Carlyle y la dictadura. 1947

Con frecuencia se ha citado el nombre de Federico Nietzsche cuando se ha tratado de indagar cuáles han sido las grandes figuras del pensamiento que, con sus doctrinas, han proporcionado de cerca o de lejos los elementos fundamentales para la sustentación de los regímenes contemporáneos de tipo autoritario. Acaso no siempre se haya sido justo con él, y se le hayan cargado más culpas de las que realmente tiene; pero es innegable que algunas de sus ideas permitían un desarrollo susceptible de madurar en las formas políticas del totalitarismo. En esa misma indagación de los precursores, cabría un estudio –apasionante por cierto– de todo el legado del Romanticismo en materia de pensamiento político, y sobre todo del primer romanticismo; de ese modo podría llegarse a valuar su aporte en la elaboración de las ideas que nutren aquellos sistemas; porque si el Romanticismo de un Hugo pudo adquirir tardíamente un matiz que le permitió formar en una misma línea con el liberalismo, en sus orígenes hubo, por el contrario, un Romanticismo antiliberal cuya curiosa concepción de la vida político social ha reaparecido en el autoritarismo contemporáneo.

Ese examen del Romanticismo –movido por el interés de aquella indagación– conduciría directamente al análisis del pensamiento de Thomas Carlyle, el ilustre historiador de Los Héroes, cuya personalidad parece no haber sido tomada suficientemente en cuenta con respecto a la influencia que haya podido ejercer en el pensamiento político. Hay en Carlyle una exégesis de la dictadura, pero sobre todo, una concepción de la dictadura moderna, que entronca sin duda alguna con una corriente muy antigua por cierto, pero que él sabe proveer de la inflexión necesaria para que quede ajustada a las nuevas realidades.

Sería estéril tratar de establecer el origen de las formas políticas del autoritarismo o de las doctrinas que están en su base. Pero sí es lícito señalar en la historia occidental los dos tipos de concepciones dictatoriales, que se han dado en la experiencia, y es posible además fijarlos por medio de algunos ejemplos.

En un sentido, la dictadura ha sido concebida como un mero poder de hecho basado en la fuerza, y generalmente en la fuerza militar, tal como la ejerció en Roma, por ejemplo, Sila. Pero en otro sentido, la dictadura se nos presenta como un epifenómeno de movimientos sociales en los que grupos tradicionalmente subordinados irrumpen en la escena histórica con vigor y se ven obligados, para consolidar su triunfo, a quebrar el orden jurídico establecido, impuesto y defendido hasta entonces por la clase dominante. Para poder hacerlo, parece imprescindible instaurar un régimen también de hecho pero respaldado por la virtualidad de un nuevo derecho hasta allí no reconocido y que afirma su decisión de imponerse a través de un nuevo orden jurídico para toda la colectividad. Este tipo de dictadura es el que caracteriza a Pisístrato, a César, a los señores que aparecen alrededor del siglo XIV en diversas ciudades europeas, a Cromwell y a Robespierre, y el que parecería caracterizar a los regímenes autoritarios contemporáneos.

Según esta última concepción, la dictadura estaría respaldada por cierto mandato inexpresado pero actuante e irrevocable que el grupo social en ascenso ha otorgado a su conductor. Pero, naturalmente, sería inútil –mientras la dictadura está en vigor– exigir las pruebas de la legitimidad de ese mandato, que proviene de una voluntad supuesta y no expresamente manifestada. De modo que si, históricamente, puede justificarse en ciertos casos una dictadura atendiendo a la ulterior comprobación de la realidad de aquel mandato, políticamente, puede proclamarse por quien la ejerce aún cuando sea manifiestamente inexistente, como mero recurso para disimular una autoridad basada exclusivamente en un aparato de poder.

Es esta concepción de la dictadura la que ha sido utilizada por los regímenes autoritarios contemporáneos. Se presentaron como dictaduras de masas, como formas políticas necesarias para operar el ascenso, al margen del orden jurídico creado por el liberalismo burgués. Y en la elaboración de la doctrina que les sirve de base, el pensamiento de Carlyle ocupa un lugar predominante con su teoría del héroe y de las relaciones entre éste y la comunidad.

Por detrás de la concepción del héroe, Carlyle ofrece una concepción de la comunidad en que el héroe se inserta y manifiesta claramente cuáles son, a su juicio, las relaciones entre ambos términos. Acaso el rasgo esencial de la comunidad sea, para él, estar compuesta de hombres vulgares desprovistos de personalidad singular y suficientemente diferenciada. En realidad, Carlyle concibe la comunidad esencialmente como masa, puesto que, separando de ella al héroe en el que resume todos los valores de élite, parece verla constituida exclusivamente por elementos pasivos. La comunidad masa es para Carlyle un conjunto amorfo que, aunque susceptible de adquirir forma, sólo puede llegar a alcanzarla por la acción de una fuerza coercitiva exterior. Sin duda alguna posee tendencias peculiares; sin duda alguna posee un sentido que la incita a marchar hacia la plena realización de su propia virtualidad; pero carece de la capacidad necesaria para delimitar y definir aquellas tendencias y para poner en movimiento su sentido interno. Carlyle parece negar a la comunidad masa como conjunto las aptitudes de la razón y de la voluntad, reconociéndole solamente las predisposiciones elementales e indeterminadas propias de su naturaleza.

El hombre de esta comunidad masa, el hombre vulgar, solo puede moverse según Carlyle de acuerdo con impulsos primarios: el odio o la pasión. No domina los mecanismos para determinar racionalmente sus objetivos y someter su conducta a los dictados de la razón. Por lo demás, su visión de la realidad es sólo superficial. Recuérdese que Carlyle –que proviene del idealismo– parte de la existencia de una realidad profunda y esencial que se esconde tras el mundo de las apariencias, de los fenómenos. Este último es el único que le es dado conocer al hombre vulgar, y por esa razón la masa –en la que todos ellos se integran– vive según una visión superficial del mundo. No conoce sino lo que cree ver, y juzga según ello, ignorando las esencias últimas.

De este modo, Carlyle afirma y niega al mismo tiempo la eficacia histórica de la comunidad-masa. Afirma su existencia como conjunto portador de una tendencia esencial, pero le niega todo derecho a expresarse por sí misma. Cuando la ve haciéndolo en la experiencia histórica, juzga su exaltación como un fenómeno nefasto; le llama sansculottisme, es decir, desordenada y estéril demostración de impulsos primarios liberados, que no pueden contenerse por sí mismos y que no se dirigen a lograr ciertas aspiraciones predeterminadas sino meramente a expresar los sentimientos que la represión de esas aspiraciones ha suscitado en la subconciencia. Más aún. Cuando observa que la masa llega a crear un orden jurídico para expresarse, dentro de las formas llamadas peyorativamente por él constitucionales o parlamentarias, Carlyle no reconoce sino un formalismo estéril, una exaltación de la mediocridad, que critica con la misma pasión que Calicles en el Gorgias, cuando denigraba la alianza de los débiles contra el fuerte. Así, la masa amorfa, carente de capacidad de expresión tanto espontánea como heredada, no parece tener a sus ojos sino un instrumento para trascender el individuo de excepción que la represente, la interprete y la dirija según su propia virtud. Este es el héroe, que en el plano político se manifiesta como dictador. Frente a él, la comunidad masa sólo debe ejercitar una virtud: la obediencia. Así lo declaraba por boca del profesor Teufelsdröckh en Sartor Resartus: “La obediencia es nuestro deber universal y nuestro universal destino: en ella, quien no quiera doblegarse tiene que romperse”.

La obediencia al héroe, al grande hombre, al dictador es el signo de la inexcusable correlación que debe existir entre él y el conjunto dentro del cual se singulariza y al que debe dirigir. El héroe, el grande hombre, el dictador, solo adquiere eficacia histórica cuando existe y actúa esa correlación, cuando uno interpreta y el otro se deja interpretar prestando su asentimiento a la interpretación, cuando uno conduce y el otro se deja conducir, cuando uno manda, en fin, y el otro obedece. Sólo el héroe es capaz de hacer historia, de dirigir la conducta singular y colectiva, porque sólo él es capaz de sobrepasar las meras apariencias y llegar hasta la realidad profunda y esencial. Sólo él, pues, según Carlyle, conocerá la verdadera verdad y despreciará las verdades falsas. Carlyle no vacila en imaginar que el héroe obtiene esta aptitud de cierta fuente misteriosa y acaso divina, gracias a la cual se torna un hombre de excepción, un genio acaso con apariencia de locura, cuya palabra adquiere la categoría de verdad por el solo hecho de provenir de él. Y esa es la palabra que exige ser obedecida, so pena de que se trastrueque todo el orden universal: “En el mundo –dice en Los Héroes– hay un Dios y aún una sanción de Dios, porque de no ser así, la violación de ambos principios equivaldría a la negación de todo gobierno, de toda obediencia y de toda acción moral entre los hombres. No hay para ellos acto más moral que el de la autoridad y la obediencia. ¡Ay de aquél que indebidamente pretende que se le obedezca! ¡Ay del que, debiéndola, niegue la obediencia! Sean cuales fueren las pragmáticas humanas, la ley de Dios consiste en esto: así, existe en el fondo de cualquier reclamación que un hombre exige de otro a un derecho divino o una diabólica injusticia“.

Trasladada esta concepción a la política, como lo hace Carlyle en Los Héroes al referirse a Cromwell y a Napoleón, la figura del héroe toma la apariencia del dictador. Él es quien representa la autoridad, sobre todo porque representa el orden. A su odio contra el sanscoulottisme contrapone Carlyle una decidida preocupación por el orden: “Digamos también que con todo y haberse visto muchos de nuestros héroes y grandes hombres poco menos que forzados a trabajar corno revolucionarios, son por virtud de su misma naturaleza hijos legítimos del orden y enemigos naturales del desorden. Un hombre verdadero ocupado en trabajos de revolución, cosa es que tiene en sí algo trágico. Preséntase a los ojos del mundo como anarquista; un elemento anárquico penoso en extremo le embaraza y le sale a cada instante al paso; y esto le acontece a él, cuya grande alma es hostil a la anarquía y se le hace odiosa. Como la de todo hombre ingenuo, su misión es el orden. Viene a restablecerlo en el mundo dentro del caos y de la confusión. Él es el misionero del orden”.

Pero el orden no es sino un esquema vacío. El contenido de ese orden no está dado en su concepción sino por la voluntad del dictador, que debe ser reconocido cuando aparece o debe ser buscado cuando la situación se torna crítica. No dejará de aparecer. “Mientras el hombre sea hombre –dice en Los Héroes Carlyle– jamás faltará un Cromwell, un Napoleón que se presente a dar el golpe de gracia a toda clase de sanscoulottisme. Y una vez buscado y hallado, el deber de la comunidad-masa es dejarlo hacer, libre de trabas, fiel al designio misterioso que lo inspira, obedeciéndolo ciegamente”. “Buscad en cualquier país –dice en otro lugar– el hombre más capaz, el más hábil que en él resida: elevadle a la suprema dignidad, reverenciadle lealmente, y habréis conseguido para aquel país un gobierno perfecto. Ni las urnas electorales, ni la elocuencia parlamentaria, ni las votaciones, ni los sufragios, ni los proyectos de constituciones, ni los recursos fueran del género que fueren, lo mejorarán en lo más mínimo”.

Él, por el contrario, mejorará a la comunidad masa elevándola hasta el nivel de su propia superioridad, aún cuando le sea menester apelar al látigo, como había hecho el doctor Francia en el Paraguay, según un método que a Carlyle le parecía no sólo justificable sino altamente beneficioso. De haber conocido métodos más delicados y sutiles, como la ametralladora moderna o las cámaras de gases, seguramente los hubiera recomendado con igual entusiasmo, porque nada le parecía que debiera ser obstáculo para que el dictador pudiera plasmar a la comunidad-masa a imagen y semejanza de lo que consideraba su grandeza. Agréguese que en la guerra de Secesión se manifestó como sudista y partidario de la esclavitud de los negros, y se tendrá un perfil bastante completo de su pensamiento político.

Hay, pues, en Carlyle una exégesis de la dictadura sin restricciones ni límites. Pero lo que hace de él una figura significativa en el proceso de elaboración teórica de la dictadura contemporánea no es la mera postulación de un autoritarismo político sino su alineamiento dentro de la corriente que aspira a controlar las masas, sirviéndolas y sirviéndose de ellas. El grande hombre, el héroe, el dictador, no son legítimos a su juicio nada más que cuando interpretan rectamente la voluntad general: “¡Ay de aquél que indebidamente pretende que se le obedezca!” decía. Y ese “indebidamente” entraña la suposición de que hay una obediencia legítimamente reclamada e inexorablemente debida. Hay, pues, a sus ojos, una dictadura legítima que se justifica por la identificación entre la comunidad masa y el dictador.

Acaso resultara grato a su espíritu todo autoritarismo: el de Napoleón lo mismo que el de Federico II o el del doctor Francia. Pero sin duda alguna el dictador que está más identificado con su espíritu es Cromwell, cuyas cartas y discursos estudió atentamente Carlyle, publicándolos luego con un hermoso estudio preliminar. Cromwell es, en efecto, el típico ejemplo de conductor de masas en ascenso –semejantes a las que Carlyle veía moverse a su alrededor–, que imponen nuevas exigencias y a las que el dictador procura satisfacer siempre que acepten su autoridad y acaten el orden que él quiera imponerles. Sólo con esa condición alcanza la dictadura, a sus ojos, la máxima eficacia y su plena justificación. Las masas deben desarrollar sus tendencias y posibilidades, cobrar forma y realizarse históricamente, pero sólo a través de la voluntad del dictador que las interpreta y las dirige. Hay, pues, en él la misma concepción heteronómica de la masa que ha caracterizado a los dictadores de la época contemporánea.

Por lo demás, será útil recordar que entre el pensamiento doctrinario de Carlyle y el autoritarismo prusiano con sus proyecciones hasta el nazismo, hay un punto de contacto que se halla colocado en la base ideológica de ambos: Fichte, Vater Jahn, y, en fin, la concepción romántica del pueblo, concebido como una estructura que se constituye alrededor de un núcleo central: el Volksgeist, el “espíritu del pueblo”, cuya esencia misteriosa sólo puede ser interpretada por los elegidos. Desarrollando esa idea y mirando muy de cerca la revolución inglesa de 1648, Carlyle define y caracteriza un tipo de dictadura de fuente popular, que debía reaparecer al producirse nuevos fenómenos de ascensos sociales y, sobre todo, al oponerse a esa concepción heteronómica de la masa otra cuyo sentido es la conquista de una autonomía total para las masas en ascenso.