El ensayo reformista. 1971

Hasta hace poco tiempo parecía imprescindible, para explicar los fenómenos de la reforma universitaria en los países de América Latina, introducir al lector en las peculiaridades de la sociedad latinoamericana y acaso familiarizarlo con algunos exóticos rasgos de carácter que parecían propios de sus miembros. Para observadores europeos o estadounidenses, las conmociones estudiantiles, así como las modificaciones introducidas en los regímenes universitarios como consecuencia de ellas, constituían aberraciones incomprensibles.

Afortunadamente para quien intente explicar ahora tales fenómenos, su generalización ha puesto de manifiesto que no corresponden a determinadas singularidades locales o tendencias caracterológicas sino a ciertas situaciones sociales y culturales que pueden darse en cualquier momento y en cualquier lugar. Dejando, pues, a un lado la fácil apelación al pintoresquismo, corresponde tratar de plantear el problema en sus justos términos y con el mayor rigor.

Que corresponde y conviene hacerlo es cosa que ya nadie discute. Las agitaciones universitarias constituyen fenómenos cuya magnitud y trascendencia sobrepasan su propio límite y alcanzan ámbitos extensos y profundos que comprometen a toda la sociedad. Pero no solamente, como lo entienden tantos observadores simplistas, a través de emociones superficiales que agitan la opinión pública o promueven otras acciones de tipo preferentemente político, sino de una manera más profunda; de hecho, cuestionando sistemas de normas y valores cuya vigencia se pretende mantener al margen de toda crítica, sacudiendo el prestigio de las elites más o menos tradicionales y lanzando a la consideración general un nuevo cuadro de problemas y un nuevo sistema de ideas, imprecisos quizá, pero vigorosamente ajustados a la situación real que se ha modificado por debajo del sistema institucionalizado.

Tales son las dos características fundamentales, a mi juicio, de los vagos y difusos fenómenos agrupados bajo la designación de movimientos reformistas universitarios. Como movimientos capaces de producir agitaciones públicas, dentro y fuera de los recintos universitarios, esos fenómenos pueden ser confundidos con otros de distinto origen y, en consecuencia, de distinta dinámica. Pero si bien pueden adoptar la apariencia de los movimientos sociales y políticos, estos otros tienen una naturaleza mucho más compleja. Nacidos y desencadenados en el seno de las elites, son unas veces expresión de un grupo disidente y otras veces signos de la gestación de enfrentamientos generacionales. Pero el carácter de movimientos de elite se mantiene siempre, aun cuando sus promotores apelen al apoyo de sectores más vastos o aun si el movimiento lo suscita por su propia dinámica. Como tales, sus objetivos sólo en apariencia derivan de una reacción espontánea y primaria frente a fenómenos inmediatos; en rigor, responden más profundamente a cierta interpretación intelectual de esos fenómenos, incluidos generalmente en una curva de media o larga duración que torna aún más abstracta esa interpretación. Nada más equivocado, pues, que buscar una estrecha y mecánica relación entre el desencadenamiento y el curso posterior de esos fenómenos, puesto que su origen responde al tipo de perspectiva propia del grupo promotor, en tanto que su desarrollo corresponde a las modalidades de la situación real.

En cuanto no derivan solamente de reacciones espontáneas, los objetivos de estos movimientos no se agotan de ninguna manera en las formulaciones que han sido explícitamente expresadas ocasionalmente. Son mucho más extensos y difusos. En relación con los problemas que expresamente se plantean, son más extensos que los que se ven en las soluciones propuestas, porque flotan alrededor de estos innumerables matices no expresados que responden a la nueva imagen que esos problemas ofrecen desde la perspectiva de la disidencia y del disconformismo. Pero además, los objetivos expresos ocultan objetivos implícitos, difusos por cierto y de ninguna manera claros, aunque percibidos o intuidos con agudeza y con fervor, y cuyo alcance supera los límites de las preocupaciones originarias para abarcar toda la situación en que estas se insertan. De ese modo, la acción, los grupos atraídos hacia ella, la envoltura sólo aparentemente retórica de las formulaciones estrictas y las reacciones frente a otros aspectos de la situación enfrentada en cada uno de los conflictos concretos revelan que los movimientos reformistas universitarios, como expresión de una disidencia o de una crisis generacional dentro de las elites, renuevan las perspectivas de los problemas tradicionales y anticipan la presencia de problemas nuevos.

Tal es, a mi juicio, la singularidad de estos fenómenos sociales y culturales. Hay que estudiarlos, por una parte, a través de los grupos que los promueven y luego a través de los que los acompañan, les prestan eco, intentan utilizarlos o procuran orientarlos. Por otra parte, a través de los problemas específicos que plantean en relación con la vida universitaria y con el carácter que en cada sociedad desempeñan el saber superior y las minorías más cultas; y por otra, finalmente, a través de los nuevos problemas que suscitan, en los cuales se puede adivinar, generalmente, un diagnóstico precoz del proceso social y cultural. Con estos criterios trataré de puntualizar el alcance y la significación del intento reformista de la universidad latinoamericana.

La situación prerreformista

Los movimientos reformistas desencadenados a partir de 1918 —en la Argentina y pronto en otros países latinoamericanos— enjuiciaron a la universidad tradicional y denunciaron tanto las fallas de su estructura como sus vicios ocasionales. La universidad latinoamericana reconocía un doble origen y, en consecuencia, una doble tradición. Eran, algunas, de tradición colonial, y perpetuaban, al calor de situaciones sociales favorables, el espíritu del neoescolasticismo suarista, y con él, cierta tendencia autoritaria y dogmática que apenas disimulaban algunos vagos intentos de modernización realizados en épocas diversas. Los más importantes, o acaso los únicos importantes, eran los que se habían hecho para incluir en la estructura de la universidad colonial los cuadros de una profesional, de tipo napoleónico. Este fue, precisamente, el modelo de otras universidades, creadas en el siglo XIX y orientadas desde el comienzo hacia un rechazo de la tradición colonial del neoescolasticismo suarista. Empero, no dejó de sentirse en ellas cierta persistencia para recuperar poco a poco la persistente influencia colonial, mantenida por una estructura social inalterada. De ese modo se constituyó un sistema híbrido que adoptó en cada universidad matices peculiares, según los caracteres de cada sociedad nacional, y muy especialmente según los caracteres de la sociedad urbana de las ciudades que las alojaban. Ya hacia fines del siglo, la vigorosa influencia del positivismo se hizo sentir sobre muchas universidades, robusteciendo la línea del profesionalismo tal como lo requería y estimulaba el creciente desarrollo económico de los países latinoamericanos, incorporados como áreas subsidiarias del mundo industrial.

El profesionalismo —acompañado de un marcado desdén por toda preocupación acerca de los problemas generales— fue el signo predominante de las universidades latinoamericanas en vísperas de los movimientos reformistas. El argentino Héctor Ripa Alberti caracterizaba así sus objetivos:[1]

“Venían gobernando nuestro país tanto en política como en enseñanza, hombres del pasado siglo, moldeados por la mano áspera de la filosofía positiva. Viejas ideas y viejas teorías eran el pan desabrido que se brindaba a las nuevas generaciones. Salían los jóvenes de los claustros universitarios, encajados en formas rígidas que tan sólo les servían para cruzar por la vida como las viejas naves de Tiro y de Sidón, que surcaban el Mediterráneo celosas del oro que guardaban en sus entrañas La tiranía de los que no van más allá del catecismo comtiano había echado cadenas al alma argentina; ni una inquietud por superarse, ni un aleteo de esperanza noble o una leve fulguración idealista.”

Y otro argentino, Deodoro Roca, describía los rasgos de las últimas generaciones salidas de la universidad con estas palabras:[2] “La anterior (generación), se adoctrinó en el ansia poco escrupulosa de la riqueza, en la codicia miope, en la superficialidad cargada de hombros, en la vulgaridad plebeya, en el desdén por la obra desinteresada, en las direcciones del agropecuarismo cerrado o de la burocracia apacible y mediocrizante”.

Quienes adoctrinaban a estos estudiantes, los profesores, fueron juzgados duramente por los disconformistas. Sin duda el ambiente intelectual de las universidades latinoamericanas no era muy exigente, ni la competencia muy dura. La formación profesional requería sólo el aprendizaje de técnicas convencionales, que se empobrecían en la medida en que faltaba tanto el estímulo para la investigación y la creación personal como la apertura que suele ofrecer el contacto con las grandes corrientes de pensamiento. Hubo, sin duda, muchos profesores de excelente formación y vivas inquietudes, y aun figuras descollantes en su campo. Pero no fueron ellos los que dieron el tono de la vida universitaria, cuyo control estaba en manos de grupos cerrados, que correspondían a los grupos sociales hegemónicos y consideraban a la universidad como su propio territorio. El peruano Luis Alberto Sánchez caracterizaba así el cuerpo docente de su universidad:[3]

“Los profesores lo eran casi por derecho divino. No había apellidos heterodoxos. La Colonia presidía vigilante las ubicaciones. Los hijos solían heredar las cátedras de los padres, y los hermanos reforzaban el equipo. Entre dos familias (agnados y cognados) disfrutaban de doce cátedras en la Universidad de San Marcos. El título era invulnerable, aunque la competencia sobreviniera o anteviniera. Un profesor lo era por vida. Nadie turbaba sus derechos. Ni siquiera repetir un texto de memoria año tras año.”

A ellos, pues, debía culparse de la situación general de la universidad, cuyo diagnóstico hacía el argentino Alejandro Korn en estos términos:[4]

“Había sobrevenido en las universidades una verdadera crisis de cultura. Por una parte la persistencia de lo pretérito, el imperio de difundidas corruptelas, predominio de las mediocridades, la rutina y la modorra de los hábitos docentes, por otro la orientación pacatamente utilitaria y profesional de la enseñanza, la ausencia de todo interés superior, el olvido de la misión educadora y por último el autoritarismo torpe y la falta de autoridad moral, dieron lugar a esa reacción que nace de las entrañas mismas de la nueva generación.”

La “nueva generación” —que Deodoro Roca llamó en Córdoba “la generación de 1914” — fue la que se lanzó al ataque contra la vieja universidad. Un análisis de los documentos que produjo revela que poseía un conjunto compacto y coherente de ideas acerca de lo que la universidad no debía ser, y algunas nociones menos precisas acerca de cuáles eran sus objetivos constructivos. La universidad no debía ser una institución rutinaria que se limitara a proveer de nociones prácticas a las sucesivas generaciones de aspirantes a profesionales, ni debía contentarse con servir sumisamente a los intereses de grupos sociales conformistas y poderosos, enquistados en sociedades fundadas en el privilegio. Para que no fuera así, pareció en un principio que bastaba simplemente con sustituir a unos profesores por otros; luego se vislumbró que se necesitaba un cambio más profundo en los métodos de enseñanza y en la organización de la universidad; finalmente se advirtió que era necesario cambiar de espíritu, abrirla a todas las inquietudes, científicas y sociales, de un mundo en cambio, y modificar sus objetivos generales, sin perjuicio de que conservara algunos de los tradicionales.

La nueva generación no era lo suficientemente compacta —ni social ni intelectualmente— como para que, en el curso de la acción se atribuyan siempre el mismo alcance a cada uno de aquellos objetivos. Mientras algunos sectores ponían el mayor énfasis en la transformación funcional de la universidad, otros lo colocaban en la misión cultural y otros en lo que empezó a llamarse su “función social”. Distintas influencias operaron sobre cada uno de los diversos grupos. Las influencias de las filosofías antipositivistas fueron vigorosas: se apeló a Platón y se recogieron las sugestiones de Bergson; el cientificismo fue condenado como cómplice de una concepción utilitaria de la vida, y se proclamó un idealismo que fue formulado unas veces en estrictos términos filosóficos y otras según la acepción más vulgar del vocablo. Las influencias del pensamiento social no fueron menos visibles: se condenó a las sociedades fundadas en el privilegio, y mientras en algunos se entreveían simplemente las salidas propias de una democracia burguesa y liberal —forma no alcanzada aún en casi ningún país latinoamericano—, en otros se adivinaba la influencia de la Revolución rusa de 1917 y un vago anhelo de transformaciones profundas en la estructura social.

No era ajena a esta heterogeneidad de designios la mezclada extracción de los miembros de la nueva generación universitaria. Hasta muy poco antes —y en algunos países aún entonces— los estudiantes universitarios correspondían a las más altas clases sociales. Precisamente era esa característica la que explicaba la situación de las universidades, verdaderos reductos de las clases privilegiadas. Pero en vísperas de los movimientos reformistas, en diversos países —y precisamente allí donde más virulencia tuvieron tales movimientos— comenzaron a tener acceso a las aulas universitarias estudiantes provenientes de las clases medias en ascenso. La movilidad social inspiró los designios de una democratización de la universidad, y los proyectó en ocasiones hacia formas aún más extremadas, bajo el estímulo de doctrinas y experiencias que adquirían dramática intensidad por entonces en Europa. Pero, en todo caso, la movilidad social proporcionó la experiencia inmediata de que la universidad comenzaba a mostrar ostensiblemente su desajuste con los procesos sociales que ocurrían en cada país.

En efecto, hacia comienzos del siglo se advertía en varios países de América Latina una cierta crisis de las oligarquías feudales. Quizá no muy profunda, y por cierto no muy decisiva, pero lo suficientemente fuerte como para que se abriera una marcada posibilidad de ascenso a ciertos sectores de las clases medias de típica mentalidad burguesa y liberal. Hubo cambios políticos que respondieron a esa circunstancia: la llegada al poder de Batlle y Ordóñez en Uruguay, de Yrigoyen en la Argentina, de Leguía en el Perú, de Alessandri en Chile, revelaron que el sistema social y político tradicional había sufrido cierto resquebrajamiento. Por entonces, el proceso de secularización de la cultura, visible en América Latina desde 1880, había debilitado la influencia de los grupos clericales y del pensamiento tradicional. La nueva generación pudo advertir sin error que las universidades seguían siendo el reducto de un sector social que había demostrado un principio de debilidad. La ocasión pareció oportuna para promover su transformación.

Los movimientos estudiantiles

El designio de promover una democratización y renovación de la universidad conformó la atmósfera en la que los movimientos se desencadenaron; pero sus causas inmediatas fueron siempre situaciones concretas que demostraban no solamente el carácter arcaico de la organización tradicional de la universidad sino también la obstinación de sus cerrados grupos dirigentes.

En Argentina hubo graves disturbios entre 1903 y 1906 en la Universidad de Buenos Aires, en cuyas facultades de Derecho y de Medicina los estudiantes protestaron por ciertos actos de las autoridades académicas, solicitaron reformas, organizaron huelgas tumultuosas y obtuvieron finalmente satisfacciones concretas, aunque parciales, para sus demandas. Fue un hecho nuevo la organización estudiantil y su técnica operativa: la huelga, la presión callejera y violenta sobre las autoridades reunidas en deliberación, y apareció un inesperado enjuiciamiento del contenido y la orientación de la enseñanza por los estudiantes que revelaba no sólo la crisis de las elites tradicionales sino también su percepción por las nuevas promociones.

Mostraron entonces las autoridades superiores de la universidad mayor flexibilidad —y sin duda más agudeza política— que los grupos profesionales que dominaban las facultades; pero en mayor o menor medida cundió en todos los sectores el sentimiento de que la vieja organización académica de la Universidad de Buenos Aires, establecida en 1886, requería una reforma, del mismo modo que el espectáculo de la metrópoli cosmopolita y renovada como consecuencia del fuerte impacto inmigratorio sugería ya a muchos la necesidad de una reforma política. Esta predisposición al cambio, explicable en Buenos Aires, no se manifestaba con la misma intensidad en otras ciudades del país.

Una de ellas, Córdoba, cuya sociedad acusaba acentuados rasgos de la perpetuación de la mentalidad colonial, alojaba la más antigua universidad de la República. Fundada a principios del siglo XVIII, la Universidad de Córdoba mantenía vigorosamente su espíritu tradicional, sin que hubiera bastado para desvanecerlo la orientación profesional que se dio a sus estudios a fines del siglo XIX. Pero no faltaban tampoco allí los signos de cierto cambio en la estructura social y de algunas variaciones notables en la mentalidad de ciertos grupos, especialmente en un sector de las nuevas generaciones de la alta clase media. Unido a densos grupos de distinta extracción social pero de coincidente vocación de cambio, ese grupo encabezó en 1918 el movimiento contra el orden universitario constituido.

Como quince años antes en Buenos Aires, ofreció la ocasión un incidente revelador de la rigidez de las autoridades, al que siguió una huelga estudiantil. Pero los frentes estaban ya preparados para la batalla. No sólo un vasto sector de profesores, sino también muchos estudiantes y buena parte de la alta sociedad cordobesa coincidían en la decisión de prevenir los efectos conjuntos de la onda revolucionaria que circulaba por el mundo y de la ofensiva democrática desencadenada por el triunfo del Partido Radical en Argentina. Formaba la vanguardia de ese movimiento una organización católica —la Corda Frates— y ejercía su jefatura la propia jerarquía eclesiástica encabezada por el obispo de la ciudad. La huelga estudiantil, con visible apoyo popular e inequívoca simpatía gubernamental, aglutinó a los sectores progresistas, coincidentes en ese momento, en el deseo de suprimir el monopolio de los quince académicos que gobernaban la universidad.

Los actos de desafío a las autoridades constituidas, las declaraciones específicas sobre el problema universitario y las más genéricas sobre cuestiones sociales y culturales iban mucho más allá que los objetivos concretos del movimiento: consistían estos solamente en conseguir la intervención del gobierno nacional en la universidad y la modificación de su régimen de gobierno. El presidente Yrigoyen accedió prontamente a ello; pero la tradicional sociedad provinciana consiguió frustrar el plan estudiantil y la asamblea compuesta por todos los profesores —que según el nuevo régimen debía elegir al rector— fue presionada suficientemente para que designara un hombre de su seno y notoriamente opuesto a toda reforma.

En ese instante se produjo un acto revolucionario que orientaría la acción posterior de los movimientos estudiantiles. La asamblea del 15 de junio de 1918 fue atropellada por los estudiantes, la universidad ocupada, el rector desconocido e, inmediatamente, decretada la huelga general. Seis días después, uno de los dirigentes estudiantiles, Deodoro Roca, redactaba un Manifiesto Liminar. “La juventud universitaria de Córdoba, a los hombres libres de Sudamérica”, que hizo suyo la recién fundada Federación Universitaria de Córdoba, y en el que se explicaba el sentido del movimiento lanzado:[5]

“La Federación Universitaria de Córdoba cree que debe hacer conocer al país y a América las circunstancias de orden moral y jurídico que invalidan el acto electoral verificado el 15 de junio. Al confesar los ideales y principios que mueven a la juventud en esta hora única de su vida, quiere referir los aspectos locales del conflicto y levantar bien alta la llama que está quemando el viejo reducto de la opresión clerical. En la Universidad Nacional de Córdoba y en esta ciudad no se han presenciado desórdenes; se ha contemplado y se contempla el nacimiento de una verdadera Revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente. Referiremos los sucesos para que se vea cuánta razón nos asistía y cuánta vergüenza nos sacó a la cara la cobardía y la perfidia de los reaccionarios. Los actos de violencia, de los cuales nos responsabilizamos íntegramente, se cumplían como en el ejercicio de puras ideas. Volteamos lo que representaba un alzamiento anacrónico y lo hicimos para poder levantar siquiera el corazón sobre esas ruinas. Aquellos representan también la medida de nuestra indignación en presencia de la miseria moral, de la simulación y del engaño artero que pretendía filtrarse con las apariencias de la legalidad. El sentido moral estaba oscurecido en las clases dirigentes por un fariseísmo tradicional y por una pavorosa indigencia de ideales.”

Las consecuencias inmediatas del movimiento fueron un efímero ensayo de gobierno propio en la universidad, la eliminación de numerosos académicos y profesores, la designación de otros nuevos, entre ellos algunos muy jóvenes, y finalmente la elección de un nuevo rector que satisfizo a los estudiantes. Pero las consecuencias mediatas fueron muchas y muy variadas. Desde el primer momento se advirtió que coexistían muchas tendencias diferentes en el seno del movimiento estudiantil, y que cada una atribuía distintas proyecciones a la acción desencadenada. El proceso siguiente probó, en efecto, que lo que desde entonces se llamó “la reforma universitaria” constituía el punto de partida y no el punto de llegada de un vasto movimiento de carácter universitario pero también de carácter social y político.

Más flexible, la Universidad de Buenos Aires trató de salir al encuentro de las nuevas inquietudes antes de que estallaran conflictos graves. Manteniendo los principios legales vigentes, sancionó en 1918 un estatuto en el que se recogían indirectamente algunas de las aspiraciones señaladas en Córdoba: en adelante, las facultades estarían gobernadas por un consejo de profesores titulares y suplentes, parte de los cuales serían elegidos por los estudiantes; y al mismo tiempo se admitían los principios de la asistencia libre y la docencia libre, que los estudiantes juzgaban fundamentales para impedir la estagnación de la enseñanza. Entretanto en la Universidad de La Plata, donde poco antes se había hecho un intento de modernización de la enseñanza según el modelo de las universidades norteamericanas, graves conflictos crearon un clima de singular violencia. Finalmente se reformaron sus estatutos en un sentido semejante a los de las universidades de Córdoba y Buenos Aires.

Sin duda, fue la simpatía que el gobierno popular del presidente Yrigoyen demostró por el movimiento estudiantil lo que favoreció su desarrollo y lo condujo al logro de sus objetivos primarios. Condiciones semejantes predominaban en esos mismos años en otros países latinoamericanos, gracias a las cuales se produjeron en ellos movimientos análogos con resultados parecidos.

Uruguay había tenido un desarrollo democrático precoz, y su universidad, fundada en 1849, tenía los caracteres típicos de una universidad napoleónica. Desde 1908 contaba con una organización democrática, y los estudiantes tenían participación en los consejos de las facultades. Su autonomía, reconocida de antiguo, fue consagrada por la Constitución de 1917. Pese a ello, desde 1918 se manifestó una viva inquietud estudiantil dirigida a lograr una modernización de la enseñanza y una participación más importante de los estudiantes en la dirección universitaria. Pero el clima político y social del país —en el que el batllismo había impuesto principios más avanzados que en ningún otro del continente— no reclamaba tan vehementemente la acción estudiantil como en aquellos países donde predominaba la tradición colonial en las universidades y la estructura oligárquica en la sociedad.

Este era, en cambio, el caso de Perú, donde, más aún que en Argentina, las viejas familias dominaban la riqueza y poseían la Universidad de San Marcos como un feudo propio. Una larga lucha estaba entablada allí entre aquellas y los sectores progresistas, y algunos aguerridos luchadores, como Manuel González Prada, Abraham Valdelomar y Clorinda Matto de Turner, habían denunciado los más graves problemas sociales del país. En 1919 el conflicto estalló en la Universidad de San Marcos, y los estudiantes reclamaron el derecho de impugnar a los profesores incapaces, elegidos tradicionalmente entre los miembros de los grupos dominantes. Los actos de violencia fueron muchos, y muy pronto se advirtió que las reclamaciones estrictamente universitarias se entrelazaban con otras relacionadas con los grandes temas de la “realidad peruana”, que José Carlos Mariátegui analizaría, por cierto, con rara profundidad. Como en la Argentina, las exigencias universitarias hallaron acogida poco después en el gobierno de Leguía, que por entonces llegaba al poder rompiendo el cerco oligárquico y prometiendo un régimen liberal, y en 1920 fue dictada una ley orgánica de enseñanza en la que se establecían principios más democráticos y modernos: el derecho de tacha de los profesores, la representación estudiantil, la libertad de cátedra y de asistencia y la renovación pedagógica. Pero la derivación más significativa del movimiento estudiantil fue la creación de las “universidades populares”, que poco después serían bautizadas con el nombre de González Prada. A través de ellas se canalizaría la extensión universitaria, no por obra de la universidad oficial misma sino por la acción de los universitarios, que así se hacían cargo de lo que consideraban un deber social frente a las clases desposeídas.

También en Cuba se produjeron movimientos estudiantiles algo más tarde, en 1923, destinados a separar de la universidad a sus malos profesores y a renovar su sistema de gobierno introduciendo la representación estudiantil en los consejos. Y también allí —como en Perú y en Argentina— el nuevo gobierno de Machado, en busca de aliados contra los grupos tradicionales, miró con simpatía el movimiento y le otorgó su apoyo. Otros movimientos igualmente intensos se produjeron en Venezuela, Guatemala y Brasil por aquellos años. En otros países, en cambio, la inquietud estudiantil —ideológica en parte, o movida por la conciencia política o social— derivó hacia análisis y planteos de los problemas universitarios y sociales, expresados generalmente con vehemencia, y poniendo de manifiesto —acaso por primera vez en muchos países— los caracteres reales de situaciones antes no observadas o no incorporadas al repertorio de los temas políticos. Así pasó en Chile, donde la Primera Convención Estudiantil, celebrada en 1920, analizó el conjunto de los problemas nacionales, o en México, donde el clima político no estimulaba tales planteos y donde se reunió el Primer Congreso Latinoamericano de la reforma, en 1921, para estudiar, en cambio, los problemas del continente.

Si los movimientos de Argentina, Perú y Cuba recibieron apoyo en los primeros momentos de los gobiernos que acababan de establecerse, muy poco después fueron reprimidos enérgicamente, sobre todo cuando se puso de manifiesto que tenían implicaciones políticas y sociales, y fueron revisadas las disposiciones estatutarias que consagraban las reformas. Pero a fines de la década del veinte volvió a agitarse el ambiente estudiantil. Hubo fuertes presiones en Argentina —en las universidades de La Plata, de Buenos Aires y del Litoral—, en Brasil, en Venezuela, en México, y enérgicas reacciones gubernamentales. Los grupos dictatoriales de Uriburu en Argentina, Vargas en Brasil, Terra en Uruguay, Ibáñez en Chile, Gómez en Venezuela y otros más o menos violentos encasillaron los movimientos estudiantiles —por lo demás con razón— entre los que constituían la oposición política, y los reprimieron severamente. Cosa parecida ocurrió con el gobierno de Perón, en Argentina, desde 1946, y por entonces y más tarde en otros países, en una serie que sería ocioso enumerar detalladamente.

Lo cierto es que, desde el estallido cordobés de 1918, los movimientos estudiantiles se repitieron en casi todos los países latinoamericanos, y constituyen uno de los polos de la situación social y política. Sus objetivos, y especialmente sus fundamentaciones doctrinarias y sus exposiciones de motivos, demostraron que combinaban permanentemente las preocupaciones estrictamente universitarias y educacionales con las preocupaciones de carácter social y político tanto en relación con los problemas nacionales como con los problemas continentales y mundiales. Predominantemente eran democráticos y de izquierda, y tomaron partido contra el fascismo y el nazismo a favor de la República española y, luego, contra la política de los Estados Unidos; pero no faltaron movimientos, generalmente minoritarios, de derecha, conservadores en el sentido tradicional o abiertamente fascistas, y movimientos resueltamente antiizquierdistas que se propusieron enfrentar la ola izquierdista y, en los últimos tiempos, antinorteamericana. Una variante curiosa se ha observado en los últimos años, con la aparición de grupos católicos de izquierda, que han demostrado notable beligerancia.

La naturaleza polivalente de los movimientos estudiantiles que responden a la “reforma Universitaria’’, requiere un estudio cuidadoso, si se quiere apreciar con exactitud el alcance de los intentos que realizaron. Aunque sus objetivos aparecieron siempre confundidos en un haz, es posible distinguir los que se relacionan con la organización y el espíritu de la vida universitaria y los que trascienden esos límites para fijarse en problemas de más vasto alcance. Con ese método se analizarán, tratando, sin embargo, de no olvidar la indisoluble unidad que generalmente conservan en la inspiración originaria.

Los objetivos universitarios estrictos

Desencadenados como reacción contra la inmovilidad y el anacronismo de las universidades, los movimientos de reforma tuvieron como objetivo general su renovación y modernización. Atendiendo al contenido pedagógico de los términos, esta preocupación estaba plenamente justificada en casi todos los casos. Pero pronto se advirtió que la renovación y la modernización a que aspiraba la reforma iba más allá de sus simples contenidos pedagógicos. La reforma pretendió no sólo que la universidad actualizara el contenido y los métodos de la enseñanza sino también que modificara constantemente su concepción del papel que debía desempeñar en la sociedad, teniendo en cuenta los cambios que en ésta se habían producido y las tendencias que en ella se manifestaban. Esta ambivalencia del concepto de modernización explica la multiplicidad de planos en que operaron los movimientos reformistas, y a causa de ella pudieron formar en sus filas grupos diversos con distintas ideas acerca del alcance de la reforma. En todo caso, la idea de una universidad estática, concebida como una academia en la que el saber simplemente se conservaba y se transmitía, pareció inadecuada para la dramática época que siguió a la Primera Guerra Mundial. Se consideró necesario salir al encuentro de los problemas nuevos, formularlos en términos precisos, afrontarlos decididamente y, abandonando prejuicios, convenciones e intereses creados, ofrecer soluciones que no rehuían parecer, en alguna medida, revolucionarias. El ideal de la reforma fue, pues, una universidad dinámica, y en consecuencia inestable, que no podía sino chocar tanto contra los intereses de las clases dominantes como con el sistema institucional del que las universidades formaban parte.

Así nació una concepción de la autonomía universitaria que reivindicó sus formas más extremas. Varios países, como Argentina y Uruguay, habían reconocido la autonomía de la universidad, entendiendo por ella lo que jurídicamente corresponde llamar autarquía. Pero autárquica en derecho, la Universidad seguía siendo dependiente no sólo del poder político, que tenía muchas armas a su disposición para intervenir en su vida interna, sino también de los sectores predominantes de la sociedad, hostiles al cambio. La reforma proclamó, pues, el principio de la autonomía, pero cargándolo con otro contenido. Pretendió que la comunidad universitaria —el demos universitario, como gustaban decir los jóvenes del 18— tuviera independencia suficiente como para enfrentar a la sociedad conservadora de que formaba parte, gracias al predominio que podían alcanzar en una nueva organización de la universidad sus elementos más dinámicos, y particularmente los estudiantes. Gracias a esa independencia, la universidad podía modificar su orientación y alcanzar la modernización y el dinamismo a que la reforma aspiraba. La autonomía podía ser ejercida en varios campos: en el administrativo y financiero, en el científico, en el político; pero la reforma aspiraba a más; aspiraba a una autonomía política e ideológica de tal grado que le permitiera a la universidad establecer su propia problemática, la de sus sectores más dinámicos, la de los estudiantes que representaban, sin duda, los grupos sociales más favorables al cambio. Así, el problema de la autonomía, encubierto a veces tras el ropaje bizantino de las discusiones jurídicas, trasuntaba el problema crítico de la reforma.

Quizás podría decirse algo semejante del problema del cogobierno. La reforma no sólo quiso arrancar la universidad de las manos de los cerrados cenáculos académicos, sino que aspiró a que su gobierno no fuera un monopolio de los profesores. Los argumentos eran variados y no faltaron las reminiscencias de las universidades medievales; pero la experiencia del uso interesado que los grupos profesorales habían hecho de su poder valía más que los argumentos esgrimidos: el cuerpo docente se reclutaba por cooptación y no sólo se mantenía ajeno a los intereses y demandas de otros grupos sociales ya suficientemente vigorosos en el seno de la sociedad sino que se mostraba indiferente a la modernización científica. La reforma propuso que el gobierno universitario estuviera en manos de consejos tripartitos, con igual número de representantes de los profesores, los estudiantes y los graduados. Este objetivo nunca fue alcanzado. Su teoría descansaba en el principio de que “la universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante”, para decirlo con palabras de José Ortega y Gasset. Del estudiante, decía el filósofo español que debía partir la organización de la enseñanza superior, y no del saber del profesor. Pero el supuesto de esta doctrina, tal como fue entendida por la reforma en América Latina, era que no son los profesores los que representan la tendencia a la modernización y el cambio, sino los estudiantes, puesto que, ajenos a los intereses de grupo, no sólo evitan la formación de sectores interesados en su propio predominio sino que atacan permanentemente el conformismo, renovando la problemática universitaria con las nuevas cuestiones suscitadas en el mundo del conocimiento y en el ámbito de la sociedad.

En reducida escala, la participación estudiantil en el gobierno universitario fue aceptada muchas veces. Los adversarios de la reforma la criticaron acerbamente, atribuyéndole los mismos vicios que los movimientos estudiantiles achacaban al exclusivismo profesoral y señalando un predominio de la demagogia. Pero, dejando de lado el análisis de esas y otras críticas, debe señalarse que el ejercicio del cogobierno no puede juzgarse confundiéndolo con el curso del movimiento estudiantil, y menos con la llamada “politización” de la universidad, fenómenos que obedecen a una constante polarización de los grupos sociales y a tendencias que son propias de la vida social y política.

La reforma universitaria nació como una profunda y enérgica protesta contra los profesores. Ellos eran la expresión real de la universidad, los testimonios de su espíritu, y contra ellos se dirigieron las primeras baterías acusándolos no sólo de sentirse miembros de una casta intangible sino también de ser ineptos e ignorantes. Los dos argumentos se entrecruzaron: el que se refería a su situación de clases y el que se relacionaba con su formación intelectual. A veces no eran justos los dos en la misma persona. Espíritus aristocratizantes y autoritarios podían ser excelentes juristas o grandes clínicos. Pero la crítica se entrecruzó justificadamente porque de cualquier manera los estudiantes sentían con razón que aun cuando fueran profesores no eran maestros. La distancia interpuesta entre profesores y alumnos correspondía a un rígido concepto de la autoridad, pero servía a veces para defender la ignorancia evitando el diálogo. La reforma aspiró, primero, a la eliminación inmediata de los profesores notoriamente incapaces, ignorantes de su disciplina o aferrados a viejas concepciones. Pero enseguida procuró imponer nuevos sistemas para la designación de profesores, a partir de concursos públicos, que impidieran las combinaciones de los grupos dirigentes, y trató, además, de impedir el estancamiento y la burocratización. Las designaciones debían ser por tiempo limitado, y sometidas a renovaciones en nuevos concursos periódicos que probaran la sostenida preocupación de quienes ejercían la cátedra por la disciplina que enseñaban. Pero aun así la reforma no quiso admitir la servidumbre de los estudiantes y sentó el principio de la cátedra paralela, que diera oportunidad de escuchar distintas voces, y el de la asistencia libre, para que los estudiantes pudieran sustraerse de la obligación escolar de escuchar a quien nada enseñaba. Tales principios echaban por tierra la concepción autoritaria que predominaba en la enseñanza universitaria, pero, además, desafiaban el principio de la enseñanza magisterial.

En efecto, tras la crítica a los malos profesores y tras las precauciones propuestas para su designación se escondía un ataque contra los métodos tradicionales de la enseñanza universitaria. La reforma rechazó la función pasiva que se atribuía al educando dentro de un sistema fundado en el monólogo del profesor, y exigió el diálogo, el cambio de ideas, la discusión. Era una cuestión de método, pero era también una cuestión de actitud humana. La reforma pensaba en el estudiante como un educando, no como un aprendiz, y rechazaba la idea de que su papel consistiera en el aprendizaje de nociones y fórmulas útiles para el ejercicio de una profesión lucrativa. Más allá de esos límites, la enseñanza era concebida como formación científica y formación humana. Se reclamaron institutos de investigación y seminarios de enseñanza práctica, pero sobre todo se reclamó un tipo de contacto entre profesores y alumnos que permitiera a estos últimos una participación personal y activa. Eran, por lo demás, principios que por entonces comenzaba a difundir la pedagogía moderna, sin perjuicio de que muchos de ellos estuvieran implícitos en la tradición cientificista que en parte habían recogido algunos de los viejos maestros.

Lo innegable es que la reforma pretendió desplazar el centro de gravedad de la vida universitaria de los profesores a los estudiantes. Ellos eran la razón de ser de la universidad y para ellos existía. Toda la política de la reforma giró alrededor de este principio. Si se pretendió que los estudiantes participaran activamente en el gobierno de la universidad y que tuvieran el derecho de opinar sobre los profesores, fue en función de ese principio. Y si se consideró lícito que los estudiantes ejercieran el derecho de no escuchar a aquellos a quienes consideraban por debajo de su misión, fue también en función de él. Pero los estudiantes planteaban otros problemas organizativos y de gobierno. A diferencia de lo que ocurría una generación antes, fueron cada vez más numerosos los estudiantes de modesto origen social que tenían que trabajar mientras seguían su carrera, y la reforma sostuvo la necesidad de que la organización académica considerara esta situación, derivación y signo de un cambio social importante. A causa de este último, otras cuestiones se planteaban. La reforma sostuvo el principio de la gratuidad de la enseñanza y suscitó la preocupación por los innegables problemas que creaba a la universidad la creciente afluencia de estudiantes no ya de las tradicionales clases altas que habían provisto hasta entonces los cuadros profesionales, sino de las clases medias en ascenso. La reforma rechazó la política de limitación del ingreso, y propuso, en cambio, una política de expansión de la enseñanza universitaria: era una respuesta social abierta a un problema social nuevo, frente al que mostraban los grupos dirigentes una marcada insensibilidad. Y con todo, el problema no pareció agotarse allí. Aun cuando la universidad se abriera a las clases medias en ascenso, la reforma creyó que seguiría conservando su carácter de institución para privilegiados si no sobrepasaba su específica área de influencia, y proclamó la necesidad de que saliera de sus recintos para llevar su acción al seno de otros sectores sociales. Así, lo que se llamó la “extensión universitaria” llegó a ser la expresión visible y simbólica de la misión social de la universidad, sobre la cual puso la reforma el mayor énfasis.

La puntualización de los objetivos concretos que, en materia estrictamente universitaria, persiguió la reforma, quedaría incompleta si no se señalara con la debida precisión el que se refiere al campo mismo de la enseñanza. Es precisamente allí donde el intento de la reforma alcanzó su mayor profundidad.

De los dos modelos que siguió la universidad latinoamericana —el colonial y el napoleónico— el primero puso el mayor énfasis en la formación del hombre, desde su peculiar punto de vista, y el segundo en la formación del profesional. La reforma rechazó categóricamente el segundo y, en rigor, reivindicó del primero su preocupación por la formación general, aun cuando proclamara la vigencia de contenidos totalmente opuestos. Así quedó esbozada una imagen de la universidad que provocaría las mayores controversias, en las que se opuso al proyecto de una universidad abierta a los problemas vivos, la imagen de una universidad con una “misión específica” consistente en la enseñanza profesional o, todo lo más, en la investigación científica incontaminada de lo que se llamó la “política”.

La universidad profesional correspondió al predominio de una filosofía utilitaria y nació en el seno de una sociedad que creyó haber alcanzado una estabilidad definitiva. Empero, la inestabilidad social se hizo manifiesta en el siglo XIX y adquirió caracteres dramáticos después de la Primera Guerra Mundial, en tanto que la filosofía del utilitarismo entró en profunda crisis por la misma época. La reforma asumió en principio la defensa de una concepción no utilitaria del hombre, tal como Alejandro Korn la había formulado en 1918 en el memorable ensayo titulado Incipit Vita Nova. Y entre las obligaciones fundamentales del hombre no utilitario se entrevió como fundamental la de servir a los principios éticos que la inteligencia, libre de servidumbres, era capaz de formular frente a las exigencias de la realidad.

La “realidad” fue, por excelencia para la reforma, la realidad social. Una formación profesional utilitaria, que prescindiera deliberadamente de un examen de los nuevos problemas del mundo, pareció, simplemente, inmoral. Fue, por el contrario, un anhelo ferviente de la reforma, agregar —y superponer— a la misión profesional de la universidad, la de situar al hombre en el seno de los problemas fundamentales del mundo, para que aceptara su compromiso con ellos y buscara su respuesta sin enajenar su inteligencia.

Pero los problemas del mundo eran y son arduos problemas que se traducen en formulaciones muy concretas. Examinarlos y tomar posición sobre ellos pareció a muchos que era una actividad política; y ciertamente lo es, sin perjuicio de que quepa distinguir la pequeña política de los intereses partidarios de aquella otra que supone asumir la responsabilidad de las decisiones en los problemas que son propios de la sociedad y del hombre. La reforma afirmó que la universidad debía enfrentar al estudiante con los grandes problemas del hombre y de la sociedad, pero no solamente en abstracto, sino en las formas concretas que esos problemas asumen hic et nunc. La universidad fue concebida como una comunidad compenetrada con los problemas del país, con los que son fundamentales y permanentes en principio, pero también con los circunstanciales, que expresan en cada instante la forma de los problemas permanentes. La reforma consideró deber ineludible de la universidad estudiar metódica y científicamente los grandes problemas sociales —los relacionados con la economía, con la salud, con la educación— pero también adoptar posiciones frente a cuestiones más espinosas, como la libertad de conciencia y de pensamiento, los abusos del poder o las cuestiones sociales. Por esta vía, la reforma orientaba a la universidad hacia cierto grado, variable por cierto, de militancia. Sus adversarios sostuvieron que esto implicaba politizar la universidad, dando a entender que se la arrastraba hacia la política de partidos; pero la reforma rechazó la política de partidos; quiso sí, en cambio, que la universidad no fuera prescindente frente a los problemas de la comunidad, y quiso, sin duda, que estuviera al servicio del cambio social. He aquí la gran cuestión y acaso podría decirse que el punto neurálgico en el que la imagen reformista de la Universidad se contraponía a la imagen tradicional. Tal era el tipo de militancia que la reforma consideraba necesaria para la universidad: la militancia al servicio del cambio social, sin adopción de posiciones dogmáticas y con el más absoluto respeto por la libre discusión de las ideas.

Los objetivos extrauniversitarios

Sólo por vía conceptual es posible separar los objetivos universitarios estrictos de la reforma, de los objetivos extrauniversitarios. Pero la separación conceptual cobra más sentido si se considera que la reforma universitaria fue promovida, mantenida y desarrollada por un movimiento juvenil renovado generación tras generación, de cuyo seno salieron grupos sociales y políticos que ejercieron luego considerable influencia en sus diferentes países. Fueron esos movimientos juveniles los que coincidieron en ciertos objetivos estrictamente universitarios; y fue en su seno donde se constituyeron grupos diversos que diseñaron otros objetivos en relación con sus particulares ideologías y tendencias. En la acción universitaria, cada uno de esos grupos procuró influir sobre el conjunto e imponer sus ideas: pero en tanto que en la acción estrictamente universitaria se conservó generalmente la unidad de los objetivos y de la acción, la defensa y promoción de los objetivos extrauniversitarios separó a los grupos y los orientó —a medida que concluía la etapa universitaria en la vida de cada generación— hacia distintos partidos políticos o grupos de opinión.

Los movimientos juveniles reformistas no fueron sino una expresión más de la marcada tendencia a la politización que manifestaron las clases medias en casi todos los países latinoamericanos a partir de comienzos del siglo. Si hasta esa época la oposición entre liberales y conservadores expresaba fielmente los matices que diferenciaban a dos sectores de la oligarquía dominante, a partir de entonces la creciente politización de las clases medias en ascenso se manifestó en la penetración de grupos renovadores dispuestos a radicalizar a los partidos tradicionales unas veces, y en la creación de nuevos partidos otras, tratando de imitar al radicalismo francés o siguiendo las vías del socialismo internacional.

Dada esa tendencia de los grupos sociales donde se reclutaban los nuevos grupos universitarios, que tan profundamente modificaron la fisonomía de las universidades latinoamericanas después de la Primera Guerra Mundial, era previsible que las nuevas generaciones acentuarían su tendencia a la participación política y buscarían las posiciones más radicales para sumar a ellas su acción. La oportunidad no siempre fue propicia, dada la situación política de los países latinoamericanos. Resulta aleccionador el caso de México, donde la Revolución en marcha desde 1910 ofreció un puesto de combate a las nuevas generaciones para las cuales el problema de la universidad fue por largo tiempo secundario. Pero en el resto de los países latinoamericanos, la universidad fue el único sector vulnerable de la vieja estructura, y sobre él se lanzaron las nuevas generaciones cumpliendo un designio colectivo, y al mismo tiempo un deber, puesto que los nuevos grupos sociales no encontraban otra vía para participar en la vida política. No era, sin embargo, un subterfugio. A la tesis de que la universidad era un recinto sagrado destinado al culto de la sabiduría, las nuevas generaciones opusieron la tesis de que la universidad formaba parte del conjunto social, y de que era artificioso y malintencionado el intento de mantenerla ajena a sus contingencias. Así, la acción universitaria se confundió a veces con la acción política, y esta confusión adquirió gravedad cuando los recintos universitarios dejaron de ser, en ocasiones, campos neutrales para la libre discusión de las ideas y se convirtieron en tribunas partidistas. Pero el hecho era inevitable, y no ocurrió generalmente sino en circunstancias muy críticas. Al lado de los grupos interesados estrictamente en la universidad, se desarrollaban los grupos más politizados, con frecuencia muy definidos ideológicamente y muchas veces conectados con poderosas organizaciones partidarias que les imponían su estrategia y su táctica. Los adversarios de la reforma caracterizaron todos estos fenómenos como resultantes de su equivocada concepción universitaria; pero, de hecho, en las circunstancias críticas, y aun normalmente, los grupos tradicionales y los sectores estudiantiles que respondían a sus directivas ejercitaron una acción política igualmente partidista y generalmente mucho más violenta, probando así que los problemas sociales y políticos se filtraban en los claustros universitarios indefectiblemente, y que la Universidad había dejado de ser un recinto inviolable, por ciertas causas generales, de las cuales la reforma misma era, a su vez, un efecto particular.

De los movimientos juveniles reformistas salieron densos grupos de estudiantes que se encaminaron luego hacia los partidos políticos: algunos hacia los partidos burgueses tradicionales y otros hacia los partidos de izquierda: el socialismo, el comunismo ortodoxo o el comunismo trotskista. En el Perú ocurrió un caso singular, pues lo que se llamó el APRA fue un partido nuevo formado sobre la base del reclutamiento estudiantil reformista y en relación con la experiencia social y política recogida en el movimiento universitario. En esa experiencia se formularon los principios más ambiciosos de la reforma, y sobre ellos comprendió Haya de la Torre que podía fundar un movimiento político eficaz, dada la situación de los países latinoamericanos y especialmente del Perú.

En Argentina, Julio V. González creyó también que la movilización política provocada por el movimiento estudiantil y el esclarecimiento de ciertos objetivos mediatos e inmediatos permitía intentar la creación de un partido de la reforma; pero el proyecto no tuvo éxito. Quienes habían recibido su formación política en los movimientos estudiantiles prefirieron buscar su camino a través de los partidos ya constituidos. Pero casi nunca fueron disciplinados militantes que aceptaran las viejas consignas, sino grupos renovadores que propusieron nuevas orientaciones y, a veces, fundaron claras disidencias, como en el caso del grupo FORJA, surgido en el seno del radicalismo, pero cuyos planteos permitían que algunos de sus miembros derivaran luego hacia el movimiento peronista. No faltaron los intentos para infundir en los diversos partidos políticos una problemática nueva, que adquirieron forma en proyectos de acción conjunta de los partidos democráticos. Fenómenos semejantes se observaron, en diversa escala, en otros países: Uruguay, Brasil, Guatemala, Cuba, entre otros.

Los objetivos sociopolíticos más generales de los movimientos estudiantiles reformistas fueron entrevistos desde un comienzo, sobre todo en Perú, gracias, sin duda, a la penetración política de Haya de la Torre. En Argentina, Deodoro Roca señalaba en 1936 que el descubrimiento de las conexiones entre los problemas universitarios y los problemas sociales se fue haciendo lentamente: “Buscando un maestro ilusorio —escribía— se dio con un mundo. Eso es la reforma: enlace vital de lo universitario con lo político, camino y peripecia dramática de la juventud continental, que conducen a un nuevo orden social. Antes que nosotros lo adivinaron, ya en 1918, nuestros adversarios”.[6] El propio Roca, Alberto Palcos y otros habían percibido, sin embargo, desde el primer momento, la indisoluble vinculación existente entre la situación universitaria y la situación social, y tal planteo quedó expresamente aceptado en el Segundo Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios, celebrado en Buenos Aires en 1932, al establecer como principio inspirador de la acción futura que “la reforma Universitaria es parte indivisible de la reforma Social”.

La reforma social, eso sí, no fue concebida de manera muy precisa, ni podía serlo sin desatar conflictos insalvables entre los distintos grupos ideológicos. Hubo —y coexistieron— distintas concepciones de los niveles que debía alcanzar, desde el reformismo hasta las formas extremas del comunismo, y hubo —y coexistieron— distintas concepciones de la estrategia del cambio, desde las aspiraciones parlamentarias dentro del sistema democrático liberal hasta los designios revolucionarios más audaces. Pero no sería difícil entresacar cuáles fueron, desde su comienzo, los principios más generalmente aceptados como esquema general del cambio deseado y previsto.

Por el análisis —o la simple observación— de la situación universitaria latinoamericana se cobró conciencia de que la sociedad estaba fundada en el sistema de privilegio. Era una observación obvia, pero fue una conquista de los grupos juveniles de clase media incorporarla a su propia experiencia, y fue un hecho político trascendental establecer una relación entre lo que enseñaba esa experiencia y la situación de las clases populares, puesto que esa relación importaba una imagen total del cuadro social. La reforma adoptó, pues, un punto de vista favorable al cambio social fundado en la supresión del privilegio. Pero esta postura adoptó dos matices. Fue, por una parte, una resistencia a la perduración de las sociedades semifeudales aún vigentes en muchos países latinoamericanos, y por otra, una resistencia a la consolidación de las sociedades burguesas, más modernas pero no menos injustas. Del primer matiz pudieron derivarse, escalonadamente, posiciones democráticas, reformistas y revolucionarias; del segundo sólo posiciones claramente revolucionarias.

El examen de la situación social, económica y política de las sociedades latinoamericanas condujo a la percepción de la decisiva influencia que en todos esos campos ejercían las grandes potencias económicas sobre la vida de los distintos países. La acción de Gran Bretaña y de Estados Unidos en América Latina fue enjuiciada con rigor, y la reforma adoptó el principio de la autodeterminación de los pueblos. El presidente argentino Yrigoyen lo había expresado por aquellos años en frase contundente, afirmando que “los pueblos son sagrados para los pueblos”, protestando contra la intervención de Estados Unidos en Santo Domingo; y otros movimientos en diversos países, inspirados por el mexicano Vasconcelos o por los argentinos Ugarte, Ingenieros y Palacios, habían comenzado una enérgica acción a favor de la autonomía de los países latinoamericanos. La reforma asumió enérgicamente una defensa de esas posiciones, que sería definida como “política antiimperialista”, y que se manifestó a veces con extremada violencia. Fue Haya de la Torre quien definió con más precisión esta línea del pensamiento político de la reforma, en los siguientes términos:[7]

“No vale terminar estas breves apreciaciones sin detenerse aunque sea someramente en otra de las grandes proyecciones de la reforma, ya insinuada ‘ut supra’: la decisión de los reformistas sinceros por participar directa y eficazmente en la lucha latinoamericana contra el imperialismo. Este punto de mayor actualidad y que me atañe más directamente, es largo a tratarse porque incorpora otros muchos. Además, es punto que conduce a enunciación de interpretaciones de más definida categoría política y polémica. Podía considerársele, un poco arbitrariamente quizá, como excediéndose de los límites de la reforma propiamente dicha. Empero la relación existe y existe estrechamente. La reforma prepara a los intelectuales, “a la primera generación universitaria”, a comprender el fenómeno del imperialismo en nuestra América, contra el que se habían alzado ya voces precursoras que buscándoles gaveta en el casillero clasista diremos que fueron voces pequeño-burguesas. Ciertamente, voces de la clase media producidas por los primeros efectos del empuje imperialista invasor contra esa clase. En honor a esos precursores cabe afirmar y repetir que son ellos los que inicialmente descubren a grandes lineamientos, no siempre muy precisos, la magnitud del problema imperialista como el más vital de la presente época americana. Mientras los intérpretes y líderes abocados a la dirección intelectual de la lucha contra la explotación capitalista topeteaban en los vericuetos de la ortodoxia europea, repitiendo tesis de doctrina y de táctica sabias para la realidad en que se producían, prematuras e inadaptables para la nuestra, aparecieron los llamamientos líricos y confusos, pero nutridos de evidencia de los intelectuales de la clase media que señalaban el peligro. La reforma había dejado puertas abiertas para el estudio de nuevos problemas. Por ellas pasan los primeros curiosos del fenómeno.”

También condujo el examen de las sociedades latinoamericanas a una opinión definida acerca de la significación que habían tenido —y conservaban— el militarismo y el clericalismo. El segundo aparecía vinculado a la persistencia de la atmósfera intelectual y tradicionalista de las universidades, pero también a la concepción conservadora de las clases altas, a su resistencia a toda transformación social; el primero, en cambio, aparecía vinculado eminentemente al establecimiento de fuertes dictaduras que rompían la normalidad institucional y frustraban los trabajosos esfuerzos por consolidar los regímenes constitucionales y democráticos. La reforma tomó una posición definida contra el militarismo y el clericalismo, que se manifestó en la acción política de los movimientos estudiantiles a través de una cerrada oposición a los regímenes dictatoriales: el de Uriburu en la Argentina, los de Machado y Batista en Cuba, el de Sánchez Cerro en Perú y tantos otros que fueron instaurándose en los distintos países latinoamericanos. La reacción nacía en cada caso, generalmente, a partir de la hostilidad que las dictaduras militares mostraron frente al movimiento reformista y contra las universidades en general, a las que acusaban una y otra vez de ser focos subversivos. Pero muy pronto adoptaba la forma de una franca oposición política, más peligrosa por la peculiar agilidad que solía caracterizarla. Los tumultos callejeros y las víctimas que resultaban de ellos agregaban a esa oposición un carácter dramático que multiplicaba el efecto de la acción.

Un rasgo, finalmente, completa —y caracteriza profundamente— el cuadro de los objetivos extrauniversitarios de la reforma: el de la formación de nuevas elites para una sociedad en proceso de cambio, frente al cual la universidad tradicional se había resistido a asumir una función orientadora. Haya de la Torre definió ese objetivo en términos estrictamente políticos:[8]

“El proletariado que justamente está surgiendo como consecuencia y negación del imperialismo —para expresarnos con la dialéctica hegeliana—, es clase naciente o incipiente, como naciente o incipiente es el industrialismo que el imperialismo lleva. Parece claro que el proletariado, donde ya existe más o menos definido en nuestra América, necesita aliados y que en los países donde no existe o apenas se inicia debe aliarse o incorporarse al movimiento de liberación nacional. Empero, tornemos a nuestro tema central. Las clases medias urgidas a la lucha la han iniciado y la realizan con mayor o menor acierto. Los intelectuales salidos de esas clases se han incorporado a ambas tendencias. En ambas militan y ambas cuentan en ellos directores y coadyuvantes convencidos. Este aporte intelectual ha sido fortalecido por la reforma. Los más y los mejores de sus soldados han tomado posiciones en la lucha contra el imperialismo y han contribuido eficientemente en ella. Pueden considerar el antiimperialismo desde diversos puntos de vista, especialmente desde los dos principales en que me he detenido. Pero son justamente intelectuales, muchos de ellos antiguos reformistas sinceros, los que más ardorosamente defienden los dos puntos de táctica enunciados. Cabe afirmar, pues, que malogrados sus posibles prejuicios pequeño-burgueses, los intelectuales y la reforma han dado buenos luchadores a la causa antiimperialista, aun en los sectores más ortodoxamente extremistas.

Pero aun para aquellos sectores de la reforma que no llegaban tan lejos en los planteos políticos, la renovación de la universidad debía orientarse hacia el cumplimiento de un papel semejante: formar las nuevas promociones de técnicos y profesionales, de políticos y militantes, que tuvieran una nueva imagen del proceso social.

La universidad traicionaba a la sociedad —decían— si se limitaba a ofrecer a sus estudiantes títulos que sirvieran solamente para el progreso individual de sus beneficiarios. Servía, en cambio, a la sociedad, si preparaba hombres que se pusieran a su servicio, que conocieran sus nuevos problemas, que estuvieran abiertos a las inquietudes y necesidades de las clases populares, que aceptaran el proceso de cambio y se incorporaran a él. Crear una elite con esta nueva mentalidad debía ser la misión fundamental de la universidad, dada la situación social de los países latinoamericanos, y la reforma la postuló directa o indirectamente.

Quizá sea este el punto de unión entre los objetivos estrictamente universitarios y los objetivos extrauniversitarios de la reforma. El movimiento sabía que, pese a las transformaciones que la universidad pudiera sufrir en su estructura, seguiría siendo centro de formación de las elites nacionales. Pero como anhelaba una universidad al servicio del cambio, luchaba porque esas elites se compenetraran de ese proceso y aceptaran su papel de promotoras y encauzadoras de las transformaciones que el país y el continente requerían.

Cualesquiera hayan sido las alternativas de las universidades latinoamericanas y cualquiera sea el grado de influencia que la reforma haya podido tener en la transformación de su estructura y de su orientación pedagógica y científica, los movimientos reformistas han logrado, por sí solos, este objetivo fundamental.

Notas:

1 Héctor Ripa Alberti, Renacimiento del espíritu argentino, 1920, en La reforma Universitaria, compilación y notas de Gabriel del Mazo, T. III, p. 29.

2 Deodoro Roca, La nueva generación americana, 1918, en íd., p. 7.

3 Luis Alberto Sánchez, El estudiante, el ciudadano, el intelectual y la reforma universitaria americana, 1940, en íd., p. 212.

4 Alejandro Korn, La reforma universitaria y la autenticidad Argentina, 1920, en íd., p.19.

5 Transcripto, entre otros lugares, en Ciria y Sanguinetti, Los reformistas, Buenos Aires, 1968, p. 271.

6 Respuesta a una encuesta, 1936. Cf. La reforma Universitaria, t. III, p. 546.

7 V. R. Haya de la Torre, La reforma Universitaria, 1929, en íd., p. 180.

8 Íd., p. 181.