Carlos Grieben, poeta. 1952

A veces parecería que Grieben busca la perfección formal. Algún poema, muchos versos, ofrecen esa azarosa plenitud que suele trascender del rigor con que, inesperadamente, se encadenan las palabras mientras van persiguiendo, hasta alcanzarla, una idea, una imagen o una imponderable alusión. La estrofa o el verso ascienden hacia la indefinible madurez armónica encerrada en el acorde suscitado entre lo que no se puede decir del todo y la singular manera con que se procura expresarlo. Entonces se adivina al poeta maduro, dotado de una casi sabiduría que apenas se manifiesta, que manifestándose apenas se traiciona, pero que opera disponiendo el orden inexplicable y necesario en que las cosas deben ordenarse. Se adivina al poeta maduro. Pero es seguro que Grieben es más que un poeta maduro. Sin duda busca la perfección formal, y la alcanza en ocasiones porque logra aproximarse al rincón secreto que posee la palabra y la constriñe a que diga lo que se resiste a decir. La palabra se emboza y dice lo que oculta. Pero se adivina que Grieben busca otra cosa que está más allá de la perfección formal, a la que él, simplemente, encuentra a veces en su camino. No es fácil decir lo que busca. Seguramente busca la poesía, y la encuentra escondida en viejos temas eternos: el tiempo, el mar, el amor, no importa cuáles. De todos ellos el poeta extrae la alusión necesaria para prestarle o devolverle a su contorno —casi al universo— un irrevelable secreto. No todo es encaminarse a puerto, no todo es voz deliberadamente proferida ni fluyente tiempo meridiano. Hay lo que transcurre antes y después de una llegada, el nombre que no se puede pronunciar, lo que es instantáneo y eterno. Quien lo percibe se encuentra en posesión de un talismán inestimable, un talismán que posee la virtud de prolongar crepuscularmente la imagen de nuestro contorno hasta cierto lindero al que nos está vedado aproximarnos. Y el que lo entrevé es un poeta profundo, un vate, ciudadano ya del país del asombro. Allí hay quimeras y lémures cubiertos de bruma a los que el talismán otorga súbita fosforescencia para que sean divisados en la noche. Se adivina al poeta profundo. Pero no es todo todavía. Porque la poesía quiere que se transfiera al preciso mundo de las voces la imprecisa imagen que se deforma en los linderos de la realidad; y quiere que se transfiera con los ecos que la voz introduce cuando resuena en el espacio, poniendo a prueba la validez de la resonancia. Y aquí nos hallamos con uno que descubre lo apenas entrevisto —una vez más, una vez siquiera— y sabe devolver lo que descubre con una voz límpida, fluyente, de sabias inflexiones y tonos desusados. Este es poeta. Nada recuerda los andamios ni queda sobre la tersa piedra el signo del martillo. La voz fluye como si hubiera sido hecha para cantar, y dentro de ella la revelación fluye como si hubiera sido hecha para ser revelada de esa manera. Alguna vez parece oírse, como en el bajo del teclado, la voz grave de Antonio Machado. Grieben, poeta, posee a su modo el mismo secreto del poeta castellano.