Collingwood y la historia. 1953

Collingwood, historiador de la Britania romana y filósofo de la Idea de la Naturaleza, se plantea un día las dos o tres preguntas capitales que asaltan de vez en cuando al historiador reflexivo: ¿qué cosa es la historia en cuanto actividad intelectual? ¿Cuál es su objeto? ¿Cómo procede? ¿Para qué sirve? Por costumbre, suele pensar el historiador que todos estos problemas son obvios. Su oficio —parece pensar con excesiva frecuencia— está bien definido: es buscar documentos, estudiarlos críticamente, exponer luego los hechos a que se refieren y, acaso, esbozar alguna ligera conclusión de impreciso carácter. Eso es lo que hace con demasiada frecuencia, como si hiciera periodismo retrospectivo. Y sin abrigar dudas acerca de si es o no lo que debería hacer. Hasta que un día se formula las dos o tres preguntas capitales y comienza a comprender que quizás esté haciendo una labor inútil, o acaso desprovista de sentido, o tal vez orientada en una dirección que desvía la intención original del acto de conocimiento iniciado. Ese día, el historiador perplejo empieza a mirar con desconfianza el diploma que tiene delante, la crónica en la que recoge materiales, la inscripción cuyo hallazgo lo llenó de alborozo, y con mucha más desconfianza la “obra de consulta”, repositorio de la historia ya construida, compuesta acaso por un historiador a quien quizá no se le plantearon jamás los mismos problemas que a él lo aquejan ahora. Desde ese día, en un cierto sentido aciago y en otro feliz, el historiador perplejo comenzará a sentirse aprendiz de filósofo, lo que equivale a decir que solo desde ese día ha comenzado a ser historiador. Para los espíritus vigorosos, será un gran día el día en que comenzaron las dudas sustanciales sobre el objeto de su actividad intelectual; acaso para otros aparezca como un crepúsculo; pero quizá la historia no pierda mucho si desertan de ella aquellos a quienes horroriza el pensar sobre el sentido de su propia actividad; y quizá quedándose solo con los perplejos tenga mayores probabilidades de aclarar sus problemas. Un día la sucesión, el encadenamiento y la interpenetración de las dudas capitales deparará seguramente un principio para orientarse en su laberinto. Y aquel que ese día esté sentado debajo del manzano recibirá —no sin cierta injusticia— el lauro verde de la victoria.

Para quienes se preocupen por la historia y hayan comenzado a acariciar las dudas capitales que carcomen su estructura cognoscitiva, este libro de Collingwood será de extraordinaria utilidad. Y no precisamente porque satisfaga del todo a quien tiene cierto hábito de rigor intelectual, sino porque muestra la entraña viva del problema y los múltiples senderos en que se manifiesta. Obra póstuma, compuesta con materiales dispares por su discípulo, el profesor Knox, la Idea de la Historia no presenta ni la arquitectura ni el equilibrio que un pensador como Collingwood hubiera dado finalmente a la última redacción. Pero eso no hace sino dificultar un poco la lectura inteligente y obligar al lector a ir y volver más de una vez por sus páginas. Ejercicio por lo demás muy recomendable en toda lectura y que en este caso se justifica aún más por el valor sustancial de muchas digresiones.

Bajo el enunciado de “Idea de la Historia” se esconde la pluralidad de problemas que constituyen el temario de la Filosofía de la Historia. Y no solamente los que eran propios del planteo clásico, sino todos los que se han ido advirtiendo poco a poco además del problema del sentido de la vida histórica: problemas gnoseológicos y metodológicos, hermenéuticos, éticos. Collingwood los persigue a partir de una posición bien establecida, cuyos fundamentos son inequívocamente crocianos, y su obra, tal como nos es presentada por Knox, ofrece dos vías, que recuerdan la estructura de la Teoria e storia della storiografia: una que recorre los meandros del pensamiento histórico y otra que sigue un curso especulativo.

Las cuatro primeras partes constituyen un examen de las concepciones historiográficas fundamentales del pensamiento occidental. Collingwood se detiene solamente en los autores de doctrinas y solo accidentalmente en historiadores de quienes cree que vale la pena rastrear el pensamiento subterráneo. Se leerán con provecho esas páginas y muy especialmente las que dedica a La Historia Científica, en las que ordena los materiales que conducen a los planteos modernos acerca del problema de la historia. Allí adquiere toda su gravedad el problema de la persistencia de la concepción naturalista de la historia y de la reiterada irrupción de los planteos positivistas aun en quienes se proponen liberarse de ellos. Y sobre este tema especialmente abundan los Epilegómenos que constituyen la última parte del libro.

“El historiador tiene que re-crear el pasado en su propia mente”, afirma Collingwood, y esta idea se repite con variaciones, matices y aclaraciones insistentemente. Solo de esa manera puede apresarse en su peculiar esencia la vida histórica, a la que no hay que esperar captar con la objetividad con que se presenta la naturaleza ante el entendimiento humano; y solo así, comprendiendo, se hace historia “científica”. Collingwood caracteriza en sentido opuesto lo que llama “historia de tijeras y engrudo”, esto es, aquella que se limita a esperar lo que espontáneamente quieren declarar las “autoridades”. Esa especie de historia está destinada al naufragio, porque no existen perspectivas de conocimiento —dice— si no se plantean previamente “preguntas” a las que las fuentes deban responder, ya sea con lo que dicen explícitamente, ya sea con los supuestos que el historiador sea capaz de desentrañar. Collingwood se solidariza con la recomendación de Lord Acton: “Estudiad problemas, no períodos”, porque ve en ella un principio metódico capaz de poner sobre la buena vía a quienes quieren comprender. Un problema significa una pregunta, una hipótesis, un hilo conductor para la comprensión, acaso, podríamos decir, un esquema para proporcionar un sentido a la historia, que solo lo adquiere cuando la recreamos.

Ese sentido, concebido de ese modo, aparece en la idea de progreso y en la idea de libertad, a las que Collingwood se refiere con rara penetración. Crociano en lo fundamental, Collingwood ejercita en sus análisis una notable capacidad para poner de manifiesto la vigencia de sus planteos. No desdeña ni la reflexión metafísica ni la asimilación de la reflexión histórica a una investigación policial; y apuntando hacia todos los sectores con fuego graneado, trata de sorprender al lector allí donde lo halla desprevenido para demostrarle que también allí se descubre el problema y puede plantearse en los términos que él prefiere.

Por esta peculiaridad de su método —y acaso de su personalidad— Collingwood ofrece un libro recomendable para quien ame la vigilia, para quien quiera ser azuzado y mantenido en estado de alerta. Sin ser un manual al que deba acudirse por necesidad de vez en cuando en busca de un dato, es posible que quien se inquiete por el problema de la historia vuelva una y otra vez a releerlo para descubrir las innumerables sugestiones que esconde.