Argentina, imágenes y perspectivas. 1949

Quizás uno de los caracteres más significativos —y, por cierto, el más lamentable— de nuestra existencia como colectividad en las últimas décadas haya sido la torpe indiferencia que demostraron crecidos grupos sociales frente a los problemas fundamentales del país, frente al enigma de su destino, frente al interrogante de los caminos que convenía seguir y los que convenía evitar. Esta indiferencia, desgraciadamente, no es imputable tan solo a determinada clase o sector, aunque haya siempre quien deba cargar con la mayor responsabilidad; ha sido patrimonio de casi todos, aun de aquellos a quienes las circunstancias pusieron en posesión de los resortes mediante los cuales debían dirigirse los rumbos de la colectividad. Solo algunos escasos grupos suficientemente politizados supieron rechazar esta ola de escepticismo y siguieron clamando en el desierto, un desierto suscitado por ese escepticismo capaz de aridecer la tierra más fecunda.

A esta indiferencia general ha seguido en los últimos años cierto despertar de las inquietudes colectivas que ha alcanzado sin duda a casi todas las capas de la comunidad nacional. Pero los argentinos somos incurablemente sentimentales, y del escepticismo han surgido dos actitudes, en mi opinión predominantes en esta hora: una caracterizada por la impaciencia y otra caracterizada por la desilusión. En ambas privan un poco menos de lo que parece justificable ciertos impulsos primarios que excluyen la reflexión y la mesura. Acaso actitudes temperamentales, no suponen, sin embargo, la imposibilidad de rectificaciones de matiz que les permita transmutarse en actitudes constructivas, aun desde sus posiciones extremas, a condición de que no eliminen radicalmente la posibilidad de evitar lo que en ellas hay de malsano como consecuencia de un exceso de apasionamiento.

Ninguna de las dos actitudes es demasiado nueva en nuestra tradición. Los impacientes aparecieron muy pronto en nuestra vida independiente, aunque con caracteres un poco diferentes de los que muestran hoy. Si no me equivoco, los caracteriza en la actualidad la certidumbre de que estamos a un paso de la perfección y consideran una cobardía inexcusable no apresurarse a dar ese paso. Toda vacilación paréceles traición o pusilanimidad, y del mismo modo juzgan, desgraciadamente, cualquier intento de prudente expectativa, resultado, por lo general, de cierta dolorosa experiencia acerca de los pasos apresurados en persecución de escurridizas sombras. Descartemos los que, de mala fe, adoptan esta postura, y siempre nos hallaremos con un crecido número de impacientes sinceros, cuya fisonomía psicológica, por lo demás, se ha hecho patente en muchos aspectos de la vida argentina.

Por su parte, también los desilusionados tienen antepasados en nuestra tradición, y acaso estos de ahora se mantienen más fieles a su abolengo que los impacientes. La desilusión —una desilusión un poco nihilista— constituye una tradición hispánica de fuerte arraigo entre nosotros y acaso revele cierta impotencia para encararse con la realidad; o acaso, por el contrario, cierta exacerbada capacidad para adentrarse en sus profundidades hasta saturarse de sus contenidos profundos, sin la capacidad, empero, de ascender luego hacia la captación racional de sus elementos fundamentales, sobre cuya base la acción fuera posible. Los desilusionados, en mi opinión, suponen que hemos equivocado el camino y que cada paso que damos nos introduce más y más en una enmarañada selva llena de inescrutables peligros, en cuyo suelo nuestra ruta de salvación se ha desvanecido definitivamente. Paréceles que cualquier esfuerzo está condenado de antemano, que todo optimismo es culpable, que toda rectificación es tardía y solo conduce a enredar el hilo de Ariadna, imprudentemente entregado alguna vez a manos inexpertas. Si los impacientes parecen suponer alegremente que la Argentina ya es, los desilusionados parecen afirmar la amarga certidumbre de que la Argentina ya no puede ser.

La impaciencia de unos y la desilusión de otros provienen, fuera de lo puramente temperamental, de cierta exclusividad en el punto de vista adoptado para considerar la realidad nacional, de cierta preferencia por determinados aspectos a los que, excluyentemente, se considera decisivos. En mi opinión, los impacientes suelen circunscribir su examen al plano de las formas, de las grandes estructuras externas; y es evidente que, dentro de ese área, parece justificarse su optimismo. Los desilusionados, en cambio, refieren su desilusión al plano de los contenidos, de los estratos profundos que subyacen por debajo de las formas; y no es menos evidente que parece justificarse su desesperanza en ese aspecto.

Porque es innegable que uno de los secretos de nuestra realidad es esta falta de correspondencia entre los contenidos íntimos y las formas externas, cuya expresión más clara aparece en cierta relación falseada entre la sociedad y el Estado. Allí se halla el más visible signo de cierta incoherencia que se adivina en nuestra realidad, la más precisa fórmula posible de nuestra fisonomía informulable. Y de allí es lícito inferir los esquemas para juzgar otros “desfasamientos” menos claros.

Quizá la señal más inequívoca de que todos percibimos esta incoherencia de nuestra realidad esté en el hecho mismo de que todos hayamos sentido la necesidad vehemente de definirnos, de caracterizamos, de fijar nuestra fisonomía para que no se nos confunda, para que no nos desdibujemos en la imagen de quien nos conoce y acaso solo tiene de nosotros una imprecisa idea, producto azaroso de una circunstancia y apenas correspondiente a una de las múltiples fases de nuestra personalidad colectiva. Apelamos a los testimonios de los viajeros ingleses, a nuestros ensayistas más agudos, a nuestro propio caudal de observaciones, y nos esforzamos por recoger el conjunto de los rasgos típicos que nos permitan decir: esto somos. Pero no nos engañemos. Si fuéramos esto o lo otro de manera inequívoca, y tuviéramos la certeza de que en realidad lo somos, no se levantaría hacia el plano de nuestra conciencia este mandato de afirmar nuestro propio perfil. Solo nuestra duda explica nuestra aparente certeza, del mismo modo que solo la incoherencia de los contenidos íntimos, obsesión de los desilusionados, explica el vigor de las estructuras formales, orgullo de los impacientes.

Cosa singular, nuestras indagaciones acerca de la realidad, acerca de la verdadera fisonomía de la colectividad nacional, se caracterizan por cierta interna contradicción que, mucho me temo, las condene a insanable esterilidad. En lugar de partir de la realidad misma, tal como nos la presenta nuestra propia experiencia, y sin prejuzgar acerca de su continuidad y su coherencia, nos esforzamos en dejar sentado como un dato indiscutible que esa realidad es continua y coherente, y preferimos realizar una minuciosa labor exegética sobre los datos de nuestra tradición, en lugar de sumergirnos en los datos inmediatos que se nos ofrecen por todas partes. Sin duda, aquel método sería exacto si el supuesto lo fuera también. En Carlyle, en Macaulay o en Dickens puede hallar el inglés datos sustanciosos para definir la realidad inglesa; pero cabe preguntarse si en nuestro país el supuesto es igualmente verdadero; porque si no lo fuera, esto es, si nuestra realidad no fuera continua y coherente, este retorno a nuestros clásicos no serviría para confundirnos, a menos que tomáramos los más escrupulosos recaudos críticos.

Quienes partimos de la certidumbre de que nuestra realidad histórica es discontinua y de que nuestra realidad contemporánea es incoherente, tanto si se la analiza desde el punto de vista social como si se la considera desde el punto de vista espiritual, nos vemos obligados a no usar el testimonio de nuestros mejores ensayistas, sino con ciertas limitaciones. Nadie discute el valor de Echeverría, Alberdi, Sarmiento o Mitre como testimonios o como intérpretes de su tiempo. Pero hay fundados motivos para suponer que no conservan el mismo valor frente al nuestro, y todo parece aconsejar un uso prudente de sus interpretaciones. Porque la realidad es diferente, y no solo desde el punto de vista meramente cuantitativo —esto es, respecto al grado de desarrollo— sino también desde el punto de vista cualitativo, esto es, respecto a su naturaleza interior.

Por lo demás, también por el carácter de sus análisis conviene extremar la prudencia en cuanto al uso de esos testimonios para hacerlos valer frente a nuestra realidad contemporánea. Hay en la tradición de nuestros ensayistas de la gran época ciertas diferencias sutiles que no acostumbramos a tener en cuenta. Quizá por ser tan pocos en número, tan caros a nuestro recuerdo y tan ingente su obra —una obra “a la americana”, capaz de responder a los innumerables deberes que a cada uno impone la realidad—, solemos citarlos en serie indiscriminada, como aprendimos a hacerlo en las escuelas. Y, sin embargo, bien mirado, nos revelan puntos de vista muy distintos que, como tales puntos de vista, valen hoy mucho más para nosotros que cierta parte de los resultados obtenidos antaño por ellos, hoy de escasa vigencia a causa de la mutación operada en nuestra realidad.

Quizá podría encarnarse en Mitre el punto de vista de la consideración eminente del plano de las formas, de las estructuras externas. Sus héroes son políticos y militares, porque sus ideales son los de la construcción acelerada y vigorosa de los grandes cuadros en los que debía organizarse prontamente la naciente colectividad nacional. La idea de nación unificada y “preexistente” con respecto a cada una de sus partes, y la idea de un orden liberal y republicano mueven su pensamiento hacia la indagación y exaltación de cuanto en nuestro acervo histórico las nutría e impulsaba. Quizá no ignorara Mitre —y los que participaban de su punto de vista— la insuficiencia de los contenidos espirituales de la naciente colectividad para animar esas vastas estructuras políticas. Más aún, seguramente por conocerla muy bien, se empeñó —según cierta peculiar concepción de la vida histórica— en robustecerla desde fuera mediante un sistema de constricciones que señalara a la colectividad su camino y su programa. Porque, aun reconociendo la insuficiencia de los contenidos espirituales, juzgaba a la colectividad nacional suficientemente coherente como para llegar, por el mero juego de su desarrollo, a alcanzar una plenitud que satisficiera y colmara la vasta estructura con la que ahora, prematura y prudentemente, quería protegerla y orientarla. Entonces, su suposición era exacta, y su planteo uno de los más justos que pudiera imaginarse en la situación histórica en que Mitre piensa, actúa y escribe.

Frente a él, podría encarnarse en Sarmiento el punto de vista de la consideración eminente del plano de los contenidos, de los estratos profundos. Sus problemas son los que corresponden a la realidad social y espiritual, porque sus ideales son los de la constitución vigorosa de una conciencia nacional que, por debajo de las estructuras políticas, asegura un régimen de convivencia libre de las desviaciones tradicionales y un programa de vida colectiva orientado por nobles y espontáneos ideales de progreso y civilización, en el sentido que por entonces atribuían a tales términos todos los grupos intelectuales. Ni Sarmiento ni quienes compartían su punto de vista ignoraban tampoco la trascendencia del orden político; pero por eso mismo aspiraban a que no fuera mero sistema de forma e instituciones constrictivas, sino natural proyección de un estado de conciencia, de un ideal comunitario de vida. Y entonces, su opinión era exacta porque, tan antitéticos como fueran los términos que descubría en la realidad social, podía esperarse de su progresiva fusión en una comunidad homogénea la elaboración de ese ideal comunitario, como en efecto parecía elaborarse en los años inmediatamente anteriores e inmediatamente posteriores a Caseros, y del que resultó la organización nacional.

Pero la historia reservaba muchas sorpresas a la pequeña colectividad de este extremo meridional de América. Un vasto movimiento de expansión económica la incluyó poderosamente en su ámbito de influencia y desarticuló totalmente las líneas de su desarrollo local. Argentina prometía demasiado para que pudiera gozar de sus condiciones potenciales sin sacrificar en el altar del gran capitalismo en ascenso, y así irrumpieron en ella los capitales y la inmigración. Ese sacrificio fue recompensado con múltiples dones —durante mucho tiempo exageradamente agradecidos e imprevisoramente aceptados— pero trajo consigo un mal que acaso esté pasando ahora por su más peligrosa etapa: la desarticulación interior del complejo social, una suerte de enloquecimiento de sus potencias íntimas, cada una de las cuales busca su propio destino sin descubrir —ni buscar— un entendimiento recíproco.

De este mal no se cura ninguna colectividad con palabras huecas. Pero sí se cura, tanto como con la acción inteligente, con palabras que representen ideas esclarecedoras y constructivas. Hay que hablar del país, pero del país verdadero, no del país de cartón piedra —y acartonado, por más señas— en que piensan los demasiado impacientes, ni del país imposible e inescrutable en que piensan los demasiado desilusionados. Más que cualquier otro heroísmo, necesitamos ahora ese heroísmo del corazón que se precisa para desprenderse de falsas ilusiones y de falsas nostalgias, y para autorizar a la conciencia vigilante para que declare cuanto vea y recapacite sobre ello con fresca y enérgica claridad. Estamos enfermos de retórica, y la realidad se nos escapa ante nuestros ojos por no atrevernos a arrancar de cada uno de sus elementos el engañoso rótulo o la venerable máscara que la encubre.

Que los escépticos reconozcan la forzosa e inevitable inmadurez de los contenidos que nutren nuestra colectividad, sin agregar a ese reconocimiento más amargura de la que conviene. Porque no ha habido colectividad alguna que haya logrado mayor madurez en el mismo tiempo, porque nada reemplaza al tiempo en esa labor de decantación y unificación de materia tan tenue y escurridiza. Y que, desprovistos de su escepticismo, aprovechen su penetrante visión para descubrirnos lo que se puede hacer para acelerar ese proceso, que no tiene por qué tardar hoy tanto como tardó en el remoto origen de las colectividades europeas cuyo ejemplo nos desconsuela, como si fueran, con respecto a la nuestra, cantidades homogéneas e incomparables.

Que los impacientes reconozcan que el plano de las formas externas no constituye sino un sistema de ilusiones que puede o no corresponder a la realidad, y que se esfuercen por retardar el paso de sus vastas construcciones para acompasarse en alguna medida al ritmo de acomodación de la colectividad que soporta esas formas, y debe nutrirlas con sus espontáneos y vigorosos ideales. Porque hay en la vida histórica lo que el hombre puede hacer y lo que es menester que se haga solo, para que resulte del acuerdo de todas las aspiraciones y tendencias que constituyen el grupo social. Y que, desprovistos de su apremio, aprovechen su furia constructiva para construir en lo profundo, allí donde cada piedra sillar pueda quedar definitivamente arraigada sin peligro de que sea barrida con la misma ligereza con que fue levantada.

Hay una urgencia por comprender qué nos acosa, y que debe llamarnos al reposo reflexivo para encontrar la verdadera vía, porque acaso el más grave de los riesgos que nos amenaza sea el de acentuar la divergencia que separa nuestro ser profundo, inasible y cambiante de esa rigurosa y solemne estructura exterior que nos enorgullece tanto como nos agobia.