Clase 1: La Revolución industrial y el mundo contemporáneo
Clase 2: Función y deformación de las elites creadoras
Clase 3: La cultura de masas: creación e industria cultural
Clase 4: Situación y creación: posibilidades y perspectivas
Clase 1
La Revolución industrial y el mundo contemporáneo
Voy a desarrollar en el transcurso de estas cuatro clases un cuadro de la situación del mundo contemporáneo, un tema tan vasto como comprometedor, destacando algunos aspectos que contribuyan a encuadrar la reflexión y también la información que recibimos del mundo que nos rodea. Por un vicio profesional, voy a dar a este encuadre un carácter histórico, señalando la génesis y el desarrollo de cada uno de los problemas. Estoy persuadido de que es la mejor manera de entender el presente.
Voy a comenzar por el presente, con un intento de precisar qué vamos a entender por mundo contemporáneo. La expresión es vaga. Como es bien sabido, una clasificación escolar muy en uso ha identificado el mundo contemporáneo con la historia posterior a la Revolución Francesa, y esta noción está probando la inmensa incertidumbre, el alto grado de equívoco con respecto a los que constituyen los problemas reales del mundo contemporáneo. Quizá haya que suprimir directamente esta expresión. La contemporaneidad es una noción puramente temporal y vacía de sentido. Sospecho que hay que entender esta noción como una alusión a un cierto periodo de tiempo que tiene, en su transcurso, un desarrollo social y cultural coherente.
El mundo contemporáneo es una categoría histórica, y tenemos que comprenderla dentro de los marcos que le imprimen a su desarrollo una cierta coherencia; y si queremos lograr esto, tenemos que descubrir cuándo empieza a establecerse ese principio de coherencia. En cuanto aproximamos con un poco de rigor el lente al examen de este período, se nos impone de una manera inequívoca que esta unidad de tiempo que constituye una unidad interna social y cultural, se configura a partir de lo que se llama la Revolución industrial.
De modo que me introduzco en mi tema sobre la base de este supuesto. Si queremos entender cuál es la peculiaridad del desarrollo del llamado mundo contemporáneo, que es el desarrollo social al que asistimos en nuestros días, pero que es también el de hace dos o tres o cuatro generaciones, sólo con diferencia de grados y de matiz, debemos entender que el proceso hay que percibirlo a partir de una cesura. Una cesura que se produce en el tiempo histórico, cuya peculiaridad manifiesta es la que se incluye en ese vasto y complicado fenómeno que se llama la Revolución industrial, tal como se desencadena en el último tercio del siglo XVIII. Este es el principio de nuestro tiempo.
El mundo de la Revolución industrial
No es el caso de que yo me extienda en consideraciones acerca de lo que fue la Revolución industrial; el problema excede los límites de lo que me está permitido en esta clase, pero este vasto fenómeno que se desencadena a fines del siglo XVIII se nos impone como una cesura de tal magnitud, y de tal significación, que casi todo lo que ocurre después depende de alguna manera de este fenómeno.
La Revolución industrial empezó a producirse, cómo es bien sabido, en Inglaterra, en relación con un vasto desarrollo científico que no sólo proviene del establecimiento de los principios de la mecánica clásica en el siglo XVII, sino todavía de un poco más atrás, de vastas experiencias que acaso habría que remontar, en última instancia, hasta los comienzos de la ciencia experimental en el siglo XIII. Pero independientemente de estos fundamentos estrictamente científicos que son imprescindibles para entender los aspectos técnicos de la Revolución industrial, concurren a su desencadenamiento otros fenómenos también demasiados complejos como para que yo los trate aquí, aunque es imprescindible que los señale.
Todo el desarrollo del mercantilismo produjo, durante la llamada Edad Moderna, una concentración de capital de tal estilo, que permitió que en determinado instante lo que había sido un experimento de laboratorio se transformara de pronto en una posibilidad industrial. Este conjunto de fenómenos: acrecentamiento y concentración de capital; acrecentamiento de experiencias mercantiles; desarrollo de las comunicaciones marítimas, todo eso hizo que un día, por un sistema muy complicado de factores, cuajara en Inglaterra una Revolución técnico- económica que inaugura una nueva época. Este fenómeno sigue rigiendo para nosotros como un hito; lo que ocurre en esta línea, y lo que son consecuencias de esta línea todavía, son cosas que nos resultan imprescindibles para entender lo que nos está pasando. Y es de presumir que todo lo que nos ocurra depende en esta buena parte de esta mutación que se opera; lo que llamaríamos la situación básica de la sociedad europea entonces, hoy mundial.
La Revolución industrial que se produjo en Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII en relación con la utilización del vapor, en relación con la utilización de todos los procedimientos mecánicos derivados del trabajo de laboratorio derivados de la experiencia artesanal, de la experiencia del cerrajero, de la experiencia del relojero, todo esto, aplicado a la industria textil, a la industria metalúrgica, todo esto produjo una profunda conmoción en la segunda mitad del siglo XVIII, en momentos en que, en parte por circunstancia correlativas, y en parte por circunstancias un poco colaterales, empieza a coincidir con otros fenómenos extraordinariamente importantes.
Por cierto error de perspectiva se supone que esta cesura circunstancial de fines del siglo XVIII no es, exactamente, la que desencadena la Revolución industrial, porque este movimiento coincide con fenómenos políticos de extraordinaria significación, como la independencia de Estados Unidos, es decir, la desaparición del área colonial inglesa en América del Norte, o la desaparición del área colonial española en América del sur, del centro y del norte también, o como la Revolución francesa, fenómenos que coinciden con el desarrollo de la máquina de vapor, con la transformación de la industria textil. Como coinciden con estos fenómenos las guerras de la Revolución en Francia, y las guerras del Imperio desencadenadas después de 1804 por Bonaparte.
Todos estos fenómenos han hecho pensar que eran más importantes que la Revolución industrial, y el error es evidente. Todos estos fenómenos casi concluyen en sí mismos, y los que arrancan de la Revolución industrial apenas iniciaron entonces un ciclo en cuya curva estamos todavía, sin que podamos percibir hasta dónde van a llegar. Esta Revolución industrial trajo consigo aparejados otros fenómenos que es muy difícil establecer si tuvieron o no tuvieron relación profunda, por la peculiaridad de sus caracteres en el campo que cubren.
Es cosa curiosa, y no suficientemente señalada, que cuando se produce la Revolución industrial, cuando empieza a desarrollarse la máquina de vapor, y cuando empiezan a desarrollarse las nuevas industrias mecánicas en el área de la industria textil o de la metalúrgica, en ese momento es cuando se produce la independencia de los Estados Unidos y de los países latinoamericanos; y es cuando se produce la Revolución francesa. En ese momento estalla en Europa un formidable movimiento de ideas, que considerado en unos pocos campos, recibe habitualmente el nombre de romanticismo.
Es un hecho singular: casi en el momento en que se produce la Revolución industrial en Inglaterra, aparece un cierto impostor poeta llamado Ossian que desencadena una nueva forma de sensibilidad que aprehende rápidamente todo el movimiento literario alemán, con Goethe, con Schiller, desencadenando una renovación literaria extraordinariamente importante; y al cabo de poco tiempo origina una nueva estética de la que se apodera la literatura, las artes plásticas, la música, y muy pronto también la filosofía.
No es un azar; el romanticismo era una terrible reacción contra la actitud racionalista y el sentido tradicional del siglo XVII y del siglo XVIII. Y a la descomposición que introdujo la actitud romántica en todo el sistema de ideas tradicionales correspondió la descomposición que la Revolución industrial introdujo en la estructura económica tradicional de Europa.
Quizá no sea demasiado difícil rastrear las correlaciones, pero este no es mi tema, y lo dejó señalado no más que para insistir en esta cesura de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX Es una cesura que no tiene una fecha fija, que no puede fecharse con exactitud; es un extraordinario proceso que supone cierto desplazamiento entre distintos planos de la existencia histórica. Esta cesura es la que da origen a este periodo que con cierta coherencia se desencadena entonces, y dentro de cuya curva nos hallamos.
Naturalmente, si hemos de hablar esta noche de la situación social del mundo contemporáneo, es evidente que hay que referirlo al extraordinario impacto social que produjo la Revolución industrial. Si se examina a quienes entran en contacto en el siglo XVI a través de Cortés o de Pizarro, es decir, la España medieval y el México o el Perú con sus respectivas culturas indígenas, o el Portugal medieval y la India o la China con sus respectivas tradiciones milenarias, se descubrirá que lo que hasta ese momento diferenciaba al país que se llamaba así mismo “descubridor”, del país descubierto, era una diferencia de contenido cultural, sin que hubiera niveles susceptibles de ser señalados de una manera muy notable.
Pero a partir del siglo XVI empiezan a aparecer nuevos niveles que empiezan a imponerse con un criterio decisivo para establecer diferenciaciones. Estos niveles son los que en última instancia podrían llamarse técnicos. A medida que los países europeos empiezan a absorber el desarrollo técnico, el distingo entre ellos y los países que no lo absorben, así como los países coloniales, que tampoco lo absorben y que no tenían posibilidades de absorberlo, empieza a acentuarse de una manera notabilísima. Cuando en el siglo XVIII se desencadena la Revolución industrial, esta diferenciación entre las distintas partes del mundo, juzgada por el grado de desarrollo técnico, se transforma en un criterio absolutamente inevitable y de consecuencias extraordinariamente importantes.
En el siglo XVI, pensando en España por una parte y en México por otra, o pensando por una parte en Portugal y por otra parte en la China, podría decirse que se trata de dos civilizaciones distintas. Es distinta su religión, su filosofía y su moral, son distintos sus hábitos cotidianos, la manera de entender la vida, la forma de la conducta. Finalmente el vestido, o cualquier cosa, es distinto. Pero en cuanto empieza a desarrollarse el proceso industrial, esta diferenciación se transforma en una cosa casi insignificante, y andando el tiempo empieza a introducirse un criterio nuevo: la diferenciación según el nivel técnico, lo cual supone, también, una diferenciación según los niveles económicos.
Al cabo de muy poco tiempo después de producida la Revolución industrial en Inglaterra, cuando termina la guerra napoleónica y la transformación técnica-económica empieza a extenderse por parte del continente, después de 1815, después de 1820, cuando Bélgica y Francia empiezan a sufrir un activo proceso de industrialización, cuando después empieza a producirse en Alemania, en Suiza, en Estados Unidos, aparece como absolutamente identificado en el mundo un sector de países que pueden caracterizarse ya como países de alto desarrollo industrial. Y esto constituye un núcleo que ya no es exactamente igual a lo que se llamaría el núcleo de las metrópolis de los imperios coloniales tales como surgieron en el siglo XVI, porque a este sector de los países desarrollados no pertenecía ni España, ni Portugal, que eran países descubridores. Apenas pertenecía a principios del siglo XVIII la misma Holanda, que era también un país que había tenido un poderoso imperio.
Los que ahora constituyen el bloque central de los países industrializados son estos que han realizado este esfuerzo y que han terminado por acumular las posibilidades y los beneficios de este desarrollo, en momentos en que los demás países no habían conseguido alcanzar lo que ellos alcanzaron. Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania, Estados Unidos, llegan a ser rápidamente – 1860, 1870 – los países que adquieren está fisonomía de países industrializados. Si queremos entender cuál es el proceso social del mundo contemporáneo, es imprescindible que nos enteremos bien de qué es lo que le pasó a este grupo de países. Solo que es imprescindible, también, que tengamos bien presente que no todo lo que pasó en el mundo fue lo que les pasó a estos países. Ese es uno de los errores típicos de nuestra manera de entender el mundo: el confundir el mundo con los cuatro o cinco países industrializados, lo cual nos impide tener en cuenta el proceso de incorporación paulatina de otras naciones que de pronto surgen y se transforman en actores extraordinariamente importantes en todo el proceso.
Al lado de estos países cuyo proceso voy a tratar de explicar, quedaron típicamente diferenciados hacia mediado del siglo XIX ya, un grupo de países que podríamos llamar, para esa época, semi desarrollados industrialmente. Algunos de ellos llegaron a industrializarse; y hubo a fines del siglo, en víspera de la guerra de 1914, otros países que estaban por llegar en ese momento a este nivel de semi desarrollo. Y esto constituyó una especie de cintura de los países desarrollados. La cintura que representa en Europa, España pongamos por caso, alguno de los países balcánicos, o la cintura que en cierto modo represente a principios del siglo Canadá con respecto a los Estados Unidos.
Y luego había un conjunto de países absolutamente no desarrollados, de los cuales, si se piensa en esta época, mediados del siglo XIX, entre mediados del siglo XIX y las vísperas de la Primera Guerra Mundial, cabría distinguir los países no desarrollados que formaban parte de un imperio colonial, de los países no desarrollados que no formaban parte de ningún imperio colonial, que eran políticamente independientes, pero que eran económica y culturalmente dependientes.
Habría pues tres sectores, y si se quiere analizar el proceso social es absolutamente imprescindible analizar el proceso en los tres sectores por separado y no abandonar ninguno de los tres, porque en el transcurso del tiempo el juego entre estos tres sectores ha ido complicándose y haciéndose de tal manera integrado que es imposible entender el de un sector sin el otro.
Dos guerras y dos posguerras en el mundo desarrollado
Doy por conocido el problema de las primeras influencias sociales y culturales que tuvo el proceso de transformación industrial en tres áreas. Nadie ignora que, en Inglaterra, a principios del siglo XIX, aparece ese nuevo sector social que se va a llamar el proletariado industrial. Lord Byron ya habló de él en una famosa reunión de la Cámara de los Lores, en que pidió clemencia para esos pobres infelices que veían crecer el fantasma de la desocupación – esto ocurrió en 1812- y que eran condenados a la pena de muerte porque incurrían en la terrible inocencia de destruir las máquinas, creyendo que eran las culpables de su desgracia. Este proletariado industrial tiene caracteres muy singulares; en ese momento Inglaterra iba a tener aproximadamente los mismos caracteres, luego en Francia, en Bélgica, en Alemania, en Estados Unidos, durante muy poco tiempo, y luego el proceso empieza a cambiar de distinta manera. Este fue quizá uno de los rasgos más conocidos.
Tampoco ignora ninguno de ustedes cómo empezó a formarse en todos estos países, al lado de las aristocracias tradicionales, cuya fuerza económica fundamental era la posesión de la tierra, un nuevo sector industrial y un nuevo sector financiero. Sectores tan importantes en la vida de Inglaterra o en Francia en el siglo XIX, que toda la literatura de la época está saturada de este problema. No hay más que recordar las novelas de Émile Zola, pongamos por caso y muy especialmente aquella que se llamaba La Bolsa, el dinero, l’argent. Toda esta literatura está saturada de la presencia de esta nueva clase.
La revolución de 1830 ha sido llamada la revolución de los banqueros. Pero todo este fenómeno no es sino un signo, todos estos ejemplos no son sino signos de esta profunda conmoción que ha operado la Revolución industrial, modificando la tradicional estratificación social del mundo hasta ese momento. Como no nos es posible retroceder hasta entonces, me limitaré a señalar como llega este proceso aproximadamente a las vísperas de la Primera Guerra Mundial, para perseguirlo un poco hasta nuestros días y tratar de precisar sus caracteres de cada uno de estos tres ámbitos que empieza a manifestarse.
Cuando finalmente se incorporan Alemania y los Estados Unidos a este proceso de desarrollo y transformación industrial, el mundo tradicional en cuanto tenía de equilibrio de poder y cuánto tenía de orden constitucional se sacude profundamente. Alemania consigue unificarse en 1860 y entonces la unificación resulta de la unión de regiones bien diferenciadas. Toda la región prusiana, que era típicamente agropecuaria y de estructura casi medieval, y toda la zona industrial del Rhin, poderosísima por sus yacimientos de carbón y de hierro, y poderosísima, ya también por el esfuerzo Industrial que había realizado cuando Bismarck finalmente, consolida la unión alemana. Este enorme emporio, que crece casi paralelamente con los Estados Unidos, provoca una sacudida fundamental a un mundo que hasta entonces controlaba, en el orden de la economía Industrial, Inglaterra casi sin discusión ninguna. Esta sacudida termina finalmente en la Primera Guerra Mundial; una guerra que según ciertos mitos se desenvuelve en la frontera renana entre Alemania y Francia, pero que en última instancia era una guerra entre Alemania e Inglaterra: una guerra por los imperios coloniales. Una guerra por los imperios coloniales es una guerra por las áreas productoras de materias primas, es una guerra por los mercados que Alemania y Estados Unidos empiezan a disputar a Inglaterra, que había tenido hasta ese momento casi el monopolio. La Primera Guerra fue quizás como todas las guerras, pero de una manera mucho más evidente que ninguna de ellas, una guerra económica.
Esta guerra tuvo algunos caracteres que representaron una transformación sustancial en las condiciones del mundo, no sólo porque fuera una guerra económica, no sólo porque enfrentar a un país de Europa con otros países de Europa hasta el punto en que se pueda decir que era una guerra civil europea, no sólo porque enfrentaba dos grandes bloques capitalistas que tenían extraordinaria definición, que tenían una personalidad inequívoca, y que competían evidentemente por la supremacía, sino por algunos rasgos que tuvieron mucha influencia para el futuro, ya que la Primera Guerra Mundial fue el primer gran experimento de guerra total, y sobre todo, el primer gran experimento de guerra industrial.
Si se descubre que en 1914 la Infantería se desplazaba a pie, y en 1917 la Infantería se desplazaba sobre camiones; si se piensa que en 1917 hace irrupción el submarino, el avión y el carro blindado por primera vez, empieza a descubrirse que el apotegma que empieza a circular entonces, es rigurosamente cierto de allí en adelante. El apotegma consistía en suponer que la guerra la ganaría aquel país que tuviera capacidad Industrial para reponer con la suficiente rapidez el material desgastado en la guerra. La guerra fue efectivamente una guerra total, es decir, una guerra que hacía no solamente los ciudadanos movilizados, sino la población entera de todos los países; además de eso, fue sobre todo una guerra industrial, y esto produjo situaciones absolutamente nuevas en todas partes. Pero conviene que lo localicemos sobre todo en el área en donde todo empieza a producirse.
Esta guerra se vio acompañada, en el momento en que se hace inequívoca la importancia trascendental del desarrollo industrial, de una formidable conmoción revolucionaria en Rusia, lo cual comienza a introducir en este complejo de circunstancias un momento que había de tener enorme consecuencia. Además, en ese mismo instante, el frente europeo que hasta ese momento había sido el único, se transforma, se moviliza con la aparición de los Estados Unidos que intervienen en la guerra favor del grupo aliado y la capacidad industrial de los Estados Unidos vuelca la balanza en favor de los aliados contra una Alemania exhausta.
Se inicia entonces ese vasto período que va a llamarse convencionalmente entre-guerra, estos 20 años que median entre 1919 y 1939, un período que no es coherente sin embargo, y que sólo se entiende bien dividiéndolo en dos decenios. Un decenio que transcurre entre el tratado de Versalles y la crisis financiera, el crack de bolsa de 1929, y otro entre esta última fecha y la iniciación de la Segunda Guerra Mundial en 1939.
El primer decenio es el decisivo: en los diez años que transcurren desde 1919 a 1929 se manifiesta cada vez con mayor claridad como uno de los fenómenos decisivos en nuestra historia. Se ve claramente que es entonces cuando se hace el primer ajuste de la cuenta que se ha abierto el día en que empezó a producirse la Revolución industrial. Todas las cosas que entonces se desencadenaron, todas las transformaciones que entonces empezaron a aparecer, empezaron a verse en este instante en toda su gravedad, a advertirse la magnitud de los procesos que se habían desencadenado. Se observó por ejemplo en 1919 que en tanto que los cuatro grandes, como se decía, los representantes de Francia, Estados Unidos, Italia e Inglaterra dibujaban el mapa de Europa en la conferencia de Versalles según un viejo principio del siglo XIX, que era el principio de las nacionalidades, empezaba a operar por debajo una economía mundial indestructible y que no era posible dividir en compartimientos como se dividía el mapa de Europa en compartimientos políticos. Efectivamente, Europa fue redividida de una manera no tan arbitraria, como se había dividido en la Paz de Utrecht o con los tratados de Westfalia, en donde privaba las conveniencias dinásticas, pero en función de un cierto principio que aun teniendo todavía mucha fuerza, estaba contaminado por algo que ocurría por debajo de él Y no era nuevo, porque la economía sabía muy bien que el Comité des Forges había funcionado como una alianza de los grupos metalúrgicos ingleses, franceses y alemanes, y que había en el seno de esos consorcios, grupos que vendían armamento simultáneamente a Inglaterra a Francia y Alemania, todo por debajo de las decisiones políticas, y todo mirando naturalmente, más allá de este principio de nacionalidades que había servido para que los estadistas dibujaran el nuevo mapa de Europa.
La economía era ya europea y comenzaba a ser mundial. Y mientras la economía era europea y el proceso técnico era europeo y ambos estaban haciéndose procesos mundiales, el tratado de Versalles reafirmaba una estructura caduca. Hubo muy pocos que lo advirtieron en su momento, y generalmente no lo advirtieron los políticos, como los revanchistas franceses que luchaban por Alsacia y Lorena en nombre de problemas que tenían ya medio siglo de antigüedad. En realidad casi no hubo nada más que un pequeño segundo secretario de la representación diplomática inglesa que advirtiera el problema, y se llamaba Keynes, economista inglés luego muy famoso que escribiera su primer trabajo titulado: “Las consecuencias económicas de la Paz”.
Allí empezó a advertir cuáles eran las circunstancias que indefectiblemente iban a crearse a partir del momento en que se estableciera la paz de una manera que era absolutamente incontrolable por el poder político, porque los procesos técnicos, económicos y sociales se habían lanzado por debajo de eso y estaban totalmente al margen de los controles de tipo político. Y al cabo de muy poco tiempo los hechos empezaron a ponerse sobre la mesa, dramáticamente inocultables.
El primer fenómeno fue la desmovilización. Los países europeos habían movilizado por primera vez ejércitos de millones de hombres. Para movilizar estos ejércitos se habían quemado generaciones enteras, y se había llamado a reemplazar a aquellos que tenían que dejar el trabajo en las minas, a viejos y a niños y, sobre todo, lo que es más curioso, a mujeres en enorme cantidad, en las fábricas de municiones, en las fábricas textiles. Todo esto naturalmente sufrió una sacudida extraordinaria cuando se produjo la desmovilización, porque entonces el fenómeno se complicó con otro totalmente inesperado -por cierto muy bien previsto en vísperas de la terminación de la Segunda Guerra Mundial – que era el fenómeno de la reconversión de la industria. Porque en la medida en que la guerra se fue haciendo Industrial, se fue operando en todos los países beligerantes una conversión de la industria de paz en industria de guerra, y esta industria, naturalmente cesó de pronto, yo diría el mismo día del armisticio, o muy pocos días después, sin que nada estuviera preparado para ese largo proceso de la reconvención de la industria de guerra, a la industria de paz.
La reconversión industrial, por una parte, y la adecuación de la masa de los desmovilizados, algunos sobrevivientes con 4 años de trincheras, creó en todos los países de Europa que habían intervenido en la guerra, situaciones gravísimas. Eran países industriales. Obsérvese que eran los países industriales y casi muy pocos países semiindustriales, los que tenían un papel importante en el conflicto Y de los países no industrializados, intervinieron en la guerra sólo aquellos que estaban muy estrechamente adheridos a algunos de los países beligerantes, en relación de dependencia casi colonial. Naturalmente, intervinieron en la guerra todos los países coloniales. Intervinieron la India, Sudáfrica y Nueva Zelanda al lado de Inglaterra; intervinieron las colonias africanas de Francia, mandando su gente a las trincheras. Pero todo esto en una relación muy remota con respecto al problema. Donde el problema se centró fue en los países industrializados europeos, y ahí fue donde se produjeron todos estos fenómenos, y en dónde aparecieron las legiones de desocupados, y en dónde quedaron desocupados gentes que antes habían sido obreros -mujeres, por ejemplo- que tenían que abandonar sus trabajos, ancianos que tenían que abandonar sus trabajos, gentes que perdían sus salarios para que lo recuperarán unos cuantos, no todos.
Empezó a producirse un vasto fenómeno que durante este período fue extraordinariamente profundo en toda Europa y que había de tener consecuencias inmensas; empezó a producirse lo que Ortega y Gasset llamó “el ascenso de las masas”. Parece contradictorio, pero no lo es; es empezó advertirse que grandes masas de gentes estaban en las calles y pedían cosas que antes no pedían, y empezó advertirse que estas masas no estaban contenidas como estaban antes, que tenían aspiraciones ilimitadas y que estaban seguras de que nada les estaba vedado, porque había más personas que se sentían con derecho a entrar a un teatro o a un estadio de fútbol, más personas que veían que no les podía ser negado el derecho de gozar de esto, de aquello, de lo de más allá; cosas que sus padres creían que no correspondían a determinado nivel social. En esto consistió sobre todo el ascenso de masa.Y se desarrolló este fenómeno en estos países industrializados, en parte porque los bienes de consumo estaban a la vista, y porque todo el mundo lo veía y sentía que podía disfrutar de ellos, y sobre todo, porque una enorme armazón de prejuicios había caído con la guerra del 14.
Quizá no ha habido transformación más visible en poco tiempo, en lo que llamaríamos el arsenal de los prejuicios; quizá no ha habido, para decirlo en términos más técnicos, un cambio sociocultural tan visible en poco tiempo como el que se produce en el transcurso de la guerra del 14. Piénsese en un ejemplo que me parece muy elocuente: el de la condición femenina. Piensese en la aparición del tipo de la americana, esa que encarnó Greta Garbo de una manera significativa en ese período, que era el resultado de la experiencia que la mujer había hecho en el curso de los cuatro años de guerra; una experiencia que había significado la prueba de sus posibilidades de emancipación. Piénsese en lo que significó el cambio en el atuendo femenino, y en el masculino inclusive, o en el cambio de las costumbres. Lo que se derrumbó en materia de prejuicios fue verdaderamente extraordinario, y entre los prejuicios que se derrumbaron, el más grave de todos fue el prejuicio acerca de la significación del privilegio. Lo que antes mucha gente suponía que no le era debido, o que no le era lícito, empezó a parecer que le era lícito, y entonces empezaron las colas. Las colas es un típico fenómeno posterior a la Primera Guerra Mundial. Las colas no significaban sino el incremento masivo de consumidores, no por número de personas, sino por la transformación de no-consumidores en consumidores; este fenómeno fue el que repentinamente llamó la atención, y se caracterizó en términos muy genéricos, como una primera aproximación sociológica al problema como un fenómeno de ascenso de masas. Fue un fenómeno del núcleo de los países desarrollados.
La respuesta fue, por una parte, los intentos de economía dirigida que hicieron los países que conservaron un régimen democrático y liberal – caso típico de Inglaterra – donde Keynes difundió las ideas de los bancos centrales, de las juntas reguladoras, todo el sistema económico que Argentina, por cierto, incorpora después de 1930. Este sistema de regulación limitada de la economía dentro de una economía supuestamente liberal fue una respuesta a este fenómeno. Porque países que tenían un imperio como Inglaterra, tenían posibilidades de una cierta redistribución de la riqueza para tratar de encontrar una solución económica y social a estos fenómenos de la desmovilización, de la reconversión de la industria, de la desocupación y todos los fenómenos conexos. Podía redistribuir su riqueza de una cierta manera. En 1920 o 22 o 24 Bernard Shaw, en unos comentarios muy irónicos que hacía acerca de en qué consistía el régimen vigente, decía: “en este momento un desocupado inglés gana mucho más que un obrero que trabaja en Francia”.
Junto a esta respuesta de regulación limitada de la economía dentro de una economía supuestamente liberal, hay una política dirigida bajo la forma de la dictadura fascista o de la dictadura nacional socialista, o de la dictadura en España en el intento de Primo de Rivera, o de los intentos de Oliveira Salazar en Portugal. Estas fueron respuestas a este desequilibrio interior que empieza a producirse en el momento en que este primer resultado de la Revolución industrial se hace tangible e inequívoco, y alcanza niveles de verdadera trascendencia para lo que llamaríamos la convivencia común.
Este es el fenómeno que empezó a producirse en el primer decenio después de la Primera Guerra Mundial en los países desarrollados. Este fenómeno, naturalmente, repercutió de manera indirecta sobre todos los elementos de lo que ya formaban una sola economía. Alemania tuvo que pagar deudas de guerra a los países europeos, los cuales a su vez tenían que pagar deuda de guerra a los Estados Unidos, y se engañaban todos sucesivamente con el sistema de la inflación, hasta producir el empapelamiento famoso del marco alemán; naturalmente, un día, todo este desajuste culminó en la crisis financiera y en el crack de la Bolsa de Nueva York qué debía producir una catástrofe en todo el mundo – como la que produjo – y además, operar un reajuste de toda la situación económica en todo el mundo también.
Empezaron los otros 10 años; el segundo decenio de la entre guerra, que es el decenio del reajuste y de la preparación para el nuevo enfrentamiento que fue, otra vez un enfrentamiento por los mercados, aunque ahora contaminado por un enfrentamiento ideológico. Este enfrentamiento ideológico correspondía a dos posibilidades: la política del eje que era Berlín-Roma-Tokio, que representaba una manera de entender la economía mundial, no solamente la de ellos, sino la mundial; y naturalmente el grupo de Naciones Unidas que significaba otra posición, en donde se mezclaba de una manera muy confusa lo que era liberalismo económico con lo que era liberalismo político, con lo que era democracia formal. Todo esto se mezclaba en un haz que adquiría ciertos caracteres frente a lo que los países totalitarios entendían que era una política económica estrictamente dirigida y controlada por el Estado, como una política social sui generis, destinada a encauzar este fenómeno de ascenso de masas, tratando de sustraerle los contenidos inequívocamente revolucionarios que esos movimientos de masa tienen en toda Europa.
El enfrentamiento fue, pues, económico e ideológico y terminó como ustedes saben. Y una vez terminado se produjo otra postguerra, mucho más complicada que la primera porque, de la misma manera que la primera postguerra había suprimido una enorme cantidad de prejuicios, la segunda los hizo totalmente inútiles e imposibles de sostener y defender. Pero al mismo tiempo había desencadenado un tipo de desarrollo técnico, ahora tan extraordinariamente revolucionario que, al cabo de muy poco tiempo, todos esos problemas parecieron tan increíblemente anticuados.
La perspectiva del futuro se vio indiscutiblemente unida a condiciones que estaban recién creadas: todo el desarrollo industrial concebible a partir de la nueva física nuclear, y a partir de la automatización y de todas las posibilidades que empezaban a abrirse en ese momento, indicaban una problemática para el futuro absolutamente irreductible a los sistemas tradicionales. De modo que empezó a operarse una especie de continuidad entre cierto sistema de ideas que creía mantener una lógica interna y que se apoyaba en cierta tradición y respondía de una cierta manera a cosas que habían ocurrido. Este sistema de ideas empezaba a sonar totalmente a hueco cuando se contrastaba, no exactamente con la situación inmediata, sino sí, con la situación que iba a comenzar a desencadenarse.
Este planteo es el que da en el sector de los países desarrollados un resultado totalmente nuevo, en el que el elemento fundamental es, sin duda alguna, el desconcierto. Cosa perfectamente explicable: nada más complicado que tener que comprender una situación a la luz de un sistema de ideas que ha sido creado para enfrentar otra situación; y esta es sin duda alguna la situación del mundo contemporáneo en los países desarrollados. No así en los otros, donde el problema fue mucho más complicado inclusive desde la Primera Guerra Mundial.
El mundo no desarrollado y la emergencia del nacionalismo
Los países semi desarrollados, durante la Primera Guerra Mundial hicieron, casi todos, un intento de expansión económica en el momento en que se produjo la concentración de las energías de los grandes países industriales en relación con la guerra. Este pequeño esfuerzo de desarrollo económico fue trabajoso, costoso, realmente antieconómico, fue un desarrollo económico de emergencia, y en el momento en que la guerra terminó, inmediatamente después, habiendo quedado descartado uno de los competidores en la lucha por los mercados, que era Alemania, se descubrió que la lucha por los mercados empezaba al día siguiente de terminada la guerra, entre los países europeos y los Estados Unidos que, gran potencia Industrial latente antes de 1914, es inequívocamente la primera potencia Industrial después de 1920.
En cuánto empezó esta lucha por los mercados, que no adquirió los caracteres de una guerra abierta pero sí de una fuerte tensión en muchas partes, lo que había sido el pequeño intento de expansión económica de los países semi desarrollados se vio obligado a desaparecer, y se produjo una contracción en los países semi desarrollados, e inclusive, en los países no desarrollados, tanto coloniales como independientes, en la medida que todos ellos tuvieran que entrar, por las buenas o por las malas, en alguna de las grandes influencias que habían empezado a dibujarse.
Esto suscitó en países semi desarrollados y países subdesarrollados la aparición de una nueva actitud, que contrastaba con la de los países desarrollados: fue una actitud nacionalista. Fue la actitud nacionalista que se advirtió por ejemplo en la India; prácticamente en todos los países del mundo colonial, en todos los países que formaban parte del imperio británico, del imperio belga, o del imperio francés; inclusive en los países que tenían independencia política, pero estaban fuertemente encerrados en un área de influencia económica, pongamos por caso los países del Caribe o los países de América Central. En todos ellos aparece una nueva revitalización del sentimiento nacionalista y emancipador.
Es entonces cuando empieza el movimiento de Gandhi en la India, cuando comienza el fuerte movimiento emancipador en África del Sur, cuando empieza agitarse la guerra civil en China y el caso de Sandino en Nicaragua. Todos estos fenómenos de irrupción nacionalista empiezan a producirse en este momento, en que los países triunfantes quieren ejercer su mayor influencia en el mundo. Y en estos países no se da la estratificación que se da en los países desarrollados, donde el desarrollo industrial había polarizado una alta burguesía industrial y financiera y un proletariado industrial, dejando a un lado y a otro innumerable cantidad de pequeños grupos sociales. En vez de darse este proceso, se da un proceso de aglutinación nacionalista, por oposición a las grandes potencias que se disputaban los mercados, en donde hay una especie de aglutinación interior, una especie de afianzamiento de la unidad de los distintos sectores sociales, transitorio quizá. Pero el caso es que en ese momento empieza a producirse la aparición de nuevas minorías en los países semi desarrollados, y en los países no desarrollados tanto coloniales como independientes. Es el momento en que empieza a producirse, pongamos por caso, la aparición de lo que se llama el partido del Congreso en la India, es decir, una típica clase media o clase alta local, que empieza a aspirar a ejercer el dominio efectivo dentro del área nacional con el consentimiento de todos los estratos sociales, que no se sienten los enemigos de esa alta clase, como sí se sienten enemigos en los países desarrollados, por esta estratificación que se viene produciendo desde los orígenes de la Revolución industrial.
La situación es, pues, bastante diferente, y esta concepción nacionalista, que significaba una respuesta a una coacción exterior, que es la que todavía advertimos en los estados africanos o en el caso argelino, significa un tiempo de retardo, diríamos, con respecto al desarrollo que tienen los países más desarrollados.
Este es, en términos generales, el cuadro de esto que llamamos “el proceso social del mundo contemporáneo”. Absolutamente indiscernible con respecto al futuro, absolutamente imposible de un diagnóstico preciso y claro acerca de cuál es la forma final que el proceso va a tomar, pero que se puede entender a la luz de ciertas cosas que han desaparecido. Hay ciertas cosas que han desaparecido definitivamente. Ha desaparecido la noción tradicional que había de relación entre masas y minorías; estas relaciones tradicionales de grupos eran, como acabo de decir, tradicionales, y una vez, después de varios siglos, empieza a tenderse a la reconstrucción de una relación entre masas y minorías que sea funcional, como lo fue en un tiempo en la sociedad feudal, donde la clase militar, una minoría, tenía con respecto a la mayoría una función que todo el mundo le reconocía, y una legitimidad que todo el mundo acataba. Pero luego se transforma en tradicional, y bajo la forma tradicional se mantiene siglos y siglos, cuando la minoría ha perdido su capacidad directiva. Esto se mantiene sostenido por una especie de atavismo secular, y ese atavismo es el que se rompe en el proceso de la Revolución industrial, y se rompe, ya de una manera visible, inclusive de descascarándose a la vista de nuestros propios ojos, en el curso de la primera postguerra.
Clase 2
Función y deformación de las elites creadoras
Yo conduje mi exposición de ayer, cuyo tema era la situación del mundo contemporáneo, hacia una conclusión que debía introducirnos en el tema de hoy. Y entre los muchos aspectos que hubieran podido elegirse para condensar este cuadro tan complejo, escogí esta fórmula final que era, sin duda alguna, no la única, pero la que más me interesaba destacar entre las conclusiones que se podrían sacar.
La situación social del mundo contemporáneo se caracteriza, entre otras cosas, por una crisis en las relaciones entre masas y minorías. Escogí esta conclusión para terminar mi exposición porque el tema de hoy, que era el análisis de las elites de la cultura, me obligaba a plantear este problema contemporáneo de las elites de la cultura en relación con todo este cuadro que hemos trazado ayer, incompleto sin duda alguna, pero quizás suficientemente explícito como para que al menos este problema quedara claro.
Este es nuestro problema de esta tarde: cuál es, dada la situación social del mundo contemporáneo, el problema general de las minorías, y en particular, cuál es el problema de las minorías de la cultura. El problema es bastante complejo, y supongo que no ha sido tan cuidadosamente estudiado como lo ha sido por ejemplo, el problema de las elites de poder en el conocido libro de Wright Mills. Es además un problema un poco difuso, porque en tanto que las elites de poder pueden percibirse con precisión y puede establecerse con claridad cuál es su funcionamiento y su influencia de manera casi medible, en cambio el problema de las minorías culturales es mucho menos preciso, a veces mucho menos discernible, puesto que su acción es una influencia un poco difusa, que no se traduce en actos concretos.
Vamos pues a tratar de sondear el problema siguiendo el método que he seguido en la primera exposición. Es decir: persiguiendo el problema históricamente para plantearlo en sus términos actuales, términos que según mi opinión reflejan, como en el caso del cuadro general de los problemas sociales, una situación altamente crítica.
Para nosotros, desde nuestra perspectiva temporal y espacial, el problema que más nos preocupa es cómo se han constituido, cómo han funcionado y cómo se han transformado, poco a poco, las elites culturales en la Europa Occidental. Este ha sido nuestro paradigma; este tipo de minoría es el que han imitado nuestras minorías – caso típico de las minorías intelectuales argentinas en la llamada generación del 80 – y la resonancia que la singularidad de su constitución y de su funcionamiento ha tenido para nuestra minoría es de tal estilo, que de cierto modo ha condicionado nuestra imagen de la cultura en lo que tiene de función social.
Vamos a perseguir, pues, el fenómeno en su evolución europea, y la vamos a remontar como en el caso del cuadro social hasta el siglo XIX, hasta principios del siglo XIX y finales del siglo XVIII porque, vuelvo a repetir, encuentro en la cesura que se produce alrededor de la Revolución industrial y del romanticismo los orígenes de la situación social y cultural contemporánea.
Esa sociedad que ha madurado para el siglo XVIII, ha expresado su madurez en textos inequívocos como la Enciclopedia, o la obra de Voltaire, Montesquieu, o de Rousseau, o de tantos otros que vamos a ir citando en relación con algunos temas concretos. Esas sociedades y esas elites que maduran para esta época pueden ser definidas históricamente como una típica sociedad burguesa. Su raíz se remonta a una época muy remota, quizá a plena Edad Media, ha cuajado poco a poco a lo largo de todos los siglos que constituyen la llamada Edad Moderna, y ha adquirido plena conciencia de sí y plena autoridad para exponer su concepción del mundo y de la vida sólo en el siglo XVIII.
Sólo en el siglo XVIII, en la Enciclopedia de D’Alembert y de Diderot, sólo en la obra de un Rousseau o de un Montesquieu, o de un Goethe, podríamos agregar, ha adquirido todo este sistema de ideas orden, armonía, equilibrio, claridad y además una capacidad de síntesis suficiente como para sentirse capaz de ser transmitido a la opinión general. Este era el sentido que tenía la gran Enciclopedia de D’Alembert y de Diderot al promediar el siglo XVIII. La burguesía culta debía ser ilustrada a la luz de un conjunto de ideas que estaban ya plenamente maduras, tan maduras que podían exponerse y desarrollarse ordenadamente como se exponen en la Enciclopedia, por orden alfabético. Es decir, de una manera en la que la complejidad de los problemas se reduce considerablemente; donde la discusión de los problemas se le evita al lector, brindándosele, en cambio, solamente un conjunto sistemático y ordenado de ideas que constituyen, de ahí en adelante, su mundo intelectual.
Esto es lo que anuncia más o menos D’Alembert en el prólogo de la Enciclopedia. Se sabe ya que es el mundo y la naturaleza de esto que nosotros vamos a explicar aquí, y se le explica al lector porque es ya un sistema madurado de ideas; es el sistema por el que la burguesía viene luchando desde la Edad Media. Hay atrás del pensamiento de la Enciclopedia una querella intelectual que tiene fácilmente siete a ocho siglos de antigüedad, y al fin de esa querella, este nuevo sistema de pensamiento secularizado ha adquirido tal grado de madurez que puede exponerse de este modo. Al compás de esta conquista de un sistema de ideas que ya puede explicarse de este modo porque ha alcanzado tal grado de madurez y tal grado de indiscutibilidad, se constituyen, se organizan todas las burguesías de todas las partes del mundo. Porque es al compás de estas ideas cómo se constituye la burguesía que provoca la independencia de los Estados Unidoso o la que provoca la independencia de los países latinoamericanos.
No es casual que descubramos que Mariño o Moreno o Monteagudo se saturen de estas ideas. No; estas ideas eran ya absolutamente coherentes en cuanto a su contenido mismo, constituían un sistema tan riguroso como el que había tenido la Suma Teológica, es decir, constituía un sistema en que se armonizaban todos los aspectos de los diversos e infinitos problemas sobre los cuales el hombre podría preguntarse. La Enciclopedia era una rigurosa armazón intelectual, tan rigurosa como la Suma Teológica, aunque con sentido estrictamente inverso.
Este sistema de ideas es el que se transforma en el patrimonio de todas las burguesías en Europa y en todos los países que empiezan a ser satelites de Europa desde el punto de vista cultural. Este sistema de ideas que encarnan la burguesía de todos los países europeos y de los que constituyen los satelites culturales de Europa corresponde rigurosamente a lo que llamaríamos la “opinión media” de las burguesías, es decir de las clases dirigentes, de modo que estas elites intelectuales afines del siglo XVIII y a principios del siglo XIX tienen una perfecta coherencia con respecto a los sectores que constituyen la opinión válida.
Si se piensa en lo que significa la minoría intelectual francesa a fines del siglo XVIII, se puede decir que representa el más alto nivel de una concepción del mundo, que correspondía a la que de manera imprecisa tenía la inmensa mayoría de la gente que pensaba. Naturalmente quedaba por fuera de todo esto mucha gente que no pensaba y que no actuaba; es decir, gente que no tenía significación ni relevancia histórica.
Romanticismo y disconformismo
Esta situación de perfecta coherencia entre masas y minorías intelectuales, que es típico reflejo de la situación social y cultural en las que postrimerías del siglo XVIII y en los primeros del siglo XIX, es la que empieza a quebrarse con el romanticismo.
El romanticismo es ante todo un impreciso y vastísimo fenómeno intelectual, cuyo signo característico es el disconformismo. Era el disconformismo de Musset, el disconformismo de L’enfant du siècle, el disconformismo de una pequeña minoría surgida en el seno de la burguesía tradicional, que estaba descontenta con respecto al modo de vida de lo que constituía su propia clase social, que era la clase social predominante y mayoritaria. Es un disconformismo sumamente vago y complejo; no tiene ningún rigor, adopta formas sumamente diversas. Es el disconformismo de Chateaubriand o de Lamennais.
Hay un disconformismo, por ejemplo, de quienes creen que hay que volver a la tradición cristiana y católica, porque consideran que el nivel medio de la opinión burguesa tiene carácter utilitario, materialista, pragmático y vulgar. Este retorno al ascetismo, a una concepción de la vida heroica, empieza a notarse en todas las minorías católicas y en todas las minorías de la extrema derecha romántica, como en el caso de De Maîstre. Significa un rechazo de la concepción burguesa y esta es la primera aparición de un disconformismo. Esta minoría es típicamente disconformista; rechaza la concepción burguesa tradicional, la que está empezando a triunfar, la que triunfó con la Revolución Francesa -que es la que va a triunfar definitivamente en las revoluciones de 1830 o de 1848 – y antes de que triunfen del todo, de su propio seno se desprende un grupo que empieza por rechazar lo que es vulgar, pragmático y utilitario, y empieza a perfilarse por primera vez una actitud crítica frente a la burguesía que, obsérvese bien, no la hace, todavía, la nueva clase social que sale de la Revolución industrial, es decir el proletariado Industrial. No es el proletariado industrial el primero que localiza a la burguesía con un sentido disidente. Es la bohemia literaria y artística; es Daumier el primero que pinta al burgués con su gruesa cadena de oro y su grueso cigarro, es Baudelaire, es toda la línea de los poetas malditos.
Esta línea es la primera que señala una disidencia, y está disidencia es vaga e imprecisa: es una especie de rechazo de las formas tradicionales de vida. A partir de ese momento empieza a operarse un principio de divorcio. Está lleno de contradicciones internas, que nos marcan, para nosotros, el comienzo de esto que hoy notamos como un hecho singular, que es el divorcio y la disidencia entre las elites culturales y las masas.
Esta actitud disidente – llamémosle así – se constituyó en una línea que va a seguir, de una manera un poco arbitraria, el desarrollo de la cultura europea durante todo el siglo XIX; podríamos decir que se nos aparece de una manera casi inesperada en determinadas figuras, en determinadas escuelas. Lo encontramos en algunos sectores del romanticismo, y muy especialmente en el sector católico, cristiano-católico, y en el sector de la extrema derecha. Los ejemplos que he citado, son característicos. El caso de Chateaubriand, el caso de De Maîstre, que son pensadores políticos. Empezamos a advertirlo también en cierto tipo de poesía. Así, toda la poesía romántica, especialmente la inglesa, especialmente la alemana; el caso de Hölderlin, de Novalis, de Lord Byron, el caso de Keats: el tipo de poesía en dónde empieza a procurarse una especie de deslinde entre el área de lo que es propio del hombre que piensa y que siente de una manera refinada, y el mundo de sentimientos corrientes que constituyen el patrimonio común.
Es esta línea la que vamos a seguir. Esta línea que sigue afinándose y serpenteando a lo largo de todo el siglo XIX sin mucho sistema, pero existe. Existe a lo largo del siglo XIX y la redescubrimos mirando hacia atrás. La descubrimos en Poe, en Whitman, en Baudelaire, en Verlaine, y en toda la línea de todos los poetas malditos. La vamos descubriendo en la actitud reticente, escéptica, típicamente marginal de un Gauguin, pongamos por caso; es decir, en todos aquellos que empiezan a afirmar una cosa que era inexplicable; que no podía esperarse en la actitud del hombre de pensamiento del siglo XVIII.
He dicho siempre de Voltaire fue un divulgador, un pensador extraordinariamente profundo que creyó que su deber era divulgar el saber; y este pensador que creía que su deber moral era el divulgar el saber, creía esto porque percibía que todo su saber podía transmitirse. Chardin, y toda la pintura burguesa inglesa del siglo XVIII, toda está saturada de esta idea de que había que encontrar un equilibrio, una adecuación, de que había que responder al gusto general. Es un poco la estética de Diderot, que lo ha dicho de una manera más o menos expresa.
Pero cuando empezamos a ver cuál es el contenido, cuál es la actitud estética o la actitud creadora de estos hombres del romanticismo, de un Hölderlin, de un Keats, empezamos a advertir que lo peculiar es, por el contrario, descubrir un mundo que sea propio, que le sea privado, un mundo en el que se maneje una elite. Empieza a señalarse una actitud que ya puede definirse con la palabra que a mí me parece representativa: empieza a constituirse una minoría esotérica, y este es el momento de la ruptura. No significa que esta actitud esotérica haya saturado totalmente la cultura del siglo XIX, de ninguna manera. Hay una línea burguesa que se perpetua lo largo del siglo XIX; es la de Stendhal, de Balzac, de Dickens; es la de Émile Zola, finalmente. Una línea de pensamiento y una actitud estética qué consiste de tratar de mantener la conexión entre el grupo que piensa, y que siente y que es capaz de expresar lo que siente, y lo que llamaríamos el sentimiento común mayoritario.
Esta línea perdura y a veces, inclusive, se satura un poquito de algún elemento crítico, pero desde adentro, sin negar que en Dickens hay una cierta actitud disconformista, y la hay en algunos otros escritores ingleses contemporáneos. Pero lo importante, lo significativo es que hay un intento de acercamiento, de no establecer una separación. Pero hay una cosa mucho más importante, que es la inexistencia en esta línea de un sentimiento de divergencia, de un sentimiento que acentúa la diferenciación entre masas y minorías, entre el pintor y su público, entre el novelista y sus lectores, entre el poeta y la gente a quién le interesa la poesía. Esta línea típicamente burguesa no percibe que esta otra línea, que serpentea por encima y por debajo de ella, empieza a representar una línea disidente, disconformista que, podemos definir ya, a la luz de lo ocurrido en el curso de estos 150 a 170 años como una línea típicamente anti burguesa.
A fines del siglo, en la época de la preguerra, este fenómeno ha adquirido ya una precisión bastante notable: hay un tipo de literatura, de plástica, de música, de saber que está afirmando, sobre todo, su actitud hostil, vehemente hostil, a lo que llamaríamos la vulgaridad. Voltaire -para volver siempre al mismo ejemplo, y no es más que un ejemplo entre muchos- no odiaba la vulgaridad. Voltaire buscaba la vulgaridad a propósito; él pudo seguir su línea de pensamiento con tanta altura, como lo hace en muchos de sus opúsculos filosóficos, que no tienen nada que envidiarle a nadie. Él pudo seguir esta línea de pensamiento filosófico y de pensamiento científico en la que, cuando quiso profundizar, alcanzó altísimo nivel, y no siempre quiso. Él prefirió ser vulgar, en sentido etimológico; decidió aproximarse al vulgo. Decidió que su deber era acentuar la conexión entre las minorías intelectuales y las masas.
Pero en esta otra línea que vamos persiguiendo descubrimos que, cuando se llega a fines del siglo XIX, ya ni siquiera es una teoría esto de que el artista debe descubrir un mundo que le es propio. Debe adoptar una actitud esotérica totalmente ajena al espectáculo de las opiniones vulgares. Han de citarse tres figuras que son verdaderamente reveladoras de esta actitud. Pensemos en el caso de Oscar Wilde, de Anatole France o de Eça de Queiroz. Los tres tienen el mismo aire, el mismo carácter; es un tipo de literatura saturado de pensamiento, nutridos de toda clase de opiniones acerca de toda clase de problemas, y que se vierte de una cierta manera, en la cual lo importante es lo que llamaríamos un alarde de inteligencia para hacer eso que constituía el deporte predilecto de Baudelaire: épater le bourgeois. Esta faz es significativa: hay que asombrar al burgués. ¿Qué era asombrar al burgués? Era mostrarle con cuentagotas, muy medidamente, a las gentes respetables que constituía la opinión mayoritaria, un mundo en que todos sus valores carecían de valor. Esto es lo que informa toda la obra de Oscar Wilde, y no fue un caso excepcional. No sólo podemos observar la enorme influencia de estos novelista que he citado, Wilde, Anatole France, Eça de Queiroz. No solo podemos observar la enorme influencia qué ha tenido en toda la vida intelectual de los últimos tiempos del siglo XIX y los primeros tiempos del nuestro; no sólo podemos medir esa enorme influencia de las minorías intelectuales; es evidente que esto tenía un tono que correspondía a una enorme cantidad de aspectos de la vida de esa época que se ha llamado la Belle époque. Es la época inmediatamente anterior a la guerra, que los historiadores políticos llaman de la “Paz Armada”, es decir, la época en que madura este vasto conflicto que irrumpe en 1914. Y mientras está madurando este conflicto, se crea una sensibilidad conformista en un cierto nivel de la alta burguesía que empieza por darle a la vida un tono del gran Zola, pero que inmediatamente trasunta una especie de disconformismo o inseguridad que trata de ocultarse. Esta actitud es la que revela este tipo de escritor.
Nuestra generación del ‘80 está revelando la existencia de esta actitud. ¿Cómo se ha definido esta actitud? Escepticismo, cinismo, se ha dicho alguna vez. Pero no es el cinismo de nuestro Eduardo Wilde, de nuestro Cambaceres, o de nuestro Julián Martel; no es escepticismo o cinismo personal. Este es como el cinismo o escepticismo de Oscar Wilde o de Anatole France; es una ironía de quién advierte que están caducas todas las cosas en las que creen aquellos que van a leer lo que ellos dicen, y no desafían la opinión, no enfrentan una opinión a otra opinión, quizá porque las suyas no están todavía definidas en sus mentes. Pero entretanto se limitan a oponerse a ella con este signo de ironía, de escepticismo, de descreimiento, que referido a una mera actitud personal puede ser considerado una actitud cínica.
El fin de siglo: “épater le bourgeois”
Esta fue la tónica de la vida intelectual de fines del siglo: una especie de rechazo de la vulgaridad, o de toda concepción relativa al establecimiento de conexiones entre las masas que constituían la burguesía, que era la clase válida, la que tenía verdadera gravitación, la clase de los lectores de las novelas, de poesía, de la gente que escuchaba música, de la gente que miraba pintar. Era el sector válido. Pues frente a este sector, empieza a desarrollarse esta convicción de que hay que épater le bourgeois, y que hay que señalar, mediante la ironía, el escepticismo, una actitud francamente disconformista con respecto al sistema de valores vigente. Esto era lo que escribía Anatole France y lo que escribía y vivía Oscar Wilde, porque toda su vida es una especie de vasto desafío a todo un sistema de valores consagrados. Y no es un azar, porque no es sólo una manera de vivir, sino una manera militante de vivir su disconformismo.
Para esta época, el divorcio entre las masas y las minorías intelectuales es un fenómeno inequívoco. Las masas burguesas tienen su propia literatura, su propia pintura, su propia música. Se puede seguir oyendo a Offenbach mientras escribe César Franck; se puede seguir leyendo las novelas de Georges Ohnet, mientras se está produciendo la gran revolución literaria de Anatole France. Y este fenómeno está creando visiblemente un arte de iniciados, un pensamiento para iniciados, como era un pensamiento para iniciados la reacción idealista de Bergson a fines del siglo, frente a esta identificación entre el tipo del saber culto y el tipo del saber vulgar que ha creado el positivismo y el cientificismo. Frente a estos, la actitud de un Bergson o de un Croce era típicamente disconformista en términos generales. “El tipo de saber a qué yo puedo llegar -parecen pensar Bergson o Croce- es un tipo de saber sólo para iniciados”.
Efectivamente, empieza admitirse que hay una literatura para iniciados en literatura que no puede gustar a cualquiera. Empieza a aparecer ese tipo de literatura, que a veces es literatura de segunda o de tercera categoría, pero que está impregnada de este sentimiento, como lo estaba la poesía del Parnaso y la poesía del simbolismo; como lo va a estar la poesía de Rimbaud, saturada de este principio: sólo escribo para aquellos que sean capaces de advertir que estoy jugando con ciertos valores y con ciertos símbolos, que no puede alcanzar cualquiera de esos que han transformado el sentido común en la norma fundamental de su pensamiento y de su gusto.
Movimientos esotéricos
En literatura, en la plástica, en la música, en la filosofía, todo este mundo de pensamiento y de sensibilidad ha terminado por conformarse en esotérico. Este fenómeno es, antes de la Primera Guerra, ya rigurosamente visible en toda esta línea que, con todo, tenía algo de comunicación, como tenía algo de comunicación el impresionismo. Pero que empieza a no tenerlo cuando, en plena crisis de la Primera Guerra Mundial, el esoterismo alcanza sus últimas consecuencias en un tipo de creación y de pensamiento que se desarticula y se afirma ya de una manera polémica. Muy poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial aparece Marinetti y el futurismo, y dentro de poco aparecer Dadá y el dadaísmo, y va a aparecer el tipo de literatura ultraísta, es decir, un tipo de creación caracterizado porque todo lo que constituyen los elementos corrientes de comunicabilidad parecen vulgares: el poeta escribe para poetas, el pintor pinta para pintores, el músico compone para músicos y el filósofo piensa para filósofos. Cuando llegamos a las vísperas de la Primera Guerra Mundial, el fenómeno está totalmente lanzado, y cuando se produce la entreguerra, el fenómeno se transforma en una especie de irrupción general.
Cuando se produce todo este vasto fenómeno; cuando se va formando esta línea de pensamiento y esta línea de sensibilidad; cuando han adquirido esta fisonomía peculiar todos los grupos culturales importantes en el mundo occidental, ha ocurrido entre tanto, un fenómeno discutido. El público interesado por las cosas de la cultura ha dejado de ser el público en el que pensaban quiénes se dedicaban a escribir sobre filosofía, o escribir novelas o poesías o a pintar o hacer música.
Si pensamos en lo que significa el cambio social de Europa desde la época de Émile Zola hasta la época de Anatole France o hasta la época de la Primera Guerra Mundial, podemos diagnosticar con bastante claridad lo siguiente: el público que Balzac conocía, caracterizado por la comunidad de ciertas ideas y de ciertos sentimientos, y el único capaz de ver, ha quedado anulado en ese fenómeno que dentro de poco se va a hacer evidente y que se va a llamar el ascenso de masa. Pero ya se ha producido, en Europa, e inclusive en los primeros años de este siglo en los Estados Unidos, y empieza a producirse poco a poco en todas partes por una serie de extraños fenómenos que son inequívocamente de raíz económico social, pero que tienen un profundo contenido cultural.
A principios del siglo XIX empieza a insinuarse esta línea de disconformismo, que yo he señalado, en el pensamiento de los pensadores cristianos católicos o en el pensamiento de los pensadores de extrema derecha, y que luego se continúa en la línea de los poetas malditos, etc., según esa línea que he tratado de describir hace un instante. Mientras está ocurriendo todo eso, mientras se diseña este tipo de disconformismo, se diseña un tipo de pensamiento que puede calificarse como expresión de un disconformismo de tipo social expreso.
Ayer cité a Lord Byron, testigo de ese movimiento que hemos llamado de los destructores de máquinas; defensor de estos pobres destructores de máquinas, equivocados con respecto a cuáles eran los agentes de su miseria. En ese mismo momento, al lado de esa reacción espontánea, generosa de Byron, empieza a aparecer un tipo de pensamiento orgánico en Saint-Simon por ejemplo, en Fourier, en Proudhon. Es un tipo de pensador que ahora comienza a referir sus preocupaciones sustancialmente a este problema de cuáles son las relaciones entre los distintos grupos sociales. De aquí en adelante, este será un tema apasionante e inevitable en la consideración de la cultura.
Conciencia de la crisis
Es la época en que Spengler escribía La decadencia de Occidente, y es la época en que Ortega y Gasset hablaba del “ascenso de masa”, y es la época en que el conde Keyserling decía que había que volver a la búsqueda del espíritu puro. Esta inmensa crisis tiene innumerable cantidad de testimonios, además de todos estos; esta denuncia de la crisis intelectual pareció durante mucho tiempo que era un testimonio válido de la crisis universal de la cultura. Así lo hemos creído durante mucho tiempo hasta que se ha comenzado advertir que esto era un tipo de actitud intelectual que correspondía a un sector muy preciso de la cultura occidental. Era un sector europeo que no coincidía con los sectores cultos y refinados de los Estados Unidos, porque no era esta la actitud de Sherwood Anderson, o la de Waldo Frank, o de Theodore Dreiser; ni era esta la actitud de otros movimientos literarios en otras partes del mundo. No era esta la actitud típica de los novelistas de la Unión Soviética durante este período. ¿Qué había detrás de todo esto? Es evidente que este tipo de actitud intelectual corresponde a la denuncia de una crisis cultural que se manifiesta en el seno de esto que llamamos el grupo refinado y esotérico, porque esta actitud intelectual de Valéry, a quién pongo como ejemplo típico, corresponde exactamente a la aparición de un nuevo elemento de exacerbación del espíritu de creación esotérica; es el momento de Huxley, del triunfo de Proust, de la literatura del monólogo interior. Es el momento de exacerbación de los “ismos”, es decir, de las tendencias estéticas en donde, finalmente, empieza a aparecer el problema de cómo expresar lo inefable. Así lo dijo el abate Bremond, aunque parezca contradicción, en la famosa polémica acerca de la poesía pura. Hay algo que es la poesía pura, esto es lo inefable. Poesía es plegaria, y este hombre que se pone en esta actitud, naturalmente comienza a descubrir él, como Huxley, como Valéry, que este tipo de creación intelectual cae en el vacío y solo se mantiene en la medida en que se mantiene una caja de resonancia constituida por los iniciados.
Pero cuando se ha producido la guerra mundial, cuando se está produciendo el fenómeno de la desocupación, y el fenómeno de la aparición del nazismo y del fascismo, cuesta mucho trabajo suponer que el vasto y grande problema del mundo es el pequeño problema de la incomprensión del mundo con respecto a la poesía pura. Se había operado totalmente el fenómeno de la inconexión entre las elites culturales de este tipo, y no sólo el vasto público, este nuevo público que había empezado a aparecer, sino también en relación con las burguesías tradicionales, que eran las que más habían sufrido el embate de la guerra. Casi todos los valores que Valéry enunciaba que estaban en crisis, eran los típicos valores burgueses. No hay ejemplo más revelador que el caso del Arco del Triunfo, es decir, la aparición de un nuevo mito, el mito del Soldado desconocido, el mito antiheroico por naturaleza. El mito del Soldado desconocido es el de la reverencia por el individuo que constituye un microcosmos, una totalidad, que es un mundo inverso completo, y que ha perecido, sin que nadie le importe porqué. Como decía por aquellos mismos años Remarque, ese día que moría un hombre “no había novedad en el frente”; es decir, el día que un hombre moría no había pasado nada. Y el hombre de 1920 descubría que el día que moría un hombre había muerto un universo; quiere decir que nada de todo aquello que justificaba la muerte de un hombre tenía valor.
Esto fue terrible para la conciencia europea en 1919. Por eso decía yo que el Arco del Triunfo es un signo característico. Porque después de la terrible mortandad de la guerra napoleónica, todavía se erigió el Arco del Triunfo para celebrar los valores que justificaban el sacrificio de miles y miles de hombres. Y cuando debajo del Arco del Triunfo se pone la llama que arde eternamente en recuerdo del Soldado desconocido, lo que afirma es que con el hombre que muere se extingue un microcosmos, y eso vale mucho más que todas las cosas por las cuales se dice ha peleado. Había peleado por todo lo que constituían los valores tradicionales; y en 1919 Europa descubrió -como todo el mundo que dependía culturalmente de Europa- que no valía la pena que un hombre muriera por todo aquello por lo que se había peleado. Esta situación de crisis de valores alcanzaba a las minorías refinadas, exquisitas y esotéricas, y alcanzaba lo que había sido antes el público de sus equivalentes en el orden de la creación, este público medio de la pequeña burguesía del buen gusto. Y por alcanzar a unos y a otros, parecía lícito que un pensador como Valéry dijera “la crisis de la cultura ha venido, y el porvenir de los valores en que creíamos está definitivamente muerto”.
Pero entre tanto, había todo un mundo que se levantaba, que se agitaba y que creía en otra cosa y que quería otra cosa, que no sabía qué era. Cuando se empieza a rastrear, se ve que quería otras cosas. Mientras Huxley escribe Contrapunto, Tomas Mann se ha lanzado a la guerra contra el nazismo, Silone se ha lanzado a la guerra contra el fascismo, y ha empezado a aparecer eso que llamamos una literatura militante, comprometida. Esta respondía a una inquietud moderna; a una inquietud vital total, completa del hombre, que no era simplemente la inquietud del esteta ni la del curioso. Este tipo de literatura, como un tipo de pensamiento igualmente comprometido que empieza a florecer rápidamente, es el signo de que lo que ha cambiado es el público. Ha cambiado la receptividad de ciertos sectores. ¿Qué es cambiar el público? Significa que, cuando termina la Segunda Guerra Mundial, se esfuma todo ese vasto movimiento de la filosofía tradicional de la primera entre guerra: la de Nicolai Hartmann y la de Max Scheler, y solamente quedan vivos, y actuantes y militantes, el catolicismo como filosofía, y el existencialismo girando hacia el existencialismo católico o hacia el existencialismo marxista, a diferencia de un Croce o de un Bergson. En el momento en que el pensamiento parecía neutral y en que el público para ese pensamiento parecía un sector estabilizado y sereno, nos encontramos con un tipo de pensamiento que sólo parece justificarse por la militancia vehemente; que trata de llegar no sólo a los pequeños grupos de refinados esotéricos, ni siquiera los pequeños grupos de la burguesía del buen gusto, sino a lo que se llama la gente.
Esta es la gran novedad de nuestro tiempo: ahora el público es la gente; el público es, en última instancia, el público de las ediciones de los pocket books que se miden en millones de ejemplares. El problema es llegar al público de los pocket books, que es el público que llena los millares de cinematógrafos qué hay esparcidos por todo el mundo. Este es el público que oye la radio, la televisión, que naturalmente, lee los periódicos y el Reader’s Digest, que piensa por su cuenta, bien o mal, y que ya no es posible discernir como una clase social tal como lo tenían, perfectamente encuadrado en su mente cuando escribían, Balzac, o Dickens. Cuando Balzac escribía, sabía quiénes eran sus 3000 o 4000 lectores. Ya nadie sabe quiénes son los 3000 o 4000 lectores. Pero quién pretenda acercarse a estos millones de lectores de los pocket books, o de las infinidad de colecciones del mismo tipo que existen en el mundo, y de todas las radios, y de todas las emisoras de televisión que existen en el mundo, quien pretende llegar a eso, no puede ponerse ni en el criterio de los valores consagrados para un público tradicional de buen gusto y de sentido común, ni puede ponerse tampoco en un esquema de creación esotérica como lo venía haciendo hasta la entre guerra la literatura, la pintura, o la música.
El problema cultural consiste en descubrir que hay que hallar un nuevo lenguaje, pero esto no es nada más que un factor. Los instrumentos para la expresión de esa lenguaje ya están: ahí está la radio, está la tele (de esto hablaremos en nuestra próxima clase). Los instrumentos para proferir ese nuevo lenguaje ya están, y sin embargo, no hemos encontrado todavía el mensaje que hay que poner en ese lenguaje. Porque hacer cultura para la gente, para esto que ahora es la gente y que es el mundo válido, no es, evidentemente, degradar la cultura de las elites; es otra cosa. Sólo que para descubrir este nuevo camino hay que partir de la base de cuáles son los problemas de la gente, esta masa imprecisa que constituye el público, que ahora es, inclusive, anónimo. Un público que es físicamente desconocido, inclusive para el más experto de los agentes de publicidad; un público que hay que conocer a través de una encuesta, de un muestreo. Porque no hay manera humana de tener contacto individual con cada uno de los que constituyen la multitud de la gente, esa multitud de la gente el sociólogo norteamericano David Riesmann ha llamado la “muchedumbre solitaria”. Cada uno de ellos es un miembro de la muchedumbre solitaria. Cada uno de ellos tiene sus problemas propios, su propia angustia – dirían los psicoanalistas – , y al mismo tiempo los problemas que son propios de cada uno de sus grupos sociales y de todos los grupos sociales en conjunto, y en relación, en situación de innegable beligerancia.
Encontrar esta problemática, saber expresarla y ofrecer el camino de las soluciones parece ser lo que constituye el haber de toda nueva elite cultural que quiera ser efectivamente, una elite y no una oligarquía de la cultura.
Clase 3
La cultura de masas: creación e industria cultural
En las dos primeras clases que hemos dedicado al análisis de los problemas del mundo contemporáneo he tratado de explicar, sobre el fondo panorámico de la situación social, el problema de las elites. Este fue el tema de la segunda clase, que se relaciona de una manera estrecha e indisoluble con el problema de las mayorías. Las minorías tienen solo sentido en relación a las mayorías y su acción es interdependiente en cualquier situación histórica, en cualquier etapa, en cualquier momento. En el mundo contemporáneo, el análisis de la situación de las elites se relaciona estrechamente con su posición. Aquí las elites se han visto reducidas, no por cambios que han ocurrido en el seno de las elites mismas sino por el cambio de la posición de las mayorías. En cierto sentido podría decirse que en el mundo contemporáneo la inocultable crisis de las elites no proviene fundamentalmente de una dislocación de la elite misma, de una crisis interna de la elite, sino sobre todo de una dislocación de la elite con respecto a la posición que las mayorías han adoptado.
Lo que se ha desencadenado es un terrible y profundo cambio económico-social y cambio cultural, acerca del cual conviene dejar sentada alguna idea. Para entender este planteo histórico que hago, en una curva de radio bastante extenso, conviene recordar que este cambio se viene produciendo en el curso de los dos siglos que siguen a la Revolución industrial. Se ha asistido a diversas etapas, cada una de las cuales ha tenido diversos ritmos dentro del ritmo general, pero la etapa del cambio que se ha producido ante los ojos de los hombres de mi generación ha sido de un ritmo tal, que ha podido crear la ilusión -podríamos decir, si el término no tuviera un contexto optimista- de que el cambio auténtico y verdadero es ese que se ha producido ahora.
Esto que se ha producido delante de nuestros ojos tiene todas las características de un cambio brusco, porqué se produce en el transcurso de una generación y puede ser apreciado por un hombre en el transcurso de su vida. Tiene caracteres muchos más dramáticos y crea conflictos y traumas muchos más profundos y difíciles que los cambios que se producen en una curva que no alcanza a ser percibida en una vida humana. Este cambio profundo, que es una etapa es un cambio de largo alcance, tiene en el transcurso de nuestras vidas una dimensión tal que le imprimen un dramatismo particular. En cuanto a los problemas de la cultura y las inquietudes de los hombres para quienes la cultura es un problema sustancial, el cambio se manifiesta sobre todo en la inadecuación de las elites y de las masas. Acerca de qué ha ocurrido con las elites, yo he tratado de discurrir en la clase pasada, Voy a tratar de analizar en esta clase que es lo que ha pasado con eso que genéricamente y con mucha precisión llamamos: las masas.
El fenómeno de masas
No se puede hablar de los problemas de las formas de la cultura de masas, sin que hagamos alguna incursión de este curioso fenómeno social que hoy nos preocupa y que caracterizamos como fenómeno de masas. Estamos en un mundo caracterizado por la civilización industrial, asistimos a un desarrollo creciente de la organización tecnológica, y en esa circunstancia, en el seno de la vida urbana que es característica predominante en el mundo industrial, empieza a producirse un vago fenómeno que podemos calificar, en una aproximación, como un fenómeno de tendencia a la estandarización.
Obsérvese que anotamos por una parte un fenómeno social, el acrecentamiento de estos conjuntos que vamos a llamar masas y que vamos a tratar de precisar en cuanto a su concepto. Descubrimos que hay una primera coincidencia con otros fenómenos, que provienen de otro sector y que introducen una nota que es fundamental para entender que es esto qué llamamos “la masa”: la civilización Industrial tiene una fuerte tendencia a crear módulos que homogenizan los conjuntos sociales.
Es posible que cada uno de nosotros se sienta poseedor de una individualidad muy definida; es posible que cada uno esté absolutamente seguro de la acusada personalidad que lo caracteriza, esté convencido de que constituye, como decía Goethe, un microcosmos irreductible a ningún otro de los que constituyen sus semejantes. Y sin embargo, tan acentuada como sea nuestra percepción de nuestra propia individual, algo hay en el contorno que nos fuerza a confundirnos en una masa en la que nos sentimos elementos de un conjunto homogéneo; eso es la estandarización. Nos sentimos miembros, por ejemplo, de lo que llamaríamos el cuerpo de los consumidores, que están formados para declinar cierta parte de su individualidad, porque hay ciertas cosas sobre las cuales no se puede elegir. No se puede tener un automóvil que no sea estándar, ni una heladera que no sea estándar, y vamos llegando al cabo de poco tiempo cada vez hacia un mayor número de cosas que no se pueden elegir.
Obsérvese que el proceso es muy rápido en poco tiempo; hace nada más que cuatro o cinco siglos un bibliófilo refinado podía tener en su biblioteca nada más que libros que hubieran sido escritos para él, e ilustrados para él por un delicado miniaturista, que había empleado largas horas para hacer sólo su ejemplar, con unas cuidadosas iluminaciones miniadas que le dan un valor único, nada más que para el goce estético del propietario de ese ejemplar.
Piénsese que hasta no hace mucho tiempo, y aun hoy, para ciertos sectores cada vez más reducidos todavía hay la opción del traje a medida, pero en Estados Unidos esto ya casi es imposible. Hay un proceso progresivo en virtud del cual, cualquiera sea el índice de personalidad que nos asignemos, hay una serie de cosas en las cuales nos vemos obligados a declinar nuestra personalidad. Esto nos homogeneiza, nos transforma en miembros de un conjunto homogéneo; somos consumidores de una producción estandarizada. Este nivel nos da la pauta de cuál es la situación en que se encuentran los conjuntos sociales que tienen menos posibilidad de afirmar su individualidad, es decir, aquellos que no tienen escapatoria, que no tienen posibilidad de encontrar un sector de la existencia, una posibilidad de proyección, una posibilidad de trascendencia en la que se afirme lo rigurosamente individual. Está el extremo del poeta, que se expresa de una manera libérrima y condensa en un poema la totalidad de su personalidad; de ese extremo hasta el extremo inverso nos encontramos con que hay una gradación de posibilidades de expresar la individualidad; y en el otro extremo, en el extremo que se opone al del poeta, nos encontramos con una multitud que no encuentra absolutamente ninguna manera de expresarla.
El obrero que trabaja en un sistema de producción estandarizada, en cadena, ha perdido la última posibilidad de la expresión individual que está implícita en el trabajo artesanal. El trabajo artesanal era el del hombre que comenzaba el objeto y terminaba por darle forma, y era él quien veía el objeto terminado. Su trabajo de largos días había tenido por finalidad última darle el último toque a algo que era originariamente materia bruta y que había adquirido, finalmente, una forma, y en virtud de esa forma se había transformado en algo que sirve a un fin. Aquel que está incorporado a una cadena de producción no contempla el fin de su labor, pero es un eslabón de una cadena, y cualquier otro ejemplo que buscáramos de los muchos posibles nos pondrían sobre esta pista general: en este mundo de la civilización industrial hay una fuerte tendencia a limitar en diverso grado las posibilidades de la expresión individual.
Aquellos conjuntos sociales compuestos por individuos cuya posibilidad de expresión individual son menores constituyen lo que llamamos una masa. Las masas han existido siempre; en mayor o menor medida, con rasgos más o menos acusados: pero en el mundo contemporáneo, el de la civilización Industrial, la masa ha adquirido algunos rasgos singulares y se han transformado en factores muchos más importantes en la vida colectiva de lo que eran antes Quizás lo único nuevo sea que las masas han llegado a ser mucho más importantes, es decir que han empezado a gravitar.
He dicho hace un momento que masas ha habido siempre y que es posible que el hecho nuevo sea que las masas empiecen a ser importantes después de haber existido sin tener relevancia histórica. Es posible que un señor feudal en el siglo XI supusiera que todo el campesinado componía una masa; es posible que lo percibiera como puede percibir hoy un fino observador sociológico una masa. Pero lo que no podía percibir el señor feudal es que esa masa tuviera relevancia histórica, tuviera eficacia social, significara algo en el seno de la comunidad. Hoy un fino sociólogo observa que esa masa existe, tiene caracteres singulares, y además se ha transformado en un factor decisivo de los fenómenos de convivencia.
El fenómeno de las masas contemporáneas es rigurosamente urbano. La concentración urbana se ha dado con diversos grados de desarrollo desde hace muchos siglos. Después de la Revolución industrial la concentración ha tendido a acentuarse considerablemente, pero al mismo tiempo tendían a acentuarse estos fenómenos de despersonalización, que son los que le han dado a ese conjunto la fisonomía cada vez más acentuada que ya tomaba la masa.
No tenía el mismo grado de despersonalización la masa artesanal en el siglo XVII o en el XVIII. Ha sido la civilización industrial la que ha contribuido a darle este signo y han sido las condiciones y perspectivas de la vida que la civilización Industrial ha creado, las que han contribuido a darle esa significación. La ciudad Industrial parece ser el escenario propio de las masas. Cuando el fenómeno de las masas empieza a ser advertido después de la Primera Mundial, cuando Ortega y Gasset habla de la rebelión de las masas, en ese momento, un cine muy audaz, el de Fritz Lang, lanza aquella famosa película Metropolis, en la que está presentando el problema por primera vez de una manera expresa. La masa que constituye la población de Metropolis es una masa disciplinada, como estaba disciplinada en una fábrica. Se manejaba como un verdadero rebaño; se conducía con un cierto automatismo, al que obliga el trabajo en cadena. Ese tipo de imagen es el que recoge también Chaplin en Tiempos Modernos, percibiendo el mismo tipo de fenómeno y de reacción que suscita.
El hombre masa
La relación estrecha entre el fenómeno de masa, el del desarrollo industrial y el de concentración humana, parece innegable. Así se da y se percibe. Cuando se percibe, se trata de afinar el criterio. Entonces el sociólogo se pregunta: ¿qué es la masa? y empieza advertir un cierto matiz. Hay un cosa que se llama la masa, y otra que se llama el hombre masa. Es decir, que es un conglomerado más o menos homogéneo. Lo que hace mucho tiempo Gustave Le Bon o nuestro Ramos Mejía llamaban las multitudes, o cosa parecida. La percibía con una concepción romántica, en el sentido técnico de la palabra. La percibía con una interpretación de lo social que corresponde a la típica interpretación de los sociólogos del romanticismo. Puede decirse que la masa es un conjunto que se caracteriza porque cada uno de sus miembros es un ser que tiende a despersonalizarse, o que no halla la vía para encontrar su personalidad, y que en cambio se refugiaron en una personalidad colectiva. La ausencia de una personalidad propia, o la imposibilidad de expresarla se compensa con una afirmación de la personalidad propia del conjunto.
La primera aproximación a esta definición no es muy rigurosa, Se percibe que este conjunto tiene un cierto nexo, que este conjunto de individuos ópera vinculado de alguna manera, Resulta bastante difícil descubrir cuál es el tipo de vínculo que une a todos los individuos que constituyen una masa, sobre todo porque la masa no tiene una fisonomía fija; la masa no está constituida como los ciudadanos que son susceptibles de ser registrados en el padrón electoral. La masa no puede precisarse en cuanto a su volumen y nunca puede cuál es el número de sus integrantes.
La masa es un conjunto difuso. Es el conjunto de personas que se agrupa en una plaza, en un acto político, el conjunto que hacen cola a la entrada de un cine, las que asisten a reuniones deportivas. Este conjunto impreciso, cuyos miembros pueden cambiar, inclusive cambiar totalmente, es el que sin embargo mantiene una extraña continuidad, sobre todo en el mundo contemporáneo. Esto es lo que obliga al sociólogo a preguntarse cuál es el vínculo que se establece entre los miembros de esa masa.
Lo primero que se advierte es que el vínculo es laxo, que no es preciso, que no está bien establecido, que no tiene fuerza de obligar, es ocasional, y no reside ni en cada uno de los individuos ni en el conjunto. Este vínculo está afuera de la masa; es sobre todo una reacción de tipo psicológico suscitada por un estímulo exterior; de dónde resulta que lo característico de este conjunto social qué llamamos la masa es su pasividad. Sí; la masa se constituye en un determinado instante como una respuesta a un estímulo. Dada esta peculiaridad, está lleno de obstáculos el poder precisar cuál es la fisonomía propia de los fenómenos de cultura que se relacionan con un sujeto de esta especie.
Este vínculo laxo no reside en cada uno de sus miembros sino que es peculiar del conjunto, pero además no responde a algo que sea intrínseco al conjunto, sino que es una especie de respuesta a un estímulo exterior. Por eso, este vínculo tiene muy diversos caracteres. La masa tiene una fisonomía bastante definida cuando pensamos en el vínculo ocupacional.
Pero de pronto ese fenómeno se da de una manera mucho más imprecisa. El público es una masa. En el mundo contemporáneo el público de cine es una masa, si se piensa en lo que era el pequeño teatro de fin del siglo. El público de un cine de tres mil localidades constituye un ente sociológico nuevo, como lo constituyen las 30, 40, o 50 mil personas que pueden asistir a un espectáculo deportivo. El público es una formación ocasional frente a un estímulo exterior, y este vínculo no es de tipo económico; es de tipo social, y en cierto sentido cultural.
De tipo económico, estrictamente, es el vínculo ocupacional; este vínculo ocasional que constituye un público es de tipo socio-cultural. Pero hay muchos otros vínculos, mucho más abstractos, por ejemplo los que responden a una moda; no a una moda de elite, obsérvese bien, que todavía tiene una posibilidad en el mundo industrial, aunque cada vez menos, sino a una moda de masa. En una ciudad de gran población y con un gran desarrollo de la industria del vestido, como New York, es posible establecer rápidamente la posibilidad de descubrir un nexo masificador en los seguidores de ciertas modas, porque al fin de cuenta la industria del vestido responde a “el gusto”; pero esto qué llamamos “el gusto”, es una de las facetas en que se manifiesta un “estilo”.
La masa está creando un estilo, pasivamente. Tiene intérpretes, y responde a la incitación del interprete aceptando o no un estilo, una moda. Se podría poner innumerables ejemplos, aunque muy triviales todos, pero es evidente que en el mundo contemporáneo hay una manera sistemática y casi industrializada de lanzar modas, que son facetas de un estilo. Son lanzadas industrialmente, buscando el consentimiento, que se otorga o no se otorga. Cuando se otorga se forma una corriente misteriosa en donde se crea una masa que no tiene contacto codo a codo, como un público en un estadio de fútbol, pero que constituye una masa porque ha logrado cierta homogeneidad en cierta cosa. Es un conjunto que se siente expresado de una cierta manera, se reconoce en algo, y tiene una actitud no activa, puesto que no ha creado el estilo ni la forma subsidiaria del vestido que es la moda, pero sí ha creado un consentimiento. Y ese tipo de consentimiento es, quizá, una de las formas típicas de expresión de la masa.
Puesto que la masa es un conjunto ocasional, se compone de individuos, que se caracterizan porque en principio pueden ser considerados hombres-masa. Se ha dicho alguna vez que una masa puede estar compuesta de un alto porcentaje de personas que actúan como hombre masa, y da un cierto número de gente -que a lo mejor puede ser elevado- que no actúa como hombre-masa sino en determinadas circunstancias.
Se puede suponer además que eso que llamamos el hombre-masa tiene mucho más de arquetipo que de tipo humano, porque el que actúa como hombre-masa normalmente tiene todavía muchas posibilidades -y por eso aún subsiste el género humano- de no operar como hombre-masa permanentemente.
Esta es una categoría que hace que el fenómeno sea particularmente complejo. Llamamos masa a un conjunto de individuos que tienen mínimas posibilidades de personalizarse o de expresar su personalidad, pero lo cierto es que, puesto que es una aglutinación ocasional, fuera de esa ocasión cada uno de los miembros que componen la masa puede ocurrir que tengan la manera de expresarse, que tengan tendencia a la individualización.
Lo cierto es que, sin embargo, el fenómeno de hombre-masa existe. Es decir: un tipo de individualidad que tiende a afirmarse como tal afirmando los valores de tipo colectivo. Eso existe, y crea un tipo humano singular, bien estudiado por Riesmann en este maravilloso libro La muchedumbre solitaria o La multitud solitaria. Este tipo de hombre se caracteriza fundamentalmente por la reducción de los valores multitudinarios a valores personales, es decir porque asume los valores multitudinarios y se siente expresado en ellos, Este fenómeno no puede sino frustrar todas las posibilidades de auténtica expresión individual y crea una psicología particular que -vuelvo a repetir- es más la de un arquetipo que la de un tipo. Pero que en que medida en que predomina, que conforma la personalidad del hombre contemporáneo, crea un proceso psicológico social que en cierto modo caracteriza está civilización del mundo industrial.
Este hombre-masa solo en última instancia, y cuando se siente absolutamente acorralado, se expresa a través de la masa. Cuando ha terminado el espectáculo deportivo, el mitin o cualquiera de las expresiones típicas de la conducta de masa, vuelve a su casa, y entonces es el padre de sus hijos o es el hombre enamorado o es el ser humano en la vida cotidiana, en donde hay mil maneras de expresar una individualidad que no tiene nada que ver con lo que constituye sus formas de conducta en cuanto “hombre-masa”. Es seguramente un hombre que en el 90% de los casos quiere escapar del condicionamiento de la masa. Quiere escapar, por ejemplo a través de alguna forma que signifique una posibilidad de ascenso social; quiere incorporarse a alguna clase de elite, quiere ser miembro de alguna comisión directiva de un club, quiere acercarse a un cierto conjunto de individuos que pertenezca a una secta, a una religión o a una ideología política. Cualquier cosa que sea un comienzo de diferenciación. Todo esto puede ocurrir, y sin embargo, una fuerte contrición exterior tiende a que sólo sea eficaz y que sólo se transforme en un individuo de relevancia social cuando opera como hombre-masa.
Las formas espontáneas de la cultura de masas
Tratemos ahora de aproximarnos a los problemas que plantea para la cultura este singular fenómeno social tan agudizado en nuestro tiempo, si no exclusivo de él. En el análisis de los problemas culturales que plantea la sociedad de masa en un mundo de civilización industria yo distinguiría dos problemas que me parecen diversos y casi opuestos. Uno es el de las formas espontáneas de la cultura de masas. Las formas en las que se expresa la masa, cualquiera sea el nivel que le asignamos, son formas culturales, en el mismo sentido en que hablamos de la cultura de los pueblos de la Polinesia. Hay ciertas formas de creación individual o colectiva que constituyen inequívocamente fenómenos de cultura. Desde ese punto vista hay cultura espontánea de la masa, que asume formas particulares, muy curiosas, muy originales, a las que vale la pena dedicar un ligero examen. Luego hay otro fenómeno que es el de la cultura que se prepara para las masas, lo cual supone una interpretación de la masa. Son dos fenómenos distintos, y espero que en esta exposición el distingo quede bien claro.
Si analizamos las formas de cultura que son propias de una sociedad de masas lo primero que nos impresiona es la pasividad; una masa es una aglomeración ocasional cuyo vínculo está creado fundamentalmente por una reacción frecuente a un estímulo exterior, he dicho hace un momento a manera de definición. Un conjunto creado de esa manera tiene por carácter fundamental su actitud pasiva. Esta actitud pasiva es típica de lo que constituyen las formas espontáneas de cultura que asume la masa.
La forma típica en que se manifiesta la actitud culta de la masa es el espectáculo. El espectáculo es la forma típica en que se advierte una neta contraposición entre un actor y alguien que desarrolla una actitud pasiva. El espectáculo tiene en la sociedad de masa de este mundo industrial contemporáneo algún curioso matiz. El espectáculo ha existido siempre; el teatro griego era un espectáculo que correspondía a una masa de ascenso en las ciudades griegas. El circo romano era un espectáculo que correspondía a un sector de ascenso en la sociedad romana. El espectáculo deportivo de nuestro tiempo es un fenómeno que se transforma en expresión típica de la masa después de la Primera Guerra Mundial. Antes el deporte era una cosa minoritaria y la observación del deporte practicado por los demás, una cosa que sólo agrupaba a las familias con motivo de una reunión posterior al espectáculo mismo. Pero no era un fenómeno de la magnitud y la significación que empieza a tener después de la Primera Guerra Mundial. Por eso es muy reveladora la aparición de este nuevo tipo de aglomeración característica del espectáculo deportivo.
Se mantienen algunos rasgos tradicionales; como en el teatro griego o en el circo romano, hay un tipo de respuesta primaria. Pero ahora no solo una admiración por la destreza física. En cuanto nos interesa para analizar la actitud cultural de la masa, hay por una parte una toma de partido, y por otra parte una explosión emotiva que se manifiesta en el grito colectivo. Cualquier reacción de este tipo, más o menos violenta, significa, al menos, una identificación y una manera de escapar de la pasividad, como lo había sido siempre hasta que aparece el espectáculo de masa, que reduce la pasividad a sus formas más extremas, que es el cine.
El cine tiene los mismos caracteres del espectáculo deportivo en cuánto estimula la formación de un vasto conglomerado, reunido por un vínculo no expresado, que supone un cierto tipo de enajenación y al mismo tiempo de inmersión en un tipo de experiencia humana ajena al espectador. En esto se parece en cierto modo al espectáculo deportivo. El espectador del cine también se enajena, es decir, también sale de sí mismo, como sale de si mismo el que está contemplando el espectáculo deportivo. Salir de sí mismo es una de las formas típicas de la catarsis multitudinaria. El espectador de cine sale de sí mismo, como el otro, y también como el otro se sumerge en una aventura humana que le es totalmente ajena. Ya sea en el juego de los 22 jugadores, o en la peripecia sentimental o dramática del personaje de la pantalla, se sumerge totalmente, se olvida de si y se introduce en una secuencia vital que le es ajena.
En el cine todo eso es igual , pero de una manera mucho más pasiva que en el espectáculo deportivo. Aquí ni siquiera tiene que tomar partido. Obsérvese que ha pasado de moda la película de cowboys, donde todavía se tomaba partido entre el bueno y el malo. Esto ha quedado suprimido. El espectador de cine ya no tiene cómo tomar partido, no se le ofrece una opción Este fenómeno no es casual. La vieja aventura es todavía un resabio de una actitud individualizadora. A esta actitud que tiende a crear un principio de homogeneidad en la masa corresponde inclusive esta curiosa tendencia, a suprimir los finales, es decir, a dejar un proceso indeciso, no terminado; el espectador no tiene nada que lo induzca a tomar partido ni al juicio moral; se trata exclusivamente de un acto de enajenación.
Quizás es discutible esta tesis; no es totalmente mía, por lo demás. Lo cierto es que, algo de tipo psicosocial tiene que haber en este fenómeno
curiosísimo que nos muestra el cine contemporáneo, que es lo de alcanzar un tipo de calidad estética de extraordinario refinamiento para el gusto de las minorías, y particularmente de las minorías creadoras. Chaplin le gusta a Chaplin; el buen cine les gusta no solo a las elites de más refinado gusto cinematográfico, sino también al creador. Y lo que le gusta a este y a las pequeñas minorías, le gusta a los vastos públicos de los millones de espectadores que se suceden días y días.
Esto no ocurre ni con la novela, ni con el teatro ni con la poesía; el divorcio que se ha operado en otras artes no se ha operado en cine. Por el contrario, en el cine se ha creado una identificación en donde el elemento aglutinante hay que buscarlo en algo que no es exactamente la calidad estética. Hay que buscarlo en algo que yo pienso tiene que estar fundamentalmente en esta actitud receptiva, en esta posibilidad de no juzgar, en esta posibilidad de no decidir, sino sencillamente enajenarse.
Enajenarse es lo contrario de ensimismarse; enajenarse es incorporarse a una aventura exterior. Esto también se da plenamente en un fenómeno que en cierto modo puede aparecer antiestético, y, que sin embargo es un fenómeno del estilo, que es la propaganda. Quizás la otra forma singular que expresa la actitud cultural espontánea de las masas sea el fenómeno de la propaganda. Todos somos masa, en cierto sentido; la
se siente expresada, de algún modo, en este proceso de creación de corrientes de opinión que está involucrado en la propaganda. Hay una propaganda comercial que no es sólo comercial. Naturalmente, su objetivo primero es acrecentar el volumen de venta; pero en el mundo contemporáneo el fenómeno de la propaganda está lleno de cosas que superan este simple fenómeno, que lo exceden, que lo sobrepasan. ¿Cómo se forma el gusto contemporáneo? Obsérvese cómo se formaba el gusto en el siglo XVIII: generalmente en el seno de una minoría que imponía ciertos cánones, que se desplazaban y llegaban a crear por analogía -técnicamente diríamos por degradación-, por grados sucesivos ciertos principios generales que constituían un estilo, o una cosa parecida. Pero en el seno de las minorías era un fenómeno espontáneo, y generalmente muy lento. Aquí nos encontramos con un fenómeno distinto: el gusto contemporáneo no es algo que surge espontáneamente ni de las minorías ni de las masas. Y si surge de alguna minoría, surge por ejemplo de los diseñadores de artefactos, surge del intento meditado, no al azar, de un dibujante de carrocerías de automóviles o del intento de un dibujante de gabinetes de heladeras, o de un diseñador de zapatos para mujer. Se trata de un tanteo; puede durar un año, puede tener un éxito durante un año o dos, o tres, cuatro o cinco, pero hay todo un armazón alrededor que obliga a que ese tanteo funcione de alguna manera, porque una vez que se hizo un diseño y se creó una matriz y que la máquina empezó a funcionar, hay que vender. Al gusto hay que defenderlo, a ese estilo hay que apoyarlo, mediante toda una máquina. Puede ser resistida por los sectores que tienen capacidad creadora, qué tiene algo que oponer; pero lo normal es que esa ofensiva termina por vencer allí dónde hay una actitud pasiva y dónde la opinión se expresa por comprar o no comprar.
Este fenómeno que ocurre con la propaganda comercial, que se complica con eso que Packard llama los fenómenos de prestigio, en ese precioso libro Los buscadores de prestigio. Se complica con el fenómeno de lo que hay que tener para que se evidencie el nivel social alcanzado. Esto es en última instancia un epifenómeno de la manera como se constituyen las corrientes de opinión, proceso al cual se aplican directa o indirectamente las mismas técnicas que para la propaganda comercial. Se puede decir del fascismo italiano que es un fenómeno indisolublemente unido a la aparición y desarrollo de la radiotelefonía. La política que inicia Benito Mussolini en Italia es una política orientada hacia un impacto que hace a cada individuo. Pero no se puede suponer que ese impacto pueda tener éxito si se dirige a las diez o veinte mil personas que estaban reunidas frente a la plaza Venecia en Roma. Esa política estaba destinada a que los millares de personas que estaban detrás del receptor de la radio. Lo mismo se puede pensar del caso de Hitler, que es también, en cierto modo, un fenómeno hijo de la radiotelefonía. Después del “Achtung, Achtung”, clásico de las audiciones del régimen nacionalsocialista, la voz de Hitler producía un fenómeno de electrizamiento. Era parte de un proceso psicológico que al cabo de muy poco tiempo fue tema de estudio en las universidades europeas: el fenómeno de las corrientes de opinión, el problema de la opinión pública, como se decía, se empezó a estudiar en los cursos de psicología y sociología social, y de esto no hace mucho tiempo.
Hoy ya es conocido el fenómeno de la propaganda transmitida de manera insensible. A través de los innumerables medios de difusión mecánica ha terminado por crear un instrumento para canalizar la opinión sobre la base de un conjunto que, en última instancia, no se aglutina físicamente en ninguna parte, no toma contacto de codos como en el cine o en el estadio, pero se identifica rápidamente y virtualmente está preparado para una coincidencia física si así tuviera que ocurrir alguna vez. Es la pasividad, respondiendo a estímulos exteriores; pero estos estímulos exteriores alguien los administra. Este es el gran problema de estas culturas masas.
Naturalmente, tienen muchas otras formas. Hay una forma activa que es la acción política, el mitin o el motín multitudinario, con caracteres homólogos a los que tuvo, por ejemplo, la revolución de 1830 y 1848 en Europa, pero con ciertos rasgos que revelan la aparición de cosas nuevas, como la organización: una masa capaz de operar activamente pero que tiene instrumentos para ser orientada y organizada de alguna manera. Estos instrumentos son los medios modernos de difusión de masas, entre los cuales la radio tiene y sigue teniendo un papel sustancial.
Dejemos de lado este problema para pensar un minuto que, al lado de estas expresiones espontáneas de la masa como tal, están las expresiones peculiares del hombre masa, ese que asume los valores multitudinarios y los toma como propios, independientemente de que vaya al cine donde se identifica como un conjunto que junto con él se enajena, o a un estadio de fútbol. Hay unas formas típicas de actitud oculta que son propias de él individualmente, como las formas de expresión musical. Pero esta expresión musical se ha transformado en una especie de gusto generalizado de las masas y tiene un instrumento de difusión, que es la radio. No es el disco; el disco es todavía una forma minoritaria, porque supone una elección: ir a comprar, elegir y tener opinión. La radio supone que no se tiene opinión; la radio da lo que alguien quiere que se dé, y lo mismo pasa con el periódico y con la revista y con la tira cómica.
Esta ha llegado a transformarse en un instrumento de satisfacción de cierto tipo de inquietud que tenemos que llamar “culta”, aunque nos pese, porque quien recurre a ella no es alguien que se ha degradado, que antes se satisfacía leyendo a Balzac o a Valéry, y que ahora ha caído en la tira cómica: es alguien que jamás leyó ninguna cosa semejante y que pertenece a un sector social que ahora ha ascendido a la tira cómica. Es decir que ha descubierto que tiene una inquietud, que no es de tipo pragmático, porque este es el gran problema. Es una inquietud gratuita, es el interesarse por la experiencia ajena de la misma manera como se interesa por la experiencia ajena quién lee a Balzac o lee a Huxley, salvando la distancia. Quien busca las novelas de aventura o la policíaca está haciendo el mismo proceso servido, instrumentalizado siempre por alguien que interpreta cuál es su gusto, cuál es su nivel, y lo sirve en las condiciones en que puede ser accesible para ese individuo.
El estilo de la cultura de masas
¿Qué hay de común en todas estas formas espontáneas de cultura de masa? Analizado con los estrictos caracteres con que hoy se presenta, esta cultura de masa está revelando una ausencia total de estilo, y es bien sabido que una cultura se caracteriza por el estilo. Lo que hoy se llama cultura de masa tiene muchos de los rasgos que han sido señalados para el folklore. Hay mucho en la cultura de masa que es antigua cultura de elite, sometida a un proceso de degradación en el sentido de rebajamiento escalonado. Se ha dicho que el folklore -cosa bastante probada por los demás- es arte culto que se ha difundido de cierta manera y ha tomado ciertos caracteres que lo ha hecho susceptible de ser acogido por un público más general y menos preparado. De la misma manera, lo que hoy se llama cultura de masa está revelando un fenómeno semejante; si se piensa en la literatura de la radio o la televisión -radioteatro, telenovela- se descubre que es el mal teatro de 1880. Acaso con un criterio semejante al que inspira, por ejemplo, cierto tipo de arquitectura en la Unión Soviética, donde también se advierte una tendencia a la aparición de formas monumentales que estuvieron de moda a fin del siglo y que parecen representar el símbolo de la grandeza y de la opulencia como la novela o el teatro de 1880, parecen representar para ciertos sectores la cultura por antonomasia.
Esta degradación le da una apariencia de estilo. Pero en cuanto a las relaciones que hay entre esa forma de cultura y las reacciones espontáneas de quien la escucha, es evidente que hay una inconexión. No se advierte en esta cultura de masas una forma creadora que responda en un nivel de calidad a lo que constituye el conjunto de las preocupaciones propias, espontáneas, vivas de esos conjuntos sociales. Hay un divorcio total. La masa tiene un conjunto de preocupaciones, una serie de actitudes que son vivas, creadoras, y sin embargo no se expresan de una manera creadora, de una manera original, es decir, no hay un estilo.
Industria cultural y cultura de masas
Yo no sé si me he explicado, porque el fenómeno es un poco complejo y no sé si he sido claro. Pero podríamos dar un ejemplo, de cosas que yo conozco mejor. Cuando en la Edad Media aparece la burguesía en el siglo XII, al cabo de muy poco tiempo aparece una literatura burguesa; en el siglo XII aparecen los fabliaux, la literatura popular, los cuentos; en el siglo XIV ya aparece Boccaccio. Pues nosotros estamos asistiendo a un cambio sustancial de actividades de masas que han carecido de significación hasta hace muy poco tiempo y que de pronto se las ve emerger y operar de una manera decisiva, aunque sea pasivamente, en el mundo contemporáneo. Las vemos operar fenómenos de gran magnitud. Pero a esas masas, que tienen una actitud nueva, que llevan oculta una potencialidad social extraordinaria, no se las ve expresarse con capacidad creadora en el orden de la cultura. Por el contrario, las apetencias de tipo cultural parecen satisfacerse con cierto tipo de formas que son, a los ojos de un observador más o menos avisado, una degradación de formas superadas hace mucho tiempo en los círculos cultos. ¿Cuál es el fenómeno? Es muy sencillo. Entre estas masas consumidoras de cultura y las posibilidades de satisfacer sus necesidades de cultura, se ha Interpuesto una cosa nueva: la administración industrial de la cultura. Este es un fenómeno completamente nuevo en la historia, y requiere un planteo especial, que formará parte de mi exposición de mañana.
Esta administración de la cultura que se interpone entre un sector social que despierta con extraordinarias apetencias, sin duda alguna, con una fuerza latente inmensa, y las fuentes dónde puede ir abrevar significa un fenómeno absolutamente nuevo. Si usamos los términos estrictamente, significa la sujeción de esta masa en ascenso -que tiene, no hay que dudarlo una apetencia de cultura- a una elite. Pero no a una elite cultural, sino a una elite que administra la cultura a través de una organización y de una concepción industrial.
¿Quién es el que establece que a la masa le gusta la radio novela? No la establece un literato ni alguien que tenga el amor por la difusión de la cultura. La establece el jefe de publicidad. Recuérdese que Carlyle, el gran historiador romántico, decía que lo propio de las multitudes era que buscaran su intérprete, y él llamaba al intérprete “el héroe”; el héroe para Carlyle el hombre que era capaz de expresar los sentimientos que la masa no podía expresar. Ahora nos hemos encontrado que quienes interpretan los sentimientos, las apetencias, las necesidades de la masa, no son aquellos que están preocupados por los problemas de la cultura, sino un sector intermedio, una elite intermedia.
Esa elite intermedia distorsiona necesariamente, porque sus preocupaciones son otras. Distorsiona esta finalidad de servir a la masa en un sentido que está dado por la finalidad de utilizar estos medios de difusión dentro de una organización Industrial que tiene otras exigencias y otras necesidades.
¿Aparecerán en esta nueva condición un nuevo estilo? Lo que podríamos llamar el estilo del siglo XX no puede ser creado para pequeñas minorías puesto que el mundo está ya inundado por las masas. Este es el problema que le está reservado a las elites. Pero tenemos que volver al tema de nuestra clase anterior y preguntarnos quiénes pueden ser las elites en esta sociedad de masas, en el mundo de la civilización industrial.
Clase 4
Situación y creación: posibilidades y perspectivas
Estamos al fin de nuestro plan. El sentido general de estas cuatro clases era un análisis de los problemas de la cultura en el mundo contemporáneo. He enfocado este problema con un fuerte trasfondo social. He tratado de señalar en el problema de la cultura contemporánea lo que podríamos llamar el sistema de las condiciones en que se desenvuelve la cultura contemporánea. La cultura no es una flor de invernadero. Cuando es viva, es algo que emerge de la actividad del hombre en el seno de sus semejantes, y si hay crisis de la cultura cuando hay crisis o cambio social, es porque existe una conexión que a veces es explícita, y a veces es un poco difícil de percibir; pero existe siempre.
Para desarrollar este cuadro, caractericé cuales eran los rasgos generales de la situación social del mundo contemporáneo, y luego de la primera clase traté de analizar cómo se manifiestan en el mundo contemporáneo, los dos grandes sectores que constituyen la sociedad contemporánea, esta sociedad que llamamos sociedad de masa en el seno de la civilización industrial. Analicé la función de las elites tradicionales, terminé señalando que la única esperanza era la constitución de nuevas elites y analicé ayer los caracteres de las masas en el mundo industrial de nuestro tiempo y del comportamiento cultural, señalando cuales eran las formas espontáneas que la masa adoptaba cuando trataba de satisfacer esas inquietudes, esas preocupaciones que están en el fondo de toda creación de cultura. Señale luego algunos rasgos de lo que algunos creen que debe ser la cultura para la masa, según una interpretación de la masa y de sus intereses que tienen ciertas elites a las que me he referido en la clase anterior.
Llegado a este punto termino este cuadro respondiendo a este tema tan ambicioso que ha sido formulado de esta manera, “Situación y Creación; posibilidades y perspectiva”. Es la cuestión final de todo lo que pueda pensarse acerca del problema de la cultura en el mundo contemporáneo. Dada esta situación, el problema final es siempre qué posibilidades tiene la creación. Cualesquiera sean las formas de condicionamiento que advertimos en lo que llamamos genéricamente la cultura, la cultura existe porque hay una instancia creadora. Por mucho que pensemos en el problema de su acondicionamiento social, siempre tiene un cierto elemento que es irreductiblemente individual. En este juego entre lo que es condicionamiento social y lo que es irreductiblemente individual, que finalmente es la expresión, encontramos, prácticamente, el viejo, el eterno problema de la cultura. Hoy quizá se nos presenta con más dramaticidad que en otras veces. O quizá no, quizá sea simplemente que nosotros sentimos este problema con más dramaticidad porque es el nuestro, y acaso esta situación se haya dado más de una vez. Y acaso, con lo que yo expliqué ahora, pueda confirmarse esta hipótesis optimista, puesto que probaría que el problema de nuestro tiempo ni es único, ni es la primera vez que se da, ni es, en consecuencia, un problema sin esperanza.
El momento de la creación
En última instancia, lo que hay en el fondo de toda cultura es un momento creador; todo lo que se llama cultura por definición es creación. Si por un momento abandonamos la definición más corriente de la palabra cultura y recurrimos a su sentido más extenso, descubriremos que cultura no es la cultura intelectual, la cultura estética. Cultura es todo lo que sea creación en oposición a naturaleza. Esta es en última instancia la acepción que la palabra cultura tiene por ejemplo para lo que se llama la antropología cultural. Es la que tiene, para lo que se llama en otra jerga la filosofía de la cultura. Cultura es todo lo que no es naturaleza, todo lo que no le es dado al hombre, sino que constituye el conjunto de lo que el hombre es capaz de crear.
El hombre es capaz de crear la geometría de Euclides; es capaz de crear la Capilla Sixtina o un hacha, o un vínculo lingüístico, o una forma de convivencia, o una norma moral; todo esto es en última instancia cultura en el sentido más extenso. Y cuando pensamos en la cultura intelectual, en la cultura estética, es decir en las formas más refinadas de cultura, es imprescindible que recordemos que no se puede separar de todo este otro caudal.
Cuando se separa de todo este otro caudal es porque ha aparecido una elite que se ha desvinculado, o que cree haberse desvinculado, y que ha comenzado a creer que las altas especulaciones del espíritu, de las que son capaces unos cuantos elegidos, no tiene nada que ver con lo que constituyen el caudal común de la colectividad. Esa colectividad a la que el hombre se dirige usando un cierto lenguaje gracias al cual es comprendido, es precisamente la colectividad que ha sido capaz de crear ese lenguaje. Generaciones tras generaciones se ha ido creando ese vínculo. Naturalmente, llega un día en que se vinculo se ha transformado en un instrumento con el cual se pueden decir las cosas más sutiles, pero es el mismo instrumento con el cual se dice el yo o el tú; es el mismo instrumento con el cual se establecen los primeros vínculos de comunicación, de relación de persona a persona.
La primera cosa a la que tenemos que acostumbrarnos es que es absolutamente inseparable lo que llamamos cultura en sentido estricto y lo que llamamos cultura en sentido lato. Que la cultura intelectual -el más fino razonamiento del más sutil de los filósofos o la más ágil creación matemática, o la más extraordinaria creación plástica- es absolutamente inescindible de todo lo que constituyen todas las otras formas de cultura, a partir de las más elementales y primarias. En toda esta cultura, que comprende todos los extractos imaginables, hay una instancia última que es el momento que llamamos creación.
Este es el momento que tenemos que analizar ahora, sí después de haber estudiado el condicionamiento social de la cultura contemporánea, queremos saber cuáles son las perspectivas futuras de nuestra cultura. Se trata de averiguar quién es el creador; qué posibilidades hay de creación; para quienes hay posibilidades de creación. Sobre cuál es el sentido que ha de tener esa creación, no podemos predecir nada, o casi nada. Pero hay algo que sí podemos entrever: que posibilidades nos van quedando de creación cultural, a quiénes, en qué medida, para alcanzar qué fines.
Es imprescindible que nos pongamos de acuerdo acerca de qué es esta cosa extraña y misteriosa que se llama la creación; que es, repito, la última instancia de toda cultura. Es la fuente manadera. Es allí donde finalmente reside la primera posibilidad de que luego se construya todo ese vasto argumento, toda esa vasta estructura que comienza a ser común, pero que tiene un fundamento en dónde hay un instante que es rigurosamente individual.
Así como en la clase anterior tuve que extenderme un poco acerca de que cosas son las masas, también para dilucidar este problema en el mundo contemporáneo tengo que detenerme a analizar en términos genéricos que es este problema de la creación, tal como yo lo entiendo, en relación con este problema que nos preocupa.
Yo digo que la creación tiene una instancia individual. Podríamos decir que a esto reduzco de una manera intencionalmente simplificadora este vasto problema, que puede ser enunciado también de una manera simplificadora, diciendo que detrás de toda cultura hay una curiosa y mudable forma que enlaza al creador y a lo que podríamos llamar su público. Del público ya vamos a hablar, cuando dilucidemos en que consiste este problema de la creación,en los términos que me hace falta para extenderme sobre ese problema.
Creación, mensaje y lenguaje
Eso que llamamos la creación -una creación filosófica, matemática, un sistema de ideas plásticas- es un curioso fenómeno que, en cuanto lo enfocamos con cierta precisión, nos revela la presencia de dos elementos radicalmente distintos y orientados en dos sentidos totalmente distintos también.
A esos dos términos podríamos llamarlos, de una manera convencional -así se ha hecho alguna vez- mensaje y lenguaje. Ustedes descubren detrás de esto una ligera reminiscencia de lo que llamaba el problema del fondo y de la forma. Pero es otra cosa lo que yo voy buscando, y utilizó estas dos palabras, muy usadas por cierto en estos últimos tiempos, para caracterizar el problema de la creación. Hay una cosa que se llama el mensaje. Esto es algo que se parece a la inspiración, o cosa parecida; nadie sabe bien qué es. Pero a poco que se observe este fenómeno se descubre que el creador quiere transmitir un mensaje. No se sabe bien de quien; no se sabe bien a quién; no se sabe bien cómo. Pero hay algo que constituye algo que alguien quiere transmitir; ese algo sale indefectiblemente formulado de una conciencia individual. Este es un hecho irreductible. Pero esta conciencia individual, que un día considera que tiene algo que decir a los demás, ha hecho un tremendo esfuerzo para construir este mensaje, que responde a toda una construcción que la conciencia individual ha hecho en su seno, para armonizar lo que constituye el mundo de cada individuo.
¿Qué es esto del mundo de cada individuo? Es eso que Antonio Machado llamaba “el mundo viejo”. “El mundo viejo, en orden tuyo y nuevo” decía una vez. Esta conciencia individual ha recibido toda suerte de estímulos. El mundo nuevo constituye su contorno. La pluralidad infinita de los fenómenos constituye sus excitantes. Ha aprendido, ha mirado, ha percibido, ha reflexionado sobre todo lo que ha visto, ha juzgado las cosas de la naturaleza y las cosas del mundo histórico social, ha reaccionado frente a unos fenómenos de cierta manera, y frente a otros fenómenos de otra cierta manera; ha descubierto que coincidía con muchas personas en ciertos juicios, y que no coincidía con nadie en otros, y todo esto constituye poco a poco, en una conciencia individual, una arquitectura nueva.
Machado llamaba “un orden tuyo y nuevo”, en el que no hay nada absolutamente nuevo, en el que todos son cosas aprendidas y recibidas, reacciones que se operan sobre lo que se aprende y lo que se ve, juicios, opiniones, valoraciones, y todo esto concluye por formar en una conciencia individual una arquitectura del mundo Es lo que Goethe llamaba “el microcosmos”: una imagen total del universo arquitecturado de una cierta manera, a veces más o menos montada sobre una teoría, o sobre un sistema de ideas racionalmente adquiridos, sustentado y defendido y otras veces montada sobre inferencias, sobre opiniones o sobre una particular e irreflexiva ordenación que puede ser el fruto del azar.
Este vasto mundo interior de un individuo constituye una imagen del mundo, del mundo físico, del mundo de las ideas, del mundo de la realidad histórico-social, del mundo de lo estético, de cualquier cosa, o de todo junto, seguramente, aunque adopte una forma peculiar. Con todo esto, un día aparece en esta conciencia individual algo que podríamos llamar “la necesidad de trascender”. Quizá sea está la forma más rigurosa de llamarle a esta especie de imperativo, de comunicar a alguien algo que se ha constituido poco a poco en el seno de una conciencia individual. Esto sería el mensaje: la expresión de un universo interior, o sea de una ordenación de todo un sistema de ideas, de reacciones de valoraciones, de opiniones constituidas en el seno de una conciencia individual, o como un sistema de ideas que se ha elaborado intelectualmente, o como un sistema de tendencias sobre el cual no se tiene mucha claridad racional. Todo puede ocurrir. Lo importante es que un día todo este conjunto de opiniones en el que se siente que ha llegado el momento de maduración, impulsa a una conciencia individual a que lo transmita. Esto se llama “tendencia a trascender”.
El hombre es un ser que tiene tendencia a trascender.Cuando se plantea que el hombre quiera trascender y comunicar todo lo que es el fruto de su actitud y de su reacción frente al mundo, inmediatamente se plantea el problema del lenguaje, que es radicalmente opuesto al del mensaje. Si el del mensaje es irreductiblemente individual, el lenguaje es irreductiblemente social.
Yo puedo extremar la introspección, ensimismarme tanto como quiera y pueda, tratar de ordenar todo el mundo de mis ideas, tratar de esclarecer lo que constituye mi universo individual, y cada vez ir decantando más las formas de este universo individual, purificando más sus notas peculiares. Mientras más lo purifico y lo analizó, mientras más agudo, fino y adecuado a lo que exactamente creo, más típicamente individual es. Podríamos decir que la última forma de esta creación es totalmente intransferible.
El acto de la creación pura del hombre parece manifestarse como la monada de Leibniz. Es efectivamente una instancia. Pero en el momento en que este mensaje quiere ser transmitido, que quiere trascender y comunicar esto, tiene que recurrir a algo que es mostrenco y común: tiene que recurrir a un vínculo, a un lenguaje, a una comunicación.
Todos estos fenómenos le plantean este gravísimo problema. Si el creador es capaz de expresar su mensaje con absoluta fidelidad, de una manera que recoja la totalidad de los matices que es capaz de crear, corre el grave riesgo de no poder transferir su mensaje, de no ser entendido. La última instancia de toda comunicación es utilizar un sistema que puede ser entendido por los demás. Y aquí se plantea este grave problema del lenguaje.
Cuando el creador ha perfeccionado su mensaje y cree que está a punto de ser transmitido, empieza a plantearse el problema del lenguaje en que se expresa para que su entorno lo reciba. Tiene generalmente dos posibilidades: la de expresarse en un lenguaje que sea muy común, y entonces puede ocurrir que en la medida de que transfiera su mensaje altere su individualidad, o puede plantearse el problema de buscar un lenguaje que exprese su individualidad con toda pureza.
¿Qué significa este problema? Puede ocurrir un fenómeno tan curioso como este ejemplo que voy a poner. En el siglo XI o XII, empieza a producirse el ascenso de lo que se llama la Europa burguesa; surge de un proceso de desarrollo económico y de secularización de la cultura. Esa nueva coincidencia o sensibilidad burguesa tiene necesidad de empezar a expresarse, y lo hace en una lengua que hasta ese momento la cultura no usaba. De pronto abandona el latín y empieza a usar la lengua vulgar. Dante Alighieri se planteaba el problema de si expresarse en latín, en provenzal o en toscano, y resuelve expresarse en toscano. De todos los lenguajes, es el más familiar a aquellos a quienes quería dirigirse. Hace un inmenso esfuerzo por decir en una lengua que normalmente no se usaba sino de la manera más vulgar, porque no tenía tradición literaria, toda esa corriente de pensamiento excelso en el que se sentía arrastrado, que percibía como una especie de misión. Todo eso acaso se hubiera hecho mucho mejor en una lengua con tradición literaria, como era la lengua latina, donde se había expresado ya el complejo mundo de Virgilio, o el de Horacio, o el de todos los pensadores medievales. Pero él prefiere el toscano.
Mientras está ocurriendo esto, ocurre un típico fenómeno que aparentemente es inverso y que pone sobre el tapete el grave problema del creador en situaciones críticas, que es en cierto modo el problema típico de nuestro tiempo. Un artista plástico de estas nuevas generaciones burguesas, el pintor o el tallista del siglo XII o del siglo XIII, recibe el encargo de tallar una imagen sagrada o de pintar un cuadro para un templo. Como hombre de su tiempo, está sumergido en un cierto clima que le ha inducido a pensar las cosas de una cierta manera, y a crear ese curioso mundo interior que es la reacción interna hacia toda clase de incitaciones exteriores. En ese estado de ánimo descubre que tiene que usar un lenguaje convencional. Este pintor del siglo XIII -podríamos llamarlo Cavallini, el pintor romano, o cualquiera de los sieneses de esa época- cuando reciben el encargo de pintar una Madonna o hacer un crucifijo, y quiere expresar todo lo que él cree que hay que poner en una figura, descubre que no tiene para representar todo eso que él quiere representar sino un lenguaje de forma que él no ha inventado. Lo único que él sabe hacer cuando toma el cuchillo para tallar la madera, o cuando toma el pincel, es pintar de la única manera que le fue enseñada y de la única manera que se sabe en su contorno. Entonces pinta a la manera bizantina.
Es realmente significativo que cuando Dante Alighieri ya es capaz de expresar su pensamiento, que es sagrado y profano a un tiempo, en la lengua toscana y en un lenguaje común a todos sus vecinos, el artista plástico, por el contrario, tiene que utilizar para expresarse un lenguaje convencional, que se caracteriza porque de por sí, y con Independencia lo que él sea capaz de transmitir, por la inercia de las formas constituidas, quiere decir otra cosa de lo que él quiere. Esto es lo que podríamos llamar “la traición del lenguaje”. En el siglo XIV Boccaccio está saturado de esto qué llamamos la conciencia burguesa, y consigue en la lengua toscana decir todo lo que él quiere decir. En el siglo XIV él ha hecho todo lo que puede, todo lo que quiere, todo lo que sabe, y ha conseguido transmitir a su público, en un lenguaje que es mostrenco, la totalidad de esta nueva actitud creadora que él ha ideado.
El pintor no puede, porque está más limitado que el poeta y el novelista que ha encontrado una lengua virgen: el toscano, que no quería decir nada, que no implicaba nada. El pintor, como el tallista, empieza a formular su pensamiento, a transmitir su mensaje, con unas formas que tenían tradición hierática, que era exactamente la antítesis de lo que él quería expresar, movido por esta reciente y eruptiva conciencia burguesa. Pero hay que esperar a Cimabue y a Giotto, prácticamente al siglo XIV, o al XV inclusive, para que empiecen a romperse estas formas convencionales, para que la angustia y el dolor no se expresen necesariamente de esta cierta manera. Hay que esperar un siglo o dos para que aparezca todo un nuevo lenguaje en el que el creador pueda volcar todo lo que se quiere transmitir sin que las formas de expresión arrastren implicaciones que no corresponden al mensaje que quieren dar.
Si pensamos en la situación contemporánea descubrimos fácilmente que estamos en presencia de un hecho semejante. Hay un lenguaje convencional para todas las formas de la cultura, que arrastra indefectiblemente innumerable cantidad de implicaciones que son totalmente ajenas a este mundo de ideas que se constituyen en cada uno de los hombres de la sociedad contemporánea, de la sociedad de masas y en el seno de la civilización industrial, de la misma manera en que el pintor del siglo XIII se encuentra que lo que tiene que decir está traicionado por un sistema de formas que hacen como si quisiera decir otra cosa que lo que él quiere.
Nosotros estamos todavía un poco embargados por este terror de que un lenguaje convencional nos haga decir cosas que no queremos decir. Se le ha llamado “el problema de la incomunicación”, típica de la sociedad contemporánea ¿Qué es el problema de la incomunicación? Es este problema del lenguaje que arrastra implicaciones que inclusive se contradicen con el sentido general de que lo que se quiere decir.
Traté de señalar en la segunda clase cuál ha sido el proceso de deformación progresiva de las minorías creadoras, especialmente en los últimos años del siglo XIX, y muy típicamente después de la Primera Guerra Mundial. Se ha producido un fenómeno de ascenso de la actitud esotérica. Hablé de poetas que escribían para poetas, y pintores qué pintaban para pintores, o de músicos que componían para músicos. Es un típico problema de lenguaje.
De lo que está seguro el artista de fines de siglo pasado, de los primeros tiempos de este siglo, en una línea que se acentúa y dramatiza después de la Primera Guerra Mundial, es que todo el sistema de las formas tradicionales está caduco. Cezanne, o Kandinsky, o cualquiera de los pintores de la escuela de París o de los fauves, sabe que pintando a la manera de Rafael no hay nada más que decir, o acaso que él no es capaz de decir con el lenguaje de Rafael nada que no se haya dicho.
Entonces se plantea un problema que puede ser de extremada humildad o de extremada soberbia; quiere construir un lenguaje. Empieza Cezanne a crear su lenguaje, y empiezan Picasso o Kandinsky a crear su lenguaje. Este lenguaje de pronto irrumpe y se nos presenta a nosotros solamente como una agresión de forma sin contenido, en tanto que para el creador, ha sido el resultado de un esfuerzo heroico y dramático para encontrar una forma, un lenguaje con el que pueda decir siquiera sea algo original. Quizá mucho menos importante, perfecto y acabado que lo que podría con el lenguaje de Rafael o de Tiziano, pero evidentemente sin ninguna posibilidad de nuevas aperturas.
El creador prefiere correr el riesgo de decir cosas muy insignificantes: lo que puede decir colocando dos planos con dos tonos de azul sobre un lienzo, y nada más. Esa vaga intuición del mundo físico que hay detrás de toda pintura va a ser dicha con el principio de originalidad, buscando una cosa nueva, que él no sabe que es, porque la sensibilidad es precoz frente a todo problema de crisis, sin duda alguna, pero no es capaz de formular el sentido de la crisis.
Este problema del lenguaje plástico va creando esta sucesión infinita de los “ismos”, como si fueran juegos de malabares. Es el resultado de un terrible, pavoroso esfuerzo por descubrir, primero, que es lo que se quiere decir, y luego tratar de decirlo de una manera absolutamente original. Se trata, se dijo alguna vez, de presentarse como una conciencia ilesa; de presentarse en una actitud de pureza, reduciendo la expresión de lo que se quiere decir a los términos puros de lo que constituye el contenido, sin que en lenguaje traicione al mensaje. El artista busca esta forma, y la aplica de una manera que es una apelación a toda clase de recursos técnicos; entonces aparecen Kandinsky, Stravinsky, y toda la serie de artistas que han tratado de modificar el esquema de las formas, tratando de decir algo nuevo. Este es un alarde técnico extraordinariamente sutil, en busca de un lenguaje para un mensaje no identificado, que nosotros calificamos de precursor, que empieza a desfasarse con respecto a un lenguaje tradicional que perdura. Empieza a parecer que el lenguaje es necesario, en el momento en que empiezan a producirse estos fenómenos de ascenso de masas que estamos observando.
Esta es una situación que se da en el mundo contemporáneo. No tengo noticia de que se haya dado en el mundo salvo con el ascenso de la burguesía, en los primeros tiempos medievales. Hay ahora un instante -en relación con la Revolución industrial, según mi opinión- que se parece mucho a ese fenómeno, que se puso muy de manifiesto, por ejemplo, cuando apareció la imprenta.
La imprenta iba a poner en manos de todo el mundo lo que había constituido el goce de una pequeña elite. Naturalmente, lo que empezó a imprimir fue lo que podía ser mostrenco, lo que era más conocido. Se empezó a imprimir la Biblia, y vidas de santos; un tipo de literatura que, para el humanista del siglo XVI era una literatura caduca. Este nuevo instrumento de difusión ponía al alcance de las masas una serie de cosas, que podían decirse como se lo decía tradicionalmente. Hoy, en el momento en que empieza a producirse este fenómeno de ascenso de masas, descubrimos que hay una elite que se fuga y una masa que crece, y que encuentran como único lenguaje inteligible, precisamente aquel que las minorías, han comenzado a creer que es un lenguaje traidor. El lenguaje inteligible para estas masas que ascienden es el que era tradicional. Y ese es el lenguaje en el cual Valéry, Kandinsky o Picasso creen que ya no se puede decir nada Entonces se produce este desfasamiento al que me referí cuando hable de la elite, y se transforma, frente al problema de la creación, en un problema que puede definirse alrededor del tema del público.
La palabra público, tan vinculada eso que llamamos el espectáculo, que es la forma típica de expresión de la cultura de masa. El público es un fenómeno social. Si yo pregunto quién es el público, ustedes me contestarán que es una aglomeración ocasional de personas vinculadas por un vínculo inestable, impreciso y no expresado, al cual va dirigida una creación que no tiene con él sino un instrumento de comunicación que es el lenguaje.
El público es un conjunto social, que tiene o no tiene presencia física. Si el público es el público de una película, tiene presencia física; si es el de un novelista, un poeta o un pintor, no la tiene. A un pintor que se plantea el problema de a quién se dirige. Si pinta en la línea de Picasso o de Kandinsky, usando un lenguaje de forma que sólo puede ser captado por una elite que está muy acostumbrada, va a establecer todo lo que hay por debajo de ese lenguaje. O si por el contrario debe usar todos los medios de comunicación tradicionales, todas las formas tradicionales de expresión ¿A quién se dirige ese creador que se plantea este terrible problema? Se dirige a lo que se llama el público.
Los lenguajes de la sociedad de masas
Kandinsky elige su público cuando elige este lenguaje; él no puede equivocarse, él no puede tener impresión de que pintando de esta manera va a conmover a las multitudes; él tiene que saber que ni siquiera va a conmover a lo que llamaríamos el público culto medio, que siempre tiene un tiempo de retardo con respecto a esta minoría de las minorías, que son las que en situaciones críticas como las que vivimos están lanzadas al descubrimiento, a la persecución, y al afinamiento de nuevas formas. Un pintor de ese tipo pinta para lo que se llamó de una manera heroica en un tiempo “el salón de los independientes”, es decir pinta para los heterodoxos, para los disconformes, pinta para los que van a apoyar ese gesto de rebeldía, de libertad. Pinta para ellos, o para el super entendido que es capaz de entender qué es lo que él va buscando y por qué persigue esa forma. Hay un público culto que está un poco atrás de eso, que está más o menos bien dispuesto a seguir esa novedad, pero que no está iniciado, puesto que la iniciación requiere un conocimiento técnico que no puede salir de pequeños grupos. Y luego hay una inmensa masa que no puede llegar a Kandinsky porque no ha llegado a Rafael.
El pintor o el poeta que elige un lenguaje, elige un público. Y el público es un conjunto social, tanto en el sentido de la sociología como en el sentido de la sociedad. Es algo que coincide con los sectores de la sociedad. Sabemos muy bien que esa gente no puede entender a Kandinsky porque no ha llegado a Rafael. Son precisamente los que pertenecen a estas masas en ascenso, que están operando en este instante su primera aproximación a lo que ha sido el fruto de la cultura secular.
De tal manera que hay un tipo de creación que es irreductible a estas masas en ascenso, por un problema de lenguaje. Si esto está claro se podrá medir la magnitud del fenómeno cuando yo afirme, si es que no me equivoco, que sin embargo hay en estas minorías que crean para minorías una razón de fidelidad a sí mismas. Una razón de búsqueda de un medio de expresión fiel, independientemente de lo que digan para expresar su actitud. Hay una actitud que corresponde rigurosamente a esta actitud de las masas, porque al fin de cuentas es el mismo tipo de inconformismo.
Es casi seguro que cualquiera de los representantes del inconformismo plástico o musical se revelaría contra esta afirmación. Si se exigiera una interpretación de lo que hay en el fondo de su mensaje a estos creadores que están buscando un lenguaje propio y fiel, es casi seguro que no sólo desmentirían lo que yo afirmo sino que darían una formulación radicalmente inversa al sentido de lo que yo propuse. Pero la verdad es que hay una afinidad en cuanto al inconformismo.
Estas masas en ascenso creen que en el campo de la cultura todo debe decirse desde que el lenguaje tradicional. Sin embargo estas masas, por el mero hecho de existir y de querer acceder a la cultura, y por el mero hecho de operar de esta manera, están afirmando un tipo de inconformismo que supone que se satisface queriendo recoger los frutos de una cultura tradicional.
Es evidente que el sentido general de este fenómeno de ascenso de masa no es acomodarse al sentido de una cultura tradicional, sino que es buscar finalmente su propio estilo. Esta es la historia que va para largo. Nadie puede prever cuando un sector social en ascenso consigue finalmente su propio estilo. Hay mucho de azar, de absolutamente imprevisible, pero la verdad es que estas masas en ascenso no pueden históricamente satisfacerse con el estilo tradicional, que se manifiesta y se expresa con fidelidad en el lenguaje tradicional. Estas masas también necesitan un nuevo lenguaje.
Pero este nuevo lenguaje no lo van a dar las masas, porque no le ha dado nunca un grupo colectivo. Este lenguaje va a salir de innumerable cantidad de experiencias individuales, todas las cuales tienen en común lo de querer descubrir de una vez la forma que los identifiquen. Finalmente tratará de ser una forma en virtud de la cual, en un momento -esos momentos que han sido alguna vez llamados clásicos- se consigue expresar en cierto lenguaje, con la máxima fidelidad. Un lenguaje que recibe el mayor consenso social posible. Este sería el desiderátum.
Llegará un momento -porque ha habido ya varios momentos en la historia de la humanidad- en que la instancia creadora, que siempre es rigurosamente individual, se expresará un día, una vez, en un lenguaje que no traicione la total e irreductible pureza del mensaje, y que permita sin embargo que ese mensaje llegue en toda su pureza a un inmenso número.
Todo un lenguaje está en proceso de formación. Nosotros no conocemos de ese lenguaje sino estos efímeros y sucesivos intentos que hace lo que se llama vulgarmente “el arte contemporáneo”. Este arte de escuelas efímeras que se suceden las unas a las otras, que parecen moda más bien qué estilos, y que no son sino ensayos, casi todos ellos incluidos los unos en los otros, en búsqueda de un nuevo lenguaje que solo pueden crear negando, suprimiendo las formas tradicionales de expresión. Pero no así ciertas formas nuevas de expresión.
En ese sentido no hay fenómeno cultural más revolucionario que el cine. Porque el cine no es como la radio, un simple instrumento de difusión. El cine es como la televisión. No hay una posibilidad que la radio cree un estilo musical, porque la radio no agrega ni quita nada al fenómeno sonoro. Pero el cine, como la televisión por cuanto es una forma de cine, han creado la posibilidad de un tipo de creación absolutamente inédito antes de la aparición del cinematógrafo, como una concepción del tiempo absolutamente revolucionaria, como una posibilidad de dar una traducción de la concepción dramática de la vida totalmente inusitada. Y sobre todo, con posibilidades de realizarlo ya, sin esperar a que coincida vagamente el lenguaje que busca un Kandinsky en el zumo del refinamiento con las masas en ascenso que acaso dentro de 200 años se encuentren con esas minorías. Sin esperar a todo eso, un día el cine encuentra un equilibrio, directamente.
Ese equilibrio se manifiesta en este hecho sorprendente, que no se da en ninguna otra forma de creación: la posibilidad de que un creador pueda crear para iniciados y para conocedores técnicos y satisfacer a esos grupos, y satisfacer a las minorías de iniciados, y satisfacer luego a millares de personas todos los días en todas partes del mundo.
¿Qué es lo que le gusta de Chaplin a Chaplin?, ¿Qué es lo que le gusta de Chaplin a los entendidos en materia de cine, y que es lo que les gusta de Chaplin a las multitudes que lo han visto, y que es lo que les gusta a los chiquilines de diez años? Este es uno de los grandes misterios. ¿Qué es lo que gusta de Walt Disney? ¿Qué es lo hace que de pronto algo de innegable calidad se transforme en un éxito de público? Este es el gran problema.
No se conoce hoy, en la industria editorial, un bestseller, un libro que sea un éxito de librería, del que pueda asegurarse de que es un libro de plena calidad. Esto es casi un hecho.
Cuando el bestseller coincide, es que se han juntado tres o cuatro factores que son ajenos al valor intrínseco: o es un argumento cinematográfico o es un Premio Nobel, es decir, es algo que proviene no del consentimiento espontaneo, no de la adicción estética o intelectual, sino de un fenómeno de propaganda que ha funcionado de alguna manera.
Pero en el caso del cine no se da este fenómeno, sino una rigurosa posibilidad de identificación de los entendidos porque son técnicos, de las minorías de conocedores y de las masas. Traducido a términos sociológicos, el cine ha creado esta curiosa y casi prodigiosa circunstancia: ha identificado los públicos como ni la pintura, ni la literatura, ni la filosofía, ni nada ha conseguido identificarlos.
Este es un hecho que nos pone sobre la pista de un fenómeno nuevo: hay una posibilidad de estilo peculiar, en esta sociedad que transitoriamente es una sociedad de masas, pero que un día encontrara la manera de no ser una sociedad de masas, sino una sociedad en que las mayorías encuentren la posibilidad de manifestarse, cada uno de sus miembros como un ser individual. Ese día, esas mayorías encontraran un estilo.
Ese estilo tendrá que alcanzar ciertos caracteres de individualidad. Yo creo que el cine avisa acerca de cuáles van a ser los rasgos de ese nuevo estilo, de una manera como no avisa ninguna otra de las artes. A pesar de que todo el cine es el ejemplo más significativo de lo que constituye, en esta etapa de transición de masa en el mundo industrial, la mayor tragedia que le ocurre a la cultura: la presencia de lo que ayer llamábamos la organización industrial interpuesta entre la creación y el público.
Esta organización industrial tiene intereses peculiares. No son los de la cultura; tampoco los de la masa, entendida como un conjunto humano en el que hay que tratar que cuanto antes deje de ser masa y sea finalmente un conjunto de seres humanos individualizados. Todo esto es ligeramente ajeno a esto que llamamos la organización industrial. Ella constituye lo que podríamos llamar una elite intermedia, porque es la que elije, la que dice lo que debe gustar, o lo impone por la fuerza de la organización industrial, e incita a que la gente se satisfaga con eso, puesto que lo que da y de manera masiva.
Si el problema consiste en estos términos del modo tal como yo lo voy planteando, quedaría como resultado final que, en esa sociedad de masa en el seno de la civilización industrial, el gran problema es, sobre todo, que el problema de la creación de ciertas elites intermedias cuyos objetivos finales sean los objetivos de la cultura, y los objetivos propios de esa humanidad en ascenso.
Este es para mí el problema básico de la cultura de nuestro tiempo. Hay que yuxtaponer a estas elites intermedias creadoras, creadas por la organización industrial, unas elites que llamaríamos desinteresadas o gratuitas, cuyos intereses fueran los de la cultura y de la humanidad.
Los universitarios como elite intermedia
En esto pienso fundamentalmente, cuando pienso en el papel de los universitarios y en la misión social de la universidad. Hacer que cada uno de los hombres, que en la universidad ha recogido un grado profesional, un colaborador de esta función intermediaria entre la creación sometida a su pura ley, y estas masas en ascenso que están en una etapa en la cual el conocimiento del lenguaje en el que la creación se manifiesta no ha conseguido alcanzarse todavía.
Estas elites intermedias tienen que constituirse, y yo estoy persuadido de que es en la universidad donde tienen que constituirse. Por eso me pareció tan feliz esta iniciativa de la creación de “los promotores de cultura”, una tarea que le incumbe a los hombres que han tenido la fortuna de pasar por la universidad, pero que han tenido además la fortuna de advertir que estamos en una etapa de nuestra historia en la cual hay un deber ético que consiste en contribuir a que las masas dejen de ser masas y se transformen en lo que realmente son, que es humanidad.