Los cambios científicos y sociales: análisis de una contradicción. 1961

Clase 1: El proceso histórico de Occidente y la crisis contemporánea

Clase 2: La sociedad contemporánea en el mundo altamente industrializado

Clase 3: El mundo occidental periférico y el mundo occidentalizado coactivamente


Clase 1
El proceso histórico de Occidente y la crisis contemporánea

Hace más de 25 años, Karl Mannheim, el ilustre sociólogo alemán, luego profesor de la Escuela de Economía de Londres, escribió en su libro El hombre y la sociedad de la época de la crisis (1935) las siguientes palabras: “el orden social contemporáneo se vendrá abajo si el dominio racional de la sociedad y el dominio del individuo sobre sus propios impulsos no marchan a la par con el desarrollo técnico”. Esta idea es la que ha inspirado este curso que hemos titulado Análisis de una contradicción, en  el que nos proponemos aclarar, hasta donde nos sea posible, las relaciones entre los cambios científicos y tecnológicos por una parte y el cambio social por otra.

Es un problema de vasta trascendencia: podría ser considerado en cierto modo como un problema siempre clave para la interpretación de la historia. No es, en última instancia, un problema específico de nuestro tiempo; se ha hablado muchas veces de lo que significó en el siglo XI la aparición del molino o de cualquier otro invento de aparentemente escasa significación, que tuvo la virtud sin embargo de engendrar un tipo de relaciones económicas que incidirá rápidamente sobre las relaciones sociales.

Este fenómeno, que se ha dado tantas veces en la historia, crea desfasamientos, pero probablemente no de una manera tan absoluta como el que se observa en nuestro tiempo bajo la forma de lo que llamamos convencionalmente “la crisis”. De modo que lo que vamos a estudiar, bajo la forma de este problema de las relaciones entre cambio social, por una parte, y cambio tecnológico y científico por otra, es el fenómeno de la llamada crisis contemporánea.

La crisis contemporánea

Esto de la crisis contemporánea ha sido, es bien sabido, un tópico que se ha tratado de diversas maneras y del que se abusó tanto en un tiempo que ha dado lugar a que más de un historiador y de un filósofo se preguntaran si realmente existiría la historia sin la crisis, entendiendo que crisis es cambio -etimológicamente separación-, o salto, es decir cosas que están indisolublemente unidas a la naturaleza misma del devenir histórico.

Más de un historiador se ha preguntado si lo que llamamos hoy la crisis contemporánea, o la crisis del siglo XVIII, o la crisis del Renacimiento, o la crisis de finales de la Edad Media, si cualesquiera de esas cosas no son sino maneras de aludir a etapas rigurosamente definidas del proceso histórico social. La pregunta extrema que ha llegado a plantearse más de un historiador es esta de si hay historia sin crisis.

De cualquier manera, el hecho de que en cierto instante -que yo voy a tratar de fijar porque forma parte de mi tema- se haya comenzado a hablar de la crisis de una manera muy insistente acaso forma parte de la crisis misma, porque con frecuencia la conciencia de un fenómeno agrega al fenómeno una particular dimensión. Estamos en presencia de la llamada crisis contemporánea, crisis de nuestro tiempo, la crisis del presente, que nosotros vamos a analizar dejando de lado innumerables aspectos que podrían ser tomados también bajo la forma de la relación en que se dan el cambio social y el cambio científico y tecnológico.

A mí me corresponde hacer un análisis de la sociedad contemporánea; se imaginan ustedes que el tema no es fácil y que además de eso requiere un alarde de objetividad que es bastante difícil alcanzar. Pero es evidente que la sustancia del problema consiste precisamente en esto: en que alcancemos una idea bastante clara de qué cosa es la sociedad contemporánea, de lo que suele llamarse la “situación contemporánea”,  advertir de qué manera se produce este impacto científico y tecnológico, y de qué manera coinciden o no coinciden los ritmos de los cambios sociales con los ritmos de la transformación científico-técnica.

Esa sociedad contemporánea es naturalmente algo que se desarrolla en el tiempo. Tendríamos que comenzar por fijar temporalmente la “sociedad contemporánea”. En la segunda parte de esta exposición vamos a llegar a caracterizar una situación en la que descubriremos fácilmente que hoy estamos en presencia de los elementos que caracterizan nuestra sociedad. Pero una manera de anticipar esa fecha es advertir cuándo la llamada crisis contemporánea ha comenzado a ser un tema de preocupación intelectual.

Porque, en estos tiempos tan racionalizados, ocurre que la agudeza del examen intelectual de ciertas situaciones contribuye a lo que llamaríamos el diagnóstico precoz de las situaciones. Esto es algo de lo que ha ocurrido en relación con este problema, y vale la pena señalarlo muy particularmente.

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial aparecieron unos cuantos libros que pusieron de manifiesto la presencia de esta inquietud acerca de lo que llamaríamos el destino colectivo del hombre europeo, del hombre occidental. Cuándo aparecieron, se tuvo la impresión de que había un poco de exageración, un poco de derrotismo o un poco de desaliento en hombres que veían de pronto quebrantada la línea de su existencia y se veían enfrentados con situaciones inéditas que no estaban preparados para enfrentar.

Pensemos por ejemplo en el caso de Paul Valéry, un poeta exquisito, con cierta tendencia esotérica, que publicó poco después de la Primera Guerra un ensayo famoso que llamó La crisis del espíritu (1919). Era el balance de la situación europea después de la Primera Guerra Mundial en el orden de la cultura. Es decir, en el orden de la supervivencia de los ideales de vida, en los que un hombre de su edad, es decir de la generación de Valéry, se había formado. Ideales que, en el transcurso de la guerra y después de la guerra, empezaba a advertirse que habían entrado en crisis. Paul Valéry señala este fenómeno de una manera extraordinariamente dramática.

Señala como empezaban a aparecer sombras en aquellas ideas que habían servido para regir la existencia de su generación. Cómo parecían ideas absolutamente estériles, anacrónicas; cómo no despertaban en las nuevas generaciones ningún sentimiento de adhesión. Lo que era aún más curioso -señala Valéry- es que todos esos ideales, todas esas formas de vida, todas esas categorías del pensamiento y del sentimiento, todo eso había sido elaborado por Europa. Se refería a la Europa occidental. Esa Europa -señala Valéry muy poco después de terminada la Primera Guerra Mundial- se veía entonces amenazada por todo el mundo que Europa había occidentalizado.

Me resulta extraordinariamente sugestiva esta reflexión de Valéry, porque parecería como si hubiera previsto el proceso de los 40 años que han seguido a esta fecha en que él escribe. Pues una de las cosas que más contribuyen a la configuración de la sociedad contemporánea es esta transformación del equilibrio entre lo que podríamos llamar el mundo occidental y el resto del mundo.

Por los mismos años, o un poco antes, aparece en Alemania el libro de Spengler La decadencia de Occidente (1918/22), y poco después El hombre y la técnica (1931). Alguna vez se llamó a Spengler el profeta de la desesperación. Su libro pareció ser escrito bajo el signo del escepticismo, bajo el signo del derrumbe. Pareció escrito bajo la sensación de que nada de todo aquello que había constituido hasta ese momento la fuerza creadora de Europa podría salvarse.

Su intento era hacer un diagnóstico científico de la necesaria y fatal crisis del mundo occidental, y efectivamente, en un prodigioso cuadro de las civilizaciones universales, terminaba Spengler demostrando cómo el mundo occidental había llegado a una etapa en la cual todos sus jugos creadores estaban secos; cómo todas sus fuerzas se habían debilitado; cómo no había ya posibilidad ninguna de otra cosa que no fuera perpetuar los frutos de la antigua creación.

Podríamos seguir enumerando testimonios de este estilo. Este de Mannheim al que me acabo de referir es muy poco posterior, apenas del año 1930 y tantos. El hombre y la sociedad en la época de la crisis es  un libro que completó luego, no sólo en sus clásicas obras, como  Libertad, poder y planificación democrática (1950), sino en su extraordinario Diagnóstico de nuestro tiempo (1943). Así también los libros de Pitrim Sorokin en relación con el problema de la crisis de nuestro tiempo (La crisis de nuestra época, 1941), y el famoso libro de Johan Huizinga Entre las sombras del mañana (1935) -así se tituló la edición española- y las obra de Karl Jaspers, de Erich Fromm y de tantos otros, y algún pasaje famoso de Carl Jung, el psicoanalista, que se refiere al tema también de forma sumamente curiosa, y tantos otros que abundaron como para que pudiera decirse que este tema se había convertido en un tópico.

Pero ahora, al cabo de 40 años, comenzamos a descubrir que constituyó una premonición: ha habido un diagnóstico precoz de la crisis contemporánea. Un diagnóstico precoz hecho por ensayistas más o menos indefinidos en cuanto a los métodos de análisis social y cultural; por sociólogos, por filósofos, por un conjunto de observadores de una situación que empezó a parecer crítica -aquí tenemos nuestra primera aproximación a la fecha inicial- al terminar la Primera Guerra Mundial.

Esta es una fecha. El periodo de entreguerras configura la situación contemporánea, y al mismo tiempo que la va configurando va ofreciendo a determinados observadores -todos lo que he citado; y agrego ahora, porque sería injusto omitirlo, a José Ortega y Gasset y la La rebelión de las masas (1929)- va ofreciendo -decía-  a todos los que comienzan a observar los fenómenos de dislocamiento un elemento de juicio para advertir que algo trascendental está ocurriendo en el fondo de la vida colectiva, por lo menos del mundo occidental.

Si podemos afirmar que en la entreguerra se configura la situación de crisis para la sociedad contemporánea, hay que señalar que simultáneamente se configura la interpretación de la crisis. Estos dos fenómenos van juntos, porque las interpretaciones de la crisis contribuyen a configurarla. Esto ocurre en la medida en que hace racional la relatividad de ciertos valores que pierden vigencia aceleradamente, pero que naturalmente la pierden mucho más aceleradamente si se advierte que han empezado a perderla. Esta conciencia de la crisis ha contribuido considerablemente a la percepción, a la vivencia, a la internalización de la crisis, de modo que la crisis objetiva se transforma al mismo tiempo en una crisis subjetiva.

Los signos de la crisis: la nueva escala del mundo

Esto es lo que Fromm ha estudiado y definido como “la neurosis de nuestro tiempo”. Las llamadas neurosis de nuestro tiempo son sin duda alguna uno de los signos de la crisis. Esta crisis, que empieza a percibirse como un estado de insatisfacción, de pérdida de fluidez, como un desvanecimiento de la atmósfera tradicional, comienza a advertirse poco a poco en cosas cada vez más concretas. En este período de entreguerras en que la crisis se configura, para acentuarse con la Segunda Guerra Mundial y la segunda posguerra, empiezan a señalarse algunos de los rasgos que configuran la crisis, que empiezan a ser, por obra de las circunstancias del mundo contemporáneo, hechos de conocimiento común.

El primer signo de la crisis es lo que podríamos llamar la nueva escala del mundo. El mundo de preguerra -me refiero a la Primera Guerra Mundial- no había conocido el avión; el mundo de posguerra comenzó a medir el tiempo y el espacio según la velocidad del avión. La regularización de las comunicaciones con regiones exóticas -es decir la incorporación aérea de África, de Asia- todo esto comienza a modificar la escala del mundo. Diríamos, en términos muy elementales, que muchos que se sentían marginales comenzaron a sentirse integrados, y que inversamente quienes creían tener el monopolio de la integración comenzaron a descubrir que esa integración tiende a ampliarse con la incorporación de nuevas áreas del mundo hasta entonces consideradas nulas.

Esto es lo que Valéry anotó en La crisis del espíritu y este es, en mi opinión, uno de los hechos más significativos de las crisis. Obsérvese bien. El mundo occidental, es decir los países de la Europa central y occidental, han elaborado un tipo de cultura particular que tiene una cierta continuidad desde el Imperio romano, y que a través de la Edad Media y la Edad Moderna han constituido un mundo singular. A partir del siglo XII -me atrevería a decir- el núcleo originario ha comenzado a desbordar de la Europa occidental hacia la periferia, es un proceso de occidentalización que ya no se detiene. Desde el momento en que aparece este proceso de occidentalización, se advierte que el Occidente cobra cada día con más seguridad la noción de que su superioridad es absoluta e indiscutible y constituye un hecho de evidencia. Esto es lo que Rudyard Kipling llamó en el siglo XIX “la carga del hombre blanco”. Es decir que occidentalizar el mundo, transmitir los frutos de la cultura occidental, las formas de vida propias de la cultura occidental al resto del universo, es el deber de la cultura occidental. La cultura occidental siente que posee un módulo superior y le parece evidente que ese módulo es reconocido por todos.

El mundo occidental se siente obligado a civilizar; y esta operación se va haciendo en etapas; yo creo que desde las Cruzadas; desde la “marcha hacia el Este” del Santo Imperio Romano-Germánico, como se lo llamaba en la Edad Media. Occidentalizar es incorporar a los normandos, a los eslavos, a los húngaros, a los musulmanes a los modos de vida del mundo cristiano occidental. Este proceso sigue y tiene un desarrollo inmenso en los comienzos de la Edad Moderna, en la época de los grandes viajes, de los grandes descubrimientos. Es la época de los grandes imperios coloniales: el Imperio portugués, el Imperio español, luego el Imperio inglés, y el Imperio holandés. Durante todo este período hay un progresivo traspaso de las formas de vida y de los esquemas de pensamiento del mundo occidental a otras regiones, produciendo fenómenos de aculturación verdaderamente extraordinarios, como el ocurrido en Australia o el ocurrido en América.

Hubo fenómenos de contactos marginales muy especiales, como los ocurridos en África, y contactos singularísimos como los ocurridos con las viejas civilizaciones asiáticas. En esa China que se abre a través de unos cuantos puertos -Cantón, Shangai, Hong-Kong-, en los que empieza a establecerse una pequeñísima zona de fricción, de contacto, por la cual se introduce poco a poco un tipo de influencia que un día va a cuajar desproporcionadamente, inesperadamente, en el momento en que las relaciones entre las metrópolis y los imperios coloniales se alteren sustancialmente.

Este fenómeno progresa a lo largo de todo el siglo XIX y crea, cada vez más, una división en el mundo que hoy se ve cada vez más netamente y que constituye uno de los secretos de esta dinámica con la que hoy nos encontramos. Hay un mundo occidental de tradición romana cristiana, que elabora un cierto tipo de vida, pero que se subdivide a partir de la Revolución industrial, a fines del siglo XVIII, en dos zonas. Hay una zona en donde esas características tradicionales se alteran rápidamente como consecuencia de los fenómenos de transformación económica, y una periferia en donde estos fenómenos se dan de una manera mucho menos intensa. Podríamos decir que hay un núcleo del mundo occidental -Alemania, Inglaterra, Francia- y una periferia -digamos España, Portugal, Italia- que es tan occidental como aquel desde el punto de vista de ciertos esquemas mentales, de ciertas formas culturales, pero qué es radicalmente distinta desde el punto de vista de las formas de vida que empiezan a desarrollarse en el núcleo, especialmente después de la Revolución industrial. Y luego hay un mundo periférico que es el que constituye la América Latina -puesto que Estados Unidos prácticamente se ha incorporado a mediados del siglo XIX al conjunto del núcleo occidental en virtud de la transformación económica-, el África, el Asia, Australia; todo esto constituye un mundo periférico.

Esta situación se mantiene estable -obsérvese bien- hasta la Primera Guerra Mundial. Es una estabilidad de siglos; no puede resultar extraño que la conmoción de esta situación -hasta producirse las situaciones que hoy nos son familiares- haya tenido que producir un desgarramiento considerable. Y esta situación ha configurado la percepción de la crisis en Europa, que es donde la crisis se ha observado fundamentalmente. Para Europa, la crisis es la crisis del mundo, pero sentida a través de un fenómeno de transformación de la situación económica europea.

Una vez producida esa primera crisis, se produce otra por la incorporación de Rusia a la técnica moderna; inmediatamente después de la revolución de 1917, en 40 años, por una revolución industrial de una extraordinaria intensidad, la Unión Soviética se incorpora a este núcleo central del mundo occidental. Un mundo que -repito- desde el siglo XVIII  no sólo por la tradición romana y cristiana, sino también por la peculiaridad del desarrollo urbano derivado del desarrollo industrial, ha creado formas de vidas masificadas que resultan ser análogas en todo el mundo industrializado.

Después de la Segunda Guerra Mundial se produce la división de dos bloques y se vuelve a tener la sensación del mundo dividido, que no es todo el mundo, sino fundamentalmente lo llamaríamos el núcleo del mundo occidental. Frente a él está toda esa periferia y toda esta zona más próxima al mundo occidental de menos desarrollo económico. Esta división se siente en Estados Unidos, se siente en Rusia, se siente en Europa en general, como un signo de crisis. Su signo más visible es que puede terminar en cataclismo, puede terminar en guerra, pues entre la “Guerra Fría” y la “guerra caliente” hay una diferencia bastante poco perceptible. La situación de mundo dividido equivale a la situación de guerra y se manifiesta en la misma sensación de crisis.

En suma, digamos que como primer signo de la crisis hay una nueva escala en el mundo; hay una diferenciación de tres zonas en el ámbito del mundo; hay una alteración bastante notable de las relaciones sociales, que es también sentida como signo de la crisis, especialmente después de la Primera Guerra. Agreguemos ahora: son los problemas que se suscitan en torno a lo que en sociología se llama las lealtades nacionales.

La crisis de las lealtades nacionales

El mundo occidental está configurado por la idea de nación; la nación era la medida de sus componentes. La nación se ha dibujado en la Edad Media, ha adquirido estructura en el pensamiento de Bodin a principios de la Edad Moderna, se ha perfeccionado después de la Revolución Francesa. La idea de nación es una idea que constituye -o parecía constituir- una de las retículas fundamentales del mundo occidental. Después de la Primera Guerra Mundial, esa idea entra en crisis. Lo que se llaman las lealtades nacionales, es decir el tipo de vinculación del hombre a un ente jurídico, empiezan a entrar en crisis. Y empieza a transformarse en un hecho normal la aparición de lo que un día se va a llamar la quinta columna. Este es un hecho decisivo en la historia de la situación contemporánea. Es decir, frente a la lealtad nacional, aparece una lealtad de otro orden, una lealtad política supranacional que disuelve el mapa tradicional y crea unas líneas de connivencia que no se ajustan a los principios tradicionales.

Este es un hecho importante, fundamental, desde que se produce la revolución rusa en 1917. Es un hecho visible, sumamente importante en toda Europa, durante la época del nazismo especialmente, y crea la sensación de la crisis, es decir, crea la sensación de que el conjunto de las ideas tradicionales ha comenzado a debilitarse. Esto es lo que llevó a Georges Clemenceau en el año 1917 a pensar que se estaba frente a un gran proceso de traición organizada.

La idea de nación suponía la idea de patriotismo, es decir de una definitiva unión del individuo a este ente nacional. El espectáculo de la guerra europea en el año 1917 -tanto en el frente alemán como en el francés, pero sobre todo en éste segundo- creó este tipo de debilitamiento de la lealtad nacional. Lo señaló Clemenceau, pero sobre todo lo puso de manifiesto toda la literatura de guerra que empezó a hacer furor inmediatamente, en la época de Henri Barbusse y El fuego (1916), en la época de la novela de  Erich M. Remarque Sin novedad en el frente (1929). Es decir, toda una literatura destinada a mostrar que la significación del individuo, el valor del individuo, la vida del individuo, todo eso era superior a la lealtad nacional y que la guerra era una aventura descabellada en que metían a unos pobres hombres que sufrían horriblemente en las trincheras. Entonces se trataba demostrar la diferencia de valor entre la creencia de un ser humano y estos objetivos más o menos retóricos, en los que -se suponía- ya se empezaba a dejar de creer.

Otros signos de la crisis

Todos estos hechos son probatorios de un sentimiento de que esa estructura tradicional había empezado a fracasar. Todavía se podrían agregar otros signos de crisis, otros signos objetivos de crisis, todos los cuales contribuyeron a crear esto que se llama “la situación contemporánea”. Por ejemplo, se advirtió fácilmente después de la primera posguerra que empezaron a aparecer los llamados “conflictos generacionales”, es decir la disidencia entre padres e hijos.

La disidencia se manifiesta de pronto en la aparición de un tipo de joven con ideales absolutamente incompatibles con respecto a la educación tradicional, tópico que no sólo se difunde en un tipo de literatura muy frecuente, sino que desde la primera posguerra constituye un tema sumamente revelador. El conflicto generacional es siempre signo de un cambio social en el plazo de una vida. Es bien sabido que el cambio social tiene muy distinta dimensión si se prolonga en forma tal que se diluye a través de una, dos, tres generaciones, o si se produce por el contrario en el término de la experiencia personal de un hombre. Ese individuo es capaz de acusar el cambio y encontrarse a cierta altura de su vida -por ejemplo cuando es padre y se enfrenta con su hijo- en una situación de inadecuación con respecto a los nuevos esquemas vitales y personales que surgen.

Estos conflictos generacionales fueron signo evidente del cambio, signo evidente de la crisis, signo objetivo de la crisis. Es la crisis que simultáneamente observaban sociólogos, historiadores, filósofos, tratando de descubrir cuál era su secreto y al mismo tiempo perfeccionando críticamente el diagnóstico de cuáles eran los elementos que no se sostenían más y qué había pasado a ser definitivamente cosa del pasado.

Agregamos a todo esto finalmente la crisis estética que es tan característica, la aparición de los “ismos”, y todos los movimientos de vanguardia que caracterizaron la primera posguerra; toda la crisis general de valores estéticos, y toda la crisis de todas las convenciones en la representación del mundo exterior. Nos costará muy poco trabajo suponer que aún el hombre medio, que no tenía la agudeza de Mannheim o de Valéry o de Spengler, podía advertir que se estaban dando cambios objetivos; es decir que se estaban dando en el mundo que lo rodeaba una serie de alternancias, de situaciones que sacaban de su sitio al individuo acostumbrado a manejarse dentro de un marco de referencia tradicional.

Tenemos pues una fecha. Llamamos sociedad contemporánea a la que se configura en estos últimos cuarenta años [c.1920-1960]. Esta es la que yo voy a analizar, en el núcleo del mundo occidental en la clase próxima, y en los sectores periféricos del mundo occidental y los sectores completamente periféricos en la tercera clase.

Pero antes de llegar a esto tengo que explicar, aunque sea en muy pocas palabras, cómo se llega a esta situación, porque no es naturalmente lícito suponer que esta situación se precipita por el solo efecto de la Primera Guerra Mundial. Ésto es el factor desencadenante solamente; aquí termina un largo proceso, que es el de casi toda la historia de Europa y del mundo. Quiero puntualizarlo en tres o cuatro ideas que nos pueden facilitar -en la próxima clase- el análisis topo morfológico de la sociedad contemporánea.

Un esquema de la historia occidental

Hay un esquema de la historia occidental que yo creo que es válido. El mundo occidental se constituye a consecuencia de las invasiones germánicas en el mundo romano [siglo V d. C). Como consecuencia de este impacto, y de otras muchas circunstancias, se configura un tipo de sociedad que se llama la sociedad feudal. Una sociedad agraria sobre la que se monta la sociedad feudal, un sistema jerárquico muy complicado, que no nos interesa detallar. Pero sí interesa detallar que en el siglo XI aproximadamente empieza lo que se llama la gran revolución burguesa, la revolución de la burguesía, la revolución de la economía dineraria.

Esa revolución burguesa engendra en la historia de Europa un tipo de cambio progresivo y lento, durante todos estos siglos que van desde el XII hasta el XVIII. Esto ocurre a través de una serie de cosas que -cada una- no nos dan la impresión de provocar cambios muy violentos. Pero si se observa bien, se descubre que son cambios continuos, tan continuos que en el siglo XVIII la filosofía del Iluminismo pudo imaginar la teoría del progreso. La teoría del progreso, qué formula Condorcet sobre las ideas de Voltaire, está fundada en una cierta experiencia previa. Hay cosas que lentamente, pero de una manera incontenible, cambian para mejorar, para perfeccionarse; formas de vida, hábitos, normas. Se entiende que mejoran, que se perfeccionan, y esto configura una idea, una filosofía de la historia, la filosofía del progreso.

Lo cierto es que hubo efectivamente un cambio progresivo e incontenible que podía ser considerado un cambio favorable si se adoptaban -como ocurrió- ciertos criterios acerca de qué cosa era lo mejor. Lo mejor comenzó a ser cada vez más un tipo de vida terrena, sensual, cierto disfrute de la existencia terrenal. Y esto empieza a verse en el siglo XII, en el XIII, en el XV y en el XVI. En lo que convencionalmente se llama el Renacimiento, se advierte claramente que hay una evidente conciencia de que esto es lo que se busca, y lo que se percibe como un ascenso. Y este ascenso es el que perciben los burgueses alemanes, franceses e italianos del siglo XVIII. A juzgar por esa meta, ha habido un progreso.

El progreso significó cambio, pero este cambio, desde el XII al XVIII, se caracteriza por ser un proceso muy lento. Esta no es una observación muy precisa ni muy profunda, por cierto, pero es muy importante. Es un proceso de cambio lento, que no alcanza a ser percibido dentro de la existencia humana sino ocasionalmente.

Así se configura una época de la historia, que para mí es bastante continua, desde esta revolución burguesa del siglo XII hasta el siglo XVIII, y lo que le pone fin a esa época es la revolución industrial.

A finales del siglo XVIII se produce en Inglaterra una repentina transformación de la manera de producir. Aparece el vapor, aparecen los inventos mecánicos, la lanzadera, los telares, las máquinas para utilizar en las minas, las máquinas para utilizar en la industria metalúrgica. Todo esto produce una rápida transformación en las formas de producir, y unos trastornos increíbles. Tan increíbles que a principio del siglo XIX pudo producirse ese famoso movimiento de los luditas, aquellos luditas a quienes por cierto defendió Lord Byron en un famoso discurso de la Cámara de los Lores. Estos luditas se lanzaban a las ciudades a destruir las máquinas; las máquinas que los hombres habían creado y que habían creado la desocupación y en consecuencia el hambre y la miseria.

A partir de ese momento, a partir de finales del siglo XVIII, y en un proceso ya incontenible, hay un tipo de cambio que se caracteriza nada más que por ser mucho más acelerado que antes. Tan acelerado, que normalmente comienza a ser percibido dentro de una generación.

Este cambio lo percibe el inglés de 1760 a 1800, ese inglés que reflejan las novelas de Jane Austen, por ejemplo. Ese cambio lo percibe el inglés de 1800 a 1850, que reflejan las novelas de Dickens o de Thackeray. Esto lo percibe el observador en su propia experiencia vital, en la simple comparación  de su madurez con su juventud, de su juventud con su niñez. El mundo cambia delante de sus ojos. Naturalmente los cuadros de referencia, el sistema de valores a los que la existencia se refiere, tienen que alterarse, tienen que sustituirse unos por otros, y el hombre tiene que realizar un constante trabajo de adecuación de las formas tradicionales a formas que son racionales. Es decir, pasar de formas que no exigían una actitud activa frente a este sistema de valores a otras frente a las que sí se requiere una actitud activa. Este proceso de aceleración del cambio es el que se desencadena con la primera revolución industrial, y es el que sigue produciéndose cada vez más en el mundo occidental.

De este proceso nace la expansión occidental, que desencadena la lucha por los mercados, la creación de los grandes imperios coloniales, que en el siglo XIX ya no son como los viejos imperios territoriales, como el de España o Portugal, sino que son imperios económicos, es decir imperios compuestos por factorías o mercados, lugares donde se compran materias primas, donde se venden productos manufacturados. El imperio es una red económica.

Esta transformación se acentúa considerablemente después de 1870, después de que se incorpora a la antigua revolución industrial la electricidad y la industria química, y esta es la situación que precipita esa terrible guerra por los mercados qué se llama Primera Guerra Mundial. Una considerable alteración de las situaciones nacionales, una considerable alteración de las situaciones recíprocas entre los distintos países productores de artículos manufacturados, crea esta situación de tensión que desencadena la guerra, que es además la primera guerra industrial. Es una guerra en la que definitivamente no se combate más de hombre a hombre sino que se combate de material de guerra a material de guerra, de cañón a cañón, de tanque a tanque. Con una supresión total del último elemento humano que tenía la guerra: el rasgo de valentía o el rasgo de misericordia.

Esta situación es la que hace crisis en el año 1918, con la crisis intermedia de la revolución rusa en el año 1917, y desencadena a partir de ese instante una situación absolutamente inédita. Esa situación es la consecuencia lejana de una tradición cultural romana y cristiana, en choque con ciertas condiciones de vida y ciertas imágenes sobre la vida, suscitadas por el desarrollo industrial, la vida urbana, y lo que va a empezar a ser la sociedad de masas. Esta confluencia de cosas es lo que -creo yo- configura la situación de la sociedad contemporánea en el núcleo del mundo Occidental. Con caracteres distintos la veremos en la periferia del mundo occidental, y luego en lo que circunda el mundo occidental. Eso es lo que trataremos en la clase siguiente.


Clase 2
La sociedad contemporánea en el mundo altamente industrializado

En la clase anterior señalé, como introducción al análisis de las características de la sociedad contemporánea, cómo había sido percibida su situación peculiar a través del signo de la crisis. Cómo esa percepción se había dado primero en el plano intelectual, bajo la forma de apreciaciones precoces de cambios que al cabo de cierto tiempo se harían cada vez más agudos. Señalé cómo luego , a partir de la primera posguerra, esa situación de crisis empieza a precipitarse, y sobre todo empieza a advertirse a través de la experiencia personal, a través de una serie de signos que enumeré.

Esa fue la presentación del tema, que nos lleva ahora a un análisis minucioso de la sociedad contemporánea en sus formas reales, tal como puede ser apreciada en estos cuarenta años que habíamos establecido aproximadamente como plazo en el que se configuraba la situación actual.

Es bien sabido que la situación social contemporánea es todo un tema, casi se diría un tópico. Se ha tratado muy profusa y exitosamente, pero creo que no se ha advertido suficientemente sobre la imprescindible necesidad de delimitar cuidadosamente las áreas a las que el análisis se refiere. Por lo menos, no se ha llamado suficientemente la atención del lector común no especializado, que no tiene por qué estar sobre la pista de las distintas implicaciones que tiene el análisis.

Cuando Paul Valéry hablaba de la crisis del espíritu, es evidente que hablaba más que nada del fenómeno francés. Por su extraordinaria capacidad para generalizar, por su agudeza para percibir las prolongaciones de ciertos problemas que él advertía, podía tener la apariencia de un examen de carácter general; podría suponerse que esa crisis era una crisis universal. Y lo mismo pudo decirse, después, de los fenómenos que apreciaron Ortega y Gasset, Sorokin o  Mannheim.

Las áreas en la sociedad occidental

Sin embargo, transportado ese examen a los distintos lugares del mundo, se descubre que no es apropiado sino para áreas muy reducidas, y que transportarlo en bloque a diversos lugares constituye sencillamente un error, capaz de producir los efectos más absurdos.

Antes de empezar, quiero hacer un pequeño análisis de cuáles son los distintos ámbitos que, en su forma más general, se ofrecen para la consideración. Creo que esta delimitación es muy ilustrativa de la situación contemporánea, porque la mera yuxtaposición de áreas en que, visiblemente, los fenómenos se dan de manera distinta, constituye ya un dato significativo de la situación social contemporánea.

También había diferentes áreas en 1918, cuando terminó la Primera Guerra Mundial, y también las había en 1880. Eso es evidente. Lo realmente significativo es que hoy todas las áreas tengan importancia y que sea menester analizar, con todo escrúpulo, no sólo aquellas que hasta hace poco tiempo parecían ser las únicas valiosas, sino otras que ahora sabemos que son valiosas y que hace cuarenta años parecía que no lo eran.

En esta enunciación que voy a hacer intento, además, atraer la atención sobre la posibilidad de combinar dos criterios que no siempre se han tenido en cuenta suficientemente. En general, cuando se hace una apreciación sociológica del mundo contemporáneo, hay una fuerte tendencia a contraponer las sociedades industriales, las sociedades semi industriales, y finalmente las no industriales. Muchas veces se las engloba a todas dentro de la fórmula de “pre industriales”, con riesgo de equívoco.

Intento combinar este criterio sociológico con un criterio histórico, entendiendo que esa contraposición de las áreas industriales y no industriales no satisface el requisito de contemplar cuál era la situación cultural de cada uno de estos ámbitos en el momento en que se  desencadena el proceso industrial. Ese proceso constituye una transformación técnico-económico-social, pero se recibe y evoluciona de distinta manera según los supuestos culturales sobre los cuales esta transformación se opera. El cambio económico-social se opera en una atmósfera; esa atmósfera es cultural e incluye elementos remotos que no es posible dejar de tener en cuenta. Ustedes advertirán la importancia de este juego de los dos criterios en cuanto nos introduzcamos en esta enumeración.

Para analizar la sociedad contemporánea tenemos que distinguir antes que ninguna otra cosa, el sector más neto de todos, lo que podemos llamar el mundo altamente industrializado. Diversas circunstancias nos obligan a preferir esta fórmula. No podemos seguir hablando del “mundo occidental”, primero porque esa expresión está hoy comprometida en esta oposición entre Occidente y Oriente, términos que convencionalmente han venido a representar a los dos sectores del mundo dividido, aunque desde el punto de vista cultural es evidente que esos dos sectores corresponden a la cultura occidental. 

Por otra parte, en el mundo altamente industrializado, inclusive en lo que hoy llamaríamos el mundo occidental con este valor convencional, no puede dejar de estar el Japón, que no es precisamente un país occidental. Quiere decir que es preferible dejar de lado esta designación y atenerse a esta característica más objetiva, de núcleo altamente industrializado.

Pero tampoco este núcleo altamente industrializado constituye un área compacta. Constituiría un área compacta si pensáramos en el ingreso per cápita, o en el ingreso bruto, o en el desarrollo industrial medido en términos de tonelaje o de caballos de fuerza. Es posible que en ese sentido encontráramos una analogía en todo este mundo altamente industrializado.

Pero si aplicamos un criterio un poco más complejo y tratamos de combinar los datos del análisis económico social con los del análisis cultural, el problema se complica un poco. Me atrevería a proponer una subdivisión de este mundo altamente industrializado, diferenciando por una parte los países que no son de tradición cristiana, como es el del Japón. Y luego separando dos grupos: los países que son de tradición cristiana y romana, y los países que son de tradición cristiana pero no romana.

El peso de la tradición cristiana y romana

Esa separación nos da esta cosa curiosa. Los países de tradición romano-cristiana incluyen los países altamente desarrollados del occidente europeo, es decir Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia, Canadá, países todos de economía competitiva, y con un fundamento, diríamos con una filosofía liberal. Encontraríamos a Gran Bretaña con una organización económica de tipo competitivo, pero tocada por cierta influencia planificadora. Esto tiene bastante tradición, antes de la llegada al poder del Partido Laborista (1955), qué extremó esta tendencia durante cierto tiempo; que capitalizó -diríamos- la tendencia a la planificación en la industria británica y en la economía británica en general, manifiesta especialmente desde 1880. Esto dejó un vestigio que después de la caída del Partido Laborista no se perdió del todo y quedó incluida en la política económica británica en alguna pequeña medida.

Está luego los Estados Unidos, al que incluyo en el área cristiana y romana, aunque territorialmente no pertenecía al área del Imperio romano. Lo incluyo porque es el resultado de un trasplante total de la cultura europea. Como incluiría a la América Latina en el área romana, puesto que prácticamente no hay fenómeno de mezcla de cultura sino en pequeñísima medida.

En cambio, nos encontramos que dentro del área cristiana pero no romana hay también un sector de este núcleo altamente industrializado que está compuesto por dos subsectores: el de la Unión Soviética y los países que están bajo su dependencia, y por otra parte por los países bálticos. En el primer caso se trata de un conjunto de países cuya característica es una economía planificada, regida por un Estado monolítico y por una organización fuertemente burocrática. En el caso de los países bálticos, por el contrario, hay una economía planificada pero socializada sin estatificación.

El asunto tiene bastante importancia en la medida en que la perduración de la tradición romana supone dos cosas que han de tener una gran significación en el análisis que hagamos de la sociedad contemporánea. Se trata de la perpetuación de una noción de la familia y una noción de la propiedad privada que son de típica estirpe romana, y que tienen una fuerte influencia en la resistencia que esa sociedad le opone a un tipo de cambio social producido por la industrialización. Esta influye muy directamente sobre los llamados grupos primarios: familia, vecindario, grupos pequeños, de contacto directo.

Por el contrario, los países de tradición cristiana pero no romana no participaron de esta concepción de la familia y de la propiedad privada que era típica del derecho romano. Es el caso de los del área ortodoxa -Rusia y los países vecinos que forman parte de su área-, y de los países del Báltico que no pertenecían a la tradición romana, que fueron cristianizados sin romanizarse. Tenían otra concepción; inclusive era muy característico un tipo de propiedad común, que está implícito en la tradición alemana de la Gemeinschaft, de la comunidad. Por la influencia germánica. Sus resto están en toda la historia occidental; por ejemplo la existencia de los llamados pastos comunales, los territorios comunes que rodeaban al municipio medieval. En Rusia se los encuentra en el mir, ese tipo de colonia colectiva que fue la forma que se adoptó en la época zarista cuando después de la liberación de los siervos, en la segunda mitad del siglo XIX. Para dar satisfacción a este tipo de colono, ahora liberado, se los otorgaron a las granjas colectivas que se constituyeron.

Quiero decir que la influencia de estos elementos culturales -de los cuales hemos visto los dos más llamativos, la concepción de la familia y la concepción de la propiedad- ofrecen en las distintas sociedades un elemento que resiste de manera muy diferente a los cambios que va a provocar la industrialización.

El sector semi industrializado y el sector colonizado

Esa es el área de lo que llamamos el núcleo altamente industrializado, con estos tres subsectores con sus caracteres singulares. De esta área me voy a ocupar hoy. Las otras dos, de las que me voy a ocupar en la clase próxima, son en primer lugar el núcleo occidental periférico, que llamaríamos semi desarrollado. Es un núcleo fundamentalmente cristiano romano, que incluye a España, Portugal, Grecia, Austria, Turquía, Australia, Nueva Zelanda, América Latina, que culturalmente es de tradición romano cristiana. Llamamos a eso “occidental” transitoriamente;  pero el caso es que lo definimos como semi desarrollado.

Y nos queda luego toda la periferia de lo que fue mundo occidental antaño, lo que podríamos llamar el mundo occidentalizado, es decir el mundo que ha sufrido la acción del núcleo industrializado. Es el mundo árabe, el mundo asiático, el mundo africano, qué hoy de pronto se transforma en una realidad de la que no nos podemos olvidar. Que actúa de una manera dramática en la vida contemporánea, que ha ascendido casi a un primer papel. Que nos presenta el aspecto de una sociedad de una tradición milenaria que a nosotros nos puede quizá parecer muy valiosa, como el caso de la China o de la India, o muy poco valiosa en el caso del Congo.

Pero nos equivocamos, nos equivocamos profundamente. Desde el punto de vista cultural, desde el punto de vista de la persistencia, de la fuerza y de la profundidad, toda la tradición cultural de los pueblos africanos tiene tanta densidad -si no tanto valor objetivo a la luz de las occidentales-, y por lo tanto, tanta intensidad vital como aquella. De modo que la acción del mundo occidental sobre toda esta zona se ha operado sobre una sociedad de tradición milenaria, sumamente vigorosa, sumamente arraigada, sumamente vivida. Se ha operado una pequeña influencia del mundo industrializado, y al cabo de un cierto tiempo de operarse esa influencia, se ha liberado de la fuente de esa influencia y hoy asciende al primer plano de la historia, emancipada y transformada en un producto del impacto europeo industrializado sobre esta cultura milenaria.

Es un caso singular. No es el de América Latina, donde la industrialización se da como una evolución dentro de una cultura predispuesta. Aquí no, aquí ha sido un impacto totalmente exógeno. Eso ha provocado naturalmente un producto complejo, y ese producto complejo es el que hoy asciende.

No se puede entender todo ese mundo hoy pensando solamente en qué medida se ha industrializado tal o cual país del África o tal o cual país del Asia. Es absurdo. La pregunta no puede ser que en qué medida se ha industrializado. La pregunta es en qué medida se ha operado una consustanciación de su cultura milenaria con esta epidermis transitoria que se le ha situado; con estos hábitos de vida, qué se le han superpuesto. Esto ha producido una combinación que no es la misma en Birmania que en Ceilán, que en el Congo, que en cualquier otro país africano; es radicalmente diferente.

En cada caso es algo que hoy, por la perpetuación de una costumbre bárbara, seguimos generalizando, al decir que es el fenómeno negro o el fenómeno africano. Generalización tan absurda como cuando se habla de un fenómeno latinoamericano, en el que incluyen a los argentinos al lado de los ecuatorianos, que no tienen nada que ver con nosotros. Todo esto es una novedad; pero si se quiere entender qué es una sociedad contemporánea, hay que empezar por distinguir.

El mundo altamente industrializado: sociedad, técnica y cultura

El mundo altamente industrializado es lo más fácil de captar para nosotros, los latinoamericanos, que no pertenecemos a él pero estamos muy cerca. Como ha constituido nuestro modelo y el origen de nuestra cultura, nos es muy familiar y lo tenemos muy presente. No son fenómenos desconocidos de ninguna manera. Se trata de recapitular más que de otra cosa.

Cuando pensamos en los caracteres de la sociedad en el mundo altamente industrializado, lo primero que apreciamos es que la mayor parte de los fenómenos observables son fruto de la industrialización. Este es el hecho magro, escueto. Pero los efectos de la industrialización en el núcleo altamente industrializado no pueden generalizarse -cómo lo hacemos a cada instante por lo demás- sin incurrir en errores que pueden ser fundamentales.

Como dije antes, el proceso de industrialización corresponde a una línea desarrollo técnico industrial que arranca en el siglo XI, nada menos. Que ha dado un pequeño salto en el siglo XV y el XVI, que ha dado un salto considerable a fines del siglo XVIII y desde entonces hacia aquí ha marchado en una línea más o menos continua.

Ese proceso está en la índole del mundo de tradición romano cristiana. En realidad, cuando se habla de la Revolución industrial refiriéndose a la de la segunda mitad del siglo XVIII, se comete un pequeño error. La palabra revolución tiende a hacernos pensar que antes de eso no había habido organización técnica, preocupación técnica, capacidad técnica, lo cual es falso. La capacidad técnica existe en el occidente del mundo europeo visiblemente desde el siglo XI o el siglo XII. Con muy distintivos niveles, con muy distintos coeficientes; pero también las incitaciones eran muy distintas.

Si bien es cierto que los índices han crecido enormemente, también las incitaciones habían crecido, con lo cual podemos afirmar que este proceso de industrialización, o sea la capacidad para transformar la materia prima en bienes concluidos, en bienes terminados, en productos manufacturados es una actitud propia del hombre europeo occidental. Porque el hombre europeo occidental es el que ha restaurado -y no de ayer, sino desde hace mucho, desde el siglo XII- la actitud empírica. Esa actitud empírica ya desde el siglo XIII la desarrolla Roger Bacon. Ya en el siglo XIII es una característica de la burguesía europea, qué tiene sus teóricos , y qué tiene en el siglo XIV su gran teórico, Nicolás d’Autrecourt, muy ignorado. Los medievalistas llaman a Nicolás d’Autrecourt el Hume del siglo XIV, porque era efectivamente un precursor. Esta actitud empírica es la que está en la base de la ciencia experimental, que tiene en el siglo XIV sus grandes maestros, como Nicolás de Oresme y tantos otros que hoy han sido reconocidos, a la luz de la historia de la ciencia, cómo antecesores directos de las grandes físicas del siglo XVII.

De tal manera que esta capacidad que termina en lo que se llama convencionalmente la Revolución industrial, esta capacidad técnica para transformar materias primas en artículos manufacturados, esto está en la índole de la civilización occidental de una manera continua, aunque con distintos grados. Y dentro de esta tendencia general que se advierte, la manera con que se desarrolla es distinta según los distintos ambientes culturales de ese mundo europeo de occidente.

Uno de los grandes temas de la filosofía y de la sociología de la cultura hoy es establecer las relaciones entre lo que Max Weber ha llamado “el problema de la ética protestante” y los comienzos y el desarrollo del capitalismo. Weber ha estudiado cómo el capitalismo funciona de una manera particular en el ámbito protestante y de una manera particular en el ámbito católico. Es lógico, porque los procesos de cambio económico-social tenían que desarrollarse de distinta manera según el tipo de resistencia o de adecuación que encontraron en las formas de vida, pero también en el sistema de valores éticos.

De modo tal que ha habido una diversidad de desarrollos, y los efectos de la industrialización han sido muy distinto, en tiempo y en intensidad, en las distintas partes donde empieza a desarrollarse. También han sido muy distintos allí donde la industrialización ha resultado de una incitación endógena, es decir dónde la economía obligaba y forzaba un proceso de industrialización. Muy distinto -digo- de allí donde, por el contrario, la industrialización se ha realizado sobre la base de excitaciones exógenas, sin ser necesariamente requerida por la situación local, sino por incitaciones que provienen del exterior o por circunstancias ajenas.

Problemas demográficos: menos muertes, más hambre

Hay pues que analizar los efectos de la industrialización, pero en relación con estos distintos conjuntos de fenómenos. Los primeros que contribuyen a constituir el cuadro de la sociedad contemporánea son los fenómenos de aumento de población. Estos fenómenos son insensibles y permanentes, y de origen bastante confuso. En general se puede considerar que acompañan el desarrollo económico. Pero a partir de cierto grado de desarrollo técnico se relacionan muy estrechamente con la disminución de la tasa de mortalidad, que es consecuencia del desarrollo de la higiene pública, de ciertas técnicas en la preparación de los alimentos, de la medicina, de las formas terapéuticas, y otras. De manera que el fenómeno demográfico acompaña al desarrollo técnico-económico.

A partir de cierto momento los crecimientos rápidos de población se transforman de problemas puramente cuantitativos en problemas cualitativos. Se ha dicho que uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo es el de la desigualdad de los niveles de éxito alcanzado respectivamente por la Organización Internacional de la Salud, por una parte, y por la FAO por otra. Es decir, que en la medida en que la Organización Internacional de la Salud contribuye con alto éxito a prevenir la mortalidad, la FAO, es decir las organizaciones internacionales destinadas a proveer de alimentos a las zonas de eso que se ha llamado la “geografía del hambre”, han obtenido muchísimo menos éxito.

El acrecentamiento de la población plantea un serie de exigencias nuevas, un problema que está muy a la vista en el caso de la India hoy. Son lugares donde se han extirpado epidemias que significaban una mortalidad considerable y en donde no han aparecido los recursos para proveer de alimentos a estas poblaciones que crecen porque dejan de morir.

El segundo problema es el de los movimientos ecológicos y sociales. Son fenómenos de trasplante, de movimiento; fenómenos de movilidad geográfica y de movilidad social. Fenómenos de migración de un lugar a otro en busca de trabajo o por la desaparición de las fuentes de trabajo, en busca de mejores jornales.

También hay fenómenos de movilidad social a través de ascensos en los distintos grados de la estatificación. Esto puede ocurrir por la mejora de los salarios debido a la capacitación, dentro de la vida de una misma persona, o bien a lo largo de la vida de dos o tres generaciones, por obra de la educación o del progreso económico familiar.

Los grupos primarios: desintegración y anomia

Estos son fenómenos económicos tan conocidos que basta con nombrarlos. El tercero es la desintegración de los grupos primarios. Efecto típico y gravísimo de la industrialización es lo que se ha llamado la crisis de la familia, la crisis de la relación de vecindad. Todos los que han trabajado en el problema de la sociedad de masas, de Mannheim en adelante, han insistido en la inmensa gravedad de este problema.

El mundo se ha constituido a través de siglos de cambios lentos, sobre la base de grupos en donde era fundamental la relación de persona a persona. Esta es la relación de los llamados grupos primarios en sociología. La relación familiar, no sólo del padre y del hijo, sino la de tíos y primos y demás grupos emparentados, donde se crea una vinculación directa que también es la del vecindario: la relación de una pequeña comunidad, donde todo el mundo se conoce.

En relación con este contacto de persona a persona se crea un sistema de valores. Se diría que casi toda nuestra moral está fundada en este tipo de relación. Se ha dicho alguna vez -creo que es Mannheim quién lo dice-, que el precepto “amarás a tu prójimo como a ti mismo” está fundamentado en el principio de que el prójimo es el vecino, es un ser humano de carne y hueso, concreto, con quién se tiene contacto. Toda esta ética cambia de sentido en la medida en que el prójimo empieza a ser un ente abstracto, alguien a quien no se conoce, de quién no se sospecha, pero que sin embargo está en contacto con uno necesariamente, por mil cosas. Como lo está esa persona con quien uno se cruza en una ciudad de millones de habitantes, y a quién no volverá a ver jamás, y si lo ve alguna vez, no lo recuerda ni sabe quién es. Naturalmente, con este tipo de vinculación el sistema de normas es otro.

El desarrollo urbano

Esta disolución del vínculo primario, que es heredera y típico resultado de la industrialización, caracteriza fundamentalmente la vida de las grandes ciudades, pero en cuanto se observa un poquito se descubre que este núcleo, que hemos llamado altamente industrializado, tiende cada vez más a transformarse en una yuxtaposición de grandes ciudades. En la Argentina hemos llegado a una distribución del 70 y el 30 por ciento en población urbana y población rural. Hay países donde el por ciento de población urbana es todavía más alto. Además, el porcentaje de quienes viven ciudades de más de 100.000 habitantes es sumamente alto, de modo que en el mundo altamente industrializado la posibilidad del vínculo directo, del contacto humano tiende a perderse casi completamente.

Todo esto termina en el fenómeno de desarrollo urbano, tan vasto que está detrás de los otros caracteres generales de la sociedad contemporánea. El desarrollo urbano es la consecuencia más vasta y más monstruosa del desarrollo industrial. Al principio, la ciudad se transforma por razones económicas en un centro de atracción. Es el caso de Manchester o Birmingham a fines del siglo XVIII, la ciudad donde se ofrece un alto salario para un pobre hombre que ha perdido su tierra a raíz de los cercamientos de las tierras comunes. Ha perdido su tierra y, a diferencia de lo poco que ganaba en su pequeña parcela, ahora se le ofrece un alto salario, con la condición de que cambie sustancialmente de vida.

Este esquema se repite, se amplifica, se complica en todo el proceso de industrialización. Este pequeño campesino, que antes tenía sus gallinas, tenía su pequeña huerta y vivía con su mujer y sus cuatros hijos, es el que se traslada a una ciudad donde tiene dificultades de vivienda. Donde no conoce nunca a aquél de quiénes depende económicamente, porque se entiende con él a través del capataz o del jefe de cuadrilla, que a veces no es ni siquiera el intermediario directo, pues hay dos o tres etapas más.

Esto lo obliga a un tipo especial de dependencia, a un tipo especial de reacción, y lo sitúa en una especie de soledad. Esa soledad -una de las definiciones de la sociedad de masas- es la de la “multitud solitaria”. Esta especie de soledad surge fundamentalmente de la sustitución de una relación de dependencia personal -la del campesino con respecto al amo de la tierra- por una dependencia impersonal, que es la del obrero con respecto a la sociedad anónima, para poner un ejemplo grueso.

Este es el tipo de dependencia que empieza a crearse en las ciudades. Una serie de módulos de vida que se dieron en esta forma esquematizada en las ciudades inglesas de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX son el arquetipo del desarrollo industrial. Y han seguido dándose en forma más completa y más complicada, hasta constituirse ese tipo de ciudad de cinco, de ocho, de diez millones de habitantes, o las intermediarias, de dos, tres, cuatro, cinco millones, que ya son muy abundantes en esta zona de alto desarrollo industrial.

Cambios económicos y consecuencias sociales

Esta urbanización corresponde al tipo de desarrollo económico que les ha dado origen, que se caracteriza por lo que los economistas llaman los ciclos. Estos ciclos originan etapas de economía de escasez y etapas de economía de abundancia, con los correspondientes procesos de inflación y de desocupación qué son característicos.

Esto se corresponde con el proceso de transformación de la economía en una operación de tipo mundial, en donde la relación entre las partes es cada vez más difícil. Pero la situación es radicalmente distinta cuando el problema estrictamente económico incide sobre el problema social. A consecuencia de las dificultades de la regulación, problemas tan particulares como el desempleo tienen que ajustarse a vastos problemas de mercado; pero el problema de mercado se mide en dinero, mientras que el del desempleo se mide en situaciones humanas.

Este tipo de organización económica incide sobre el individuo a través de la inflación y la desocupación, por la vía del salario o por la de la miseria. Si se trata de la desocupación, existe además una característica que influye de una manera singular en la vida contemporánea. Se trata de los efectos de la progresiva y acentuada división del trabajo, hasta crear lo que el sociólogo francés Georges Friedmann ha llamado “le travail en miettes”, el trabajo en migajas. Se trata de un tipo de trabajo tan subdividido -el de la famosa cinta de montaje- que suprime la última posibilidad de que el individuo encuentre sentido a aquello en que se ocupa.

Este es otro problema de tipo psicosocial que está dentro de este esquema. En la vieja tradición artesanal, el artesano era un sujeto que dedicaba su vida a hacer una pieza y la conclusión de esa pieza, la perfección de esa pieza le daba un sentido a su actividad. En la medida en que la profesión constituyó la manera de expresión del hombre, ese trabajo ofrecía una finalidad, y esa finalidad tenía una posibilidad de trascendencia. Porque entre la artesanía y el arte había un pequeño matiz apenas, que aunque no sé alcanzara parecía siempre susceptible de ser alcanzado.

Cuando desaparece la posibilidad del objeto concluido y la actividad humana termina en el fragmento del objeto, hay una frustración de la capacidad creadora. Esta ausencia de posibilidad creadora transforma al trabajo exclusivamente en una venta del esfuerzo a cambio del salario, con lo cual se altera fundamentalmente el valor del individuo, no en el proceso económico, pero si en la circunstancia de tipo social y cultural. Son todas pues consecuencias de lo que llamaríamos el crecimiento desproporcionado.

Se puede hacer un pequeño balance de cuáles son las consecuencias de este crecimiento desproporcionado. Si algo caracteriza todo este cambio es sobre todo su aceleración. Yo insistí en la primera clase en que el fenómeno más llamativo de esta crisis contemporánea es el de su celeridad, su ritmo violento. Los cambios han sido eternos y permanentes, pero aquí los cambios han empezado a manifestarse en el lapso de una vida. Para el individuo se plantea y se sigue planteando la necesidad de ajustar la conducta, cada cierto tiempo, a unos marcos de referencia que son cambiantes, en la medida en que cambia el conjunto de las circunstancias.

Esto se advierte de una manera bastante notable si se toman algunos aspectos de la situación del hombre en el mundo contemporáneo. Por ejemplo en el orden tecnológico, como acabamos de decir, esta creciente pérdida del sentido de la vida individual a través de la perdida de sentido del trabajo. Pérdida de sentido que proviene de la utilización del esfuerzo de la mano de obra en una labor que se completa solamente después de un complejo esfuerzo industrial. En la medida en que el individuo pierde de vista el fin concreto, pierde de vista también la finalidad de su propia existencia.

Instituciones y representatividad política

Se advierte una cosa semejante en el orden de las instituciones. Quien haga un estudio objetivo y desapasionado de las instituciones en los últimos 40 años; quién haga por ejemplo -porque no es malo el instrumento para advertirlo- el análisis de la crítica de las instituciones democráticas que se han hecho del lado del comunismo o del lado del fascismo, hasta el punto de ser un tema moda entre el año 20 y el año 30; quién recuerde la crítica de las instituciones liberales, de lo que Hitler llamo las democracias podridas. Quién haga un examen de todo el sistema de las instituciones en los últimos 40 años descubrirá que por todas partes se aprecia, no necesariamente su crisis, no necesariamente la pérdida de valor, pero sí algo que puede llamarse una crisis de la representatividad.

Todo el sistema institucional del mundo contemporáneo hoy acusa una falta de representatividad. En ninguna parte parece haberse hallado un tipo de institución que recoja los fenómenos sociales que han comenzado a aparecer y que se han transformado en síntoma de la situación contemporánea. Todo ese tipo de instituciones responde exactamente a una situación que no es exactamente la actual. Pero lo grave es que ninguna parece con suficiente elasticidad como para aceptar esa transformación, algo que se verá muy claro dentro de un momento, cuando puntualice lo que habitualmente se llama la “sociedad de masas”.

Una cosa semejante ocurre en el orden social, en el que la idea de la justicia de las situaciones sociales ha entrado fuertemente en crisis. Se ha dicho alguna vez: la democracia ha funcionado de una manera perfecta en la Inglaterra victoriana a través del sistema bipartidista, y era cierto. También es cierto que en la Inglaterra victoriana no actuaba ese proletariado industrial que había formado la Revolución industrial y que ya era muy numeroso antes de la reforma electoral de Disraeli (1868). No actuaba en forma tal de poder gravitar sobre los dos partidos, y el juego del partido Whig y del partido Tory era en última instancia el juego de dos grandes sectores de la burguesía inglesa. Pero existía el consentimiento de los grupos no representados, que admitían que, si no los representaba exactamente, el sistema electoral les daba la ocasión de expresarse indirectamente de alguna manera.

Lo grave es que a partir de cierto momento y muy especialmente después de la crisis de la primera posguerra, este consentimiento ya no existe más y los sistemas tradicionales, además de no ser totalmente representativos, no tienen el consentimiento de quienes no están representados, de donde surge una especie de desfasamiento entre el orden social y el orden institucional.

La sociedad de masas

El caso más terrible podríamos decir -puesto que siempre el fenómeno de conciencia es el más terrible de todos- es el de los cambios del individuo que configura típicamente la sociedad de masas. Todo conspira para que el individuo afirme su individualidad, en tanto que todo conspira también para que el individuo se vaya volcando en una mayor uniformidad. Hay una especie de individualidad frustrada en la estandarización. Esta situación, qué voy a tratar de caracterizar mejor ahora, es en última instancia el sustrato de la condición humana en lo que se llama la sociedad de masas.

En este mundo altamente industrializado todo parece conducir a esto que se llama la sociedad de masas, que llamó la atención de Ortega y Gasset. Fue la que puso de moda antes que nadie Mussolini. Diría que el primer gran espectáculo de movilización de masas fue el que ofreció el fascismo italiano. Poco antes, la Revolución rusa había operado una revolución de minoría. En una situación caótica muy especial, favorecida por una serie de circunstancias, una minoría provoca una revolución que va a socializar los bienes de producción. Pero como espectáculo, como movilización, no operó como una revolución de masas. El fascismo sí. El fascismo italiano operó como una revolución de masa, y -cosa curiosa-  coincidido con la difusión de los primeros grandes instrumentos de comunicación de masas. La radio. Es decir la relación que hay entre la política de masas y la radio, la relación que hay entre Benito Mussolini hablando en el balcón del palacio Venecia y las masas italianas reunidas en todas las plazas de todas las aldeas preparadas para una movilización rigurosamente organizada por radio. Esto es un espectáculo qué sorprendió considerablemente en el decenio de 1920 a 1930.

Era un espectáculo tan visible, tan claro, que revelaba una nueva manera de actuar. Empezó a descubrirse la posibilidad de remplazar la democracia representativa por la democracia directa. Este fenómeno empezó a confundir a muchas mentes, a atraer a algunas, a preocupar a otras, y fue el síntoma de un nuevo mecanismo de funcionamiento de la sociedad en el mundo industrial. En un mundo donde había ciudades como Torino o como Milano, donde podía hacerse este tipo de cosas, o Roma, donde se hicieron luego. Ciudades cuya población, por la concentración obrera, que se daba en ellas, y por fenómenos de ese estilo permitían ese tipo de proceso.

Pero en cuanto se percibió esta pista, empezó a advertirse el fenómeno de muchas otras maneras. Empezó advertirse ese fenómeno que señaló Ortega con extraordinaria lucidez en La rebelión de las masas. Ese fenómeno de multitudes que empezaban a querer disfrutar de cosas que hasta una generación antes eran estrictamente de minorías.

Eran colas para entrar al teatro, donde siempre se había supuesto que había un número convencional de plateas que bastaba aproximadamente para una pequeña minoría. Podría ocurrir que sólo pudiera satisfacer sus deseos en tres, cuatro, diez o cuarenta noches, pero hasta por la forma y el tamaño del teatro se veía que el espectáculo que ofrecía estaba destinado a un volumen determinado de gente, a un tamaño especial de público. Esto es lo que de pronto se multiplica por un coeficiente absolutamente inesperado. No por diez o por veinte, sino por cien, por mil o por diez mil, creando el espectáculo de los cinematógrafos y los estadios de fútbol.

Estos fenómenos inmediatamente incitaron a observar otros del mismo estilo, de apetencia por determinados bienes que no eran el espectáculo. Bienes de consumo que hasta una generación antes se habían considerado patrimonio de algunos sectores especiales, y que ahora de pronto empiezan a parecer que pueden o que deben ser accesibles a todos.

En todo esto hay una incitación y una respuesta, según la fórmula de Toynbee. Henry Ford contestó de una cierta manera a esta incitación, diciendo “hay un automóvil para cada norteamericano”. Esto no era un gesto magnánimo solamente; era un requerimiento de cierto nivel de la organización industrial. Había un momento en que la organización industrial ofrecía la posibilidad de alcanzar tales niveles de producción que podía hablarse de un automóvil para cada norteamericano. Pero era justamente el momento en que cada norteamericano pensaba que le era debido un automóvil.

Elites y masas

Se daba pues una situación bastante visible en la década entre los años 20 y los 30. Esta situación ha ido extremándose y hoy los sociólogos tienen la sensación de haber percibido la totalidad de sus rasgos. Podríamos decir que lo que caracteriza esta sociedad de masas es una neta división entre lo que antes se llamaba mayorías y minorías en dos sectores que hay tendencia a designar con el nombre de élite del poder, por una parte, y por otra parte masa.

Esta élite del poder no es necesariamente la que resulta de los marcos institucionales. Se constituyó en los marcos institucionales y fuera de ellos, sin que pueda establecerse cuándo es más fuerte dentro o fuera de ellos. Se habla por ejemplo de “grupos de presión”. Los grupos de presión no tienen forma institucional, Sin embargo sería ingenuo tratar de entender nada de la política contemporánea si no se apreciara debidamente, al lado de los mecanismos institucionales, la acción de los grupos de poder.

Estos grupos pueden ser financieros, militares, religiosos o sociales, en el sentido tradicional de la palabra. Todo esto adquiere muchas formas y muchas variantes, y constituye un hecho bastante visible y conocido. Hoy se habla de grupos financieros que no tienen representación institucional, que no podrían tenerla dentro del sistema institucional habitual y que sin embargo actúan de una cierta manera y condicionan el mecanismo por el cual se maneja la sociedad orientándola en cierta dirección.

Estos grupos se caracterizan en general porque tienden a la concentración y porque tienen una gran claridad con respecto a sus fines inmediatos. Estos dos caracteres son exactamente los que no existen en la masa.

La masa se caracteriza por el contrario por estar constituida por elementos que no están capacitados para controlar el poder, es decir que no tienen capacidad para instrumentalizar su fuerza, que no tienen capacidad para encontrar en los mecanismos que tienen a su alcance algo que le represente de manera eficaz frente a la élite de poder que tiene. todos los instrumentos mediante los cuales la realidad se maneja. 

Esta masa, caracterizada fundamentalmente por eso, está trabajada por algunas fuerzas disgregadoras y algunas fuerzas congregantes. Las fuerzas disgregadoras le roban fuerza mientras que las fuerzas congregantes no le agregan fuerza, sino que también tienden a robársela. como se verá enseguida.

Las fuerzas congregantes son fundamentalmente los medios de comunicación moderna. Es el periódico de millones de ejemplares y lo que hay detrás del periódico, es decir la agencia de noticias internacionales. Es la radio, la televisión, el cinematógrafo, los medios de cultura implícitos en todo, las tiras cómicas en los periódicos, que han llegado a reemplazar la lectura de la obra completa. Todo esto se ha estudiado largamente y el balance parece ser que estos elementos que son congregantes en la medida en que tienden a crear ciertos valores comunes, ciertas palabras comunes, ciertas ideas generales, no son suficientemente fuertes sin embargo, como para crear mecanismos de acción.

La aglutinación no le posibilita a la masa expresarse a través de una fuerza; por el contrario trabaja sobre la individualidad hacia la estandarización, hacia la uniformidad. De manera tal que éste es un elemento de congregación espiritual -podríamos decir- que contribuye a disminuir la capacidad de poder de la masa frente a la élite de poder.

El mismo efecto, por causas contrarias, hacen estos otros fenómenos de tipo disgregatorio a que me he referido. El primero es la tendencia a la formación en la masa de grupos heterogéneos y totalmente incomunicados e incomunicables entre sí. Es la situación propia del mundo altamente industrializado, donde la relación entre los grupos primarios, secundarios y terciarios -es decir entre los grupos campesinos o grupos industriales, y los grupos mercantiles y de servicios- son cada vez más difíciles. Sobre todo, si se toma el ejemplo de los dos primeros.

En el mundo altamente industrializado el abismo entre los grupos campesinos y los industriales tiende a acentuarse cada vez más. El hombre de las grandes ciudades termina por ignorar la vida del campo de una manera tan radical que el contacto y la posibilidad de comprensión recíproca de los problemas es totalmente imposible. Este fenómeno se nota en los estudios de geografía electoral de casi todos los países de este nivel; son mundos radicalmente incompatibles.

También son mundos radicalmente incompatibles. Dentro de la vida urbana misma, ciertos sectores tienen finalidades, posibilidades y perspectivas distintas. No sólo hay zonas céntricas y zonas marginales que se repelen sino que hay formas de actividad internas que se repelen, y hay grupos estratificados en forma tal que la separación es radical.

Finalmente, como todo este proceso se da con gran celeridad, se agrega el fenómeno del cambio social dentro de una generación, que origina el problema de la división entre los grupos de edades. Esto que hemos llamado a veces fenómenos generacionales. Se trata de la distinta reacción frente al cambio que se da entre los jóvenes, los hombres maduros y los ancianos, que tienden a constituirse en grupos separados dentro de la sociedad de masas de una manera tan definida como la que separa a los grupos urbanos y los grupos rurales. Y no por causas triviales, ni superables. Porque frente a ciertos fenómenos hay una capacidad de adecuación que se advierte inmediatamente, en tanto que frente a estos mismos fenómenos hay otras situaciones psicosociales que se resisten totalmente al cambio.

Integración y marginalidad

Típicos fenómenos de desintegración son los que se relacionan con la contraposición entre la integración y la marginalidad. Dentro de este mundo caótico y múltiple de la masa, cada cierto tiempo funcionan dentro de ella ciertos valores que dentro de la multitud tienden a crear sectores esotéricos. Los ingleses han distinguido a los que están “in” y los que están “out”. Es decir, los que están integrados y los que son marginales. Los que están en el “secretos de” y los que no están en el “secreto de”. Se trata de un valor, de una moda, de una actitud.

Esto puede ser transitorio, puede referirse a una cosa insignificante, a una manera de vestir, al uso de cierta prenda, de cierta palabra, pero puede ser también al uso de cierto estilo de vida. Inmediatamente, en cuanto se afirma, tiende a crear nuevos islotes, con cierta tendencia a la intercomunicación. Ante una situación de islotes, de grupos que tienen poca tendencia a integrarse, se da lo que Durkheim ha llamado “anomia”, es decir, una situación de individuos que descubren que carecen de normas para el tipo de vida con el que tienen que vivir, que tienen que llevar.

Este fenómeno, muy bien analizado por Durkheim en su libro sobre el suicidio, es dramático. El hombre está acostumbrado a vivir dentro de un marco de referencia. El hombre que vive en una sociedad tradicional y tradicionalista vive plácidamente, sin tener que ejercitar su razón, sin tener que poner en funcionamiento a cada instante su pensamiento para establecer cuál es el sistema de principios que lo rigen. Él sabe la norma moral, el hábito; todo esto funciona automáticamente.

Cuando el marco de referencia, el sistema de valores dentro del cual se instala empieza a moverse, lo primero que hay que hacer es transformar a cada instante la valoración en un acto real racional, Y a partir de cierto instante, cuando se pierde el hilo en esa confusión, confesarse que se vive en un estado en el que no hay norma posible. Esta situación naturalmente explica la conformación de estos islotes incomunicados e incomunicable, y la conformación de un conjunto en el que no hay coherencia posible.

De más está decir que en una situación de este estilo el problema culminante es el de la educación. Una sociedad de masas es una sociedad que no sabe para qué educa, ni puede saberlo en la medida en que carece de fines. Esto significa que la sociedad de masas tiende necesariamente a hacer más graves los problemas que la perturban.

Este problema podría llevarme, como remate de la clase, a recordar una famosa contraposición de Mannheim, entre lo que llamó “racionalidad funcional” y “racionalidad sustantiva”. Con esta sociedad de masas el hombre ha descubierto la racionalidad funcional. Ha descubierto la manera de utilizar su razón para someter a ella todas las operaciones que tiene que hacer en cumplimiento de fines inmediatos. Para hacer esto, aquello, lo de más allá.

Pero no ha conseguido encontrar la manera de racionalizar los fines últimos del hombre. Esto es naturalmente lo que explica la crisis de la educación; esto es lo que explica el carácter tumultuario y la imposibilidad de encontrar una finalidad.


Clase 3
El mundo occidental periférico y el mundo occidentalizado coactivamente

Recordarán ustedes que este análisis que prometí de la sociedad contemporánea pretendía evitar lo que siempre me había parecido un defecto grave de los análisis habituales. Consiste en estimular una falsa generalización, identificando la sociedad contemporánea con la de sólo un pequeño grupo de países.

El fenómeno es explicable. La problematización de la sociedad contemporánea supone un esfuerzo psicológico y conceptual muy profundo: el hombre debe volverse sobre sus mismas circunstancias, debe volverse hacia lo que lo rodea tratando de hacer inteligible lo que es espontáneo. La preocupación por hacer este esfuerzo surge en los países europeos, donde se percibió precozmente la crisis.

El problema se dio en la Europa de la primera posguerra y allí se analizó, quizá sin una acentuada intención científica, sino en realidad como una verdadera reacción vital. Siguiendo por ese camino, el análisis de la sociedad contemporánea ha aparecido -inclusive en muchos tratadistas ilustres- como agotado en el análisis de lo que hemos llamado los países altamente desarrollados.

Este punto de vista, que acaso sea uno de los signos más extraordinarios de la crisis, podría parecer bien fundado en 1920, porque en 1920 había un mundo que contaba, un mundo que era verdaderamente importante, y luego una periferia del mundo que -aunque era mil veces más importante que el núcleo en términos cuantitativos- directamente no contaba; y como no contaba se la podía entender como una cosa deleznable que no justificaba el análisis.

Pero las cosas han cambiado fundamentalmente, y hoy no se puede hablar de la sociedad contemporánea limitándonos al examen de este conjunto de países que constituyen el núcleo altamente industrializado. Hoy sabemos que el mundo es más que eso. Sabemos que el mundo que cuenta, el mundo que está sobre el tapete, el mundo que se halla en situación de cambio, en situación activa, es mucho más extenso que eso.          

La caracterización que yo hice en la segunda clase intentaba dar un panorama de la sociedad contemporánea en el conjunto de países altamente industrializados. Esta clase voy a dedicarla hacer un examen, no muy profundo por cierto, de la situación de la sociedad contemporánea en otros ámbitos, que señalé al comenzar la clase pasada. Distingo dos grandes zonas. Una es la periferia del mundo altamente industrializado. Coincide con él en su tradición fundamentalmente romano cristiana y presenta cierto desnivel con respecto al mundo desarrollado, sobre todo en el orden de la economía y subsidiariamente en el orden de la cultura y la sociedad, cómo vamos a tratar de puntualizar. Ese conjunto de países incluye a España, Portugal, Austria, Grecia, Nueva Zelanda, África del Sur, Australia y toda la América Latina. Es más, o menos el área de lo que ya vulgarmente se llama países subdesarrollados, expresión que yo rechazo, porque además de tener una serie de connotaciones desagradables, no permite la identificación precisa.  Este conjunto de países -repito- constituye la periferia del núcleo altamente desarrollado, con identidad de tradición, y con diversidad de situación.

Pero luego queda toda un área inmensa que ha comenzado a ser el tema de todos los días en cuestión de poquísimo tiempo y que representa hoy uno de los problemas más importantes y más urgentes del mundo actual. Empecemos por definirlo negativamente. Es el área de todo lo que no es ni lo primero y ni lo segundo, sino todo lo que queda. Lo definiremos a la luz de un criterio, que creo que puede usarse, como el mundo occidentalizado coactivamente. Es decir, el mundo occidentalizado a pesar suyo.

Este mundo constituye la periferia de la periferia, si llamamos al sector anterior la periferia del mundo altamente desarrollado. Constituye un tercer anillo que es todavía más periférico. Incluye todo el mundo árabe; todo el mundo índico, ese vasto mundo que ha empezado a moverse en la segunda posguerra: Birmania, Ceilán, Indonesia, Tailandia, Pakistán, la India. Todo este conjunto de países del océano Indico que no están como China en el área soviética en un proceso de industrialización acelerada, ni son como el Japón países con desarrollo industrial autónomo. Este caso, como el de los países árabes, y como el de los países africanos hoy, constituye un sector especial; diríamos el tercer sector del mundo. Y si se quiere tener una imagen de lo que es la sociedad contemporánea hay que establecer la correspondencia entre las tres áreas.

Al fin de cuentas, mucho más importante que la Guerra Fría entre dos grandes sectores del mundo altamente industrializado es esta especie de situación caótica difusa que le espera al mundo, en la medida en que toda esta vasta periferia empiece a moverse y a pretender el derecho que cree corresponderle en la vida mundial. Este problema es mucho más grande todavía que ese pequeño problema, pues la Guerra Fría se maneja todavía en los límites tradicionales del mundo. Pero habrá de  derramarse, porque todo este mundo periférico no puede detenerse ya en su desarrollo, cosa que es evidente para el lector de los periódicos de cada día.

El núcleo occidental periférico

Vamos a hacer pues un examen de estos dos sectores, de una manera bastante sucinta. Primero me referiré a lo que hemos llamado al núcleo occidental periférico. Es ese grupo de países del tipo de España, Portugal, Grecia, Austria, América Latina y algunos de los países del Commonwealth británico. Estos países tienen una clara identificación con el sistema de valores del mundo altamente industrializado. Por su tradición, por su contenido cultural, son de la misma estirpe, del mismo genio intimo que los países del mundo altamente industrializado. Pero los diferencia su distinto desarrollo económico.

¿Quién puede negar que España es un país que tiene no sólo una tradición sino un nivel cultural tan alto como cualquiera de los países del grupo altamente industrializado? A nadie se le ocurriría sin embargo incluirlo entre los países que los economistas llaman desarrollados. Es decir que se ha producido una fractura, un desfasamiento. Hay identidad de concepción del mundo, de idea de la vida, del sistema de valores, pero hay una diferenciación en el terreno de lo económico-social.

La situación recíproca de este ámbito periférico y del ámbito nuclear del mundo industrializado se caracteriza por las diferencias económicas y la identidad de valores, de aspiraciones y de fines. La circunstancia particular de esta especie de complejo de inferioridad seguramente no existiría de manera tan perceptible si no hubiera habido en los países de escaso desarrollo una potencialidad idéntica a la de los países que hoy consideramos altamente desarrollados.

¿Cuál es el origen de ese poco desarrollo? El problema es bastante complejo, pero en cada caso particular hay razones internas por las que, en cierto momento de su evolución, cada país ha perdido un tiempo, ha perdido un compás. En cada país ha ocurrido un día una pérdida del compás, que puede rastrearse sin mucho trabajo. A partir del momento en que ha perdido un compás, la integración en el conjunto ya ha sido prácticamente imposible.

Creo que el caso de España es típico. España tiene hasta fines de la Edad Media y principios de la Edad Moderna un proceso cultural y económico idéntico al de los países europeos. Pero a España le ocurre en el siglo XVI un fenómeno inequívoco, que sólo comparte con Portugal: no acierta a capitalizarse. En el momento en que la burguesía medieval en toda Europa capitaliza, es decir acumula un ahorro en virtud del cual va a poder emprender un tipo de aventura que sólo se emprende con un capital de partida, en ese momento tanto en Portugal con España pagan el precio de la inmensa aventura que han corrido en el mundo colonial. Han creado vastos imperios coloniales, que le han producido una enorme riqueza gratuita. Esa enorme riqueza no ha estimulado la capitalización, pues es gratuita. Es el caso del oro y la plata americana en España. Entró por España y salió de España. ¿Hacia dónde salió?

En casi todos los países europeos las burguesías nacionales realizaron una labor importante. La burguesía flamenca, la francesa, la inglesa, en los siglos XII, XIII, XIV y XV produjeron esa vasta acumulación de capitales que luego madura, asciende y se organiza, y lanza el proceso del capitalismo moderno. En España, esa labor la hacen moros y judíos. Todo ese tipo de actividad mercantil que conduce hacia la acumulación de riqueza, la hacen moros y judíos. Son los actores típicamente burgueses de España en los últimos siglos medievales.

Moros y judíos son expulsados de España a fines del siglo XV. Este era el momento para que, como en el caso de otras expulsiones de judíos que habían ocurrido en otros momentos en otros países de Europa, hubiera un repunte de la burguesía nacional que ocupara su sitio. Y en el momento en que se requería ese vasto esfuerzo de las burguesías españolas, que ahora tenían el campo a su disposición, para ocupar el sitio, dominar todas las actividades de tipo artesanal y mercantil, constituir esa nueva fase de actividad y empezar a capitalizarse, en ese momento empieza a fluir gratuitamente el oro y la plata de América.

Y naturalmente el vacío que dejaron moros y judíos no lo ocupó nadie. No hacía falta. Porque el oro entraba por El Arenal de Sevilla y empezaba a difundirse, empezaba a reunirse en la faltriquera de los señores, pero siempre caía algún doblón. Ese doblón que caía era el que alimentaba al pícaro, ese pícaro de la novela picaresca. Esta es una clase social que no existe en ese momento en ninguna otra parte, una típica clase subsidiaria que aparece en una sociedad que se enriquece gratuitamente y que crea siempre estás clases parásitas. Esto le ocurrió a España en el momento en que toda Europa se capitalizaba, y naturalmente perdió un compás; y ese compás no lo recuperó nunca.

No lo recuperó nunca, y al no recuperarlo se encontró en inferioridad de situación con respecto a los países que habían acelerado el paso. E inmediatamente cayó en la órbita de esos países que habían capitalizado, en el siglo XVI o en el XVII, o sea, Holanda e Inglaterra primero, Francia después. Al cabo de muy poco tiempo, estos países se transforman en los árbitros del comercio marítimo internacional, los que controlan las actividades mercantiles internacional. El país que ha perdido un compás, como todos los demás, indefectiblemente entran en la órbita de los que han ganado ese tiempo. Perder un compás en ese proceso significaba entrar como elemento dependiente en el desarrollo económico de los países más adelantados. A partir de ese momento, los países que capitalizaban tendían a transformarse en países manufactureros, y en consecuencia países exportadores, y los países que no habían capitalizado se transformaban en países proveedores de materias primas, y consumidores de artículos manufacturados. Es decir, se entraba en un ciclo en calidad de subordinado de otro país, que regía el proceso económico, y se quedaba con las diferencias, es decir, seguía capitalizando.

Se podría repetir esta historia y estudiar en cada país cuál es la coyuntura en que ha aparecido. La de América Latina es evidente. América Latina forma parte del imperio español hasta 1810, y arrastra esta condición propia, de la España del siglo XVI, del siglo XVII, del siglo XVIII. Acompaña a España en ese proceso. Cuando despierta a la vida independiente no sólo ha perdido un compás, ha perdido 30 compases, y naturalmente su única posibilidad de supervivencia era incorporarse al área económica de una de las potencias que tenían en ese momento el control marítimo. La América Latina entró en el área de influencia inglesa, especialmente la zona del Plata, de una manera directa, sin vacilación, porque era condición indefectible para el desarrollo de su existencia. Así que perdió varios compases, y se transformó, aún después de dejar de ser colonia española, en parte integrante de un orden económico en el que entraba en calidad de subsidiaria, como productora de materias primas y como consumidora de artículos manufacturados.

Esto es lo que crea el desnivel. Una vez que se perdió el compás no se recupera más, o se tarda mucho tiempo en recuperarlo, y esa recuperación significa una conmoción sustancial. Así se crea el desnivel que durante mucho tiempo no repercute sobre la vida de la cultura, o no repercute sino escasamente, aunque a veces repercute terriblemente. La tradición cultural es la misma, el sistema de valores es el mismo, lo cual traducido a la experiencia social e individual significa que el tipo de apetencia es el mismo, el tipo de gustos, el tipo de aspiraciones, todo eso es lo mismo. Sólo que hay quienes producen los bienes necesarios para satisfacer esas aspiraciones y hay quienes no producen esos bienes, y naturalmente estos últimos dependen de los primeros. Esto es lo que crea el desequilibrio.

Hay pues entre el grupo altamente desarrollado y las periferias de escaso desarrollo una identidad cultural, una identidad de valores que crea en los menos desarrollados una especie una apetencia mayor, que no se puede satisfacer a causa de esta peculiar situación económico-social, que que no obedece a una ley general, sino que proviene generalmente de una contingencia histórica.

Los países de este tipo tienen ciertos rasgos que se pueden generalizar a pesar de lo inmensamente diferente que son y a pesar de que hay muchas cosas que no se pueden reducir a esquemas. Pero limitándome a lo más general y a lo que sí se puede reducir a esquemas, podríamos decir que hay en todos estos países una industrialización menor, y en consecuencia una urbanización menor. Se trata de países en donde en general -digo en general porque cualquier generalización hay que admitirla con limitaciones- tienen un cierto predominio de la vida rural y un escaso desarrollo de la vida urbana. No existen ciertos traumas que caracterizan el proceso de traslado de la vida rural a la vida urbana, y se advierte una subsistencia más fuerte del conjunto de creencias tradicionales. Hay  una mayor perduración de los grupos primarios, del vínculo familiar, de la pequeña unidad vecinal, porque no han aparecido los grandes fenómenos de urbanización que acompañan a la industrialización. Está persistencia de los grupos primarios significa un robustecimiento de la mentalidad tradicional, y lo mismo ocurre en el orden de las costumbres.

Sin embargo, de ninguna manera se trata de un proceso neto, ni esto es lo único que ocurre, pues hay procesos parciales de desarrollo, inevitables. En el caso argentino aparecen Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Bahía Blanca, hasta transformarse en los últimos diez o veinte años en un país eminentemente urbanizado a pesar de estar escasamente industrializado. Son fenómenos parciales de desarrollo, que no llegan a tocar la totalidad de la estructura social. No se producen los efectos de ruptura que han producidos en los países altamente desarrollados, y lo que ha surgido son pequeñas islas de desarrollo.

Buenos Aires es una isla de desarrollo. Un turista que viene a la Argentina por primera vez y recorre Buenos Aires y Rosario se lleva del país una idea absolutamente falsa. Estos grandes conglomerados urbanos dan la sensación de que el país tiene un alto índice de desarrollo. Eso no es cierto. En todas partes del mundo ha ocurrido ese fenómeno, porque se ha incluido el país en un área económica en la que ha entrado no sólo como proveedor de las materias primas sino también como consumidor de productos manufacturados.

Se ha creado una clase de consumidores de productos manufacturados que en ciertos sectores han equiparado su nivel de vida al de los países altamente industrializados, puesto que los dos coinciden en el uso de ciertos bienes. Los países altamente industrializados tienen muchas heladeras, y muchos televisores, y muchas radios, y los países escasamente desarrollados tienen ciertos núcleos que gozan de todos esos bienes, pero en calidad de meros consumidores. De manera que se da una apariencia de desarrollo que no corresponde al conjunto total de la estructura económica social del país.

De modo que por una parte existen ámbitos caracterizado por la persistencia de formas de vidas propias de grupos primarios, por la persistencia de creencias tradicionales, por la persistencia de forma rurales de vida. Pero existen sin la coherencia que eso mismo tenía hace un siglo, porque esa coherencia ha sido rota por estos procesos parciales que han creado islas de desarrollo. De tal manera que la situación es todavía peor que antes, porque dentro de una misma unidad hay una desarticulación entre zonas no desarrolladas y zonas desarrolladas. Este fenómeno crea una terrible distorsión interna, que se nota en una diferenciación social muy marcada. En términos groseros, podría definirla  como la diferencia entre los poseedores de bienes de consumo que corresponden a los altos niveles de países industriales y los no poseedores de esos bienes. Pero además se crea una mecánica falsa, la mecánica de la ambición de esos bienes, que termina por constituir el desiderátum y por ser el ideal fundamental de la existencia. Esto no es espontáneo, sino que es el resultado de esta diferenciación entre zonas no desarrolladas y zonas desarrolladas.

Nosotros hemos visto en la Argentina en estos últimos 15 años un típico fenómeno de migración interna, que se produce desde 1939 aproximadamente, pero muy fuerte desde 1943. Un movimiento de migración interna que ha llevado al complejo del Gran Buenos Aires -si no recuerdo mal la cifra-, casi a un 50% de población argentina no nativa de Buenos Aires -incluyendo no solo la capital administrativa sino el Gran Buenos Aires-. Es un fenómeno de traslado que ya saben ustedes que importantísimas consecuencias tuvo. Un fenómeno de migración que en última instancia está movido por este desequilibrio de los niveles de vida. Y si ustedes apuran un poco el problema descubrirán que la diferenciación de los niveles de vida se mide finalmente en bienes de consumo; y si me apuran un poquito, les diría que son bienes de goce, más que de consumo.

Este fenómeno no es sólo de la Argentina; corresponde a toda esta área, que se contrapone muy dramáticamente con respecto al mundo altamente desarrollado. Hay signos visibles de lo que llamaríamos el impacto de la comprobación de los desniveles. Los desniveles no valen por sí mismos. Piénsese en los habitantes de Ghana, o de la Federación Mali, o de la República del Níger. O de la República Malgache  [Madagascar]. Son nombres que hay que aprender ya. Antes creíamos que conocíamos el mundo si sabíamos de la existencia de Francia, Inglaterra, Alemania, los Estados Unidos, Rusia; y los muy eruditos Checoslovaquia y alguna cosa parecida. Hoy el que no sabe dónde está la República Malgache no sabe qué es el mundo, porque es de allí de donde va a venir la sorpresa, y no de los dos términos fundamentales de la Guerra Fría.

Hace 50 años un habitante de la República Malgache no tenía la sensación del desnivel, lo ignoraba. En parte por ignorancia material, sencillamente por no tener noticia de las cosas; en parte por la persistencia de una tradición cultural propia que no había sido tocada por la influencia colonizadora. En consecuencia, su sistema de valores no se había movido. Pero llega un momento en que la comprobación del desnivel produce un impacto.

Este impacto es mucho más importante en toda esta zona que estoy analizando ahora:  la zona periférica que tiene una identidad de tradición cultural con la zona altamente desarrollada. Se piensa en España, en Portugal, en Grecia, en la Argentina, en el Ecuador, en México, y se descubre que rápidamente ha habido una percepción del desnivel, que resulta ser un dato fundamental, no sólo en la estructura de la sociedad sino en el sistema de los móviles que han contribuido a dinamizar esa sociedad. El impacto lo produce el descubrimiento de que en el mundo competitivo de la economía actual es absolutamente imprescindible tener lo que tienen los demás, en el orden colectivo. Hay que tener energía, transportes, industrias básicas, y esto se transforma de pronto es una obsesión. ¿Cuánto tiempo hace que está circulando la palabra “desarrollo”, “planes de desarrollo”, “financiación del desarrollo”? Todo esto tiene veinte años, treinta años.

Podría decirse que la primera intuición arranca de la primera posguerra, del famoso libro de Keynes Las consecuencias económicas de la paz (1919), pues él el primero que vio la significación que tenía el desbarajuste total en que se hallaba el mundo. A partir de ese momento todo esto ha empezado a funcionar como una especie de convulsión espontánea.

Suele creerse que las convulsiones siempre las mueve alguien. Las convulsiones más graves son las que no las mueve nadie, las que se mueven solas. Y esta se mueve sola. El desnivel crea un impacto, y ese impacto crea una conciencia. La primera manifestación de esa conciencia es descubrir que hay que tener lo que tienen los demás, porque si no la colectividad se seca y se aniquila progresivamente.

Son esas cosas elementales, generales, acerca de cuya existencia ya parece superfluo hablar. Y sin embargo hace cuarenta años [1920] nadie hablaba. ¿A quién se le hubiera ocurrido hace cuarenta años que la República del Níger necesitaba tener energía, necesitaba tener industrias básicas? Ni siquiera parecía necesario que hubiera alimentos. Hace cuarenta años no parecía necesario que se alimentaran; es decir, el que se muriera de hambre la República del Níger no era un hecho que conmoviera a nadie, era casi natural. En cuarenta años no sólo todo eso ha desaparecido, además ha aparecido la idea de que todos los mecanismos del desarrollo propio del mundo altamente industrializado deben aplicarse en alguna medida. Hoy constituye una obsesión esto que se llama “la financiación del desarrollo” Naturalmente, siempre hay candidatos a pagar el desarrollo y naturalmente ese pago del desarrollo tiene un precio. Se organiza naturalmente, a través de esa apetencia, una política mundial. La competencia que se da en un cierto frente de pronto se multiplica, porque han aparecido innumerables de frentes posibles.

El mundo altamente industrializado ha creado una filosofía de la vida que ya no es cristiana romana, que es mucho más romana que cristiana. El hedonismo es la fisiología del mundo altamente industrial, una filosofía que termina en el goce. Porque al fin de cuentas, ¿qué es lo que mueve esa apetencia por este tipo de bienes que ha terminado por caracterizar al mundo moderno? No está movido por una apetencia del tipo espiritual. Es una típica filosofía romana. En mi opinión -bueno, yo soy historiador, así que mis opiniones están condicionadas por esta deformación mental-, esto es una restauración de un fondo romano que hay en el mundo occidental.

El mundo romano era esencialmente hedonista, y en mi opinión esto  viene resurgiendo desde el siglo XII. La concepción hedonista de la vida acompaña al desarrollo de la burguesía, el hedonismo impregna lo que se llama el espíritu moderno, y hoy ha dado un paso más. Ha dado un paso más, muy visible porque empiezan a compartir esta filosofía.

Esta filosofía no se llama hedonismo, pero se llama filosofía del confort, filosofía del bienestar. ¿Qué es el bienestar? El bienestar no es un valor espiritual, es un valor sumamente inmediato. Sin embargo, hágase un censo mental y se descubrirá cuál es la penetración que está filosofía tiene en el mundo altamente industrializado, que se acentúa en el mundo periférico porque no sólo es una aspiración sino la aspiración del más poderoso, y cada uno la siente en sí como una frustración. De tal manera que vale dos veces. Se podría hablar de una especie de complejo de inferioridad que se crea entre los países escasamente desarrollados, con respecto a los países desarrollados.

Se ha llegado a hablar del predominio de unas formas de vidas artificiales, propias de ciertas minorías, de ciertos sectores que carecen de conexión con el resto de la sociedad; esas son las “islas de desarrollo” que yo mencionaba. Pero el desarraigo de estas minorías de consumidores de bienes de goce, que carecen de correspondencia con la situación total, crea no solo un tipo de vida artificial, sino otra cosa más grave. Crea la neurosis. Sin compartir totalmente el punto de vista de Erich Fromm, es evidente que hay un tipo de inestabilidad. Puede no usarse la palabra neurosis, que a lo mejor da la idea de un fenómeno demasiado definido. Puede usarse una hermosa palabra española; puede hablarse simplemente de desasosiego. Hay un desasosiego que es específico de esta situación, de quién siente que está viviendo como parte de una costra situada en una realidad que no la nutre. Si se rige por un sistema de valores que no corresponde a su comunidad, entonces se está en un estado de permanente transposición, de permanente transferencia, viviendo hacia afuera, creando naturalmente esto que por lo menos puede llamarse un tipo de desasosiego.

Occidentalización coactiva

Demos por terminado aquí el examen de este sector periférico y pasemos a algunas reflexiones sobre el sector que hemos llamado “occidentalizado coactivamente”. Es decir, el resto del mundo, el área de lo que han sido los imperios del siglo XIX, y también algunos más viejos, por ejemplo el Imperio holandés en el siglo XVII. Típicamente, lo que ha sido el imperio inglés, el imperio francés.

Por una parte, son las zonas que hoy se identifican como mundo árabe; ese formidable mundo árabe en estado de ebullición, qué ocupa no sólo los viejos países como Arabia Saudita, el Líbano, Siria y Egipto, hoy unidos, sino toda la cadena de los estados del Norte de África: Libia, Túnez, Marruecos, Argelia de un momento a otro, pero ya evidentemente como entidad nacional inequívoca. Todo esto tiene una fisonomía especial, es un tipo.

Los otros dos tipos son los estados índicos que enumeré al principio, y el de los estados africanos, que también enumeré hace un momento. Aquí la situación es radicalmente diferente. Hace unos días en los diarios se publicó un telegrama relacionado con los conflictos en el Congo Belga, donde aparecía una frase que me llamó mucho la atención. Decía así: alguien -no sé quién- “ha derrotado finalmente a los Balubas después de 400 años”. Es decir que hay una historia de los Balubas. Nosotros creíamos que la historia del Congo empezaba con el rey Leopoldo de Bélgica [1885]. Tenemos tendencia a suponer que estos países no pertenecían a la historia, y que se han incorporado solamente en la medida en que han entrado a ser dependientes del mundo occidental.

Pero es falso. Por mucha soberbia que tengan los ingleses, no hubieran podido decir nunca que China se incorporó al mundo con la Guerra del Opio, es decir la guerra que desencadenó Gran Bretaña en 1839 para favorecer el tráfico de opio entre las distintas regiones de China. No se hubieran atrevido a decir que sólo en ese momento China se incorporaba el mundo. China era mucho más vieja que Gran Bretaña, y Gran Bretaña lo sabía. Tampoco pudo decir que China se incorporaba al mundo cuando empezaron a constituirse los pequeños grupos que gozaban de extraterritorialidad en Cantón, o en Shangai o en Macao. Esto tiene una larga historia.

Pero sucede que todos estos países tienen una larga historia. Nosotros la desconocemos. En el curso de los primeros años del siglo XX, un famoso antropólogo etnógrafo alemán, León Frobenius, escribió un libro que en castellano se llama La voz de África (1912), donde se propuso revelar el África desconocida, demostrando la existencia de tradiciones sumamente vigorosas en las distintas áreas, de las que había conciencia y que tenían su historia. Solo que nosotros la ignorábamos. Pero hoy resulta que resurge, y a partir de este momento todo el período de occidentalización coactiva se transforma en un breve período de la historia de cada uno de esos lugares.

Los argelinos empiezan a contar su auténtica y verdadera historia hasta 1830, en que aparecen los franceses. Esto es un paréntesis. Lo que nosotros creíamos que era la verdadera historia de Argelia se transforma en un paréntesis. Ahora se reconstruye otra historia de Argelia, que es local. ¿Qué significa todo esto? Significa que estamos empezando a descubrir que también para todo este mundo de occidentalización coactiva hay un componente cultural autóctono de una importancia trascendental.

Sólo un desalmado podría llegar a esas zonas y suponer que se encontraba con una tabla rasa. Sin embargo, los hubo. Peso no era cierto, y como la mentira es indefectiblemente condenada, llegó un día en que la verdad se hizo clara y estos países descubrieron al mismo tiempo que tenían una tradición cultural y que la occidentalización no había consistido sino en una pequeña capita superficial, que se había instaurado por encima de ellos.

El gran problema en este mundo es saber cómo se ha integrado la influencia occidental. Este es el gran problema. También aquí ha habido situaciones concretas diversas. Son países de tradición inequívoca, formidable, milenaria: todo el mundo musulmán, el mundo africano, el mundo de los países de tradición budista del sur de Asia. La fuerza de esa tradición profunda, vivaz, se está demostrando de la manera más extraordinaria en la India.

Sobre esos países, la occidentalización coactiva comienza a operarse durante un pequeño lapso, qué en algunos casos son setenta u ochenta años. Jules Ferry fue  el ministro francés que decidió la conquista de la Indochina, un día a principios de la década de 1880. Toda esta operación es muy reciente, y en total muy breve, y ha operado de una manera muy superficial. En muchos casos ha operado a la manera de las factorías, es el decir creando centros de penetración económica.

En otros casos ha habido una acción profunda e inteligente, desde el punto de vista francés; pienso en el caso del mariscal Lyautey en Marruecos. También ha  sido profunda e inteligente la acción de los misioneros. Pero siempre sobre la base de la negación total de la tradición cultural autónoma, actitud que es por lo menos discutible.

La occidentalización opera en una acción superficial, rápida y rapaz, o en una acción profunda, metódica, larga y generosa. En los dos casos, lo mismo da. Desde el punto de vista en que estamos estudiando el problema, actúa de una cierta manera, creando en el seno de una tradición cultural y secular, milenaria en muchos casos, de fisonomía perfectamente definida y sostenida por una vivencia directa y profunda desde el punto de vista de los hombres que son los portadores de esa cultura, una influencia que corresponde a un sistema de valores radicalmente diferente del suyo. Esto crea una conmoción, que no se trasluce mientras hay elementos técnicos que aseguran el predominio del colonizador sobre el colonizado.

Pero como estamos hablando de 1961, esa situación colonial ya casi no existe, y ahora nos encontramos con entidades reales. La Federación Mali, la República del Senegal, cualquiera de esos países es hoy un estado miembro de las Naciones Unidas, con el mismo título que Gran Bretaña o Francia. Es una realidad. Tanto que de pronto se transforma en uno de los lugares donde arde el mundo, y cuando empieza a arder, a nadie se le vuelve a ocurrir la idea de que la manera de apagar el incendio es la destrucción. No. Ahora se empieza a considerar la situación políticamente, buscando una salida dentro del mismo tipo de soluciones que se aplica al problema de Berlín Occidental.

Quiere decir que ahora vale la pena preguntarse algo que quizá no la valiera en la época de Cecil Rhodes: ¿qué son estas entidades que hoy están gritando en todo el mundo, que gritan en New York en la sede de las Naciones Unidas, que ocupan la primera página de los periódicos? Pues estas son entidades de cultura milenaria, donde se ha producido un pequeño impacto cultural. El fenómeno, que analizado fríamente se denomina un “contacto de culturas”, es parecido al que se operó en América, con la diferencia de que España se comprometió totalmente en América y en estos imperios coloniales nacidos de la expansión industrial, las potencias industriales no se comprometieron totalmente con la zona colonial. El holandés no prometió holandizar a Indonesia; Inglaterra lo pretendió en algunos lugares vírgenes como Australia, o Nueva Zelanda, o Canadá, pero no pretendió transformar en inglesa a la India o al Pakistán. Francia no pretendió afrancesar a Indochina. Se tomaron posiciones, se incluyó el territorio dentro de un sistema internacional de juego, fundamentalmente económico, y el país siguió a la deriva.

Pero a medida que siguió a la deriva empezó a operarse un proceso de transculturación, un proceso de combinar una cosa con otra. Esto es muy difícil de precisar, aunque ha habido infinidad de estudios locales sumamente interesantes, como el de Paul Rivet sobre la manera como operaron los españoles en Filipinas, y luego los norteamericanos, y el curioso fenómeno de la doble transculturación. Lo filipino autentico, el fenómeno insular originario, con la influencia hispánica y la influencia norteamericana, generaron una riqueza de combinaciones, una cantidad tal de posibilidades, que lo menos que podía ocurrir es que esa combinación resultará explosiva, como ha resultado en casi todas partes.

Este fenómeno se puede describir, y en algunos lugares ya es una cosa bastante estudiada. Ha sido un tema tan importante que uno de los más grandes filósofos y educadores alemanes, Eduardo Spranger, empezó dedicado fundamentalmente al problema de la pedagogía de la colonización. Ha habido soluciones a muchos problemas que han sido gestándose durante largo tiempo. Se ha sostenido la tesis de Lyautey que consistía en hacer una casa blanca moderna, francesa, al lado de la vieja aldea, sin permitir la interferencia. Otros han sostenido que por el contrario había que estimular la interferencia, la mestización. El mundo occidental ha recorrido todas las políticas posibles, pero el hecho que estamos viendo hoy muestra que en última instancia no encontró nunca soluciones de fondo, y quizá hasta podríamos decir que ha fracasado.

Lo cierto es que la integración política fracasó y ahora está en examen la integración cultural. Es decir: ¿qué son ahora los países de esta zona coactivamente occidentalizada? Es difícil saberlo, pero algo se puede advertir. Por ejemplo, hay en ellos una minoría occidentalizada voluntariamente, que suelen ser funcionarios coloniales o miembros de cierta minoría que  -porque tenía recursos para ello- ha comenzado a gozar de los bienes de los productos importados, manufacturados por los países colonizadores. En muchos casos han terminado incorporándose parcialmente, estudiando en las universidades, haciendo largos viajes por los países colonizadores. La universidad de Oxford, la de Cambridge, están llenas de gente nativa de la India, de Pakistán, de cualquiera de todos esos países.

Hay una pequeña minoría que se ha occidentalizado; pero luego hay una minoría, quizá mayor, que no se ha occidentalizado, y luego hay una vasta masa que tampoco se ha occidentalizado. Este es el cuadro: hay una pequeña minoría occidentalizada, pero no es toda la minoría. En realidad, casi todos los conflictos que hoy se están dando y que se han dado de emancipación en todo este mundo, en lo últimos veinte o treinta años, han sido luchas entre dos sectores de la minoría. El caso de Argelia es típico, y además está sobre el tapete. Hay dos sectores musulmanes típicamente diversos en su actitud. Unos están integrados con Francia, y otros han reivindicado su independencia o no la enajenaron nunca. Su independencia interior.

Es evidente que la masa no se ha integrado con la potencia colonizadora, que era la ventana abierta del mundo occidental. No se han integrado; por el contrario, hay una especie de hostilidad, inclusive en aquellos casos en que ha habido aproximación y relación de dependencia. Pero lo más grave de todo es que se han creado ciertos caracteres que ahora, en el momento de la emancipación, son gravísimos.

Esta masa no occidentalizada tiene, en este momento, muy exagerados los caracteres básicos a que yo me refería cuando hablaba de la zona periférica. Es decir, predominio de los grupos primarios, de las  relaciones familiares y relaciones tribales elementales. Tienen una adhesión feroz a sus creencias tradicionales; esas creencias que inducen un día a la mujer de Lumumba a desnudarse para bailar sus viejas danzas rituales cuando se entera de la muerte de su marido. Este tipo de compenetración y de retorno a la creencia secular prueba que hay minorías -y no pensemos cómo serán las poblaciones de los interiores- radicalmente adheridas a su tradición cultural.

Pero el caso es que se da lo que llamaríamos la occidentalización creada por las cosas. Hay una represa, un ferrocarril, armas de fuego, fábricas. Esto ha creado una serie de modalidades, de formas de vida, de hábitos, que de pronto el observador más o menos superficial, puede identificar con una compenetración con las formas de vida Occidente.

Se necesita muy poco para descubrir que eso no constituye sino un conjunto de adhesiones superficiales a lo que hemos llamado el uso de las cosas. ¿Pero acaso no hay una relación? Frobenius lo estudio con mucho cuidado en las comunidades africanas. ¿No hay acaso una estrecha correlación entre la manera de usar las cosas y el sistema de ideas de la vida y la metafísica? Finalmente, ¿no hay una estrechísima relación? Se puede tener una idea del mundo que corresponde a esta especie de modesto y serenísimo placer consistente en pisar el grano de maíz durante varias horas para producir el alimento. Esto crea una manera de existencia que se corresponde con un sistema de ideas morales, una metafísica, y hasta una teología. No se puede impunemente empezar a trabajar sobre una máquina, a cumplir un cierto movimiento en una fabricación en serie, y mantener la misma metafísica. Esto crea un trauma.

Yo creo que lo más grave que le ocurre al mundo actual es que la inmensa mayoría de su territorio geográfico, que es la que forma parte de este mundo occidentalizado coactivamente, sufre un gravísimo trauma. Ese trauma resulta de la incompatibilidad entre su metafísica, o sea entre todo el conjunto de sus tradiciones culturales, y su idea de la vida por un lado, y sus ideales, y las formas de vida que ha creado el uso de las cosas que el Occidente le ha impuesto. Hay casi una bifurcación de la personalidad social, y yo sospecho que de la personalidad individual.

Con esto quedan definidas y caracterizadas las tres zonas. La sociedad del mundo contemporáneo es ya la zona de las tres regiones. Lo que Kipling llamaba “la carga del hombre blanco”, le ha sido quitada definitivamente al hombre blanco. Ahora hay un problema de ajuste, que es sin duda alguna, mil veces más grave que el problema de la Guerra Fría. Este problema de ajuste del mundo es un poco el problema de la universalización de la cultura. El Occidente, que siempre ha tenido una especie de orgullo satánico, ha creído que podía hacerlo sobre la base de una concepción occidental, sin concesiones. Ahora estamos viendo que no falta mucho para que sea el resto del mundo el que tenga que empezar a hacerle concesiones al Occidente

En cada uno de estos ámbitos se trata de un tipo de sociedad que está gestando una cantidad de problemas tales que -según creo- caracterizarán n el mundo del próximo siglo. Entenderlos no es una tarea política. Estoy convencido de que es una tarea de sociólogos, historiadores, filósofos; de alguien que tenga agilidad y desprendimiento suficientes como para descubrir el problema a través de todos los hilos que tiene. Sobre todo, de este terrible problema que significa la resurrección de legados culturales milenarios, que fueron insensatamente aplacados durante mucho tiempo.