Cuatro observaciones sobre el punto de vista históricocultural. 1954

Los ensayos realizados hasta ahora en el campo de la historia de la cultura permiten ya hacer un examen de las posibilidades y de los riesgos que entraña su peculiar punto de vista. Hay un enfoque específicamente historicocultural que difiere de los que habitualmente han sido usados por el saber histórico, y que supone una cierta actitud intelectiva y un cierto método. Sin duda, la inadecuación de la primera y el uso incorrecto del segundo en relación con un campo de estudio —una época, un proceso— que ha sido abordado con la intención de tratarlo con aquel enfoque, origina errores que no alcanzan a comprometer la validez del enfoque mismo. Pero es igualmente cierto que, aun adecuada y correctamente usados, la actitud intelectiva y el método derivado del punto de vista historicocultural entrañan ciertos riesgos y limitaciones, suscitan algunas dudas, a todo lo cual el historiador debe estar atento para evitar las imprecisiones conceptuales a que puede dar origen. Es posible que en esas imprecisiones conceptuales se vean comprometidos los problemas previos más importantes del historiar, y no es lícito dejarlas subsistir sin intentar su aclaración. En relación con ese propósito destaco cuatro observaciones sobre el punto de vista historicocultural.

El punto de vista historicocultural

Como tantas otras, especialmente en el campo de las ciencias del espíritu, la expresión historia de la cultura tiene un significado impreciso o vulgar, y otro estricto y técnico. Más usual es, naturalmente, el uso impreciso, pero el historiador debe evitarlo para no persistir en un equívoco. De costumbre, parece evidente que la expresión historia de la cultura se refiere a la cultura espiritual, a la literatura, a la ciencia, a las artes, manifestaciones todas del espíritu que parece lógico oponer a la vida económica o política; consideradas estas manifestaciones históricamente cubrirían el área de la historia de la cultura, de la que quedarían excluidos, en consecuencia, los hechos de la vida social. Según este uso, la historia de las guerras samníticas o la de las luchas sociales en Flandes no pertenecen a la historia de la cultura, pero el análisis de la filiación estética y teológica de Dante Alighieri forma parte de ella. De modo que una historia de la matemática, o de la pintura o de la metafísica, concebida al modo habitual de historia de los objetos creados, constituiría de pleno derecho un capítulo de la historia de la cultura.

En sentido estricto y técnico, la significación es otra. Supone una acepción mucho más vasta de la palabra cultura, pues implica en ella todo lo que es acción y creación del hombre: la reflexión metafísica tanto como la acción económica, la lucha por el poder tanto como la creación estética o la investigación científica. Es, pues, la acepción de la palabra cultura usual desde Rickert y ya muy elaborada filosóficamente. Ahora bien, no todos los aspectos de la cultura así entendida pertenecen al campo propio de la historia de la cultura. En el sentido estricto y técnico que tiene esta expresión cuando se la considera como representativa de una peculiar actitud histórica, sólo cabe en ella el análisis y la interpretación de la sucesión de las mutaciones culturales, grandes o pequeñas, en la medida en que esas mutaciones representan una relación inestable entre quienes crean la cultura —los actores de la vida histórica— y la cultura misma, como proceso de creación y como cosa creada.

Esa relación se manifiesta eminentemente, en mi opinión, a través de un juego —que parece preferible no considerar dialéctico— entre lo que llamamos el orden fáctico y el orden potencial. De aquí que el punto de vista historicocultural determine una peculiar actitud intelectiva y un método específico. Consiste la primera en el designio de atender no tanto al peculiar desarrollo de cada uno de los dos órdenes y a la naturaleza singular de sus objetos, como a las relaciones entre dichos órdenes, pues lo otro constituye una etapa previa a la hermenéutica historicocultural propiamente dicha. Y consiste el segundo en un apropiado reordenamiento de los distintos elementos en juego que permita distinguir en ellos sus dos faces, la fáctica y la potencial, convenientemente diferenciadas como para poder usarlas en la integración de los dos órdenes, a fin de afrontar el problema estricto de la historia de la cultura, esto es, la interpretación y comprensión de su multiforme juego.

Escapa, pues, al punto de vista historicocultural la pretendida oposición entre la historia de los productos creados (que es, como ha solido entenderse, la historia de las creaciones del espíritu: la matemática, la pintura o la metafísica) y la historia de la perpetua creación del hombre. Desde el punto de vista historicocultural tal oposición carece de sentido. Lo que se divisa desde él es tanto el múltiple proceso de la creación —de situaciones económicas, de obras de arte, de hipótesis científicas, de circunstancias politicosociales, de ideas filosóficas— como los productos que de ella resultan, los cuales juegan, a partir del momento en que adquieren realidad fáctica, un nuevo papel en el escenario de la incesante creación del hombre. Pero las líneas que parten del punto de vista historicocultural se dirigen fundamentalmente a un aspecto de lo que se presenta en el vasto territorio divisado: el de la mutabilidad de las relaciones antes indicadas.

El comprender

La captación de los elementos del juego entre el orden fáctico y el orden potencial, y sobre todo la captación del juego mismo, constituye el objetivo de la actitud historicocultural: es su manera de “comprender” la vida histórica. Pero parece necesario señalar insistentemente que la comprensión debe ser, desde el punto de vista historicocultural, esencialmente dinámica. Los mejores ensayos, los más representativos realizados hasta ahora en el campo de la historia de la cultura han tenido generalmente como objeto la interpretación de una época cuya delimitación conceptual parecía inequívoca y definitivamente establecida: la del Renacimiento en Italia, la del otoño de la Edad Media, la de la Ilustración. “Comprender” ha podido, pues, parecer una operación intelectual consistente en precisar esa delimitación, como si la captación de las significaciones requiriera forzosamente un acotamiento riguroso del campo histórico cuya singularidad se pretendía comprender. Esta posible desviación de la actitud comprensiva encierra cierto peligro que es necesario no olvidar.

En la medida en que se insista en que la intelección histórica requiere una rigurosa delimitación —especialmente temporal— del campo sometido a examen, se acentuará la posibilidad de que ese examen conduzca más a una morfología de la cultura que a una comprensión específicamente histórica. En el dominio de la ciencia histórica, los intentos de comprender un determinado campo deben realizarse de tal manera que no se altere el peculiar ritmo histórico que en él se manifiesta, evitando la introducción de un falso retardamiento en el proceso. Si no lo logramos, introducimos inevitablemente en nuestra intelección un falso esquema y corremos el riesgo de imprimir una fisonomía estática al objeto de nuestra comprensión.

Este riesgo amenaza siempre a la intelección histórica cuando parte de un cuadro conceptual insuficientemente elástico. Si se comienza por afirmar rígidamente la vigencia de cierto conjunto de caracteres para cierta época o proceso y se procura ajustar la imagen de la realidad historicosocial a ese cuadro conceptual, las zonas marginales —en las que necesariamente tales caracteres se manifiestan o todavía imprecisos o ya desvirtuados— parecerán necesariamente desvaídas y su versión histórica las presentará como confusas. Desde el punto de vista historicocultural, el cuadro conceptual debe estar desprovisto de rigidez. Aun en las zonas donde mejor se ajuste a la realidad, hay sin duda elementos de disidencia que no deben ser omitidos; y en las zonas marginales se advertirán sin duda de manera más acentuada. La versión histórica de esas zonas marginales no puede depender de un cuadro conceptual rígido elaborado para otro campo prácticamente diferente aun cuando contenga algunos de sus elementos; y para que posea toda la riqueza de la realidad vertida será menester no discriminar axiológicamente los elementos que caben y los que no caben dentro de aquel cuadro. De ese modo se conservará conceptualmente el ritmo histórico propio de la realidad y la naturaleza continua del devenir histórico, operándose el comprender sin la amenaza de estaticidad que a veces se cierne sobre él. Típico ejemplo de este peligro es la imagen habitual del siglo XIV en la Europa occidental, en el que la presencia de los llamados “precursores del Renacimiento” desnaturaliza radicalmente la fisonomía de la época.

La concepción historiográfica

Esta prevención no niega la necesidad ni la utilidad de los esquemas conceptuales preestablecidos en el trabajo histórico. Niega tan sólo el derecho de usarlos con tal rigidez que empobrezcan la imagen de la realidad y destruyan la continuidad del desarrollo histórico.

Los esquemas preconcebidos son inevitables como hipótesis de trabajo desde el punto de vista historicocultural como desde cualquier otro punto de vista. Pero el historiador no debe olvidar ni un instante que no es un filósofo de la historia, y que no debe proponer a priori un sentido para la vida histórica ni, en consecuencia, limitar su tarea a buscar en ella los elementos de prueba para su alegato. Los esquemas preconcebidos no pueden ser en esta, como en ninguna ciencia empírica, sino provisionales y suficientemente elásticos, de modo que el historiador pueda enriquecerlos a medida que la investigación se lo aconseje, o, finalmente, desecharlos en cuanto compruebe que no son válidos. El historiador imaginará, en tanto que investigador, uno o varios esquemas preconcebidos; pero su primera misión como historiador en sentido estricto será alcanzar un esquema válido: ese esquema válido es lo que ha sido llamado alguna vez una concepción historiográfica.

Una concepción historiográfica —el término es de Croce— puede ser considerada superficialmente como una interpretación universal y omnivalente de la vida histórica, que el historiador puede aplicar con éxito a cualquier campo que someta a examen. Pero es obvio que si así fuera, no sería otra cosa que un sistema de filosofía de la historia, en cuyo caso no sería su uso aconsejable al historiador como tal. Como ciencia de realidades, la ciencia histórica debe mantener celosamente acotada el área empírica del saber histórico, saber que, como tal, desborda los límites precisos de la ciencia histórica misma y puede ser objeto de otras elaboraciones. Dentro de esa área empírica puede el historiador usar uno o varios esquemas preconcebidos como andamiaje heurístico; pero sólo puede alcanzar una concepción historiográfica después de esa etapa, cuando cierto esquema —preconcebido, ciertamente— resulta convalidado empíricamente.

La conquista de una concepción historiográfica cierra la etapa heurística e inaugura la etapa hermenéutica. Mediante la constante apelación a los datos de realidad, el historiador rechaza sucesivos esquemas preconcebidos, hasta que da con uno que exprese el sentido —uno o varios— que el hombre ha impreso a la vida histórica en determinada circunstancia de tiempo y lugar. Ese esquema capaz de revelar el sentido que la vida histórica, de manera contingente, se ha dado a sí misma, constituye la adecuada concepción historiográfica para interpretar un campo histórico.

Desde el punto de vista historicocultural la labor comienza a partir de una concepción historiográfica. El examen del juego múltiple entre el orden fáctico y el orden potencial es una típica labor hermenéutica. Con respecto a ella toda investigación histórica cuyo objeto radique en uno de los campos —así sea referida a los elementos de la vida histórica que habitualmente se incluyen dentro de lo que en sentido impreciso y vulgar se denomina historia de la cultura— constituye todavía una labor heurística, aun cuando incluya cierta hermenéutica referida a su propio problema. Pero la hermenéutica historicocultural aspira a adecuarse a la máxima complejidad y se propone utilizar metódicamente todos los elementos de la vida histórica hábiles para determinar el sentido implícito en esa complejidad. No es dudoso, en mi opinión, que ese sentido se revele eminentemente a través del juego múltiple entre el orden fáctico y el orden potencial, en la medida en que manifiesta las conexiones plurales entre la conducta historicosocial, los ideales y los productos que resultan de aquella y se incorporan al orden fáctico.

El sentido de la vida histórica

Lo que se llama el “sentido de la vida histórica” constituye un problema equívoco. Como el “saber histórico”, es una noción que desborda a la ciencia histórica.

La filosofía de la historia no distingue necesariamente entre la historia dada y la historia no dada, esto es, entre la vida histórica transcurrida —tema estricto de la ciencia histórica— y la que ha de transcurrir, prejuzgando sobre esta última en la medida en que la autoriza el principio de coherencia que constituye la garantía de validez de todos los sistemas que ha construido. Ahora bien, esta sucesión coherente de historia dada y no dada puede imaginarse explicándola o por la postulación de una meta que las trasciende o por la presunción de la perennidad de ciertos valores que son inmanentes a ambas. Empero, la ciencia histórica no puede trabajar partiendo de la postulación de una meta que trascienda la vida histórica sin desvirtuar su propia naturaleza cognoscitiva y tornarse en alguna medida filosofía de la historia.

Para la ciencia histórica, el sentido de la vida histórica sólo puede estar dado por la realización de valores inmanentes a ella, sin que le sea dado, sin embargo, prejuzgar sobre su perennidad. Para alcanzar las garantías necesarias de objetividad y las condiciones inexcusables para la comprensión, el punto de vista historicocultural exige proponer una duda metódica en cuanto a toda imputación de sentido para la totalidad de la vida histórica o para un campo restringido de ella, y declarar la impotencia de la ciencia histórica para conocer su presunto sentido trascendente.

Las posibilidades del punto de vista historicocultural sólo pueden arrancar de esa doble exigencia. El problema del ser de la historia es el problema de su sentido, y es obvio que la ciencia histórica no tiene una respuesta absoluta a ese interrogante, ni puede tenerla. La primera afirmación derivada del punto de vista historicocultural es, pues, que hay que enfrentarse con la vida histórica como si no tuviera sentido, esto es, con los fenómenos de la vida histórica y no con su ser; la segunda, que es necesario problematizar toda interpretación del sentido atribuido a un campo histórico, sobre todo si es sospechoso de derivar del examen de uno solo de los dos órdenes de la vida histórica o de sólo algunos de sus diversos planos; y la tercera, que es menester atenerse a la busca del sentido que la vida histórica, de modo contingente, se ha dado a sí misma, y en función del cual se ha orientado la creación del hombre. Si eventualmente —como es habitual— se descubre la vigencia de más de un sentido en un campo histórico sometido a examen, o una contradicción entre el sentido declarado y el sentido vivido, tal hallazgo constituye, desde el punto de vista historicocultural, el dato de mayor significación para la comprensión de este campo histórico.

La aplicación del punto de vista historicocultural dará, pues, por resultado la determinación del sentido que el hombre ha asignado a la vida histórica, unitario o contradictorio, preciso o vago. Si las determinaciones cubren campos históricos sucesivos en el tiempo, cabe esperar, mediante su examen relativo, la posibilidad de alcanzar nuevas concepciones historiográficas para áreas más amplias de tiempo, y acaso para la historia universal. Pero tal concepción historiográfica no pasará de ser un criterio hermenéutico para la historia universal dada, que no provee elementos de juicio que autoricen su transferencia a la historia no dada.

Tales son las limitaciones de la ciencia histórica. Por vía especulativa podrá elaborarse el saber histórico de otras muchas maneras, y el filósofo, el profeta o el político podrán derivar de él acaso una o varias doctrinas acerca del ser de la historia, de su sentido. Es propio de la ciencia histórica mantenerse en el campo de los fenómenos, y para el punto de vista historicocultural sólo interesa el problema del sentido en cuanto es un fenómeno más, en cuanto es dato —decisivo, ciertamente— para la comprensión.