Después de la conferencia de Bruselas. 1954

Ya el viernes por la noche teníase la sensación de que las laboriosas negociaciones de Bruselas no encaminaban todavía hacia la coincidencia de opiniones capaz de allanar los escrúpulos patrióticos -ya que serán siempre insalvables las interesadas miras políticas de los comunistas franceses- que llevan a ciertos sectores de la Asamblea de París a mirar con prevención las características dadas a la organización de la Comunidad Europea de Defensa, que no termina de salir del plano de las construcciones ideales. Todavía, empero, los más optimistas o los más deseosos de llevar pronto a feliz término el sistema, confiaban en la madrugada del sábado en lograr el acuerdo en cuyo favor actuaban, junto con los cancilleres de los países que ya han ratificado el pacto y el de Italia, que se muestra resuelta a hacerlo, las dos grandes democracias anglosajonas. Todo resultó, sin embargo, inútil. Ya analizamos aquí mismo la constitución íntima de la trama sutil que envuelve al primer ministro francés y le dicta, en cierto modo, una conducta determinada si quiere alcanzar la finalidad perseguida por los creadores de la C.E.D. Ratificar el tratado de París quiere decir, no simplemente comprometerse a hacerlo sobre cualquier texto, sino hallar uno que logre la mayoría de sufragios necesaria para ello. Si hasta hoy ningún gobierno francés ha conseguido tal ratificación -y es indudable que los anteriores eran, por definición, ampliamente partidarios del ejército europeo-, el hecho se debe, sin lugar a dudas, a las instintivas resistencias que el documento halló desde la hora inicial en buena parte de la opinión de Francia. Ya Bidault, canciller casi inamovible de los gabinetes precedentes, había buscado modificar tal estado de cosas a través de ciertos protocolos complementarios que se discutieron ampliamente en su hora en París, lo mismo que en Roma o en Bonn. A pesar de todo, las dificultades no se allanaron y nada muestra mejor la entidad de aquellas que el hecho de que aún el propio Mendès-France, ligado como pocos a los hombres y al ideario de la Resistencia, debió afrontar, en vísperas de su viaje a la capital belga, la crisis parcial que le plantearon algunos de los ministros de más señalada actuación junto a él en las horas amargas de la ocupación nazi y del régimen de Vichy. Marchó, sin embargo, en busca de la fórmula que le parecía susceptible de hace allegar para la ratificación el mínimo de sufragios parlamentarios indispensable. Las informaciones caligráficas mostraron cómo un político tan dado a romper normas consagradas y a decir con altiva independencia su opinión, debió para la circunstancia entregarse a una delicada faena de alquimia legislativa, moviéndose entre los meandros de la complicada dispersión de grupos y subgrupos, a fin de percibir hasta dónde le era preciso llegar si deseaba liquidar el problema de la ratificación del tratado de París. Y es lícito presumir que esa apreciación tan minuciosamente establecida le mostró que era muy poco lo que podía retirar de las fórmulas con que partió para Bruselas.

Ahora se las ha conocido en su texto oficial, hecho público junto con el comunicado que reconoce la imposibilidad de avenimiento infructuosamente buscado. De ellas y de las que, sin éxito, propusieron en su reemplazo los otros ministros de Relaciones Exteriores dedúcese la sutileza de los conceptos que debían manejar ambas partes. Francia no se resigna a la forma que se ha dado a la C.D.E., con un poder supranacional que entraña todas las consecuencias que ha querido eliminar del convenio mediante las modificaciones conocidas. Mantiénese, asimismo, asida a la tenaz inquietud que en sus poblaciones debe, naturalmente, suscitar una nación vecina que la ha invadido por dos veces en un cuarto de siglo. Y como la política no puede ignorar ni preterir reacciones colectivas de ese tipo, Mendès-France ha juzgado que no le era dable afrontar una transacción que, en último análisis, no creía ni siquiera beneficiosa, por cuanto le exponía a llevar a la Asamblea un texto condenado de antemano.

Fue, entretanto, según se ha visto, empeñoso el esfuerzo desplegado por los otros cancilleres para hallar el punto de coincidencia. Si se comparan los dos textos que ayer dimos, advirtiérase hasta dónde ha debido de ser delicado, acaso por momentos bizantino, el largo debate. Al cerrarlo, los ministros de Relaciones Exteriores debieron concretarse a anunciar lo ocurrido, entregando al juicio de la opinión el examen de las respectivas posiciones. Pero no se creyeron autorizados a hablar, ni aun en las conversaciones privadas, de fracaso. Lo que se está elaborando, en efecto, a través de tantas dificultades y tratando de salvar tan reiterados obstáculos, es un sistema tan ajeno a las preocupaciones del mundo moderno que hasta parece extraordinario que se haya podido llegar al punto en que estamos. Solo la amenaza de un peligro excepcional para la civilización de occidente puede explicarlo. Mas carecería de sentido entrañable toda interpretación que quisiera limitar su alcance al hecho circunstancial que lo ha determinado. Acaso por eso no faltan quienes deseen ir despacio, midiendo los pasos que permitan llegar a nuevas formas de convivencia internacional. Y también por ello confrontaciones como la de Bruselas no dejan de ser útiles para el triunfo final del esfuerzo que se cumple ante nuestros ojos. La reconstitución espiritual de Europa, tras la sacudida espantosa de la última guerra, no ha de ser obra de un instante ni surgir solo de las negociaciones de cancillería o del texto de documentos diplomáticos, aunque, sin duda, unos y otros le preparan el terreno creando en la opinión las útiles discusiones que abonen el terreno para las realizaciones futuras. Más que ceder, pues, al pesimismo a que se es propenso cuando ante una meta ambiciosa se experimenta el amargo sabor de los inevitables contrastes iniciales, debe el mundo libre expresar su fe y su esperanza en la solidez y eficacia de las construcciones que hayan de surgir así, no de la imposición autoritaria de un hombre o de un régimen, sino del cotejo de las posiciones y los criterios que habrán de conciliarse.