Presentación
LUIS ALBERTO ROMERO
Esta conferencia fue pronunciada ante un grupo de investigadores agrónomos. Quien lo presentó, el ingeniero Alfonso Castronovo -profesor de la Universidad Nacional del Sur e investigador del INTA- advirtió a los asistentes que iban a escuchar algo diferente y quizá sensible: “su esfera de actuación no es la nuestra… [viene de] fuera de la esfera agronómica. […] Sus ideas…, podremos compartirlas o no, podremos inclusive disentir con ellas, hasta llegar al punto de la controversia, pero merecen todo nuestro respeto, por eso, porque son sus ideas y sus verdades.”
Eso explica el estilo cauto de JL Romero en la conferencia, el reiterado señalamiento de que lo suyo son “opiniones”, y hasta el ejemplo elegido para señalar un hito en la evolución de la técnica: la introducción del arnés y la generalización de los molinos en el siglo XI, que acompañó la puesta en valor de las tierras al este del Elba. La cautela duró hasta la parte final de la exposición, donde expuso sin reticencias “su verdad”.
El tema de la conferencia corresponde a dos debates en el mundo universitario de principios de los años sesenta: el lugar respectivo de las Ciencias Humanas y las Ciencias “Exactas, físicas y naturales”, y la relación entre las Humanidades y las nuevas Ciencias Sociales.
El primero se desarrolló tanto en la Universidad de Buenos Aires como en torno del CONICET, fundado en 1955, que por entonces asignaba un espacio mínimo a las ciencias sociales. Estaban en juego tanto cuestiones de prestigio como de distribución de fondos. Dos nombres sobresalían en la minusvaloración de las ciencias sociales y humanas: el filósofo Mario Bunge y el meteorólogo Rolando García, con quien Romero habría de polemizar en el Consejo Superior de la UBA desde 1962. Romero expuso sus ideas en la Revista de la Universidad de Buenos Aires, que dirigió desde 1960, y dedicó al problema un número especial, donde apareció su texto “Humanismo y Ciencias del Hombre”. También planteó el tema en la conferencia “Concepto histórico y concepto actual del humanismo”, de 1962 y en los cursos para graduados que dictó varias veces en el Departamento de Graduados de la UBA.
Estas ideas se relacionan con las que planteó acerca de la misión de la Universidad. Le asignaba una importancia central a la extensión universitaria, por un lado, y a la formación general de los graduados universitarios que, en su opinión, constituirían las nuevas elites intelectuales del país.
La discusión sobre las “viejas” Humanidades y las “nuevas” Ciencias Sociales transcurrió sobre todo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que había incorporado dos nuevas carreras, Psicología y Sociología, cuyos profesores se enorgullecían del carácter “científico” y no “ensayista” de su investigación. Aquí su contrincante intelectual -con quien tenía una buena relación de camaradería, forjada en los años del gobierno peronista- era el destacado sociólogo Gino Germani, que solía señalar, como ejemplo de la vieja y precientítica manera de pensar, precisamente a su hermano, el filósofo Francisco Romero.
En esta discusión, JL Romero señalaba la importancia que tenía que en la formación del investigador la reflexión sobre los fines, los medios y los valores, propias del nuevo humanismo que propugnaba. Sobre la peculiaridad de la historia en el conjunto de las ciencias sociales escribió en 1964 un importante trabajo: “La especificidad del objeto en el contexto sociocultural”.
Las responsabilidades de los científicos frente a los problemas del siglo XX. 1961
JOSÉ LUIS ROMERO
Sobre este tema de las responsabilidades del científico y el técnico ante los problemas del siglo XX, ni yo ni nadie puede dar otra cosa que su opinión. Se trata de un tipo de reflexión que se ensambla con casi todos los problemas que conmueven al hombre de hoy; que nunca ha podido ser resuelto sobre la base de las fórmulas simplistas, de recetas o de eslóganes. Debe serlo dentro de la esfera de la responsabilidad, algo que no compete solamente a la inteligencia.
La responsabilidad emerge de una delicada ecuación, que depende en muy buena parte del sentimiento que el individuo tenga con respecto a sus deberes frente a la comunidad. Y esto a su vez depende de cierto sistema de ideas, que el hombre aislado no pueda elaborar. Ese sistema de ideas suele darse en un ambiente, en una situación familiar, en una situación económico social, influenciada por una enorme cantidad de sofismas y de fantasmas que resulta muy difícil disipar. De modo que lo que se pueda decir con respecto a la responsabilidad del hombre de ciencia y del técnico frente a la sociedad no puede pasar de ser una opinión.
Lo que hoy voy a hacer es dar mi opinión, que tengo bien pensada y no es arbitraria. Digo que es una opinión, porque reconozco que cualquier posición que se tome frente a éste problema supone toda una serie de otros problemas, que constituyen los supuestos de cada opinión, sobre los que podemos conversar en otro momento.
Lo primero que debe advertirse es que éste problema tiene una historia. Como historiador, tengo tendencia a empezar a entender los problemas a través de su historia; creo que no es un mal método. Creo que el hombre no conoce otra experiencia del mundo que la experiencia de la historia: el hombre no se conoce a sí mismo sino por lo que ha hecho. El tener de la historia una idea tan miserable como la que suele darse en la escuela primaria y aún la secundaria, no quiere decir que la historia se eso. La historia es otra cosa, bastante más rica: es nuestro capital humano por excelencia.
El problema de la responsabilidad del científico y el técnico -hoy muy agudizado- en verdad es un problema viejo en la cultura occidental, que se plantea desde que empieza a insinuarse una manifiesta gravitación de la técnica sobre las formas de la vida social.
Entre los muchos errores históricos que circulan, uno es el de llamar Revolución Industrial a la que se produjo a fines del siglo XVIII, y desencadenó las primeras transformaciones nacidas del uso del vapor, y de los mecanismos aplicados a la industria textil. Esto no es sino una aceleración del proceso de transformación técnica en que el mundo estaba desde hacía muchos siglos.
Una transformación técnica de incalculable significación fue el modesto descubrimiento de quien aprendió en el siglo XI a usar el collar rígido para el caballo, que se apoya sobre los omóplatos y permite aprovechar la totalidad de las fuerzas que provee el esqueleto del caballo. Esto se inventó más o menos en el siglo XI, en plena Edad Media, cuando empieza ese vasto proceso de la expansión hacia el este, más allá del Elba, en la que, en dos o tres siglos, se incorporó una enorme cantidad de extensión de tierra para la agricultura. También fue una invención de esa época el molino de viento, y las posibilidades hidráulicas, y -para decirlo en los términos actuales- las posibilidades de la industria química, que tanta influencia tiene en el de desarrollo de la industria textil.
Se trata de un caso en el que el hombre no actúa directamente sobre la sociedad, como un político, sino indirectamente, a través de una actuación sobre la naturaleza. Esto ha planteado un problema de conciencia que, si ahora tiene mucha importancia, la ha tenido de tiempo atrás.
Quiero que se observe este detalle. Siempre ha existido la reflexión sobre la responsabilidad del político; la historia del pensamiento occidental está repleta de manuales de educación para el príncipe, de manuales sobre la actitud que debe tener, el político; el caso de Maquiavelo, a principios del siglo XVI, es característico. Cada cierto tiempo, y sobre todo con cada crisis político social o económica, pareció urgente llamar la atención del hombre que tenía que operar sobre la sociedad, el político, sea el Príncipe, sea el Soberano, como decía Sarmiento. El que tiene que actuar sobre la sociedad es un sujeto que en determinada circunstancia, por diversas razones, se encuentra en posesión de unos mecanismos de los cuales depende la suerte de los demás. Es el político que emprende, por ejemplo, una transformación de su medio ambiente, como Sarmiento; quien emprende una transformación de las condiciones básicas de la vida de un país que compromete a su generación y a muchas generaciones más. Tras cierto tiempo a un filósofo especulativo, preocupado por los problemas políticos y sociales, le ha parecido que había que llamar la atención de este hombre acerca de sus responsabilidades.
Es un viejo problema, pero hay que llegar al siglo XX para que se advierta que el técnico, lo mismo que el político, actúa sobre la base de una sociedad, sólo que en dos tiempos; primero, alterando las condiciones de vida, y en consecuencia creando condiciones de vida nuevas sobre las cuáles generaciones y generaciones se van a encontrar atadas a ciertas situaciones de las cuáles es responsable el que las cambió, el que las creó.
Naturalmente, es inverosímil que este modesto agricultor desconocido, a quién se le ocurrió el invento del collar rígido, o aquel a quien se le ocurrió el molino de viento, tuviera sentido de esta responsabilidad. Pero tampoco estoy seguro de que tuvieran este sentido de la responsabilidad Galileo o Newton; no estoy seguro de que un hombre que es capaz de formular los principios de la mecánica o los principios de la física moderna advirtiera de una manera clara cuáles eran las responsabilidades que contraía. Es decir, cuáles eran las condiciones de vida que creaba el hombre que descubría los principios que rigen el desplazamiento del plano inclinado o los principios del péndulo. Es posible que Galileo o Newton no advirtieran cuáles eran las transformaciones que implicaban los principios que formulaban sobre las condiciones de vida reales de la humanidad en los próximos siglos.
En mi opinión, en el proceso de desarrollo científico la transformación fundamental se ha operado unos setenta u ochenta años atrás [1870/80], con lo que convencionalmente se llama la Segunda Revolución Industrial, que se desencadena centralmente en Alemania, alrededor de la electricidad, y de las industrias químicas y que tiene una importancia tan extraordinaria como para conmover toda la estructura técnica de los países industrializados, tanto en Europa como en Estados Unidos.
A partir de esa época, mi impresión es que, entre los descubrimientos científicos y sus aplicaciones prácticas inmediatas, el plazo ha empezado a acortarse de una manera casi dramática. ¿Cuánto tiempo tarda en gravitar Newton sobre la técnica? No lo sé exactamente, pero estoy seguro de un dato cronológico clave: es un plazo superior a una generación. Un tiempo superior a una generación ayuda a evitar el sentimiento de la responsabilidad. Lo que yo no veo, ni voy a ver, me evita el trabajo de pensar acerca de la responsabilidad que me incumbe por haber desencadenado ese movimiento.
Pero si pensamos en el desarrollo científico desde 1880, empezamos a ver que las implicaciones tecnológicas que supone todo el desarrollo de la ciencia contemporánea se produce en plazos cada vez más breves, hasta llegar a un momento en que -según mis modestas lecturas y algunas cosas que he oído- no sé si en el momento actual es posible diferenciar la etapa científica pura de la etapa tecnológica.
Yo me imagino a Newton en un estado de ánimo radicalmente diferente al estado de ánimo de Einstein. Newton no había concebido un sistema de implicaciones tecnológicas, y en consecuencia de cambios producidos en la estructura real del mundo, que se derivara necesariamente de sus planteos científicos, así que, si él hubiera tenido algún sentido de la responsabilidad, habría sido la responsabilidad en el cambio de la imagen del mundo. Ese señor sabe que él contribuye a cambiar la imagen del mundo. Esto sí es visible, esto tiene que adivinarlo. Hay una concepción científica, y en consecuencia profana del mundo, que evidentemente entra en colisión con unas series de ideas tradicionales, generalmente admitidas, que él sabe que está desafiando, como lo sabía Galileo, ese Galileo que sale de la Inquisición y dice “eppur si muove”, y sin embargo se mueve. Él sabía que estaba contribuyendo a una cosa: a modificar la imagen del mundo, con todo lo que eso significaba.
Pero de lo que no estoy seguro, es de si tenía una idea igualmente clara de lo que significaba la posibilidad de aplicación de su planteo de la naturaleza, y si sabía, si adivinaba, que esa transformación de la naturaleza, esa posibilidad de operar técnicamente sobre la naturaleza para alterar sus condiciones, debía tener necesariamente implicaciones de tipo social y cultural. Esto es lo que no sé; pero en cambio estoy seguro de que Einstein tenía absoluta claridad sobre este problema.
Yo creo que el asunto reside fundamentalmente en ese progresivo acercamiento entre la ciencia pura y la tecnología, que se ha ido operando, hasta el punto de que yo tengo la impresión -en mi caso es una opinión- de que en la ciencia actual sería bastante difícil diferenciar la etapa científica pura de la instancia tecnológica.
En consecuencia, los cambios tecnológicos que la ciencia de hoy promueve son cambios que necesariamente están a la vista del hombre de ciencia, del tecnólogo. Casi todos los que estamos aquí pertenecemos a una generación que ha asistido, en su vida madura, a un tipo de cambio que incide, no solo sobre la concepción del universo, sino en la manera de operar sobre la naturaleza. Y ha asistido también a la repercusión de tipo social y cultural que ese tipo de acción sobre la naturaleza promueve. A partir del momento en que no hay escapatoria posible, el planteo de la responsabilidad es necesario.
Estamos asistiendo a una época que los sociólogos caracterizan como de acelerado cambio social. Esto refiere al mismo principio al que me he referido. Los cambios sociales se dividen en dos grupos radicalmente diferentes. Unos son los que se operan en el plazo de una generación, es decir aquellos que el hombre contempla con sus ojos, y otros son aquellos que se producen a través de dos, o tres, o cuatro generaciones. Estos que se producen a la vista del hombre crean una conmoción formidable. Porque el individuo que se ha formado sobre la base de cierto conjunto de ideas, que ha contraído ciertos hábitos, que se ha consustanciado con ciertos prejuicios, es decir juicios adquiridos, y en consecuencia consolidados, es el que tiene que confrontar con situaciones nuevas, con respecto a las cuales resulta que estos principios, estas normas, estos prejuicios no funcionan.
Erich Fromm ha dicho que esto es el origen de lo que él llama la neurosis contemporánea, la neurosis del cambio. Hoy diríamos inadecuación del individuo, que se encuentra a lo largo de su vida frente a situaciones cambiantes; para la primera etapa, ha adquirido un sistema de normas y para la segunda se encuentra con que las normas que ha adquirido carecen de vigencia. Los sociólogos definen esta última etapa como una situación de anomia, es decir de inexistencia de leyes, de normas. No es que no las haya, porque toda situación finalmente engendra una norma. Pero no la ha engendrado todavía, cuando ya hay quien tiene que adecuarse a esa situación sobre la base de un conjunto de principios que se han elaborado sobre otra situación.
Este fenómeno de tipo social y cultural, aplicado a este problema con el que nos enfrentamos, creo que tiene mucha trascendencia. Esto es lo que se ha acentuado después de una marcha continua de diez siglos de transformación técnica. Los historiadores de la tecnología -remito a la obra fundamental dirigida por el profesor [Charles]- han establecido que se trata de un proceso continuo de diez siglos, con momentos de acentuada aceleración, y momentos de lenta o casi escasa aceleración.
Pero el caso es que desde 1880, aproximadamente, este proceso se mantiene con un ritmo de aceleración continua. Si se piensa los transportes, se descubre que desde la invención de la rueda se ha seguido una línea casi sin alteración, hasta mediados del siglo XIX. Pero los hombres de 50 años o más pertenecemos a una generación que ha percibido la historia completa del motor a explosión. En nuestra niñez hemos visto casi los primeros automóviles, y en un plazo de una vida de 50 años hemos asistido a un tipo de transformación para el cual el hombre ya ha perdido su capacidad de asombro. Por mucho menos de lo que nosotros hemos visto, por la milésima parte, se hubiera conmovido hasta los tuétanos un hombre del siglo XVIII. Nosotros hemos perdido la capacidad de asombro.
Ese proceso ha creado un tipo social que es bastante original y que pertenece a nuestro tiempo, por esta circunstancia particular de la aceleración del cambio, y no porque el hombre de ciencia contemporánea o el técnico contemporáneo sea esencialmente distinto del de la época de Newton, o de Galileo, o de Maxwell. Creo que la actitud científica es más o menos la misma, si pensamos -recorriendo la historia hacia atrás- en Nicolás D’Oresme o en los grandes maestros de París del siglo XIV, como Jean Buridan, que descubrieron la teoría del ímpetu, en la que estaba implícito todo el pensamiento de Galileo sobre la inercia; si retrocedemos hasta el siglo XIII y pensamos en Roger Bacon, que ha promovido el desarrollo de la ciencia experimental.
Creo que nos encontramos con el mismo tipo de mentalidad científica que tiene el hombre de ciencia de hoy; pero en cambio ha cambiado sustancialmente este aspecto de su integración en la sociedad. Porque aquel hombre de ciencia, que era virtualmente un técnico que podía hacerlo, no podía tener experiencia personal del tipo de transformación que operaba sobre la naturaleza real, e indirectamente sobre las relaciones de los hombres con la naturaleza, o sea, de los hombres con los bienes, es decir de todo lo que hace a la estructura social y económica. No podía tenerla porque el fenómeno no se daba en una generación.
Pero desde hace 80 años este fenómeno ha cambiado, y el tipo del científico, el tipo del hombre de ciencia y del técnico, se ha alterado, no porque se hayan alterado los esquemas mentales, no porque se hayan alterado la actitud empirista y la actitud inductiva, propia del hombre de ciencia, sino que se ha alterado el tipo de conciencia frente a la realidad física y el tipo de conciencia frente a la realidad social y cultural, a causa fundamentalmente de este estrechamiento de las relaciones, de esta aproximación en el tiempo entre la formulación del principio abstracto general, científico y la utilización técnica y sobre las repercusiones de las conquistas técnicas en el campo de la naturaleza real y en el campo de las relaciones sociales.
Y así se ha creado, creo yo, una nueva fisonomía del hombre de ciencia, que es lo que le da su significación contemporánea y lo que le da gravedad a este problema. Yo diría que hay una marcada propensión, especialmente en los hombres de las humanidades de hoy, como yo, a subestimar el sentido de la responsabilidad en el hombre de ciencia. Parto de la base de que existe ese prejuicio y naturalmente quiero corregirlo, pero tengo que hablar desde el punto de vista histórico; no puedo hablar desde otro. Tengo la impresión de que esta nueva fisonomía del hombre de ciencia y del técnico no se ha hecho carne en el mismo. Salvo contadas excepciones -creo que es el caso de Einstein es uno clarísimo- el hombre de ciencia o el técnico no han logrado una imagen suficientemente clara de lo que realmente son, de lo que realmente significan y de la trascendencia que tienen.
Creo que todo el sistema de educación, todo el sistema de ideas que lo rodea y todo el sistema de fines, a cuyo servicio se pone la actividad científica y la actividad técnica, contribuyen a que el hombre de ciencia y el técnico no se detengan a pensar cuál es su verdadera significación. Una cuestión que puede hoy dar lugar a una conversación es el problema de cómo se hace la educación de un hombre de ciencia y de un técnico. Porque obsérvese que el humanista, -ustedes perdonen si digo alguna impertinencia- es un señor que tiene cierta vocación por las ideas generales. De manera que cuando se especializa, cuando empieza su educación, generalmente tiene un bagaje que se le ha dado, que ha obtenido a veces de manera irregular por ejemplo, porque desde chico le dio por leer novelas y poesías, o le dio por tomar contacto con la política y leyó a escritores políticos; inclusive por el ambiente en que se mueve. Un hombre a quien le interesa la literatura o cosa parecida, forma parte siempre de un ambiente donde hay mucho menos rigor mental -concedo- pero evidentemente hay mucha más tendencia a difundir ideas generales.
Yo advierto que en la educación del hombre de ciencia hay algo que contribuye a que no adquiera una suficiente conciencia de lo que es, de lo que significa su responsabilidad. Yo creo que no está bien orientada a la formación del hombre de ciencia, porque la técnica puede ser patrimonio de un sector, pero las ideas generales no pueden ser patrimonio de un sector. Las ideas generales tienen que estar compartidas por todos.
El hombre que se especializa y decide zambullirse en un determinado campo, y que aprende unas técnicas, o cultiva un determinado tipo de conocimiento científico, si no se trata de un tipo de investigador muy excepcional, lo normal es que ese tipo de trabajo no solo lo aleje de las ideas generales, sino -lo que es más grave- que le hace adquirir cierta alergia, cierta resistencia a las ideas generales.
Esta es mi impresión. Yo creo que forma parte de estos defectos de la formación del hombre de ciencia, en donde hay lo que podríamos llamar una especialización precoz, y por otra parte, al mismo tiempo, un marcado desdén por las ideas generales, que proviene del tipo de formación mental que se supone que el hombre de ciencia debe adquirir.
Esta especialización precoz proviene de la abrumadora cantidad de conocimiento que se necesita para zambullirse en determinados campos. Pero aun así, no obsta para que deba subsanarse de alguna manera ese apartamiento de lo que llamaríamos la actividad especulativa. Para un hombre que se forma rigurosamente en el método experimental, que se consustancia con una actitud empírica e inductiva, la actitud especulativa parece que condujera directa y necesariamente a la vaguedad y, por decirlo en términos más coloquiales, al “macaneo”. Esto tiene una vertiente en la cual el hecho parece evidentemente exacto, pero hay un punto final en el que se descubre que eso no debe ser tan falso, porque al cabo de cierta etapa se advierte que eso constituye una carencia.
Sé muy bien que del lado de las humanidades hay otras carencias igualmente graves. Sé muy bien que ningún estudiante de Filosofía y Letras de segundo año tiene la más vaga idea de las leyes de la termodinámica, y estoy igualmente convencido de que es una falla radicalmente grave, quizá tan grave como esta que estoy señalando.
Pero exagero; en realidad, no pienso que sea tan grave. Pienso que esta otra de los hombres de ciencia es más grave, porque su posibilidad de acción es mucho mayor, es decir porque la trascendencia del tipo de cambio que se produce es mucho más profunda. Y en consecuencia, esto de quién tiene más responsabilidad, y de que quién puede producir cambios más profundos carezca de ideas generales es más grave que el otro caso: el de quién no puede producir cambios profundos, quién no tiene posibilidad de actuar tan directamente, carezca de ciertas cosas que al fin de cuentas no hacen más que contribuir a una imagen del universo.
Para un estudiante que se dedica a las humanidades, conocer los elementos fundamentales de la ciencia le permite tener una idea un poco más compleja, más rica, del universo; pero eso no incide sobre sus posibilidades de acción. En cambio para el hombre de ciencia y para el técnico la carencia de ciertos esquemas, de ciertos sistemas de ideas generales sistematizadas, resulta más grave, precisamente por el tipo de responsabilidades y por el tipo de acción que pueda realizar.
Yo creo que una prueba de todo esto se ha dado en los últimos 30 años, especialmente diríamos en el decenio de los ’30, alrededor de lo que se ha llamado tecnocracia, eso que James Burnham describió en 1941 en un famoso libro: The managerial revolution, la revolución de los directores.
Yo creo que el sistema de ideas que este libro supone y la utilización de estas ideas por ciertos regímenes políticos como el fascismo por ejemplo, sirvió para probar la gravedad de este problema. Creo que puede explicarse por qué en ese momento haya aparecido este planteo, sobre la base de cierta inexperiencia, por entonces, con respecto a este poder creciente del científico y del técnico. En la década inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial -observen ustedes- estamos exactamente en las vísperas de la aparición de la física nuclear. Pero cuando el teorema de Einstein estaba planteado, hay -diríamos- un primer alumbramiento, o más bien un primer deslumbramiento por las posibilidades del científico y del técnico, sin que se hayan operado las experiencias directas -digamos, Hiroshima- del alcance que tiene la nueva potencialidad científica y técnica.
En ese momento se ha operado un primer deslumbramiento acerca del poder del científico y del técnico, pero no han aparecido todavía los signos brillantes de las últimas consecuencias de esa posibilidad. En ese momento pareció perfectamente lícito afirmar que el gobierno del mundo correspondía al técnico. Esto es lo que sostiene finalmente Burnham, y esto es lo que constituyó todo un tipo de pensamiento político.
Recordarán ustedes que en el decenio del ’30 tuvo un auge verdaderamente notable. Se pudo concebir que el gobierno era una tecnocracia, un gobierno de los técnicos; se pudo concebir que quien gobierna que no es más que un funcionario más o menos anodino, que firma expedientes. Traduciéndolo a términos que den idea de su dramaticidad: que la conducción de la colectividad, y la creación de las condiciones de vida propias de la colectividad presente y de las generaciones sucesivas, eso le correspondía al hombre que conocía ciertas técnicas.
Lo que se planteó bajo esta forma empezó a observarse inicialmente a la luz de ciertos fenómenos que se habían empezado a dar en la organización de la empresa, sobre todo en Estados Unidos. En la medida en que empezaron a diluirse los grandes paquetes de acciones y se conformaron grandes masas de pequeños accionistas, los directorios empezaron a delegar el control de las empresas en los gerentes.
A la luz de este experimento, que en el curso de los años ’30 fue bastante llamativo -no sé si fue profundo, pero fue muy llamativo- empezó a parecer cada vez más evidente qué, así como el control de la empresa escapaba de las manos de un hombre que no tenía nada más que ideas generales, para delegarlo en el hombre que conocía el manejo concreto de la cosa, de la misma manera podía transferirse a las formas políticas, es decir, a las formas de orientación y conducción de la vida colectiva. Y apareció este ideal de la tecnocracia, que enseguida reveló su contracara, cuando apareció en el ideal del fascismo.
El fascismo italiano inventa y lleva a sus últimas consecuencias este ideal del gobierno. El gobierno dio por inexistente la función del dirigente político; quedó un dictador, y confió prácticamente el Estado a un equipo técnico, dando por supuesto y haciendo creer que gobernaban, y eludiendo el problema de que en última instancia los fines no eran fijados por ellos. Con lo cual llegamos al punto crítico de todo este planteo.
Según mi opinión, este problema de la responsabilidad del técnico y del hombre de ciencia se reduce a un problema de coexistencia de medios y de fines. La cosa es muy clara si se piensa en la mentalidad de Leonardo técnico -no Leonardo pintor- y en la mentalidad de Maquiavelo, que vivieron en los albores del mundo moderno, de lo que se llama el mundo capitalista.
Este mundo ha empezado a ordenarse a fines de la Edad Media sobre la base de una economía monetaria y del ascenso de la clase burguesa frente a la clase feudal, que ha terminado dominando la Europa moderna sobre la base de un esquema económico social y político, que se conoce tradicionalmente, especialmente, desde Werner Sombart, con el nombre de capitalismo.
Si se compara estas dos actitudes, Leonardo por una parte, Maquiavelo por otra, se observa que por primera vez se descubre una especie de juegos misterioso entre los medios y los fines. Una colectividad humana tiene ciertos fines. Cada uno puede pensar lo que quiera acerca de cuáles son esos fines; lo que no puede pensar es que no tenga fines.
Toda la cultura moderna se subleva contra la cultura medieval, y en esto consiste la gran revolución del llamado espíritu moderno, el que representan Newton y Galileo, el que representan Descartes, Spinoza, Leibniz y Kant, el que representa Miguel Ángel y el que representa Leonardo. Todo esto, llamado espíritu moderno, se rebela contra la concepción medieval porque desplaza los fines del hombre. En la concepción medieval los fines del hombre estaban orientados hacia un más allá, hacia algo que podríamos llamar el trasmundo o la vida tras humana. El mundo moderno desplaza los fines del hombre hacia el hombre mismo. No es una casualidad que la primera gran escuela filosófica que aparece en el mundo moderno se llame el Humanismo. Esto es lo que representa Erasmo de Rotterdam, o Tomás Moro, o Vives, o cualquiera de las grandes figuras del siglo XVI.
En el momento que aparece esta tendencia a desplazar los fines de la vida humana desde el trasmundo hacia el mundo, se descubre por primera vez que el hombre tiene que fijar su fin. Antes parecía que no era necesario; los fines estaban totalmente adscriptos a la verdad revelada. Era una cultura fijada sobre ideales trashumamos. Los ideales y los fines del hombre estaban fijos.
Cuando los hombres del mundo occidental y el espíritu moderno empiezan a girar hacia una concepción humanista, en la cual el hombre es el centro de la creación, y empieza a ser, según la fórmula de Kant, un fin en sí mismo, aparece evidente que el hombre tiene que empezar a definir sus fines. Toda la cultura moderna es una terrible y dramática lucha para fijar los fines del hombre, que se desarrolla en dos campos. Por una parte hay una vasta especulación filosófica; hay una lista inmensa de filósofos, de pensadores y escritores de toda laya. Piensen ustedes en un Descartes, escribiendo las Meditaciones metafísicas o el Discurso del método; un Spinoza escribiendo la Ética, un Leibniz escribiendo la teoría de la mónada, la Monadología; piensan ustedes en un Shakespeare o un Calderón, o un Miguel Ángel. Descubrirán que toda esta gente, por lo único que está finalmente preocupada es por decir qué sentido tiene la vida del hombre y qué sentido tiene la vida colectiva, o sea cuáles son los nuevos fines.
Conocen ustedes la famosa frase de Shakespeare en Macbeth, cuando dice “la vida es un cuento narrado por un idiota”. Hay un momento, cuando se opera este traspaso de los fines trashumamos a los fines del hombre, que un espíritu tan profundo y tan dramático como Shakespeare llega a afirmar directamente que el hombre no tiene fines. Pero toda esta constelación de gente, los que yo he citado y todos lo que ustedes conocen y que no he citado, todos estos tienen una sola preocupación. Toda la preocupación del pensamiento occidental en el orden especulativo y en el orden de la creación tiene un solo interrogante final que es el resumen de toda la filosofía moderna: ¿cuáles son los fines del hombre?
En este sentido algunas conquistas se han hecho, y se ha creado un repertorio de ideas acerca de este problema. Se dice que el fin del hombre es el hombre mismo, o sea, la capacidad de expresión de la totalidad de las potencias humanas, o que el fin del hombre es la libertad o qué se yo… cincuenta repertorios; no cincuenta ideas sino cincuenta repertorios de ideas, cincuenta sistemas de ideas qué tratan de responder a este punto.
Lo que es evidente es que la posesión de los medios para operar tanto sobre la naturaleza como sobre la sociedad no puede desprenderse del problema de los fines. Nos encontramos con que la formación del científico -vuelvo al tema inicial- da por totalmente inexistente el problema, o superfluo o desdeñable, por el mero hecho de que las ideas generales no se formulan con precisión matemática. Es cierto que no se formulan con la precisión matemática; es cierto que no tienen ese agudizado criterio de verdad que tienen las ciencias naturales; es cierto que no puede establecerse un tipo de verdad evidente, indiscutible, como las verdades de las ciencias exactas. Pero el caso es que, sin el otro tipo de verdad, cualquiera sea su imprecisión, cualquiera sea su vaguedad, no podemos vivir, y el que se anima a esta aventura da un salto en el vacío.
Si esta situación ha sido siempre así, ahora es mucho más grave. Porque antes, no nos olvidemos, el distingo entre el hombre de ciencia y el filósofo era mucho menos agudo de lo que lo es ahora. Es bien sabido que Galileo era un filósofo, es bien sabido que Descartes era un matemático. En el siglo XVII todavía; todavía también en el siglo XVIII: Voltaire era un hombre de ciencia, al mismo tiempo que un filósofo. Pero luego hemos empezado a operar esta división del trabajo, en la que resulta que las ideas generales son patrimonio de quienes no pueden actuar ni sobre la realidad natural ni sobre la realidad social, y quienes pueden actuar sobre la realidad natural y la realidad social son los prescindentes en materias generales.
Resumo este punto de vista alrededor del dilema entre técnica y cultura. No hablo de una cultura libresca, como una cultura académica, como el aprendizaje de nombres de autores o de fechas, es decir en la forma más elemental de escuela de adultos que pueda imaginarse. Evidentemente, la cultura no es eso. Hoy la cultura, según la clásica definición de Max Scheler, es lo que él llamó “el saber olvidado”, es decir cierto conjunto de ideas que finalmente se han adentrado de tal manera en la conciencia del hombre que ha terminado por constituir un “frame” un cuadro de referencia, perfectamente adecuado y en función del cual el hombre vive.
El hombre vive en función de ellas a través de lo que ha aprendido, a través de la experiencia humana que ha acumulado, y a través de la simple intuición, acerca de lo que constituye el problema básico, que es el problema de los fines. El problema de los fines del hombre abstracto, pero también el problema de los fines del hombre concreto de carne y hueso, y el problema de la colectividad que integran los hombres de carne y hueso; si este problema no está presente de alguna manera, si no se adopta alguna posición, cualquiera que sea, evidentemente el técnico se transforma en un instrumento ciego de quién quiera usarlo.
La manera de que eso no ocurra es darse cuenta de que la técnica debe ser incluida en un cuadro que llamaríamos de fines, qué proporciona eso que llamamos genéricamente la cultura, o sea, esta asimilación de ciertos sistemas de ideas orientadas hacia lo que llamamos la de un sistema de fines, cualquiera que sea.
Yo tengo opinión sobre los fines que yo creo que la humanidad persigue, pero prefiero al que cree exactamente lo contrario de lo que yo creo, que al que no cree en nada. Estos son los puntos de vista que yo quería plantearles, y si quieren que conversemos podemos hacerlo y cambiar algunas ideas.