Bogotá en el siglo XIX. 1972

Tranquila y recatada, Bogotá duerme la noche del 8 de agosto de 1819. Por la calle Real llega Martínez de Aparicio, sin detenerse casi en la Plaza Mayor, para despertar al virrey Sámano que duerme. La noticia es tremenda: sus tropas han sido derrotadas en el puente de Boyacá por el insurrecto Simón Bolívar, cuyas tropas ya marchan sobre la capital. Cunde la confusión y el miedo. La voz va corriendo entre los chapetones, y cada uno recoge lo que mejor puede para huir a toda carrera. Cuando el virrey Sámano reacciona, él también huye a todo correr; y cada vez que manda a los suyos que espoleen a sus caballerías los amenaza con que han de alcanzarlos “esos cobardes”. La ciudad despierta. La Plaza Mayor se puebla de gente. Ahora acabó la época del Terror que desencadenara tres años atrás el feroz Morillo.

El 10 de agosto, casi solo, llega Bolívar en traje de campaña. Las lágrimas de los criollos no les dejan ver la fisonomía del triunfador. Se grita, se baila, se llora en la Plaza Mayor. La libertad merece una fiesta. Y el 18 de septiembre los libertadores serán coronados mientras lloran las esposas y los hijos de los mártires. Entonces Bogotá empieza su historia como capital de la Gran Colombia.

De la fundación a la Independencia

Casi tres siglos antes —en 1538— la había fundado un licenciado, Gonzalo Jiménez de Quesada, y quizá por eso fue siempre Bogotá ciudad de letras y de leyes. Ricos encomenderos, funcionarios y clérigos, mercaderes y gentes de baja condición constituyeron la primitiva sociedad, de cuyas aventuras guardó recuerdo, en El carnero, Juan Rodríguez Freile, un clérigo zumbón de principios del siglo XVII. Ya para entonces comenzaban a abundar los mestizos, signo de una sociedad dinámica.

El marco urbano era modesto. Poco más de 150 manzanas de escasa edificación se diluían hacia la sabana, a partir del centro más compacto formado alrededor de la Plaza Mayor y encerrado por dos ríos: el San Francisco y el San Agustín. Más allá de ellos, los conventos que les dieran nombre, y cuyas iglesias son joyas de la arquitectura colonial, ricas en tallas y retablos barrocos, como las de Santa Clara y la Tercera. Y sobre sus muros —como en los del Sagrario— abunda la pintura, en la que se destaca el eximio Gregorio Vásquez Ceballos.

Monótona y devota, la vida de Santafé de Bogotá transcurría mansamente sin otras inquietudes que las de la vida pueblerina. Sólo en el siglo XVIII se animó un poco al instaurarse definitivamente el Virreinato en 1739. La Real Audiencia, el Cabildo, el palacio de los Virreyes y la catedral daban movimiento a la Plaza Mayor, en cuyo centro se erguía el Mono de la Pila, de cuyas aguas se proveían las aguateras que servían a las linajudas familias de las vecindades. Las tiendas —pequeñas y modestas— abundaban en la Calle Real, hoy Carrera Séptima, alternando con las casas particulares, generalmente de tapia pisada salvo algunas de piedra, como la que, en otra calle, levantó el marqués de San Jorge. Fue éste el más empingorotado de los vecinos, y tenía uno de los pocos coches de la ciudad, como el señor Virrey y el señor Arzobispo; pero no era fácil ir en coche por Santafé, entre los charcos y los montones de desperdicios. Como decía el señor Virrey, sólo había cuatro agentes encargados de la limpieza de la ciudad: las gallinas, la lluvia, los burros y los cerdos.

Tanto les daban a los buenos santafereños los disturbios de los comuneros en los pueblos de Tunja como las sospechosas salidas del virrey Solís por la puerta excusada del palacio en busca de aventuras: todo era bueno para el palique de las tertulias aseñoradas, mientras se bebía la tradicional taza de chocolate. Pero un día una noticia conmovió a todos: Morales y Llorente —un criollo y un chapetón— se tomaron a bofetadas en la esquina de la Plaza Mayor y el pueblo comenzó a pedir Cabildo Abierto. Era el 20 de julio de 1810. Ciertamente, el ambiente estaba preparado. Nariño publicaba la Declaración de los derechos del hombre en su pequeña imprenta de la plazuela de San Carlos; el sabio Caldas reunía a los patriotas en el Observatorio Astronómico; la gente leía las gacetillas dando cuenta de la desesperada situación española. Todos sabían que también la colonia sufría graves males, como Camilo Torres lo había probado en su valiente alegato. Y ahora era el momento de corregir lo andado.

Hubo Independencia, y Santafé quiso ser la capital de la nueva nación; pero otras regiones neogranadinas cuestionaron esa autoridad, y hubo guerra entre centralistas y federalistas. Nariño y Torres encabezaban en Santafé los grupos adversos. Fueron los seis años de la “Patria Boba”, que terminaron trágicamente el día que llegó Morillo, el “Pacificador” que instauró la “época del Terror”. Entonces empezaron los suplicios y los fusilamientos de los patriotas, hasta el día en que Bolívar venció en Boyacá: por eso lo acogieron los alborozados santafereños como libertador, sin poder contener las lágrimas.

La capital de la Gran Colombia

Seguro de su autoridad, Bolívar organizó con Colombia y Venezuela el nuevo estado de la Gran Colombia, a la que el Congreso de Cúcuta proveyó de una constitución en 1821. Bolívar fue el presidente y Santafé fue la capital. Pero el libertador no tenía reposo, y el gobierno quedó en manos de otros, de Santander especialmente, cuyas ideas políticas se deslizaban cada vez más hacia el liberalismo en tanto que las de Bolívar adquirían una tendencia conservadora. Bogotá fue el teatro de esa disputa, de la que nacieron los dos partidos tradicionales de Colombia. Los periódicos y el Congreso fueron los vehículos de la polémica, en la que se enzarzaron todos los grupos de una sociedad que cambiaba. Ahora había un nuevo patriciado criollo que prosperaba gracias al comercio, y se lo vio reunido en el banquete que los señores Arrublas ofrecieron en 1823: el vicepresidente brindó por “el inmortal Bolívar”, y el capitán Cochrane, por la “prosperidad del comercio de Colombia, y porque marche en armonía con el comercio de Inglaterra”. También comenzaron a prosperar algunas manufacturas, y Santander se mostró partidario del proteccionismo. Pero el comercio importador creció en fuerza y vigorizó a la clase alta bogotana, que comenzaría a ver en los artesanos a sus adversarios políticos. conservadora y tradicionalista, asistió orgullosa a la consagración de la nueva catedral en 1823; pero mantenía sus costumbres modestas, y pudo verse a un ex ministro de Relaciones Exteriores retomar la vara de medir en su tienda para atender a sus parroquianos al día siguiente de su renuncia.

Lo importante para ella era conservar el orden —el orden colonial— y contener la movilidad social que desencadenó la Independencia. Por eso se opuso a los liberales y, un día de tremenda crisis, azuzó a Bolívar para que asumiera la dictadura.

Fue en julio de 1828. En septiembre, instalado Bolívar en el palacio de San Carlos, un grupo de exaltados intentó asesinarlo. Pero lo salvó la “amable loca”, su amante doña Manuela Sáenz, que vivía enfrente y arrostró el peligro mientras el Libertador escapaba por una ventana. La situación se ponía tensa. No mucho después Bolívar se presentó al Congreso para renunciar a su mando y entregó el poder a Sucre. Bogotá vio partir al Libertador el 8 de mayo de 1830 hacia Santa Marta. Y el 17 de diciembre se enteró de su muerte, que marcó el fin de la Gran Colombia y dejó paso al estado naciente, que debía buscar su destino.

De los conservadores a los liberales

Bogotá se cargaba de recuerdos. Una experiencia muy intensa había dejado sembrados muchos rincones con reminiscencias imborrables. Pero más intensa aún sería la experiencia de los veinticinco años que siguieron a la muerte de Bolívar. La política obsesionaba a los bogotanos y los dividía. A Santander siguió en el gobierno Márquez, y se afirmaron los conservadores mientras que los liberales comenzaban a dividirse. Un día de 1840, Santander fue acusado cruelmente en el Congreso, y poco después moría para acusar a sus acusadores. La polémica saltaba electrizada en la Plaza Mayor, en Santo Domingo, en cada casa, azuzada por los periódicos y por la vibrante oratoria de los repúblicos.

Una revolución puso en peligro a la ciudad: “¡Los liberales!”; y la ciudad se puso en pie. Se aprestó a la defensa el general Neira, que contuvo a los invasores al precio de su vida. Y poco después fue ungido presidente el general Herrán, que designó ministros a Rufino Cuervo y a Manuel Ospina, flor y nata del conservadorismo. Enseguida se dispuso el retorno de los jesuitas y en 1843 fue sancionada una nueva Constitución. Los conservadores se afirmaban. Pero entre bastidores comenzaba a moverse el hombre que sacudiría la calma bogotana. Era de Popayán y se llamaba Tomás Cipriano Mosquera.

También él era conservador; pero su personalidad y sus ambiciones lo impulsaban a promover novedades. Su ministro Florentino González desencadenó, entre intensos debates, una importante reforma económica, mientras toda la acción de gobierno se dirigía a promover una modernización del país. Los conservadores se sintieron amenazados; y con razón, porque la nueva apertura política estimuló la rama radicalizada del liberalismo y, sobre todo, la formación de las “sociedades democráticas” que agrupaban a los artesanos y a muchos liberales sacudidos por el aura de las revoluciones europeas de 1848.

Los resultados de la agitación se vieron al renovarse el mando presidencial. Bogotá vivió el 7 de marzo de 1849 uno de sus días más intensos. Se elegía presidente en la iglesia de Santo Domingo, y allí estaba el joven José María Cordovez Moure que, en sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá, ha dejado testimonio de las peripecias de ese día. En medio de una gran tensión fue elegido el candidato liberal, el general José Hilario López, y todos tuvieron la sensación de que empezaba una nueva era. Y fue cierto, porque los años que siguieron fueron agitados, con violentos enfrentamientos del “pueblo de ruana” y el “pueblo de levita”, encabezados estos últimos por los “cachacos” que constituían la juventud dorada bogotana. En medio de esa agitación, otra vez fueron expulsados los jesuitas y se produjo la liberación de los esclavos; pero ni el general López ni su sucesor, el general Obando, se atrevieron a extremar su política y Bogotá vio cómo se formaba una desusada coalición de liberales radicalizados —los “draconianos”—, de artesanos agrupados en las “Sociedades democráticas” y de militares populistas encabezados por el general Melo. Un día el general se alzó con el poder en medio del alborozo de sus partidarios y del terror de sus enemigos. La capital quedó en sus manos; pero todos sus adversarios —conservadores y liberales— se unieron contra él y entraron en Bogotá, a la cabeza del ejército constitucional, el 4 de diciembre de 1854. Herrán y Mosquera, Márquez y López se abrazaron esa tarde al pie de la estatua del Libertador en la Plaza Mayor.

La sociedad urbana

Los enfrentamientos sociales y políticos revelaban que la sociedad tradicional había cambiado: crecía una difusa clase popular preferentemente mestiza, crecía una clase artesanal diversificada, crecía una clase media compuesta de comerciantes, profesionales y burócratas, y se diversificaba la clase alta tradicional ante las nuevas incitaciones de la economía y la política. Pero la clase alta seguía dando el tono a la vieja Bogotá, modesta y señorial a un tiempo.

En las vecindades de la Plaza Mayor se levantaban sus moradas, viejas casonas coloniales sin ostentación. Sus miembros acusaban distintos orígenes: descendientes unos de viejos encomenderos o de funcionarios coloniales, terratenientes, militares; comerciantes enriquecidos otros, que no desdeñaban alternar el mostrador con el estrado ministerial o el curul legislativo. Y muy politizados, simpatizaban los primeros con los conservadores y los segundos con los liberales. Pero sus hábitos cotidianos y sus formas de vida se parecían mucho. La clase alta cultivaba la tertulia elegante y espiritual, en la que la conversación banal alternaba con los tópicos literarios y políticos. Entretanto, bebían los invitados en sus ricas tazas: el chocolate en la época de la Patria Boba, el café durante la primera presidencia de Mosquera, el té más tarde, cuando la moda inglesa empezó a modificar la vida ciudadana. Las tres tazas, precisamente, se llama el cuadro de costumbres en el que describió el cambio de las épocas el escritor José María Vergara y Vergara.

Era éste hombre de gran prestigio, y a su alrededor se desarrolló la vida literaria a partir de 1858. La peña se llamaba “El mosaico” y en ella obtuvieron su consagración Jorge Isaacs, el autor de María, y Eugenio Díaz, el autor de Manuela, dos novelas rurales escritas desde la ciudad. Allí se hablaba, sobre todo, de literatura; pero en el “Altozano”, frente a la catedral y mirando a la Plaza Mayor, se reunían los patricios a hablar no sólo de literatura, sino también de política: era el gran mentidero bogotano, protegido por la estatua de Bolívar que se levantaba en la plaza desde 1846, y enmarcado a medias por el edificio a medio construir del capitolio, que el general Mosquera había encargado al arquitecto inglés Reed para comenzar la renovación de la ciudad.

Muy cerca estaban los grandes colegios —el de San Bartolomé, y más allá el del Rosario— donde brillantes profesores enseñaban vieja y nueva ciencia. Pero a pocos metros se divisaban las chicherías, en vivo contraste. Allí se reunía la gente del pueblo, un pueblo sacudido en aquellos días de mediados del siglo por profundas inquietudes políticas y sociales. Eran artesanos y operarios, muchos de los cuales estaban por allí de paso, porque habitaban los barrios suburbanos de Las Nieves y de San Victorino, del otro lado del río San Francisco. La vestimenta los identificaba, porque seguían usando la ruana y el sombrero redondo mientras los patricios ostentaban la levita y el sombrero de copa. Y los diferenciaban también las ideas políticas, porque las clases populares se mostraban muy decididas a sacudir el peso de la tradición colonial.

La radicalización de las clases populares tenía mucho que ver con el desarrollo de la economía. La subsistencia de los mayorazgos y el ejercicio del monopolio de algunos productos fundamentales como el tabaco y el azúcar aseguraban una posición predominante a las clases altas; y entretanto, un activo comercio de importación favorecía desde 1830 a los comerciantes capitalinos. Pero los artesanos se empobrecían y los trabajadores sin oficio sentían, además de su inferioridad social, una tremenda opresión económica. Aparecían las industrias —loza, vidrio, tejidos, papel—, pero la competencia las arruinaba. Y en medio de esas dificultades crecían las tensiones políticas y las disputas por el poder entre los patricios, en las que las clases populares eran carne de cañón.

La capital de un país federal

Las agitadas luchas de la década del cincuenta promovieron un cambio importante, no sólo desde el punto de vista social, sino también en cuanto a la organización del país. La liberación de los esclavos y la remoción de viejas tradiciones coloniales, tanto económicas como administrativas, hicieron de Bogotá una ciudad sacudida por la inquietud. En respuesta, ni los conservadores quisieron ser tan conservadores ni los liberales quisieron quedarse dentro de sus propios límites. Por eso el gobierno conservador de Mariano Ospina fracasó pese a las concesiones que hizo al redactar la Constitución de 1858. Se veía que el ambiente era para los liberales y favorecía la tendencia federativa. Más audaz, el general Mosquera, antiguo conservador, tomó esas banderas y se lanzó a la revolución. Y tras corta batalla, entró en Bogotá el 18 de julio de 1861.

Desde entonces y hasta 1867 gobernó, por sí mismo o por medio del doctor Murillo. El liberalismo federalista de Mosquera se acentuaba, y bajo su inspiración quedó sancionada la Constitución de Río Negro, en 1863, que creaba los Estados Unidos de Colombia. Fue un período de gobierno personalista que creó malestar en Bogotá, muy sensible a la libertad política. No sólo los conservadores sino también los radicales se enfrentaron a él; pero Mosquera contaba con la masonería, cuyo “Grande Oriente Colombiano” instaló solemnemente el 24 de junio de 1866: del palacio San Carlos salió vestido con el traje de Gran Maestre, Grado 34, para presidir la ceremonia, ante la mirada atónita de los devotos bogotanos. Poco después el presidente ordenó demoler el altar mayor de Santo Domingo para que el recinto sirviera de sede a la Cámara de Representantes; y en uniforme de general, abrió las sesiones hablando desde el púlpito. ¡Era el demonio!

Unos y otros conspiraron contra él y el 23 de mayo de 1870 lo apresaron en la cámara del palacio San Carlos, mientras dormía. Bogotá respiró, pero no recuperó la tranquilidad política. Los presidentes se sucedieron hasta 1880, militares y civiles, todos débiles y trabados por las tendencias dispares de los estados provinciales.

El experimento federal fracasaba. La expansión de la economía produjo graves crisis financieras y el consiguiente malestar; pero al calor de esa expansión económica se modernizó el país. Aparecieron los ferrocarriles, el telégrafo; se creó el Banco de Bogotá en 1871 y el de Colombia en 1875; y aunque la ciudad misma no se modernizaba, crecían los negocios y las fortunas de los comerciantes.

Fueron las exportaciones de tabaco las que robustecieron la economía de la nación y las que hicieron circular el dinero. La sociedad acentuaba su modesta transformación, y la ciudad se sentía orgullosa de sus 130.000 habitantes. Pero apenas crecía en extensión y sus casas mantenían el viejo aire colonial. Bogotá sabía que, aislada del mar, estaba preservada de influencias muy profundas, y gustaba de ahondar en su propia personalidad. El costumbrismo literario describía prolijamente las costumbres vernáculas e identificaba el tipo del “cachaco”, hijo de familias distinguidas, el del burgués en ascenso o el del hombre de pueblo fiel a su tradición aunque hubiera absorbido algunas ideas modernas. Rufino José Cuervo identificaba las formas del habla local en sus Apuntaciones críticas al lenguaje bogotano. Y a nadie extrañaba que aún se dieran serenatas bajo los balcones.

El lenguaje era un culto. Un poeta como Julio Arboleda, jugado en la política, merecía la admiración de sus adversarios. Los clásicos antiguos y los españoles estaban en los labios de los patricios bogotanos, que un día se reunieron para constituir la Academia Colombiana de la Lengua, en 1871. Y desde el “Altozano”, desde la tribuna parlamentaria o desde la cátedra, la rica oratoria fluía como un rito.

Crisis del federalismo y modernización

La era federal terminó con el gobierno de Rafael Núñez y la Constitución de 1886. Un orden férreo facilitó el progreso material y Bogotá comenzó a crecer, y aún más después de la guerra civil de principios del siglo XX y el gobierno del general Reyes. Primero abrazó el barrio de Chapinero y luego siguió implacable hacia el norte, estableciendo barrios residenciales y abriendo vastas avenidas. Después de la Segunda Guerra Mundial, Bogotá creció como pocas ciudades de Latinoamérica. Hubo desarrollo industrial, éxodo rural y aglomeración urbana. Aparecieron los rascacielos, las urbanizaciones —como la ciudad Kennedy— y los rancheríos. Todo anuncia el proceso continuado de una ciudad moderna, hasta la delincuencia de los adolescentes y el tráfico de las drogas.

Pero nadie se engaña en Bogotá: persiste la vieja ciudad escondida, quizá no en su arquitectura o en sus calles, pero sí en sus costumbres y en sus ideas. Sólo las nuevas clases —las que se hicieron notar los días del “bogotazo” de 1948— han empezado a dibujar el perfil de una Bogotá nueva, menos provinciana y más sometida a las duras condiciones del mundo contemporáneo.