El título de esta conferencia, promete un planteo que quizá podría ser considerarse como excesivamente académico. Pero no me propongo hacer un análisis exhaustivo de las relaciones entre la sociedad y el teatro, un tema, que tendría proyecciones exageradamente formales, lejanas de quienes se interesan por el teatro mismo. Existe un tipo psicológico de enamorado del teatro para quién es muy posible que los razonamientos que voy a hilar alrededor de este tema no sean demasiado seductores.
Yo no soy hombre de teatro, no tengo por el teatro otra pasión que la del espectador, ni otro contacto con él. Ante esta sugestión de hablar sobre el teatro, he descubierto un par de ideas que voy a desarrollar ante ustedes, con cierta timidez; unas hipótesis espontáneas, que expondré más bien como preguntas.
Me he preguntado qué tipo de actividad es éste que llamamos habitualmente el teatro. Me lo he preguntado como historiador, pensando no tanto en el teatro que yo he visto sino en las innumerables noticias que tengo acerca de cómo ha sido el teatro: un lugar en el que se daba una relación psicológica parecida a esta que se da aquí en este instante; en el que se establece un singular diálogo entre alguien que está de un lado del foso y otras personas que están del otro lado.
Esto es una curiosísima ficción, un sistema convencional. Es absolutamente convencional que haya un tablado un poco elevado con respecto al lugar donde están las plateas; que dentro de ese tablado se realice una acción que todo el mundo sabe que es ficticia; y que es posible que una vasta concurrencia asista durante varias horas a esta ficción, sosteniéndola con su interés ,y cumpliendo algo que tiene un poco de rito. Porque el teatro conserva, aún en sus expresiones más modernas, algo de rito.
Me he preguntado por qué curiosa circunstancia se ha conservado tanto tiempo esta forma convencional de creación y de participación del público en el proceso de la creación. Es una fórmula más convencional, por ejemplo, que la poesía, porque hay una cita, que el poeta no da. El poeta se cita a sí mismo; se encuentra consigo mismo. Escribe, compone y ofrece para la eternidad lo que ha creado. Y la eternidad acude a esa cita cuando a cada uno le viene bien.
Pero el teatro no. El teatro tiene una cita a plazo fijo, a hora fija. Ese día concurre un cierto número de personas a un cierto recinto y desde ese momento se conviene una especie de acuerdo tácito en que los actores van a enfrentar a la concurrencia, proponiéndole un mundillo -quizá no llegue a mundo- absolutamente convencional, en el que lo más importante que puede ocurrir es que muera alguien. Pero hasta llegar al momento en que alguien muere pasan muchas cosas, de acuerdo con una lógica interna extraordinariamente vigorosa. Shakespeare tiene una lógica interna tan vigorosa, tan recia, como lo tenía el mundo del siglo XVII.
Esta convención ha durado mucho tiempo. Si se ha sostenido durante tanto tiempo, cambiando generaciones tras generaciones el tiempo de concurrencia y las formas externas de esta convención, es porque seguramente corresponde a una cierta necesidad, a una cierta exigencia, que puede ser una exigencia profunda del espíritu.
Me pregunto si cabe la confusión entre teatro y literatura. Observo que corresponden, en realidad, a dos actitudes absolutamente diferentes de quien se compenetra con una u otra forma de creación. Porque en el teatro hay una cosa que le da al historiador un interés extraordinario por ese tipo de creación: la certidumbre de que el público va buscando allí, sobre todo, algo que podríamos llamar una presencia.
Se ha dicho más de una vez que la diferencia substancial que hay ente teatro y literatura es que, por muy vivaz que sea la creación literaria, tiene siempre algo de alusión. El teatro, por el contrario, es siempre una presencia. Algo cuya existencia real se está postulando por encima de los límites de la convención en virtud de la cual todos saben que aquello es falso.
En los teatros se puede recitar el monólogo de Segismundo o el de Hamlet. Con el teatro leído se puede apreciar estéticamente lo que literariamente vale un fragmento de una obra teatral. Pero el teatro como conjunto no existe sino como virtualidad en el papel escrito. Se transforma en realidad exclusivamente en el momento en que cada actor se hace cargo de su papel y comienza a vivirlo sobre el tablado. A ponerlo en funcionamiento en relación con los demás y a proyectarlo hacia el público, porque si el teatro leído no es teatro, tampoco el ensayo general es teatro. El teatro empieza cuando comienza este diálogo mudo entre el teatro y el espectador.
Esta convención seguramente corresponde a una necesidad profunda del espíritu. Es la exigencia que tiene el ser humano de contemplarse a sí mismo, de auto contemplarse, pero dentro de ciertas convenciones. El hombre se contempla a si mismo cuando se detiene en una esquina, en el ágora o en una plazuela y empieza a observar lo que dice el mercader o el caminante, y de todo aquello que se dice recibe una impresión, obtiene una noticia de lo que es el hombre. La auto contemplación puede hacerse fuera de esta convención teatral, en la calle. Sin embargo, se prefiere esta convención en virtud de la cual la autocontemplación se encuadra dentro de ciertas reglas. Es un fenómeno psicológico bastante complejo, y a medida que nos hacemos esta reflexión tenemos que convenir que este tipo de actividad –llamémosla así- está satisfaciendo una necesidad bastante profunda, y además bastante duradera.
Se trata de un mundo de personas a quiénes les acontece cierta cosa, que marcha indefectiblemente hacia un desenlace que pone punto final cuando el telón baja. Este sistema de convenciones del teatro se apoya fundamentalmente en la idea de que esta presencia en un tiempo, a la vez real y ficticia, satisface una necesidad del espíritu
Una presencia real y una presencia ficticia, que parece evidentemente una contradicción, nos pone –me parece- sobre la pista de algún secreto. ¿Hasta dónde cree el espectador que aquello que se desarrolla en el tablado es real? Ha habido una época en el teatro en que el espectador estaba convencido de que lo que veía era real. Es casi seguro que el espectador de un milagro medieval, que contemplaba en la plaza delante de la catedral, y que observaba al diablo que aparecía mediante un mecanismo bastante elemental, salía más o menos convencido de que, efectivamente, entre el olor de azufre y la irrupción del muñeco, se configuraba algo que, si no era real del todo, tenía un elemento de realidad.
El teatro no ha podido nunca evitar esta curiosa mezcla de realidad y de irrealidad que configura el “mundillo teatral”. El espectador, en virtud de la convención que lo lleva al teatro, sabe perfectamente que lo que está viendo no es real, pero no se resigna a que no sea real del todo. Si llora en el momento del crimen, si se conmueve en el momento culminante de la escena, es porque alguna realidad le atribuye. Es evidentemente una realidad poética.
Podríamos llamar irrealidad a esa realidad poética. Pero no es una irrealidad absoluta, de la que se sepa de alguna manera absolutamente cierta que es totalmente ficticia. Se advierte, con toda seguridad, que lo que está ocurriendo es irreal, ficticio. Le ocurre a aquellos actores en ese momento, pero se le confiere una cierta realidad que en última instancia se transfiere al propio espectador o al ser humano en general. Esto que es irreal en el tablado es lo que le podría ocurrir, eventualmente, a cualquiera que mira el espectáculo. Porque el autor ha tenido la gracia de infundirle a aquella ficción un cierto tono de universalidad, de algo que asegura que aquello que le ocurre a un personaje en particular es lo que puede ocurrirle a todo ser humano.
No falsearíamos el espíritu de esta convención que llamamos teatro si dijéramos que corresponde a una cierta necesidad de irrealidad que yace en el espíritu humano. Por lo demás, si esa necesidad no existiera en el espíritu humano, todo lo que es creación artística carecería de sentido. Porque al fin de cuentas toda creación artística es una irrealidad que se nos ofrece para que la agreguemos a la realidad que percibimos como tal. Para que enriquezcamos nuestro mundo y obtengamos una atmósfera en la que nos sentimos cómodos. Aprendemos a vivir un poco a caballo entre el mundo de la realidad sensible y este extraño mundo de la realidad que el poeta, el creador, es capaz de suscitar y ofrecernos.
Un mundo de irrealidad, ofrecido al espectador de todos los tiempos, dentro de ciertas convenciones, ha terminado por configurar una tradición. El espectador corriente, que se sienta en su platea y que espera que levanten el telón, cree que ha ido a distraerse. En realidad no ha ido a distraerse. El hombre no siempre se distrae de la misma manera. Generalmente cambia de motivo, de pensamiento, y con mucha frecuencia se sumerge en cierto tipo de inquietud que no le es habitual, pero que no le es ajena.
Este espectador -que ha ido a entretenerse- acepta la convención y se encuentra con un espectáculo, que le sorprende o no. Le sorprende si le es desconocido, en cuanto a la anécdota. Es posible que no sepa lo que le va a ocurrir a Mariana Pineda. Es posible que no sepa exactamente como termina el conflicto de Electra. Pero sabe aproximadamente lo que va a ocurrir. Y si el autor le es familiar, es posible que imagine lo que va a ocurrir.
Entretenerse es una manera ajustada a ciertas normas, esquemas, predisposiciones. Desde los orígenes del teatro griego, el teatro le ofrece al espectador fundamentalmente dos cosas: o un tipo de creación en el que el mundillo que se da sobre el tablado incita a llorar, a pensar o a inquietarse, o un tipo de espectáculo en el que el mundillo que se da sobre el tablado más bien incita a entregarse a la contemplación, a la burla, a la risa, y en algunos casos, extremando, a una extraña sensación de confusión entre el espectáculo y ciertos aspectos de la vida absolutamente cotidiana. Estas dos posibilidades del teatro son las que han incitado muchas veces a que se lo llame con un nombre que hizo clásico Paul de Saint Victor: las dos carátulas. En realidad, más exactamente dicho, las dos máscaras.
Puesto a pensar sobre la singularidad y perduración de esta convención, y por la reiteración de esta costumbre de asistir a un espectáculo en esas condiciones, llega el momento en que uno se inquieta por esta singular simplificación de la convención. El espectador satisface cierta inquietud de su espíritu, prestándose a cierta convención en la que se le da un tipo particular de realidad, mezclada con la irrealidad, pero resulta que el índice de sorpresa es bastante escaso. Si lo que se anuncia es una tragedia, puede presumir aproximadamente cómo va a concluir. Si es una comedia, puede presumir cómo va a terminar. Si se repasa ligeramente la historia del teatro, se verá que las posibilidades no son muchas más. Y uno se pregunta: ¿esta curiosa convención, tan duradera, tan sostenida, tan ajustada a cierta inquietud del espíritu, cómo puede ser tan simple? ¿Por qué es tan simple? Porque finalmente, no nos ofrece sino estas dos máscaras. La máscara trágica y la máscara burlesca.
Se ha dicho que el espectador va al teatro porque quiere entretenerse, o a veces porque quiere pensar. Se dice que el espectador va a ver una tragedia porque aspira elevar su espíritu o como decía Aristóteles, aspira a la purificación, a la catarsis. Se ha dicho que va a ver un auto sacramental porque quiere edificar su espíritu, si es creyente. Se ha dicho, finalmente, que el espectador tiene dos posibilidades fundamentales: la que ofrece la máscara trágica y la que ofrece la máscara burlesca.
Parecería como si lo propio del hombre fuera llorar o reír. Esto es una determinación psicológica: el hombre llora o ríe. Al hombre le interesa entregarse a la irrealidad con dos aspiraciones posibles: llorar o reír. Esto parecería ser lo que se esconde detrás de lo que llamaríamos la interpretación psicológica de la confrontación de las dos máscaras, en esta convención que llamamos teatro.
Yo me resisto a esta hipótesis. No supongo que el teatro haya adoptado finalmente estas dos posibilidades fundamentales exclusivamente porque el hombre tenga estas dos tentaciones antitéticas de llorar o reír. Supongo que detrás de la máscara trágica y de la máscara cómica hay algo más. Puesto a pensar, encuentro que un examen cuidadoso de los orígenes de los teatros que conocemos mejor puede ofrecernos una cierta pista, una guía para entender qué es lo que puede haber detrás de esta curiosa contraposición que acaso sea más vasta, más profunda, más compleja que la pura predisposición a estas dos actitudes psicológicas de llorar o reír.
¿Qué resulta de comparar los orígenes del teatro griego y del teatro medieval? Son dos procesos históricamente muy diversos entre si; muy apartados cronológicamente, pero que conocemos lo suficientemente bien como para poder hilar un poco delgado acerca de cómo ha nacido, en dos momentos que son fundamentales para la historia de nuestro teatro.
El teatro que nos es familiar es el griego y latino, del cual suponemos que hay un momento de declinación en virtud del cual llega hasta perderse la tradición teatral, aunque quizá no haya sido así del todo. Luego hay un resurgimiento; hay un verdadero nacimiento del teatro y empieza lo que llamamos el teatro medieval, que tiene una continuidad bastante notoria con el teatro clásico y con el teatro moderno.
Si estudiamos comparativamente los orígenes del teatro griego y del teatro medieval, encontraremos que efectivamente el teatro griego se inaugura mediante esta contraposición de las dos máscaras. Pero también es cierto que el teatro medieval se inaugura de la misma manera. La máscara trágica nace en ambos casos con un signo religioso. El teatro griego es originariamente rito, pero el teatro medieval, en cuanto a misterio o a milagro, también es rito.
Es bien sabido que quiénes representaban estos milagros y estos misterios originariamente eran hombres de iglesia. Eran los mismos que oficiaban y originariamente cumplían las funciones teatrales con la misma seriedad, con la misma pulcritud con que realizaban sus cultos, porque, en realidad, era culto también. La representación del misterio de la pasión, la del Juego de Adán, cualquiera de las representaciones más características del siglo XII, tienen en su primer momento un aire absolutamente litúrgico. Era lo que ocurría con el primer avatar de la tragedia griega. Cuando llegamos a Esquilo, las formas primarias del teatro ritual se han transformado un poco y el elemento literario ha comenzado a deformar, pero apenas, la intención ritual primitiva.
En lo fundamental la máscara trágica nace dentro de los principios y sujeta a las obligaciones propias del acto litúrgico. Lo que el poeta, el creador, pone como contenido de este tipo de acción, conserva siempre algo de religioso. Se ha dicho muchas veces que la tragedia griega ha sido en realidad una especie de presentación de la fatalidad de Dante, de la Némesis. Ha sido siempre la representación de un duelo, o un desafío entre el hombre y lo sagrado. Y efectivamente, así era.
¿Cuál es el problema de Edipo? ¿Cuál el de Prometeo, y de toda la tragedia clásica, especialmente en Esquilo y de Sófocles? ¿Qué es sino este vasto desafío entre la impotencia del hombre y la omnipotencia de los dioses? Esto era. Pero ésto también era el secreto del misterio medieval: enfrentar al hombre con la omnipotencia divina, con la posibilidad de la salvación o de la perdición, es decir el paraíso y el infierno. Era presentar al hombre en conflicto con su pecado, con su esperanza de salvación. Todo esto presentado a través de las formas reales de la religiosidad, en relación con la posibilidad de redención por la intervención del santo que realiza el milagro o por la intervención del sacerdote que posee las virtudes carismáticas suficientes como para otorgar el perdón. Exactamente igual.
Varía el tipo de rito. Varían las concepciones religiosas fundamentales, en la medida que varía de lo griego a lo cristiano medieval. Puesto desde el punto de vista del hombre que está delante del tablado o sentado en la orquesta, lo que se le presenta es un drama entre el destino individual terrenal y lo sagrado. Es decir, entre lo humano y lo sobrehumano.
Esto es lo que caracteriza la máscara trágica. Si llora o no llora el espectador, es un problema secundario. Lo importante no es que el destino de Etéocles y de Polinices sea horriblemente trágico. Lo importante es que hay una voluntad humana que se encuentra con la voluntad divina, como lo dice Jorge Manrique. Este duelo es lo que constituye la esencia de lo trágico. Salvo la diferencia propia de la dogmática, se da en términos iguales en la primitiva tragedia griega, antes de que Eurípides la encamine por el camino del drama, y la forma primaria del misterio y del milagro medieval. Es un enfrentamiento de lo humano con lo divino.
Este es un enfrentamiento deseado. El hombre concurre al espectáculo porque quiere ver ese enfrentamiento y aspira a purificarse. Es lo que se llama catarsis en griego, la purificación; pero es lo que se llama edificación en el cristianismo. Hay aquí una relación de tipo psicológico. Hay una relación de tipo religioso, evidentemente. Pero hay más.
Uno se pregunta: ¿por qué esta representación no se hace a fecha fija? Es un día cualquiera, el día que hemos tenido la suerte de conseguir una entrada en un teatro muy lleno, o el viernes por la noche, y no es el día de la Pasión, o del milagro de San Nicolás. En un día ritual en cambio, como era el de la fiesta de Dionisios, cuando se hace la representación, el hombre va en busca de la catarsis o de la edificación; es lo que debe hacer ese día, como el domingo debe ir a misa o como el día indicado debía seguir la procesión de Palas Atenea; es un rito. Este hombre que va al rito, que concurre a un acto litúrgico, es el mismo que otro día, que no es ritual, concurre a ver la vieja comedia dionisíaca. O va a ver lo que llamaban en la Edad Media el Juego de escarnio, o el Juego de juglaría; en ambos casos, es un espectáculo en que se entrega, en absoluto estado de despreocupación, esta vez sí, a divertirse.
Es el mismo espectador, o puede ser otro, o el mismo en otra actitud. Pero cabe pensar que quizá no son sino dos máscaras del mismo hombre. Ese que va a ver la vieja comedia megarense [Megara, Grecia, siglo VI a.C.] en la que se entretenía imitando a Dionisios y se hacía toda clase de burlas, se imitaba al cojo, al loco, y se burlaba de los políticos de la ciudad. Es el mismo que va al Juego de escarnio medieval, donde se divierte con un juglar que hace juegos malabares, pero que, al mismo tiempo, también representa a un loco que es capaz de decir cosas que, de pronto, le aterran. Es capaz de burlarse del demonio; de descubrir que no cree en el infierno; es capaz de burlarse de todo lo que constituye el mundo ordenado, como se burlaba en la vieja comedia megarense, o luego en las de Aristófanes y en toda la comedia que le continúa; como se burlaba en Plauto y en Terencio.
Si la tragedia o el misterio medieval se empeñaban en dar carácter de realidad a lo que constituía la irrealidad del mito, la máscara burlesca, satírica, cómica se empeña en presentar la realidad, acentuando los rasgos típicos, mucho más allá de lo que cada espectador era capaz de ver. El espectador iba por eso. Porque el poeta, el autor, era capaz de poner de relieve mucho más de lo que él solo era capaz de ver.
Me inclino a creer que estas dos máscaras, la trágica y la cómica, no configuran dos actitudes de raíz exclusivamente psicológica. No me parece que eso sea bastante para explicar esta especie de alternancia entre la preocupación por el problema del destino del hombre, de su impotencia frente a la omnipotencia divina con esta actitud burlesca, absolutamente despreocupada, que sin embargo tiene, en cuanto a burla, un sentido muy profundo.
Me pregunto ahora si este planteo nos ayudará a entender esta curiosa confrontación de la máscara trágica y de la máscara cómica en que aparece el teatro. El teatro griego aparece hacia el siglo VII antes de Jesucristo. El teatro medieval aparece hacia el siglo XII después de Jesucristo. Una vez que se escriben estas dos fechas, para el hombre del oficio, el historiador surge una curiosa correspondencia. Nunca ha habido épocas más inquietas que la del siglo VII antes de Jesucristo y la del siglo XII, después de Jesucristo. Inquietas de una cierta manera.
En el siglo VII antes de Jesucristo el mundo griego ha entrado en esa terrible conmoción que lleva poco después a la instauración de la llamada democracia griega. ¿Cómo se ha producido? Ha sido como consecuencia de unas terribles guerras civiles -hoy diríamos profundas revoluciones sociales- que han arrebatado el poder a las viejas aristocracias terratenientes y han permitido el desarrollo y el acceso al poder político de una clase rica en dinero. Solón, el famoso Salón de Atenas, que hizo la reforma democrática, dijo: “no gobernarán más los poseedores de la tierra, sino que ahora gobernarán los que tengan una renta de más de quinientas medidas”. Es decir, el Solón que representa típicamente, lo que hoy con términos muy modernos y no muy adecuados, llamaríamos la revolución capitalista.
Esto ocurrió desde el siglo VIII, en que se producen las famosas expediciones colonizadoras de los griegos, en las que llegaron desde el Ponto Euxino hasta las Columnas de Hércules, es decir desde el Mar Negro hasta el Estrecho de Gibraltar. Sembraron el Mediterráneo de colonias, y se enriquecieron en ellas. Trataron de volcar en sus ciudades de origen lo que habían ganado en las colonias y llevaban en buenos lingotes de oro, desafiando a quiénes tenían el poder desde tiempo inmemorial, en virtud de sus extensas propiedades en tierras.
Esta terrible revolución significó, en el orden de las ideas, una crisis fundamental. El viejo sistema de creencias, los viejos mitos, el sistema olímpico, el conjunto de ideas vinculado al retorno de los Heráclidas, como se decía, todo esto se transformó en la religión propia de las viejas clases aristocráticas, un poco desposeídas. Fueron ellas las que se lanzaron a la defensa de los que llamaríamos el orden constituido, que era el orden de los antepasados y estaba unido indisolublemente a las formas tradicionales de religiosidad.
Las terribles conmociones sociales que se produjeron en todas las ciudades griegas en el siglo VII y en el siglo VI, que giran en Atenas alrededor de las llamadas dictaduras de Pisístrato y de los Pisistrátidas, crearon un clima de revolución que trajo consigo importantes cambios en el mundo de las ideas. Lo representaron, mejor que nadie, algunos de los grandes sofistas, que fueron, en cierto modo, competidores, pero también maestros de Sócrates. Los sofistas empezaron a decir: nada es sagrado. Ustedes creen que el Estado ha sido fundado por los dioses, los que han dictado las instituciones del Areópago. ¡No! Esa es historia. Eso lo hizo alguien, lo creó alguien. Ese es el famoso razonamiento de cualquiera de los grandes sofistas, que aparecen en los diálogos de Platón, en el Protágoras, o en el Gorgias, o en la República, inclusive, en donde la tesis de la historicidad de las formas del culto y de convivencia política se oponen a la tesis tradicional, según la cual todo el sistema de la convivencia tenía una raíz sagrada.
Estos dos conjuntos sociales, que se oponen en las terribles luchas políticas y sociales del siglo VII y del siglo VI, originan dos actitudes ante la realidad. Una actitud se caracteriza porque se adhiere al respeto y al consentimiento por el orden constituido. Otra actitud se caracteriza por el disentimiento. Ser predispuesto a consentir y ser predispuesto a disentir es algo que también puede tener raíz psicológica: hay quienes tiene demasiada tendencia a consentir, y a veces quienes tienen demasiada tendencia a disentir. Pero lo curioso es que el consentimiento suele darse en aquellos a quienes el orden constituido les satisface, mientras que el disentimiento suele darse generalmente entre aquellos a quienes el orden constituido no les satisface o no les beneficia.
Este cuadro se da en el siglo VII y el VI [a.C] en toda Grecia, justamente en el momento en que nace el teatro. Se corresponde con lo que ocurre en el mundo occidental en el siglo XII [d.C]. Ese es el momento de las comunas, de la aparición de la burguesía, de la conmoción social entre estas nuevas clases urbanas que están apareciendo en las ciudades, que se han enriquecido con la apertura del comercio internacional después de la retracción de los musulmanes en el Mediterráneo, que son ahora ricos en dinero y que dan la batalla contra los viejos señores de la tierra, los viejos señores feudales.
La batalla se da en el orden político en cada ciudad y en la comuna, en Vezelai y en Ruán, y en todas las ciudades de Francia, de Cataluña y de Aragón. Se da en Santiago de Compostela, en la época de [el obispo] Gelmírez, en Flandes y en Italia. Se da en todas partes, hasta el punto de constituir el hecho fundamental de la historia del siglo XII europeo. Y en este momento se da también una contraposición en lo que llamaríamos el espíritu de consentimiento y el espíritu de disentimiento.
Hay una clase feudal que adhiere al orden constituido y que ahora empieza a afirmar que su poderío sobre la tierra, es decir su privilegio, su condición de aristocracia, no ha nacido en la feroz conquista del siglo V o del VI. ¡No! Es de orden divino. Porque ha sido Dios el que ha establecido que haya, como dicen las leyes de las Partidas, tres clases de hombres: los oradores, que rezan; los defensores, que manejan la espada y los labradores, que son los que trabajan. Era la vieja tesis aristotélica. Los hombres se dividen en tres grandes especies; pero los oradores y los defensores estaban naturalmente propensos a consentir, a mantener y a defender el orden establecido.
En la clase de los labradores -en el sentido etimológico, los que trabajan, del latín labor- empezaron a diferenciarse. Los que trabajan la tierra siguieron siendo los subordinados; pero los que trabajaban en los oficios y en el comercio se enriquecieron y llegaron, al cabo de muy poco tiempo, a tener el poderío que tuvo un Lorenzo de Médicis, que era uno de ellos.
Esta burguesía naciente, de las ciudades italianas y flamencas, tenía una marcada tendencia al disentimiento, como las clases de los ricos griegos que volvían de las colonias y se enfrentaban en sus ciudades con los viejos poseedores. Como estos, también los buenos burgueses de las comunas medievales, tenían una fuerte tendencia al disentimiento. Pues la máscara trágica y la máscara cómica, más que actitudes psicológicas, parecen corresponder fundamentalmente a estas dos tendencias que yo señalo, al consentimiento y al disentimiento.
El disentimiento no tiene por qué darse en épocas muy singulares y en sectores sociales muy definidos, como una afirmación de un sistema perfectamente definido frente a otro sistema. La burguesía medieval no opuso al orden establecido un sistema perfectamente claro. Fue simplemente una disensión; un disentimiento, que empezó en el siglo XII, y siguió en el XV y en el XVI y hay que esperar a Juan Jacobo Rousseau, a Montesquieu y a la Encyclopédide para que este sistema de disentimiento se transformara en un cuadro de ideas ordenado, en una concepción de la vida, que opusiera el orden tradicional a otro nuevo con una arquitectura capaz de competir con él. Era necesario que pasara mucho tiempo.
También entre los griegos pasó lo mismo. Esta clase de nuevos ricos que da la batalla contra el orden constituido, también tardó mucho tiempo en definir sus ideas y, en cierto modo, se frustró un poco. Pero el Imperio romano constituyó en cierto modo, en la medida en que fue manejado por la clase de los equites o de los caballeros, algo similar comparable con lo que querían aquellos buenos nuevos ricos que dieron la batalla en las ciudades griegas, en los siglos VII y VI, contra los viejos señores de la tierra.
La primera expresión del disentimiento es la burla. La burla es lo típico del juego medieval y de la comedia antigua. La burla es un poco la crítica irresponsable, el disentimiento fácil. Es sencillamente una manera de escapar o de dejar escapar la cólera o el desahogo, en virtud del cual se sacude por un poco de tiempo esta opresión que sienten algunos cuando están enmascarados en un sistema que ha sido hecho para otros. Es la burla propia de Aristófanes, de Plauto. Era la burla propia de la vieja comedia megarense, sin argumento, sin escenas hiladas; simplemente una sucesión de burlas. De la misma manera, el juglar medieval que se paraba en una plazuela no llevaba preparado un argumento, pero sabía muy bien cómo reírse del bachiller, del leguleyo, del fraile, del rey si era necesario reírse, como reírse del demonio.
Para todo eso buscaba un subterfugio particular. En la vieja comedia ateniense consistía en emborracharse, un método que libera de muchos prejuicios. Y en el juego medieval, en el juego de escarnio, en la comedia de juglares, el subterfugio era incorporar en la representación a un loco. Este loco no sólo se constituye en el elemento fundamental del juego de escarnio, sino que es continuado por toda la comedia. Ni la commedia dell´arte, ni antes de eso Maquiavelo y Aretino, ni después toda la comedia, pasando por Molière, por Goldoni, e inclusive la comedia moderna, nada de eso sería inconcebible sin en este curioso personaje, que por un raro azar ha conseguido perder los estribos. Ese loco, porque está privado de razón, puede decir lo que quiera.
Era un viejo ardid. Obsérvese que nada menos que el gran Erasmo, cuando quiso criticar a su tiempo, con cierta impunidad, escribió el Elogio de la Locura; es decir, le confió a un loco el que dijera lo que los cuerdos no podían decir sin peligro considerable de su pellejo. Este personaje –el loco- constituye el ardid mediante el cual el autor se escapa, aparentemente, de la realidad; se coloca en la realidad y trae a la escena algo que parece la irrealidad. Pero esta irrealidad del loco es la realidad que está en la cabeza de todos los que escuchan y se ríen. Los que se ríen son los que están de acuerdo con el loco. Son aquellos a quienes el loco interpreta; y en última instancia lo único que están haciendo es consentir en el disentimiento, contribuir a la farsa que está poniendo de relieve todo lo que hay en una realidad que no están dispuestos a soportar, pero que tampoco están dispuestos a combatir.
Se me ocurre que, más que la antinomia psicológica de risa y llanto, esto es lo que puede haber detrás de las dos máscaras. Hay quién va al teatro a descubrir lo que podríamos llamar lo eterno, lo indiscutible, lo consentido universalmente. Y hay quién va al teatro a ver cómo se le ofrece el “talón de Aquiles del orden constituido”, el lugar vulnerable, para herir en ese sitio. El hombre se ha reído durante muchos siglos del histrión que le representaba sobre el tablado una realidad en el que él se sentía incómodo. Porque de esa manera demostraba cuál era su reacción frente a aquello que era objeto de burla, que era, precisamente, la máscara trágica reverenciada como la coordenada, absolutamente intangible, que debía enmarcar la vida de la colectividad. Me inclino a creer inclusive que toda la historia del teatro está movida por esta especie de mecanismo de expresión del consentimiento y el disentimiento.
No es necesario suponer que la comedia en que se expresa el disentimiento sea siempre una expresión agresiva. Del disentimiento hay muchos matices y muchas etapas, porque solo la elaboración progresiva del disentimiento pudo un día terminar en una doctrina. Pero naturalmente eso lleva mucho tiempo y el espíritu inquieto quiere, cada día, morder allí donde puede.
Es cierto que al comenzar la Edad moderna, esto que se llama el idealismo filosófico y el esteticismo renacentista han creado en el teatro una variante inesperada. Ha sometido al teatro a un problema que, a veces, lo alejaba de la temporalidad, de la circunstancia y colocaba en el tablado como tema fundamental el drama subjetivo. La actitud de la filosofía idealista ha creado un Shakespeare, un hombre para quién el problema es el hombre interior. En su caso, bajo la forma de drama muy individual; en el teatro clásico francés, en Racine, bajo la forma de drama de caracteres. Esta preocupación por el teatro como literatura, como pretexto para el desarrollo de una creación de tipo poético con rasgos específicamente literarios, es una variante creada por el idealismo filosófico y por el esteticismo renacentista;
Pero fuera de la derivación que ha introducido esta peculiaridad, muy típicamente de los siglos XVI y XVII, el teatro ha seguido manteniendo esta especie de contraposición en la que, a medida que pasa el tiempo, más que la risa y el llanto, se descubre que el consentimiento y el disentimiento juegan un papel mucho más singular.
Se podría explicar, a partir de esto, toda la historia del teatro, pero ni ustedes estarían dispuestos a tolerarlo ni yo sé lo suficiente como para seguir mi razonamiento hasta las últimas consecuencias. Hay algo, sin embargo, que me parece seguro. Esta contraposición entre las dos máscaras, que se da entre Racine y Molière, se advierte claramente cuando en el siglo XVIII nos encontramos con Marivaux y con Beaumarchais; esto que se insinúa cuando descubrimos a Ramón de la Cruz y [en el siglo XVIII] vemos aparecer el sainete y terminamos viendo aparecer el teatro boulevardien, se agudiza de una manera singular en el siglo XIX. Un día, en el siglo XIX, nos encontramos con que este juego de las máscaras se confunde por primera vez, y aparece lo que se ha llamado el teatro de tesis. Entonces el disentimiento adopta la máscara trágica.
¿Qué ha ocurrido? Este viejo disentimiento burgués que viene arrastrándose desde los albores del teatro medieval, ha concluido en sistema. Después del siglo XVIII, de la Encyclopédie, de la Revolución Francesa, la Revolución del Treinta y la del Cuarenta y ocho, el viejo ideario nacido del disconformismo ha terminado por constituirse en orden. Ese día Ibsen, como tantos otros dramaturgos de fin de siglo, hace el drama social, no ya bajo la forma de disentimiento, porque el conjunto de ideas sobre las que basa puede ser explicado de una manera orgánica y sistemática. Ahora lo expone con la máscara trágica, bajo la forma del drama.
Ha pasado la era de la de la burla, y ha comenzado otra burla, que es puro escapismo. Es la burla típica del siglo XIX, el siglo del vodevil, de la opereta, del sainete. Es el siglo de un tipo de burla que es ultra burla, que se burla tanto de la máscara trágica como de la máscara cómica. Es escapismo puro.
Es el momento en que el disentimiento ha tomado un carácter trágico; es decir, que es el momento en que la lucha entre el consentimiento y disentimiento ha dejado de ser una lucha académica y ha ganado la calle.