue quien sostuvo la lucha contra Francia, procurando aliarse con la nobleza francesa levantada contra Mazarino; y cuando perdió el favor real en 1643, España comenzó a perder terreno, viéndose obligada finalmente a firmar el tratado de los Pirineos, por el que perdía Rosellón y el Artois.

España mantuvo en su poder el Flandes meridional, pero en el norte se constituyó una federación de estados independientes, de religión protestante; bajo la inspiración de la casa Orange – cuyos jefes tuvieron el título de estatúder o magistrados ejecutivos elegidos – las Provincias Unidas progresaron prodigiosamente; sus flotas adquirieron enorme importancia en los mares y Ámsterdam llegó a ser uno de los puertos más importantes del mundo. En 1609 España reconoció indirectamente su impotencia para reducir a sus antiguos dominios y cesó la guerra que se arrastraba desde la insurrección. La actividad comercial neerlandesa se acentuó entonces – es la época de la especulación de los tulipanes – y mantuvo su vinculación con Inglaterra, que tanto la ayudara durante la guerra con la metrópoli, hasta 1651, año en que la política marítima inglesa asestó a las Provincias Unidas un fuerte golpe.

Esa medida respondía a la situación revolucionaria creada por entonces en Inglaterra. A la muerte de la reina Isabel le sucedió en el trono Jacobo I Estuardo (1603-1625), con quien se realizó la unión personal de los reinos de Inglaterra y Escocia. El parlamento muy disminuido durante la época de los Tudor, quiso recobrar con la nueva dinastía sus antiguas funciones, sobre todo porque creía que era su deber opinar en algunos grave problemas que se presentaban en el reino. La política fiscal de Jacobo I pareció exagerada e injusta a la burguesía y su política religiosa levantó fuerte resistencia en ciertos grupos – los puritanos – que deseaban una mayor aproximación al protestantismo que la que acusaba la Iglesia establecida. La corona, en cambio, quería mantener la organización episcopal que aseguraba al rey un papel decisivo como cabeza de la jerarquía, y este conflicto, unido a los roces con el parlamento y a las dificultades económicas suscitadas por el rey, provocó algunos conflictos. En 1604 abandonaron sus funciones algunos ministros religiosos de tendencia puritana y poco a poco comenzó a crecer el número de los que emigraban a América para establecer allí un hogar donde pudieran adorar a Dios según sus creencias. En 1620 salieron en el May Flower aquellos a quienes se ha llamado Padres peregrinos, con cuyo esfuerzo se inició, cerca del cabo Cod, la colonización de Nueva Inglaterra, donde se fundó Boston en 1630.

Nuevos contingentes de colonizadores ingleses llegaron luego a las costas de América del Norte, porque la situación religiosa de la metrópoli fue tornándose cada vez más difícil. El obispo Laud, ministro de Carlos I (1625-1649), extremó el ceremonial religioso creando mayores resistencias entre los puritanos, en tanto que el duque de Buckingham, favorito del rey, acentuaba con su política la disidencia de los miembros del parlamento. En 1628 la opinión pública se había polarizado alrededor del parlamento, y fue presentada al rey una Petición de Derechos a la que contestó la corona disolviendo el cuerpo en 1629. Durante los once años que siguieron Carlos I ejerció el poder sin control, mientras fermentaba la inquietud; cuando estalló una sublevación en Escocia en 1640 y el rey necesitó dinero, convocó al parlamento para que le otorgara un subsidio, pero lo disolvió inmediatamente; y cuando volvió a necesitar ayuda pecuniaria y tornó a convocarlo, sus miembros resolvieron otorgarla sólo a  condición de que se plantearan sobre nuevas bases las relaciones entre la corona y los representantes de la nación.

El parlamento largo –nombre con que se lo conoce pues duró desde 1640 hasta 1653– votó una serie de medidas en defensa de su propia autoridad y de los intereses de los súbditos, al tiempo que condenaba a los ministros que consideraba responsables de la política autocrática del rey y dirigía a éste una “solemne amonestación”. Carlos I reaccionó con violencia y pretendió en 1642 apresar a los instigadores de la actitud del parlamento; pero huyeron a tiempo y el rey se encontró con una violenta insurrección popular que lo obligó a salir de Londres. Comenzó entonces una guerra civil que duró hasta 1646, en la que las fuerzas reclutadas por el parlamento obtuvieron la victoria, en parte por la acción de Oliverio Cromwell. Los puritanos impusieron sus puntos de vista pero abusaron del triunfo, persiguieron excesivamente a los realistas y, sobre todo, se mostraron intolerantes con el nuevo ejército que les había dado la victoria. Carlos I intentó mover a unos grupos contra otros para tomar su desquite y provocó la guerra civil. Pero Cromwell, con las fuerzas del parlamento, logró la victoria y no vaciló en ordenar el juicio y la ejecución del rey (1649). Quedó fundada entonces la república – el Commonwealth – que Cromwell defendió enérgicamente con las armas en la mano, en Irlanda y en Escocia, y con eficaces medidas económicas destinadas a favorecer el desarrollo de Inglaterra. Por una de ellas, el Acta de navegación de 1651, se aseguró a la marina mercante inglesa el monopolio del comercio exterior, hasta entonces prácticamente en manos de los holandeses.

El año anterior, precisamente, las Provincias Unidas habían inaugurado un régimen republicano y los Orange habían dejado de ejercer el poder, que en 1653 pasó a manos del gran pensionario de Holanda Juan de Witt. La afinidad política hubiera debido unir a Holanda e Inglaterra, sobre todo porque los Orange habíanse emparentado con los Estuardo; pero la firme política económica de Cromwell las llevó a una guerra que, naturalmente, se desarrolló en los mares. Durante su transcurso, Cromwell, apoyado en el ejército, disolvió el parlamento e inició una era de poder personal con el título de Lord protector (1653). Un año después concluía el conflicto con Holanda.

Durante todo ese período había proseguido la colonización inglesa en América del Norte. Los puritanos se establecieron en Rhode Island en 1636 y en Connecticut dos años después, poblándose todas las colonias con sucesivas olas de emigrantes que salían de la metrópoli por razones religiosas. Entretanto, la colonia de Virginia, poblada desde 1606 por la Compañía de Londres, había progresado mucho gracias a la obra de Lord Delaware y de Sir Tomas Dale; y a partir de 1624 pasó a poder de la Corona. En 1632 se constituyó la colonia de Maryland, en 1663 la de Carolina y en 1682 la de Pensilvania. Poco antes, en 1664, pasaron a poder de los ingleses las colonias de Nueva York y Nueva Jersey, colonizadas originariamente por los holandeses.

5

Cromwell gobernó Inglaterra como Lord Protector hasta su muerte en 1658 y legó el título a su hijo; pero el régimen era ya impopular y Ricardo Cromwell prefirió abandonar su cargo. En 1660 fue restaurada la monarquía de los Estuardo en la persona de Carlos II, que había pasado su destierro en Francia;  allí forjó su política que se caracterizaría por la identidad de propósitos con la monarquía de Luis XIV y la tendencia católica. Carlos II mantuvo la política mercantil de la república y sostuvo dos nuevas guerras con Holanda, la segunda de las cuales se hizo en combinación con las fuerzas terrestres de Francia, en ese momento en el apogeo de su poder bajo la autoridad de Luis XVI (1643-1715). Pero el papel preponderante que en la alianza anglofrancesa ejercía el rey Luis, y muy especialmente la sospecha de que Carlos II se había convertido secretamente al catolicismo, crearon en Inglaterra serias dificultades. En 1679 se firmó la paz de Nimega que puso fin a la guerra con Holanda, donde en 1672 una revolución había devuelto el poder a los Orange. Francia, cuyas campañas militares organizaba Louvois y cuyas finanzas dirigía Colbert, era sin duda la primera potencia en el continente; pero Inglaterra lo era en los mares, gracias a su alianza con Portugal y a la derrota que había inferido a Holanda. Allí el nuevo estatúder Guillermo de Orange encabezó la resistencia europea contra Francia, en la que desempeñaban importante papel los estados españoles y alemanes bajo el dominio de los Habsburgo. Pero Francia logró mantener su alianza con Inglaterra, donde en 1685 había subido al trono Jacobo II, hermano del anterior monarca y como éste resueltamente católico y absolutista. Ese mismo año Luis XIV revocó el edicto de Nantes y suprimió la libertad de cultos, pero tan sólo para debilitar el vigoroso sentimiento protestante del pueblo y preparar poco a poco una restauración católica, que deseaba fervientemente el rey Jacobo, espíritu autoritario y enérgico. El parlamento era hostil a ese plan y a la tendencia absoluta del rey, pero éste podía pasarse ahora sin el apoyo parlamentario, a causa de los subsidios que recibía de Luis XIV. Esta circunstancia creó en Inglaterra una situación de violencia que culminó con la revolución de 1688, en la que los Estuardo fueron expulsados del trono, al que se llamó precisamente a Guillermo de Holanda, en virtud de su matrimonio con la princesa María, hija de Jacobo II pero fervientemente protestante. Al aceptar la corona juró el nuevo rey la Declaración de derechos, en la que se fijaban los caracteres de la monarquía parlamentaria – cuya teoría expuso John Locke en su Tratado del gobierno civil – y poco después se aprobó un Bill de tolerancia por el que se acordaba libertad de cultos para todas las sectas protestantes, excluyéndose expresamente al catolicismo. El ascenso de Guillermo al trono permitió combinar aún mejor que antes los esfuerzos de Inglaterra y Holanda contra Luis XIV. La guerra estalló otra vez en 1688 entre el rey de Francia y la liga que se llamó de Augsburgo, y de la que formaban parte Inglaterra, Holanda, España, Suecia y Saboya. Parecía necesario para la seguridad de sus rivales que no llegara Francia a afirmarse en Flandes y que no lograra crear una flota poderosa; por eso la guerra fue despiadada en los mares, en el del norte y en el Mediterráneo, donde finalmente terminaron por ceder el paso las naves francesas que cayeron derrotadas en La Hogue en 1692. Los proyectos de Luis XIV de restaurar a Jacobo II en el trono inglés pudieron darse por definitivamente fracasados, y aunque sus generales – Cattinat, Luxemburgo – obtuvieron importantes triunfos, Luis sorprendió a sus enemigos ofreciendo la restitución de algunos territorios, el reconocimiento de Guillermo III y, en fin, la paz. Los tratados que la concluyeron se firmaron en Ryswick en 1697, y acaso con ella finalizó un conflicto que había puesto al descubierto algunos puntos débiles de Francia. Sufrían allí las consecuencias de las costosas guerras de tantos años; pero aparentemente lo que movió a Luis a negociar la paz fue la posibilidad de tener que emprender muy pronto una nueva guerra con motivo de la posible vacancia del trono español. Terminaba el siglo con una paz, con una nueva afirmación del principio del equilibrio europeo, pero también con una sorda amenaza de guerra.

B – La dilucidación de los ideales modernos

1

El estallido de la Reforma protestante y la aparición inmediata de claros sentimientos de adhesión o rechazo en toda Europa, mostraron inequívocamente que se entraba en una era de decisiones irreversibles. Muchas ideas y tendencias se habían insinuado, durante decenios o durante siglos, que se nutrían de actitudes o sentimientos disidentes; pero eran pocos – entre quienes las apoyaban y entre quienes las combatían – los que podían prever sus alcances remotos. Eran aspiraciones de reforma social y eclesiástica, sentimientos éticos, preferencias intelectuales o estéticas, actitudes políticas, que bullían en muchas mentes pero que no parecían comprometer, a los ojos de la mayoría, el orden constituido. De pronto la resuelta actitud de Martín Lutero en Wittenberg al quemar el texto de la bula Exsurge Domine, galvanizó los espíritus y proporcionó el término de comparación para juzgar el bien y el mal, para medir las consecuencias remotas de cada pensamiento, de cada actitud, de cada preferencia. Súbitamente habíase instalado en el plano fáctico lo que hasta entonces discurría, en busca de su propia forma, en el plano de las ideas, y toda posibilidad de precisar distingos y matices desapareció necesariamente ante la lucha que quedó planteada entre dos concepciones: aquella que se consideró expresada por el Imperio y el papado – y cuanto ellos representaban – y aquella otra que acaba de tomar forma en la disidencia religiosa y alrededor de la cual parecían tener cabida o admitir transitoria protección otras ideas que se sentían resueltamente rechazadas por la concepción ortodoxa.

No es necesario suponer – ni la suposición sería exacta – que la reforma protestante trajo consigo la totalidad de los elementos de la concepción llamada moderna, que se elaborará despaciosamente durante la Segunda Edad. Trajo, ciertamente algunos de ellos. Pero puede decirse de aquellos que no trajo consigo que, en parte, los estimuló por cierta remota analogía en los puntos de vista, o que en ocasiones los toleró por imperio del acusado distingo entre lo religioso y lo profano, o que en todo caso, facilitó el camino de su desarrollo con su destrucción de los baluartes de la concepción tradicional. Muchos de esos elementos de la concepción llamada moderna surgieron o se desarrollaron en ámbitos incluidos dentro de la zona de influencia del Imperio y el Papado; pero generalmente tuvieron que enmascararse o evadirse en busca de atmósfera más apropiada para su desarrollo.

Por lo demás, la reforma protestante arrastraba muchos elementos de la tradición medieval; pero de la tradición mística, que algo tenía también de disidente, en relación, sobre todo, con el orden eclesiástico feudal. Más en general respondía a una actitud muy nueva y distinta, que coincidía en muchos rasgos con la que revelaban ciertos aspectos del saber, de la creación o de las formas espontáneas de vida. En todos esos campos y en otros se manifestó una decidida repulsión hacia lo medieval: estrictamente, hasta ciertos aspectos de la vida y la cultura medievales, que corresponden a lo fundamental del orden eclesiástico feudal aunque en ocasiones lo desborde. Desde el siglo XIV solía repetirse en Italia que Dante Alighieri había devuelto su dignidad a la poesía, como Cimabue y Giotto habían restaurado la de la pintura. Y este sentimiento de superioridad late en la despectiva atribución al arte medieval del adjetivo “gótico” – que todavía Boileau usaba como sinónimo de grosero o inculto – tanto como en las sátiras de Rabelais, de Ariosto o de Cervantes.

Pero la superación del pasado inmediato – del pasado medieval – no significó desde el primer momento una afirmación del progreso indefinido de la humanidad. La modernidad comenzó acogiendo su riquísima capacidad creadora bajo el manto protector de la tradición helenoromana; se pensó en un retorno, y solo después en un renacimiento de la capacidad creadora, cuyas proyecciones solo alcanzaron a medirse más adelante aún: quizá la “Querella de los antiguos y los modernos” – que agitó a Francia durante las dos últimas décadas del siglo XVII – haya sido la que permitió aclarar – pese a la indignación de Boileau y Racine – la peculiaridad de los modernos y comprobar su ya lograda emancipación.

Las múltiples posibilidades que comenzaron a abrirse durante los siglos XIV y XV, suscitadas en buena parte por la aceptación de nuevas aportaciones del legado helenoromano, comenzaron a canalizarse en el curso de los siglos XVI y XVII hasta ordenarse algunas de ellas en un sistema coherente. Una actitud profana comenzó a prevalecer, y el hombre se descubrió, en cuanto ser intelectual, centro de un universo cuya validez sólo dependía de él mismo. Y él se la otorgó en cuanto “naturaleza”, aplicando a su comprensión los principios de racionalidad. Por esta vía creyó encontrar ahora el hombre moderno una explicación acerca del sentido de su existencia, incompatible en última instancia con el sentido de la existencia humana que proveían algunas formas tradicionales de religiosidad, y compatible en cambio, en alguna medida, con las nuevas formas derivadas de la reforma protestante; pero más compatible aún con el deísmo, actitud en la que se encontraría luego el ajuste más preciso a que el hombre moderno pudo aspirar. Imprevisibles consecuencias debían, pues, derivar de este vasto esfuerzo propio de los siglos XVI y XVII por dilucidar sus propios ideales de vida, entre la angustia de las resoluciones vitales y las alucinantes perspectivas que descubría el espíritu.

Si al apuntar los primeros brotes del espíritu moderno fue posible observar los signos de una enérgica reacción del espíritu tradicional, a medida que fue cobrando fisonomía y expresándose a través de afirmaciones categóricas arreció la ofensiva y se opusieron a las nuevas ideas y a sus implicaciones sólidos diques, construidos, por cierto, con piedras de las viejas canteras. El Imperio y el Papado, vetustos representantes del orden eclesiástico feudal, asumieron en la medida en que les fue posible el papel de defensores de su tradición. Luchó denodadamente Carlos V por evitar la crisis de la ecúmene cristiana, pero él mismo conspiró en ocasiones contra ella por la fuerza de ciertas circunstancias de realidad que dominaban su preconcebido propósito; y el Papado, que desde el cisma occidental veía declinar su ascendiente tanto sobre los fieles como sobre el poder político, procuró en las regiones donde mantenía su influencia asegurar un severo control sobre las conciencias. Para lograrlo comenzó a sanear la iglesia misma; el Concilio de Trento renovó y fortaleció su disciplina y, manteniendo firmemente su estructura dogmática, consiguió volver a imponer su autoridad frente a las distintas formas de la heterodoxia. La Inquisición constituyó el instrumento apropiado para combatirlas, y fue inexorable en la represión. Persiguió todas las manifestaciones de disidencia religiosa, pero persiguió además todo germen de pensamiento que, de manera inmediata o remota, entrañara la posibilidad de arribar a conclusiones contrarias a las del dogma. De ese modo constriñó violentamente el desarrollo del pensamiento científico y filosófico, que debió asilarse en países que escapaban a la influencia de Roma o disimular de alguna manera el alcance de sus conquistas; pero al mismo tiempo buscó la Iglesia romana las vías de una afirmación positiva de su doctrina y sus concepciones, a través de la nueva sensibilidad que, frente al mundo, puso de manifiesto al Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola y aprobada por el papa Paulo III mediante la bula Regimini Militantis Ecclesiae.

La Compañía de Jesús defendió, en efecto, de modo militante las concepciones del catolicismo tridentino. Su objetivo fue afirmar la supremacía de la Iglesia, y puso al servicio de esta aspiración un temperamento moderno.  Descubrió el instrumento más apropiado para su labor en la educación, cuyas normas sistematizó en las Ratio atques instituto studiorum S.J., publicada en 1599 por Acquaviva, general de la Orden; y no dejó de afrontar ni los problemas doctrinarios ni los problemas prácticos que su acción planteaba. En todos los casos aquella modernidad aparece con evidencia. En el pensamiento político de uno de sus más grandes representantes, Juan de Mariana, se advierte la inequívoca influencia de Maquiavelo; y la misma actitud moderna puede advertirse en el pensamiento del cardenal Roberto Bellarmino o de Pedro Ribadeneira, y del más notable de los filósofos católicos modernos, Francisco Suárez, fundador de la neoescolástica. Pero esa modernidad concierne sólo a los medios; los fines, en cambio, consisten en la afirmación de la doctrina tradicional confirmada por el Concilio de Trento, y acaso sea esa singularidad de su actitud la que proporciona el motivo a las objeciones que, desde el punto de vista del jansenismo, formuló conta la moral y la política de los jesuitas Blas Pascal en las Cartas provinciales.

La misma actitud dogmática, las mismas limitaciones a la libertad del individuo, la misma desconfianza frente al saber racionalista y crítico revelaban algunos movimientos protestantes, y el sacrificio de Miguel Servet, teólogo y naturalista, ordenado por Juan Calvino y consumado en Ginebra en 1553, revela que también dentro de ese ámbito perduraba la convicción de que era necesario defender las concepciones tradicionales. En la Inglaterra anglicana se consideraba intolerable el ateísmo y merecedor de la muerte, a la que en efecto se condenó a diversas personas, contándose entre los perseguidos por ateísmo a Marlowe y a Walter Raleigh. Hasta tal punto era vigorosa esa convicción que los puritanos promulgaron una ordenanza en 1648 por la que se condenaba a muerte a los que negasen los dogmas sustanciales; la ley de Tolerancia de 1689 mantuvo la represión para quienes sustentaran ciertas doctrinas – el catolicismo entre ellas –, y el propio Locke, en su Carta relativa a la tolerancia, publicada ese mismo año, declaraba intolerables a los ateos.

Todos estos esfuerzos tendían, en distinto sentido y medida, a defender ciertos principios tradicionales de los embates de la crítica, a sustraerlos al arbitrio de la opinión individual. Pero el ejercicio crítico y la opinión individual, manifestada bajo la forma de hipótesis científica, eran operaciones intelectuales que la razón sustentaba y cuyo ejercicio parecía ya incontenible. Correspondían, además a formas de vida reales, cuyo desarrollo no podían impedir las restricciones impuestas en virtud de principios que perdían poco a poco su vigencia en las conciencias. Y allí donde y cuando la represión dejaba un resquicio, las nuevas formas de vida, los nuevos hábitos mentales y las nuevas ideas acerca de los problemas sustanciales se abrían paso, y cada afirmación, cada ejemplo, cada evidencia ponía un pilar más en el baluarte que se construía trabajosamente sobre terreno que el enemigo defendía por cierto con tenacidad o inteligencia.

La creación, hacia 1512, de las Estancias de Rafael y las bóvedas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; la de La Mandrágora de Maquiavelo, de los Razonamientos de Aretino, del Pantagruel de Rabelais, de los Ensayos de Montaigne, y el Hamlet de Shakespeare, son otros tantos hitos en la progresión del esfuerzo para afirmar una nueva concepción del mundo. Muchos ejemplos más podrían citarse; la aparición en 1543 del tratado de Copérnico Sobre las revoluciones de los astros y el de Vesalio La fábrica del cuerpo humano; del Nuevo órgano de Bacon en 1612, del Discurso del método de Descartes en 1637, de la Areopagística de Milton en 1644. En cada caso consciente o inconscientemente, una línea de reflexión, un esfuerzo experimental o una demostración acabada conducía hacia una conquista, hacia la afirmación de un principio, de un rasgo, de un ideal que rompía o negaba el sistema tradicional, sin que pareciera necesario o deseable negar la totalidad. Pero a pesar de todas las formas de coacción, vibraba una nueva actitud ante la vida por entre las viejas formas y los antiguos esquemas renovados, ahora agresivamente defendidos.

A veces, si la amenaza era muy dura o el temor muy agudo, la intuición o el anhelo de los nuevos ideales se revestía de formas diversas para eludir el riesgo, para disimular las lejanas inferencias a que daba origen inexorablemente ciertas premisas o cierta alusión. La literatura cortesana y la literatura pastoril disimulaban la vibración de la profanidad con un revestimiento de utopía o de ucronía. Y en los escépticos o en los burlescos – en el mismo Cervantes – se transparentaba el designio de afirmar sin decir, de insinuar, de atraer la atención hacia sentimientos y modos de vida estigmatizados por lo que se suponía que ocultaban sus móviles secretos.

Así se dilucidaron durante los siglos XVI y XVII los ideales modernos, entresacados de un rico y tumultuoso vivero en el que germinaban semillas acumuladas desde los últimos tiempos de la Primera Edad, y elaborados trabajosamente no sólo para precisar su contorno frente a aquellos cuya supervivencia quería asegurarse coactivamente, sino también para proveerles de cierta coherencia, aceptando unos y rechazando otros. Pero ciertos rasgos se acentuaban poco a poco e imponían gradualmente su predominio tanto en el plano de los hechos como en el de los ideales.

Acaso el primero sea la afirmación del significado eminente del individuo, del hombre concebido dentro de sus limitaciones espacio temporales, del ser intransferible, espejo del mundo, única o última realidad. De la crisis de los valores supremos, el individuo emergía como única realidad indudable, y la idea de la eminencia de su significación se consolidaba como fruto de la experiencia interna de cada cual acerca de su propio valor. El pintor se retrataba a si mismo. Por un poderoso esfuerzo se convertía en objeto de su propia observación y de su creación estética. Durero, Tiziano, Poussin, Rembrandt sobre todo, devolvían al espectador su propia imagen tras haber escrutado su expresión con sostenida y acaso dolorosa intensidad. Quien sentía la apremiante exigencia de su personalidad se volcaba en la acción pero se detenía además para precisar y acentuar sus rasgos individuales a los ojos de los demás. Si juzgaba má apta su pluma que el pincel, escribía su autobiografía. Cellini ponía estas palabras al comienzo de sus Memorias:

Todos los hombres de cualquier clase, que han hecho alguna cosa que sea virtuosa o simplemente que se parezca a la virtud, deberían, si son hombres y veraces, describir su vida con su propia mano.

Muchos lo hicieron. Bernal Díaz del Castillo, Martín du Bellay, el cardenal de Retz o el duque de Saint Simon consignaron sus recuerdos, acaso para justificarse, sin duda para destacar los rasgos peculiares de su personalidad, ideando consciente o inconscientemente cierta ordenación de los sucesos que les otorgaba una posición singular. El hombre era tan apasionante tema para el hombre, que Miguel Ángel quiso pintar su historia. Pero lo más singular de la sensibilidad contemporánea era la pasión por el retrato, acaso en ocasiones idealizado, pero generalmente individualizado en lo temperamental. Tiziano, Holbein, Van Dyck, el Greco, Velázquez, siguieron incansablemente el vasto mundo que constituía la integridad de su modelo, un universo al fin, ignoto en ocasiones para el retratado y para el retratista, pero acaso el más apasionante de los enigmas para quien conocía por sí mismo la prometeica soberbia que estaba germinando en los espíritus. El drama se hace humano. Lope de Vega, Ben Johnson, o Molière se aferraban a tipos tradicionales pero, acaso a pesar de ellos mismos, lo individual desborda los límites de la tipicidad; Racine supera a su modo esos esquemas ideales ahondando en el análisis de los caracteres, lo que lleva a La Bruyère a decir de él que – a diferencia de Corneille – “pintaba a los hombres tales como son”. Sólo una preocupación semejante podía conducir a la creación de Hamlet. El Teatro recogía un sentimiento vivo, una aspiración, un dato de la actitud de la época.

En la acción, el hombre acentuaba desde tiempo atrás su valor como individuo. Sabía que podía quebrar las vigorosas estructuras sociales y económicas que otrora lo constreñían; que estaba a su alcance la riqueza si su valor, su tenacidad o su fortuna le ayudaban a conquistarla; que podía idear nuevas e inusitadas maneras de obrar que, acaso podían trastornar la realidad y situarlo, en la nueva ordenación, en lugar eminente. Había comenzado a pensar en que sólo por la vía de su interioridad podía llegar a Dios, y no tardó mucho en suponer que constituía la única cosa de existencia segura, hasta el punto de que pareció legítimo erigir su propio pensamiento en prueba de la existencia de Dios.

La realidad misma parecía problemática y sólo probaba su existencia la garantía del entendimiento humano. De aquí el subjetivismo propio del barroco, emparentado con el idealismo filosófico. Cuando Calderón hace decir a Segismundo en La vida es sueño:  

otra vez vi aquesto mesmo

tan clara y distintivamente

como ahora lo esto viendo, 

y fue sueño

glosa la dramática revelación de Descartes acerca de la única certeza de que es capaz el hombre: su propio pensamiento. Había escrito en el Discurso del Método

Y, en fin, considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo que pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.

De este individuo, definido como “una cosa que piensa”, decía luego Descartes en la segunda de las Meditaciones metafísicas: “Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere, y, también, imagina y siente”. Lo decisivo es que no es ya una cosa que cree, sino una cosa que se juzga arbitro de toda existencia, de dónde su derecho debía crecer y asentarse sólidamente sobre el juicio crítico, sobre la demostración inconcusa. Sujeto de conocimiento, el individuo era en la realidad también sujeto de poder; su nueva actitud no podía tolerar una sujeción a normas y principios que no resistieran el embate crítico, ni una servidumbre a convenciones que no poseían otro valor que una autoridad tradicional, invalidada por la razón. Por una vía homóloga a la del razonamiento cartesiano surgió el distingo entre el derecho civil y el derecho natural, y con el desarrollo de esta última noción un ajuste de la idea del individuo con miembro de una sociedad, como súbdito del Estado.

Porque era inverosímil, a partir de la nueva actitud en que el hombre se situaba, que el Estado fuera concebido como anterior al individuo. La tesis del pacto social reverdeció en los pensadores modernos, como un expediente para justificar el tránsito desde la situación del hombre natural a la del hombre civil, pero también para limitar la sujeción del hombre civil dentro de principios racionales derivados de la naturaleza de aquel tránsito. En última instancia, lo importante era que el individuo conservara en alguna medida su libre determinación. Y cuando en las postrimerías del siglo XVII Spinoza pensaba en el problema, escribía estas palabras en su Tratado teológico-político:

En primer lugar, el poder debe estar, siempre que sea posible, en manos de toda la sociedad, para que cada cual obedezca a sí mismo y no a uno de sus iguales; si se entrega el poder a unos cuantos, o a uno solo, este único depositario de la autoridad debe tener en sí algo que le eleve sobre la naturaleza humana o al menos debe aparentarlo ante el vulgo.

Dueño de su destino, optimista o pesimista, anhelante de la comunicación con Dios o seguro de su participación en el orden de la naturaleza, el individuo se reconocía más y más como la medida de toda cosa. Ninguna abstracción podrá oponérsele sin que acuse su inconsistencia frente a la inmediata realidad del individuo.

4

El predominio del individualismo nos señala un nuevo rasgo del complejo cuadro de los ideales modernos en elaboración durante los siglos XVI y XVII. Como respuesta al problema de la situación y el destino del hombre, el individualismo entrañaba una afirmación acerca de sus fines; y en la medida en que la modernidad innova, advirtiese una acentuación de la profanidad de esos fines.

En rigor, se asiste desde los últimos tiempos de la Primera Edad a un ahondamiento del abismo entre lo sagrado y lo profano. La última escolástica y la filosofía del humanismo habían percibido el problema y habían trabajado en la distinción y caracterización de ambos campos, el de la fe y el de la razón. Las doctrinas protestantes y el catolicismo – éste especialmente a partir del Concilio de Trento – intentaron acendrar el que les competía, pero mientras el segundo perpetuó la actitud tradicional del cristianismo, las primeras reconocieron más alta significación a la existencia terrenal del hombre. Por esta vía adquirieron un tono más moderno, pues – dejando a un lado el problema de la finalidad última de la existencia humana – admitían y justificaban en alguna medida los fines profanos que las nuevas circunstancias de la vida histórico social proponían al individuo, sin subordinarlos necesariamente a ningún objetivo trascendental.

El descubrimiento de Maquiavelo acerca de las consecuencias de la educación cristiana en relación con los fines terrenales del hombre puede considerarse típico de esa primera fase de la afirmación de los objetivos profanos del hombre. El individuo aspiraba al poder, a la riqueza, a la gloria, fines en los que se subliman los instintos elementales, considerados incoercibles. Aspiraba a dominar a la naturaleza para servirse de ella e incorporarla al “regnum hominis” de que hablaba Bacon, quien decía en los aforismos delNuevo Órgano:

La meta verdadera y legítima de las ciencias no es otra que la de dotar a la vida humana de nuevos inventos y recursos.

Ciencia y poder humanos coinciden en una misma cosa, puesto que la ignorancia de la causa defrauda el efecto. A la naturaleza no se la vence si no es obedeciéndola y lo que en la observación es como causa, es como regla en la práctica.

“Conocer para dominar” parecía ser el lema de la nueva ciencia, y esto tanto referido al saber de lo social – caso Maquiavelo – como al saber de lo natural. Este conocimiento se asignaba, pues un límite; el empirismo se declarará impotente frente a la metafísica, abriendo una ancha senda hacia el agnosticismo; más categóricos, los materialistas como Hobbes y Gassendi eliminarán resueltamente el problema de lo absoluto y por un camino diferente marchará la reflexión hacia un deísmo filosófico que, sin ignorar a Dios, lo aleja más y más del mundo objeto del conocimiento.

Este mundo era el de la naturaleza. La que ofrecía sus arcanos a Bacon, Galileo y a Newton era la misma que seducía al pintor de desnudos – Giogione, Miguel Ángel, Tiziano, Tintoretto, Rubens – o que atraía al pintor de paisajes – Claude Lorrain, Ruysdael, Hals –. Tan distintas como fueran las vías que cada uno quisiera seguir para comprenderla, la actitud era una frente a la naturaleza, porque el poder o el goce son igualmente actitudes de dominación y conquista. Domina quien conoce, y solo por esa posibilidad se justificaba el conocer, para el científico o el filósofo de la naturaleza tanto como para el conquistador que se internaba en las tierras incógnitas de América o de Asia o para el mercader que traficaba con mercancías y con apetitos. La naturaleza era conquistable, y Robinson ejemplificaría las infinitas posibilidades del individuo. Pero era también amable y digna de ser amada: amable el paisaje de la tierra nativa descubierto bajo una nueva luz, amable la experiencia vital que esconden los sentidos y amable el amor. La risa de Rabelais respondía a una nueva actitud frente a la vida y frente a la naturaleza, y los bebedores de Jordaens o de Velázquez no ocultaban su despreocupación por cuanto pudiera cohibir su euforia.

Este reavivamiento del sentimiento profano de la vida debe mucho al legado romano, y se vincula estrechamente con el ascenso de la burguesía. Mientras se desarrollaba y cautivaba los espíritus, las concepciones tradicionales no cejaban en su propia defensa. Luchó contra él, el espíritu tridentino que, entre otros muchos, inspiró a Saavedra Fajardo, que escribía estas palabras en su Idea de un Príncipe político cristiano:

Lo primero que ha de enseñar el maestro al príncipe es el temor de Dios, porque es el principio de la sabiduría. Quien está en Dios está en la fuente de las ciencias. Lo que parece saber humano es ignorancia hija de la malicia, por quien se pierden los príncipes y los estados.

Su contemporáneo Francisco de Quevedo desarrollaba análogos pensamientos en la Vida de Marco Bruto y en la Política de Dios, y muy poco después expondría acabadamente Bossuet, en el Discurso sobre la historia universal y en la Política sacada de las Santas Escrituras, una doctrina política fundada en el derecho divino de los reyes y en el principio absolutista, precisamente poco después de la instauración de regímenes republicanos o monárquicos limitados en Inglaterra y las Provincias Unidas. La condenación de Galileo probó la pertinencia de la defensa de las concepciones tradicionales, que exaltaban en las letras Calderón y Tirso, y en la pintura Morales, Zurbarán, Grünewald y Ribera.

La mística moderna, con Pascal y Boehme, vivificaba el sentimiento de la finalidad ultraterrena del hombre con su rigor introspectivo. La Congregación del Oratorio y la Compañía de Jesús demostraban las posibilidades de supervivencia del catolicismo, protegido por la monarquía, y amparado por una devoción – vigorosa una veces y puramente exterior otras – de grandes y pequeños. El sentimiento profano de la vida desafiaba todos los obstáculos, triunfaba sobre el escenario cotidiano y crecía al amparo de las torres artilladas de la filosofía y de la ciencia natural.

En el escenario cotidiano el amor y el poder, el goce y la riqueza se definían cada vez más como los fines propios del hombre en el mundo. El hedonismo conquistaba los espíritus que estaban a merced de las fuerzas vigorosas y efímeras de la realidad. Pero Don Juan enamorado del amor y sediento de goce sacudía el yugo de prevenciones y amenazas y exaltaba su vitalidad constreñida. Tirso de Molina y Molière lo condenaban, pero su actitud ante la vida no estaba condenada a los ojos de muchos, que vieron en el burlador de Sevilla el desembozado campeón de ciertos extraños y secretos anhelos íntimos. El sentimiento profano de la vida desafiaba todos los obstáculos, triunfaba sobre el escenario cotidiano y crecía al amparo de las torres artilladas de la filosofía y de la ciencia natural.

En el escenario cotidiano, el amor y el poder, el goce y la riqueza se definían cada vez más como los fines propios del hombre en el mundo. El hedonismo conquistaba los espíritus que estaban a merced de las fuerzas vigorosas y efímeras de la realidad, y para ellos fue el dinero la vara mágica capaz de transformar el mundo. Conquistarlo y acumularlo fue preocupación – y obsesión a veces – del hombre de iniciativa económica, típico burgués cualquiera fuera su clase de origen. Y en este ejercicio de la actividad especulativa, cada vez más desarrollada a medida que se desarrollaba el capitalismo, se alcanzó poco a poco cierto descubrimiento de vastas perspectivas. Los símbolos matemáticos representaban con fidelidad ciertos valores que podían estimarse con mayor precisión y facilidad a través de ellos que por medio de los bienes y mercancías que constituían el objeto mismo del tráfico. Esos símbolos representaban cantidades, y gracias a la posibilidad de interpretar realidades a través de símbolos cuantitativos, la “cantidad” se tornó un criterio de valor superior a cualquiera que pudiera basarse en la “cualidad”. Esta mutación – dice Lewis Mumford en Técnica y Civilización – constituyó la contribución del capitalismo al cuadro mecánico del mundo. Por lo tanto, las abstracciones del capitalismo precedieron a las abstracciones de la ciencia moderna.”

El criterio cuantitativo había de constituir también, en efecto, el fundamento de la ciencia moderna, para la cual los datos provenientes de la observación y del experimento no cobraban su cabal significación sino después de sistematizarlos dentro de un sistema de relaciones matemáticas. Kepler señalaba que la mente del hombre estaba hecha para comprender fundamentalmente las relaciones cuantitativas. Y Galileo, por su parte, asignaba a la naturaleza, en un pasaje famoso, una matematicidad constitutiva:

El libro de la naturaleza está escrito en lengua matemática y sus letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, de modo que sin ellas no puede entenderse una sola palabra.

Así surgió una imagen singular del mundo, que adquirió precisión a través del pensamiento de Descartes y los racionalistas. Se advirtió que la realidad tenía dos clases de cualidades: unas primarias, que puede aprehender la razón y que consisten en las relaciones de tipo matemático que hay entre sus diversas partes y que conciernen a la sustancia de la realidad; y otras, secundarias, que pueden aprehender los sentidos y que conciernen a los puros fenómenos de la realidad.

El hombre se encontró, pues, incluido dentro de un mundo racional y regido por un principio cuantitativo; dentro de un mundo determinado por el principio de causalidad, en la que algunos – los racionalistas – vieron un principio de razón suficiente, un determinismo, en tanto que otros – los ocasionalistas – vieron una causa verdadera, Dios, actuando por sobre la causa natural. Un conocimiento riguroso de ese mundo debía traducirse en ciertas leyes de carácter universal y de formulación matemática, que reflejarán la estructura racional de la realidad misma.

El conocimiento de la realidad física sirvió de sólido punto de apoyo a esta concepción, y la mecánica fue paradigma de todo conocimiento. El saber matemático y el saber filosófico se desarrollaron en estrecha relación – como en Descartes, Pascal y Leibniz – y trabajaron juntos en la elaboración de algunas ideas, como la de infinito. Pero además, el saber matemático trabajó con el saber físico en la resolución de innumerables problemas de la realidad fenoménica, y sus soluciones adaptaron de pronto la forma de soluciones adecuadas a ciertas necesidades inmediatas. La técnica, estimulada por la exigencia de una vida económica más intensa, se desarrolló al calor de este tipo de conocimiento y de esta concepción de la realidad trabajosamente elaborada por la especulación filosófica y científica.

Pero la matematicidad de la realidad trascendía la realidad física. More geométrico construyó Baruch Spinoza su ética, y Nicolás Poussin su pintura. La medida, la armonía fueron los principios sustanciales de la doctrina poética de Boileau, de la tragedia de Racine, del trazado de los jardines de Versalles, de la vida cotidiana de Luis XIV y de la etiqueta de la corte. Dentro de este contorno, las pasiones parecían sólo “ideas confusas” y la voluntad una esclava de la razón. A veces, la matematicidad de la naturaleza parecía revelar la omnipresencia de Dios, como en el panteísmo spinoziano, y a veces inspiraba una concepción materialista, como en Hobbes. Y de ella se derivaba un método analítico y una doctrina mecanicista que ayudaría a construir la imagen del mundo que predominaría durante largo tiempo.

6

En el mundo concreto de las relaciones histórico-sociales, apenas quedaba huella de la antigua vigencia de la concepción ecuménica. La Iglesia católica romana seguía afirmando su universalidad, y la idea de cristiandad mantenía su valor teórico. Pero el conocimiento del mundo se había ensanchado y ofrecía al europeo un conjunto de “semejantes” que hacía vacilar las convicciones sobre la homogeneidad del género humano. De los “bárbaros del Nuevo Mundo” decía Juan Ginés de Sepúlveda en el Democrates alter escrito en 1547:

en prudencia, ingenio, virtud y Humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de mono a hombre.

Idéntica sensación de diferencias y distancias produjo el contacto con otros grupos sociales y otras civilizaciones en Asia o en África; de ese modo se ahondó el abismo entre la idea de cristiandad y la idea de humanidad, de manera que la aspiración a un orden universal debió reconocer definitivamente los obstáculos insuperables que impedían que se convirtiera en realidad. Con todo, la tendencia ecuménica de la Iglesia podía alimentarse aún con la esperanza de alcanzar una unidad espiritual a través de la catequesis, tan largo y difícil como se consideraba el proceso de su realización. Pero el Imperio no podía abrigar esa esperanza. Carlos V reunió bajo su autoridad una enorme extensión, pero las circunstancias demostraron la imposibilidad de supervivencia, y al abdicar cedió a la fuerza de la realidad dividiendo sus estados.

La estructura dentro de la cual concibió el europeo de la Segunda Edad la vida civilizada fue la “nación”, una idea que se constituía poco a poco a través de la paulatina transformación de la idea de “reino”, y en la que se destacaba cada vez más la significación del grupo social con detrimento de la significación del monarca. La nación se concibió como la última instancia de la existencia política. Si del reino medieval podía afirmarse que admitía instancias superiores – el Imperio y el Papado – de la nación se estableció con asentamiento unánime, teórico y práctico, que era soberana, que poseía soberanía, esto es, un derecho absoluto para legislar sobre sí misma. La idea fue concebida para robustecer el poder del monarca – en cuanto el monarca representaba la nación – por los escritores políticos, y se basaba en la tesis de Maquiavelo de que el Estado constituye un fin en sí mismo. Juan Bodin le dio forma en su libro Sobre la República, publicado en 1576, en el que defendía el derecho divino de los reyes.

Pero la soberanía fue entendida también de otras maneras, y una fuerte corriente situó su origen en el cuerpo de la nación discutiéndose si al delegársela en el monarca se conservaba o se perdía totalmente el derecho de recobrarla: tales fueron las posiciones opuestas de Locke y Hobbes.

La polémica acerca de los fundamentos y los alcances de las ideas de nación y soberanía prueban que tales ideas gozaban de notable vigor durante es época. Cualquiera fuera su definición jurídica, cualesquiera los problemas que planteara, la nación era la unidad política viva: se la percibía a través de la unidad lingüística, acentuada por el desarrollo de brillantes literaturas nacionales; de la unidad de tradiciones históricas y, sobre todo, a través de la unidad de designios políticos.

Esta unidad política viva, evidenciada sobre todo como unidad de poder, manifestó su vigor además en dos fenómenos singulares y propios de la época. Uno fue la aparición de las formas nacionales de religiosidad cuyo desarrollo estimuló particularmente la reforma protestante: Lutero, Calvino, Zwinglio, Knox, para no citar sino a los más importantes, acertaron a expresar la sensibilidad religiosa de sus países, del mismo modo que la expresaron Jacobo Boehme o Juan Bunyan; y en el seno del catolicismo, también Ignacio de Loyola o Juan de la Cruz respondieron a peculiaridades nacionales del sentimiento religioso. El otro fue la concepción de la nación como unidad económica, tal como la expresó el mercantilismo, que consideraba el patrimonio de la comunidad como un todo, cuyo manejo no podía ser ajeno al poder político puesto que interesaba a la comunidad toda su administración en relación con los intereses comunes.

Dentro de esta unidad política viva encontraba el hombre sus propios fines, las posibilidades de realizarse como persona, el sostén para su existencia individual. Como conjunto, como sujeto de cierta acción política y económica, de cierta actitud creadora en lo religioso, en lo estético, la nación tenía que contemplar la presencia de otras naciones con sus aspiraciones y sus fines propios. El derecho internacional – en cuyos fundamentos trabajaron Francisco de Vitoria y Hugo Grocio – y la política del “equilibrio europeo” revelan el último de los rasgos de este sistema de ideales basado en la razón; a la ausencia de un orden universal y absoluto correspondía esta imagen de un mundo compuesto de partes, cuyo equilibrio, tan inestable como pareciera a primera vista, podía ser alcanzado y mantenido por el ejercicio de la razón.

Individualismo, profanidad, matematicidad y racionalismo parecen ser los rasgos fundamentales que asigna el hombre moderno al sistema de sus ideales. Se le oponen fuerzas vernáculas y nuevas condescendencias de distinto sentido. Pero esos elementos lograrán una primera síntesis eficaz, de plena vigencia, cuya formulación logrará hacer más adelante.

C- La posición del hombre

Innumerables signos anunciaban que la posición del hombre en el mundo comenzaba a cambiar. Nuevas ocasiones ofrecían renovadas posibilidades de realización para el individuo, cuyo horizonte se ampliaba sin que percibieran los límites. Y en la lejana proyección de esas posibilidades se adivinaba la coyuntura favorable para que ciertos ideales referidos a la existencia humana cobraran realidad fáctica. En un mundo concebido cada vez más como racional y profano, en un ambiente social identificado por las determinaciones nacionales, el hombre percibía el ascenso de la individualidad singular y juzgaba legítimo e inevitable atender, ante que a toda otra exigencia, a las exigencias de su personalidad individual.

1

Poco a poco, las circunstancias fueron forzando las rigurosas constricciones del orden social. El desarrollo del espíritu burgués y la progresiva expansión de las formas burguesas de vida, acrecentaron las posibilidades de que eligiera cada cual su destino dentro del elenco de los que ofrecía la realidad. La aventura económica – con algo de juego de azar –, se abría prometedora para el que quería cambiar de estado. “Muchos comerciantes – anotaba Montaigne – comienzan su tráfico vendiendo su finca, cuyo importe envían a las Indias”. Y si la fortuna acompañaba al audaz, la riqueza modificaba su posición social. Quevedo resumía así la historia del nuevo dominador de voluntades:

Nace en las Indias honrado,

donde el mundo le acompaña;

viene a morir en España

y es en Génova enterrado.

Y pues quien lo trae de lado

es hermoso aunque sea fiero,

poderoso caballero

es Don Dinero.

Y La Bruyère anota las consecuencias sociales de la aventura económica:

Si el golpe del financiero fracasa, los cortesanos dicen de él: “es un burgués, un hombre de nada, un grosero”; pero si acierta, le piden su hija en matrimonio.

También podía lograr poder y riqueza quien procurará y alcanzará al favor del príncipe, como los innumerables de quien fray Luis de León decía que se abrasaban miserablemente

En sed insaciable

del no durable mando,

humildes algunos de ellos y otros nobles como Francisco Bacon o el duque de Lerma. Y la prodigiosa aventura del mar podía hacer un héroe de un Hawkins o un Drake, de modo análogo a como hacía millonario al mercader un golpe de fortuna en la bolsa de Lyon o en los mercados de Amberes o Ámsterdam.

Este primado del azar en la vida el hombre contribuyó no poco a afianzar la idea de la peculiaridad del destino individual, y con ella la de la autonomía del individuo, de raíz romana. Montaigne se complacía en citar un verso de Terencio: “¿Cómo puede ser que el hombre se obstine en amar algo más que a sí mismo?”, que reflejaba un sentimiento cuya vigencia crecía. El hombre aparecía manifestado eminentemente como individuo. En el ámbito de la vida económico social percibía la posibilidad de su desarrollo autónomo; y en la vida política, aunque ocultó cuanto pudo las últimas consecuencias de su actitud si las condiciones eran adversas, procuró alcanzarlas allí donde, como en Inglaterra y las Provincias Unidas a fines del siglo XVII, hubo oportunidad de declararlas y defenderlas.

Pero la autonomía del individuo, del ser individual, estaba destinada a triunfar como principio en una época que definía al hombre como “una cosa que piensa”, según la frase de Descartes, o “como un junco pensante” según la de Pascal; porque el pensar situaba en el individuo una última instancia del juicio sobre las cosas del mundo, cualesquiera fueran las limitaciones que se quisiesen poner a su omnipotencia interior. En el dominio de la vida política apenas se insinuó fuera de Inglaterra y las Provincias Unidas el rechazo del principio de autoridad. Pero bien puede suponerse que era omisión – consciente o inconsciente – puesto que en el campo del saber se rechazaba sin vacilaciones. Era de buena tradición humanista someter a crítica severa las verdades corrientes, y lo que Lorenzo Valla había hecho con la donación de Constantino lo propuso Descartes para todas las afirmaciones en vigor: practicar frente a ellas la duda metódica y no admitirlas sino después de agotar el ejercicio crítico. Milton señalaba cómo se formaba la opinión del hombre reflexivo, libre de las constricciones de la autoridad.

Cuando un hombre escribe para el mundo – decía en la Aeropagítica- convoca toda su razón y deliberación en su asistencia; investiga, medita, se mete en mil trabajos, y probablemente de ello departe y sobre ello consulta a sus amigos avisados, después de lo cual se tiene por conocedor en lo que escribe, tanto como cualquier que sobre lo que escribe decretara.

Luego, su juicio no admitía autoridad alguna que no fuera la de quien probara con tan buenas razones como las suyas su verdad o su error. Y la posibilidad de juzgar alcanzaba al áspero terreno de las creencias religiosas, en el que el protestantismo admitió la instancia individual como árbitro del texto revelado. Debía derivarse de esta actitud una creciente tendencia hacia la tolerancia en la religión y en las ideas, que, limitada por algunos y negada por otros, se abría paso poco a poco como uno de los principios sustanciales de la convivencia social.

La educación misma fue concebida por los espíritus renovadores como un ejercicio destinado a fomentar la diferenciación de los caracteres. Vives, Montaigne y Locke señalaron la necesidad de respetar la individualidad, de seguir su diversidad y aun de acentuarla, y el más grande de los pedagogos de la época, Amos Comenio, hizo de este precepto uno de los sillares de su método educacional. Ciertamente, pensábase en la educación de las clases superiores, pero el principio no tardaría mucho en difundirse como válido para todo hombre. Y entretanto, en otras formas no sistemáticas de educación, ofrecíase a todos la ocasión de ejercitar la propia individualidad frente a las más arduas cuestiones: las relacionadas con las creencias religiosas. La actitud del protestante consistía en una apelación a la propia interioridad para alcanzar a Dios, en una confianza personal en Dios. Todos somos sacerdotes – decía Lutero –; todos tenemos un sacerdocio que nos capacita para poder presentarnos delante de Dios rogando por los demás hombres”. Y en la instauración de los Ejercicios espirituales por Ignacio de Loyola se advierte una tendencia en algo semejante a esa militancia de la conciencia individual.

Ciertamente, no negaba con ello la Iglesia católica su supremacía, la supremacía de la institución intermediaria y autoritaria; el protestantismo cedía a su vez el rigor de las tendencias tradicionales admitiendo el principio del cuius regio eius religio, que desnaturalizaba en el fondo el principio de la “libertad cristiana” tal como la expresaba Lutero en la obra así titulada. Pero el principio arraigaba poco a poco como tendencia viva nacida de una nueva idea del hombre, y despertaba cada vez que el ambiente le era favorable.

Despertó y vibró singularmente en la filosofía y en la poesía. Afirmación del individualismo era toda la filosofía idealista, forzada a defenderse mediante sutiles construcciones intelectuales de la amenaza de una insubordinación del solus ipse; y afirmación del individualismo a través del anhelo de reencuentro consigo mismo fue la aspiración a la soledad. Montaigne la aconsejaba:

Bastante se ha vivido para los demás; vivamos para nosotros, al menos este cabo de la vida. Reencontrémonos a nosotros mismos y arreglemos a gusto nuestro pensamiento e intenciones. No es tarea fácil la de buscar acertadamente su retiro; esto es por sí bastante ocupación sin que con él mezclemos otras empresas. Puesto que Dios nos da tiempo para disponer nuestra partida, preparémonos; hagamos nuestro equipaje, desprendámonos de esas violentas pinzas que nos arrastran a otra parte y nos alejan de nosotros mismos.

Mientras llegaba el poeta español de las Soledades, clamaba fray Luis:

Vivir quiero conmigo,

gozar quiero del bien que debo al cielo,

a solas, sin testigo…,

Y aun el amor ganaba en intensidad hasta hacerse sublime, si era capaz de alojarse, incomunicado e incomunicable, en el hondo abismo del ser. Versos reveladores aquellos de Juan de Jauregui en el Afecto amoroso comunicado al silencio: “No te abalances a mayor empresa”, en los que aconsejaba al amante;

Basta que sepan tu amorosa historia

el secreto silencio y tu memoria.

Este ser, que se buscaba a sí mismo en su interioridad, era el que había empezado a dudar de toda cosa: del orden de los astros, del —misterio de la naturaleza, de su propio destino. Segismundo y Hamlet lo representan fidelísimamente. Pero no nos engañemos: su duda, su vago anhelo en pos de metas apenas entrevistas, la inquietud de su ánimo, eran reacciones que sólo aparecían en los momentos de calma reflexiva, o acaso sólo en espíritus penetrantes que se apartaban voluntariamente de la vorágine cotidiana. Dudas y anhelos vagos eran reacciones derivadas de la indecisión acerca de los fines del hombre, puesto que la modernidad oponía de hecho, con fuerza ciclópea, los que se alcanzaban en la tierra a los que la tradición espiritual del hombre medieval situaba en el trasmundo. “Ser o no ser”, bien puede ser el dilema de quien descubre que sólo es en la tierra aún cuando saber que ser de ese modo es cosa efímera, en apariencia menos sublime que un posible ser en la eternidad. Y por si el secreto de la elección se alojaba en la intimidad de la conciencia, volvíase hacia ella, recinto del único conocimiento cierto.

Pero todo incitaba a la extraversión, a la inmersión en el mundo, a la conducta activa. El individuo descubría su singularidad a través de la intimidad de su conciencia, pero no menos – y con menos dolores – a través de la aventura mundana, de la singularización por el poder, o la riqueza, o el saber, o el goce. En un mundo conquistado por la profanidad – en una “época tan poco devota como la nuestra”, como decía Montaigne – el individuo comenzaba a sentirse conquistador de bienes. El precepto estoico de “vivir conforme a la naturaleza” inspiró la ética y la pedagogía de Montaigne y Comenio. Era un principio aplicable a un hombre que se descubría a sí mismo como una fuerza de la naturaleza. Maquiavelo lo había definido como poseído por apetitos insaciables, por pasiones avasalladoras y, sobre todo, por un incontenible instinto de dominación. Spinoza decía en la Ética:

El hombre está siempre y necesariamente sometido a las pasiones, sigue y obedece el orden común de la Naturaleza, y se adapta a él en la medida que exige la naturaleza de las cosas.

Hobbes advertía que lo dominaba el instinto de conservación, y que en “estado natural” era el hombre un lobo para el hombre. Y el viejo materialismo, defendido por Pomponazzi, agregaba a esta descripción una rotunda negativa de la inmortalidad del alma.

Se oponían a estas concepciones las firmes creencias religiosas y ciertas doctrinas filosóficas. Inspiradas en ellas, fuertes y vigorosos grupos reivindicaron los fines trascendentales del hombre.

España – la España del Greco, de santa Teresa, de Zurbarán y de Quevedo – respaldó la política de los Austria destinada a defender el catolicismo, creyendo defender con ello una concepción de la vida en la que el alma inmortal y su destino trashumano importaba más que la existencia terrena; y muchos compartieron su actitud. No de otra manera se explicaría el sacrificio de Castalión, la actitud de san Juan de la Cruz, la obra de Bunyab, la conducta de Enrique de Suiza o la de Ravaillac. Pero no fueron los que dieron la tónica de los tiempos nuevos. Los fines mundanales del hombre conquistaban más y más las conciencias, y las torcían hacia ellos.

Cualquiera fuera la adhesión que prestaran exteriormente a los ritos – tan extraña, acaso, como la de Gassendi,– cualquiera fuera la convicción que, levemente, conservaban en el fondo del alma, aquellos a quienes retrataba Rabelais, los que desfilaban por las páginas del Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, de las Novelas Ejemplares de Cervantes, de la Maccaronea de Folengo, de los Sueños de Quevedo, de la Sátira Menipea, de la Novela Cómica de Scarron, revelaban una despreocupada ligereza que parece la de todos los días, la de los que se sumergen en su vida inmediata y procuran vivirla sin sobrepasar lo cotidiano. Eran los del hampa urbano pero eran también los artesanos burgueses, todos aquellos a quienes retrataban o aquellos en quienes se inspiraban Bruegel y el Bosco, Jordaens y Teniers, Vermeer y Rubens, Rembrandt y Velázquez. Cada uno de ellos descubría a su alrededor la multitud de tentaciones que lo acechaban, y cedía a ellas con despreocupado ánimo; el goce, el poder, el saber, la riqueza, constituían posibilidades que le ofrecía el ambiente social, en las que cada uno descubría que podía volcarse y apagar su sed: la sed del hombre de instintos y pasiones, la sed del hombre-lobo de Hobbes que yacía agazapado en los rincones del alma del hombre civil.

Wallenstein sobrepasaba cuantas limitaciones pudiera oponer a la acción del hombre el temor a la condenación eterna, y por momentos parecía diabólico. Pero en cada capitán español de tercios, en cada almirante corsario, en cada cortesano político, se escondía una figura semejante en mayor o menor grado. A veces todas las tentaciones se fundían bajo el signo de la sensualidad, y no podría decirse cual predomina en el anhelo vago del inquieto sensual, porque el poder o la riqueza parecían no solo fines en sí mismos sino instrumentos también de lujo y de goce. El rostro afilado de Richelieu y su mirada penetrante, tal como nos la conserva el retrato de Felipe de Champaigne, habla de cómo el poder era sensualidad también, como lo era en Olivares o en Buckingham, y acaso en el mismo Cromwell. Tirso de Molina no nos ha dejado solamente el arquetipo de don Juan, burlador de mujeres; en el Enrico del Condenado por desconfiado ha reunido aún más explícitamente los caracteres del libertino, del voluntarioso que gustaba declarar

Mi gusto tengo de hacer

en todo cuanto quisiere;

y tales gustos describían el propio personaje en el largo parlamento de la primera jornada en el que relata su vida, espejo de la aventura de la época, con caracteres no muy diferentes a los que refleja Cellini en su autobiografía.

Pero acaso el más singular tipo de la época fuera el empresario, el organizador de las grandes aventuras económicas, como Jacobo Fugger, que centralizaba el comercio de lanas, maderas, y hierro, o financiaba guerras, como Thomas Gresham, que dominaba el mercado de Amberes, o Guillermo Paterson, que fundó el banco de Inglaterra, o Ricardo Chancellor, que abrió al comercio inglés la ruta de Rusia, o Francisco Russell, que colonizó el Fenland, o Cornelio Houtman, que inicio la explotación de Java o Guillermo Penn, organizador de la colonia de Pensylvania, o Juan Bautista Colbert, gran empresario del Estado francés. El empresario superó plenamente los prejuicios de origen religioso contra la actividad económica, y advirtió con certera mirada que la riqueza comenzaba ya a considerarse no sólo un bien digno de consideración sino, además, un instrumento fundamental para la vida de la sociedad.      

Su característica fue el afán de lucro, pero también la clara percepción de los fines económicos que perseguía y la racionalización del esfuerzo que necesitaba para alcanzarlos. Empíricamente comenzó a descubrir el singular mecanismo del capital, y utilizó su experiencia para usarlo con habilidad, procurando su acrecentamiento y la producción creciente de bienes. Porque la riqueza, y los bienes que con ella se adquirían, satisfacían el anhelo de bienestar y goce, que se difundía y legitimaba cada vez más.

Pero en el empresario que perseguía la riqueza como en el político que buscaba el poder, ambos fines se equiparaban en intensidad con el ejercicio de la acción misma. Aún la acción sin finalidad precisa se justificaba. Para uno y otro, la acción era también en cierto modo una justificación suficiente de la vida. “Nadie va tan lejos como el que no sabe donde va”, dijo en cierta ocasión Oliverio Cromwell, expresando una singular filosofía de la acción.

El problema de los límites de la acción humana, de su autonomía o su determinación, preocupaba a los espíritus. Para muchos, la explicación ortodoxa de los límites del libre albedrío parecía suficiente pero el protestantismo restauró y puso en vigencia el principio de la predestinación y el racionalismo manifestó una tendencia a considerar al hombre como sometido a cierto determinismo. 

“Los hombres – escribía Spinoza en la Ética – se engañan al creerse libres: y el motivo de esta opinión es que tienen conciencia de sus acciones pero ignoran las causas por las que son determinados; por consiguiente, lo que constituye su idea de la libertad es que no conocen causa alguna de sus acciones.

Empero, el activismo moderno encontró aliciente en todas las doctrinas. Podía creerse en la Providencia o en la Fortuna; pero quedaba al hombre un margen de acción que el hombre podía y debía ejercitar, acaso para coadyuvar en la lucha contra el mal, acaso para dar rienda suelta a las potencias que el individuo descubría en su interioridad. La fortuna– decía Maquiavelo – “nos deja gobernar casi la mitad de nuestras acciones”. Y dentro de lo gobernable – cualesquiera fueran los límites y las potencias limitadoras – hallaba el hombre la posibilidad de orientar su existencia, de operar sobre su contorno social y natural, de organizar empresas y revoluciones, de adquirir riquezas, de gobernar el Estado, de alcanzar la sabiduría.

La sabiduría fue en efecto, otro de los fines que percibió el hombre moderno para su vida: pero el saber profano pareció conmoverle más que el saber divino. La reflexión filosófica y la investigación científica atrajeron con sus enigmas a los espíritus renovadores. Hubo escépticos, como Francisco Sánchez, “el Escéptico”,  o Miguel de Montaigne, que erigieron en normas de su actitud intelectual el clásico “¿Qué es lo que sé?”; pero este tácito reconocimiento de las limitaciones del saber no hacía sino estimular el apetito cognoscitivo, referido, ciertamente, al conocimiento de fenómenos, de relaciones entre fenómenos y de problemas teóricos del conocer. Aun desconfiando de la posibilidad de obtener del saber profano el secreto rector del universo y de la existencia humana, el hombre moderno sintió la incontenible atracción de los fenómenos y de sus relaciones. Los aparatos e instrumentos, las hipótesis y cálculos parecían ofrecerle una y otra vez la promesa de llegar más lejos en ese conocimiento, sin que se disipara el secreto temor de no llegar jamás por esa vía a la última verdad; y si el temor se tornaba angustia, buscaba el sabio extrañas conexiones que revelaban la perduración de viejas creencias al lado de las nuevas inquietudes científicas: Tico Brahe juzgaba compatible la observación y la experimentación metódicas con las geología y la alquimia, como el legendario doctor Fausto que Marlowe reveló ya por entonces como espejo del conocimiento.

Pero entretanto el conocimiento probaba su aptitud para respaldar y dirigir la acción práctica – sobre la naturaleza, sobre la sociedad, sobre el hombre –, y solo por ello parecía poder justificarse. “La voluntad y el entendimiento son una sola y misma cosa”, decía Spinoa recogiendo una idea que Bacon había ya expresado. Y como la naturaleza, la sociedad y el hombre demostraban comportarse como ese conocimiento lo preveía, crecía el sentimiento de que el individuo poseía cierto poder que fue considerado promisorio o peligroso según la actitud de cada uno. Anhelante de verdades últimas, escéptico ante su conquista, pero irrefrenablemente curioso, prosiguió sus indagaciones: los “maestros de experiencias” de la Royal Society se afanaban por descubrir las propiedades de los gases y sus relaciones con la vida; Harvey describía el desarrollo del huevo y Huygens estudiaba el movimiento del péndulo. La conquista de una pequeña verdad parecía justificar una vida entera de esfuerzo y sacrificio, acaso porque nunca le faltó del todo al hombre moderno la esperanza de que algún día tales verdades se integrarían en una summa en la que el hombre y el universo aparecerían explicados racionalmente.

3

Por el conocimiento, ciertamente, creía el hombre moderno poder llegar a descubrir su situación en el cosmos, un cosmos que no tenía ya la finitud del universo ptolemaico y bíblico, sino la infinitud afirmada por Copérnico y Galileo, por Spinoza y Leibniz. La sensación de hallarse en un mundo sin límites creó una euforia singular. Renovaba y extendía las perspectivas del hombre, y el pintor dilató el espacio en su pintura; alejaba el horizonte y estimuló la curiosidad por cosmos y continentes desconocidos. Giordano Bruno expresó singularmente esta concepción de un mundo homogéneo, de “un continuo físico sin límites”, en el que el hombre se alojaba como parte de un todo, y el descubrimiento de la indisoluble identidad entre todo lo que compartía con él esté habitáculo infundía en el ánimo del panteísta italiano un vigoroso entusiasmo.

Este universo infinito no amenazaba al hombre con la soledad y el desconcierto. El mundo infinito se caracterizaba, para los panteístas como Bruno y Spinoza, porque residía en todas partes una misma alma, un alma divina que proveía a cada cosa de razón y sentido. El macrocosmos se reflejaba en el microcosmos conservando su perfecta armonía, y de esa relación obtenía el yo individual la garantía de su participación con el universo sin límites.

Más precisamente definió Leibniz el sentido de la situación del hombre en un mundo infinito con la noción de “armonía preestablecida”.

Previsor artificio divino – decía –, el cual desde el principio ha formado cada una de esas substancias de una manera tan perfecta, dispuestas con tanta exactitud, que, siguiendo sólo sus propias leyes que ha recibido con su ser, concuerda, sin embargo, con la otra, como si hubiera influencia mutua o como si Dios pusiera continuamente su mano, además de su concurso general.

La apasionada exploración del cielo en busca de nuevas estrellas, la imaginación de los infinitos sistemas que ocupan el espacio sin límites, la descripción de las órbitas de los astros por la que discurrían los cuerpos celestes con movimiento infinito, constituyeron no solo sostenidas preocupaciones científicas y filosóficas sino también singularísimas experiencias espirituales, en las que ciencia, filosofía y religión entrecruzaban sus hilos. La observación empírica seducía al científico, pero difícilmente dejaba de provocar en su ánimo una reacción de índole más profunda. El poder calcular una órbita, el descubrir la precisión con que luego el astro se ajustaba a ese cálculo y el poder predecir los fenómenos celestes, proporcionaba un aliciente al orgullo de quien veía confirmarse sus previsiones. El universo demostraba ajustarse a términos matemáticos, a esquemas racionales, y su movimiento eterno inspiraba la espiral barroca y el acentuado dinamismo de la pintura de Rubens.

Pero no faltaban los que experimentaban cierto vago temor por esta violación de un mundo arcano. Mientras estudiaba el experimento de Torricelli y repetía los ensayos destinados a demostrar la presión atmosférica, Blas Pascal comparaba en términos dramáticos la pequeñez del hombre con la infinitud del espacio y el tiempo:

Cuando considero la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad que le precede y le sigo, el pequeño espacio que ocupo y aún el que vivo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me aterrorizo y me asombro de verme aquí y no allá. No hay razón para que esté aquí y no allá, para que sea ahora y no antes.

Aquel para quien sólo dios era infinito, identificaba dos nociones de la infinitud que, sin embargo, estaban desarrollándose de manera diversa y divergente. Frente a ese problema en particular se insinuaba el distingo entre la mente religiosa y la mente científica, y era esta última la que situaba al hombre frente al sistema tempo espacial en una diferente actitud.

4

La mentalidad científica se reflejaría también en el estímulo de la actitud técnica. El hombre descubría que uno de sus destinos posibles – brillante, productivo – consistía en aplicar al dominio de la naturaleza los nuevos conocimientos acerca de sus secretos, y se hace inventor y técnico. Francisco Bacon recomendaba esta actividad como principalísima, la justificaba también y ofrecía los medios prácticos para aguzar el ingenio y despertar la fecundidad inventiva. No es casual que fuera en su patria donde se estableciera por primera vez, en 1624, la primera ley de patentes para proteger los nuevos inventos. Y tantos y tan curiosos fueron por entonces, que en 1669 se realizó una exposición industrial en Nuremberg, y se sabe de otra celebrada en París en 1683.

El inventor, el técnico, no son personajes de quienes sepamos demasiado. La literatura no recoge el tipo hasta más tarde. Pero no es difícil adivinar algunos de sus rasgos. Cavallina, Veranzio, Plat, Ramsay, Wilgoose, Van Berg, Worlidge, Delabadie, son para nosotros poco más que nombres extraídos de una lista de invenciones de esta época; pero es algo saber que todos ellos se ocuparon de facilitar e intensificar la explotación de los campos con nuevas aradoras, sembradoras y cortadoras; como se ocuparon Jürgens, del Marchi, Brucher, Besson, Lee, Dudley, Von Cuorike, Vorbiest, Meyer, Huygens, Clayton o Papin de construir mecanismos que pudieran usarse para perfeccionar y acrecentar la fabricación de productos manufacturados. Burgueses o artesanos, acaso aficionados a la ciencia, su vocación estaba determinada a un tiempo por tendencias lúdicas y tendencias pragmáticas, estas últimas referidas a las posibilidades individuales de la fortuna y la gloria tanto como a los beneficios económicos y sociales que entrañaban. La determinación de los objetivos prácticos y la curiosa imaginación de los artificios mediante los cuales podían resolverse los innumerables problemas que implicaba el alcanzarlos, exigía no solo una especial mentalidad sino, principalmente, el apoyo de un medio ambiente que comenzaba a juzgar útil y valioso tal empeño.

La guerra y sus crecientes necesidades técnicas ayudaba a que se difundiera ese juicio. Entre otros, Vauban configuraba muy definidamente el tipo del técnico, preocupado por hallar soluciones a problemas concretos. Y en cada taller, en cada mina, algún ingenio descubría que la necesidad de su grupo de hallar ciertos recursos ofrecía a su vocación una posibilidad válida.

5

Pero si la literatura de estos siglos no recoge el tipo del inventor, del técnico, es sin duda porque en los ambientes hacia los que la literatura se dirigía carecía de significación y de valor. Su fisonomía era bifronte y se aproximaba por una parte al hombre de saber y por otra al hombre económico. Pero ambos, como el técnico mismo, como el artista plástico, solían provenir de las clases burguesas, y tenían la impronta de su origen y de los valores e ideales que representaban; de modo que, aunque habían logrado cierta gravitación en la vida social por la fuerza de los hechos, no habían podido superar el prestigio tradicional que tenían las clases aristocráticas, cuyo principio de existencia era el ocio.

Educábase para el ocio aristocrático al cortesano, como pretendía hacerlo Baltasar de Castiglione en el libro así llamado. Hombre de palacio -como el Polonio shakespereano-, adicto a su señor, dispuesto a servirlo y a entretenerlo, fincaba su gloria en la excelencia de su trato y en el perfecto dominio de las formas. En todo lo que convenía a hombre de origen noble debía sobresalir, sin fatigarse excesivamente por alcanzar una maestría que hubiera hecho de él no un elegante aficionado sino un hombre de oficio. Y en la vida mundana demostraba su educación, comportándose como “discreto”.

El “discreto” era, sin duda el fiel exponente de esta clase social cuyo primado languidecía, pero que legaba a la burguesía en ascenso un severo código de normas sociales, útiles para quienes habían de constituir poco a poco la nueva aristocracia del dinero. “No sabe platicar el soldado sino de sus campañas y el mercader de sus logros”, decía Baltasar Gracián; y hablando de discretos, agregaba:

Fue el Gran Capitán idea grande de discretas; portábase en el palacio como si nunca hubiera cursado las campañas y en campaña como si nunca hubiera cortejado. ¡Oh, discretísimo Proteo! Aquel nuestro gran apasionado, el excelentísimo de Lemos, en cuyo bien repartido gusto tiene vez todos los liberales empleos, y en cuya heroica universalidad logran ocasión todos los eruditos, cultos y discretos: el docto y el galante, el religioso y el caballero, el humanista, el historiador, el filósofo, hasta el sutilísimo teólogo, héroe verdaderamente universal para todo tiempo, para todo gusto y para todo empleo.

Naturalmente, no todo cortesano era “discreto”. El funcionario solía llegar a serlo por su eficiencia, si ascendía desde los oscuros despachos de la cancillería hasta la cámara donde se alternaba con reyes y grandes. Y en las antesalas se hacía escuela de cortesanía practicando la intriga, como Concini o Luynes, o desnudándose de todo pudor, como Dryden, poeta y súbdito inconstante.

En los ambientes palaciegos y cortesanos, la mujer aprendía también a representar un papel. La “discreta” exhibía sus dotes en cualquier escenario: Porcia en el tribunal, Marcela entre pastores, Fina, Nice y Estrella en su propia morada. Y era discreta por su actitud recatada – con que solía pintarla Van Dyck – y sobre todo por su juicioso razonamiento acerca de las cosas de la vida, evitando todo exceso y toda violación de las formas convencionales: así fue discreta e inteligente Madame de Sevigné. Pero una “discreta” era en palacio otra cosa distinta. Ridícula a veces, la “preciosa” demostraba en la corte de Versalles su saber y su refinamiento, alternando con gentiles hombres y con filósofos del singular estilo de La Rochefoucault. Mas si la arrastraba la vida galante, solía adornar su discreción con esa audacia mundana que tornó en figuras dominantes durante algún tiempo a Diana de Poitiers, a Gabriela     d´Estrées, a la marquesa de Montespan. También en ellas la discreción solía encubrir la sensualidad y el afán de poder.

Brantôme retrató brillantemente a las Mujeres galantes, Lope de Vega a las discretas, y Molière se burló de Las Preciosas ridículas y Las Mujeres sabias. También se burló de cortesanos amanerados y, sobre todo, de quienes aspiraban ingenuamente a serlo. Porque ser, siquiera en alguna medida, cortesano y gentilhombre, fue aspiración no sólo de quienes por su origen estaban destinados a serlo, sino también de aquellos que aspiraban a coronar su ascenso económico con el ascenso social. Molière satirizó estas ambiciones a través de aquel Monseur Jourdain del Burgués gentilhombre al que le hacía decir:

No tienen otra cosa que echarme en cara más que mi predilección por la grandeza, y para mi no hay nada tan agradable como alternar con ellos. Todo es nobleza y cortesía en el trato… ¡De buena gana diera yo dos dedos de la mano por haber nacido marqués o conde!

Pero a muchos comenzaba a fatigar ese rígido mundo convencional. Si fue para algunos anhelo vehemente llegar hasta él, para otros fue una aspiración abandonarlo y dejar deslizar su vida sin preocupaciones de gloria, de fortuna o de brillo. La literatura bucólica, – la Astrea de Honoré d´Urfé, la Arcadia de Sannazaro o  el Calendario del pastor de Spenser y la Galatea de Cervantes – revelaba el encanto –también convencional, por cierto – que se descubría en la sencilla existencia que se deslizaba en el seno de la naturaleza, entre campesinos y pastores, como solían pintarla Bruegel o Le Nain. Y pudo Antonio de Guevara discurrir sobre el Menosprecio de corte y alabanza de aldea con razones análogas a ésta:

No sólo es buena la aldea por el bien que tiene, mas aun por los males de que carece; porque allí no hay estados de que tener envidia, no hay cambios para dar a usura, no hay botillería para podar en la gula, no hay dineros para ahuchar, no hay dama para servir, no hay bandos con quien competir, no hay cortesanos a quien requerir, no hay justas para se vestir, no hay tableros a do jugar, no hay justicia a quien temer, no hay cancillería a do se perder, y lo que es mejor de todo, no hay letrados que nos pelen ni médicos que nos maten.

Era la idea que expresaba Fray Luis en su elogio de la “vida retirada”, melancólico anhelo de quien deseaba más que nada salvar su intimidad.

6

El cortesano realizaba uno de los ideales – acaso el que los más consideraban el más alto – de la convivencia social; pero realizaba también un ideal político: el del súbdito. Todo el teatro de la época está saturado de este tipo singular de hombre para el que es compatible el orgullo y la sumisión, la soberbia y la humildad. Gonzalo de Córdoba, el duque de Alba, el marqués de Spinola y tantos otros respaldan el don Lope de Figueroa del Alcalde de Zalamea; pero innumerables villanos respaldaban también a Pedro Crespo en cuyos labios ponía Calderón la fórmula precisa de los deberes y derechos del súbdito:

Al rey la hacienda y la vida

Se ha de dar; pero el honor

es patrimonio del alma,

y el alma sólo es de Dios.

Con matices diferentes, tales eran en general los cauces que la vida política ofrecía al hombre. Compárese a Essex con Bacon y Buckingham, a Francisco de Guisa con Montmorency y Louvois, y se verá que el absolutismo enredaba en su malla todas las voluntades. Fuera de los derechos salvaguardados por la superior garantía de la Iglesia, todos los otros, los que afectaban a la vida y al patrimonio, carecían de defensa frente al poder político del monarca y la autoridad de sus oficiales. La sumisión incondicionada constituía una virtud, manifestada en la lealtad, fidelidad y obediencia, y no comprometía la virilidad del individuo su acatamiento sin limitaciones. Así lo hacía entender Racine a los cortesanos; así conformaron la vida política los Austria en España, los Tudor y los Estuardo en Inglaterra, los Borbones en Francia, los Oldemburg y los Holstein en el Báltico, Iván el Grande y los Romanov en Rusia.

Pero contra esta tendencia se insinuaron diversas formas de reacción. Inspirados en el recuerdo de sus antiguos privilegios, aferrados a la concepción feudal de la vida política, los nobles intentaron más de una vez contener los avances del autoritarismo. Las conspiraciones contra Richelieu o Mazarino – Cinq-Mars, la Fronda – revelaban esa tendencia en Francia; en Hungría, en Alemania y Rusia se adviertieron movimientos análogos, y si en otras partes no alcanzaron a manifestarse, puede creerse que se debió al rápido y definitivo éxito de las fórmulas absolutistas. Pero aun compartiéndolas, la nobleza dio en afirmar la posibilidad de una existencia política menos azarosa, menos condicionada por el arbitrio del monarca o de sus favoritos, más atendida a normas y principios. Distinguió entonces entre monarquía absoluta y tiranía, y calificó con este mote al poder del monarca que no conocía ley y se apartaba de la justicia. Fenelón señaló en el Telémaco algunos principios que consideraba rectores para el ejercicio de la autoridad regia y Francisco de Quevedo apostrofó a los últimos Habsburgos en nombre de los príncipes políticos contenidos en la Política de Dios, pues parecía contraria a los derechos de la naturaleza humana una existencia en la que la voluntad y la personalidad sufrían tan fuerte constricción.

Pero ambas reacciones respondían todavía a una interpretación medieval del hombre. Más moderna era la idea de que el hombre constituía un instrumento del Estado, aunque en la práctica ese principio funcionara de tal manera que se violaran otras aspiraciones, modernas también, acerca del individuo mismo. Pareció que, afirmando el papel eminente del Estado, era justo ahora prevenir sus excesos y garantizar la libertad del individuo, preocupación que atrajo a algunos pensadores religiosos y políticos. Algunos movimientos protestantes – el calvinismo, especialmente los socinianos – señalaron el área dentro de la cual debía asegurarse la libertad del hombre, y de esos principios, conjugados con la tendencia individualista de la burguesía, surgirían los regímenes republicanos de Inglaterra y las Provincias Unidas. Cromwell y Juan de Witt realizaron los primeros esfuerzos prácticos para dar realidad y vigor a esas tendencias, sobre las cuales discurrirían Spinoza y Locke. Ser ciudadano parecía ahora más digno de la naturaleza humana que ser súbdito, y como ciudadano podía el hombre desarrollar más libremente su propia individualidad.

7

Mediante restricciones impuestas a la autoridad – del Estado, de la Iglesia – buscaba el individuo acotar un área de plena libertad en lo recóndito de su propia conciencia. La religiosidad protestante fue como una apelación a cierto grado de misticismo, como un intento de acentuar la interioridad de la fe.

Hay, en segundo lugar, – escribiría Lutero – una creencia en Dios que significa que yo pongo mi confianza en él, que me entrego a pensar que puedo tener relaciones con él, y creo sin ninguna duda que él será para mí y hará conmigo de acuerdo con lo que se dice de él. La tal fe, que se arroja y se entrega a Dios, ya sea en la vida o en la muerte, es la única que hace el hombre cristiano. 

De la misma manera, la creación, la trascendencia a través de la expresión estética, manifestó cierta tendencia a radicarse en la interioridad del hombre. La poesía lírica buscó precisar y expresar los más íntimos estados del alma y el poeta parecía satisfacerse en la efusión lírica, en la reviviscencia de las emociones, en el goce de la peculiar e intransferible dramaticidad de su propia existencia.

La lírica se emparenta estrechamente con el idealismo filosófico, con el retorno del hombre hacia sí mismo, con la idea pascaliana del “junco pensante”, en la cual el poderío de la razón se opone deliberadamente a la debilidad de quien se siente poseedor de tan poderoso instrumento. Y, como el poeta, el pintor descubría que pintaba “según cierta idea” como escribía Rafael a Castiglione, o realizando antes de empuñar el pincel un “trabajo del espíritu”, como escribía Poussin al señor de Chanteleu.

La creación permitía volcar en lo creado un matiz, aun ínfimo, revelador de la individualidad irreductible. Los músicos de la Camareta Fiorentina – Vicenzo Galilei, Peri, Caccini – confiaban en que la voz humana podía recitar cantando y expresar por esa sola vía sentimientos y estados de ánimos profundos. Y el barroco buscó infundir en las formas no tanto la singularidad de los objetos como la impronta de quien lo contemplaba: en Giovanni Gabrieli o en Rubens, en Calderón o en Bernini, de una u otra manera desbordaba la íntima visión del mundo de quien se proponía exteriorizarla luego, realzado precisamente por su irreductible singularidad.

D- La imagen de la naturaleza

De lo que rodeaba al hombre, la naturaleza fue acaso lo que más atrajo su curiosidad y su preocupación durante los primeros siglos modernos. Antes menos frecuente, esa inquietud se tornó asidua y casi obsesiva. En los espíritus avizores, ni el problema de Dios ni el problema de la realidad social adquirieron la intensidad de éste y de la naturaleza, el primero porque había sido sometido ya antes a despaciosas indagaciones y el segundo, en parte porque no se lo descubrió sino bajo la limitada apariencia de la política y en parte porque las circunstancias no incitaron a su examen. En cambio la naturaleza fue entrevista con sorprendente amplitud, y suscitó la decisión de esclarecer todos sus secretos. Tanto la acción como la reflexión colaboraron en esa tarea, cuyo fruto sería la plenitud de una concepción nueva del universo.

La nueva concepción del universo, empero, se elaboró muy lentamente y tardó mucho tiempo en prevalecer en los espíritus. Fue obra, en parte, de la minorías entregadas al estudio – que trabajaban a conciencia en persecución de ciertos resultados-, y en parte de las condiciones propias de los hombres; del innovador que buscaba nuevas perspectivas y aun del rutinario que cedía a la presión de las exigencias de la época; todos ellos en su mayoría, trabajaban inconscientemente en una dirección análoga a la de aquellas minorías, partiendo de supuestos semejantes, orientados hacia los mismos valores; pero no había de ser fácil que adquirieran la conciencia de su nueva actitud, no sólo porque dejaron de hacer el esfuerzo necesario para lograrlo, sino porque pesaba sobre su ánimo una imagen tradicional, vernácula, ligada a algunas convicciones fundamentales y sostenidas por formas aún vigorosas, cuyo desafío significaba un grave riesgo. Esa vieja imagen constituía el telón de fondo ante el cual se desarrollaba la lenta y difícil conquista de la que debía sustituirla.

1

Salvo ciertas excepciones cuya magnitud sería difícil establecer, ni el pertinaz observador de los astros, ni el experimentador, ni el filósofo, ni el hombre de acción abrigaron por entonces la sospecha de que conspiraban contra las creencias religiosas tradicionales, o mejor dicho, contra la arquitectura misma de esas creencias, de las cuales juzgaban lícito, ciertamente, corregir aquel aspecto al que habían dedicado sostenido examen. Sólo el tiempo revelaría que la conjunción de sus esfuerzos implicaba una profunda heterodoxia. Pero, así como Francisco Bacon se mostró incrédulo frente a la tesis copernicana, otros muchos, menos avisados, permanecieron ajenos a las nuevas conquistas del entendimiento; y aunque en ocasiones actuaron como si hubieran renovado su imagen de la naturaleza, sus reacciones conscientes y fundamentales siguieron arrancando de aquella otra tradicional.

Ni la reforma protestante ni la reforma tridentina modificaron en un ápice la concepción de la naturaleza que se derivaba del texto bíblico. Quienes creían firmemente, y todos en la medida en que creían y habían recibido una formación religiosa, estaban demasiado familiarizados con la idea de la creación y los caracteres asignados a las criaturas para poder desprenderse de ellas. Y  completaba esa imagen la idea del milagro, que regía un orden sobrenatural en el que se alojaba el orden de la naturaleza. Esta universalidad de la imagen cristiana dejaba, sin embargo, un resquicio para la penetración de otras ideas en las que también lo sobrenatural desempeñaba un importante papel. Como el cristianismo, perduraron a lo largo de este período – y acaso se acentuaron – multitud de creencias y supersticiones medievales, algunas de remoto origen, casi todas las cuales suponían una interpretación de los procesos de la naturaleza que, por cierto, negaban tanto el teólogo como el hombre de ciencia.

Ambrosio Paré, cirujano ilustre del siglo XVI, reseñó en su tratado Sobre Monstruos y prodigios algunos casos extraordinarios en los que aparecían reducidos o alargados los plazos naturales de la gestación, hablándose de duraciones de hasta veinte años; y Girolamo Cardano, el famoso humanista, aseguraba que su padre había sido gestado en sólo tres meses. Todo un conjunto de enfermedades – especialmente las mentales y sexuales – parecían “sobrenaturales” y así las calificaban los médicos de la época, aún algunos de aquellos que en determinados campos de su actividad habían hecho notables progresos. Respecto a esas enfermedades, seguíase opinando que las originaban la intervención de los demonios, lo cual transformaba a los enfermos en seres condenados si la intervención religiosa – no la médica – no lograba expulsar de ellos la causa del mal. Brujas y hechiceras – enfermas mentales en su mayoría – siguieron siendo consideradas como poseídas por el demonio y como sus agentes, y se les atribuía el poder de obrar sobre otras personas, tendencia tan generalizada aun entre las clases cultas, que, cuando el insigne médico Juan Weyer la impugnó afirmando que la conducta de las llamadas brujas obedecía a causa naturales y, en ocasiones, al uso de ciertas drogas, fue refutado por un jurista no menos eminente, Juan Bodin, que lo acusó de atreverse a poner en duda los dictados de las Doce Tablas.

A la perduración de tales nociones acerca de los procesos naturales convenía el mantenimiento de ciertas terapéuticas tradicionales: la de los ensalmadores que curaban con palabras, de las desaojeadoras que lo hacían con hechizos, de los saludadores que usaban la saliva y el aliento: de todos ellos se ocupaba con detalle Pedro Ciruelo en el libro titulado Reprobación de las supersticiones y hechicerías, publicado en 1556, que admitía, sin embargo, aunque cambiando una explicación sobrenatural por otra, la existencia de algunos de los extraños casos que describía. Algo semejante ocurre con el libro del sabio jesuita Martín del Río, a quien Menéndez y Pelayo llama “portento de erudición y doctrina y doctísimo catedrático de Teología en Salamanca”. Combatiendo las prácticas mágicas, admite no sólo su existencia sino su eficacia, y afirma la existencia de demonios, de espectros, de hombres- lobos, de brujas capaces de volar y de ungüentos capaces de inexplicables efectos; y su credulidad estaba tan generalizada que el Parlamento de Burdeoscondenó en 1616 a unas mujeres porque ladraban como perros en la iglesia, seis años después de haber dispuesto el duque de Wurtemberg que se quemasen cada semana no menos de quince hechiceras.

Esta presencia de lo sobrenatural – que la iglesia admitía por su parte a través de la idea de milagro, y confirmaba estimulando el uso de rogativas, exorcisios y reliquias – se advertía también en la arraigada convicción de que existían relaciones entre la vida individual y el curso de los astros, convicción en la que se sustentaba la astrología; basta el recuerdo de Tico Brahe, astrónomo y astrólogo a un tiempo, para señalar la extensión y la intensidad de tales creencias, que compartían religiosos y seglares, doctos e ignaros. Y se advertía igualmente en el vasto desarrollo de la magia y la alquimia, que suponían la posibilidad de alterar los procesos naturales mediante ciertos métodos capaces de poner en movimiento fuerzas misteriosas pero de existencia cierta.

Así, mientras se realizaban intensos estudios y se lograban decisivas comprobaciones científicas, destinadas a precisar los caracteres del orden de la naturaleza, subsistía vigente la antigua interpretación de lo natural y lo sobrenatural bajo doble forma de religión y superstición. Cada uno de los datos que contribuían a perfeccionar esa nueva imagen de la naturaleza debía, pues, soportar el embate de aquellas creencias de arraigo secular y no podía afirmarse en las conciencias sino después de largo tiempo e ingente esfuerzo.

2

Pero ciertos datos se imponían súbitamente por la fuerza de los hechos. Hubo quien vaciló en cruzar el trópico, seguro de hallar riesgos insuperables y sobrenaturales peligrosos; finalmente fue cruzado y con ello se desvanecieron los temores supersticiosos que antes constituían una inhibición. Del mismo modo ocurrió con otras creencias, que nadie discutió en un plano teórico pero que un día cayeron desvanecidas porque alguien, movido por un impulso irreprimible, obró de tal manera que quedó demostrada su inoperancia. La acción fue, en efecto, una de las vías de conquista de una nueva imagen de la naturaleza.

Quien cruzó los mares “nunca de antes navegados” y se encontró en peligros “mayores de los que prometía la fuerza humana”, como decía Camoens, conquistó como premio el supremo espectáculo de contemplar – el primero entre sus compatriotas – tierras extrañas.

Vés neste grao terreno os differentes

Nomes de mil naçones nunca sabidas;

Se lee en Los Lusíadas.  Y el intrépido Hernán Cortés hacía notar a Carlos V que

son tantas y tales (estas tierras) que se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemania, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Majestad posee.

Un sentimiento inequívoco comenzó a desarrollarse desde el siglo XVI de que el mundo se había ensanchado, de que había comenzado a mostrar innumerables secretos antes escondidos, puestos ahora a disposición del hombre si era capaz de llegar hasta ellos y sobreponerse con la fuerza de su voluntad a los peligros y aventuras. La épica de la conquista – Los Lusíadas de Luis de Camoens o La Araucana de Alonso de Ercilla – constituyó el homenaje al esfuerzo de la voluntad del conquistador esforzado y codicioso. Pero la aventura inicial fue estímulo para otras aventuras reales y acaso para innumerables aventuras soñadas, porque a la naturaleza conocida y familiar se agregaba ahora una naturaleza ignota y sorprendente, cuya lejanía autorizaba a acentuar aun más de lo justo el carácter maravilloso.

Poco a poco, la imagen del mundo natural se enriquecía y se diversificaba. Mientras se descubrían nuevas estrellas gracias al telescopio, comenzaban a difundirse las noticias que, desde el siglo XVI, consignaban los observadores de las tierras lejanas. Pedro Mártir de Anglería y Fernández de Oviedo se demoraban pacientemente en la descripción de la fauna y la flora americanas, sobre las cuales escribiría más tarde y con mayor precisión el padre José de Acosta. El portugués García da Orta estudió cuidadosamente la flora de la India y posiblemente fue él quien proporcionó a Luis de Camoens – con quien se encontró en Goa – los datos para las descripciones de los paisajes de su poema; y más tarde su compatriota y continuador Cristóbal Acosta publicó en castellano su Tratado de las drogas y medicinas de las Indias orientales con sus plantas debuxadas al vivo, que fue traducido poco después a varias lenguas. Estas observaciones estimularon el estudio de la flora exótica en la misma Europa, en el que se destacaron el sevillano Nicolás Monardes y el flamenco Carolus Clusius. Este conocimiento alejaba el margen de los sobrenatural, ensanchaba el campo de las explicaciones naturalistas, y ponía los sillares de los primeros intentos explicativos de la naturaleza animada.

Esta naturaleza enriquecida, cognoscible, explicable, no fue sólo, empero, materia de estudio. Más aún, solo lo fue ocasionalmente, en tanto que de manera regular fue materia de conquista y explotación. Antes de tratar de entender sus secretos, se descubrieron las cualidades y virtudes que hacían de cada uno de sus seres y objetos un elemento útil para el hombre; y las observaciones que comenzaron a hacerse sobre la naturaleza estuvieron dirigidas más frecuentemente a lograr su dominio que no su conocimiento.

El aforismo de Bacon, “saber es poder”, fija con claridad la actitud cognoscitiva de la época; pero no debe inferirse que sólo por la vía del saber sistemático se logró el poder sobre la naturaleza, pues es característico del tiempo el intento ciego de dominación, que, en caso de éxito, dejaba como saldo una noción cuya exactitud probaba suficientemente la experiencia. Precisamente fue por esa vía por la que se conquistaron innumerables datos y se llegaron a establecer fundamentales relaciones destinadas a enriquecerse con el tiempo. La naturaleza apareció, pues, no sólo como cognoscibles o explicable, sino también, y sobre todo, como susceptible de ser dominada. Conocerla, fue el consejo de Bacon para poderla vencer; pero el conocimiento sistemático podía ser posterior al conocimiento inmediato o circunstancialmente obtenido como consecuencia del impulso dominador.

Se procuró dominar el proceso agrario o perfeccionarlo para acrecentar su aprovechamiento, la riqueza mineral, las aguas, los vientos; se procuró dominar el proceso biológico de las enfermedades; o con cada uno de esos intentos se dio un paso más en el esclarecimiento de los principios que rigen la naturaleza. No se tardaría mucho en intentar una vinculación de los datos aislados para alcanzar una explicación de conjunto, obstaculizada sin duda por la perpetuación de los esquemas sobrenaturales, pero favorecida por el empuje arrollador de la experiencia surgida de la acción dominadora.

3

Ese intento de establecer relaciones entre los hechos no podía resultar sino de cierta predisposición, que Whitehead ha identificado como una “fe instintiva en la existencia de un orden de la naturaleza”. Era una idea que arraigaba en la tradición aristotélica y medieval, pero que desde el siglo XVI variaba de acuerdo con el desplazamiento de la preocupación por las causas finales y la acentuación del interés por la identificación de las causas eficientes. De aquí que se juzgara que la misión de la ciencia consistía en la observación de hechos y en el establecimiento de sus relaciones inmediatas, en un afán de comprobar cómo suceden los hechos. La generalización de tales relaciones terminaría por poner de manifiesto el orden de la naturaleza que constituía el supuesto.

Sin duda, el hecho fundamental de la mutación operada durante este período es ese abandono de la preocupación por las causas finales, y el intento de describir los fenómenos, prescindiendo de ellas. Como sistema ordenador de los fenómenos, pareció necesaria y suficiente la estructura matemática que se descubría en la realidad natural, dentro de la cual inscribían sus descubrimientos quienes observaban los fenómenos mecánicos tanto en el orden de la astronomía como en el de la física. De aquí el interés apasionado por la matemática, que condujo al descubrimiento de la geometría analítica por Descartes, hecho público en uno de los tres apéndices del Discurso del Método. Antes de él, Rheticus había trabajado en el desarrollo de la trigonometría, y contemporáneamente con los trabajos del filósofo francés dio a conocer los suyos Descartes, con los que echaba las bases de la geometría proyectiva. En 1614 Juan Napier publicó su Descripción de las reglas de los logaritmos, tipo de cálculo sobre el que trabajaron luego intensamente Briggs y Kepler, en tanto que Cavalieri desarrolló el cálculo integral. Por su parte, Newton publicó su Método de las fluxiones y de las series infinitas – escrito en 1671 pero inédito hasta 1736 – en el que revelaba los principios del cálculo infinitesimal, en tanto que el filósofo Leibniz dio a conocer su Nuevo método para encontrar máximos y mínimos en 1684, obra en la que explicaba un método análogo.

Así se perfeccionaba el conocimiento de la estructura matemática, dentro de la que se veía encuadrada a la naturaleza en cuanto conjunto de “cuerpos extensos”, según la concepción cartesiana. Copérnico, Tico Brahe, Kepler, Galileo y otros acumulaban observaciones sobre los astros y buscaban expresar sus relaciones por medio de fórmulas matemáticas, esto es, en el lenguaje que Galileo afirmaba ser el que correspondía al libro de la naturaleza. Y en ese campo de la mecánica celeste logró Newton formular el principio mecánico fundamental que la rige – la ley de la gravitación – según el cual la atracción varía según el producto de las masas y en razón inversa del cuadrado de la distancia. Publicado en 1687, los Principios matemáticos de filosofía natural cerraron el ciclo de las investigaciones destinadas a obtener una imagen matemática del universo físico.

Igualmente las observaciones sobre los graves, sobre su caída o deslizamiento por un plano inclinado, sobre el péndulo, sobre los líquidos y los gases, sobre la luz y la presión, fueron ordenadas expresándolas a través de fórmulas matemáticas. Y se procuró inscribir la tierra misma dentro de la retícula matemática, mediante los sistemas de proyección que se aplicaron a la cartografía, en cuyo desarrollo trabajaron sobre todos Petrus Apianus y Mercator.

Por esta vía, en la que concurrían las líneas de la filosofía cartesiana y de la ciencia, se constituyó una predominante concepción mecanicista del universo físico, ajena, naturalmente, a toda teleología, referida a las relaciones cuantitativas de la sustancia extensa, y, en el caso de los materialistas, a las “sucesivas conformaciones de la materia”. El mecanicismo se apoyó sobre todo en el análisis del mundo inorgánico, pero sus principios se proyectaron además al mundo orgánico, que atrajo también la atención de los científicos. Estableció las bases de la aplicación del mecanicismo a los fenómenos biológicos el propio Descartes en su obra Sobre el hombre, en la que describió el funcionamiento del cuerpo humano como si se tratara de una máquina cuyo mecanismo estaba regido por el alma racional situada en la glándula pineal, y en la que los diversos movimientos resultaban de un juego de fuerzas.

Este planteo cartesiano de la biología coincidía con la actitud que tuvieron frente a la naturaleza los que quisieron explicar a los seres vivos de acuerdo con los métodos cuantitativos utilizados por Galileo. Santorio comenzó a utilizar el termómetro para medir la temperatura del cuerpo y el péndulo para medir las pulsaciones, procedimientos que generalizaron los iatrofísicos o partidarios de la física médica. Fueron los principios sustentados por Juan Borelli – especialmente en su obra Sobre el movimiento de los animales – los que rigieron esta disciplina que respondía a una definida imagen de la naturaleza.

En rigor no fue la única que atrajo a los espíritus científicos por entonces. Sugerían ese u otro tipo de explicación las innumerables observaciones y experimentos que comenzaron a hacerse por entonces. Como Vesalio y Fallopio sobre la anatomía humana, que trabajaron intensamente en la descripción de los organismos animales, Belon, Salvani, Gesner y Malpighi, cuyos trabajos pusieron de manifiesto no solo las peculiaridades de cada animal sino las semejanzas entre seres diversos. Por su parte Brunfels, Fuchs, Bock y Cordus recogieron, estudiaron y describieron ejemplares vegetales de países europeos. Paralelamente a esos estudios de la morfología de los seres vivos se desarrollaron las investigaciones sobre la fisiología. A las observaciones de Paracelso siguieron los experimentos que sobre organismos humanos y animales hicieron Harvey, Malpighi, van Leeuwnhock y Aselli, cuyo resultado fue el descubrimiento de la circulación de la sangre. Los químicos ingleses, Boyle y Hooke, estudiaron los fenómenos respiratorios; Camerarius alcanzó importantes resultados acerca de la reproducción de las plantas, y Harvey consiguió describir con gran precisión la evolución del huevo, campo en el que Malpighi continuó las observaciones. Entretanto, y gracias a la invención y perfección del microscopio compuesto, Leewuwenhoeck logró observar bacterias y células.

A medida que se acrecentaba el caudal de conocimientos concretos y se anotaban relaciones permanentes entre fenómenos, surgió el afán de encontrar explicaciones suficientes. El mecanicismo fue, acaso, la más importante y la de más vastas proyecciones. Pero se hicieron otros esfuerzos de diverso alcance. Belon identificó las coníferas en cuanto grupo y John Ray introdujo el concepto de especie como grupo de individuos con determinados caracteres. Redi, por su parte, combatió el principio de la generación espontánea. La teoría del flogisto de Stahl, la doctrina de Paracelso acerca de la vida considerada como proceso químico, el vitalismo de van Helmont y las opiniones de Syndenham sobre la fuerza curativa de la naturaleza constituyen otros tantos esfuerzos por explicar conjuntos de fenómenos, y en ciertos casos, aun la totalidad de los fenómenos naturales.

Pero estos intentos científicos casi no tenían parentesco con la filosofía; más aún, prescindían de ella y se le enfrentaban, en la medida en que la filosofía mantenía su vinculación con el racionalismo. La ciencia – señala Whitehead – “continuó siendo ante todo un movimiento antirracionalista basado en una fe ingenua”, al que bastaba el razonamiento matemático como único apoyo. Empero, la filosofía siguió buscando sus propios planteos y sus propias soluciones, y, en contacto estrecho o remoto con la ciencia, alcanzó a formular algunas proposiciones fundamentales acerca del problema de la naturaleza.

4

La filosofía fue entendida eminentemente por algunos espíritus como filosofía de la naturaleza. La obra de Telesio titulada Sobre la naturaleza de las cosas según sus propios principios, publicada en 1565, inauguró una nueva actitud frente a la naturaleza, hasta el punto que Bacon llamó a su autor el primer filósofo moderno. Consistía su novedad, sobre todo, en su desprecio por las generalizaciones abstractas y en la certeza de que sólo por la vía sensible era posible llegar a comprender la naturaleza; y afirmaba de ésta que encerraba ciertos principios – el calor y el frío, el movimiento y el reposo – que bastaban para explicar todos los cambios que en ella se producen, así como las almas de los seres vivientes, cuya forma corporal es análoga en los animales y en el hombre. Así se anunciaba no sólo el empirismo sino también el panteísmo, tendencia hacia la que se dirigía toda la filosofía natural. Campanella afirmaba también que “sentir es saber” y el objeto de conocimiento era para él también la naturaleza – el codex vivux – macrocosmos cuyo secreto podía alcanzarse a través del análisis de la conciencia del hombre, concebido como microcosmos. La afirmación de esta relación suponía una imagen animista de la naturaleza, la creencia en un alma del mundo, cuyos caracteres precisó Campanella en su libro Del sentido de las cosas y la magia, que vio la luz en 1620.

Fue Giordano Bruno quien extremó esta tendencia y formuló de modo más acabado la filosofía natural italiana. El universo, que concebía a la manera copernicana, no mostraba a sus ojos una oposición entre materia y forma, entre materia y espíritu; por el contrario, veía a la naturaleza crear sus formas desenvolviendo su propia sustancia, su propia materia, a la que juzgaba, por eso, divina El monismo de Giordano Bruno conducía a la afirmación de la existencia del alma universal, que imaginaba como la ley de la naturaleza misma.

Espíritu, alma, vida, – decía – se encuentran de antemano en todas las cosas y penetran en ciertas gradaciones toda la materia. El espíritu es notoriamente la verdadera realidad y la verdadera forma de todas las cosas. Pero toda forma no es sino el alma inherente a la cosa, que se hace aparente.

Naturaleza y Dios se equiparan para Bruno, y la que es necesidad en la naturaleza no es sino la voluntad divina, voluntad de un Dios que no reside fuera sino dentro de toda cosa. Reside en el mínimo físico, átomo o mónada, con el que se constituye el mundo plural e infinito, y el alma del mundo penetra todo el universo. Así se manifestaba el panteísmo de Bruno. Cada una de las monadas era al mismo tiempo el todo aunque se diferenciara de todas las demás, y el todo existía sólo en la medida en que cobran vida en lo individual.

Era la de Giordano Bruno una imagen estática de la naturaleza, dominada por la idea de la armonía universal. Poco después Spinoza retomaría la línea del panteísmo, ahora con más rigor especulativo. Partiendo de la idea de que sólo existe una sustancia, a la que llama indistintamente Dios o Naturaleza, Spinoza afirmaba que era ella la causa eficiente de todo, pero una causa inmanente, interna. Dios es la natura naturans, y tanto el pensamiento como la extensión son atributos suyos, de modo que el dualismo cartesiano se reducía en Spinoza a un monismo. Alma y cuerpo se influyen mutuamente a través de la sustancia divina, y en toda cosa descubría Spinoza su presencia, la presencia de Dios.

En cierta medida, pues, la imagen de la naturaleza concebida por Spinoza se apoyaba en la de los filósofos italianos de la naturaleza, y coincidía con ella. Pero se apoyaba también en la imagen cartesiana, con la que se había inaugurado una concepción racionalista moderna, la concepción del mecanismo.

Descartes había rechazado todo monismo, ignoraba la presencia de un “alma” en el mundo – como lo admitían, por influencia neoplatónica, los filósofos italianos – y afirmaba una imagen dualista de la realidad en la que la sustancia pensante se oponía a la sustancia extensa. El mundo de la naturaleza – exterior al sujeto pensante – era sustancia extensa, esto es, sustancia en la que lo cualitativo dependía exclusivamente de la conciencia y que sólo poseía por sí extensión, esto es, un atributo cuantitativo. La materia era para él, a diferencia de los atomistas, sustancia continua y se caracterizaba por su figura y su movimiento, dependiendo los procesos físicos, tan sólo de ellos, de modo que las causas mecánicas podían considerarse suficientes para explicarlos. De aquí la interpretación matemática que procuraba de la realidad, aplicable inclusive a los seres vivos, pues concebía cuanto en ellos es puramente somático como procesos mecánicos con sólo accidentales interacciones de la sustancia pensante.

Este problema de la interacción entre la sustancia extensa y la sustancia pensante – problema candente cuando se lo reducía a los términos más dramáticos de alma y cuerpo – encontró distintas soluciones por entonces. Era una de las viejas cuestiones de la filosofía, y en cierto modo uno de los nudos de la oposición entre las tradiciones filosóficas sustentadas en Aristóteles y en Platón. A la solución monista de los filósofos italianos de la naturaleza opuso Descartes una solución dualista. Spinoza había de volver al monismo, pero los ocasionalistas contemporáneos de Descartes – Geulincx, Malebranche – trataron de hallar otra vía, afirmando una intervención ocasional de Dios en cada cambio; y Malebranche dedujo de la invariabilidad de las leyes de la naturaleza la inmutabilidad de la voluntad divina, susceptible de ser captada solamente a través de la lógica matemática.

Spinoza, por su parte, no necesitaba recurrir a esta explicación. Su identificación de Dios con la naturaleza le permitía explicar el orden que reinaba en ella y el riguroso determinismo que la presidía. Leibniz – cuyo Nuevo sistema de la naturaleza apareció en 1695 – rechazó el ocasionalismo tanto como el dualismo cartesiano. La sustancia no era para él extensión sino fuerza, y estaba caracterizada por el principio de continuidad, que expresó al afirmar que la naturaleza no da saltos. Veía la sustancia como sustancia individual, regida por un principio de finalidad – con el que superaba el puro mecanicismo propio de la sustancia concebida como meramente extensa – cuyo fundamento hallaba en Dios,  de quien afirmaba que

creó desde un principio el alma o cualquier otra unidad real de tal suerte que todo nazca en ella de su propio fondo, por perfecta espontaneidad con respecto a sí misma, y sin embargo, en perfecta conformidad con las cosas exteriores.

La sustancia, concebida como fuerza, se manifiesta como individual, y en cuando tal es diversa y está sometida a leyes racionales. Cada sustancia individual tiene una perfección que proviene de su irreductibilidad, pues constituye un todo indivisible, al que Leibniz – como Giordano Bruno – llamó una mónada. En su conjunto las mónadas, o unidades perceptivas, revelan una relación mutua, una armonía, que él calificó de preestablecida y explicó como derivada de la creación de Dios. Un mundo armónico, necesariamente armónico, parecía al filósofo “el mejor de los mundos posibles”.

La visión de la naturaleza propia del idealismo racionalista no difería sustancialmente de la que alcanzó el movimiento empirista originado en Inglaterra. También Bacon había partido de la base de que la naturaleza poseía un orden interno. Lo que parecía oponerse a su inmediato descubrimiento era su complejidad, su “sutileza”, pero el análisis metódico podía llegar a percibirlo, y el Nuevo Órgano, publicado en 1620, contenía las reglas para llevarlo a cabo.

Sólo cuerpos individuales veía Bacon en la naturaleza, en los que reconocía una forma y un conjunto de cualidades. “La forma de un objeto es el objeto mismo en sí, y el objeto difiere de la forma no de otro modo que lo aparente difiere de lo real”, decía. No hay sino un número limitado de formas, que se presentan a nuestros ojos como cualidades sensibles y que pueden combinarse de innumerables maneras. La naturaleza es, por eso, compleja y desconcertante, pero cognoscible finalmente si se logra conocer ese número restringido de formas. Y una vez conocido, es posible provocar la aparición de una cualidad en un cuerpo

Es ciencia imperfecta – dice Bacon en el Nuevo Órgano – la de aquel que conoce la causa de alguna naturaleza, como la de la blancura o la del calor, sólo en determinados sujetos; igualmente imperfecto es el poder de aquel que no puede producir en efecto sino sobre materias determinadas, entre las que son susceptibles. Pero el que no conoce más causas que la eficiente y la material, causas variables como son y no otra cosa que vehículos y causas que transmiten la forma en cierto cuerpos, ese tal puede llegar a nuevos descubrimientos en materia semejante hasta cierto punto a otra, y dispuesta de antemano: pero no será capaz de alterar las cosas límites que estén a más profundidad. Mientras que el que conoce las formas abarca la unidad de la naturaleza en materias las más desemejantes: y por tanto podrá descubrir y sacar a luz cosas que no hayan sido hechas hasta ahora y tales que ni las vicisitudes de la naturaleza, ni las industrias experimentales, ni la casualidad misma hubieran nunca llevado a realización, ni presentándose nunca a la imaginación humana. Así, pues, del descubrimiento de las formas deriva la contemplación verdadera y la aplicación libre.

Bacon coincidía con Hobbes en la concepción mecanicista, pero este último – cuyo Leviathan apareció en 1650 – extremó sus términos, inducido por su certidumbre de que el movimiento era la única realidad, la causa universal de todos los objetos. Las propiedades de éstos que él llama secundarias no existen en ellos mismos sino que son meros reflejos de la reacción que el movimiento suscita en nosotros, tal como sostendrá después Locke. El mundo de objetos se ordena, pues, dentro de un orden lógico cuya expresión es matemática. Pero Hobbes insiste en la corporalidad de toda la realidad, inclusive del espíritu, de donde resulta una concepción materialista análoga a la que sostenía Gassendi, con quien Hobbes estuvo en relación en París a través del círculo del padre Mersenne. Pero Gassendi apoyaba sus conclusiones en el propio Epicuro, en cuya atomística introducía sin embargo a Dios como regulador en las combinaciones de los elementos y de la formación de los cuerpos.

Tras las interpretaciones filosóficas de la naturaleza aparecidas en los siglos XVI y XVII es fácil ver la diversa influencia que ejercieron los diferentes avances del conocimiento científico. Pero es fácil ver también la imprecisión de las generalizaciones a que ese nuevo conjunto de conocimientos daba origen, acaso porque no era suficientemente rico todavía como para imponer una imagen diáfana de la realidad. Además se interponía aun entre la naturaleza y sus nuevas imágenes – tanto científicas como filosóficas – el grave problema de la legitimidad del conocimiento, tan grave, que el cauce principal de la reflexión filosófica fue por entonces precisamente de la gnoseología.

5

Para las nuevas perspectivas del saber, los métodos cognoscitivos elaborados sobre la base de la lógica aristotélica y mantenidos por la filosofía escolástica parecieron absolutamente ineficaces. El silogismo no es una vía adecuada para conquistar conocimiento nuevos, y fue rechazado por los hombres de ciencia. Copérnico, Tico Brahe, Kepler, Galileo, Newton utilizaron, en cambio, la observación directa y comenzaron a practicar la experimentación para repetir los procesos naturales a fin de comprobar si las conclusiones obtenidas por la observación se ajustaban a la realidad. Así se desarrolló un método empírico, que la filosofía trató de fundamentar y perfeccionar.

Bacon consideró que el problema primordial de la filosofía era proporcionar al saber científico el instrumento adecuado para su labor. Reconociendo que todo saber estaba guiado por una finalidad práctica, dio por admitido que debía basarse en la experiencia y desarrollarse a partir de los hechos particulares; así prefirió entre todos los métodos la inducción; y trabajando sobre ella, ideó lo que se ha llamado la inducción científica.

Su planteo metodológico parte del rechazo de la inducción por simple enumeración, pues advirtió el riesgo de error que entraña la aparición de un solo caso que se oponga a la inferencia positiva. Para evitarlo, propuso el uso de las “tablas de presencia, ausencia y grado”, basadas en la relación que él establecía entre la “forma” o condición esencial, y las “naturalezas” o propiedades de cada cuerpo; y para evitar los falsos conceptos, previno contra lo que llamó los “ídolos”, que no son sino las nociones falsas consagradas por la costumbre. Con tales recursos y tales recaudos, creía Bacon que podía llegarse a la inducción científica, a través de la cual se alcanzarían las leyes generales de uso práctico para poner la naturaleza al servicio del hombre.

También para Hobbes el objeto de la ciencia era alcanzar un sistema coherente de explicación de la naturaleza, en el que los fenómenos se enlazaran de manera casual. Para llegar a él, consideraba adecuadas las vías propuestas por la ciencia y analizadas por Bacon: la observación y la inducción; admitía, pues, que la experiencia era el punto de partida del conocer; pero – de acuerdo con Descartes – señalaba que los hechos de experiencia son fenómenos de la conciencia, que resultan de las alteraciones que produce en nuestro organismo la única propiedad que efectivamente reside en los cuerpos: el movimiento. Tales hechos de experiencia deben ordenarse dentro de un armazón lógico, cuyo modelo proveen la geometría y la mecánica.

Pero al finalizar el siglo XVII, Locke – cuyo Ensayo sobre el entendimiento humano apareció en 1690 – comenzó a socavar los cimientos de ese armazón lógico, negando resueltamente las ideas innatas que constituían el fundamento del sistema cartesiano. El alma – sostenía Locke – es una tabla rasa sobre la que la experiencia inscribe sus datos, desde los más simples hasta los más complejos, que son las nociones abstractas. Esa experiencia no conoce sino hechos individuales, y los conceptos a que llega el entendimiento no se relacionan con realidades sino simplemente con ideas. Locke, que por una parte afirmaba la existencia del mundo exterior al hombre y la posibilidad de su conocimiento aunque sólo por vía sensible, iniciaba con su teoría del conocimiento el camino hacia su negación.  El objeto del conocimiento era para él las ideas y tanto la verdad como el error se referían a ellas y no a la realidad. Es sabido que sus continuadores extremarán esa posición.

Algún tiempo antes de que Locke anunciara su doctrina, Descartes había echado las bases del idealismo racionalista. Para quien el pensamiento constituía la única realidad evidente, la realidad exterior, el mundo corpóreo – esto es, la naturaleza – no podía sobrepasar el nivel de una existencia sospechosa frente a la cual sólo cabía la “duda metódica”. Todo lo que puede saberse de ella a través de los datos de los sentidos no alcanza a constituir un conocimiento seguro, pues no es en última instancia sino el resultado de la modificación de la conciencia del justo consciente. Sólo la extensión de la sustancia puede conocerse con exactitud, porque ésta sí es propia del cuerpo; todo proceso físico no es, pues, para él sino consecuencia de las transformaciones de la extensión, de modo que no es, en última instancia, sino proceso mecánico, susceptible de ser conocido cuantitativamente por vía matemática.

Leibniz fue aún más allá en el desarrollo de la actitud idealista y sostuvo que la sustancia extensa no era una sustancia verdadera sino una simple idea derivada del pensamiento; la realidad corpórea, pues, no existía para él; pero como representación del pensamiento, el mundo corpóreo mostraba un comportamiento sujeto a leyes invariables que cada una de las mónadas percibía por sí, pero cuya correspondencia demostraba la existencia de una armonía preestablecida. El entendimiento llegaba a descubrir ciertas verdades necesarias – como las de la lógica o la geometría – que él llamaba “verdades de razón”, pero llegaba también a conocer ciertas verdades contingentes, referidas a hechos individuales, que constituían leyes aunque no pudiera demostrarse que fueran leyes necesarias, a las que llamaba “verdades de hecho”: tal las leyes físicas, por ejemplo. Estas verdades de hecho provienen de la experiencia, en tanto que las verdades de razón – sostenía Leibniz contradiciendo a Locke – son ideas innatas. Y la suprema aspiración del conocimiento será ampliar cada vez más el ámbito de las verdades de razón, demostrar la continuidad entre lo racional y lo real.

Así se constituyeron durante los siglos XVI y XVII los dos grandes sistemas de ideas acerca de cómo conocer la naturaleza.

El empirismo afirmó que sólo por la vía de la experiencia es posible el conocimiento, y que la función de la razón se circunscribe a relacionar entre sí los datos de la intuición sensible. El racionalismo, en cambio, sostuvo que el único conocimiento válido es el que proviene de la razón, puesto que sólo ella descubre la realidad esencial, negada al conocimiento sensible. Y las dos actitudes dialogaron sin descubrir sus propias limitaciones, extremando sus puntos de vista y afirmando una imagen de la naturaleza y una metafísica concordante con los supuestos de su propia actitud cognoscitiva.

6

También en la transcripción artística de la naturaleza aparecieron las diversas imágenes que se entrecruzaban en los espíritus por entonces. El mundo mágico que descubría la portentosa imaginación de Brueghel el Viejo, el pintor de las diablerías, vibraba en los relatos y consejas, formas literarias elementales pero que se alimentaban con la constante recreación nacida de la imaginación popular; y Shakespeare acentuó su poesía en La Tempestad y en el Sueño de una noche de verano. La idea cristiana del milagro sustentó también una imagen de la naturaleza que se proyectó en la plástica y en la literatura, y la tradición del prodigio pagano reapareció en La Fontaine, poeta y fabulista, al tiempo que Tirso de Molina recogía sus reminiscencias para describir sus Amazonas en las Indias. Era esta visión, en parte, fruto de la excitante presencia de la naturaleza americana, de la que viajeros y cronistas transmitían a Europa un recuerdo exaltado, gracias al cual pudo Vicente Espinel componer su “geografía fantástica”, en la Vida de Marcos de Obregón.

Entre todos, la más rica fuente de inspiración para construir una imagen sobrenatural de la naturaleza siguió siendo la que proporcionaba la tradición bíblico-cristiana. A veces, la evocación de lo sobrenatural contrastaba con un tratamiento que revelaba el vigor del sentimiento pagano; pero en ocasiones aun la vibración del color, del trazo o del vocablo no hacían sino subrayar la intensidad del sentimiento religioso. El delicado paisaje de Rafael o las poderosas representaciones de Miguel Ángel revelaban distintas actitudes frente al misterio de la creación, pero en ambos casos se descubría la presencia secreta de lo divino, trascendiendo la figura humana y la naturaleza en que lo humano se insertaba. Miguel Ángel transfirió al fresco la dura y avasalladora fuerza del Dios bíblico, y animó con místico furor la naturaleza del Juicio Final, en el que se anunciaba el barroco, con más depurado dramatismo pero no con menor intensidad que la que Grünewald pusiera en la expresión del sufrimiento humano.

En fray Luis de León y en San Juan de la Cruz, el orden de la naturaleza revelaba, como en Pascal, la sabiduría infinita del divino arquitecto, pero el fiat no sonaba en sus labios con la dureza que imprimía a su trazo el pintor de los frescos de la Capilla Sixtina.

´Oh bosques y espesuras,

plantadas por la mano del Amado,

oh prado de verduras,

de flores esmaltado,

decid si por vosotros ha pasado!

Tal era el reclamo de la Esposa en el Cántico espiritual de San Juan, segura de que lo creado no revelaba tanto el infinito poder como la infinita bondad. Pero a medida que se imponía en el orbe católico el espíritu tridentino, Tintoretto, Zurbarán y Rivera acentuarían los tonos dramáticos del contorno natural del hombre.

Para otros, empero, y aun para muchos que no se apartaban conscientemente de la concepción bíblico-cristiana, la naturaleza ofrecía la intensa atracción de un mundo de fenómenos infinitos y variados. Era un mundo que requería estudio, y Leonardo se situó frente a él seguro de que la pintura era una ciencia. Cada ser y cada una de sus partes merecía el cuidadoso análisis capaz de descubrir al artista las múltiples posibilidades de sus fisonomías. Y en innumerables dibujos, el pintor buscaba y descubría la riqueza plástica del pico del ave o del antebrazo musculoso, que luego insertaría en un armonioso conjunto de formas.

La forma, acentuada con preciso trazo primero, exaltada luego a través del color o del claroscuro, adquiría por sí misma un valor. Pertenecía a la naturaleza, y una vez descubierta proporcionaba un intenso goce. La sensualidad se aguzaba con su espectáculo y se centuplicaba cuando el espectáculo se transfería al lienzo, a la tela o al mármol a través de su recreación. Naturaleza era el desnudo y naturaleza era el paisaje, integrado en irreal y voluptuosa armonía en Tiziano o en Giogione; pero naturaleza era también la materia pictórica, el mármol o el bronce, que doblegaba su indiferente consistencia a la mano que le imprimía vida y sentido, por un proceso análogo al que utilizaba el inventor que encausaba las aguas del torrente para mover el molino o disponía los engranajes para echar a andar el reloj. Y la invención se tornaba fuente de goce estético y de goce intelectual, porque significaba dominio de la naturaleza a través del dominio de la materia.

Donde la naturaleza triunfaba plenamente era, sin duda, en el paisaje. Leonardo lo introducía a través de las ventanas de la Cena o como fondo del retrato de Monna Lisa, y no hubo pintor después que se sustrajera al encanto de un fondo de colinas, frondas y arroyuelos. Pero el paisaje, la naturaleza como armonioso conjunto de elementos seleccionados por el artista para comunicar determinada sensación, pasó a ser tema principal y exclusivo de la composición. Durero lo representó en sus acuarelas con la precisión de un avezado observador; Altdorfer, Brueghel, Quentin Massys y sobre todo Patinier acentuaron el análisis de la variedad de los elementos naturales y trataron de infundir al conjunto, con recursos plásticos, una vigorosa carga sentimental. Los venecianos mostraron, en cambio, más receptividad para el encanto cromático del paisaje, que vertían con riqueza y frescura; Giorgione, Tiziano, Veronés lo usaron como fondo para la figura humana, pero Bassano afirmó su autonomía, como lo harán decididamente los holandeses del siglo XVII, especialmente Ruysdael y Hobbema, en los que la visión de la naturaleza se filtra a través de una melancolía acaso descubierta en el paisaje mismo.

En ese camino hacia una progresiva reducción de la naturaleza a la imagen que el observador se hacía de ella habíase comenzado con la actitud idealista de los artistas de comienzos del siglo XVI, con los poetas como Garcilaso y Ronsard, con los pintores como Rafael, cuya preocupación consistía en embellecer sus modelos a la luz de un canon ideal, a la luz de “cierta idea”, como decía el propio Rafael. Por esa vía se penetró en el terreno de la deformación intencionada, como en Miguel Ángel y El Greco, pero ahora no para perfeccionar la belleza del modelo sino para tornar más expresiva y tocante la transcripción plástica de la naturaleza. Se anunciaba el barroco, dentro de cuyos cánones concebiría Calderón aquella variada adjudicación de atributos

a un cristal,

a un pez, a un bruto y a un ave

que ilumina el sobrio monólogo de Segismundo. El barroco, en efecto, repensó la naturaleza y persiguió su sustrato metafísico, aun a través de temas vulgares e intranscendentes, valiéndose en la pintura de una singular concepción del espacio –que conseguía no a través de la perspectiva sino de las impresiones de masas de color y del claroscuro– y de una acentuación de elementos sentimentales. La naturaleza aparecía repensada en Caravaggio y, de otra manera, ciertamente, en Rembrandt. También volvían a pensarla Poussin y Claudio de Lorena, ricos ambos de expresión panteísta, aunque el primero se ciñera más estrechamente a una concepción neoclásica que arrancaba de su geometrismo racionalista y buscara el segundo una expresión más romántica y objetiva.

Discurría por la plástica, como por la poesía, de los siglos XVI y XVII, la misma despierta curiosidad por la naturaleza que acuciaba al técnico, al científico y al filósofo. El hombre había descubierto su escenario, y mientras unos trataban de dominar sus íntimos mecanismos y otros comprender los secretos de su creación, procuraba al artista entenderlo a su manera y, sobre todo, gozar su perfección, mágica para unos, y para otros divina, o racional, o, simplemente, natural.  “Dios, o sea la naturaleza”, había dicho Spinoza. Y en esta equivalencia vagamente entendida se expresaba la incertidumbre de una busca que concluyó muchas veces en los más maravillosos hallazgos.

E- La imagen de la realidad social.

Los hechos mismos empujaron por entonces al hombre a reflexionar acerca de la realidad social con urgente desvelo. Acaso no fueron los conflictos que se sucedieron desde principios del siglo XVI más graves en apariencia que otros que se habían desencadenado antes. Pero a partir de entonces pusieron al descubierto, al estallar, la magnitud de los problemas que estaban en juego, y fue inútil – aunque no faltó quien lo intentara – disimular su verdadero alcance.

La renovación de los cuadros sociales, los nuevos intereses económicos, dentro y fuera de las fronteras de los estados, y sobre todo las guerras de religión con sus varias y entremezcladas proyecciones hacia diversos campos, suscitaron la preocupación alrededor de los fundamentos del orden social y condujeron al examen de las opiniones vigentes acerca de su validez. Tal situación no era absolutamente nueva. Desde el siglo XIV por los menos señalaban algunos espíritus avizores el limitado alcance de las tesis tradicionales y su escasa eficacia para comprender y conducir la vida social. Pero hubo una marcada obstinación en conformarse con ciertas ideas acerca de lo que debía ser el orden de la convivencia, sin arriesgar las miradas hacia lo que efectivamente era. Sólo pausadamente se acrecentó la curiosidad por conocer de cerca los mecanismos interiores de la sociedad y de la política, sus motivaciones inmediatas, sus fundamentos ocultos y perdurables. También apareció pausadamente la audacia necesaria para oponer a aquellas tesis tradicionales algunas ideas nuevas que las negaban de manera mediata o inmediata. Pero las circunstancias favorecieron, a partir de cierto momento, la abierta dilucidación del problema, a través de tesis polémicas estrechamente relacionadas y comprometidas con situaciones reales.

Como en las querellas medievales entre el poder eclesiástico y el poder civil, se desarrollaron sobre todo al calor de las guerras de religión las nuevas corrientes de ideas acerca del problema del Estado, entendido con tal amplitud que entrañaba expresa o implícitamente todo el problema de la realidad social. El pensamiento teórico se escudó tras las situaciones de beligerancia, y encadenado en la polémica, se arriesgó en ocasiones a desembozarse y a exhibir sus últimos secretos; pero con más frecuencia se detuvo allí donde el problema en discusión hallaba sus límites, acaso temeroso de las consecuencias prácticas y teóricas, remotas o inmediatas de su descubrimiento. El ejercicio crítico hería los fundamentos trascendentales del orden social, y solía suscitar la duda acerca de los riesgos y las ventajas de destruir sin ofrecer en cambio un sistema de ideas que proporcionaran una garantía segura para la subsistencia del orden social. Si algunas tesis se juzgaban valiosas para defender cierta causa, su alcance solía amenguarse si se descubría que, extremadas, conducían a debilitar otras posiciones además de la que constituía el objeto específico del embate teórico. Por eso al lado de algunas audacias se desarrollaron muchas prudencias, acaso estimuladas por dudas profundas unas veces, y seguramente por agudos temores otras.

Pero la presión de los hechos sobre las concepciones tradicionales fue demasiado enérgica para que no se resistieran. Quienes pretendieron defenderlas tuvieron que adoptar una posición abiertamente polémica y agresiva, pues necesitaban negar las evidencias que los hechos descubrían inequívocamente; y atendiéndose a los hechos, se pudieron formular, en cambio, hipótesis nuevas relacionadas con las nuevas experiencias y destinadas a proveerlas, tarde o temprano, de una explicación eficaz.

Nuevos hechos producíanse desde mucho tiempo atrás en los estados italianos y su observación había desarrollado ya un franco escepticismo acerca de las opiniones ortodoxas en relación con la vida social y política. Las convulsiones sociales ya seculares en algunos de ellos se complicaron desde las postrimerías del siglo XV con las invasiones extranjeras; la política del papado y de los señores, así como la de los grupos favorecidos u hostilizados por las fuerzas invasoras, desembocó en una desembozada lucha por el poder y por las ventajas económicas conducida por el más crudo realismo, que se desarrolló en una atmósfera ya teñida de sensualidad. El extraño experimento político de Savonarola probó que, en aquel ambiente al menos, su apelación a los principios tradicionales era infructuosa, y tocó a Maquiavelo invertir los términos del planteo de aquel a quien llamó “el profeta inerme”: así se inició un camino del pensamiento destinado a satisfacer a muchos espíritus.

Más graves consecuencias aun tuvieron en el plano de las ideas los sucesos relacionados con los conflictos religiosos. En Alemania, Lutero y los príncipes protestantes por una parte, y el emperador y los católicos por otra, se vieron obligados a corregir más de una vez sus principios políticos sin que les alarmara contradecirse. La polémica exigía coherencia, pero los hechos obligaron en alguna ocasión a sacrificar la coherencia por la eficacia. Las relaciones entre los súbditos y el soberano debieron contemplarse de allí en adelante bajo una nueva luz, pues alteraba ahora el vínculo recíproco cierto desdoblamiento del individuo, concebido simultáneamente como sujeto de deberes políticos y entes de conciencia religiosa. El ámbito de lo religioso y el de lo social comenzaron a separarse, pero como habían estado unidos, fue necesario reajustar las nociones que servían de fundamento a las relaciones entre individuos. El proceso se fue acentuando y adquirió mayor gravedad allí donde los protestantes luchaban contra una monarquía católica o donde los católicos se enfrentaban con una monarquía protestante. La diversidad de las sectas complicó aun más el problema y contribuyó a poner al desnudo la especificidad del problema político. En los Países Bajos y en Inglaterra fue donde se comenzaron a acuñar las fórmulas que debían aplicarse a las nuevas situaciones.

Una vez más, empero, pareció que las turbulencias de la vida política destruían cierto orden creado por la sabiduría divina, y se juzgó que cuanto ocurría revelaba el camino torcido que el hombre se empeña en seguir. Carlos V abrigó esa convicción y dispuso su política para que sirviera a la restauración del orden viejo, de aquel presunto orden medieval que habría asegurado la concordia y del que se decía que había logrado someter las pasiones a los principios de la virtud. Frente a los términos en que Maquiavelo concebía el poder, desarrollaba fray Antonio Guevara, predicador y cronista del emperador, su pensamiento político en el Reloj de Príncipes:

Tengan una cosa por cierta los príncipes, que el amor del pueblo y la libertad de su oficio no la han de ganar o sustentar con armas derramadas por la tierra, sino con muchas virtudes juntas en su persona. Por cierto, más naciones subjetóOctavio por la fama de sus virtudes que no Cayo, su tío, con el estrépito de muchas gentes. A un príncipe virtuoso todo el mundo se le rinde, y a un príncipe vicioso parece que la tierra se le levanta. La virtud es alcázar que nunca se toma, río que no se vadea, mar que no se navega, fuego que nunca se amata, tesoro que nunca se acaba, ejército que nunca se vence, carga que nunca se cansa, espía que siempre torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente, socrocio que presto sana y fama que nunca perece.

¡Oh, hijo, si supieses qué cosa es ser bueno, y cuán bueno serías! Siendo virtuoso, a los dioses harás servicio, a ti darás buena fama, en los tuyos pondrás placer, en los extraños engendrarás amor, y finalmente, todo el mundo te tendrá amor, y temor. Acuérdome que en los Anales de la guerra Tarentina hallé que el muy famoso Pirro, rey de los epirotas, traía en un anillo estas palabras que decían: “Al virtuoso poca paga le es ser señor de toda la tierra, y al vicioso poco castigo le es quitarle la vida”. Por cierto fue sentencia digna de tal varón. ¿Qué cosa tan difícil puede ser para un virtuoso que comenzada no espere haber en ella buena salida? Miento si no vi en diversas partes de mi imperio muchos hombres muy obscuros por la fama, muy bajos por la hacienda, muy ignotos por la sangre, emprender tan grandes cosas que me parecía a mí temeridad comenzarlas, y después sólo con las alas de la virtud dar famoso fin a ellas. Por los dioses inmortales te juro, y así Júpiter me lleve a su casa, y a ti, hijo, confirme en la mía si no vi a un hortelano y a un ollero en Roma, que sólo con ser virtuosos fueron causa de echar del Senado a diez senadores viciosos, y la primera ocasión fue, que al uno unas ollas, y al otro unas moras no quisieron pagar. Dígolo, hijo, porque el vicio al osado desmaya, y la virtud al desmayado es fuerza. De dos cosas me he guardado en mi vida y son: no pleitear contra clara justicia, y no me tomar con persona virtuosa; porque con la virtud se sustentan los dioses, y con la justicia se gobiernan las gentes.”

Palabras semejantes usó Carlos V y en alguno de sus discursos, como ha señalado Menéndez Pidal, bajo la inspiración de Guevara y en contra del realismo moderno que pretendía sugerirle su consejero Mercurio Gatinara. El imperio cristiano debía tener como meta la virtud y estar animado por el espíritu – medieval e hispánico – de cruzada. Y en esta lucha consumió Carlos V su existencia, abdicando al fin como si declarara su impotencia frente a los molinos de viento que se había propuesto destruir.

Su plan había chochado con una realidad ya incoercible, con la política de la razón de Estado, con el triunfante espíritu profano que arrastraba a la política para encerrarla dentro de límites terrenales; y aunque los ejércitos imperiales mostraran su eficacia en los campos de batalla y el emperador mismo traicionara en ocasiones sus más caras ideas, la inspiración medieval de su política imperial, orientada hacia la defensa de la ortodoxia, condenaba a la impotencia un esfuerzo que no hallaba claramente localizados sus objetivos en la atmósfera de su contorno.

Pero no sólo la defensa de la idea de imperio cristiano revelaba la persistencia de las concepciones tradicionales. Tras los tumultuosos episodios de Italia y de Alemania, y a pesar de ellos, pareció necesario a algunos y conveniente a otros afirmar el origen divino del poder real. Volviendo a las inspiraciones testamentarias, que la reflexión política había comenzado a abandonar, Lutero refirmó el principio del origen sagrado del Estado y de la necesaria obediencia del súbdito al poder constituido. Lo impulsaban sin duda sus fuentes y la tradición medieval a la que se acogía, pero acaso contribuyeron a afirmar sus opiniones las experiencias suscitadas por las rebeliones de campesinos y la necesidad de robustecer la autoridad de los príncipes protestantes que lo apoyaban. Del mismo modo defendió en Francia el origen divino del poder el grupo de los políticos, con argumentos modernos y compatibles con su inspiración maquiavélica, pero forzados por la peculiar coyuntura en que se encontraban mientras trataban de defender el derecho al trono del hugonote Enrique de Navarra.

En Inglaterra, las opiniones de los políticos franceses ejercieron considerable influencia, especialmente a través de los católicos escoceses que se refugiaron en Francia huyendo de la hegemonía calvinista, en particular Guillermo Barclay y Adam Blackwood. También ellos sostuvieron la necesidad de una autoridad absoluta de los reyes, y coincidieron en suscribir la teoría del origen divino de su poder. Bajo la presión de esas ideas y justificando las suyas propias, sostuvo Jacobo I de Inglaterra aquellos principios en obras diversas, y en discursos públicos como el que pronunció en Whitehall el 21 de marzo de 1609, en el que dijo:

La monarquía es la cosa más alta sobre la tierra; porque los reyes no son solamente lugartenientes de Dios sobre la tierra y se sientan en el trono de Dios, sino que son llamados Dioses por Dios mismo. Hay tres principales similitudes que ilustran la situación de la monarquía; una sacada de la palabra de Dios y las otras dos del campo de la política y la filosofía. En las Escrituras, los reyes son llamados Dioses, y su poder comparado en cierto modo con el poder divino. Los reyes son comparados también a los padres de familia: porque un rey es verdaderamente padre de la patria, el padre político de su pueblo. Y finalmente, los reyes son comparados con la cabeza de ese microcosmos que es el cuerpo del hombre.

Los reyes son justamente llamados dioses porque ejercen sobre la tierra un poder que se parece al poder divino. Porque si se consideran los atributos de Dios, se ve que corresponden a los del rey. Dios tiene el poder de crear o destruir, hacer o deshacer a su arbitrio, dar vida o enviar a la muerte, juzgar a todos y no ser juzgados por nadie ni ser responsable ante nadie.

Medio siglo más tarde Luis XIV de Francia escribirá palabras semejantes, y se llamará a sí mismo en sus Memorias “lugarteniente de Dios”; el obispo Laud y Roberto Filmer acometieron de nuevo la defensa de la idea, y Bossuet coronó tardíamente el edificio en su Política sacada de las Santas Escrituras. Con mayor o menor decisión se intentaba así restaurar el vigor de una concepción tradicional que el contexto del pensamiento contemporáneo tendía a rechazar.

Los hechos suscitaban, por su parte, en ciertas mentes despiertas nuevas opiniones acerca de su propio encadenamiento interno. Desiderio Erasmo y Tomás Moro llamaron la atención acerca de ciertas formas de la realidad social que excedían los cuadros establecidos por las concepciones tradicionales o insinuaban ya la exigencia de un nuevo planteo. Pero fue Maquiavelo quien se atrevió a dejarse conducir por la experiencia para determinar objetivamente el ser de lo social con prescindencia de su deber ser.

El espíritu profano cobraba una nueva victoria. Abandonando el método de postular a priori las reglas de la conducta frente a la sociedad, Maquiavelo procuró acotar los límites de la política y fijar sus propios fines, con prescindencia de los que pretendía prestarle la teología o la reflexión moral. La vida social pareció mostrarle los secretos de su lógica interna, que él interpretó como una lógica estrictamente humana, y procuró elaborar intelectualmente esos datos para fijarlos dentro de un esquema natural.

Su método consistió en extraer los datos acerca de la vida social del material de la historia. Guicciardini y Paolo Paruta lo adoptaron, como haría más tarde Juan Bodin. Su distinción fundamental entre la política y la moral fue defendida por Scioppius en su Paedia politices, en la que extremaba el hedonismo naturalista de Maquiavelo, y es indudable que fue adoptada por Richelieu. Las críticas que suscitó fueron numerosas, pero el camino quedó abierto y lo frecuentaron quienes comenzaron a esforzarse por establecer una fundamentación positiva del orden político. Otros buscaron una fundamentación natural del orden social: es bien sabido que ese problema preocupó intensamente al pensamiento político del siglo XVII y constituye el tema radical de Hobbes, de Spinoza y de Locke.

2

Suscitada por el estímulo de los conflictos religiosos y políticos, la reflexión acerca de la naturaleza de la vida social se fijó preferentemente en el problema de la relación entre gobernantes y gobernados. En última instancia, la cuestión radicaba en saber si los títulos que fundamentaban el poder político eran suficientes para forzar las conciencias; de aquí se derivaban diversas cuestiones: si el súbdito abrazaba la totalidad de la personalidad del hombre o si dejaba fuera ciertas zonas de su conciencia; si el Estado tenía formas inmutables y, en caso de no tenerlas, qué instancias había por encima de él; si alguien podía arrogarse la consustanciación con la soberanía.

Tales cuestiones conducían a plantear el interrogante acerca de las formas elementales de la vida social. La pregunta era inusitada y difícil de contestar. Pero las exigencias de la polémica señalaron algunos caminos por los que pudo llegarse a algunas respuestas.

Para los protestantes, el Estado siguió siendo una institución divina – según los textos testamentarios – y en consecuencia inmutable. Así al menos lo entendió Lutero, que condenaba las pretensiones de los campesinos y execraba la insurrección:

La insurrección no es buena de ninguna manera y jamás conduce al mejoramiento que se busca por ella. La insurrección no tiene discernimiento y de ordinario golpea más a los inocentes que a los culpables. Tampoco es justa la revuelta, aunque lo sea el motivo. Produce más mal que bien; como dice el proverbio, el mal produce lo peor. La autoridad y la espada, dice San Pablo (Rom.), han sido instituidas para castigar a los malvados y proteger a los buenos, e impedir la revuelta. 

Y respondiendo a las exigencias de los paisanos, les decía: “Cesad de hablar de derecho cristiano; decid más bien que es el derecho natural, el derecho humano, lo que reivindicáis.”

Esa institución divina del Estado no dejaba resquicios para pensar en una organización social previa al Estado. Melanchton desarrollaría esa idea afirmando que los gobiernos son obra de Dios como la sucesión de las estaciones, y apelaría a la cita bíblica para fundamentar el principio de que los reyes reinan por la autoridad de Dios. El orden divino se trasunta en el gobierno civil, cuyo nervio – dice – “es el suplicio capital”, tal como la prescribe el mandato de Dios a Noé.

En el cuadro del pensamiento social, esta noción de que en el principio fue el Estado significaba en los albores de la Segunda Edad una supervivencia de la primera, mantenida por el espíritu del Antiguo Testamento. Pero junto a ella otras nociones se insinuaban. Si era menester fortalecer el Estado, parecía necesario buscar su robustecimiento a través de otras vías; quienes no se satisfacían con la afirmación dogmática trataron de hallar una explicación de su origen en el desarrollo histórico o en el orden de la naturaleza. Unos y otros establecieron que su existencia reconocía un momento de decisión y establecimiento, previo al cual la vida social tenía ciertas características que impulsaban, de uno u otro modo, a su instauración.

Juan Bodin, y en general el grupo de los políticos, vieron en la organización de la familia la forma elemental y el modelo de toda convivencia. Dentro de ella, la autoridad paterna posee una fundamentación natural, y a su imagen se constituye la autoridad pública, a la que Bodin concede carácter despótico. Más adelante, Roberto Filmer extremó esa opinión y sostuvo que el poder político provenía del de los patriarcas, que a su vez lo habían recibido por herencia del primer padre, Adán. De ese modo se hacía coincidir también el Estado con los orígenes de la vida social, pero se fundaba su autoridad en una relación natural, descubierta a través del examen de la tradición histórica.

En cambio, por la vía de la especulación racional se llegó a la postulación de una etapa social previa a la existencia del  Estado, durante la cual la humanidad habría vivido en lo que se dio en llamar el “estado de naturaleza”. Por diversas razones acudieron a esta hipótesis muchos teóricos de la política, pero no todos coincidieron en la asignación de los caracteres que habría tenido aquella edad.

Para algunos tratadistas católicos, y especialmente el padre Mariana, el estado de naturaleza había sido una era feliz en la que el hombre vivía virtuosamente sin conocer la ambición, la envidia, la codicia ni todas las otras pasiones qué, a su juicio, corrompieron la sociedad política. Por distintas razones coincidió con el teólogo católico el autor de la Vindiciae contra Tyrannos, panfleto de origen protestante en el que se sostenía que la humanidad había vivido en un principio en estado de naturaleza y dentro de un régimen de plena libertad. La misma idea fue sostenida por Hooker, por Grocio y más tarde por Locke, que comenzaba su Tratado del gobierno civil con estas palabras:

Para comprender perfectamente en qué consiste el poder político y conocer su verdadero origen, es preciso considerar el estado en que todos los hombres se hallan naturalmente. Este es el de absoluta libertad, en el cual sin anuencia de nadie y sin ninguna dependencia de voluntad ajena, se puede hacer lo que se quiera, y disponer de personas y bienes según mejor parezca, con la restricción de contenerse siempre en los límites de la ley natural.

Este es también un estado de igualdad: de modo que todo poder y jurisdicción son recíprocos por la razón de que ningún hombre puede tener más que otro, siendo evidentísimo que criaturas de una misma especie y orden, que han nacido sin distinción, que tienen igual parte a los beneficios de la naturaleza y que poseen  las mismas facultades, deben asimismo ser iguales entre sí, sin ninguna subordinación ni sujeción, a menos que el Señor y Dueño de estos seres no haya, por alguna declaración manifiesta de su voluntad, establecido preferencia de unos respecto a los otros, y no haya conferido por un incontrastable y claro ordenamiento en derecho irrefragable a la dominación y a la soberanía.

Pero la concepción idílica del estado de naturaleza no fue la única. Otros pensadores llegaron, también por vía especulativa, a imaginarlo como una era de barbarie, en el que los hombres vivían sin leyes, como afirmó Jorge Buchanan en su De jure regni apud Scotos. Extremaron esta tesis, desarrollándola con gran profundidad, Tomas Hobbes en el Leviathan y Samuel Pufendorf en De jure naturae et gentium. Sostenía el primero que todos los hombres son iguales y que, por ello, tienen todos iguales derechos sobre todas las cosas.  De esas circunstancias nace la guerra, por lo cual afirmaba Hobbes que el estado de naturaleza era un “estado de guerra de todos contra todos”. Igualmente sostenía Pufendorf que en el estado de naturaleza predominaba el egoísmo, y que los hombres vivían entonces sometidos a sus instintos.

Tales doctrinas implicaban una cierta posición política o, mejor dicho, fueron propuestas para servir de base a determinadas posiciones políticas.

3

En última instancia, el hecho fundamental de la evolución del pensamiento político moderno es la certidumbre que arraigó en ciertos grupos de que el fundamento teológico del poder era ya insuficiente. Sin embargo, fue mantenido y reiteradamente proclamado, hasta recibir con Bossuet una nueva formulación. Bodin mismo apeló a él como último argumento, pero buscando instancias intermedias que constituyeran explicaciones suficientes dentro del espíritu del tiempo.

Maquiavelo y Bodin coinciden en la preocupación por hallar en la historia los secretos de la constitución del poder político. Con una actitud que será luego muy característica de la época, Maquiavelo se despreocupa del problema del último fundamento y se detiene en la consideración de los orígenes reales de los estados históricos. Piensa así en principados hereditarios y en principados nuevos logrados por conquista, y sobre las características de ellos razona y argumenta. Bodin, por su parte, piensa en la conquista como mecanismo normal en la constitución de los estados, y hace derivar las clases sociales de la diferenciación entre los vencedores y los vencidos. Pero la hipótesis más característica es la del pacto social, vieja idea que adquirió renovado vigor.

La marcha hacia el absolutismo que venía insinuándose desde mucho tiempo atrás, desencadenó en el siglo XVI la preocupación por hallar un límite legítimo y racional al poder de los príncipes, sobre todo cuando el poder político interfirió con el ámbito de las creencias. La idea de una ley natural, que se afianzaba en el campo del pensamiento filosófico, resultó eficaz para ese fin y cobró un enorme valor en el terreno jurídico político, pues fundamentó la existencia de un área inalcanzable para el poder político y en consecuencia un principio de contención para su ejercicio. Si el poder político tenía validez, comenzó a pensarse que era en virtud de un pacto establecido entre los hombres, quienes cedían de cierta manera sus derechos para que el poder político regulara sus relaciones.

La teoría del contrato social fue elaborándose poco a poco. Las fuentes clásicas y las Escrituras proveían abundantes materiales, y los jesuitas los utilizaron para oponerse a la autoridad de los reyes absolutos, sosteniendo que la autoridad residía en última instancia en el pueblo y que sólo se transfería al monarca mediante un pacto. Buchanan, Hooker y Altusio analizaron y fundamentaron esta idea, buscando siempre las bases naturales de las relaciones entre gobernados y gobernantes, con vistas a limitar la autoridad de los últimos en alguna medida. Pero fue sobre todo con Hobbes con quien la doctrina del contrato social adquirió consistencia.

Hobbes, que pensaba que el estado de naturaleza se caracterizaba por la lucha de todos contra todos, sostuvo que la sociedad civil nace a partir de un contrato de los individuos entre sí, mediante el cual la multitud se transforma en una sola persona, a la que corresponde llamar Leviathan, el Estado: sólo entonces nace la sociedad civil, y en consecuencia sólo en el estado reside la autoridad, delegada por los individuos. El Estado – cualquiera que sea la forma como se gobierne – queda así transformado en Estado absoluto.

Para Hobbes, los fundamentos del pacto social descansan en bases racionales; el poder que surge de él recibe todos los derechos, especialmente los de dictar las leyes, asegurar la propiedad y, a su vez, limitarla, tolerar o no las opiniones, decretar la guerra, organizar la administración. Sólo escasos derechos conserva el individuo: los que son otorgados por la ley, o los que la ley no prohíbe, o los que provienen de la ley natural.

Mediante el pacto social cesa el estado de naturaleza, y con él la situación conflictual que lo caracteriza en su opinión. Si los individuos consienten en  la cesión de sus derechos, es porque aspiran a la paz; y una vez cedidos y transferidos al Estado, no pueden reivindicarlos sin amenazar la paz, lo cual es contra el interés común, y en consecuencia condenable. La anarquía es el mayor peligro y el orden civil, sin ser de por sí un bien, es necesario para la coexistencia humana.

Samuel Pufendorf partió también en principio de una concepción pesimista del estado de naturaleza, pero sostuvo que el pacto social es el resultado de un instinto de sociabilidad. A diferencia de Hobbes, el pensador alemán distinguió dos pactos: uno por el que se constituye el Estado y otro por el cual se delega la soberanía dentro de ciertos límites. Su pensamiento seguía en general las doctrinas de Grocio y se acercaba al de Locke en ciertos puntos. Pero Locke partía de una concepción diferente del estado de naturaleza, que concebía como un orden regido por el derecho natural. Sólo los inconvenientes para asegurar la justicia y defender los derechos individuales hacen necesario el pacto social, mediante el cual, según Locke, se delega una parte del derecho individual.

Cualquiera que sale del estado de naturaleza para entrar en sociedad debe ser considerado como habiendo delegado todo el poder necesario a los fines para los cuales se ha reunido entre las manos del mayor número de sus miembros, no siendo que los que se han juntado para componer un cuerpo político hayan convenido expresamente, que este número fuera determinadamente mayor. El que se ha adherido a una sociedad ha entregado y dado este poder sólo con el simple consentimiento de su unión, la cual contiene en sí misma toda la convención que debe estar, o está, formada entre particulares que se reúnen para formar comunidad. Esto es tan cierto que lo que ha dado nacimiento a una sociedad política y la ha establecido, no es otra cosa que el consentimiento de un cierto número de hombres libres que pueden ser representados por su mayor número: esto, y esto únicamente, es lo que puede haber dado principio en el mundo a un gobierno legítimo.

El pacto así concebido no impone la enajenación definitiva del derecho individual; por el contrario, la delegación puede ser anulada. Spinoza señalaba en el Tratado Teológico-Político que, si en la práctica, se cumple la renuncia del derecho individual, desde el punto de vista doctrinario el tema será necesariamente cuestionado.

Por lo demás, si los hombres pudiesen perder sus derechos naturales hasta el punto de encontrarse en una impotencia absoluta para oponerse a la voluntad del soberano, ¿no sería lícito al gobierno oprimir impunemente y agobiar con sus violencias a los indefensos súbditos? Pero éste es un derecho que nadie ha soñado en concederle. Así, pues, preciso es convenir en que cada uno se reserva pleno poder en determinadas cosas que escapan a las decisiones del gobierno, no dependiendo sino de la propia voluntad del ciudadano.

4

De estas distintas concepciones del alcance del contrato social derivaron lógicamente distintos planteos de las formas de gobierno, aunque en realidad se plantearon éstas primeramente en los lados y buscaron justificación luego. Si la monarquía absoluta se constituía vigorosamente apoyada en las nuevas formas económicas, sus fundamentos tradicionales de orden teológico no parecían suficientes, y aunque se los refirmara ocasionalmente, parecía necesario fortalecerlos o suplantarlos. De la doctrina de Hobbes se desprendía un fundamento racional del absolutismo, peculiaridad que él asignaba al Estado cualquiera sea la forma que adopte, pues la voluntad del Estado es “equivalente a todas las voluntades individuales”. Los individuos enajenan – y no delegan – sus derechos. De modo que el agente del poder civil – asamblea o monarca – posee una autoridad sin límites y por encima de toda discusión o responsabilidad ante los individuos. Con este pensamiento, Hobbes apoyaba la posición de los realistas ingleses; pero sus proposiciones sirvieron más a Cromwell que a la monarquía, pues ésta siguió prefiriendo la tesis del derecho divino.

De todos modos, dentro de la experiencia y las posibilidades de la época, el pensamiento de Hobbes parecía desembocar en una teoría de la monarquía absoluta. Quienes luchaban contra esa solución política podían optar entre la monarquía limitada y la república; y a cada una de estas correspondía una interpretación del sistema de las relaciones entre gobernantes y gobernados. La monarquía limitada logró fijar sus caracteres en Inglaterra después de la expulsión de Jacobo II. El Bill de derechos de 1688, redactado al ascender al trono María y Guillermo II, declaraba en su segunda parte:

Así, pues, los mencionados Lores espirituales y temporales, y los individuos de las Cámaras de los Comunes, reunidos en la actualidad, y que a consecuencia de sus respectivos poderes y elecciones, constituyen plena y libremente el Cuerpo representativo de la Nación, tomando en consideración los medios mejores para conseguir el indicado objeto, que no es otro que garantizar y asegurar, para lo sucesivo, sus antiguos derechos y libertades, declaran desde luego lo siguiente, como hacían sus antepasados en idénticas circunstancias:

  1. Que es ilegal la facultad que se atribuye la autoridad real para suspender las leyes o su cumplimiento.
  2. Que asimismo, es ilegal la facultad que se atribuye la autoridad real, para dispensar las leyes o su cumplimento, como anteriormente se ha verificado, por medio de una usurpación notoria.
  3. Que tanto la comisión para erigir el último tribunal de las causas eclesiásticas, como cualquiera otra con tendencias análogas, son ilegales y perniciosas.
  4. Que es ilegal toda cobranza de impuestos para uso de la Corona sin el concurso del Parlamento, o en época y modo diferentes de los señalados por el mismo.
  5. Que los súbditos tienen el derecho de presentar peticiones al Rey, siendo ilegales las prisiones y vejaciones de cualquiera especie que sufran por esta causa.
  6. Que el acto de levantar y mantener dentro del país un ejército en tiempo de paz, es contrario a la ley si no le precede la autorización del Parlamento.
  7. Que los súbditos protestantes pueden tener para su defensa las armas ajustadas a su condición, y permitidas por la ley.
  8. Que deben ser libres las elecciones de los individuos del Parlamento.
  9. Que los discursos pronunciados en los debates del Parlamento no deben ser examinados sino por éste mismo, y no en otro tribunal o sitio alguno.
  10.  Que no se exigirán fianzas exorbitantes, impuestos excesivos, ni se impondrán penas demasiado severas.
  11.  Que los jurados deben ser elegidos con imparcialidad, sin que puedan serlo más que los individuos de la Cámara de los Comunes, en los procesos por delitos de lesa majestad.
  12.  Que son contrarias a las leyes, y por lo tanto nulas, todas las concesiones o promesas de dar a otros los bienes confiscados a personas acusadas, antes de hallarse convictas.
  13.  Que es indispensable convocar con frecuencia los parlamentos para satisfacer los agravios, así como para corregir y sostener las leyes.

El documento, estrechamente vinculado con la situación de hecho creada por el intento absolutista de los Estuardos, consagraba la validez de la teoría del origen contractual del Estado y establecía, a partir de ese principio, restricciones concretas al ejercicio de la autoridad real, frente a la cual la del parlamento se consagraba como eminente. Locke lo declararía luego explícitamente:

Este poder legislativo no sólo es el supremo del Estado, sino que aún es sagrado, y no puede ser arrebatado a los que lo han recibido. No hay edicto cualquiera que sea, y sea cual fuere el modo en que esté concebido, o el poder que lo sostenga, que sea legítimo y tenga fuerza de ley si no ha sido hecho y dado por esta autoridad legislativa que la sociedad ha escogido y establecido: si no fuera así la ley no tendría lo que le es absolutamente necesario: a saber, el consentimiento de la sociedad, a la cual nadie tiene derecho de proponer la observancia de leyes, sino en virtud del consentimiento de esta sociedad, y, en consecuencia, del poder que le concedió.

En rigor, la monarquía parlamentaria y limitada fue no sólo la forma extrema que pudo concebirse en esta época sino que era también la que correspondía exactamente al sistema de ideas preponderante. Los políticos antimonárquicos del siglo XVI lo fueron sobre todo porque, recogiendo la tradición de los Estados generales y la inspiración del movimiento conciliar, abogaron por una reducción del poder real, esto es, por una monarquía limitada. En Inglaterra, después de la deposición de Carlos I, se estableció un sistema de gobierno que pretendía ser republicano, y algunos de sus fundamentos recordaban esa tendencia. Pero en los hechos el régimen se hizo dictatorial, lo que indujo a suponer que era estéril intentar el paso de la monarquía a la república. Así lo entendió Spinoza:

Hay de esto un funesto ejemplo en el pueblo inglés, que se ve obligado a dar a la muerte de un rey las apariencias de justicia. Muerto el rey, fue preciso cambiar, al menos, la forma de gobierno; pero después de haber corrido por doquiera arroyos de sangre, nada se pudo hacer mejor que saludar bajo otro nombre, a un nuevo monarca (¡Cómo si fuese todo cuestión de nombre!) que no podía mantenerse en el trono sino destruyendo hasta sus últimos retoños la raza real, persiguiendo a los ciudadanos, amigos o sospechosos de adictos al rey; y haciendo la guerra para evitar el espíritu de oposición que hace nacer la paz, a fin de que el pueblo, ocupado con los nuevos sucesos, olvidase las sangrientas ejecuciones que habían destruido a la real familia.

Así, la nación advirtió, pero muy tarde, que no había hecho otra cosa por la salud de la patria que violar los derechos de un rey legítimo y cambiar el estado de las cosas por otro peor, resolvió, pues, retroceder y no descansar hasta volver todo a su estado primitivo.

Milton trató de echar las bases de un sistema republicano en su obra The ready and easy way to establish a free Commonwealth, publicado en 1660 e inspirado por el fracaso del Protectorado para hallar una fórmula política que evitara el retorno a la monarquía; pero cayó en una solución aristocrática que, por lo demás, careció de trascendencia. La enseñanza que dejó el experimento inglés fue que la república sólo era posible allí donde no había habido nunca monarquía, como era el caso de las Provincias Unidas en opinión de Spinoza:

En lo que concierne a los Estados confederados de Holanda, nunca tuvieron reyes, que sepamos, sino condes, a los cuales jamás se confirió el derecho soberano. En efecto, en vista del gran poderío de los Estados confederados de Holanda del tiempo del conde de Leicester, es lícito inducir que se reservaron siempre, con el derecho de recordar a los su deber, el poder de defender este derecho, así como la libertad de los ciudadanos, y si los condes degeneraban en tiranos, el de tomar de ellos venganza.

Y por último, el de moderar tan bien su poder que no pudiesen hacer cosa alguna sino con el permiso aprobación de los Estados confederados. De donde resulta que perteneció siempre a los Estados el poder y la majestad suprema que el último conde se esforzó en usurpar; y en cuanto han abandonado su autoridad soberana, han colocado al imperio en la pendiente de su ruina. Estos ejemplos, confirman, pues, lo que hemos adelantado, que debe siempre conservarse la forma de gobierno existente y que no se la puede cambiar sin correr el riesgo de una ruina total. Tales son las observaciones que he creído oportunas con ocasión del examen de las instituciones hebraicas.

Por análogas razones habían preconizado un régimen republicano Zwinglio y Calvino en Suiza. Pero como la de Milton, la república de los reformadores de Zurich y Ginebra mostraba una fuerte tendencia hacia la aristocracia. El problema se relacionaba con una idea que preocupaba fundamentalmente a todos los pensadores y políticos de la época: la de la propiedad. Desde Calvino hasta Locke, uno de los fines sustanciales del Estado consiste en la defensa de la propiedad, de modo que cualquier régimen de gobierno debía estar no sólo orientado hacia el logro de ese fin sino también condicionado por él.

Solo de manera marginal fue por entonces planteado el problema de la comunidad de los bienes, y quienes sentaron tal principio fueron los únicos que esbozaron la imagen de un régimen auténticamente republicano. En su Utopía, Tomas Moro había señalado que la propiedad privada constituía el punto de partida de todos los males de la sociedad política, y abogaban por la comunidad de los bienes, situación a partir de la cual le parecía posible una república democrática. La comunidad de los bienes no era un principio nuevo; algunas de las llamadas herejías medievales la habían preconizado, y estaba apoyado en las doctrinas de Wyclif y Hus. Pero en el siglo XVI difundieron ese principio los anabaptistas, que proliferaron en los Países Bajos, en Holanda y en ciertos lugares de Inglaterra. En Moravia, sobre todo, lograron llevar a la práctica sus ideales y constituyeron una república democrática, cuyos principios fundamentales, aunque desprovistos de sus conclusiones más atrevidas, influyeron notablemente en la secta de los independientes y en la revolución inglesa, movimiento en cuyo seno se desarrolló el pensamiento de Gerardo Winstanley, de tendencia francamente comunista.

5

La relación entre las formas de gobierno y la distribución de la riqueza fue entrevista por algunos pensadores políticos; pero la inferencia que podía sacarse de las reflexiones de Moro – esto es, que el estado adoptaba cierta forma de gobierno para consolidar determinada situación económico social – no fue alcanzada con claridad quizá por la firmeza con que obraba en los espíritus la tradicional interpenetración de lo sagrado y lo profano, que respaldaba la finalidad trascendental del Estado.

En efecto, considerando el Estado como algo dado, como anterior y ajeno al desarrollo histórico de la humanidad, parecía ordenado hacia la realización de un designio divino: asegurar la perduración de cierto orden dentro del cual privilegiados y no privilegiados perpetuaban el mandato de Dios. No parecía, pues, lícita otra política que la política de Dios, y lo concerniente a lo terrenal parecía deleznable si no estaba guiado por esa política. Para esta concepción de las finalidades del Estado, sólo las trascendentales importaban, y resultaban desdeñables las que, de hecho, perseguía todo poder político cuando encarnaba el Estado.

El decisivo descubrimiento de Maquiavelo fue comprender que estas últimas eran, en rigor, las únicas que importaban históricamente, las únicas que en el fondo habían guiado y seguían guiando la conducta de quienes detentaban el poder político, y las únicas que, legítimamente, podían señalarse como propias del Estado como fenómeno histórico social. El Estado fue transformado en un fin en sí mismo. Pero el razonamiento de Maquiavelo – en parte compartido por Bodin – se limitaba a disociar lo que en la concepción tradicional había de profano y de sagrado, y tal limitación dejó a mitad de camino su descubrimiento. Si el Estado no había tenido ni tenía una finalidad trascendental, el poder político no lograba justificarse sino por su propio ejercicio, esto es, por el afán de dominación. La soberanía, tal como la definía Bodin, no es sino la plenitud de ese ejercicio.

Pero el pensamiento moderno no pudo admitir que el Estado constituyera un fin en sí mismo, ni descubrir lo que se ocultaba tras la primera revelación de Maquiavelo, esto es, el valor instrumental el Estado en relación con las situaciones económico sociales. Por la vía especulativa llegó sin embargo a sentar algunos principios que correspondían a ciertas observaciones acerca de la naturaleza humana y a las formas del comportamiento social.

En general, tras descubrir el sentido profano del Estado, se advirtió que su institución se adecuaba a ciertas necesidades imperiosas del individuo y de la colectividad. Si el Estado constituía una necesidad, un mal necesario, como se lo consideró frecuentemente, era porque el individuo y la colectividad lo consideraban imprescindible: el Estado estaba, pues, al servicio de uno y otra, y si los constreñía era para establecer una mediación favorable al conjunto.

Por esa vía el Estado pareció hallar una nueva finalidad; ni trascendía hacia Dios ni concluía en sí mismo. El Estado fue considerado como cosa distinta de la sociedad, y se consideró que estaba al servicio de ésta, entreviéndose enseguida la relación entre la forma política que adoptaba y la estructura social. Pero, al margen de la crítica a que daban lugar las formas reales del Estado histórico, el pensamiento doctrinario señaló los objetivos generales que perseguía, imagen pálida por cierto de aquellos que debía perseguir, pero de la misma naturaleza.

Cualquiera fuera la opinión que se sostuviera acerca del estado de naturaleza anterior a la sociedad civil, se advirtió que si el individuo aceptaba ceder parte de su libertad natural era porque consideraba beneficioso el nuevo orden a que se sometía. El Estado estaba, pues, a su servicio. Debía asegurar la paz y el orden, la seguridad pública, la libertad, la propiedad privada; en una palabra, tenía como finalidad garantizar el bienestar general. Tal es la fórmula a la que pensamiento especulativo llega acerca de las finalidades del Estado.

Por la gravitación de las situaciones de hecho y de las doctrinas tradicionales, pareció necesario realizar un vasto esfuerzo para justificar los sistemas políticos vigentes en relación con tales objetivos. Del mismo modo se procuró idear nuevas formas políticas que se ajustaran mejor a esos fines. Una conquista quedó firmemente afirmada tras tantos esfuerzos: la idea de que el Estado debía servir a la sociedad y de que sólo se justificaba por ello.

6

En algunos teóricos del Estado, el análisis de su naturaleza buscó apoyo exclusivamente en la razón; pero en otros trató de apoyarse en la experiencia, acudiendo a las fuentes de la historia. Las nuevas actitudes frente a la realidad social estimulaban la curiosidad acerca del pasado, y suscitaban renovados puntos de vista para interpretarlo.

Más allá de los anales y las crónicas, los historiadores dirigieron su atención hacia ciertas unidades cuyo sentido unitario estaba señalado por la realidad. Como Guicciardini, muchos se sintieron atraídos por la historia de las naciones, entidades que cada día cobraban una fisonomía más precisa. Mézeray, Bacon, Buchanan, el Beato Renano, Pufendorf, Mariana, ordenaron los sucesos pretéritos dentro del cuadro de sus países, confundiendo, sin dudas, el Estado con la sociedad, la monarquía con la nación, pero apuntando ya la intención de destacar las idiosincrasias nacionales. Pero no faltaron intentos de otra especie. Los grandes movimientos religiosos y políticos suscitaron también la preocupación histórica y conformaron peculiares puntos de vista. Algunos, como Clarendon en Inglaterra, narraron sucesos contemporáneos ordenándolos de tal manera que demostraran la justicia de una de las partes en conflicto; otros prefirieron la historia eclesiástica, como camino para la justificación de las posiciones religiosas: las Centurias de Magdeburgo sirvieron para revisar toda la conducta secular del papado desde el punto de vista del protestantismo, como los Anales de Baronio para refutarlo. Pero en esta variada labor historiográfica se destacaba poco a poco una idea acerca de la sociedad como historia. Como en otros aspectos, también en éste perduraba la concepción tradicional, que en cuanto concepción histórica se manifestaba como providencialismo. Amenazado por el naturalismo desde las postrimerías de la Primera Edad, y sobre todo por Maquiavelo, el providencialismo se tonificó con la renovación de sus fundamentos que estimuló el protestantismo, adherido a la doctrina de la predestinación; y tanto los continuadores de los Centuriadores como los de Baronio – entre éstos Bossuet – se esforzaron por imponer a la conciencia moderna el principio de que la peripecia humana dependía instante por instante de la voluntad suprema.

Pero el esfuerzo para sostener esa convicción era cada vez más arduo. La reflexión sobre la historia había hecho enormes progresos en el camino de su secularización desde la época de los cronistas florentinos del siglo XIV y planteaba ahora enérgicamente sus nuevos puntos de vista. Maquiavelo ignoraba la intervención divina y explicaba el desarrollo histórico de las sociedades mediante motivaciones naturalísticas que parecían evidentes; Bodin, por su parte, rechazaba la tradicional ordenación del decurso histórico y negaba valor a las “cuatro monarquías” que perpetuaban el sistema providencialista; y el retorno a los historiadores antiguos, a Livio y a Tácito, a Suetonio y Plutarco, acentuaba una imagen de la sociedad en la que lo político adquiría una significación eminente.

La esfera de lo político era la esfera de la voluntad, y fue percibida como escenario de la acción del individuo. Para Maquiavelo, los “principados nuevos” constituyen testimonios del valor y el talento de quienes fueron capaces de crearlos. Cuando habla de esos Estados, se advierte que piensa en las sociedades que constituyen su sustancia nada más que como meros soportes de la acción individual del sujeto creador. Del mismo modo atribuye – como en la tradición antigua – enorme poder al legislador, cuyas previsiones son capaces de modelar la vida de la sociedad a la que aplica sus normas. La vida histórica es, pues, a sus ojos, el resultado de la acción de los individuos, pero sólo de aquellos que son capaces de imponer su voluntad sobre el resto, que no concibe sino como masa inerte.

En mayor o menor medida, esta concepción logró imponerse poco a poco. Algunas experiencias hubieran podido revelar al historiador de estos siglos que, en ocasiones al menos, un grupo – pueblo, clase social, secta religiosa o partido político – podía mostrarse capaz de obrar al impulso de un sentimiento y una voluntad comunes. Pero la idea del valor eminente del individuo se insubordinaba contra esas experiencias, nutrida por las esencias del pensamiento filosófico y religioso. Así pudo decir Vasari hablando de Giotto que “él solo, aunque había nacido entre artífices ineptos, por la gracia de Dios resucitó ese arte que se había extraviado y le dio una forma que puede calificarse de buena”.  Sólo necesitaba el individuo, a más de su genio y su voluntad, el favor de la Fortuna.

En la medida en que se desvanecía la concepción providencialista, ganaba terreno la idea de que regía la suerte del hombre y de los pueblos – la historia, al fin – la Fortuna, extraña abstracción tras la que se disimulaba el aparente azar que caracterizaba la vida humana; Maquiavelo reconocía la magnitud de las fuerzas ingobernables que actúan en la vida histórica, pero se resistía a admitir que no pudiera compensarlas la prudencia humana; y Guicciardini señalaba su asombro ante la inmensidad y la arbitrariedad de los accidentes que jalonan la vida histórica.

Esta zona de historia reservada al azar parecía explicarla el providencialismo mediante la insondable voluntad divina, cuyos designios permanecían ignotos a los hombres sin que por eso dejara de introducir un orden secreto en la aventura humana. Pero quienes prescindían de tal explicación hallaban, junto a la zona gobernable por el hombre, una zona ingobernable. En el seno de esta última, transitoriamente confiada a la Fortuna, comenzarían a buscarse nexos racionales o racionalmente discernibles, y sumergidos en la naturaleza de las cosas.

F- Las formas de la creación

Una intensa actividad creadora caracteriza a esta época. Profundamente variada en la intensión y en el desarrollo, la creación adquirió por entonces una autonomía cada vez mayor, en parte porque la preocupación formal y estilística  fue muy intensa, y en parte porque se buscó deliberadamente escapar de la realidad, sustraerse a ella y situarse dentro de una atmósfera convencional, creación también del espíritu. Parecería como si esa gigantesca capacidad creadora que yacía en los espíritus se hubiera sentido coartada por la perspectiva de incidir con su originalísimo bagaje sobre la realidad que perpetuaba y restauraba módulos que el espíritu creador creía descubrir ya inexorablemente caducados. Solo en ocasiones fue resueltamente militante, y con más frecuencia fue desdeñosa de la realidad inmediata; pero sus contenidos, a veces imprecisos, revelan una nueva actitud, que ni aquella intención elusiva ni las primordiales preocupaciones formales y estilísticas lograron ocultar del todo. Cualesquiera fueran las concesiones  que el espíritu creador se sintiera obligado a hacer frente al sistema de ideas y de principios, de intereses y de fuerzas que predominaban en su contorno, el estilo fue libérrimo  y mediante él se afirmó la rebeldía y la modernidad.

1

Siguiendo la huella de Petrarca, la poesía occidental se inclinó hacia la lírica, adentrándose en el análisis de los sentimientos y especialmente del amor; las recónditas experiencias suscitadas por el amor parecían el tema poético por excelencia, y a través de ellas se introducía el poeta en su subjetividad como en un mundo propio e intransferible. En Italia la huella de Petrarca fue retomada por Pedro Bembo y por el viejo Miguel Ángel, poeta; pero la influencia italiana fue inmensa y se difundió por toda Europa, introduciendo nuevas formas en las demás lenguas romances -el soneto, especialmente-  y nuevos matices en los temas que nacían del examen introspectivo.

_ _ _


Nombres y obras citados

Acosta, Cristóbal

— Tratado de las drogas y medicinas de las Indias orientales con sus plantas debuxadas al vivo

Acquaviva, Claudio,  S.J.

Agricola, Georgius

— De Re Metallica

Alba, duque 

Alberti, León Battista

— Del governo de familia

Alejandro VI Borgia, papa

Alighieri, Dante 

Altdorfer, Alberto

Altusio, Juan

Anglería Pedro Mártir

Anónimo 

— Vindiciae contra Tyrannos

Apuleyo

Aretino, Pietro

— Razonamientos

Ariosto, Ludovico

Aristóteles

Aselli, Gaspare

Bacon, Francisco

— Nuevo órgano

Barbaro, Ermolao

Barclay, Guillermo 

Baronio, César

— Annales eclesiastici

Bassano, Jacobo

Bayardo, caballero

Beato Renano

Bellarmino, Roberto  

Bellay, Martín du

Belon, Pierre

Bernaldes, Andrés

— Crónica de los Reyes Católicos

Bernini, Gian Lorenzo

Besson, Jacques 

Bill de tolerancia, 1689

Blackwood, Adam

Bock, Jerónimo

Bodin, Juan 

— Sobre la República

Boecio

Boehme,  Jacobo

Boileau, Nicolás

Bolena, Ana

Borbón, condestable

Borelli, Juan 

— Sobre el movimiento de los animales

Borgia, César

Bosco, Jerónimo

Bossuet, Jacobo

— Discurso sobre la historia universal 

— Política sacada de las Santas Escrituras

Botticelli, Alessandro

Boyle, Robert

Brahe, Tico

Brantôme, Pierre

— Mujeres galantes

Briggs, Henry

Brucher, Antonio

Brueghel, Pedro,  “el Viejo”

Brunfels,  Otto

Bruno, Giordano

Buchanan, Jorge

— De jure regni apud Scotos

Buckingham, duque

Budé, Guillermo

Bunyan, Juan

Buonarotti, Miguel Ángel 

— Bóvedas en la Capilla Sixtina

Caboto, Juan

Caccini, Giulio

Calderón de la Barca, Pedro 

— El alcalde de Zalamea

— La vida es sueño

Calvino, Juan  

–Institución de la religión cristiana

Camerarius, Rodolfo

Camoens, Luis

— Los Lusiadas 

Campanella, Tomás

— Del sentido de las cosas y la magia

Cardano, Girolamo

Carlos el Temerario, duque de Borgoña

Carlos I, rey de Inglaterra  

Carlos I, rey de España (Carlos V, emperador)

Carlos II, rey de Inglaterra

Carlos V, emperador

Carlos VII, rey de Francia

Carlos VIII, rey de Francia

Castellion, Sebastian 

Castiglione, Baltasar

El cortesano

Catalina de Médicis, regente de Francia

Cattinat, Nicolás

Cavalieri, Buenaventura

Cavallina, Giovanni

Cellini,Benvenuto

— Memorias

Cervantes Saavedra, Miguel

La Galatea 

— Novelas Ejemplares  

Chancellor, Ricardo 

Cimabue

Cinq-Mars, marqués

Ciruelo, Pedro

— Reprobación de las supersticiones y hechicerías

Clarendon, Eduardo

Clayton, John

Clemente VI,  papa

Clemente VII, papa

Clusius, Carolus 

Coeur, Jacques

Colbert, Juan Bautista

Coligny, almirante

Colón, Cristóbal 

Comenio, Amos

Commynes

— Mémoires

Concini, Concino

Condé, duque 

Copérnico, Nicolás 

— Sobre las revoluciones de los orbes celestes

Cordus, Valerio

Corneille, Pierre

Cortés, Hernán

Cristian III, rey de Suecia y Noruega

Cristián IV, rey de Dinamarca

Cromwell, Oliverio

Cromwell, Ricardo

Cuorike

Dale, Tomas

Declaración de derechos, 1688

Del Marchi,

Del Río, Martín Antonio

Delaware, Thomas 

Della Francesca, Piero

Descartes, René

— Discurso del método

— Meditaciones metafísicas 

— Sobre el hombre.

Diana de Poitiers

Díaz del Castillo, Bernal

— Historia verdadera de la conquista de Nueva España

Díaz, Bartolomé 

Doria, Andrea

Drake, Francisco

Dryden, John

Dudley,

Durero, Alberto

Egmont, conde

Enghien, duque 

Enrique de Suiza

Enrique II, rey de Francia

Enrique IV, rey de España

Enrique IV, rey de Navarra y Francia

Enrique VII, rey de Inglaterra 

Enrique VIII, rey  de Inglaterra

Epicuro

Erasmo, Desiderio

— Enchiridion militis christiani

— Elogio de la locura

Ercilla, Alonso  

— La Araucana 

Espinel, Vicente

–Vida de Marcos de Obregón

Essex, conde 

Exsurge Domine, bula

Fallopio, Gabriel

Federico III, emperador

Federico V, emperador

Fedor I, zar de Rusia

Felipe de Champaigne

Felipe II, rey de España

Felipe III, rey de España

Felipe IV, rey de España

Fenelón, Francisco

— Telémaco

Fernández de Córdoba, Gonzalo, “El Gran Capitán” 

Fernández de Oviedo, Gonzalo

Fernando II, emperador

Fernando II, rey de Aragón 

Fernando III,  emperador

Ficino, Marsilio

— Teología Platónica  

Filmer, Roberto

Flaccio, Matías et. al.

— Centurias de Magdeburgo

Folengo, Teofilo

— Maccaronea

Francisco I, rey de  Francia

Fuchs, Leonardo

Fugger, los

Gabriela d´Estrées

Gabrieli, Giovanni

Galilei, Galileo

Galilei, Vicenzo 

Gama, Vasco da

Garay, Juan

García de Orta

García de Paredes, Diego 

Garcilaso de la Vega

Gassendi, Pierre

Gastón de Foix

Gatinara, Mercurio

Geulincx, Arnoldo

Giorgione

Giotto

Godunov, Boris, zar de Rusia

Gracián, Baltasar

Greco, El 

Gresham, Thomas

Grocio, Hugo

Grünewald, Matías

Guevara, Antonio

— Menosprecio de corte y alabanza de aldea 

— Reloj de Príncipes

Guicciardini, Francisco

Guillermo III de Orange, (Guillermo III de Inglaterra)

Guillermo de Orange, “el Taciturno”

Guillermo III, rey de Inglaterra

Guisa, Francisco 

Guisa, los

Gustavo Adolfo, rey de Suecia

Gustavo I Vasa, rey de Suecia

Hals, Franz

Harvey, William

Hawkins, John

Helmont, Juan Bautista 

Hernández, Alonso

— Historia Parthenopea

Hobbema, Meindert

Hobbes, Tomás 

— Leviathan

Höchstetter, Ambrosio

Holbein, Hans

Holstein, los

Hooke, Robert

Hooker, Ricardo

Horn, conde

Houtman, Cornelio

Hus, Juan

Huygens, Cristián 

Isabel de Francia

Isabel I, reina de Castilla

Isabel I, reina de Inglaterra

Iván IV, “el Terrible”, zar de Rusia

Jacobo I Estuardo, rey de Inglaterra

Jacobo II Estuardo, rey de Inglaterra

Jáuregui, Juan

Jiménez de Quesada, Gonzalo

Johnson, Ben

Jordaens, Jacobo 

Juan de la Cruz, san

— Cántico espiritual

Juan II, rey de Portugal

Juan III, rey de Suecia

Jürgens,

Kepler, Juan

Knox, Juan

La Bruyère, Juan

La Rochefoucault, Francisco

Labadie, Juan 

Ladislao JIII Jagellón, rey de Bohemia y Hungría

Lanuza, Juan 

Las Casas, Bartolomé

Laud, Guillermo

Le Nain, hermanos

Leewuwenhoeck, Antonio

Leibniz, Godofredo 

— Nuevo método para encontrar máximos y mínimos 

— Nuevo sistema de la naturaleza

León X, papa

Leonardo da Vinci

Tratado de la Pintura 

La última cena

— Monna Lisa

Lerma, duque

Livio, Tito

Locke, John

— Carta relativa a la tolerancia

— Tratado del gobierno civil

— Ensayo sobre el entendimiento humano

Lope de Vega, Félix

Lorrain, Claude 

Losada, Diego

Louvois, marqués

Loyola, san Ignacio 

Luciano de Samosata

Luis de León, fray

Luis XI, rey de Francia,

Luis XII, rey de Francia

Luis XIII, rey de Francia

Luis XIV, rey de Francia

Lutero, Martín

— A la nobleza cristiana de la nación alemana

Luynes, Charles

Malebranche, Nicolás

Malpighi, Marcelo

Maquiavelo, Nicolás 

— El Príncipe

— La Mandrágora

Margarita de Parma

María de Borgoña

María de Médicis, reina de Francia

María I, reina de Inglaterra, “la Sanguinaria”,

María Estuardo, reina de Escocia

María II, reina de Inglaterra

Mariana, Juan

Marlowe, Cristobal

Massys, Quentin

Matías Corvino, rey de Hungría  

Matías Habsburgo, emperador

Maximiliano de Baviera, elector palatino

Maximiliano I, emperador

Mazarino, Giulio

Médicis, Giuliano 

Médicis, Lorenzo

— Cantos Carnavalescos 

Médicis, Piero

Melanchton, Felipe 

— Confesión de Augsburgo

Mendoza, Pedro 

Menéndez y Pelayo, Marcelino

Mercator, Gerardo

Mersenne, Marin

Meyer,

Mézeray, Farncisco Eudes

Milton, John

Areopagistica

— The ready and easy way to establish a free Commonwealth

Mirándola, Pico de la

Molière (Jean Baptiste Pocquelin)

— Las preciosas ridículas 

— Las mujeres sabias

— El burgués gentilhombre

Monardes, Nicolás 

Montaigne, Miguel

— Ensayos

Montespan, marquesa

Montmorency Luxemburgo, Francisco Enrique

Morales, Luis

Moro, Tomás

— Utopía  

Mumford, Lewis

— Técnica y Civilización

Napier, Juan

— Descripción de las reglas de los logaritmos

Newton,  Isaac

— Método de las fluxiones y de las series infinitas

— Principios matemáticos de filosofía natural

Oldemburg, los

Olivares, conde duque

Orange, los

Pacioli, Luca

— La divina proporción

Padres peregrinos, Los

Papin, Denis

Paracelso

Paré, Ambrosio 

— Sobre Monstruos y prodigios

Paruta, Pablo 

Pascal, Blas

Cartas provinciales

Pater, Walter 

Paterson, Guillermo

Patinier, Joaquín

Paulo III, papa  

— Regimini Militantis Ecclesiae

Paulo IV, papa

Penn, Guillermo

Pérez, Antonio

Peri, Jacobo

Petición de Derechos, 1629

Petrus Apianus

Plat,

Plutarco

Poliziano, Ángelo

Polo, Marco  

Pomponazzi, Pedro

Pot, Philippe

Poussin, Nicolás

Pufendorf, Samuel 

— De jure nature et gentium

Quevedo, Francisco

— Vida de Marco Bruto

— Política de Dios

— Sueños

Rabelais, Francisco

— Pantagruel

Rafael Sanzio

— Estancias

Raleigh, Walter

Ramsay,

Ratio atques instituto studiorum societaties Iesu

Ravaillac, Francisco  

Ray, Juan

Redi, Francesco

Rembrandt van Rjin

Retz, cardenal 

Rheticus, Jorge

Ribadeneira, Pedro

Ribera, Jusepe

Ricardo III, rey de Inglaterra

Richelieu, cardenal

Rivera, Diego

Rodríguez de Lena, Pedro 

— Libro del Paso honroso

Rodríguez de Montalvo, Garci 

— Amadís de Gaula

Romanov,  los

Ronsard, Pierre

Rubens, Pedro Pablo

Russell, Francisco 

Ruysdael, Jacobo 

Saavedra Fajardo, Diego

— Idea de un Príncipe político cristiano

Saint Simon,  duque

Salvani,
Gesner, Conrado

Sánchez, Francisco, “el Escéptico”

Sander, Clemens  

Sannazaro,  Jacobo 

— Arcadia 

Savonarola, fray Jerónimo

Scarron, Pablo

— Novela cómica

Scioppius, Gaspar

— Poedia politices

Segismundo, rey de Suecia

Sepúlveda, Juan Ginés 

Servet, Miguel

Sevigné, Madame

Sforza, los

Shakespeare, Guillermo

— Hamlet

— La Tempestad

—  Sueño de una noche de verano

Solimán el Magnífico

Sombart, Werner

Spenser, Edmundo

— Calendario del pastor 

Spinola, marqués

Spinoza, Baruch 

— Tratado teológico-político

— Ética

Stahl, Jorge Ernesto

Suárez, Francisco

Suetonio

Syndenham, Tomás

Tácito

Telesio, Bernardino

— Sobre la naturaleza de las cosas según sus propios principios

Teniers, David

Terencio

Teresa de Jesús, santa

Tintoretto

Tirso de Molina

— Amazonas en las Indias

— Condenado por desconfiado

Tiziano Vecellio

Toffanin, José

Torquemada, Tomás

Torricelli, Evangelista

Urfé,Honoré  

— Astrea

Valdivia, Pedro

Valla, Lorenzo

Van Berg,

Van Dyck, Juan

Vasari, Jorge

Vauban, marqués

Velázquez, Diego

Vélez de Guevara Luis

— Diablo Cojuelo

Veranzio, Fausto

Vermeer, Juan

Vesalio,  Andrés

— La fábrica del cuerpo humano  

Vitoria, Francisco

Vives, Juan Luis

Vorbiest,

Wallenstein, Alberto

Welser, los

Weyer, Juan 

Whitehead, Alfred North

Wilgoose,

Winstanley, Gerardo

Witt, Juan

Worlidge, Juan

Wyclif, Juan 

Zurbarán, Francisco Zwinglio, Ulrico