‘El documento y la reconstrucción histórica’ de J.M. Chacón. 1930

La erudición —monstruo ensoberbecido— ejerce en el lector del libro de historia, yo no sé qué vago diabólico influjo, y en virtud de él y sin sospecharlo, toma el lector medio —todo lector a quien la cuestión de por sí no interese— una posición automática y definida frente a esta modalidad de la investigación, y con ella erigida en norma a priori, juzga este lector, acomoda y mastica la sustancia histórica, condiciona, en una palabra, la exposición.

La historia ha sido, sin duda, la víctima expiatoria de esa especie de furor erudito; contagiada por el fervor casi religioso con que biólogos y químicos consumían su vida en los laboratorios, su curso —nunca, definido con caracteres tan precisos como para esquivar la tendencia universal— torció rápidamente y se acomodó con tanta seguridad en la nueva posición, que pudo pensarse que era éste su estado, natural y lógico.

Una subconciencia moderna ha dado hoy el alerta y se comienza a sospechar otras posiciones más legítimas dentro del conocer histórico; una nueva inquietud pone de manifiesto esa distinta posición y cabe señalarla: esta disyuntiva, sutil y básica de si la investigación erudita es o no específica y normativa de la historia, no pasa ya inadvertida, y a la respuesta afirmativa, que era la solución incontrastable, se le ha puesto una colosal interrogación; acontece que el lector de hoy —el lector que lo es también de Ortega y de Bergson— ha sentido la insatisfacción que impone tal tendencia a su espíritu y ha reaccionado impensada y automáticamente; y acontece entonces que no estando vitalmente atento a tal problema, prejuzga sobre él sin razonar su prejuicio, y acomoda de hecho a este esquema —inalterable por ser espontáneo— toda la labor histórica. Lógico es que el intelectualismo del siglo último, del cual descendemos, más o menos directamente, desempeñe en tal valoración un significativo papel.

Como problema, la erudición poco interesa; ya en los modernos planteos filosóficos de lo histórico —Dilthey, por ejemplo— escapa por propia insuficiencia del centro que ocupaba y deja en él a una realidad ya conocida, estructurada, indivisible; y de esa realidad, única frente al mundo fenoménico, nos importa tan sólo la expresión, lo que se oculta tras de su gesto, aquello que se ofrece a nuestro intuir. En ella no hay apariencias que nos engañen con un aparecer equívoco, cuya esencia se oculta confundida en quién sabe que principio universal y cósmico; no hay entonces como preocupación primera, urgente y previa, la de estudiar esos fenómenos, cuya raíz última sabemos más allá de la experiencia pura.

Aquí hay que ejercer solamente aquella capacidad medular y profunda que permita transformar esa alusión que se ofrece unitaria y conclusa, en el gesto íntimo y humano, escondido quién sabe con que extraño pudor tras indóciles caracteres, demasiado grotescos para tan sutil y fina materia: y es ahora, solamente ahora cuando lo histórico comienza; solamente ahora, cuando termina el laborar erudito y difícil. Yo creo que es en este momento en que el crítico se transforma en creador, cuando llega la hora de pensar el problema histórico.

Sobre la labor previa se ha construido un mundo excesivo. El documento —hay que pensar esta palabra en un sentido descomunal— tiene de por sí un valor expreso, representado por lo que se dice, por lo que está dicho paladinamente, pero también un valor tácito representado por lo que se calla, por lo que se afirma con falsedad premeditada, por lo que extrae de ese cauce profundo —espíritu— el lector sagaz y comprensivo. A este segundo valor se lo ha silenciado, se lo ha disminuido, porque su aparición termina con la burocrática tarea de escarbar los archivos y darlos a la luz con notas sobre las palabras arcaicas. A este trabajo —tan meritorio por otra parte— se lo ascendía de categoría sin sospechar que era sólo la previa preparación del libro —libro descompaginado y tortuoso— donde se ha de leer el drama apasionante de lo vivido. Leer ese drama, esa es la gran cuestión; comprender su valor humano, extraer su aporte de dramatismo e incorporarlo, con sentido, en el devenir de este film —la historia— del que tan íntimamente nos sentimos actores; porque este alto menester, tan distinto en categoría de la desesperada búsqueda, del correr sin tino tras un fantasma a quien prometemos —y no cumplimos— traer a la vida, sólo podrá cumplirlo quien sienta en carne propia esa angustia, deliciosa y profunda a un tiempo, de sentir la historia cual su propia tragedia; (1) más que con el objetivismo teórico frente a los papeles, con la fidelidad a sí mismo de quien se ponga a pensar en la vida humana y en su correr.

Hay como consecuencia de ese problema un momento de emoción, sincera y curiosa, cuando este lector confeso de tales ideas, toma entre sus manos un libro de historia. Es sobre todo un momento de incertidumbre; las páginas —unas pocas páginas— van a dictaminar sobre su posición, quizá sobre su espíritu. El autor tendrá que exponer esa historia que él sabe por los documentos, tendrá que atestiguarla por los documentos. Pero, ¿eso nada más es la historia? Queda como elemento individual —esa es la inquietud— la superación del documento. Es justo pues prestar atención por que va en ese superar todo el historiador.

Algunas pocas veces tropieza el lector con el hombre de genio que por sobre toda posición teórica impone su don, genial, de evocador: Tito Livio, Taine. La hora actual, sin embargo, debatiéndose entre dos opuestos grupos de valores, —intelectuales y vitales— está en posición sobremanera difícil para definirse y lo que es más lamentable aún, hasta para orientarse. Flota en el ambiente, prestigiada por su auto-calificación de moderna, toda aquella ideología del siglo XIX, y es su fantasma, o su sombra lo que torna heroico este esfuerzo liberatorio de lo que fué su gran descubrimiento. El hombre dedicado a esta clase de estudios, en cuya primera etapa de cultura tal vez marque Renán una época, se siente preso —apresado al menos— en esa metodología ortodoxa y rígida, y su reacción dentro de la historia no es pareja con la que el vitalismo, signo de los tiempos, va imponiendo a su espíritu. Esta gran tragedia de todas las épocas de renovación, adquiere aquí de nuevo dramatismo y la férrea antinomia es en este problema como en tantos otros de la hora actual, el más filosófico planteo.

Yo creo que este choque, que se diseña con menos nitidez en el lector no especializado, ha influido notablemente en el giro ávido con que se ha vuelto hacia la biografía. Mientras se resuelve el rígido dilema, el hombre que siente la inquietud de estas cosas abandona los libros especializados, precisamente por serlo en exceso, y se refugia en Shelley o en Elizabeth, con la vaga intuitiva ilusión de encontrar superado por el genio literario, menos atormentado hoy que el histórico, este objetivismo glacial, interpuesto quién sabe con qué inhumana intención, en la ruta de este saber que es entre todos, humano.

Pero hay dentro del más circunscripto campo de la historia espíritus selectos y yo he tenido hoy la suerte de encontrar uno. Lo he encontrado en este libro cubano, libro pequeñito, de título sospechoso, que ofrece un campo propicio para la meditación.

Chacón y Calvo llegó por propia gravitación a la historia; yo sé muy poco de su vida, pero veo que su actividad intelectual primera, fué casi exclusivamente literaria. Su vida, que imagino andariega y acentuada por un siempre insatisfecho deseo de ver, lo ha llevado a España y ha ambulado por villas y ciudades, viviendo la vida pequeña de los pueblos, la vida prócer de los castillos, la vida quieta de los campos, todas ellas reunidas en el espectro humano de su espíritu. Se adivina en él al gustador de la vida española, donde quizás haya encontrado para la historia de América, muchas explicaciones que sólo dan España y su vida.

Pero todo esto era para él lo accesorio, exuberancia de espiritualidad; su actividad primera, central en su vida de los últimos años, ha estado en los archivos. Y ese trabajo minucioso en los anaqueles centenarios, y ese auscultar la vida en los pergaminos dormidos, han dado a su espíritu —yo diría más bien a su alma— el don carísimo de hacer vivir la vida vieja con la magia de su gran espíritu; porque eso nos enseña nuestra meditación primera: este hombre es ante todo, un gran espíritu.

Este hallazgo satisfizo por eso mi primera inquietud, mayor esta vez por este título: El documento y la reconstrucción histórica, que me hacía sospechar una definición explícita ante este hoy obsesionante metier que forma parte de la historia. Y es la verdad que en pocas palabras dice Chacón y Calvo mucho de este problema, aunque no todo lo radicalmente que debiera decirlo y —esto es lo importante— no todo lo hondamente que él lo debe sentir.

Chacón y Calvo cree en el documento, pero condicionado por esas reacciones espirituales que hacen del crítico —son sus palabras— un creador; visto a una nueva luz que deje traslucir todos los supuestos que se callan; analizado, no ya con esa crítica que se llamaba en tiempo de Seignobos de “erudición” sino con una hermenéutica más compleja de lo espiritual. “La interpretación, he aquí la historia.” Esta es su profesión de fe, que se ve surgir de su espíritu animada por esa “vibración humana” que forma tan grande parte de su temperamento y que él ve definitivamente incorporada a la historia como legado de la escuela intuitiva.

Pero antes de arribar a esta definición, Chacón y Calvo reivindica para el documento un derecho que sugiere un matiz en esto de la erudición.

Chacón y Calvo quiere ver en cada historiador, en todo historiador, un técnico de la investigación. Sin duda es exacto; pero es necesario destacar en una vez definitiva, que este admitir en el documento un valor de fuente previa, esto es, anterior a lo histórico, no implica elevar el nivel de su función; más bien es reconocer su carácter subalterno. Es muy natural que sólo el documento pueda suministrar el material primigenio de la historia, como es natural que el mito o la leyenda preste a la tragedia griega su corporeidad. Pero ni aquello es la historia ni es esto la tragedia. La historia, como todas las manifestaciones del espíritu, es esencialmente un producto humano que hay que referir a la interior vivencia del hombre y que está muy lejos de aquellos otros productos, humanos también, pero referidos exclusivamente a valores objetives. Si la posición intelectual del historiador supone en primera línea el contacto con el documento, no exige el trabajar con los documentos la posición intelectual del historiador. Justamente, la historia burocratizada de hoy se debe precisamente a eso: al documento en contacto con el espíritu mediocre que confunde el fin de la historia con lo que es apenas su punto de partida.

Chacón y Calvo es de los que no sufren tal confusión; trabaja aquí con unos pocos papeles de los viejos archivos españoles que importan a América: Simancas, antiguo archivo de Carlos V, y el de Indias, definitivo lecho sevillano de todos los asuntos de ultramar.

El autor disecciona a la vista del público estos papeles arrugados, los exprime con fruición y los guarda. Entonces comienza la fina tarea de revivir su contenido; el sermón del humilde dominico pierde su tosco tono apocalíptico y comienza a vivir; las palabras empiezan a adquirir esa vigencia que da a las palabras viejas el enfrentarlas con su panorama legítimo y se las ve caer en el espíritu de los conquistadores con toda la pureza, con todo el heroísmo que tuvieron y que cuatro siglos después acaso no fuera fácil percibir. Y entonces se advierte que este hombre, que ha superado la erudición con sólo su espíritu selecto, ha adquirido el derecho de gustar esa emoción, que él llama inefable, de ver surgir de los documentos a punto de desvanecerse paro siempre, la historia viva y nueva, esa historia que se oculta en ellos pudorosamente y que está más allá de ellos mismos.

Notas:

(1) H. G. Wells: La llama inmortal y El salvamento de la civilización.