Presentación
El plan de trabajo de José Luis Romero en 1965
Este texto inédito de José Luis Romero es la parte escrita del libro La estructura histórica del mundo urbano. Formaba parte del plan de trabajo que diseñó a fines de 1965, cuando se retiró de la vida universitaria.
El plan consistió en cuatro proyectos, que desarrolló simultáneamente. El primero se iniciaba con La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), concluido en 1965. Lo seguía Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980), del que quedó sin redactar la cuarta parte, sobre los cambios de mentalidad. Del tercero, “La madurez del orden feudoburgués, siglos XVI-XVIII”, hay una sinopsis en Estudio de la mentalidad burguesa -un conjunto de clases editado luego de su muerte- y una carpeta con una serie de trabajos y esquemas de clase vinculados al tema. Sobre el cuarto, “La crisis del mundo burgués”, también esbozado en el Estudio…, había escrito dos libros –El ciclo de la revolución contemporánea (1948), e Introducción al mundo actual (1956)-, había dictado tres cursos sobre “Problemas del mundo actual” (1960-1962. Incluidos en este Sitio) y había publicado una serie de artículos breves sobre el disconformismo (1970).
El segundo proyecto, iniciado en 1964, se completó con la publicación de Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976). Se refiere a la expansión extraeuropea del mundo occidental y se centra en lo que pasaba a ser el eje des preocupaciones: la ciudad y el mundo urbano. El tercer proyecto, de índole teórica, era “La vida histórica”, un concepto que elaboró y desarrolló a lo largo de toda su trayectoria como historiador y que se propuso precisar y sistematizar. Sabemos que el libro ya estaba organizado y listo para su escritura; sus ideas centrales están densamente expresadas en dos breves artículos escritos en 1975/76 y en la Introducción de esta “Estructura histórica del mundo urbano”.
El proyecto sobre las ciudades y el mundo urbano
El cuarto proyecto se refería a la ciudad y al mundo urbano. Como se advierte en Latinoamérica, las ciudades y las ideas, por entonces la ciudad se había convertido a la vez en la clave para estudiar el proceso del mundo occidental -cuya expansión articulaba el concepto de mundo urbano- y en el objeto al que referir las distintas ideas relativas a la vida histórica.
En 1966 creó un Seminario de Estudios del Mundo Urbano (SEMUR), que existía solo en su escritorio y en una papelería con la que -ya lejos del mundo universitario- se autodotó de una existencia institucional. Seleccionó cien ciudades y organizó sus viajes para estudiarlas y exprimirlas a fondo. Hacia 1970, una segunda Beca Guggenheim (había obtenido la primera en 1950) le posibilitó un largo viaje por Europa y los bordes coloniales, que complementó con otros viajes, aprovechando invitaciones ocasionales. Estudió sistemáticamente a los sociólogos, economistas, antropólogos y urbanistas que se ocupaban de la ciudad, de los que habla en la clase inicial del curso dictado en 1964/5 en la École d’Hautes Études en Sciences Sociales (incluido en La ciudad occidental). Su escritorio -y luego la habitación vecina, que habían ocupado mis hermanas- se llenó con planos de ciudades, organizados en una mapoteca, exhibidores para imágenes de ciudades y guías turísticas, insumos principales de su trabajo, que volcó en Crisis y orden…, en Latinoamérica…, en artículos ocasionales y en conferencias, que le servían para organizar los datos de distintas ciudades.
La idea de estudiar el mundo urbano se desarrolló y finalmente se desagregó en dos proyectos, uno dedicado a la historia del mundo urbano y otro a la su dimensión conceptual, en el que gradualmente confluyeron las ideas surgidas del estudio de las ciudades con las provenientes de la vida histórica. Los índices manuscritos, que se transcriben en Esquemas sobre La estructura histórica del mundo urbano, muestran esa división de las ideas, que al momento (2022) no hemos encontrado testimoniada en otra parte.
Historia del mundo urbano no fue escrito, pero se conservan muchos textos y reproducciones de clases que se insertan claramente en él, que han sido reunidos en La ciudad occidental (2009). De La estructura histórica del mundo urbano puede verse, en “Esquemas…” el índice manuscrito y luego una versión final, muy diferente en cuanto a ordenación de contenidos y más ceñida al esquema de “La vida histórica”. Sobre esta última comenzó a escribir el libro que aquí se incluye, y que termina con una frase inconclusa. En el índice, la parte en itálica indica lo que faltaba escribir; no hay esquemas específicos sobre el contenido.
¿En qué momento lo escribió? Todavía no lo sabemos, pero es casi seguro que después de 1972. Lo escrito cubre algo menos de la mitad de lo planeado. Es un texto con diferentes grados de elaboración. La Introducción y las tres primeras secciones tienen una forma que parece casi definitiva. Están tipeadas en la máquina que usaba Teresa Basso, su esposa, para las versiones finales de sus trabajos; los datos para las notas están precisados y solo hay correcciones manuales menores. Por otra parte, sus temas están reiteradamente desarrollados, elaborados y precisados en las guías de varias clases.
Las otras secciones están tipeadas por José Luis Romero. Algunas son claramente una primera versión, por la cantidad de tachaduras hechas a máquina, además de las correcciones manuales. Otras pasaron por una primera corrección y solo contienen correcciones manuales e indicaciones sobre temas que habría que desarrollar; muchas de ellas se agregan al texto. Los ajustes en la conceptuación se advierten en el cambio sistemático de algunas palabras: “ideológico” remplaza a “mental” y “utópico” a “ideal”.
Esta edición
Esta edición se complementa con Esquemas sobre la estructura histórica del mundo urbano, que puede verse en la sección Archivos de este sitio. Contiene los esquemas de clases y conferencias, provenientes del Archivo José Luis Romero, relacionadas con la elaboración del manuscrito. En ella pueden apreciarse los cambios en la estructura del libro y el desarrollo de los temas así como algunas referencias a las partes no escritas del libro.
Las palabras o frases o los agregados del autor, a mano y con lápiz, se incluyen entre paréntesis y en itálica. Los comentarios editoriales van entre corchetes.
Luis Alberto Romero
LA ESTRUCTURA HISTORICA DEL MUNDO URBANO
José Luis Romero
INDICE [En itálica las partes no escritas]
INTRODUCCION: LAS HIPOTESIS
CAPITULO I. La creación urbana: realidad, símbolo, utopía
1. La ciudad real
2. La ciudad simbólica
3. La ciudad utópica
4. Las explosiones urbanas
5. Los caracteres de la ciudad originaria
6. La ciudad y la región (falta)
7. El mundo urbano
CAPITULO II. La estructura histórica de la sociedad urbana
1. La sociedad compacta
2. La diferenciación de la sociedad compacta
3. La sociedad diferenciada
4. La sociedad homogénea. La homogeneización de la sociedad diferenciada
CAPÍTULO III: La estructura real
1. El cuadro de las funciones urbanas
2. El cuadro de las relaciones vigentes
3. El cuadro de los objetos creados.
4. El hábitat urbano
CAPÍTULO IV: La estructura ideológica
1. Los modelos interpretativos
2. Los modelos proyectivos
3. Los estilos de vida
4. Los estilos de mentalidad
Capítulo V: El proceso histórico del mundo urbano
1. La historia de la ciudad de la contemporánea
2. La prospectiva de la ciudad contemporánea
INTRODUCCION. (Las hipótesis)
El objeto de este estudio es integrar sistemáticamente un vasto conjunto de fenómenos dentro del concepto de “mundo urbano”, e intentar el análisis de su “estructura histórica”. (Acentuar diferencias entre mundo urbano y rural) Son dos nociones que a lo largo de sus páginas se precisarán adecuadamente. Parte, o quizás escolio, de una vasta investigación sobre el mundo burgués, el campo de este estudio está limitado a Europa y las áreas europeizadas donde los procesos históricos de urbanización son los fundamentales y se desenvuelven de manera homogénea. Ciertamente el mundo urbano no se confunde con el mundo burgués, puesto que este integró en su seno sectores no burgueses a los que redujo a sus propios esquemas: el mundo urbano es la red de focos activos del mundo burgués en la que las burguesías han desempeñado, directa o indirectamente, el papel hegemónico. Y de ese mundo urbano es el del que se postula que tiene una estructura histórica, esto es, un ordenamiento dinámico hecho en el proceso, en la que están instaladas las sociedades urbanas y contra las que se desenvuelve la vida histórica. Estructura real, estructura ideológica, sociedades urbanas y vida histórica son también nociones que se precisarán a lo largo de este estudio.
El análisis del mundo urbano y de su estructura histórica debe conjugar diversos campos tradicionales de análisis y variados puntos de vista. En la raíz de este intento está una pregunta acerca de en qué consiste la historia de una ciudad. Esa pregunta no está contestada ni es obvia, puesto que el examen de la historiografía urbana muestra una notable disparidad de criterios acerca de su propio campo. Dos clases de problemas parecen los fundamentales. El primero es el concepto mismo de ciudad; no su definición, por cierto, sino su concepto básico. Este estudio procura mostrar que una ciudad es, fundamentalmente, vida histórica, o mejor, una forma de vida histórica, y no un recinto físico, ni una sociedad sorprendida en un determinado momento de su desarrollo ni un cierto espíritu o tradición, ni una estructura rígida. La ciudad existe como una continuidad en el cambio porque es, fundamentalmente, vida histórica. El segundo es el del ámbito en el que la ciudad debe inscribirse. La historiografía urbana no tiene problema cuando se trata de la historia de una ciudad independiente, porque entonces aplica a la ciudad los criterios utilizados para la historiografía nacional; pero la ciudad dependiente – la mayoría, y aun la mayoría de las independientes en cierta etapa de su desarrollo – parece un campo difuso y suele reducirse su historia a una crónica municipal, a menos que, como en el caso de las capitales, se identifique la historia de la ciudad con la de la nación. Este estudio, que está referido a Europa y las áreas europeizadas, no integra las ciudades en los ámbitos regionales o nacionales a que pertenecen sino en un segundo grado, partiendo de la base de que, en el mundo burgués, tal como se constituye desde el siglo XI y llega hasta hoy, la integración fundamental se da en el mundo urbano, por debajo de la determinaciones concretas y institucionalizadas.
El análisis del mundo urbano parece ofrecer una clave para la comprensión de un vasto problema. Ciertamente, un cuadro inteligible de Europa y las áreas europeizadas – lo que habitualmente se llame el mundo occidental, más los enclaves occidentales – no puede hacerse a partir de su conjunto heterogéneo y difuso, ni tampoco arrancando de la significación de sus partes yuxtapuestas, esto es, de las unidades políticas hoy constituidas y cuya formación y desarrollo suponen procesos muy diversos. Si existe como una unidad ese ámbito que llamamos Europa y las áreas europeizadas – y ciertamente existe como antes había existido el Imperio romano – no es por la mera yuxtaposición de unidades políticas ni por cierta vaga comunidad de contenidos culturales. Europa y el mundo europeizado constituyen, en efecto, una unidad que, desde cierto momento, ha operado y opera como tal, y requiere, en consecuencia, un análisis histórico unitario. Pero esa unidad no puede ser solamente postulada a partir de su acción: debe buscársela en la raíz de su acción, y allí donde realmente se constituye. Este estudio parte de la hipótesis de que esa unidad se apoya en una estructura común montada sobre una totalidad territorial y socioeconómica, y en un estrato más profundo que aquel en el que se establecen las unidades políticas. Esa estructura es la del mundo urbano, el mundo de las ciudades y las sociedades urbanas, constituido con una dinámica propia que presta a esa estructura un carácter radicalmente histórico.
Las ciudades creadas por la revolución burguesa desencadenada a partir del siglo XI se desarrollaron como polo de actividades múltiples; semejantes en sus rasgos externos a las que surgieron antes en áreas diversas, se diferencian de ellas – incluso de las romanas – por algunos rasgos que no por sutiles son menos fundamentales. Cada una de ellas constituyó un pequeño universo, aun cuando desde el primer instante funcionaran como nudos de una red. Cada una de ellas organizó su propia estructura, aunque por sus caracteres fueran estructuras análogas en todas ellas. Y cada una de ellas elaboró un matiz individual dentro de una concepción de la vida que fue común a todas las sociedades urbanas, cuyo núcleo activo fueron las nuevas burguesías. Tal fue la primera expresión de esa gigantesca creación, a partir de la cual se constituyó y organizó la Europa burguesa, transferida luego a las áreas europeizadas.
Pero la creación urbana fue un proceso mucho más complejo de lo que se tiende a imaginar cuando se piensa en la fundación formal o en la restauración de una ciudad. Consistió, ante todo, en la creación de un tipo de sociedades basadas en la preferencia del grupo por un estilo de vida y en el establecimiento de una suerte de contrato, tácito o expreso que regulaba su funcionamiento de manera convencional. Sus miembros aspiraron a realizar un proyecto común, fundamentalmente económico, pero con otras decisivas implicaciones, basándose en las vigorosas formas de solidaridad nacida de un vinculo primario no natural, que se conservaba y fortalecía por la concentración del grupo dentro de un estrecho ámbito territorial, generalmente amurallado, que aseguraba el control social del individuo.
Pero la creación urbana no se agotó en eso. Las nuevas sociedades surgieron de una revolución estructural, y ese surgimiento es el hecho primordial de la revolución burguesa. Quienes constituyeron esas sociedades escaparon o renunciaron a la antigua estructura en la que estaban inscriptos y al constituirse comenzaron a crear otra nueva. Ciertamente, la estructura histórica que se dieron las sociedades urbanas constituyó una creación, y los primeros siglos de la vida de las ciudades nacidas de la revolución burguesa tuvieron el signo inequívoco de la creación: todavía no se percibía el peso del sistema porque aún era éste plástico, flexible, incompleto, abierto. Las sociedades urbanas en dramático conflicto, experimentaron, bosquejaron, perfeccionaron y reemplazaron sus creaciones sucesivas: normas, formas de vida, sistemas de relaciones, costumbres, ideas, valoraciones, objetivos, ceremonias, todo lo que más tarde se ordenaría en trabados sistemas caracterizados por una acentuada tendencia a la institucionalización y a la inmovilidad, pareció durante esos siglos provisional y legítimamente susceptible de ser modificado. Puede sr considerada regla general la apreciación de Dante, cuando decía refiriéndose a Florencia: “… que inventas tan sutiles providencias y que las que urdes en octubre no llegan a mitad de noviembre. ¿Cuántas veces en el tiempo de que te acuerdas has cambiado de leyes, de moneda, de oficios y de costumbres? ¿Cuántas veces has variado y renovado a tus ciudadanos? (Purg. VI, 127 y ss)” Tal fue la ciudad originaria. En ella la vida histórica tuvo como finalidad y preocupación primera lograr la creación de una nueva estructura histórica en tanto que luego, en la ciudad consolidada, la vida histórica consistiría primariamente en luchar contra ella, contra su rigidez, contra las constricciones que imponía. Este estudio parte de la hipótesis de la existencia de un tránsito fundamental de la ciudad originaria a la ciudad consolidada.
La creación de una estructura histórica es, en rigor, una doble creación, puesto que ella misma es dual. Este estudio parte de la hipótesis de que, en la estructura histórica, se distinguen una estructura real y una estructura ideológica, ambas en relación dialéctica y de cuyo juego nace la vida histórica. Configuran la estructura real el cuadro de funciones preestablecidas, de los sistemas de relaciones vigentes y de los objetos creados; y configuran la estructura ideológica el cuadro de los modelos interpretativos y proyectivos. Las sociedades urbanas crearon una y otra, según un estilo desusado.
La estructura real se ordenó sobre la base de nuevos sistemas de relaciones vigentes, por una parte entre individuos y por otra entre individuos y cosas, a partir de las nuevas formas de actividad económica, de las nuevas situaciones sociales, de las nuevas necesidades políticas y de las nuevas tendencias culturales; y además, sobre la base de los objetos creados en el flujo de la vida histórica e instalados objetivamente como un patrimonio de la comunidad: utensilios, instituciones, obras de arte, tradiciones.
Pero en el orden de los objetos creados, las sociedades urbanas produjeron la más vasta de las creaciones y también la más entrañable, y por eso la más singular: la ciudad física, que fue como un diseño de toda la estructura real, y en la que se vieron instaladas las generaciones sucesivas de las sociedades urbanas. La ciudad física es un reducido espacio delimitado de algún modo y subdividido para su uso; hay trazas en él y calles y espacios libres, y construidos sobre él numerosos edificios de uso diverso, fuentes, monumentos, puentes, sin olvidar los cementerios o las zonas de huertas. La cuidad física puede ser grande o pequeña, opulenta o miserable. Pero lo importante es cómo un grupo social se integró en un delimitado espacio urbano y se consustanció con él. El recinto pudo ser sagrado o no, pero las mismas obligaciones de lealtad que contrae frente al grupo cada uno de sus miembros, las adquiere también con respecto al espacio donde está instalado. Poco a poco, cada lugar, cada rincón dentro del recinto acumula una inmensa suma de recuerdos, una tradición, y ese enriquecimiento cultural del espacio urbano es uno de los factores que más contribuye a que, más que ninguna otra, la sociedad urbana no solo sea, sino que se sienta, además, una sociedad conscientemente histórica. Como todo lo que constituye la estructura real, pero de modo más vehemente quizá, la ciudad física objetiva el legado cultural que se transmite de generación en generación trasmutando el vínculo biológico en vinculo cultural, éste menos renunciable aun que aquel.
La estructura ideológica, a su vez, se ordenó sobre la base de nuevas actitudes y formas de comunicación. Los actos de consciencia adquirieron formas inusitadas a causa de los singulares mecanismos que la ciudad ofrecía para la formación del consenso y del disenso. La plaza, el mercado, la taberna, el atrio, ofrecían la oportunidad para un nervioso ajuste de las opiniones individuales hasta llegar a una aproximativa coincidencia colectiva. Del juicio y la valoración de los actos y accidentes de la vida histórica, de las situaciones y las opciones abiertas, de los procesos elaborados, surgían actitudes que creaban hábitos interpretativos y conducían, en principio, a un estilo de mentalidad, esto es, a cierto de interpretación de la realidad y de juicio y valoración sobre ella, de la que no participaba solamente el ejercicio intelectual sino muy vivamente las formas de la sensibilidad. Hubo una mentalidad burguesa genérica y abstracta, pero hubo innumerables estilos de mentalidad burguesa en las innumerables sociedades urbanas, cada una de las cuales, frente a su peculiar realidad, frente al mundo circundante, elaboró una estructura ideológica que funcionó como marco de referencia con respecto a la estructura real de su ciudad, del mundo urbano y del mundo feudoburgués primero y burgués después. Esos estilos de mentalidad urbana se concentraron en modelos interpretativos de la realidad y, sobre todo, en modelos proyectivos, porque la mentalidad burguesa se caracterizó por su fuerte tendencia a volcarse hacia el futuro, indefinido lapso llenado intelectualmente con un proceso de transformación del presente, esto es, de la estructura real.
Esa vocación de cambio mueve la vida histórica, puesto que su raíz es la vida misma, que es fundamentalmente cambio biológico. La vida histórica suma a la vida biológica una sucesión indefinida y múltiple de acciones y creaciones que operan sobre la sociedad y sobre las estructuras, enriqueciéndolas y transformándolas, unas veces a un ritmo lentísimo – que permite pensar en la inmovilidad – y otras veces a ritmo acelerado. La vida histórica de las sociedades urbanas cobró particular intensidad a causa de la estrecha contigüidad de sus miembros. Caracterizada siempre por cierto índice de sofisticación, crece éste en mayor o menor escala según las contingencias; pero la sofisticación opera siempre, manifestándose en una fuerte tendencia a cuestionar o problematizar las acciones y creaciones, a cobrar consciencia de sus causas y fundamentos, a analizar y a medir sus repercusiones sobre la sociedad y sobre la estructura, a calcular su intensidad en vista de determinados efectos que se persiguen. Mientras más crece el índice de sofisticación más carácter histórico tiene la vida, puesto que la historicidad proviene de la interpenetración de temporalidad y consciencia situacional. La expresión más aguda de la sofisticación es la proyección hacia el futuro, la tendencia consciente a modificar tanto la estructura real como la estructura ideológica. (Dialéctica) Pero el signo más alto de sofisticación se advierte cuando se produce la galvanización o polarización del vínculo, creando un tipo de experiencia –la experiencia urbana- en la que se combinan intensamente la consciencia del vínculo del grupo humano, la consciencia de la situación y la consciencia de su proyección hacia el futuro. La experiencia de la ciudad sitiada constituye la forma simbólica más expresiva de la vida histórica urbana. [nota ilegible]
Este estudio parte de la hipótesis de que la vida histórica urbana no concluye en si misma, ni se integra solamente dentro de las áreas más o menos institucionalizadas en que está inserta. Sin duda la ciudad está incluida en una región, y la sociedad urbana forma parte de la sociedad global. Pero la integración más vigorosa, la que condiciona más vivamente la vida histórica urbana, es su integración en el mundo urbano. La creación urbana delinea, con la ciudad misma, un sistema de relaciones, directas o indirectas, entre ciudades; acaso apoyado en el juego de correspondencias económicas y políticas, pero fundado, en lo profundo, en la coherencia de los grupos burgueses que predominan en el seno de las sociedades urbanas, en sus formas de vida y en sus formas de mentalidad.
El ordenamiento del mundo urbano significó la instauración de una red de focos activos de vida histórica. En esa red se compenetraron, se interfirieron y se neutralizaron múltiples matices propios de las distintas sociedades urbanas, y revelados en sus acciones y creaciones, en sus estilos de vida y en sus estilos de mentalidad. Si cada ciudad tiene su propia estructura histórica, del juego reciproco de todas ellas nace una estructura secundaria, una compleja y difusa estructura del mundo urbano en su conjunto, solo ocasionalmente institucionalizada dentro de ciertos ámbitos, pero vigorosamente operativa en la medida en que la coyuntura ofrece posibilidades reales.
La tendencia a constituir y consolidar esa estructura es tan vigorosa que sobrepasa los límites de las áreas institucionalizadas. Las ciudades se insertan en ella, pero escapan a las determinaciones del área regional o política a la que pertenecen, y a veces, a las determinaciones de las áreas culturales y religiosas. El funcionamiento de la estructura histórica del mundo urbano es tan eficaz que, sobre el modelo de las que se han constituido espontáneamente, se inventan y crean otras cuya organización está programada junto con la creación de ciudades, hasta el punto de que ciudad y mundo urbano se transforman en conceptos inseparables.
Es en el mundo urbano donde se han constituido – desde el siglo XI hasta hoy, y en un proceso continuo – los estilos de vida y los estilos de mentalidad predominantes en el mundo actual. Casi todos los problemas que hoy acusamos como característicos de nuestro mundo y de nuestro tiempo han surgido en su seno, como una consecuencia del singular estilo de vida histórica que allí se elaboró. La sociedad de consumo, la sociedad de masa, la sociedad competitiva, para poner algunos ejemplos, son formas ocasionales de puntualizar aspectos que son propios y exclusivos del mundo urbano. La soledad multitudinaria, las neurosis individuales y colectivas, la alienación, la consciencia revolucionaria, el disconformismo. El estetismo, la insatisfacción, el anhelo de realización individual y tantos otros fenómenos señalados como reveladores de un área cultural o de una época, son expresiones del mundo urbano. No parece necesario agregar los problemas inequívocamente relacionados con él: la vivienda, los transportes, los suburbios aristocráticos, las ciudades y barrios precarios, el humo, los residuos, las colas. Podría agregarse que buena parte de los problemas que no son del mundo urbano se definen en alguna medida con relación a él, empezando por el problema del éxodo rural. Son problemas de cada ciudad, pero la escala en que se comprenden y en la que puede vislumbrarse su desarrollo futuro es la del mundo urbano, la más ingente de las creaciones y en la que se expresa el más alto índice de sofisticación que el hombre haya alcanzado.
CAPITULO I
L A C R E A C I O N U R B A N A
El mundo urbano en su conjunto y las ciudades que lo integran constituyen una creación multiforme que entraña una constante revolución estructural. La creación urbana ha dejado su huella sensible en la ciudad física pero no se ha agotado con ella. Ha dado origen también a cierto tipo de sociedades, a determinadas estructuras, a singulares modos de mentalidad y a un tipo peculiar de vida histórica que se manifiesta en todas las ciudades con algunos caracteres pero que adopta en cada una de ellas un carácter singular. La creación urbana tiene una faz fáctica y una faz ideológica; al desarrollarse yuxtapone a las ciudades reales otras formas: las ciudades simbólicas y las ciudades utópicas, esto es, ciertos modelos interpretativos y modelos proyectivos que jugarán dialécticamente con la ciudad real. Los grupos sociales que desencadenan la revolución estructural de la que nace o en la que se renueva el mundo urbano constituyeron en cada circunstancia un tipo de sociedad que, por la potencia concentrada que acumula en las ciudades, pero sobre todo por la peculiaridad de su composición y de su ordenamiento interno, no pueden fijar lasestructuras sino en escasa medida y por plazos breves. Aun entonces la revolución estructural se mantiene latente y vuelve a desatarse con variada intensidad cada vez que las sociedades urbanas modifican su composición interna y se altera la relación de fuerzas entre sus distintos grupos.
La creación urbana se manifiesta eminentemente en el vasto y difuso ámbito de la cultura occidental a través de las grandes explosiones urbanas: antes de la gran empresa romana, luego con ella, más tarde al producirse la revolución burguesa, después con la gran expansión oceánica opera constantemente con una tendencia propia del tipo de sociedad instituida primero sobre una economía mercantil; pero será sobre ese otro tipo que surge luego sobre una economía industrial. Las ciudades nacen entrelazadas, integradas no solo en su área regional y política, sino también en la red, a veces imprecisa y a veces rígida, del mundo urbano. En su fase originaria predominan los móviles preestablecidos que determinaron su aparición; pero luego las cambiantes sociedades urbanas definen las nuevas situaciones y por un juego de opciones sucesivas modifican o ajustan el plan primitivo: de la ciudad originaria – dependiente del designio que le dio origen – se pasa a la ciudad consolidada, hija de las situaciones históricas, con un principio de estabilización de sus estructuras y con su propio proyecto. Su vida histórica consiste precisamente en la realización de ese proyecto ajustado a los cambios que la sociedad urbana – una sociedad eminentemente histórica – introduce constantemente en las estructuras, que por tal circunstancia son también históricas.
1. La ciudad real
“La tierra es obra de los dioses – decía Varrón -, pero las ciudades fueron creadas por la mano del hombre”. He aquí el hecho primero. Hay una creación – colectiva o individual – nacida de un acto de voluntad que responde a ciertos móviles y de la que nace algo que antes no existía: una ciudad real, una nueva forma de realidad. (Agregar móviles)
Sobre un ámbito natural indiferenciado hasta entonces, pero que desde ese momento adquiere caracteres inequívocamente diferenciados, un individuo o un grupo social delimita un espacio según una escala que le permite su dominio inmediato. Signos reales – un surco, un muro, una empalizada – o signos imaginarios, consagran la delimitación física, imprimiéndole un carácter convencional de tipo religioso o jurídico. El recinto objetiva el acto creador y le infunde ese carácter; y un sitio dentro del recinto – uno entre todos – lo expresa de manera eminente: el templo, la fortaleza, el mercado. El recinto se subdivide. Se trazan calles, se reservan espacios libres, se señalan solares que luego se adjudican a los que eran los vecinos; algunos para edificios de carácter publico y otros para la viviendas, tiendas o talleres que establecerán los miembros del grupo que, en ese momento, es creado también – al igual que la ciudad física – como una nueva forma de realidad: una sociedad urbana. Un conjunto de normas se establece para regir su vida social, y tanto si son recién concebidas como si son preexistentes, constituyen también una nueva realidad desde el momento en que las adopta la nueva sociedad. La creación urbana se objetiva así en una ciudad fundada.
La fundación es la forma arquetípica de la creación urbana y adquirirá un carácter simbólico. Puede preexistir un núcleo preurbano, pero la fundación lo desvanece. La ciudad fundada tiene, desde el primer instante, una forma – física, social, institucional – y, como siempre, la forma es la expresión de un sentido. Por eso aquellas ciudades que han surgido espontáneamente tratarán de forjarse su propia leyenda y asumir de esa manera el símbolo de la ciudad fundada.
Ciertamente, la fundación es la forma arquetípica, pero ni es la única que adopta la creación urbana ni es la más frecuente. Puede ocurrir de otra manera. Mediante un conjunto de actos sucesivos e imprecisos, un grupo social difuso – esto es, imprecisamente constituido – comienza a establecerse en un sitio que considera apropiado para ciertos fines que se propone con diverso grado de claridad. Puede ser alrededor de un núcleo preexistente – un castillo, un monasterio, una vieja ciudad abandonada, una aldea – donde el grupo se radique sin planificación alguna, levantando sus precarias viviendas de acuerdo con la conformación del terreno, siguiendo las líneas de altura o el curso de los arroyos o cañadas, y aceptando la decisión de nuevos grupos o individuos que aspiran a ocupar los solares vecinos. Pero puede ser también allí donde no preexiste un núcleo: en un rincón protegido en la orilla del mar o de un rio, en una isla, sobre un vado o un recodo donde el río acumula fácilmente las aguas, en el lugar donde el rio deja de ser navegable, en un punto de un camino donde conviene o suele hacerse una etapa. Allí el grupo social constituye un polo que, poco a poco, crece y adquiere los caracteres de una ciudad. La creación urbana se ha objetivado en una ciudad espontanea.
A partir del momento en que surge, la ciudad comienza a vivir por si misma, a veces siguiendo tras los fines originarios y a veces apartándose de ellos. Mientras no ha consolidado sus estructuras, es la ciudad originaria, cuya vida histórica consiste precisamente en constituirla y consolidarla. Luego cuando el sistema normativo se institucionaliza y comienza a resistir la introducción de cambios, es la ciudad consolidada.
Pero en un momento cualquiera de su vida, la ciudad puede sufrir un cambio fundamental, sea en la composición de la sociedad, sea en su estructura. Una elite extranjera – como la de los lombardos, cahorsinos o judíos en las ciudades medievales, o la de una secta protestante en las ciudades modernas – puede instalarse en ellas; o puede incorporarse una ingente masa de población atraída por los altos salarios industriales; o puede un conductor político polarizar en cierto sentido las opiniones, y con ellas, todo un grupo social; o una revolución cambiar de raíz el sistema vigente. Cuando se opera un cambio de tal profundidad, la ciudad trastrueca el sistema de valores, modifica su tradición por un acto político e intelectual, altera sus modos de vida y orienta su comportamiento de allí en adelante de una manera diferente de la que hasta entonces predominaba. La creación urbana había tenido un sentido; pero la transformación le imprime otro, y ello equivale a una creación, hecha esta vez sobre una realidad ya existente. La tendencia, si el cambio es profundo, consiste en suponer que la ciudad ha renacido. La creación urbana se ha objetivado en una ciudad renovada.
En un cierto momento la ciudad puede ser destruida. La acción exterminadora de un enemigo puede destruir la ciudad física o puede despoblarla. Y una catástrofe natural o un incendio puede provocar los mismos resultados. Puesto que la ciudad es una creación, es posible su destrucción. También es una objetivación de la creación urbana la ciudad destruida.
Creada, originaria o consolidada, renovada o destruida, la ciudad se manifiesta como un producto de la vida histórica, y uno de sus caracteres fundamentales es su artificialidad. Está impostada sobre la naturaleza y las sociedades urbanas aspiran a sobreponerse a ella superando os riesgos que ofrece: el frío, el fango, las bestias feroces, las hambres, el desamparo, la soledad, el miedo. La muralla es un signo. Delimita el recinto urbano y separa el ámbito así circunscripto del mundo natural. En la ciudad se canaliza el agua hasta las fuentes, se acumulan los productos alimenticios, se construyen viviendas sólidas y confortables y, sobre todo, apretadas unas contra otras de modo que el hombre viva entre próximos solidarios, sus vecinos. Todo esto es artificial, como lo son los servicios que la ciudad crea y, sobre todo, el tipo de vida que se adopta. El reloj municipal distribuirá el tiempo de las sociedades urbanas; los atrios, las plazas y las tabernas ofrecerán el ámbito adecuado para la convivencia y el cambio de opiniones; las fiestas públicas congregaran a los vecinos y a los forasteros para celebraciones y entretenimientos desusados; aparecerán los juglares y en los atrios y en los tablados habrá representaciones teatrales en las que la artificialidad urbana alcanza un verdadero extremo; en las hosterías habrá banquetes y en las tabernas reuniones de jugadores animados por las jarras de vino. Todo esto es artificial. Pero también es artificial el paisaje urbano. La vista no se dirige hacia el infinito sino hacia la esquina próxima donde las calles se cortan combinándose las fachadas para configurar una suerte de escenario. La plazuela crea una singular perspectiva, con la iglesia o el palacio comunal o las arcadas o el monumento. Y el ojo se acostumbra a cortas distancias, como las que hay que recorrer para ir de un lado a otro: en la ciudad un kilómetro puede ser una caminata.
También es artificial el tipo de convivencia pública. Lo que vale en la ciudad no vale fuera de ella. Las asambleas están sometidas a reglamentos convencionales, la acción individual debe regirse por normas o costumbres exclusivas de la ciudad. Hay gestos que no pueden hacerse y palabras que no pueden pronunciarse, porque lo veda la “urbanidad”, esto es, el conjunto de usos que en la ciudad tiene vigencia. Hay convenciones que no pueden olvidarse: saludar al vecino, ofrecer ayuda al necesitado, correr hacia el incendio; auxiliar al enfermo; y además alegrase con las alegrías del vecino y entristecerse con sus tristezas, acudiendo a los bautismos, los entierros, los esponsales. Todas son exigencias de la urbanidad. Un habla urbana identifica y une a quienes están arraigados en la ciudad
La urbanidad ha heredado o remeda los modos de la cortesía. Las clases altas de la sociedad urbana imitan las maneras de los señores, sus hábitos, sus formas de trato. La ciudad es tan artificial como empezaron siéndolo las cortes -nacidas en el seno de las aristocracias por un factor análogo al que suscitó la ciudad-, pero multiplica y generaliza la superficialidad. Las normas de sentir, de juzgar, de valorar, van ganado en sofisticación. Cada ciudad tiene un índice de sofisticación, y en cada época ese índice varía. La sociedad urbana es muy compacta y tiene fuertes tensiones interna en ella, los sentimientos, los juicios, los valores se expresan, se comunican, se corrigen, se homogeneizan y terminan por expresar vagamente tanto una actitud individual como una actitud colectiva. La sofisticación es el fruto de la singular forma de comunicación que la ciudad crea, nerviosa, difusa, en cuyo mecanismo aparece, junto al mensaje directo, de persona a persona, el rumor que se elabora anónimamente en los mentideros – plazas, atrios, tabernas – o que se echa a andar deliberadamente contando con su inmediata elaboración colectiva y anónima. El estrecho control social de la sociedad urbana descalifica a quien siente, juzga o valora de manera demasiado distinta de la predominante en los círculos de prestigio. El prestigio es, en las sociedades urbanas, el más claro signo de la sofisticación y la artificialidad que caracteriza a la ciudad. Clasifica a los grupos y a los individuos con un criterio indefinible e inapelable, y clasifica los actos, las creaciones, los objetos. La moda, la momentánea preferencia por una costumbre, por un objeto, por una forma, promueve la polarización de las opiniones y aglutina o diferencia los grupos sociales. Una corriente de sofisticación intercomunica el mundo urbano y manifiesta su presencia a través del trasvasamiento de sus dictados.
Pero la ciudad no solo es artificial. También es revolucionaria. Su creación conmueve el área donde se establece y, cualesquiera sean sus móviles, modifica la estructura vigente hasta entonces en ella.
Los móviles de su creación pueden ser económicos. La ciudad es el ámbito natural para cierto tipo de actividades que en las áreas rurales no pueden sobrepasar cierto grado de desarrollo. Las artesanías y el comercio requieren centros compactos donde converjan nutridos grupos humanos de productores y de consumidores. Un mercado, una factoría, un puerto no pueden funcionar sino en centros urbanos. Peroen cuanto surge con esos caracteres, la ciudad modifica la estructura de la economía del área. Si se caracterizaba antes por el predominio de una economía natural, la ciudad le contrapone una economía de mercado que la altera sustancialmente, y donde tal sistema ya existía, lo altera con la creación de otro polo que implica un nuevo equilibrio. La presencia de grupos extraños al área con especial experiencia en un tipo de actividad – manufacturera, industrial, financiera, mercantil – impone un cambio profundo en la situación en virtud de las nuevas actividades económicas que incorpora. Y la orientación que el poder político imprima a la ciudad, apoyada en su fuerza, introduce un factor nuevo en la situación anterior. La estructura tradicional acusa siempre el golpe.
Los móviles también pueden ser sociales. Un grupo social o un poder político pueden abrigar el designio de provocar un cambio en la composición de la sociedad global de cierta área, instalando en su seno una concentración urbana en la que el nuevo grupo social opere como agente del cambio. Las clases señoriales o terratenientes verán disminuidos su influencia y su poder al aparecer un núcleo social que no depende de ellas y que tiene autonomía política y un régimen jurídico distinto del que poseen los grupos sometidos a su autoridad. Y un grupo social puede, por su cuenta, abrigar el designio de salir de la estructura social e integrarse en una estructura urbana donde las expectativas sean mejores: actividades económicas diversificadas y ajenas al control de la estructura tradicional, nuevas posibilidades de ascenso social y de obtención de un nuevo status jurídico que asegure el goce de ciertas libertades imposibles en la situación anterior. Pero los móviles también pueden ser políticos. La instalación de un foco de poder político y militar concentrado en un ámbito urbano otorga automáticamente a quien lo controla una enorme capacidad de maniobra sobre el área circundante. Y en todos los casos, la estructura tradicional queda conmovida en sus fundamentos, y se abre una etapa de reajuste del poder económico, social y político.
Creación artificial y revolucionaria, la ciudad real expresa y cumple un designio; pero no solamente un designio genérico, sino también un designio circunscripto y concreto, tal como es elaborado por una circunscripta y concreta sociedad urbana, establecida en un determinado sitio de una determinada área y que asume todas las implicaciones de la situación en la que se inserta. De la estrecha y constante comunicación entre sus miembros, del permanente examen de los hechos, de la cotidiana busca de fórmulas conciliatorias que neutralicen el juego de las actitudes y las opiniones encontradas o de la ocasional polarización alrededor de una de ellas, resulta la singular e intransferible fisonomía que cada sociedad urbana ofrece diferenciándola de las demás, aunque coincida con ellas en ciertos rasgos básicos y en la orientación general de su comportamiento. Cada ciudad tiene un estilo que se manifiesta en el modo de vida de su sociedad urbana, por debajo del cual asoma un tipo predominante de mentalidad. Como toda creación, la creación urbana se individualiza por debajo de la homogeneidad del sistema en el que está inscripta.
Pocos impactos han sido tan poderosos como el que ha provocado la creación urbana. Por la audacia del designio y por la magnitud del esfuerzo requerido para llevarlo a cabo, la ciudad real ha parecido siempre un caso límite de la capacidad creadora y, considerada genéricamente, se transformó en uno de los símbolos más altos de la creación humana: Babel desafiando a Dios. Pero no sólo se convirtió en un símbolo genérico. Cada ciudad singular en la que uno de sus rasgos alcanzó su grado optimo y máximo de significación se convirtió a su vez, en un símbolo particular de lo que ese rasgo entrañaba. Independientemente de lo que la ciudad era, su nombre se identificó con ese rasgo eminente. Así surgió, flotando por encima de las ciudades reales, un cuadro de ciudades simbólicas que fueron, en rigor, modelos interpretativos de la infinita variedad de formas que adoptó la vida histórica del mundo urbano. Un nombre simbólico constituyó una explicación y, como el de la Jerusalén celeste, pudo transformarse en una ideología.
2. La ciudad simbólica
“Así la ciudad terrestre nos presenta dos figuras: una que manifiesta su propia presencia, otra cuya presencia sirve de símbolo a la ciudad del cielo”, decía San Agustín en el libro XV de La ciudad de Dios. He aquí indicado el segundo hecho. Realidad compleja e intensamente operativa, creación artificial y revolucionaria, la ciudad se trasmuta en un ente, se personaliza y la creación urbana se manifiesta finalmente en la constitución de un símbolo. Del cielo, unas veces, como en la Jerusalén celeste, o de la tierra. La ciudad es, en general, un símbolo de la creación – del acto creador y de la cosa creada -; pero cada ciudad en particular puede llegar a ser un símbolo individual si su nombre y su imagen se identifica y consustancia indisolublemente con algo que la ciudad expresa o significa de manera singular y eminente: un origen, un modo de vida, una función, un paisaje. La creación urbana se manifiesta también, pues, instalando en la estructura ideológica un modelo interpretativo de la realidad: la ciudad simbólica.
Como modelo interpretativo, la ciudad simbólica se vuelve sobre la ciudad real que le da origen desvaneciendo totalmente sus otras imágenes posibles y reduciendo su compleja realidad a los términos que nutren el símbolo. A veces no es uno solo sino varios símbolos los que pueden corresponder a la misma ciudad. Pero luego se independiza de ella, conservando su nombre, y se transforma en un ente significativo por si mismo. La ciudad simbólica opera entonces sobre la imagen de las demás ciudades reduciéndolas a ese modelo para subrayar un rasgo, interpretar su realidad y caracterizarla de manera sintética y al mismo tiempo valorativa.
Tal significación alcanza la ciudad como símbolo que, creados éstos con una pura proyección de la experiencia urbana, se crean luego, para apoyar el símbolo, ciudades imaginarias en las que el origen, el modo de vida, la función o el paisaje mostraban ostensibles y puros algunos de sus caracteres.
Ciudades simbólicas son las dos ciudades imaginarias que describe la Ilíada en el pasaje llamado “el escudo de Aquiles” (XVIII, 490 y ss.), la que describe Hesíodo en El escudo (270 y ss.). También lo es la que el poeta de Gui de Bourgogne llama Montorgueil, “una ciudad de la seda” por el lujo con que visten las damas, los caballeros y los burgueses; las que describe Chrétien de Troyes en Perceval y en Erec et Enide, con prósperos burgueses, cambistas y artesanos; o las más legendarias aun, Camelot, Ys o Vineta.
Ciudades simbólicas de un paisaje urbano reveló la pintura. Cimabue las creó en la Visión de Cuatro vientos y en los Cuatro Evangelistas, ambas composiciones en la basílica superior de Asís, y Ducio di Buoninsegna en el retablo de la Maestá (Frick Coll.). Ambrogio Lorenzetti ideó la ciudad sobre el mar y la ciudad sobre el lago; Mantegna la ciudad amurallada, tal como la representó en la Camera degli sposi en el Castillo de Mantua y Greco en la ciudad esfumada que puso como fondo al Laoconte. Peo también la reveló el lenguaje poético. El Gui de Bourgogne describe Luiserne y Maudrane, con puertas, murallas y mármoles grises y verdes; María de Francia evoca en Yonec una ciudad “toda rodeada de muros. No hay casa ni torre que no resplandezca como la plata”; en la fábula de Partenopeus de Blois las murallas de la ciudad son de mármol rojo y blanco; y en Le bel inconnu de Renaut de Beaujeu la ciudad de Senaudon aparece como “la ciudad vacía”. Trapalanda, la Ciudad de los Césares, fueron creaciones imaginarias que adquirieron fuerza inmensa durante la conquista de América, simbolizando la ciudad rica en oro y plata, y la segunda la inmaterial figura de una ciudad errante.
Invenciones abstractas, las ciudades imaginarias reflejaron tendencias profundas, y a veces coincidieron en lo sustancial con las ciudades reales. Pero los símbolos creados sobre éstas tuvieron más fuerza operativa.
Las ciudades que simbolizaron un origen representaron, todas, el impacto que producía la creación urbana. El símbolo se consolidó alrededor de la ciudad fundada, erigida por hombres que ponían sobre la naturaleza algo que antes no existía. Pero en la tradición judeocristiana el símbolo de la ciudad fundada destacó “la impiedad soberbia” de la creación urbana, en tanto que en otras tradiciones apareció vinculado a la estrecha alianza entre hombres y dioses.
Henoc – recuerda el Génesis (IV, 17)- fue fundada por Caín, el labrador, el matador de su hermano Abel y por eso mismo arquetipo del mal. En San Agustín se la advierte ya como símbolo de esa ciudad terrestre que, más tarde, se encarnará en Roma. Los descendientes de Noé, “hallaron una vega en la tierra de Sennaar, donde hicieron asiento. Y se dijeron unos a otros: Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún en lugar de argamasa; y dijeron: Vamos a edificar una ciudad y una torre, cuya cumbre llegue hasta el cielo; y hagamos celebre nuestro nombre antes de esparcirnos por toda la faz de la tierra”. Innovación y soberbia parecen unidos en la visión judeocristiana de la creación urbana. Dios descendió para ver la ciudad y la torre y se propuso impedir que fueran erigidas, para lo cual confundió las lenguas: “y cesaron de edificar la ciudad”. Así nació Babilonia según el Génesis (XI, 1 y ss.), ciudad fundada por la voluntad humana y como un desafío a la voluntad divina.
En la tradición grecolatina el símbolo de la ciudad fundada recoge un elemento religioso. Los dioses han contribuido a la fundación de la ciudad. Son semidioses los que fundan Troya, Atenas o Tebas, y es el propio Poseidón el que, por orden de Zeus, trabaja durante un año entero para cercar la sagrada Troya “con un muro ancho y hermosísimo para hacerla inexpugnable”, según la Ilíada (XXI, v, 446 ys.). Rómulo quiso que los fundamentos de la ciudad de Roma fueran puestos “según los ritos sagrados” (Cicerón, República, II, iii), y acudió a “ciertos varones de Etruria” que “con señalados ritos y ceremonias hacían y enseñaban hacer cada cosa a manera de una iniciación” (Plutarco, Rómulo, XI). Y el fundador, que había matado a su hermano, fue empero divinizado bajo el nombre de Quirino. Igualmente, en la tradición de las culturas americanas la ciudad fundada está unida a la acción divina. El dios Huitzilopochtli señalo un sitio preciso a los aztecas enviándole un sueño a un sacerdote; y al comunicarle dijo: “Este lugar manda se llame Tenochtitlán para que en él se edifique la ciudad que ha de ser reina y señora de todas las demás de la tierra” (Códice Durán). Y el inca, hijo del sol, a quien su padre envió a la tierra para que los hombres recibieran de él “preceptos y leyes en que viviesen como hombres de razón y urbanidad, para que habitasen en casas y pueblos poblados, fundó la ciudad de Cuzco y eligió el lugar según las indicaciones precisas que el propio Dios le había dado (Garcilaso, Comentarios reales, I. III).
La creación implicaba la posibilidad de la destrucción, y al símbolo de la ciudad fundada se opuso el de la ciudad destruida. En la tradición hebreo cristiana no es solo Babilonia la que encarna ese símbolo. Sodoma y Jericó y la propia Jerusalén son destruidas por designio de Dios y comocastigo. Cuando el símbolo de la ciudad destruida se crea, en cambio, sobre experiencias del mundo grecolatino, se nutre con elementos profanos. Es la fuerza, la voluntad humana la que origina la destrucción: así aparece encarnado en las ciudades de Troya y Tebas, en las de Sagunto, Numancia, Cartago y Jerusalén. Pero no falta una ligera relación con los modos de vida en el caso de Sybaris y en el de Pompeya, esta última destruida por una catástrofe natural. En el mundo moderno, Guernica o Hiroshima han asumido el mismo papel simbólico como expresión de la voluntad humana de destrucción .
Una trasmutación del orden de la ciudad, su consolidación gracias a una nueva ideología o sistema social o la unificación de varios distritos desencadenó el símbolo de la ciudad renovada, como fruto de una palingénesis que equivalía a una nueva fundación. La ciudad renovada asumió la experiencia de un reajuste o cambio de la tradición y del delineamiento de un nuevo estilo de vida o un nuevo programa para el futuro. Una misma sociedad, encuadrada dentro de un mismo paisaje urbano, parecía de pronto un ente distinto.
Tres grandes ciudades del mundo latino fueron símbolos de una renovación sustancial. Se consideró que la verdadera fundación de Atenas correspondió al sinecismo de Teseo, esto es, la unificación de varias aldeas para formar una sola ciudad con un solo gobierno. Una segunda renovación produjo Solón, el sabio legislador idealizado, al imponerle nuevas leyes. Una renovación semejante fue la que operó Licurgo en Esparta o la que instauró Numa en Roma. El renovador de la ciudad está, según su imagen legendaria y simbólica, por encima de las contingencias históricas y de las pasiones humanas, y al asumir su misión cuenta de alguna manera con el auxilio divino. Sólo a partir de la instauración del orden que ellos crean para sus ciudades adquieren éstas su fuerza y, sobre todo, su carácter definitivo. La pequeña Bizancio, trasmutada en la Constantinopla imperial y cristiana, con sus muros y sus nuevos palacios y templos, creó un modelo. Una vez más se renovaría la ciudad cuando la conquistaron los señores occidentales a principio del siglo XIII, como se renovarían las ciudades islámicas que ocuparon los cristianos: Jerusalén en primer término, Antioquia, Acre y luego las ciudades ibéricas: Lisboa, Córdoba, Sevilla, Zaragoza. Y refiriéndose a Cuzco dice el cronista Cieza de León: “La reedificó y tornó a fundar el adelantado don Francisco Pizarro, gobernador y capitán general destos reinos”.
La renovación fue en ocasiones el resultado de una experiencia galvanizadora que modificó la sociedad urbana, aglutinándola ante el peligro o a causa de una decisión colectiva, desplazando ciertas élites y reemplazándolas por otras, o uniéndolas atrás de un nuevo jefe. El asedio y la insurrección fueron las experiencias que más hirieron la imaginación y suscitaron de manera más clara la creación de símbolos: el de la ciudad sitiada y el de la ciudad insurrecta. Troya y Tebas fueron viejos símbolos de la ciudad sitiada; pero muchas otras lo encarnaron luego: Numancia, Calais, Constantinopla, Granada, Corinto, Viena, La Rochela, Dantzig, Barcelona, Zaragoza, Sebastopol, Metz, París. Los sufrimientos, el peligro y la desesperación obraban compactando la sociedad urbana, mancomunando sus esfuerzos y unificando sus ideales, al tiempo que se acentuaban en ella los caracteres de sociedad clausa, propios siempre de la ciudad y extremados cuando se cerraban constrictivamente los bordes. París, por su parte, nutrió el símbolo de la ciudad insurrecta, aglutinada alrededor de una decisión colectiva que imprimía distinta significación a cada uno de los grupos de la sociedad urbana y sometía a todos ellos a un nuevo destino común.
Fundadas y consolidadas, las ciudades desarrollaron formas de vida análogas dentro de cada área y cada época; pero cada sociedad urbana cultivó con más intensidad – permanentemente o en un cierto periodo muy significativo – un modo singular, en el que adquirían relieve ciertas tendencias, quizás de sus grupos predominantes o a veces del conjunto de la sociedad. Esos modos se hicieron a veces tradicionales, fueron estimulados por la persistencia de circunstancias favorables, y trascendieron conformando la imagen de la ciudad, que por esa vía se transformó en un símbolo: símbolo de un modo de vida.
La libertad de las costumbres o la indiferencia frente a conductas juzgadas reprobables en otras ciudades transformaron en símbolo de un modo de vida sensual o depravado a Babilonia, Sodoma, Sybaris, Pompeya, la Roma imperial, Capua, Alejandría. Giotto hizo de Arezzo el símbolo de una ciudad poseída por los demonios.
La tolerancia y el estímulo de usos considerados viciosos hicieron de Montecarlo, de Las Vegas, de Shangai o Hong Kong símbolos de un modo de vida vicioso o inmoral. La Ginebra de Calvino, la Florencia de Savonarola o el Boston puritano fueron símbolos de un modo de vida austero; Brujas o Toledo, un modo de vida melancólico. Inversamente, Sevilla, Granada, Nápoles Rio de Janeiro, Niza, las “ciudades de carnaval” o las “ciudades de ocio” o descanso fueron símbolos de un modo de vida espontáneamente alegre. Otro tipo de alegría más convencional aparece en las ciudades que conservan la tradición cortes o cortesana, o que la imitan; la Worms en el poema de los Nibelungos, la Viena imperial, el París de Napoleón III y de la “belle époque”, el Munich de los reyes de Baviera, Venecia, Weimar simbolizan ese modo de vida cortesano.
En símbolos se transformaron también las ciudades cuando su función eminente predominó de tal manera que impregnó totalmente su fisionomía. Bolonia, El Cairo, Oxford, Salamanca o Coimbra fueron símbolos de la ciudad universitaria o sabia. Las capitales y especialmente las grandes capitales mundiales donde estaban instalados los grandes centros de decisión, se tornaron símbolos de las ciudades de poder, como Roma, Toledo, Viena, Londres, París o Washington. Aquellas en las que se instauró obstinadamente un sistema político, social o religioso se tornaron símbolos de la ciudad ideológica, como Esparta, Venecia, Ginebra en la época de Calvino, Boston, Filadelfia, New Rochelle o Salem en Estados Unidos, o Moscú, o como Greco concibió a Toledo, intemporal aldea; y símbolos de ciudad-santuario fueron los grandes centros religiosos, como Benarés, Jerusalén, Roma, Santiago de Compostela o el Cuzco, algunas de las cuales tenían, además, el carácter simbólico de ciudades madres de una tradición cultural, compartiéndolo con otras seculares, como Atenas o Roma clásica. Símbolo de ciudad mercantil llegaron a ser Cartago, Troyes, Génova o Ámsterdam, y de ciudad industrial Manchester o Detroit.
La estructura y el paisaje urbanos crearon también un vasto conjunto de símbolos. Unas ciudades fueron símbolo de una atmósfera luminosa, como Florencia, y otras de una atmósfera neblinosa, como Londres. Se crearon símbolos según los colores predominantes: hubo la ciudad dorada, la ciudad azul, la ciudad roja. Los elementos predominantes de una singular topografía urbana originaron símbolos: la ciudad en el fondo de una bahía como Nápoles; la ciudad marítima sobre una colina como Génova; la ciudad sobre una confluencia, como Lyon o Coblenza; la ciudad sobre un lago, como Ginebra o Estocolmo; la ciudad en medio de la selva, como Manaos; la ciudad del oasis, o de la meseta. Las construcciones prominentes de la ciudad originaron símbolos: la ciudad de las torres, como Bolonia o San Gimignano, o e una torre insoslayable, como Sevilla, la ciudad de las murallas, como Ávila, la ciudad de las iglesias, como Bahía; la ciudad de las fábricas, como Pittsburgh, la ciudad de los rascacielos, como Nueva York, la ciudad de las mezquitas, como Marrakech, la ciudad de arcadas, como Santiago de Compostela, la ciudad de las fuentes, como Roma, la ciudad de los balcones, de los teatros, de los palacios. Y el trazado mismo de la ciudad originó símbolos: la ciudad de los canales, como Venecia, Amiens, Ámsterdam, Estrasburgo; la ciudad de los bulevares, como París; la ciudad de las autopistas, como Los Ángeles; la ciudad de las callejuelas, como Toledo.
La ciudad simbólica es el producto de una persistente tendencia a concebir la ciudad como un conjunto unitario y homogéneo en el que es fácil discernir los caracteres esenciales y eminentemente significativos. Así pensada, la diversificación de la ciudad la desnaturaliza al esfumarse el designio que le dio origen, los modos de vida, las funciones y el paisaje propios de la ciudad originaria o consolidada. La ciudad simbólica recoge y fija esos elementos, desvanecidos en la ciudad diversificada. En rigor la ciudad simbólica se construye sobre juicios de valor. La fundación y la renovación de la ciudad real no entrañó, sin duda, los caracteres excluyentes que la ciudad simbólica le asigna; es esta la que los abstrae precisándolos, acentuándolos y otorgándoles un valor eminente, frente el cual cae el valor de los caracteres que la vida histórica ha ido creando en la ciudad real a medida que se diversificaba. La diversificación altera la fisionomía de la sociedad urbana originaria, y la sociedad simbólica opone al modelo de la sociedad diversificada el modelo de la ciudad homogénea, porque como dice Dante Alighieri pensando en la Florencia de su tiempo, “siempre fue origen de males en las ciudades la confusión de las personas, como lo es en el cuerpo la mezcla de los manjares” (Comm., Par., XVI, 67 y s.). La ciudad simbólica juzga siempre positivamente la sociedad homogénea y compacta. Igualmente juzga sobre los modos de vida y califica la ciudad real según aquel que domina en ella, juzga sobre las funciones que la ciudad real asume y juzga sobre el paisaje urbano, suponiendo en todos los casos que la homogeneidad y coherencia es un valor más alto que la diversificación y yuxtaposición de caracteres diferentes.
Encarnación de una ciudad real, la imagen que crea la ciudad simbólica se vuelve sobre todo el mundo urbano operando como un polo de comparación o un modelo interpretativo que neutraliza las imágenes complejas de las ciudades reales y procura reducirlas a los elementos que están implícitos en el símbolo. En la estrecha y constante intercomunicación del mundo urbano, los símbolos representaron esquemas para la interpretación y la valoración. El mundo urbano se enriqueció con las ciudades simbólicas, que formaron parte de él junto a las ciudades reales, pero en el plano de la estructura ideológica. Del juego dialéctico entre la ciudad real y la ciudad simbólica debían nacer ciertas tensiones, que algunas veces desembocaron en el designio de modificar el sentido de la creación urbana. Todo modelo proyectivo concluyó en una ciudad utópica.
3. La ciudad utópica [En las versiones iniciales, “La ciudad ideal”]
“Porque Platón eligió cómodamente un área para construir una ciudad a su arbitrio, y sin duda logró hacerla insigne; pero muy alejada de la realidad humana y de las costumbres históricas”, le hace decir Cicerón a Lelio en La República (II,xi), para destacar el rigor histórico de las observaciones de Escipión sobre la constitución de Roma. Así queda señalado el tercer hecho. Por encima de la ciudad real y también de las experiencias que hacen de ella y quedan decantadas en símbolos interpretativos, la creación urbana se emancipa de toda constricción histórica y opera libremente en un plano racional, instalando en la estructura ideológica un modela proyectivo de la realidad: la ciudad utópica.
Como modelo proyectivo, la ciudad utópica es concebida y desplegada a partir de experiencias y valoraciones negativas de la ciudad real, de la que se juzga que exige una renovación total o acaso su abandono. En rigor, la ciudad utópica no intenta corregir la ciudad real puesto que no es homogénea con respecto a ella. La ciudad utópica niega los principios mismos de la ciudad real, y la condena; pero no sobre la base de objeciones accidentales sino a partir de ciertos símbolos muy precisos que se refieren a sus fundamentos mismos. Sin duda el símbolo fundamental que se vuelve tras la ciudad real es el de la ciudad como expresión de una ciudad compacta y homogénea. La ciudad real, cuando alcanza cierto desarrollo, tiende a diversificarse y acaso a tornarse multitudinaria. Los fenómenos que entonces se producen se contrastan con aquel símbolo y se juzgan como reveladores de un cambio sustancial, de una perversión. Acaso el símbolo de la ciudad compacta y homogénea no corresponde a la ciudad misma sino al recuerdo idealizado de la aldea originaria que subyace en cada ciudad; pero de hecho está instalado en el trasfondo de la imagen de cada ciudad. Y a partir de él, la ciudad utópica se concibe como un retorno a ella o como una instauración consciente de tal esquema protegido por un sistema que evite su declinación.
La ciudad utópica desarrolla un símbolo y pretende transformar una abstracción en una realidad. Un ingente esfuerzo intelectual se desarrolla para hacer compatible el ideal con la realidad eligiendo cuidadosamente los factores de la realidad para presentar la ciudad utópica como verosímil. Como modelo proyectivo, la ciudad utópica no es sólo una ciudad, sino más bien un tipo de sociedad; pero es precisamente la sociedad urbana la que ha suscitado las experiencias que desencadenaron la formulación de la sociedad utópica, y es, además, aquella que se puede aprehender intelectualmente ofreciendo los esquemas básicos para el modelo proyectivo. A diferencia de la sociedad global, la sociedad urbana puede pensarse como delimitada y circunscripta y parece susceptible de ser mantenida dentro de límites prefijados, controlando en consecuencia su desarrollo si se pueden establecer ciertos controles. Puesto que la sociedad urbana se presenta como racionalizable, parece posible construir sobre su esquema una ciudad utópica.
Dos esquemas han servido de base a la creación de la ciudad utópica, y han dado origen a dos tipos de modelo proyectivo: el de la ciudad utópica nostálgica y el de la ciudad utópica innovadora.
El esquema de la ciudad utópica nostálgica nace de la experiencia de las ciudades griegas – metropolitanas y coloniales – y se renueva con la de las ciudades mercantiles que surgen en Europa con la revolución burguesa. En una y otras la primitiva ciudad compacta y homogénea sufre las consecuencias de un intenso desarrollo socioeconómico al que siguen profundos cambios políticos e institucionales que se operan a través de agitados y violentos procesos. Tanto la sociedad de las ciudades griegas como la de las ciudades mercantiles europeas vieron desaparecer su primitiva estructura no solo a causa del desarrollo demográfico que experimentaron sino también en razón de la acelerada movilidad social que trajeron las nuevas formas de la economía. Los grupos plutocráticos predominaron y la propiedad tendió a concentrarse. Así, el crecimiento trajo consigo un rápido cambio en la fisionomía de la ciudad, que de compacta y homogénea pasó a ser multitudinaria y diversificada.
La percepción de esta transito como un proceso de declinación o decadencia condujo a una idealización de las formas primitivas de la ciudad y suscitó un anhelo de la restauración del orden, que alcanzó una forma extrema en la concepción de la ciudad estática de San Agustín, en la ciudad celeste. En el cuadro agustiniano, la ciudad celeste se opone a la ciudad terrestre, esto es, la ciudad real, la ciudad que albergaba la sociedad humana, nacida del pecado original proclive al olvido de Dios y condenada al mal. Como sociedad humana era histórica y, en consecuencia, transitoria e inestable, y al caracterizarla se recogían los signos de la ciudad multitudinaria, diversificada y caótica, plutocrática y convulsionada por el juego de las pasiones. Frente a ella, San Agustín erige el modela de la ciudad celeste, cuya realización plena solo podía darse fuera del mundo pero que la ciudad real podía imitar en alguna medida. La ciudad celeste estaba ajena a la inestabilidad histórica– puesto que la sociedad no se renovaba permanentemente según la sucesión de las generaciones – y también a la inestabilidad natural, ya que no operaban en su seno las pasiones humanas; gracias a ello la ciudad conocería la felicidad eterna y poseería la unidad intrínseca que le otorgaba la unidad de la fe. Este esquema es el que recogería Dante Alighieri, contraponiendo la “ciudad doliente” a la bienaventuranza del Paraíso.
Pero este modelo de la ciudad inmutable había sido trazado antes de San Agustín y fue repetido después de él, y no en términos absolutos sino en términos históricos. Faleas de Calcedonia e Hipodamo de Mileto – según Aristóteles, Política, II, 4 y 5-, y La República proyectaron una ciudad utópica en la que el principio de la comunidad de bienes debía evitar las derivaciones propias del desarrollo económico mercantil, y con ellas, las de una sociedad multitudinaria y diversificada y desprovista de unidad interna. Platón apeló al ejemplo de la sociedad espartana para proyectar una sociedad tan inmovilizada como fuera posible imaginar y rechazó todos los valores de las nuevas sociedades mercantiles; cada individuo estaba situado en su propio escalón, y la movilidad social no era imaginable dentro de su esquema, en el que la comunidad de ideas y creencias estaba descontada.
Después de San Agustín, el modelo de la ciudad estable, socialmente compacta e ideológicamente homogénea, aparece en los utopistas del siglo XVI, en la Utopía de Moro, en Ciudad del Sol de Campanella, en la Nueva Atlántida de Bacon. Una sociedad limitada en su número y ordenada dentro de un rígido esquema social preestablecido sorteaba los peligros de la libre movilidad social – con la que todo orden posible quedaba comprometido – gracias al principio estabilizador de la comunidad de bienes y de la fijación de la función social de cada grupo. Como Platón, los utopistas del siglo XVI reaccionaban frente al espectáculo de las ciudades mercantiles. Pero por la misma época reaccionaban justamente contra esos fenómenos y contra la heterogeneidad ideológica los grupos protestantes. En 1534 Juan de Leiden intentaba crear la nueva Jerusalén en la ciudad de Münster y establecía, como lo había hecho Platón, no solo la comunidad de bienes sino también la comunidad de las mujeres y la unidad ideológica. Con una distinta concepción social intentó Calvino su nueva Jerusalén; ciudad burguesa, Ginebra vio establecida una unidad social y religiosa mediante recursos coactivos.
Pero el ejemplo de la pequeña comunidad ideológicamente homogénea fue tan vigoroso que muchos reformados soñaron con establecerla en el Nuevo Mundo, que por ser nuevo no tenía el peso de las tradiciones históricas locales. Los puritanos fundaron ciudades ideológicas – Boston, Providence, Newport – como lo harían los cuáqueros, los hugonotes y los husitas. Las misiones organizadas por las órdenes religiosas o los pueblos que estableció Vasco de Quiroga en México probaban que esa idea cuajó también en el mundo católico.Mucho más tarde, cuando el impacto de la sociedad industrial acentuaba la diversificación de las sociedades urbanas, los falansterios de Fourier o la Icaria de Étienne Cabet retomaron el tema obsesivo de una humanidad organizada en pequeñas comunidades – la ciudad compacta y homogénea – en la que el número limitado de ciudadanos y el control social aseguraban un orden permanente, traducido en estabilidad y coherencia interna. La ciudad limitada, constreñida en su desarrollo social, debía reunir claros caracteres físicos que recordaban la aldea primitiva y luego la ciudad gótica: una ciudad murada sin expansión posible, centrípeta y vuelta sobre sí misma, ordenada en su distribución urbana según los principios inamovibles de su organización social.
El esquema de la ciudad utópica innovadora nace con las experiencias urbanas del periodo helenístico, reaparece en Europa en el transito del siglo XV al XVI y se renueva con caracteres inesperados tras los impactos de la revolución industrial. En todos esos casos la vida urbana había sufrido alteraciones profundas, determinadas por una aceleración muy intensa del ritmo de cambio. Una activación de la vida económica, producida dentro de un área amplia y promisoria, originó una fuerte concentración urbana. Gente de la región rural circunvecina, pobladores de otras ciudades menos activas y extranjeros vinculados a actividades diversas habían renovado la sociedad urbana, provocando una diversificación ideológica y la coexistencia de una pluralidad de costumbres y tradiciones. Es entonces cuando se advierte que el hábitat urbano tradicional es inadecuado para las nuevas formas de vida urbana.
Lo importante es que ese tránsito de una sociedad urbana más compacta a otra menos compacta y más diversificada, de una sociedad ideológicamente más homogénea a otras menos homogénea, fue percibido esta vez como positivo. La estabilidad de la situación y la apertura que ofrecía arrastró el conformismo de vastos grupos y descartó el anhelo de retrotraerla a la del pasado, así como también toda nostalgia de los contenidos ideológicos del pasado. Por el contrario, el dinamismo del cambio, el tipo de vida histórica que se conjugaba con él, la sociedad diversificada social e ideológicamente y el enriquecimiento de las experiencias humanas que esa diversificación corporizaba, todo ello provocó una fuerte adhesión al cambio y un deseo de estimularlo, facilitándolo para que se acelerara e intensificara. Aceptado todo el contexto, la ciudad física real pareció una estructura rezagada e inerte, y sobre su transformación se polarizaron todos los esfuerzos. Así nació el esquema de la ciudad utópica innovadora y progresista, esquema ajeno a toda consideración de orden social o moral y relacionado fundamentalmente con la necesidad de ajustar el hábitat urbano al nuevo modo de vida. Dadas las funciones que la ciudad debía cumplir, la ciudad utópica debía ser funcional.
El designio de la ciudad utópica innovadora y progresista fue el planeamiento. La ciudad no sólo debía modificarse rápidamente para que ajustara los cambios que se habían producido; era necesario también que tales modificaciones no cerraran la posibilidad de modificaciones futuras, sino que por el contrario se adaptaran a un plan de cambio constante, con el que se ajustarían a las exigencias que irían apareciendo. La ciudad utópica, pensada para una sociedad muy móvil y diversificada, se alejaba del modelo centrípeto; era una ciudad necesariamente centrifuga, pero el planeamiento debía evitar que fuera caótica, articulando los espacios en un juego abierto que no se terminara en cada etapa. Una ciudad física planeada – racional pero dinámica – debía ser apta para albergar una sociedad diversificada social e ideológicamente, cuya vida histórica estaba comprometida con el cambio socioeconómico.
En el mundo helenístico se elaboró el esquema de una ciudad innovadora y progresista. Enclavada en un mundo internacionalizado repentinamente, debía hacer caso omiso del grado de compacidad y homogeneidad de las sociedades urbanas, a las que una lengua común – el koiné -servía como instrumento suficiente de comunicación funcional. También la ciudad física debía ser esencialmente funcional. Racionalizada y geometrizada, seguía los principios establecidos por Hipodamo de Mileto, sus diversos núcleos debían articularse eficazmente y disponerse como para aceptar una población creciente, atraída por las actividades cada vez más intensas de una ciudad que aspiraba a ser una metrópoli, La ciudad utópica innovadora, instrumento eficaz del cambio, debía planearse para acompañarlo en todos sus avatares, sin quedarse atrás ni obstaculizarlo. Un sector público suntuoso y monumental debía testimoniar su grandeza y su modernidad. Fue ese modelo el que sirvió de punto de partida para las creaciones o renovaciones de algunas ciudades reales: Pérgamo, Mileto, Priene, Alejandría.
Racionalidad y monumentalidad fueron los rasgos de la ciudad utópica innovadora que comenzó a manifestarse a fines del siglo XV y en cuyo esbozo trabajaron Alberti, Filarete, Durero, Fra Giocondo y Vasari el Joven entre otros. Un plano regular resolvía – a su juicio – los problemas propuestos por la ciudad espontanea tradicional que había surgido en Europa algunos siglos antes. Sobre todo, respondía a una funcionalidad social y política, puesto que consolidaba el sistema de ciudad-fortaleza apropiado para un mundo políticamente en cambio y servía la diferenciación social cada vez más acentuada entre las clases populares y las nuevas aristocracias feudoburguesas.
Pero tales esquemas no contaron en Europa con la experiencia de un cambio socioeconómico intenso; por el contrario, la experiencia inmediata era la de un vigoroso esfuerzo realizado por el patriciado para contener la movilidad social. Las ciudades utópicas de los urbanistas de la primera mitad del siglo XVI fueron innovadoras por la racionalización geométrica de sus plantas y por la monumentalidad de la concepción arquitectónica. Les faltó la audacia de la apertura al cambio, porque las nuevas aristocracias no la habían adquirido todavía. Solo la consolidación de las autocracias y de los grandes estados territoriales les permitió adquirirlas, y fue entonces cuando el barroco agregó a aquellos rasgos una forma sui generis de funcionalidad para el cambio, consistente tan sólo en una apertura centrifuga, tanto de la ciudad utópica como de la ciudad real. Grandes plazas, largas avenidas, que desembocaban frente a masas arquitectónicas monumentales, constituyeron los principios del nuevo esquema, cuyos contenidos debía crear la actividad libre.
Pero fueron las nuevas situaciones creadas por la revolución industrial y las nuevas formas de mentalidad que trajo aparejadas las que renovaron desde principios del siglo XIX los esquemas de la ciudad utópica innovadora. La revolución industrial y sus nuevos métodos de producción acentuaron enérgicamente la concentración urbana, imponiéndole rasgos inéditos, en parte por sus propias modalidades y en parte porque coincidió con un boom demográfico de proporciones nunca vistas. Las viejas ciudades donde se radicaban las nuevas industrias se tornaron multitudinarias y promiscuas y la nueva estructura social desbordó todos los esquemas preexistentes modificándose el sistema de comunicación social; y no sólo las inundó la nueva población trabajadora: las inundó también la suciedad, el humo, el ruido. Guetos obreros se instalaron en ellas, unas veces sobre sus orillas y otras en pleno corazón urbano, sobre todo cuando las clases medias y altas emigraron buscando barrios apacibles. El símbolo de la “ciudad-carbón” desencadenó el de una nueva ciudad utópica innovadora que, siendo apta para acompañar el proceso del cambio industrial, resolviera los problemas de la vida urbana según el principio del bienestar, considerado el sumo bien para la mentalidad burguesa.
El modelo de la nueva ciudad utópica innovadora se forjó lentamente, y a medida que se hacía más patente la nueva situación. Mientras se supuso que el problema era simplemente resolver la situación de las poblaciones obreras alojadas en barrios miserables, la ciudad utópica innovadora fue imaginada como muy próxima a la ciudad real: un centro urbano tradicional, rodeado por barrios modestos pero higiénicos construidos ad-hoc para alojar a la población obrera de cada fabrica. Sobre este esquema simplista se erigieron los de Port Sunlight, Bournville y Essen; pero se tardó mucho en advertir que los efectos del cambio industrial no sólo afectaban a los sectores obreros, sino que operaban inexorablemente sobre todas las ciudades y todos los sectores. Fue entonces cuando las experiencias acumuladas y las observaciones recogidas originaron un vasto y difuso proyecto de ciudad utópica innovadora que se alojó en el seno de una nueva disciplina: el urbanismo, constituida como tal hacia 1910.
La ciudad utópica innovadora que subyace en el fondo de todo proyecto urbanístico contemporáneo implica un principio de racionalidad: unas veces absoluto y dirigido a la creación total de estructuras urbanas nuevas y otras veces moderado y orientado hacia la racionalidad relativa de las estructuras urbanas existentes. Importante es que, en todo caso, no sean estructuras cerradas sino planeadas para su permanente desarrollo, puesto que nacen de la experiencia de un cambio abierto, sin perspectivas de agotamiento. Las ciudades crecerán más y más, tanto en extensión como en población; y su desarrollo económico crecerá indefinidamente. Esta creencia impone a la ciudad un tipo de previsión que, en teoría, debe contar con su expansión continua. Pero la ciudad utópica innovadora, que asume las consecuencias del cambio y no quiere ser un obstáculo para él sino, por el contrario, un instrumento útil para su desarrollo, no estimula indefinidamente la concentración urbana sino que busca las fórmulas para una desconcentración funcional. Por ella debe canalizarse la tendencia a la emigración de los sectores de altos ingresos hacia suburbios residenciales, la aspiración a una ciudad peatonal que restaure ciertas formas apacibles de vida urbana, y las necesidades de las actividades económicas fundamentales. Un inmenso alarde de imaginación tiende a hallar las soluciones de este vasto teorema.
Como modelo proyectivo, la ciudad utópica agota las posibilidades de la creación urbana. Supone una síntesis de toda la experiencia y toda la teoría concerniente al mundo urbano. Instalada en la estructura ideológica – junto a la ciudad simbólica – enfrenta la experiencia de la ciudad real, la elabora, la reduce a sus principios básicos; a partir de ella se proyecta en las formas puras de la creación como racionalización de esos principios. Forma pura y no sometida a su vez a la experiencia, la ciudad utópica tiene su propia vida: cambia, se modifica, no solo con las nuevas experiencias con lo que nace, sino con las experiencias obtenidas en los intentos que se realizan para que cobre realidad. Como modelo proyectivo acompaña paso a paso la vida y los cambios de la ciudad real.
[En un índice anterior, aquí comenzaba el CAPITULO II]
4. Las explosiones urbanas
Si la fundación de una ciudad constituye por si sola un hecho de innegable importancia, la aparición de un vasto proyecto en virtud del cual se establece sobre una determinada área económica y política un considerable número de centros urbanos nuevos implica una revolución. En rigor, el significado revolucionario de la creación urbana se advierte sólo a través de ese complejo fenómeno, producido unas pocas veces en la historia de Europa y el mundo europeizado, de las fundaciones numerosas y casi simultaneas, cuyo resultado es una alteración sustancial de las estructuras vigentes en el área por la impostación de centros activos muy dinámicos de población concentrada que cumplen funciones nuevas y suscitan una inusitada apertura de la situación general. Ese fenómeno es el de la explosión urbana, a través de la cual se canalizan innumerables y difusos procesos que encuentran una vía de solución a través de la fundación de ciudades. Aun cuando haya ciudades cuya fundación sea individual, el fenómeno fundamental es el de las fundaciones numerosas y casi simultaneas, y de él suelen ser derivaciones más o menos mediatas las fundaciones individuales. De la explosión urbana nacen ciudades necesariamente entrelazadas, vinculadas a la misma situación original, encuadradas dentro del mismo cuadro de posibilidades y pobladas por sociedades urbanas coincidentes en mayor o menor medida en el proyecto que desencadenó aquélla. Una explosión urbana fija un cuadro situacional y crea planos de coincidencia entre las estructuras de las diversas ciudades que nacen con ella.
Europa conoció varias explosiones urbanas, cada una de las cuales modificó la situación anterior del área; pero sus efectos se acumularon y consolidaron la estructura del mundo urbano europeo.
Ya la colonización fenicia instauró un pequeño sistema urbano estrechamente trabado, en relación con las metrópolis de Tiro y de Cartago. Como los que le siguieron, el sistema fenicio no era estrictamente europeo sino mediterráneo. Cartago en África, Cádiz y Málaga en España, Marsella en Francia, Palermo en Sicilia, constituían colonias dependientes fundadas en virtud de la necesidad de un sistema marítimo, en el que cada ciudad tenía mucho más valor en función del conjunto que por sí misma. Era la idea del sistema – de un mundo urbano – lo que preexistía, lo que determinaba la creación de cada ciudad y lo que presidía luego su desarrollo.
Un mecanismo semejante es el que desencadenó luego la explosión urbana originada en el mundo griego en el siglo VIII a.C. Desde entonces y hasta el siglo VI olas sucesivas de inmigrantes griegos partieron en todas direcciones desde las ciudades griegas – insulares y continentales – para fundar nuevas ciudades en territorios que ofrecían posibilidades favorables de radicación humana y de desarrollo económico. Así surgieron en el Mediterráneo occidental, entre otras, Cumas, Nápoles, Siracusa, Sibaris, Crotona, Emporion [Ampurias] y por el mismo impulso se helenizarían algunas fundaciones fenicias, formando todas ellas un circuito que las relacionaba entre sí – con diverso tipo de vínculo– y sobre todo con las distintas metrópolis y con las otras numerosas colonias establecidas en otras áreas del Mediterráneo y del Mar Negro.
Cada una de esas ciudades reconoció su originaria situación de colonia y mantuvo hasta cierto punto las tradiciones metropolitanas; pero todas comenzaron en determinado momento un proceso de individualización, suscitado por las peculiaridades del área, por la coyuntura económica y política y por la singular composición social de su población. Esta individualización no borró nunca del todo, sin embargo, la situación de interdependencia en que cada ciudad se encontraba con respecto al conjunto, un mundo urbano que trataron de controlar griegos, cartagineses y romanos. Las estructuras originarias de cada ciudad se modificaron en el juego con las demás y recibieron estímulos o frenos para su desarrollo económico, influencias políticas democráticas, aristocráticas o autocráticas, influencias ideológicas, filosóficas o religiosas y modelos de vida para los distintos sectores sociales. Una intensa interrelación robusteció la vida urbana de cada ciudad al tiempo que la condicionaba mediante la presión de la coincidencia o el contraste.
La formidable explosión urbana promovida por Alejandro Magno no alcanzó a la Europa occidental, pero el mundo urbano helenístico, tonificado por esas creaciones y robustecido en su estructura y en su significación, ejercería una influencia decisiva sobre la formación del mundo urbano romano, que finalmente lo integró en una unidad más vasta institucionalizándolo en el Imperio. Fue Roma, precisamente, la que promovió la siguiente explosión urbana en Europa occidental. Las tierras que conquistaron estaban ocupadas por pueblos que, aunque no carecían de aldeas y lugares fortificados, no habían desarrollado una vida urbana. “Es bien sabido – decía Tácito en la Germania (XVI) – que los germanos no habitan en ciudades”; y lo mismo podía decirse de los celtas. El mecanismo de la incorporación de las tierras conquistadas al sistema romano repitió el sistema colonizador conocido en el Mediterráneo y se basó en la fundación de ciudades. Establecidas generalmente en lugares óptimos -sobre la red vial, en zonas productivas y en sitios ventajosos-, el tipo de población que se instaló en ellas – legionarios o veteranos, grupos mercantiles o artesanales – les aseguró una fuerte cohesión interna. Desde la terminación de la segunda guerra púnica hasta la época de Trajano, el numero de colonias fundadas fue enorme. Muchas de ellas alcanzaron la categoría de civitates, en tanto que otras solo llegaron a ser vici o pagi. Una lenta interpenetración, acelerada a partir del siglo III [d. C], adecuó la ciudad romana a la región circundante, y la diferenció de las demás. Emérita no fue lo mismo que Híspalis, y ambas se diferenciaron de Lugdunum, Argentoratum o de Colonia Agrippina. Pero, en cambio, un vínculo profundo – acaso más profundo que el vínculo político – unía a todas las ciudades: el que establecían las funciones que desempeñaban y el que forjaba la similitud de las formas de vida. Situadas sobre las grandes vías de comunicación, sus relaciones eran estrechas y las influencias reciprocas muy profundas: diferían en los modos de vida pero coincidían en las formas de vida. Ideas, modas y costumbres circulaban junto con las mercancías y con las noticias a través del sistema de comunicaciones del imperio, y la personalidad individual de cada ciudad se resolvía finalmente en una comunidad de actitudes básicas.
El Imperio fue, esencialmente, un mundo de ciudades y tanto las formas activas de vida como las tendencias que predominaron a través de ellas se elaboraron y desarrollaron en las ciudades. Algunas alcanzaron extraordinario desarrollo pero no todas pudieron mantenerlo: unas se detuvieron y con frecuencia otras heredaron las funciones que cumplían. Pero, en conjunto, el esplendor del Imperio fue el de sus ciudades y las provincias europeas quedaron signadas y ordenadas según este conjunto de núcleos urbanos en los que, por cierto, se anudaba la red vial. Desencadenada la crisis del siglo III, el Imperio declinó en la medida en que declinaron las ciudades: fue el sistema del mundo urbano el que entró en crisis, y sus signos más claros fueron la declinación y el empobrecimiento de las clases altas urbanas, su despreocupación por el régimen municipal y luego el éxodo urbano. Cuando desaparecieron las garantías de la pax romana apareció la necesidad de fortificar las ciudades y los nuevos muros se erigieron, reduciendo el perímetro y utilizando frecuentemente las piedras de los grandes edificios derruidos y derribados ex profeso.
El proceso de ruralización del área europea se acentuó desde el siglo V. Los reinos romanogermanicos y el Imperio carolingio se organizaron sobre ese mundo rural en el que, reducida la actividad mercantil y manufacturera y disminuidos los servicios públicos, perdieron las ciudades su antigua importancia. Algunas de ellas la conservaron en reducida escala al transformarse en sede de las autoridades civiles o eclesiásticas, y se transformaron en ciudades feudales, condales unas y arzobispales otras. En sentido estricto, dejaron de ser ciudades y comenzaron a funcionar simplemente como recintos fortificados, esto es, como castillos. Así sobrevivieron muchas de las antiguas ciudades romanas, trasmutadas social y funcionalmente, pero conservando la estructura física de la ciudad y, lo que sería luego más importante aún, su posición geográfica, lo cual entrañaba una suerte de permanencia del sistema que antes habían constituido. Al producirse hacia el siglo XI la nueva explosión urbana, ofrecieron la posibilidad de que se las restaurara ventajosamente, y con la restauración individual de cada ciudad se produjo la progresiva restauración del mundo urbano romano, primer diseño del mundo urbano europeo.
La explosión urbana que se produjo en Europa a partir del siglo XI fue obra de los nacientes grupos burgueses que se escaparon de los marcos del mundo cristianofeudal y fundaron o poblaron ciudades para vivir y operar en ellas de acuerdo con sus propias tendencias. Contaron, sin duda, algunas veces con el apoyo de quienes poseían poder en la vieja estructura¸ pero fue generalmente un apoyo negociado, puesto que no faltaron los señores que advirtieron prontamente que esas nuevas actividades de los burgueses podían reportarles beneficios. En realidad, los señores tomaron la iniciativa de la fundación o repoblación de ciudades algunas veces: hubo una expansión hacia la periferia de la Europa romano germánica que requirió una fuerza que los grupos burgueses no poseían; los señores que tomaron la iniciativa – Enrique el León es el caso más significativo – asumieron la responsabilidad de la operación, pero contando con la tendencia de los grupos burgueses a instalarse en ciudades y a abandonar unas por otras si en las nuevas aparecían más amplias posibilidades. Cosa semejante ocurrió en las zonas despobladas o en aquellas que fueron reincorporadas al mundo cristiano, como ocurrió con las cruzadas y, especialmente, con la reconquista española. Explosión demográfica, expansión económica y política, el vasto fenómeno que desencadenó la revolución burguesa del siglo XI se tradujo fundamentalmente en la reconversión del mundo cristianofeudal, de estructura rural, a un mundo feudoburgués, de estructura urbana.
En principio, este nuevo mundo urbano europeo se reconstruyó sobre las huellas del mundo urbano romano, nunca desaparecidas del todo. Estaba presente, sobre todo, a través de la red vial, mal conservada, abandonada a veces y poco utilizable en parte, pero en gran parte en uso, y subsistente en su totalidad como sistema virtual de comunicaciones, puesto que combinaba sabiamente las exigencias las exigencias de la topografía, de la estrategia y de la política. Las viejas ciudades romanas instaladas como etapas de las grandes vías, en los lugares favorables para el cruce de los ríos o para su aprovechamiento como vías de transporte, en lugares estratégicos para las comunicaciones o en posiciones fortificadas irreemplazables, o sobre fuentes termales, obraron como centros de atracción para los grupos burgueses que buscaron abrigo en lo que quedaba de ellas, o en sus bordes, si el recinto fortificado estaba ahora bajo jurisdicción señorial.
Colonia, Lyon, Estrasburgo, Burdeos, Tolosa, Tarragona, León y, sobre todo, las ciudades de Italia – las menos disminuidas – fueron repobladas y estimuladas en su desarrollo; y también fueron repobladas y desarrolladas las ciudades conquistadas a los musulmanes, como Lisboa, Toledo o Sevilla. Pero la nueva explosión urbana no se agotó en eso. Grupos burgueses, reyes y señores establecieron innumerables ciudades nuevas, espontáneamente unas veces y deliberada y formalmente otras. Ciudades nuevas se fundaron dentro del área tradicional del mundo romano cristiano, como Montauban o Aigues-Mortes en Francia o la Alejandría lombarda, o las que fundaron Federico II en Italia o Alfonso X en Castilla; por razones políticas y militares unas veces y por razones económicas otras, como las que surgieron en los lugares de ferias y mercados, o en las orillas de los ríos que se habían transformados en las grandes vías del tráfico mercantil. Pero también se fundaron fuera de esa área mercantil, sobre todo a medida que progresaba la expansión hacia el este. Surgieron espontáneamente casi todas las ciudades de los Países Bajos, como Ámsterdam o Brujas, pero fueron fundadas deliberada y formalmente Lübeck, Estocolmo o Riga. Así la explosión urbana europea constituyó el cuadro de un mundo urbano muy denso en el que las ciudades no dejarían ya de constituir un permanente centro de atracción de las poblaciones rurales.
Pero la Europa occidental volvió a intentar un nuevo proceso de expansión hacia la periferia, esta vez más allá del océano, y nuevamente la colonización se manifestó con una violenta explosión urbana, sobre todo en América, porque el establecimiento de ciudades se consideró el método mejor para consolidar la posesión de la tierra y la instauración de un sistema europeo en las áreas conquistadas.
La típica ciudad feudoburguesa europea tenia ya tres o cuatro siglos de desarrollo por entonces, y había pasado por diversas etapas. Había nacido generalmente requerida por una situación determinada, se había desarrollado según las peculiaridades de la sociedad urbana y según las posibilidades de la región y había acumulado cierta experiencia acerca de su propio funcionamiento en relación con la sociedad global, con la región y con el mundo urbano en general. Y a esa altura del proceso pareció posible invertirlo para transformar a la ciudad en un instrumento destinado a lograr deliberadamente lo que había conseguido de manera espontánea. Dada la necesidad de operar sobre una región y una sociedad sometidas, una o varias ciudades podían ser los instrumentos eficaces para la acción colonizadora. Así lo hicieron los países colonizadores, según un esquema que, con variantes, repetía el que había precedido la colonización fenicia, griega, helenística, romana y especialmente, europea en las áreas fronterizas.
Europa, en efecto, había ya probado el funcionamiento de la ciudad como instrumento. Muchas de las primeras fundaciones en la zona periférica habían tenido ese carácter, y lo tuvieron específicamente las bastides y las ciudades adelantadas que establecieron los castellanos durante las luchas de la reconquista del territorio musulmán. Pero fue al comenzar la expansión oceánica cuando el experimento alcanzó mayor intensidad y la nueva explosión urbana creó diversas redes de ciudades, vinculadas con sus metrópolis, vinculadas con la región en la que estaban impostadas y vinculadas entre sí. Fue una vigorosa renovación del mundo urbano europeo, lograda a través de remotas proyecciones en América, Asia y África.
La ciudad colonial fue concebida para cumplir diversas funciones. Fue, ante todo un fuerte, pero era necesario asegurar la supervivencia de las pequeñas sociedades urbanas europeas enclavadas en territorio hostil. Pero fue otras muchas cosas. Factorías o centros comerciales fueron las ciudades holandesas, Willemstad, Batavia; las portuguesas, Luanda, Goa, Macao; y mercados fueron aquellas españolas que concentraban la riqueza de su hinterland, México, Buenos Aires, Panamá, Veracruz. Centros administrativos y, al mismo tiempo, cabeza de una región explotada fueron prácticamente todas, y las mas importantes fueron las situadas en regiones más ricas y designadas como sedes de un gobierno: Lima, Guatemala, México, Bogotá, Buenos Aires, Manila, Bahía, Recife, Quebec. Centros mineros fueron Potosí y Guanajuato y numerosos pueblos funcionaron como reducciones de indios.
Situada en medio de una naturaleza y una sociedad desconocidas, la ciudad colonial levantó una empalizada o un muro para regular sus relaciones con su contorno. Las ciudades coloniales constituyeron, pues, inclusiones extrañas en sus respectivas áreas, y se vieron constreñidas a robustecer sus relaciones reciprocas hasta constituir mundos urbanos secundarios que se articulaban con el mundo urbano europeo a través de algunos puntos de contacto: los grandes puertos, las metrópolis, los centros manufactureros donde se concentraban, finalmente, las materias primas y el dinero. El riguroso ajuste que poco a poco logró el sistema mercantilista diversificó las ciudades al tiempo que las entrelazaba, estimulando la formación de nuevas elites y el diseño de nuevas perspectivas.
Las sucesivas explosiones urbanas consolidaron el mundo urbano, el mundo mercantilista, y lo hicieron cada vez más variado y complejo. Fue el desarrollo del mercantilismo a escala mundial lo que más contribuyó a robustecerlo y a fortificar sus nexos, con independencia de los vínculos políticos y en ocasiones conspirando contra ellos.
5. Los caracteres de la ciudad originaria
En el desarrollo de la ciudad tienen persistente gravitación las características de la ciudad originaria. En el transcurso de esa primera etapa se cumplen varios procesos: la sociedad urbana se hace compacta, el hábitat urbano se organiza, las funciones y los sistemas de relaciones se precisan, la estructura ideológica se hace homogénea y la vida histórica urbana se orienta en función de un proyecto. Cuando todos esos proyectos se hayan cumplido en alguna medida, la ciudad originaria se habrá convertido en una ciudad consolidada.
Pero la ciudad originaria no tiene los mismos caracteres si se ha constituido espontáneamente o si ha sido fundada deliberadamente. En ambos casos puede haber existido un núcleo preurbano; pero si la ciudad ha sido fundada deliberadamente, ese núcleo tiende a oscurecerse, y si es incluido queda en situación de inferioridad frente al grupo fundador; en cambio, si la ciudad se ha constituido espontáneamente el núcleo preurbano persiste, conserva su rango, y la ciudad conserva y continua su línea de desarrollo.
Un núcleo preurbano que se desarrolla hasta adquirir los rasgos de una ciudad manifiesta su íntima consustanciación con las condiciones propias del área. Una ciudad fundada, en cambio, carece de esa experiencia; posee desde el principio los caracteres genéricos de una ciudad: una sociedad constituida, la forma de un hábitat, perspectivas verosímiles de autonomía económica, actividades terciarias preestablecidas y un sistema de relaciones institucionalizado previamente. En rigor, la fundación supone la certeza de que es posible establecer desde el principio una ciudad consolidada. Pero aquellos caracteres son más aparentes que reales; son caracteres formales propuestos a la realidad, sin que la experiencia haya probado que puedan adquirir vigencia real. En la ciudad fundada deliberadamente, el proceso de desarrollo de la ciudad originaria consiste, pues, no solamente en elaborar los procesos que la convertirán en una ciudad consolidada, sino, previamente, en constituirse en una ciudad real, con independencia de los actos formales, políticos y jurídicos, que le dieron origen.
La ciudad constituida espontáneamente reconoce un núcleo preurbano, esto es, una formación social radicada en un sitio que no ha adquirido los caracteres genéricos de la ciudad. Pero su espontaneidad y su continuidad, resultantes de la voluntad del grupo social, son prueba de su existencia real y de su adecuación a las condiciones del área. Cuando ese núcleo alcance los caracteres de un núcleo urbano, el proceso hacia la ciudad consolidada está muy avanzado y, cualquiera sea el nivel que alcance, su desarrollo es seguro.
La sociedad urbana originaria es también diversa según que la ciudad sea espontanea o fundada. En la ciudad espontanea, la sociedad urbana originaria varía según la peculiaridad del grupo preurbano. Si éste ha sido una aldea – pesquera, rural, minera – o un suburbio erigido contra la muralla de un castillo, un monasterio o una ciudad feudal, el grupo se ha constituido por la atracción del lugar, y por las perspectivas que ofrecía para el ejercicio de ciertas funciones. A lo largo del tiempo, una sostenida experiencia colectiva ha creado los vínculos del grupo, su solidaridad interna; y a medida que la inmigración ha incorporado nuevos grupos, el núcleo originario los ha absorbido, reduciéndolos a sus propios esquemas y operando una estratificación consentida por los recién llegados.
Pero si el grupo preurbano ha sido una ciudad feudal, que opera una explosión económica, el grupo preexistente presenta otro carácter, puesto que poseía ya rasgos curtenses que preanuncian los caracteres urbanos. Son los grupos ministeriales los que impulsarán el desarrollo urbano, generalmente con consentimiento o apoyo del sector señorial. Y esos grupos, con experiencia política, administrativa y económica, conformarán un núcleo homogéneo que, al producirse la inmigración de nuevos grupos, operarán una estratificación más acentuada que en las ciudades erigidas sobre aldeas o suburbios.
Pero en ambos casos, el proceso de la ciudad originaria es el de lograr la compacidad de la sociedad. El suburbio puede mantenerse autónomo o ser absorbido por la ciudad, pero la ciudad se constituye si la sociedad logra hacerse compacta de una u otro manera, como la aldea o la ciudad feudal renovada. En la ciudad fundada, en cambio, no preexiste un grupo originario. El grupo fundador es originariamente heterogéneo, sea porque su origen es variado o porque sus miembros no han hecho la experiencia de la coexistencia colectiva. Lo homogéneo es el proyecto, el designio para el futuro, y la primera forma de compacidad social es la que impone el acto formal de la fundación que instituye al grupo fundador otorgándole vínculos institucionales. Esta compacidad coactiva no suprime el proceso propio de la ciudad originaria: este consistirá ahora en transformar la compacidad colectiva en una compacidad real, y la ciudad se constituirá si finalmente la sociedad logra hacerse realmente compacta.
También es coactiva la estructura del hábitat en la ciudad fundada. La ciudad comienza con una forma, con una delimitación, con un trazado. El sitio de la ciudad es elegido de acuerdo con ciertos preconceptos, y en la elección gravitan consideraciones políticas o económicas. Las preocupaciones políticas y militares conducen a la elección de lugares susceptibles de ser fortificados, las islas, las colinas, las vueltas de un rio, en tanto que las preocupaciones económicas sugieren lugares abiertos donde pueda instalarse el mercado, o las orillas marítimas o fluviales que favorezcan el tráfico y la instalación de puertos. Pero la elección del sitio suele ser posterior a la elección del lugar geográfico. La ciudad fundada forma parte de un plan, está destinada a integrarse en una región, en un país, en un mundo urbano. Allí donde conviene que esté la ciudad, se busca el mejor sitio: y el criterio para elegir el sitio depende de la función que la ciudad deba cumplir en el designio fundador. La función, como el sitio y como la sociedad urbana, son componente de la ciudad que se predeterminan, como se predetermina el trazado de la ciudad, la ubicación de los principales núcleos: la fortaleza, la iglesia, el mercado, tres centros que constituyen la expresión de tres funciones diferentes y que agruparían tres sectores sociales de diferentes caracteres. Así ordenada, la ciudad originaria inicia el proceso de dar vida a esa forma preestablecida: hay que ajustarla a las necesidades reales tal como van apareciendo y hay que llenar el trazado. La ciudad ha sido pensada como una ciudad centrípeta, pero es necesario que su vida concurra a confirmar esa tendencia.
La ciudad consolidada se constituye si, finalmente, logra dar vida a su estructura formal. La ciudad espontanea, por el contrario, nace informe. El lugar geográfico no se busca, porque es una expresión de él; pero sí se busca el sitio. El sitio es, a veces, heredado: unas murallas medio derruidas pueden servir de abrigo, un santuario puede ofrecer cierta protección, y allí comienza a constituirse un núcleo preurbano. Pero un sitio privilegiado puede prevalecer en la elección. La muralla fortificada de una ciudad feudal, de un castillo o de un monasterio invitan a instalarse contra ellas a un pequeño grupo que aspira a beneficiarse con su vecindad. El suburbio surge informe, como es informe la aldea que aparece en un lugar geográfico promisorio: un vado de un rio o el lugar donde deja de ser navegable y deben trasbordarse las mercaderías, una bahía protegida, un cruce de caminos, una mina, una zona especialmente adecuada para ciertos cultivos, un lugar para instalar un molino.
La ciudad espontanea rara vez depende de un núcleo preurbano nacido de consideraciones políticas o militares, y su fortificación es un problema que sólo aparece cuando la aldea se puebla, intensifica su actividad económica y comienza a transformarse en una ciudad. Desde ese momento, una ciudad originaria, cuya sociedad está haciéndose compacta, procura introducir cierta forma en la estructura del hábitat. La ciudad ha nacido informe. El espacio no ha sido delimitado ni ha habido un trazado interior; frecuentemente sus bordes se diluyen en la campaña y sus casas se yuxtaponen sin preocupaciones de orden, a veces siguiendo las líneas de altura o más frecuentemente buscando cierta concentración funcional, alrededor del mercado, de la iglesia, o siguiendo las calles preferidas por cada actividad. Originariamente informe, la ciudad espontanea procura introducir un orden; poco a poco se delimita y la muralla termina por fijar su perímetro; su vida se ordena alrededor de los centros fundamentales: el mercado, la iglesia, el palacio comunal; su trazado tiende a regularizarse, en relación con las calles que prolongan los caminos y conducen a las puertas de las murallas. La ciudad se consolida introduciendo un orden centrípeto en el hábitat.
En la ciudad espontanea las funciones están dadas. Precisamente porque había una función concreta que cumplir se construyó la ciudad. La posibilidad de pescar, de obtener minerales, sobre todo de comerciar incita a un grupo social a desarrollar una acción colectiva y mancomunada, concentrándose para vivir reunidos y solidariamente. La función ha promovido la aglutinación. Pero cuando el grupo crece por la inmigración de individuos o nuevos grupos, las perspectivas se amplían y nuevas funciones comienzan a atraerlo. Pueden ser derivaciones de la función básica: la pesca en escala creciente abre la posibilidad de exportar el producto y entonces hay que obtener sal para su conservación, toneles para su envase, y la actividad comercial que importa la obtención de sal o de madera se completa con las actividades de los envasadores, de los toneleros, de los transportistas, más todos los encargados de la actividad comercializadora; y la vida misma del grupo pesquero comienza a requerir servicios: la aldea comienza a transformarse en una ciudad a medida que sus funciones se diversifican y se definen ofreciendo un cuadro ocupacional a la sociedad urbana y una política con respecto a su desarrollo futuro. Cuando está cuadro está precisado y definido, la ciudad originaria se transforma en una ciudad consolidada.
En cambio, para la ciudad fundada el problema es inverso. El designio fundador prevé ciertas funciones que deben ser cumplidas por la sociedad instituida en la ciudad dentro de su ámbito delimitado; pero el experimento requiere la prueba de la experiencia. La nueva sociedad urbana puede ser o no apta, puede o no crecer lo suficiente como para alcanzar el optimo beneficio de su actividad; y por su parte todas las funciones subsidiarias, y todos los servicios que la ciudad ha puesto en funcionamiento desde el comienzo, pueden o no conservar el nivel apropiado de desarrollo como para facilitar, sin ahogarla, las funciones primordiales. La ciudad fundada tiene que someterse a la prueba de la experiencia para medir, partiendo del vasto aparato formal con que ha empezado, las posibilidades reales del área en relación con las funciones previstas. La ciudad originaria hace su experiencia, y la ciudad se consolida si, efectivamente, logra hallar un equilibrio real entre sus funciones primordiales y subsidiarias, entre sus funciones y sus servicios, en tales términos que el grupo social tienda a crecer y a aumentar su actividad. Entonces la ciudad se consolida.
Del mismo modo debe la ciudad fundada someter a la prueba de la experiencia el sistema de relaciones económicas, sociales y políticas instituido en el momento de la fundación. Con frecuencia la ciudad fundada nace de un acto político y jurídico, y en rigor, durante una larga etapa la ciudad es solamente una ficción jurídica, hasta que se concreta el establecimiento del grupo fundador, se levanta la ciudad física y comienza a vivir. Pero el sistema de relaciones está preestablecido: en la política que conduce al reclutamiento del grupo fundador, en las disposiciones practicas que rigen su radicación y la puesta en marcha de su actividad, y expresamente, en un cuerpo de normas que el grupo fundador establece para que la ciudad sirva desde el primer instante a los fines previstos. Este cuerpo de normas es, generalmente, una duplicación o una imitación de otro vigente en otra ciudad. La ciudad originaria debe, pues, experimentarlo, y el proceso institucional de ese periodo consiste en corregirlo y ajustarlo a las situaciones reales.
En cambio la ciudad espontanea, aunque surja dentro de un determinado marco institucional, se constituye sobre la base de un sistema de relaciones surgido espontáneamente de los hechos, aceptado o consentido por los distintos grupos y ajustado según las necesidades. Es un sistema de vigencia real, consagrado primero por la costumbre, pero cuya institucionalización formal sólo aparece como una necesidad cuando el crecimiento y la diversificación de la sociedad urbana lo cuestiona. La consolidación de la ciudad se produce cuando el sistema de relaciones económicas, sociales y políticas asegura su permanente vigencia proporcionando cierta estabilidad a la vida urbana y ofreciéndole las condiciones de continuidad.
El hábitat, las funciones y los sistemas de relaciones constituyen los elementos fundamentales de la estructura real de la sociedad urbana. Junto a ella, interpenetrada con ella, se constituye una estructura ideológica, esto es, un conjunto de modelos interpretativos y proyectivos que nacen de actos de conciencia ulteriormente racionalizados.
La ciudad fundada es, ella misma, el resultado de un modelo proyectivo. El sistema ideológico de ese modelo impregna la ciudad fundada y constituye el modelo interpretativo de la realidad que se ofrece al nueva sociedad urbana, que gracias a él posee desde el primer momento una vigorosa homogeneidad ideológica. Empero, los miembros del grupo fundador pueden no participar total e íntimamente de ella. Es seguro que participan del modelo proyectivo, pero no era necesario que participaran de todas sus implicaciones; de modo que, constituida la sociedad urbana y enfrentada con las nuevas y sucesivas situaciones, los contenidos de la ideología impostada como un conjunto homogéneo debían entrar en un proceso de ajuste. Así, el proceso de la ciudad originaria será el de una elaboración del modelo ideológico propuesto hasta transformarlo en un sistema verdaderamente homogéneo y vigente para la sociedad urbana.
La ciudad espontanea, en cambio, no derivó de modelo alguno, sino que se constituyó sobre los hechos, de modo que la ideología del grupo se constituyó a partir de las actitudes básicas y de las experiencias inmediatas. Las reacciones frente a esas experiencias, la comunicación reciproca y la decantación de las opiniones conformó un modelo interpretativo de la realidad. Y la ciudad originaria se consolidó si consiguió llegar a ser ideológicamente homogénea.
La vida histórica de la ciudad originaria – cualquiera sea su tipo – tiende, pues, fundamentalmente a lograr que la ciudad configure el tipo de aglutinación considerado optimo, esto es, una microsociedad delimitada y en consecuencia inteligible, alojada en el seno de una macrosociedad – la sociedad global – cuyo desarrollo no parece inteligible sino como abstracción. La ciudad, al termino de su etapa originaria, aloja en un territorio delimitado y centrípeto una sociedad compacta, ordenada en una estructura que ha alcanzado su primer punto de coherencia y estabilidad y orientada según un sistema ideológico que posee un primer grado de homogeneidad. A partir de ese momento es una ciudad consolidada, y su subsiguiente vida histórica consistirá en un renovado y constante esfuerzo creador en conflicto con la estructura real, donde la creación aloja lo ya creado.
6. La ciudad y la región [Hoja intercalada, escrita a mano, con este título]
7. El mundo urbano
La ciudad originaria aparece instalada en una cierta región como un punto en el que se concentra un grupo social. Fuera de ella, el mundo rural conserva sus características tradicionales. La ciudad, en cambio, tiene caracteres nuevos y distintos, y constituye un polo hacia el cual se orienta, en uno u otro sentido, toda la región circunvecina, de manera que se transforma en un polo dinámico en el seno de una sociedad global cuyo ritmo de desarrollo es, en general, más estático. La ciudad encierra y delimita físicamente una sociedad muy compacta, en tanto que la sociedad del mundo rural es muy dispersa; la sociedad urbana contrasta fuertemente con la población rural circunvecina. Pero además de ser un centro de concentración social, la ciudad es un centro de concentración económica, política y cultural. En todos los aspectos la ciudad se revela como un centro de poder que ejerce presión y atracción sobre el área circunvecina, de modo que, en alguna medida, esa área se ordena con relación a ella, diferenciándose o integrándose. La ciudad realiza una experiencia cotidiana muy rica y variada: a la monotonía de la vida rural se oponen la variedad y novedad de la vida urbana, de modo que también es un centro de atracción por su tipo de vida. Incluida como un punto en el seno de la sociedad global, la ciudad la dinamiza y le impone sus reglas de juego.
Peo la ciudad no es solamente un punto en una región o un país: es también un punto en la estructura del mundo urbano, constituida con independencia de los vínculos institucionales por las ciudades intercomunicadas, en virtud de la coincidencia o complementación de las funciones que cumplen y de la afinidad del tipo de vida y mentalidad. Como estructura, el mundo urbano es una virtualidad; pero hay mundos urbanos coyunturales que operan de manera real, fijando estrechamente los vínculos entre cierto numero de ciudades y determinando un ámbito común no sólo para el ejercicio de sus funciones sino también para el intercambio de experiencias y la incorporación de sus resultados.
Un mundo urbano coyuntural resulta de ciertas situaciones históricas y sus vínculos pueden tener distinto carácter y diverso origen. Vínculos fundados en el consentimiento reciproco determinan la formación de un mundo urbano estable y fluido. Tal es el caso de las ciudades nacidas de una misma explosión urbana, que quedan vinculadas por el mismo designio fundador, un modelo proyectivo cuyos supuestos quedan incorporados en las estructuras de las nuevas ciudades. La similitud de las situaciones robustece también los vínculos, puesto que las diversas ciudades nacidas de la misma explosión urbana coinciden en sus relaciones con las regiones donde están instaladas, con los antiguos pobladores, con la cultura tradicional, en tanto que la identidad del proyecto entrelaza las sociedades urbanas y las invita a una acción concertada. Y la semejanza en el tipo de mentalidad y de pensamiento facilita y estimula esa acción, al facilitar las relaciones entre grupos e individuos de costumbres, gustos e ideas semejantes. Son, naturalmente, las elites las que establecen y mantienen esa relación, que con el tiempo se hace tradicional y adquiere cierta fuerza emocional.
También es el caso de las ciudades que integran una red económica. El establecimiento de relaciones entre ciudades importadoras y exportadoras, entre centros productores de artículos manufacturados y centros de concentración de materias primas, o entre centros financieros, puede ser resultado de la tendencia a la complementación económica. Una ciudad cuya feria es un centro de concentración comercial anuda con las ciudades cuyos mercaderes acuden a ella un sistema de relaciones que trasciende muy pronto los limites de la actividad económica. Tal fue el caso de Provins, Ginebra, Francfurt, Lyon o Leipzig. Relaciones entre personas y entre grupos intercomunican las ciudades, y a través de esa intercomunicacion se trasvasan modas, costumbres, ideas. Un papel igual cumplen los grandes emporios, sean puertos, centros mercantiles o financieros: toda una red de ciudades se vinculan con ellos, y de su poder nace un prestigio que se traduce en su transformación en un modelo. Pero los vínculos económicos pueden no ser consensuales sino frutos de una coacción. Una ciudad de economía vigorosa y expansiva busca su complementación no sólo a través de la canalización del interés reciproco sino también forzando la voluntad de las ciudades complementarias: la sujeción de un puerto vital o de las ciudades que constituyen las etapas en el área de difusión puede ser el resultado de una operación política o militar, movida por claros objetivos económicos, y si tiene éxito queda constituida coactivamente una red urbana. El Hansa germánica, constituyó un mundo urbano típico establecido sobre la base del consentimiento, como lo fue el mundo urbano constituido alrededor de Florencia y cuya área describe meticulosamente a principio del siglo XIV Francesco Balducci Pegolotti en La pratica della mercatura, sin perjuicio de que, en ocasiones, uno y otro hayan conocido el ejercicio de cierta coacción. Más enérgica fue la coacción del mundo urbano que organizaron Génova o Venecia especialmente cuando incorporaron las ciudades del Levante. Consensual fue en lo fundamental el vinculo que unió el mundo urbano organizado en el siglo XVI por Lisboa, en el siglo XVII por Ámsterdam y en el siglo XVIII por Londres y otros grandes puertos ingleses, aún cuando en casos particulares se recurriera a la fuerza.
Un vinculo espontaneo, laxo pero profundo, unió a las ciudades alrededor de los grandes centros religiosos, intelectuales y artísticos. Un mundo urbano singular, constituyen las ciudades que están sobre las rutas de un peregrinaje: el de Santiago de Compostela es el más representativo. A través de varios caminos los peregrinos llegan desde los lugares más diversos, y sobre las rutas, las ciudades se constituyen en puntos de etapa; en ellas se encuentran los peregrinos, y a través de ese contacto surge cierta asimilación entre las diversas ciudades en las que se difunden noticias, tendencias, modas de las demás. De mismo modo otros santuarios, en escala más reducida, ordenan a su alrededor un sistema de ciudades. Semejante papel, cumplen los grandes centros universitarios. Estudiantes ambulan por los caminos hacia las ciudades que han alcanzado fama por los maestros que enseñan en ellas y también por el modo de vida que las caracteriza: abierto a las ideas y más libre en las costumbres. Bolonia y París, Salamanca, Oxford, Praga son, entre otras, las ciudades donde se concentran gente de otras muchas, vecinas o lejanas, que se asocian a ellas a través de grupos de elite que conservan luego los vínculos adquiridos durante la estada y los fomentan en relación con sus actividades. También las grandes ordenes, especialmente las mendicantes, crean su propio mundo urbano con la ciudades en las que existen conventos de la orden. Los frailes viajan de una a otra, y cada comunidad reúne gentes de diversas ciudades que se encuentran una y otra vez en distintas ciudades.
También es consensual en alguna medida el vinculo que une a las ciudades de un mismo ámbito político, regional o nacional, aunque a veces la incorporación de las ciudades sea el resultado de una coacción. El vínculo político institucionalizado fuerza la relación entre ciudades y la facilita. Para muchas ciudades, su zona de influencia o su ámbito económico están indicados y asegurados por el hecho de hallarse bajo una misma autoridad, que ofrece las garantías necesarias. Así se forman los mercados nacionales internos, pequeños mundos urbanos. Pero a veces el ámbito político es totalmente impuesto por la acción militar. Repentinamente, áreas muy diversas se encuentran yuxtapuestas, y ciudades antes poco vinculadas estrechan sus vínculos. Tal fue el caso del vínculo establecido entre las ciudades italianas con Alemania, que vinculó a Venecia con las ciudades alemanas del sur, con Francia y con España. Un singular mundo urbano fue el del imperio de Carlos V, en el que las ciudades de España se vincularon estrechamente con las de Italia, Países Bajos y Alemania, operando la más notable intercomunicación entre sus ciudades. Del mismo tipo son los vínculos que se establecen en los imperios coloniales, puesto que las ciudades dependientes se ordenan en relación con los grandes puertos metropolitanos: Sevilla, Lisboa. Ámsterdam, Burdeos, Amberes, Londres, entrecruzándose los fenómenos de dependencia política y económica con los de prestigio cultural.
Una incesante caravana de mercaderes, de marinos, estudiantes, soldados, frailes, peregrinos, diplomáticos, artistas, banqueros y viajeros sin objeto preciso se mueven de ciudad en ciudad, como los barcos, las carretas, las diligencias, los ferrocarriles y los aviones. Las ciudades son punto de partida y punto de llegada porque forman parte de un itinerario virtual compuesto por las posibilidades que ofrece a cada cual, no un conjunto indeterminado de ciudades, sino un cierto sistema formado por las que le son más familiares, aquellas donde las costumbres son conocidas, las reglas de convivencia semejantes, las ideas parecidas y las formas de actividad análogas. Esas constituyen un mundo urbano, uno de los varios posibles, puesto que cada uno de esos sistemas es coyuntural y puede alterarse. Pero, además, los diversos mundos urbanos se entrecruzan y una ciudad puede formar parte de más de uno, porque hay diversos niveles de coincidencia tanto en las funciones como en el tipo de vida y de mentalidad. En estas redes está inserta la ciudad, cuya vida, aún en lo que se parece autónomo, depende de esa intercomunicación que proporciona experiencias comunes y ofrece resultados transferibles.
CAPITULO II [o III]: LAS SOCIEDADES URBANAS. (La estructura histórica de la sociedad urbana)
Desde que la ciudad logra constituirse, la sociedad urbana queda restringida y localizada: son dos rasgos que la caracterizarán a todo lo largo de la historia. El número de sus miembros puede crece o decrecer, pero es el conjunto el que se modifica, sin que se pierda de vista la noción del límite que la separa de otra aglutinación social. La restricción puede ser más o menos precisa, pero mientras subsista la sociedad urbana, perdura en mayor medida el control del grupo sobre sus miembros; unas veces es un control intenso, directo e informal y otras un control más difuso que procura acrecentar su eficacia mediante su institucionalización. El área donde la sociedad urbana está localizada puede variar. Pueden extenderse o reducirse sus límites, pero es el área lo que se altera, sin que la sociedad abandone su relación con el sitio ni desaparezcan las connotaciones que tiene. Las connotaciones no son exclusivas del sitio urbano como conjunto. Cada uno de sus sectores la tiene a su vez -económicas, sociales, políticas y culturales- y operan sobre la vida histórica de la ciudad promoviendo micro variaciones ecológicas: un ínfimo desplazamiento de un grupo o un foco urbano puede tener suma importancia y profunda significación, pues una calle puede separar abismáticamente ámbitos urbanos y un punto cualquiera concentrar una vigorosa carga emocional. Así restringida y localizada, la sociedad urbana constituye un arquetipo de sociedad inteligible, ordenada según una estructura histórica real y una estructura ideológica.
La estructura histórica real y la ideológica de la ciudad son el fruto de una larga creación de la sociedad urbana. La ciudad pudo recibir, si fue fundada deliberadamente, unas estructuras básicas; pero a lo largo de su vida histórica las ajustó y enriqueció, tal como hizo con la que se constituyó espontáneamente allí donde no hubo ordenamiento establecido. Por eso las estructuras son históricas, aunque su ritmo de cambio sea muy lento y su tendencia a la institucionalización muy fuerte. La permanencia de las estructuras crea una tradición que impone a la sociedad histórica, cuyo ritmo de cambio generacional es muy acelerado, una continuidad que complementa a la que impone la localización. En rigor, la ciudad forma parte de la estructura histórica real, junto con las funciones, las relaciones y las normas vigentes, y todo eso cambia solo muy lentamente, como ocurre con el sistema de modelos que componen la estructura ideológica.
Sin embargo, la sociedad urbana es el tipo de sociedad que muestra una más decidida tendencia al cambio y, sin duda, aquella que es más apta para producir procesos de cambio muy acelerados. La intensidad de la vida histórica urbana -producto de la restricción y la localización, que intensifican la comunicación interna del grupo- se manifiesta en actos numerosos y sucesivos operados por grupos e individuos en procesos entrecruzados. Esos actos pueden encuadrarse dentro del marco de las estructuras, y con ello manifestar su vigencia; pero pueden desbordarlas y manifestarse contra ellas. Sin duda son las ciudades integradas en el mundo urbano las que ofrecen el caso más típico de sociedades históricas donde las estructuras manifiestan más claramente su historicidad.
Los procesos locales de cambio acelerado que producen las sociedades urbanas se inscriben en un cuadro general de cambios lentos y generalizados, en que se advierten sucesivas etapas bastante definidas. La ciudad consolidada, integrada en el mundo urbano y que ha sobrepasado los niveles primarios -la aldea, la ciudad originaria- conforma durante la primera etapa una sociedad compacta, de número reducido, cuyo esfuerzo mancomunado ha dado origen a una fuerte homogeneidad interna. Pero la vida histórica urbana tiende a diferenciar esa sociedad; factores diversos contribuyen a que se diferencien entre si las diversas clases o grupos, a partir de la diferenciación interna que se opera en cada una de ellas. Hay una etapa de diferenciación y hay luego una etapa de estabilización y articulación de una sociedad diferenciada. Pero nuevos factores comienzan a operar sobre la sociedad diferenciada que inician en su seno un proceso de homogeneización, al cabo del cual una sociedad homogeneizada ha comenzado a conformarse. Este cuadro general corresponde a etapas muy precisas del desarrollo socioeconómico, político y cultural de Europa y el mundo europeizado, tal como se presenta a partir de la revolución burguesa y se desenvuelve hasta acusar los impactos de la revolución industrial.
1. La sociedad compacta
(La sociedad burguesa). [¿ Proponía cambiar el nombre? ]
(Un forma de vida). [¿Proponía agregar un tema?]
La primera etapa de la ciudad consolidada se caracteriza eminentemente por la presencia de una sociedad urbana de número reducido y de fuerte homogeneidad. Es una sociedad compacta. Pero la sociedad compacta no lo es necesariamente en su origen: llega a serlo porque, en esa etapa, las condiciones de la vida urbana promueven el establecimiento de los vínculos y la polarización en torno de los objetivos comunes de un conjunto social en el que se integran grupos diversos. Son, fundamentalmente, de dos tipos: los grupos básicos y los grupos incorporados.
Los rasgos primordiales de los grupos básicos derivan de que nunca han sido marginales. De ahí su consustanciación plena con la estructura, puesto que estructura y grupo se han constituido simultáneamente. Los grupos básicos consideran la estructura como su propia creación y, en consecuencia, como su patrimonio, y son los que le otorgan un consentimiento más vehemente y los que más resisten al cambio. Pero esos rasgos primordiales difieren mucho si la ciudad se ha constituido espontáneamente o ha sido fundada deliberadamente.
En la ciudad fundada deliberadamente, el grupo básico es estrictamente el grupo fundado, compuesto unas veces por individuos de iguales derechos -como en las ciudades germánicas que surgieron con la expansión hacia el este o las ciudades americanas -, y otras veces por sectores distintos, unos señoriales y otros no, como en la población fundadora de Ávila. Este grupo fundador no elabora por si mismo su primer ordenamiento sino que lo recibe, y es ese cuerpo legal preestablecido el que lo constituye jurídicamente desde el primer momento: así, la carta otorgada a Aigues–Mortes en 1246, o el “derecho de Magdeburgo” transferido a otras ciudades alemanas, o las ordenanzas y leyes de Indias, referidas a las ciudades hispanoamericanas. Y es este grupo fundador el que pone en funcionamiento ese régimen y el que preside todo el sistema de funciones y relaciones propias de la ciudad cuyo ejercicio provocará el ajuste del ordenamiento primario.
Sin duda todo el sistema queda montado sobre el esquema de aquel primer ordenamiento; pero su ajuste lo transforma en mayor o menor medida, en parte por las propias necesidades del grupo fundador y en parte por las concesiones que el grupo fundado debe hacer a los grupos incorporados, a los que atrae o simplemente acepta en virtud de las ventajas que su actividad le reporta, pero en posición de grupos marginales. La presión de los grupos incorporados se dirige a una modificación del ordenamiento primario que permita su integración, puesto que siendo patrimonio del grupo fundador, hace de éste ahora un grupo privilegiado. Y en efecto, el grupo fundador mantiene mientras puede su cohesión originaria y defiende su posición preeminente.
En la ciudad constituida espontáneamente, en cambio, el grupo básico se constituyó, de manera imprecisa y a lo largo del tiempo, en el seno del núcleo preurbano. Los miembros son los primeros radicados, sus descendientes y los que siguen radicándose durante cierto tiempo, mientras el grupo constituido considera que su número es insuficiente y procura atraer nuevos pobladores; entonces mantiene abiertas sus filas y las condiciones establecidas para que se incorporen los que llegan son sumamente liberales. Los documentos de ese período -como la carta de Lincoln de 1160, el fuero de Oviedo de 1145, los etablissements de Saint Quentin de fines del siglo XI o los de Rouen de fines del XII- establecen que la ciudad está abierta para todo el que quiera acogerse a ella, y solo se exigen actos probatorios de la voluntad de radicarse: la permanencia durante un año y un día en la ciudad, el juramento ante los escabinos o la adquisición de una casa; y cuando las necesidades de población son imperiosas -como en el caso de Toledo según el fuero de 1118 o en el de Pamplona según el de 1129- la simple radicación justifica la incorporación del recién llegado como vecino.
A lo largo del tiempo el grupo se satura y las normas de admisión se hacen más estrictas, hasta llegar a veces al cierre total del grupo. Esto no significa, empero, que no se admitan nuevos habitantes de la ciudad; la ciudad sigue incorporándolos, pero en condiciones de inferioridad. En efecto, durante la primera fase el cuerpo de los habitantes coincide con el cuerpo político de la ciudad; es él quien ha elaborado gradualmente y sobre las experiencias cotidianas la estructura de la ciudad y todos los vecinos comparten su control y gozan de los mismos derechos; pero en la segunda fase el grupo constituido que decide su propia clausura decide al mismo tiempo la defensa de la estructura que se ha dado, y su exclusivo control de ella; así, se constituye como grupo básico y sitúa a los que siguen incorporándose como grupos marginales que gozan, ciertamente, de algunas garantías pero que no tienen acceso al control de las estructuras.
Los grupos incorporados buscarán, tanto en la ciudad constituida espontáneamente como en la ciudad fundada deliberadamente, integrarse en el grupo básico; generalmente tienen con él una estrecha solidaridad, y cuando sobreviven agudos enfrentamientos es, precisamente, por querer participar de una estructura cuyo control pretende monopolizar el grupo básico pese a reconocer el papel que los grupos incorporados cumplen en la vida de la ciudad. A veces, y en distinta medida, podrían lograr esa coparticipación, pero los grupos incorporados manifestarán durante largo tiempo ciertas características debidas a la imborrable circunstancia de que, en sus orígenes, fueron grupos marginales. Lograda la coparticipación, serán grupos integrados, pero no será fácil que se confundan con los grupos básicos.
Grupos incorporados pueden ser los grupos autóctonos del área donde la ciudad se establece. La sociedad urbana los somete pero no los rechaza sino que los fuerza, directa o indirectamente, a servirla en situación de dependencia. Puede ocurrir que toda la estructura repose sobre su trabajo, de modo que su incorporación es una necesidad para la sociedad urbana. Refiriéndose a las ciudades hispanoamericanas decía Juan de Matienzo en 1573 que “no todos los que moran en la ciudad se deben llamar vecinos… sino aquellos que tenían indios en encomienda”. Más clara es la situación frente a los grupos incorporados que cumplen las tareas específicas de las distintas funciones urbanas. Los eslavos en las ciudades alemanas del este, los mozárabes en las ciudades musulmanas de España y los mudéjares en las cristianas, los cristianos en las ciudades conquistadas por los turcos, los indios en Goa, los chinos en Macao, eran imprescindibles para la vida de las ciudades y formaban parte de su estructura, pero solo formaban parte de la sociedad urbana como grupos marginales. Fenómenos de mestización y de ascenso social podían crear las condiciones para una progresiva integración, y, al modificarse el vínculo entre los grupos marginales y los grupos básicos, se modificaba también el vínculo grupal de los grupos marginales.
La integración forma parte de un proceso más amplio consistente en la adecuación de la sociedad urbana a la situación local y regional, de la que los grupos regionales de origen autóctono constituían una expresión auténtica y un factor importante. Si la ciudad constituía una impostación artificial, el desarrollo urbano conducía a una progresiva consustanciación con el ámbito natural, social y cultural en el que la ciudad estaba enclavada; y ese proceso estimulaba y permitía la integración de los grupos marginales de origen autóctono.
Pero también pueden ser grupos incorporados los de origen inmigrante. Establecida una ciudad, ajustadas sus funciones y abierto el campo de actividades que implican, puede transformarse en un foco de atracción para individuos aislados o para grupos compactos. La posibilidad de desarrollar cierto tipo de actividad concreta o la esperanza de encontrar una coyuntura favorable para llevar cierto tipo de vida atrae a los inmigrantes y provoca una transformación importante en la sociedad urbana. Puede volcarse hacia la ciudad la población de la región circundante, o de otras más alejadas pero vinculadas de alguna manera: la de Córcega que emigra a Marsella, la de los Balcanes a Venecia, la de Alemania a Praga o a Bergen, movidas todas por motivos económicos. Por los mismos motivos puede instalarse en la ciudad un importante grupo lombardo, cahorsino o judío. Pero por razones religiosas puede emigrar un grupo que busca en la ciudad un ambiente de tolerancia, como los franceses hugonotes en las ciudades alemanas o los hispanoamericanos judíos en las de Holanda.
El grupo inmigrante puede conservar en mayor o menor medida su vínculo grupal y mantenerse escindido de la sociedad urbana constituyendo un gueto; pero su actividad lo vincula en alguna media a la estructura y el vínculo puede estrecharse o romperse. Un grupo inmigrante puede haber sido atraído por el ofrecimiento de ciertos privilegios, y concitar con eso la aversión de los grupos básicos o de otros grupos inmigrantes hasta provocar su expulsión; o concitar la aversión, simplemente, por su rápido ascenso y su inmoderada influencia; tal el caso de las nacientes burguesías locales en muchas ciudades donde la actividad económica estaba en manos de lombardos o judíos, cuya reacción fue provocar su expulsión so color de motivaciones religiosas. Pero un largo proceso de asimilación puede favorecer la integración del grupo inmigrante, o de uno de sus sectores, cuando a través de las generaciones se fortalezca su solidaridad con los grupos básicos.
Grupos básicos y grupos incorporados integran, pues, la sociedad urbana compacta; pero la compacidad descansa fundamentalmente en la cohesión de los grupos básicos y en la tendencia centrípeta de los grupos incorporados, que no aspiran a disolverla ni alterarla sino, simplemente, a integrarse a ella.
Vínculos variados y de diversa intensidad aseguran la cohesión de los grupos básicos. Algunos pueden ser la perduración de los que existían en el núcleo preurbano o acaso en el lugar de origen de los miembros del grupo fundador; y aunque disueltos ya, en principio, dentro del nuevo cuadro, algunos de ellos operan residualmente conservando alianzas y solidaridades: tal los vínculos de linaje, que aunque ocasionalmente pueden aglutinar grupos hostiles entre si, perpetúan las coincidencias de los sectores más antiguos e influyentes del grupo básico. Pero los vínculos más importantes son los que se elaboran mientras la ciudad se consolida. El esfuerzo colectivo en la elaboración de las estructuras afianza las líneas de coincidencia del grupo básico: el hábitat se ordena y el paisaje urbano cobra un cierto estilo; los sistemas de normas y el cuadro de normas se concretan y adquieren reconocida vigencia; las formas y los modos de vida pulen su singular fisonomía; los modelos ideológicos se perfilan; las formas y los modos de mentalidad se precisan y asientan.
A medida que esta ingente creación colectiva se lleva a cabo en el ejercicio cotidiano de la convivencia social, el grupo básico se consustancia con ella; y a medida que las estructuras así creadas cobran coherencia y reciben el consenso social, el grupo básico tiende a considerarlas cada vez más como el cuadro básico e intransferible de su existencia colectiva. El grupo básico llega a tener un alto grado de cohesión, precisamente, a causa de ese vínculo que establece entre sus miembros la identificación plena con las estructuras que ha creado, a las que originariamente considera su propia creación y en las que verán las generaciones sucesivas su propio patrimonio.
Quizá no todos los niveles de la estructura merezcan la misma estrecha solidaridad del grupo básico. Se manifiesta en grado sumo con respecto a las formas y los modos de vida y a las formas y los modos de mentalidad, expresiones de cómo viven la estructura real y la estructura mental tanto los grupos en general como los individuos. Esas formas y modos son profundamente internalizados por el grupo básico, y sus miembros reconocen el vínculo profundo que crea el coincidir en ellos. Y por estar profundamente internalizados, cuentan con un vigoroso apoyo subjetivo que los sustrae a todo criticismo. Así, ese apoyo suscita en el grupo básico una actitud etnocentrista que acentúa su cohesión, a veces con un matiz agresivo. Esto también se manifiesta en alto grado en relación con los modelos proyectivos. El grupo básico elabora sus propios designios -prefiriendo unos, desdeñando otros, asignando prioridades- y logra establecer las líneas de coincidencia profunda y permanente. El modelo proyectivo se hereda, se trata de realizar, se corrige, se reitera, y en ese esfuerzo continuo y progresivo, el grupo básico se identifica con él. Esa identificación crea un vínculo entre sus miembros que también acentúa la cohesión del grupo básico.
Pero no es solo la cohesión del grupo básico lo que hace una sociedad compacta. La sociedad es compacta mientras su número no sobrepasa ciertos límites, puesto que el número está en estrecha relación con las posibilidades de control social y de la comunicación entre sus miembros. Por lo demás, la estimación del número de una sociedad compacta revela algunas de sus peculiaridades significativas. Una sociedad urbana puede seguir considerándose a si misma como compacta aun cuando haya comenzado a ser desbordada por los grupos incorporados y marginales, si el grupo básico conserva su cohesión y los grupos incorporados y marginales solo aspiran a integrarse sin transformar deliberadamente las estructuras. El grupo básico mantiene su poder -económico, social, político, cultural- y desde su posición puede ignorar a los grupos incorporados, aun cuando algunos de sus sectores se hayan integrado o estén en vías de lograrlo. Pero esta apreciación subjetiva del grupo básico no obsta para que la sociedad comience a perder su compacidad si el número la desborda. En el momento en que la experiencia le enseña que este proceso ha comenzado, el grupo básico asume la defensa de la compacidad de la sociedad, considerándose, no sin razón, responsable de ella. Quizá en ocasiones no se atreva a librar tal batalla y se limite a asumir una posición nostálgica, cerrándose en si mismo y ejecutando pulcramente los modos de vida y de mentalidad ahora controvertidos y antes expresiones fieles de las estructuras, sostenido por su prestigio social y cultural. Pero en ocasiones el grupo básico asume la defensa activa de las estructuras propias de la sociedad compacta, y resuelve contener el proceso de integración de los grupos incorporados en proceso de ascenso. Interrumpida la fluidez del proceso, la intensidad de las presiones crece y determina enfrentamientos sociales y políticos de variable gravedad.
Los enfrentamientos sociales y políticos constituyen una de las vías de la integración. Los grupos incorporados que se sienten excluidos y rechazados por el grupo básico pueden formar la estructura, modificarla coactivamente e instalarse luego en ella en una cierta posición, con lo cuál queda automáticamente alterada la posición del grupo básico. Tal el caso de las “revoluciones de los oficios” operadas en muchas ciudades flamencas y alemanas entre el siglo XIII y el XIV, el de las revoluciones florentinas en el mismo período, o el de las ciudades hispanoamericanas al producirse la independencia. Una modificación de las condiciones requeridas para tener participación política constituye una operación decisiva para trastornar la estructura, que puede llegar hasta la exclusión del grupo básico.
Pero fuera de esta vía está la de la integración progresiva y fluida, que comienza con el acceso consentido de ciertos grupos a la estructura tradicional y origina una transformación lenta y casi imperceptible de la estructura. Esta vía se recorre en varias etapas. Hay una espontánea y tolerada integración económica -estimulada a veces – y simultáneamente un proceso de movilidad social que impulsa y favorece la integración, sobre todo cuando los grupos incorporados manifiestan aptitud para asimilarse a las formas de vida y las formas y modos mentales: lo primero es más fácil, puesto que puede iniciarse con el cumplimiento convencional de ciertos formulismos, lo segundo es más difícil pues no se opera simplemente por la adopción y enunciación de ciertas opiniones sino por la internalización de ciertos criterios. El “recién llegado” puede utilizar una codificacion de hábitos para imitarlos, pero tarda mucho mas tiempo en consustanciarse con cierta manera de pensar, excepto cuando cierto cuadro de opiniones están codificadas también. Más difícil es la participación política, que casi siempre resulta de enfrentamientos, pero cuando se obtiene, se logra al mismo tiempo lo que también es muy difícil: el reconocimiento de la integración por parte del grupo básico. Siempre es posible, sin embargo, que el grupo básico, aún derrotado, conserve prestigio social y cultural suficiente para vedar el reconocimiento profundo de la integración; pero el ejercicio del poder acelera el proceso.
Empero el proceso es continuo, porque cuando ciertos sectores de los grupos incorporados se integran al grupo básico, otros han quedado sin integrarse, en tanto que el conjunto crece por efectos de la movilidad social. Nuevos sectores de los grupos incorporados se integran al grupo básico, otros han quedado sin integrarse, en tanto que el conjunto crece por efectos de la movilidad social. Nuevos sectores de los grupos incorporados reinician el proceso, esta vez contra un grupo básico ya hibridado en alguna media, y en la misma medida menos coherente. Por esta vía la sociedad perderá su compacidad.
2. La diferenciación de la sociedad compacta
La vida urbana favorece la diferenciación social: ese fenómeno es el que disuelve la sociedad compacta y conforma poco a poco otro tipo de sociedad urbana, cuyo carácter fundamental será, precisamente, la diferenciación, la coexistencia de grupos yuxtapuestos de tendencias y desarrollos distintos. Diversos factores coadyuvan a desencadenar la diferenciación social.
Sin duda el más visible de esos factores es la inmigración, puesto que incide en el número de la población urbana y sobre su composición. La ciudad constituye un centro de atracción de las regiones circunvecinas y también para aquellas regiones más alejada que tienen alguna relación con ella. Seducidos por las posibilidades de trabajo, la esperanza de mejores salarios o el deseo de mejorar las condiciones de vida en el ámbito urbano, los inmigrantes se incorporan a la ciudad, formando grupos según su origen o individualmente, y poco a poco llegan a ser parte de ella. Constituyen grupos marginales y pueden conservar sus vínculos originarios, su lengua, sus costumbres, y residir en barrios circunscriptos, a veces verdaderos guetos. Pero sus actividades los vinculan a la vida de la ciudad y a los grupos básicos. A medida que se arraigan y a medida que se suceden las generaciones, los grupos inmigrantes tienden a perder sus caracteres originarios y a integrarse como un estrato de la sociedad urbana. Mientras los grupos básicos no adoptan una política defensiva, la integración puede seguir los cauces normales de una sociedad móvil; pero aún cuando los mecanismos sociales e institucionales se les opongan, su fuerza social y económica puede transformarlos en un polo en el juego de los grupos sociales, y como tal contribuir a socavar la compacidad de la sociedad urbana.
En rigor, los grupos inmigrantes son grupos incorporados, y como tales su papel en el desarrollo de la sociedad urbana varía en relación con el desarrollo económico de la ciudad. Esto último es, sin duda, el factor más eficaz de la diferenciación social, y opera no solo internamente sobre cada uro de los grupos sino sobre el conjunto de la sociedad urbana. Un vigoroso desarrollo mercantil modifica permanentemente la posición de los diversos grupos y de los individuos que lo componen. El enriquecimiento de unos y el empobrecimiento de otros, el incremento de ciertas formas de actividad y la declinación de otras, el aprovechamiento de nuevas oportunidades o la pérdida de una protección eficaz alteran las relaciones recíprocas y despliegan posibilidades que conspiran contra la posición del grupo básico. Un sector financiero, bancario, con apoyo extraño a la ciudad, puede constituir un polo de interés capaz de adquirir preeminencia por si mismo. Y un cambio en los sistemas de producción -artesanal, industrial– puede determinar la aparición de una nueva elite económica que sobrepase al grupo básico y desdeñe un sistema de vida tradicional. El grupo básico suele controlar las actividades fundamentales de la ciudad; pero ciertos cambios pueden modificar la situación: las alianzas, las áreas de influencia, los mercados pueden variar, y el grupo básico puede perder su hegemonía o verse obligado a compartirla con quienes representan y controlan las nuevas posibilidades. El desarrollo económico permite desplegar las posibilidades de los diversos grupos, y cuando estas adquieren individualidad y significación, el cuadro de la sociedad urbana pierde su anterior coherencia.
Pero no es solo el desarrollo económico lo que permite la individualización de los diversos grupos. La comunicación urbana es un factor decisivo para ello. En la vida cotidiana, en los lugares de encuentro -atrios, tabernas, pórticos, plazuelas – se entrechocan los vínculos personales, y lo que es más importante, se forman los vínculos de opinión. Los grupos fundados sobre la comunidad de intereses se robustecen con la clarificación de las opciones, la fijación de los objetivos comunes y la adopción de formas solidarias de comportamiento. En el ejercicio cotidiano del juicio moral se ajustan las normas, se las rechaza o se las sustituye. En el comentario inevitable sobre los asuntos de la ciudad, los puntos de vista se definen. Por esa vía, los grupos que tienen alguna importancia económica adquieren significación social y un cierto peso que no puede olvidarse a la hora de las decisiones. El grupo básico puede aceptarlos o rechazarlos, pero no los puede ignorar, porque al cabo de cierto tiempo han adquirido poder social y, en alguna medida, capacidad operativa. Son polos sociales que quiebran la compacidad de la sociedad urbana.
De cualquier modo, la sociedad compacta está amenazada también desde dentro porque los cambios generacionales no permiten mantener indefinidamente los vínculos, las costumbres y las ideas originarias de los grupos básicos. Cada generación trae nuevos problemas; pero sobre todo trae nuevas actitudes, porque la situación de la que arranca es diferente. La subordinación del individuo al grupo parece opresiva y anacrónica; las virtudes defendidas por las viejas generaciones, ingenuas; y la renuncia al goce de los beneficios que la hegemonía trae consigo, intolerable. Pero fuera de esta variante hedonista, las nuevas generaciones de los grupos básicos pueden tener otras ideas: pueden aspirar a la modernización como un camino para conservar el control de la situación; pueden buscar el apoyo de los grupos más marginales para una acción dirigida a contener el ascenso de los grupos ya integrados y que manifiestan aspiraciones a compartir el poder; o pueden proponer a la sociedad urbana un nuevo modelo proyectivo como incentivo para revitalizar la integración.
Entretanto, las nuevas generaciones de los grupos incorporados, por su parte, también renuevan y modernizan sus actitudes, procurando despegarlas para cubrir todas las posibilidades de ascenso: unos tratando de ser admitidos en el grupo básico, otros esbozando una política nueva para su clase, más radical, que precipite los enfrentamientos. En conjunto el cambio de generaciones opera como un poderoso factor de diferenciación social que compromete la supervivencia de la sociedad compacta.
Por la acción combinada de todos esos factores, la sociedad compacta se diferencia al compás de la diversificación de sus diversos sectores. Todos ellos sufren el mismo proceso, aunque en diferente medida y con distintos resultados, y la conjugación de todos los cambios sectoriales entraña una diferenciación del conjunto.
Sin duda, la diferenciación que se opera en las clases altas es la que primero repercute sobre el conjunto de la sociedad urbana, puesto que ellas son las depositarias de la compacidad. Pero el proceso es inevitable. El sector más representativo de las clases altas urbanas, el patriciado, se ha constituido por la diferenciación precoz de un grupo, que no solo logró capitalizarse rápidamente -con lo que adquirió poder económico y social – sino que logró también alcanzar el poder político urbano. Ese grupo forma parte del grupo básico, y aún cuando subsista una gran homogeneidad en su seno, ese ascenso es ya un principio de diferenciación. El desarrollo económico y los cambios generacionales lo acentuarán. La vida urbana y la economía mercantil tienden a favorecer la concentración de la riqueza, y el ejercicio del poder tiende también a que este se concentre en quienes lo ejercitan. Esta concentración se consolida a través de las generaciones; se hace sensible a través de los signos de status y tiende a consagrarse consuetudinariamente, hasta buscar una forma de institucionalización. Pero aún cuando no se institucionalice, el poder social del que ha provisto al patriciado su riqueza y su poder político convalidan su hegemonía, en una sociedad en la que los grupos incorporados carecen de peso tradicional y en que el resto de los miembros del grupo básico se sienten más solidarios con el patriciado que con los grupos incorporados.
Empero, el patriciado sufre el embate de la sociedad móvil. El grupo básico no patricio puede disputarle el poder, puesto que, en principio, posee derechos políticos, y en esa lucha puede recibir el apoyo de los grupos que han logrado integrarse y procuran participar activamente en la vida política. Y como el poder político tiene en la economía mercantil fuerte gravitación sobre las actividades económicas, esa disputa puede corresponder a fuertes antagonismos relacionados con otras actividades.
Una respuesta -como en el caso veneciano- puede ser la clausura total del patriciado y la institucionalización de su exclusividad política: la consecuencia fue una acentuación de la diferenciación entre el patriciado y los demás grupos. Pero la respuesta más frecuente del patriciado -y más apropiada a la sociedad móvil -fue ceder ante la presión de los grupos competidores tratando de crear una base de sustentación más amplia para su poder, sin perjuicio de que percibieran los estratos en su nueva composición. El patriciado, pues, se diferencia internamente al compás de la diferenciación que se opera en otros grupos, y al perder su homogeneidad tradicional priva a la sociedad compacta de su principal bastión.
Por lo demás, los miembros del patriciado corren la misma suerte personal que los del resto del núcleo básico; junto a los que mantienen estable su situación, unos declinan y otros prosperan: también así se diferencia internamente el patriciado. Pero hay más posibilidades. El patriciado, o un sector de él, puede haber alcanzado su posición gracias a una aproximación o alianza con la aristocracia tradicional. Sociedades económicas, matrimoniales, pactos políticos, fortalecen o mellan una alianza, que crea un abismo entre esos patricios y el resto de la burguesía urbana. Las obligaciones, los signos de status, los modos de vida y las formas de mentalidad acusan ese abismo; pero también los intereses económicos y políticos pueden ponerlo de manifiesto. Y como no se trata ya de un simple desnivel de poder económico o político, sino de una diferenciación cualitativa, manifestada en los modos de vida y mentalidad, la diferenciación se acentúa fuertemente y separa al patriciado aristocratizante hasta del resto del grupo básico,
Una misma condición social y política equipara a los miembros del resto del grupo básico; pero puede separarlos la estructura ocupacional. Grandes comerciantes, banqueros, propietarios raíces, su suerte y perspectivas pueden ser diferentes. Quienes participan regularmente de las actividades económicas fundamentales de la ciudad -el comercio de importación y exportación, la actividad naviera, la cervecera, el monopolio de la lana, de la sal o cualquiera otra- están unidos a la suerte de la ciudad y de alguna manera influyen o participan en el control de la vida urbana. Pero la aventura tienta a la burguesía adinerada. Sus miembros pueden experimentar una nueva actividad económica; o pueden estar en contacto con banqueros o empresarios extranjeros; o adquirir tierras para su explotación; y los resultados de la aventura se manifiestan en la posición de quien lo intenta y provocan diferenciaciones económicas y sociales. La aproximación al patriciado, de una u otra forma, y la protección de un señor o de quien detente un poder político, configura otra vía de diferenciación en el seno de la burguesía.
En una posición intermedia entre las clases altas y las medias suelen concentrarse las elites funcionales. Un cambio en el cuadro de actividades urbanas, o simplemente el incremento de alguna de ellas o el crecimiento de alguna de sus organizaciones origina la aparición de grupos de elite funcionales, integradas por quienes asumen la función de organizarlas o conducirlas; una nueva mentalidad, nuevas actitudes las caracterizan. Sus miembros pueden pertenecer a las clases altas, pero las exigencias de la función abren, en una sociedad móvil, la posibilidad de que integren los cuadros quienes se muestran idóneos aunque provengan de estratos humildes. Son los directores, los administradores, los agentes, los encargados, aquellos que han demostrado ser capaces de asumir una responsabilidad y la cumplen eficazmente. Un conocimiento profundo de la función, la posesión de los medios prácticos para desarrollarlas, la inteligencia ágil, una voluntad decidida, sindican al hombre ideal para la función, en quien empiezan a descansar todos los interesados: el conjunto de ellos adquiere una posición singular en la sociedad urbana, puesto que una elite funcional crece a medida que las clases altas empiezan a ceder a la tentación de disfrutar de sus bienes y abandonar la dirección personal de sus actividades, y también a medida que las actividades crecen y se diversifican. Es una clase urbana singular, diferenciada, dentro de la cuál, además, se establecen niveles según su significación.
La mayoría de los miembros de la elite funcional se recluta en el seno de las clases medias, esto es, la mediana y la pequeña burguesía, cuyos límites sociales siempre son imprecisos, puesto que el azar o la función suelen permitir que sus miembros transpongan sus límites. Sin duda es el sector más móvil e inestable de la sociedad urbana, y como es numeroso, su diferenciación interna repercute sobre el cuadro general de la sociedad urbana. Pero acaso el rasgo más significativo no se refiere a la movilidad social sino a la movilidad mental. En tanto que en las clases altas la movilidad mental se acusa menos que la movilidad social, en las clases medias se acusa más.
En rigor, el cambio de mentalidad en las clases medias se anticipa al cambio social, y sus miembros adoptan precozmente los modos de mentalidad que corresponden al estrato en el que tienen fijadas sus expectativas; así, la diferenciación de las clases medias se manifiesta de modo muy complejo, pues se entrecruzan la diferenciación mental y la diferenciación social, sin que se correspondan exactamente. Los sectores adscriptos a actividades económicas -pequeños comerciantes y empresarios, dependientes mercantiles, artesanos especializados– reconocen cual es su vía de ascenso, y las etapas difícilmente suponen un salto cualitativo importante. Pero aquellos que están adscriptos a ciertos servicios y, sobre todo, ciertas profesiones liberales, pueden ascender cualitativamente y transponer los límites de la clase media. Tal es el caso de quienes se incorporan a las elites funcionales, o el de los que llegan a alcanzar cierta altura en la administración pública, o el de los que ejercen una profesión, notarios, médicos, abogados, técnicos en general; o el de los que se destacan en la vida religiosa, intelectual o artística. Son esos sectores los que alcanzan una aguda diferenciación. La posición de cada uno está dada, simultáneamente, por su nivel originario, por el nivel adquirido, por la significación y el reconocimiento que su actividad alcanza dentro de la sociedad urbana, por el modo de vida que adopte, por el modo de mentalidad con que se haya consustanciado; y en todos estos factores se advierte una gran latitud, sin contar con el impacto que puede hacer la diferenciación individual, cuando en un caso dado el grado de excelencia es singular, cuyos efectos se suman a los de la vasta diferenciación social.
Ciertamente, las clases medias nunca fueron protagonistas de la sociedad compacta; grupos marginales originariamente, se integraron en parte pero sin perder el recuerdo de su marginalidad originaria; de modo que la diferenciación no reconoce frenos tradicionales sino que, por el contrario, se ve alentada por un sentimiento, ostensible o franco, de hostilidad o resentimiento contra el grupo básico que representa y defiende la compacidad de la sociedad. La sociedad compacta es el obstáculo que se opone al ascenso, y la diferenciación social es, por el contrario, la vía por la cuál puede alcanzarse. Empero, el grado de aquellas resistencia es variable, porque la sociedad compacta no rechaza el ascenso individual; pero cuando la magnitud del fenómeno la alarma, entonces el rechazo es sistemático. Las clases medias diferenciadas pueden tener una avanzada política, capaz de interpretar sus aspiraciones, y capaz de hallar la sinuosa línea de coincidencia en un sector tan heterogéneo. Si así ocurre, el enfrentamiento se produce, acaso bajo la forma de una lucha por el poder, pero dirigida en el fondo a romper la sociedad compacta. No obstante, no es la única reacción posible de las clases medias diferenciadas. Los grupos o los individuos que logran un alto grado de integración pueden manifestarse solidarios con la sociedad compacta, y en algunos casos en grado extremo, pero el probable sentimiento de su antigua marginalidad los mueve a probar ostensiblemente su conformismo total para convalidar su reciente integración.
En las clases bajas integradas, en cambio, suele perdurar una antigua adhesión a la sociedad compacta, de la que han formado parte solidariamente, aunque en situación de dependencia. Los sectores más desheredados, los que no pueden prescindir de la caridad de los poseedores, mantienen y consolidan con ellos, en el seno de la sociedad urbana, una relación propia de la sociedad dual. Pero otro sectores suelen adoptar otras actitudes. Los grupos artesanales y obreros, las gentes que tienen un oficio y saben que cumplen una función dentro de la sociedad, no suelen compartir ese estado de ánimo, y a medida que el desarrollo económico acrecienta y diversifica las posibilidades, afianzan su individualidad como grupo y se sitúan en el proceso como un polo independiente. La secesión o la huelga es la expresión de un sentimiento de resistencia contra la sociedad compacta que los utiliza pero los considera excluidos, a menos que se sumen a la actitud sumisa de los que no forman parte del proceso productivo. Grupos populares indiferenciados, artesanos, obreros industriales, tienden a diferenciarse en el seno de las clases bajas; y cuando el proceso está avanzado, la antigua relación de dependencia con las clases populares entra en crisis. La sociedad compacta puede ser considerada como enemiga por los grupos de oficio, sin perjuicio de que los sectores que aspiran a la integración se vuelquen a la defensa.
Un proceso de diferenciación semejante al de las clases medias operan en la sociedad urbana los sectores superiores de los grupos marginales, situados en esa posición no por su nivel socioeconómico sino por razones de origen o de ideología. Grupos extranjeros o heterodoxos, son rechazados en principio por la sociedad compacta. Empero, el camino de la integración no está totalmente cerrado para ellos. La radicación del grupo durante varias generaciones sucesivas puede producir una adaptación que induce a algunos grupos, aun conservando parcialmente su popularidad, a buscar la integración. Esa actitud provoca una diferenciación en virtud de la cual la aproximación se hace posible. Es la función la que favorece el contacto: la actividad financiera, la actividad profesional, la actividad intelectual o artística. Rara vez los sectores marginados que logran, a través de uno de sus grupos, cierto grado de integración arrostran el enfrentamiento con la sociedad compacta; por el contrario, el signo de su integración es su vehemente conformismo, por el que se transforman en aliados firmes de las clases altas.
En cambio, los grupos marginales inferiores, los que están situados en esa posición por virtud de su nivel económico, y sobre todo por su modo de vida, solo difícilmente, y en todo caso individualmente, pueden pretender el ascenso social, cerrándose en consecuencia las posibilidades de su ascenso social. Son los grupos de los bajos fondos, adscriptos a todas las formas de la mala vida: los ladrones, mendigos, leprosos, borrachos consuetudinarios, clochards, prostitutas, maquereaux, traficantes de drogas, contrabandistas, jugadores fulleros. Aun cuando constituyen un definido sector de la sociedad urbana visto desde otras clases, carecen de todo vínculo y no constituyen un grupo operante como tal. Por eso no tienen posibilidad de una acción común, y su diferenciación carece de relevancia.
No carecen de ella, sin embargo, como sector urbano, por lo que significan y por el papel que cumplen en relación con otros grupos, con los cuales están vinculados de diversas maneras. La sociedad compacta los rechaza muy enérgicamente, pero a medida que la sociedad se diferencia encuentran mas intersticios para introducirse y más anonimato para operar. En rigor, facilitada su existencia y su acción por la sociedad que se diferencia, operan acelerando el proceso de disolución de su compacidad. No faltan sectores intermedios que legitiman de alguna manera el contacto: el juglar, la bailarina, el mendigo, hasta la prostituta que se mantiene dentro de ciertos límites. El escándalo de la sociedad compacta ante el espectáculo del desarrollo de la sociedad del bajo fondo se desvanece poco a poco a medida que la sociedad crece en número y se diferencia.
Así desplegadas las posibilidades internas de cada grupo que la sociedad urbana encerraba en sí, la sociedad compacta se desvanece de manera casi insensible, y el fenómeno solo se percibe cuando está consumado. En rigor, la sociedad compacta es, en gran parte, una ilusión de un grupo que considera idealmente inexistentes a los grupos que lo rodean, identificando la temporaria irrelevancia social con una presunta condición de grupos inertes. Las posibilidades que la sociedad urbana ofrece para que los diversos grupos sociales realicen sus posibilidades esfuman las posibilidades de que esa ilusión subsista. La sociedad compacta se torna entonces un esquema nostálgico de la vida urbana durante el laborioso período de la diferenciación, que apenas declina hasta que de alguna manera se organiza -o se institucionaliza – la ciudad diferenciada.
3. La sociedad diferenciada
El proceso de diferenciación de la sociedad compacta queda consumado al prevalecer el sentimiento general de que la sociedad urbana se compone legítimamente de grupos diversos y al operarse cierta estabilización de las relaciones recíprocas que permite una articulación de todas ellas en un conjunto heterogéneo pero armónico. Y cuando ese proceso se consuma, la ciudad adquiere los singulares caracteres que le otorga una sociedad diferenciada; en rigor, una sociedad dual.
Sin duda no en todas las ciudades se produce el proceso de la diferenciación social con los mismos caracteres y la misma intensidad. Ciertas circunstancias lo desencadenan y estimulan, en tanto que otras los contienen. Son las típicas ciudades barrocas las que muestran más claramente la sucesión de las etapas del proceso. Casi todas ellas han quedado incluidas dentro de un ámbito nacional de vigorosa estructura política, y todas han acusado la renovada influencia de las aristocracias tradicionales dentro de aquél ámbito nacional, manifestada en un nuevo acondicionamiento de las poderosas burguesías urbanas, que cada vez más operan como burguesías nacionales. En esas ciudades el proceso de diferenciación social es precoz, en parte por la diferenciación que se opera en el seno de las burguesías y que repercute sobre todo en otros sectores de la sociedad. Pero la precocidad puede deberse a otros factores, especialmente al desarrollo de ciertas funciones esencialmente diversificadoras: las cortes señoriales o reales, donde los estratos superiores provocan la diferenciación, o las grandes ciudades mercantiles, donde los estratos medios y populares son particularmente dinámicos.
Lo importante es que el proceso de diferenciación social consagra la legitimidad de todos los grupos que componen la sociedad urbana. Cada uno en su esfera, ciertamente, pero todos articulados de alguna manera dentro de un universo común. La articulación, a su vez, consagra la diferenciación de ese universo, ante todo, en dos grandes capas: la de los grupos privilegiados y la de los grupos no privilegiados.
Los grupos privilegiados son, naturalmente, menos numerosos; pero a medida que transcurre el tiempo su número va creciendo, porque la meta de los sectores intermedios o limítrofes constituye, precisamente, incorporarse a ellos. El paso es difícil, pero no imposible, y en algunas ciudades europeas, entre el siglo XVI y el XVIII pudo duplicarse y aún triplicarse. La condición de privilegio es adquirible, y lo que es más importante, adquirible de manera venal, de modo que la modificación del status social revela los cambios de condición económica. Ciertamente el ascenso es lento y se hace por etapas, porque los grupos privilegiados no son homogéneos, sino que hay en ellos grados diversos que los facilitan.
En la cúspide de los grupos privilegiados están los nobles o aristócratas de raza, esto es, aquellos que pertenecen a las viejas familias de la nobleza cuyos miembros -uno o todos– han abandonado sus residencias rurales y se han instalado en la ciudad: algunos en la corte real o señorial y otros en las ciudades vecinas a sus tierras, donde la vida se hace más fácil, o más barata, o más gratificante. A veces no residen permanentemente en la ciudad, sino que residen en los campos durante la época de trabajo y se trasladan a la ciudad en el invierno. Allí se instalan en sus palacios y mantienen con sus pares una activa relación, de acuerdo con un modelo convencional de vida ociosa y de lujo. Baile, juego, vestidos, conversaciones superficiales, música y paseos son las ocupaciones preferidas de esas familias durante la temporada invernal urbana, de la que las demás clases sociales se hacen una imagen brillante cuyo prestigio los seduce. Y si no es posible imitar el modo de vida, pueden imitarse al menos las maneras cortesanas, los giros snobs del lenguaje o las aficiones consideradas aristocrática.
El sector más significativo -y el segundo nivel en la escala social- es el de los togados, cuyos miembros, generalmente de origen burgués, han obtenido un cargo en la administración y han adquirido, por ello, un lugar prominente en la sociedad. Altos funcionarios, no componen un grupo homogéneo ni siquiera por su origen. Algunos de ellos son originariamente nobles que buscan en la función pública un medio para evitar su empobrecimiento; otros pueden ser propietarios rurales, pero su mayoría proviene de la burguesía mercantil, para la cual el funcionariado constituye una garantía por los privilegios que importa y una culminación social dentro de la ciudad. Tampoco el grupo es homogéneo por su nivel. Los miembros de la magistratura y los altos funcionarios de la administración real están en un nivel más alto que los magistrados y funcionarios municipales.
Muy próximos a ellos están los que ejercen la profesión de abogados. Los militares constituyen también un sector Y dentro de la ciudad, el clero, regular o secular, constituye un sector de variada estructura, puesto que las altas dignidades -el obispo, los miembros del capítulo, los priores de los conventos -corresponden a altos niveles, mientras que el clero en general se mantiene entre los más bajos. Los grandes comerciantes completan el cuadro de los sectores privilegiados.
Los grupos privilegiados constituyen una ciudad dentro de la ciudad. Su privilegio consiste, fundamentalmente, en la exención de impuestos y en la liberación de la obligación de proporcionar alojamiento militar. Pero, indirectamente, el goce de tales privilegios supone un signo de prestigio: se pertenece a la clase privilegiada por disfrutar de tales exenciones, y se pueden sumar signos de status, solo utilizables si se posee aquel. La pertenencia a los grupos privilegiados no oculta el escalón al cual se pertenece dentro de ese grupo. Pero la movilidad, que reconoce ciertos obstáculos para trasponer el límite entre los dos grupos, subsiste para superar aquellos escalones. La capacidad económica constituye un elemento fundamental para dar los pasos sucesivos.
El acceso al grupo privilegiado supone un cambio en el modo de vida: hay que escapar a la subcultura del trabajo para incorporarse a la subcultura del ocio. Requisito fundamental para un comerciante que se incorpora al grupo privilegiado es abandonar la actividad mercantil para vivir exclusivamente de las rentas y, de ser posible, de las rentas de la tierra. La actividad mercantil es incompatible con el privilegio. Pese a eso, el abandono de la subcultura del trabajo por la subcultura del ocio admite variantes. Hay ciudades en las que los escalones más altos de los grupos privilegiados se aburguesan con cierta intensidad y rapidez, en tanto que en otras, los sectores no nobles que forman parte de esos grupos manifiestan una fuerte tendencia señorial.
Los grupos no privilegiados son los más numerosos, y están compuestos por varios sectores. Solo los miembros de los más altos tienen la posibilidad de trasponer sus límites e incorporarse a los grupos privilegiados. Son, en primer lugar, los que ejercen profesiones liberales. Entre ellos, los médicos constituyen los más respetados, luego los farmacéuticos y los notarios, los profesores, los artistas, los maestros de escuela. Su número es reducido, pero la naturaleza de sus funciones los identifica y les proporciona ocasión de estrechos contactos con las clases privilegiadas.
Entre los comerciantes, que ocupan el nivel siguiente, se diferencian los libreros e impresores, cuyas tareas participan de cierta distinción pues suponen una cierta cultura, que puede ser en ocasiones muy alta en el caso de los eruditos filólogos, lingüistas o anticuarios. Por debajo de ellos se encuentran los distintos ramos. Los relacionados con la industria textil solían gozar de mayor consideración: los comerciantes en telas, en prendas de vestir y los merceros. Todos ellos suelen tener grandes talleres y tiendas con numeroso personal, lo cual les asigna una particular importancia como empleadores. Y son, generalmente, los más ricos. Igual situación suelen tener los fabricantes de calzado.
Otros comerciantes gozan de prestigio: los importadores y exportadores, los que se relacionan con la industria naval y con los grandes rubros de la exportación. Y en cada ciudad hay un tipo de comercio o industria que, por tradición, constituía la riqueza fundamental, que proporciona a quienes la ejercen un alto prestigio: los cerveceros, los exportadores de cereales, los fabricantes de artículos de metal, o los que usufructuaban algún género de monopolio. Una posición menos estimada la ocupan los carniceros y los posaderos, pero en ambos casos, la fortuna o las relaciones asignan cierto matiz peculiar a su posición en la ciudad. Los comerciantes minoristas de alimentos y objetos de la vida diaria suelen constituir los escalones inferiores de este nivel.
Por debajo están los artesanos, aun cuando los maestros gocen de cierta consideración y pueden tener funciones importantes en la administración de la ciudad. Los compañeros, en cambio, la gente de oficio que trabaja con sus manos, son los representantes típicos de una clase subordinada, puesto que la contraposición entre trabajo y ocio obra muy claramente en el fondo del distingo entre privilegiados y no privilegiados. Y aún cuanto la calidad de un tallista o un orfebre le atraiga cierto prestigio al que sobresale en su oficio, la condición artesanal constituye un tope social infranqueable.
La plebe sin oficio -mozos de cordel, peones – constituye un escalón muy bajo, pero no el último, pues la ciudad alberga siempre grupos marginales de origen extranjero o judíos, que no gozan de privilegios ni tienen un lugar muy definido en la escala social, y, finalmente, un hampa numerosa. La ciudad crea y estimula la formación de un hampa que constituye un mundo marginal -de ladrones, prostitutas, mendigos, jugadores, vagabundos, titiriteros-, separado del cuerpo social, sin duda, pero vinculado con él inevitablemente. Último nivel de la escala, y en gran parte excluidos de la ciudad legal, el hampa carece de derechos y la ciudad crea un dispositivo especial para reglar sus relaciones con ella. Pero su subcultura del hampa se introduce en la vida de la ciudad y revela el papel que el hampa cumple en la vida colectiva.
Los grupos no privilegiados tienen una relativa movilidad. Los grupos artesanales, organizados dentro de sus corporaciones son, quizá, el sector más estático; pero tanto la plebe sin oficio como los comerciantes tienen la posibilidad de modificar la posición económica y, con ella, su posición social. En el nivel superior -en las profesiones liberales y en el comercio- existe la posibilidad de un ascenso a los grupos privilegiados. Y en el hampa no falta la posibilidad de una regeneración que transforme en vecino honorable a quien antes se dedicó a actividades ilícitas.
La coexistencia de grupos privilegiados y no privilegiados confiere a la sociedad urbana algunos caracteres singulares. La sociedad se polariza pero la movilidad social no decrece excesivamente, y los signos exteriores propios de los dos grupos adquieren tanta significación como las diferencias estructurales.
En rigor, la diferenciación social responde a la contraposición entre dos subculturas, una del ocio y otra del trabajo, de modo que la clave reside en la fuente de ingresos propia de cada grupo. Los grupos privilegiados obtienen sus ingresos de las rentas de inmuebles -rurales o urbanos- o del ejercicio de actividades judiciales o administrativas de alto nivel, o de la explotación de empresas importantes que permitan a su propietario la delegación de las operaciones directas. El ocio condiciona el privilegio, en tanto que el trabajo -tanto el trabajo manual como la atención directa de las empresas comerciales – veda la posibilidad de alcanzar el privilegio. De hecho, el ejercicio de las funciones públicas de alto nivel entraña el goce de privilegios y el uso para obtener ganancias, y por eso en algunos lugares el estado puede ofrecerlas en venta. En el caso de los cargos judiciales, quien es capaz de pagar las sumas establecidas cambia su condición de antiguo burgués por la de funcionario real; y en tanto que el fisco se beneficia con ese ingreso -en una época de retraimiento económico -el antiguo burgués satisface una cara aspiración de su vida rompiendo el cerco del privilegio. Este beneficio común de las dos partes hace que se multipliquen los oficios con independencia de la utilidad real que las funciones puedan tener: oficios duplicados o triplicados o, simplemente, oficios innecesarios aparecen en la administración, revelando que el fenómeno social de ascenso y el fenómeno de la voracidad fiscal son los verdaderamente importantes y se complementan entre si. Y todavía nos queda una etapa mas. Algunas veces el estado acredita la condición nobiliaria cuando se prueba la propiedad de señoríos libres de impuestos durante tres generaciones, y el mismo plazo opera las mismas consecuencias cuando se trata del ejercicio de una alta función real.
Esta preocupación por adquirir la condición nobiliaria proviene del contacto. El hecho sustancial es que las familias nobles han comenzado a establecerse en las ciudades y, en consecuencia, han fijado un polo de atracción e imitación para antiguos patriciados que buscan su alianza y, por esa vía, su incorporación al más alto estrato social. Pero no es solo eso. El ascenso supone la exención de impuestos, en una época en que la presión tributaria y la voracidad fiscal crecen de manera amenazadora; también supone la liberación de las cargas militares; pero además implica una consideración de la condición social superior y la inscripción en el grupo de los privilegiados del sector superior de la sociedad.
La diferenciación social tiene visibles signos exteriores. Privilegiados y no privilegiados no deben usar la misma vestimenta, y el uso de colores vivos y de costosas alhajas está reservado a los primeros, en tanto los segundos deben usar vestidos negros o grises y abstenerse de llevar adornos de oro o de piedras preciosas. Por lo demás, el lenguaje y las formas de trato testimonian inmediatamente la condición social. Ciertas palabras y giros -algunos rebuscados y ostensiblemente snobs -son propios y exclusivos de los grupos privilegiados, que los acuñan y usan con deliberada propiedad, acentuando su carácter convencional con cierta forma de entonación que se considera signo de status. El “preciosismo” es el signo de cierta educación que es, a su vez, propia y exclusiva de ciertos grupos. Los gestos que acompañan a la palabra, así como las fórmulas de saludo y, en general, las maneras que establece una “etiqueta” cuidadosamente codificada distinguen los grupos privilegiados de los no privilegiados y, además, los distintos sectores que se articulan en cada uno de esos grupos.
El uso del tiempo -esto es, de la vida- diferencia profundamente los dos grupos. En tanto que los privilegiados viven para el ocio, los no privilegiados viven para el trabajo. Los primeros desarrollan formas de vida en las que los “entretenimientos”, eso es, los arbitrios para llenar el tiempo, consumen la mayoría o la totalidad de las horas. Los llamados “compromisos sociales” -visitas, reuniones – adquieren efectivamente caracteres de compromiso porque quien los asume afirma al cumplirlos su pertenencia a cierto grupo y afirma o consolida con ello su status. Pero no son compromisos que importen trabajo sino que importan utilización del ocio. La visita, la tertulia, la fiesta, aun cuando constituyan “obligaciones sociales”, son entretenimientos: la conversación, el baile, la música, los espectáculos, la comida constituyen su contenido objetivo, aun cuando su verdadera finalidad sea objetivar la participación de cada uno en el sistema del grupo al que pertenece. Ese contenido es, en el fondo, el mismo de las diversiones de los grupos no privilegiados; pero sus formas son diferentes, Ciertos bailes y canciones, ciertos espectáculos, ciertas comidas, son exclusivos de ciertos grupos, y sobre todo son exclusivos el ambiente y la manera como se realizan, porque el “ocio noble” –el antiguo otium cum dignitatis -está encuadrado dentro de ciertas formalidades que moderan las expansiones y las someten a normas estrictas que gozan del conocimiento del grupo; y vistas desde fuera del grupo, denotan la condición de quien las acepta y las cumple.
Tal ocurre con las normas de convivencia; pero lo mismo sucede con las normas morales. La sociedad diferenciada tiene dos códigos de normas, que solo coinciden en los aspectos más generales. “No matarás” es una norma común, pero el compromiso con la verdad o el cumplimiento de la palabra empeñada -”palabra de honor” o “palabra de caballero” – es una norma que solo rige terminantemente para los grupos privilegiados. Lo mismo ocurre con las normas que rigen las relaciones lúdicas, a las que se le atribuye una importancia igual o superior a las que rigen las relaciones económicas o políticas. En general, los grupos privilegiados acatan un “código de honor”. La dignidad personal, el respeto recíproco y el acatamiento a ciertos principios obliga a quien pertenece a los grupos privilegiados a una celosa vigilancia de las transgresiones en la conducta propia y ajena. La felonía, la traición o el uso de la astucia en las relaciones recíprocas es condenable y constituye un estigma difícilmente superable, en tanto que para los grupos privilegiados el margen es mucho más elástico. Hay, sin embargo, un “honor burgués”, del cual es punto clave la honestidad en las relaciones económicas; pero no lo es menos el cumplimiento de las obligaciones familiares o cierto culto al pudor. Y en cuanto a las clases populares, los márgenes son mucho más extensos, y las duras necesidades de la vida justifican en amplia medida un comportamiento no sujeto a normas.
Pero lo que más denota la diferenciación de los grupos es el modo de vida. Los grupos privilegiados deben ajustarse a la tradición señorial y exteriorizar su riqueza en la manera de vivir haciendo ostentación de lujo. Un número considerable de sirvientes testimonia el boato con que se vive: palafreneros, postillones y lacayos, mayordomos y camareras, cocineros y pinches, secretarios y capellanes son indispensables en los altos niveles; pero cada uno en la medida de sus posibilidades procura rodearse de servidores y, de ser posible, de un conjunto de personas que constituya o imite una corte. Los carruajes y caballos, las despensas y bodegas, las armas y los muebles, todo debe hacer honor a los signos de nobleza, a los escudos, que identifican a quien pertenece a la clase noble, aun cuando haya sido ennoblecido recientemente. Solo en la medida en que la imitación a la riqueza lo estimula puede algún miembro de los grupos no privilegiados poseer algo semejante. Pero para él los criterios de utilidad y de ahorro son más importantes que el del boato. Coches y criados mantendrá el burgués que los necesite, y solo en la medida en que los necesita, a menos que prepare su ascenso apelando a los signos de clase. Y en los niveles inferiores, las escasas posibilidades limitan a lo indispensable el tren de vida.
De todos modos, el signo más ostensible del modo de vida es la morada. Palacio señorial o noble vivienda son propios del privilegiado, y el lujo debe ser visible. Se remeda en la ciudad el antiguo castillo rural hasta donde se puede, y la planta de recepción -el piano nobile– constituye el signo de que se está incluido. Columnas y cadenas advierten al viandante de la calidad de los dueños de casa, y el vasto patio donde esperan los carruajes revela el modo de vida. Por el contrario, la casa burguesa conserva en la planta baja los locales dedicados al comercio o la artesanía, sobre los cuales están las habitaciones de la familia. Y en las clases populares el abigarramiento y la promiscuidad revelan los escasos recursos de sus moradores.
Cuando la diferenciación de la ciudad se consuma, generalmente aparece una diferenciación ecológica. Los grupos privilegiados eligen ciertos barrios o se trasladan a otros recién edificados para mantenerse apartados de los otros grupos. Cerca de la corte o en lugares convencionalmente elegidos se levantan las nuevas moradas señoriales. La condición social se exterioriza por el lugar donde se vive, y el precio de la tierra mide el rango de cada lugar, sin perjuicio de que disposiciones más específica impidan las vecindades molestas. Poco a poco, dos ciudades yuxtapuestas, de muy distinta fisonomía, trasuntan ostensiblemente la vigencia de una sociedad diferenciada.
4. La sociedad homogénea (La homogeneización de la sociedad diferenciada)
La sociedad diferenciada se constituye en una época de retracción económica y de baja movilidad social, esto es en condiciones de cambio mínimo. Empero, el cambio existe en alguna medida y opera lentamente un proceso que desembocará en la anulación de los fundamentos de la diferenciación social.
Ese proceso tiene un contexto ideológico, y es precisamente en la estructura ideológica donde comienza. La diferenciación social resulta de una singular dinámica que aproxima los sectores de la alta burguesía a las antiguas aristocracias, formando con ellas un bloque que logra, por vía institucional, marcar una definida línea divisoria. Pero esa línea carece de fundamentos sólidos: nunca ha logrado adquirir carácter sagrado o absoluto, sino que, por el contrario, ha evidenciado su carácter histórico y fáctico a través de una notoria movilidad social. Si por gracia o por compra se pueden adquirir funciones o títulos nobiliarios que importan condiciones de privilegio, tales condiciones ostentan un carácter de hecho que torna vulnerables sus fundamentos. Así, en el plano ideológico la idea de privilegio sufre un permanente deterioro y no basta todo el andamiaje convencional para defenderla. Los grupos privilegiados pueden establecer una distancia aparentemente infranqueable con los otros grupos y rodear su tipo de vida de caracteres inaccesibles, pero con ello solo logran asegurar las relaciones inmediatas y directas, sin robustecer los fundamentos del principio de desigualdad y más bien comprometiéndolo más de una vez.
Por lo demás, en el plano ideológico el principio de desigualdad o de privilegio sufre vigorosos embates doctrinarios. El protestantismo primero, la filosofía luego y, especialmente, la filosofía política desarrollan tesis igualitarias que robustecen el derecho natural. En rigor, sólo en la teoría más abstracta llega a admitir una igualdad básica entre los seres humanos; pero lo importante es que, directa o indirectamente, queda establecido que las diferencias son de hecho, y preferentemente fundadas en hechos económicos que han tenido sanciones sociales y política. El privilegio es, pues, un hecho, y en consecuencia puede ser combatido y suprimido en el terreno fáctico: es lo que hizo la revolución francesa de 1789.
Tan vigorosa corno haya sido la negación del privilegio desde fines del siglo XVIII, es evidente, sin embargo, que aún en el plano ideológico subsistió una vaga noción de su legitimidad bajo la forma de prejuicios irracionales. Pero la revolución industrial renovó la carga allí donde se manifestó y donde alcanzarían cierta importancia sus consecuencias sociales, puesto que los tradicionales signos de privilegio carecían de sentido en la nueva sociedad industrial. No mucho después, los impactos de las guerras mundiales concluyeron por consagrar definitivamente la invalidez de todos los fundamentos del privilegio. La sociedad diferenciada, montada sobre el reconocimiento de la legitimidad del privilegio y manifestada en la coexistencia de dos tipos de vida, quedó condenada a lo largo de un proceso en el que la crisis del plano ideológico se vio acompañada por una crisis de la estructura histórica real.
En los hechos, a partir de un cierto punto la sociedad diferenciada marcha hacia una homogeneización que se manifestará en la reducción de los dos tipos de vida a uno solo, aún cuando subsistan dentro de él las variaciones que corresponden a sus distintos niveles. Diversos factores han operado para que esa homogeneización se produzca.
En rigor, la formación de una sociedad diferenciada en el seno de las ciudades constituye un hecho contradictorio y solo explicable por la atracción que la ciudad ha ejercido en cierto período sobre clases originalmente ajenas a ella, las cuales, al incorporarse, han precipitado los procesos normales de diferenciación social y los han desnaturalizado, forzando la formación de dos grupos heterogéneos y, en consecuencia, dos tipos de vida heterogéneos también. Pero las formas de vida urbana son siempre homogeneizadoras, y volvieron a operar según esa tendencia sobre la sociedad diferenciada. El reducido ámbito urbano no estimula la diferenciación sino la aproximación y solo la adopción de una estrategia -la muralla de las servidumbres y las etiquetas- permite evitar un contacto cotidiano y estrecho que homogeneiza la sociedad urbana; pero son, sobre todo, las actividades en las que concurren individuos o grupos de clases diversas las que aceleran ese proceso. La relación comercial, administrativa, profesional y sobre todo las relaciones de servicio o solidaridad ocasional crean vínculos vigorosos que aproximan a los miembros de la sociedad urbana, tan fuertes como sean los perjuicios; así, las condiciones creadas por una epidemia o un sitio, las actividades política que toman forma de conjuración o acción violenta, y también las fiestas públicas, los juegos o las diversiones riesgosas: juego, libertinaje, ocasiones todas en las cuales el contacto directo cubre y sobrepasa las diferencias de status.
Todos estos factores minan lentamente la sociedad diferenciada; pero otros la minan con más rapidez e intensidad. Ante todo el cambio en la composición de la sociedad urbana, que se renueva por el juego natural de las generaciones y por la incorporación de nuevos miembros que inmigran, modificando las actitudes tradicionales y creando formas de aproximación y coincidencia. También la movilidad opera los mismos efectos, puesto que entrecruza los distintos sectores de los grupos privilegiados y no privilegiados. Y en ambos casos, el desgajamiento de personas no solo homogeneiza en alguna medida sino que pone de manifiesto el mecanismo profundo de la diferenciación.
En efecto, la movilidad social propia de la sociedad mercantilista se da en las ciudades con la mayor densidad; en las actividades intermediarias se hacen rápidamente fortunas o se deshacen; y un uso prudente de la riqueza permite el paulatino ascenso de una familia, que en tres generaciones puede escalar todas las posiciones hasta llegar a situaciones de privilegio. Pero no es la única forma de movilidad social. Puesto que el status se manifiesta a través de signos, la busca del ascenso no se hace solamente según los pasos del enriquecimiento y el consiguiente ascenso social, sino también según un uso arbitrario de los signos. Si se pudo decir en Francia: “No es suficiente ser noble si no se vive noblemente”, pudo aparecer en muchos espíritus la idea de vivir noblemente -o al menos de acuerdo con algunos esquemas de la vida noble – aun cuando no se poseyera status noble. Lo mismo ocurrió en otros escalones de ambos grupos, y esta movilidad de los signos contribuyó a esfumar algunos límites interclasistas, aun cuando la sátira -la de Molière o la de Goldoni – mordiera el prestigio de quienes intentaban ese camino para escapar a las determinaciones de clase. La imitación de signos propios de una clase superior podía tornar grotesco a quien la intentara. El uso de ciertos giros de lenguaje, de cierta entonación, de ciertos modales o ciertos hábitos, evidenciaba un deseo, un privilegio ilegítimo, de simular una condición social superior a la que realmente correspondía, y con frecuencia ese designio correspondía a una experiencia de movilidad mental que operó profundamente en la sociedad diferenciada.
La movilidad social se origina en la imitación a que incita la estrecha convivencia. Manifestarse adherido a ciertas opiniones o preferir determinados valores que son propios y característicos de un sector social significa acercarse, o incorporarse simbólicamente, a ese sector. Esta adhesión puede ser intencional, considerando que la adopción de una forma de mentalidad es también un signo de status. Pero puede ser espontánea y revelar una actitud que escapa al condicionamiento de clase. Ciertas tendencias muy decididas -por la religiosidad, el arte, el saber – configuran actitudes que no condicen con ciertos sectores, en uno de cuyos miembros pueden sin embargo aparecer. Pero lo mismo ocurre con todos los aspectos de la cultura del ocio, que entraña una definida forma de mentalidad. La adopción de esta mentalidad puede ser efecto del contagio o la imitación. El asalariado de un oficio puede pensar como un burgués cuando se trata de la propiedad o de la familia, del amor o de la política; y el burgués puede pensar como un noble cuando se trata de la manera de vivir, de las formas de alternar o regocijarse, de la significación de las convenciones sociales o aún también de la política, del amor o de la propiedad.
Así, la vida urbana contribuye a limar los matices que separan las mentalidades de los grupos y sectores de la sociedad diferenciada, gracias al estrecho contacto, a las relaciones entre clases diversas, sea por imitación o por adopción profunda de los modos de pensar. Pero todos estos mecanismos son impotentes mientras la sociedad diferenciada está sostenida por una coyuntura sin cambios profundos; son, sin embargo, los que se desencadenan cuando cambia la coyuntura y, más aún, cuando es la estructura misma la que sufre una alteración profunda.
Esto es lo que ocurre cuando la burguesía llega al poder y modifica la coyuntura política. Una revolución -o varias sucesivas- rompe el esquema tradicional de la sociedad diferenciada y destierra el principio de la desigualdad y el privilegio, cuyos fundamentos se han debilitado considerablemente. La desaparición de ciertos signos de status constituye una señal. La vestimenta, las fórmulas de tratamiento tradicionales son suprimidas de hecho, y también institucionalmente, consagrando la paulatina crisis de los fundamentos en que se apoyaba el principio del privilegio. En el otro extremo de la pirámide, la abolición de la esclavitud revela que el sistema adquiere coherencia. Solo subsiste la desigualdad económica, por debajo de una declarada igualdad natural. La sociedad urbana es la que más agudamente acusa el impacto de esta revolución. Las clases privilegiadas son el blanco de la persecución y el proceso de homogeneización se acelera, ocupando los más altos niveles los sectores burgueses que son, dentro de la sociedad urbana, no solo los más ricos sino también los más activos.
Pero el proceso se acelera cuando, en segundo término, el proceso de industrialización modifica la estructura misma de la sociedad. Es entonces cuando las relaciones de dependencia se alteran sustancialmente. La composición de la sociedad urbana se modifica profundamente, y los grupos vinculados a la actividad industrial -patronos y obreros- recomponen una subcultura del trabajo que adquiere inusitado vigor y desaloja a los sectores vinculados con la subcultura del ocio. Por lo demás, la movilidad social se acentúa, los impactos del privilegio se desvanecen y los límites entre los grupos sociales no reconocen otro signo que el monto de la fortuna. El fenómeno de homogeneización está asegurado por una clase media muy extensa que tiene en sus dos extremos grupos muy flexibles y capaces de desplazarse.
Pero no es solo la movilidad social y el papel de las clases medias lo que opera la homogeneización. Son también los signos de status los que cambian sustancialmente. El proceso de industrialización opera la estandarización de los objetos, tiende a desaparecer la obra artesanal, y las posibilidades de poseer la pieza única y personal se desvanece. Pero, en rigor, el proceso de industrialización previene este fenómeno operando también una estandarización de las necesidades y los gustos. La vida urbana en este mundo industrializado impone un ritmo que torna inútiles e imposibles ciertas exigencias, y todos los sectores prescinden de ellas. Las necesidades y los gustos se homogeneizan, y todos se satisfacen con el mismo tipo de objetos, aunque las calidades difieran en grado. Son las consecuencias de una sociedad que se desindividualiza -esto es, se masifica – y no solo en los estratos populares y medios sino en sus elites, para las cuales el tratamiento es ligeramente superior pero del mismo tipo que para las demás clases. Masificada, la sociedad es impotente para ofrecer tratamientos de elite: los semáforos, los embotellamientos, no permiten distingos, y hasta las colas se transforman en instrumentos de homogeneización. En el fondo, el proceso de industrialización homogeneiza la sociedad urbana al sumergirla en la sociedad de consumo. (ojo. La rev. Socialista)
El resultado de los cambios coyunturales y estructurales es la homogeneización del tipo de vida urbano. Y así como los tipos de vida diferentes objetivan la coexistencia de dos grupos en el seno de la sociedad diferenciada, el tipo de vida homogéneo de la sociedad de consumo o de la sociedad socialista objetivan una sociedad homogeneizada. Ninguna definición mejor del tipo de vida homogéneo que la que lo explica como derivado de la civilización industrial.
Sin duda hay niveles dentro del tipo de vida homogéneo. Son los niveles que crean los ingresos. Pero el tipo de vida es uno, aún cuando tenga varios niveles, y la sociedad es una. No es compacta, pero es homogénea.
CAPITULO III
LA ESTRUCTURA REAL
La sociedad urbana desarrolla su vida histórica enmarcada dentro de una estructura real y una estructura ideológica. Este fenómeno no es exclusivo de las sociedades urbanas, sino propio de toda sociedad, pero adquiere en las sociedades urbanas un carácter particularmente acentuado.
La estructura urbana está integrada por varios factores; en primer lugar, las funciones que debe y puede cumplir la sociedad urbana a través de sus diversos grupos e individuos, y que en cada momento se presentan como preestablecidas, puesto que han sido delineadas y consolidadas en el transcurso de la vida histórica; en segundo lugar, las relaciones que se establecen entre cosas e individuos, y entre individuos entre si, junto con las normas y valores que rigen la convivencia, unas y otras decantadas a lo largo de la vida histórica, y acuñadas con suficiente vigor como para que sean vigentes en cada momento en virtud de su coherencia con la vida histórica de la que han emanado; y finalmente los sujetos creados a lo largo de la vida histórica y legados a la posteridad como objetos autónomos que operan por presencia.
Estos tres factores – funciones preestablecidas, relaciones vigentes y objetos creados- identifican a la estructura real como un sistema coercitivo de formas más o menos rígidas, que emanan de la “vida histórica” y que operan como cuadros que enmarcan la vida histórica sucesiva. Para las sociedades urbanas, la estructura real es particularmente significativa, porque entre los objetos creados está la ciudad física, el hábitat urbano, en el que se objetiva la continuidad histórica de la sociedad urbana y que constriñe a cada generación dentro de los cuadros creados por las generaciones anteriores. Pero no solamente por eso: también porque la sociedad urbana es aquella en la que los vínculos son más estrechos y el control social es mayor, de modo que la perpetuación de las funciones establecidas y las relaciones vigentes está sometida a constante examen.
La estructura real, como decantación de la “vida histórica vivida”, tiene tendencia a la rigidez, pero en rigor es histórica, y posee una dialéctica interna que le introduce un lento ritmo de cambio. La estructura real acepta el reto de la vida histórica y, aunque muy lentamente, se transforma y adecua a las nuevas circunstancias. En consecuencia, los distintos factores que la componen son históricos también: los cambios que propone la vida histórica repercuten sobre ellos y los alteran, aun cuando siempre con un compás -o varios- de retraso. Distinta es la gravitación de la estructura real sobre la sociedad urbana compacta, la sociedad diferenciada y la sociedad homogénea.
Funciones, relaciones y objetos se ordenan dentro de los tres sistemas que integran la vida histórica: el sistema socioeconómico, el sistema sociopolítico y el sistema cultural.
1. El cuadro de las funciones urbanas
La estructura real opera, en primer término, por medio de cierto tipo de acciones que se identifican por sus objetivos y por las formas de vida que originan; son las funciones, que en la ciudad adquieren rasgos muy precisos y diferenciados.
Las funciones son, pues, tipos de acción. Pero su rasgo más señalado es que, como tales, han sido establecidos, ordenados y fijados a lo largo del tiempo, mediante la acumulación de experiencias, y ofrecidos como opciones a cada nueva generación. Las funciones constituyen un repertorio limitado de posibilidades tanto para la acción colectiva como para la acción individual, fuera del cual pueden encontrarse sin duda otras posibilidades, pero que chocan con el sistema vigente y no pueden desarrollarse sino desafiando en alguna medida la estructura real.
Las funciones son normativas. En su conjunto, reúnen los objetivos que tradicionalmente se ha dado la sociedad urbana como propios y adecuados para su acción, aquellos que se han considerado óptimos y necesarios. Para servirlos, grupos e individuos se adscriben a una determinada función, lo que les significa adoptar una cierta forma de vida.
Esquemas preestablecidos, las funciones tienen tendencia a tornarse rígidas y excluyentes. Pero en rigor participan del carácter histórico de la estructura real y cambian a través de su ejercicio: muy lentamente, sin duda, los objetivos se modifican, se ajustan a las circunstancias, en tanto las formas de vida se renuevan, aunque subsisten los cuadros generales. Pero, ciertamente, su ritmo de cambio es muy lento, sobre todo comparado con las posibilidades que en ciertos momentos abre la vida histórica.
La sociedad urbana ofrece a sus grupos e individuos un conjunto de funciones socioeconómicas que se han delineado en los orígenes mismos de la ciudad. Con frecuencia, la ciudad nace para cumplir una determinada función socioeconómica, que durante cierto tiempo es fundamental y casi excluyente. Pero lo propio de la ciudad es que, enseguida, las funciones se diversifican y aparecen funciones complementarias o secundarias que se adosan a la función principal. De todos modos, las funciones socioeconómicas conservan siempre su carácter eminente, en parte porque la ciudad impone ciertas funciones específicamente urbanas y en parte porque perpetúa algunas tradicionales en el área donde la ciudad está inserta.
Entre estas últimas, la ciudad conserva durante cierto tiempo las funciones relacionadas con los sectores primario y secundario. La ciudad ofrecía la posibilidad de una explotación agrícolo ganadera o extractiva, o era la ciudad un centro de actividades manufactureras y artesanales, o adquirió más tarde la posibilidad de desarrollar una actividad industrial. Esas funciones se mantienen y continúan como actividades tradicionales o renovadoras, y en algunos casos sirven como punto de partida para el ejercicio de otras funciones más complejas que se enlazan con ellas.
En la ciudad esas actividades crean centros de actividad: la boca de la mina, si la ciudad nace o se desarrolla a causa de ella, la zona ribereña si el núcleo preurbano es una aldea pesquera, las calles donde se congregan los artesanos, los talleres o las fábricas. Los centros de actividades tienden a perdurar, cualquiera sea el resultado de la explotación y su declinación se prolonga porque sigue atrayendo a quienes buscan una forma de tradicional dentro de las posibilidades que la ciudad ofrece. Es que esas actividades no solo han creado centros cívicos vinculados a ellas, y que tienden a conservarlas, sino que han suscitado la formación de grupos sociales adscriptos a esa actividad que tienden también a resistir toda innovación que tienda a alterarla y, más aún, a suprimirla. Los grupos artesanales se sentirán amenazados por los grupos industriales; y en otra escala, el pescador tradicional se sentirá amenazado por la organización empresaria que procura desarrollar la pesca en gran escala para salar y envasar el producto que sea destinado a la exportación. La función sigue siendo la misma, pero los objetivos concretos cambian, y ese cambio implica la modificación de los grupos adscriptos, pues la elite dirigente es desplazada y sustituida y la fuerza de trabajo puede serlo también. Así se desenvuelven los fenómenos de movilidad social, con sus declinaciones y ascensos, que importan a veces verdaderas revoluciones sociales, de profundas repercusiones sobre la estructura de la sociedad urbana.
Las funciones que corresponden a los sectores primarios y secundarios constituyen funciones básicas, alguna de las cuales nunca desaparece del todo. Sin duda las funciones vinculadas a las actividades agropecuarias tienden a desplazarse a la periferia de la ciudad y luego a los suburbios, y aún a desaparecer en el caso de las grandes ciudades de la era industrial, en la que el abastecimiento depende de un sistema de comunicaciones de vasto alcance. Las actividades extractivas, especialmente la pesca y la minería, pueden y suelen ser mantenidas aunque la ciudad crezca, pero también pueden desplazarse. Lo que no se desplaza de modo alguno son las actividades manufactureras y artesanales, que, independientemente de su nivel de producción, se transforman en verdaderos servicios imprescindibles para la ciudad. Aún cuando la fabricación de ciertos productos deje de ser artesanal y se convierta en industrial, el artesanado se constituye en un cuerpo de mantenimiento de la ciudad, y renueva sus cuadros cada vez que, por su empobrecimiento, la actividad vuelve a hacerse rentable.
De todos modos el proceso de crecimiento de la ciudad tiende, en general, a disminuir la significación de las funciones de los sectores primario y secundario, especialmente a partir del momento en que la ciudad se industrializa o se inscribe en un área de desarrollo industrial. Estas dos circunstancias, tan importantes en el desarrollo urbano, alcanzan en cambio a disminuir la significación de las funciones del sector terciario, que parecen consustanciales con la peculiaridad propia de la vida urbana.
La ciudad es, ante todo, un centro de intermediación. Por eso adquieren especial significación las actividades mercantiles y las actividades de servicio, tanto en lo referido a los servicios públicos y privados u ocasionales como en lo referido a los servicios financieros.
Muchas veces la ciudad ha nacido como un centro mercantil, tanto que es frecuente identificar a la ciudad con su puerto y su mercado. Pero aun cuando la ciudad haya nacido como un bastión militar o una aldea pesquera, el centro mercantil ha nacido como consecuencia de la aglomeración urbana, que requiere inmediatamente un servicio de abastecimiento y crea, por otra parte, la posibilidad de desarrollarse como un mercado de consumo interno. Esta circunstancia hace del centro comercial -originario o no -un lugar destacado del hábitat urbano. Si no es el centro económico de la ciudad -donde una mina, por ejemplo, supone un mayor volumen de actividad y una mayor producción de riqueza- se transforma indefectiblemente en el centro social, lo cual acrecienta y diversifica la significación del foco económico. El mercado centraliza la función mercantil de la ciudad. Quien se adscriba a esa función puede instalarse en él o en sus vecindades y ejercer alguna de las actividades directamente relacionadas con él. Puede producir mercancías para ser vendidas en el mercado, o puede venderlas y comprarlas, o puede transportarlas o redistribuirlas, o puede especular con ellas. Pero el mercado es el centro de las actividades propias de la función mercantil de la ciudad.
En sus vecindades aparecerán las tiendas de los que quieren aprovechar la concentración de compradores y vendedores que provoca el mercado. Y aparecerán en él quienes ejercen ocasionalmente pequeños oficios o profesiones cuyas posibilidades solo aparecen cuando se produce aquella concentración: el transportista, sobre todo. No muy lejos aparece el cambista o el agente financiero, que trafica no con productos sino con dinero. Y a su alrededor los inspectores del mercado, los funcionarios municipales y los que quieren servir a la concurrencia ofreciéndoles comestibles o bebidas, o los que quieren alegrarla ofreciéndoles humildes espectáculos, o los mendigos, o lo ladrones. El mercado es un mundo complejo en el que incide todo el sector terciario. Pero análoga significación pueden tener otros centros: el puerto, o las calles donde se concentran los diversos oficios, donde también se producen concentraciones de gentes dedicadas a la intermediación.
Estos grupos adscriptos al sector terciario se caracterizan por su inestabilidad y movilidad. Las actividades y servicios que la vida urbana les ofrece son, unos regulares y otros permanentes, como la atención de una tienda, u ocasionales y transitorios, como una especulación sobre un producto de moda. Pero en ambos casos, la movilidad social es el signo predominante. La ciudad hace ricos y pobres con extrema celeridad, pero la función mercantil puede ofrecer las máximas posibilidades de ascenso económico, lo cual, en la ciudad, implica naturalmente el ascenso social. Esta tendencia está tan íntimamente unida a la naturaleza terciaria de la vida económica urbana que ni siquiera el desarrollo industrial puede desplazarla del todo. La compra y venta de propiedades, la compra de saldos, la apertura de locales que satisfagan un capricho momentáneo -una boutique, un restaurant, un café concert, una bombonería -pueden arrancar de sus actividades regulares a los grupos más imaginativos y lanzarlos a actividades prometedoras en escaso tiempo. Y los servicios -los seguros, el cambio, el turismo -pueden ser vetas inéditas que seduzcan a quienes aspiran a un rápido ascenso. Lo más característico de las… [Acá se interrumpe el manuscrito]