El espíritu burgués y la crisis bajomedieval. 1950

La crisis que se inicia a mediados del siglo XIII y caracteriza la cultura europea durante toda la Baja Edad Media se manifiesta simultáneamente, como ocurre siempre, tanto en el plano de la realidad como en el de las ideas. Los fenómenos económicos, sociales y políticos comienzan a adquirir por entonces cierta singularidad sorprendente que acusa una visible mutación con respecto a la era feudal, y acompaña a esos cambios un activo proceso de transformación de las ideas que a veces precede a los hechos aunque más frecuentemente los sigue; unas veces son inquisitivas observaciones sobre la realidad que concluyen en una actitud de desconcierto; otras veces, comparaciones entre cierta realidad y los esquemas tradicionales ya desprovistos de contenidos vivos; y otras, en fin, elaboración activa de nuevos ideales con los que se procura superar la crisis y consumar la mutación comenzada. Así se configura una típica crisis de conciencia que cristalizará un día en nuevos esquemas para comprender el mundo y la vida y, más estrictamente, para comprender la situación individual.

Como crisis de la realidad, la que se inicia al promediar el siglo XIII y alcanza su más alto punto crítico en el XIV es fundamentalmente una crisis económico-social [1]. Son los problemas de la producción, del consumo, del desarrollo demográfico y de la distribución de población, de los medios de cambio y de la organización fiscal, los que ponen de manifiesto una alteración en las formas de vida que trae consigo el agrietamiento de todas las estructuras sociales apoyadas sobre ellas. Los grupos tradicionales comienzan a modificar su fisonomía y su composición, constituyéndose nuevos sistemas de vínculos que ordenan diversamente las situaciones individuales y las relaciones entre los nuevos conglomerados. Y entre todos, los grupos que se transforman más activamente, los que más contribuyen a desencadenar la crisis y se encaraman luego sobre ella para acompañar con ritmo diverso las alternativas del proceso, son los que componen el más bajo de los estamentos, aquel que goza de menos privilegios y que está integrado por los “labradores”, según los designa una vieja tradición.

Dentro de la concepción organicista de la sociedad que prevalece durante la Edad Media, se admitía que la integraban tres brazos que, ya en la primera mitad del siglo XI, aparecían caracterizados con estas palabras por Adalberto de Laon: “Triplex Dei ergo domus est quae creditur una: nunc orant, aliipugnant aliique laborant” [2]. Defensores, oradores y labradores llaman a estos tres estamentos de la sociedad las Partidas [3] en el siglo XIII, y repiten el mismo esquema en España Raimundo Lulio por la misma época [4], el infante don Juan Manuel en el siglo XIV [5] y El Victorial en el XV [6]. Quienes no ejercen el oficio de las armas ni dedican su vida al servicio de Dios, es necesario que

“aren, caven y saquen la maleza de la tierra para que

dé frutos de que vivan el caballero y sus brutos” ,

como sostenía Raimundo Lulio [7] en términos que se asemejan a los que más tarde usará el Arcipreste de Hita:

“Otros entran en orden por salvar las sus almas,

Otros toman esfuerzas en querer usar armas,

Otros sirven señores con las manos ambas” [8].

Para la concepción vigente en la era feudal y dentro de las condiciones reales de la época es evidente que los “labradores” eran los que trabajaban la tierra, como lo manifiestan explícitamente algunos textos; pero la crisis proporciona relieve a otras formas de actividad económica, y los juristas del siglo XIV pudieron encontrar muy apropiadas las observaciones de Aristóteles [9]–lejano origen de toda esta concepción– para diversificar el grupo de los que laborant, tal como lo hace en su Defensor Pacis Marsilio de Padua [10]:

“Partes seu officia civitatis sun sex generum: Agricultura, artificium,

militaris, pecuniativa, sacerdotium, et judicialis seu consiliativa”.

Artificium y pecuniativa se agregan aquí a la agricultura como formas propias de actividad de quienes están fuera de los estamentos privilegiados, pues aunque Marsilio dice que son “offida nececsaria civitatis”, agrega que deben estar sometidos a las otras. Obsérvese que Marsilio redacta su Defensor Pacis en el tercer decenio del siglo XIV, cuando la crisis ha dibujado ya buena parte de su curva y se ha puesto de manifiesto ya, sobre todo en Italia, la importancia alcanzada por esas nuevas actividades propias de los habitantes de las ciudades. Frente a la agricultura, artificium y pecuniativa representan las formas de actividad económica propias del subgrupo más importante que se ha constituido al diversificarse aquel conjunto que aun por entonces solía ser llamado en algunas partes de Europa “labradores”.

Ese subgrupo reúne a los burgueses, y es, precisamente, el que más ha contribuido a desencadenar la crisis y se ha encaramado luego sobre ella para reconstruir el orden económico-social bajo su influencia. Nada más natural, si se quiere conocer a fondo la crisis bajomedieval, que detenerse especialmente a examinar el desarrollo de la burguesía, llave maestra de este proceso, y eso es lo que hacen preferentemente los investigadores modernos, inclinándose, como Pirenne, Doren, Sombart, Luzzato o Sapori, a la historia económica [11]. Pese a sus esfuerzos, esta labor dista de estar acabada y constituye una de las líneas que es necesario proseguir con ahínco. Pero vale la pena preguntarse si es suficiente para responder a los numerosos interrogantes que se plantean cuando indagamos acerca de la naturaleza y alcance de la crisis bajomedieval. Si el análisis de la actividad económica de la burguesía –y de los grupos subsidiarios– aclara notablemente el problema de la crisis en el campo de la realidad, es indudable que deja sin explicación otros aspectos no menos importantes del fenómeno total, especialmente en el campo de las ideas y los ideales, cuya relación con aquél es variable y de difícil determinación.

Para la historia de la cultura constituye un problema capital sorprender y fijar el proceso de desarrollo del espíritu burgués, que hunde sus raíces en esta crisis desencadenada al promediar el siglo XIII. Si su relación con el desarrollo de la clase burguesa es innegable, no lo es menos que la excede y sobrepasa, de modo que el planteo de la cuestión debe abarcar esas dos faces. Sin pretender agotar aquí el tema –que es el de un largo estudio que preparo– quiero adelantar por ahora algunos de sus aspectos más significativos.

Contemplada desde nuestro punto de observación y teniendo a la vista el desenvolvimiento que ha sufrido a través de varios siglos, acaso nos sea posible afirmar, con Pirenne [12], que la burguesía tenía ya en el siglo XII “un programa de reformas”, esto es, un conjunto de reivindicaciones cuya satisfacción redundaría en su provecho al tiempo que alteraba el orden establecido. Pero como él hace notar en otra parte [13], ese programa no proviene de una actitud revolucionaria racionalmente adoptada y fundada en una doctrina, sino que consiste, simplemente, en un conjunto de soluciones viables para las necesidades inmediatas derivadas de un particular modo de vivir. Ciertos grupos, cada vez más numerosos, han comenzado a establecerse en las ciudades o han constituido nuevos centros urbanos para ejercitar ciertas formas de actividad económica que, por escapar de los cuadros de la organización señorial, permiten a quienes optan por una de ellas alcanzar mayor beneficio y mayor independencia. Ninguna de esas dos posibilidades ofrecía la situación económico-social tradicional al que trabajaba con sus manos, y cuando las circunstancias fueron propicias se aprovecharon para establecer un área de acción ajena a la influencia señorial. Así comenzó a constituirse la burguesía hacia el siglo XI, encaramada en una mutación económica profunda que separa la primera era feudal de la segunda [14], y opera muy pronto una pareja mutación social de vasta trascendencia.

En el siglo XI se habla ya de burgueses en Francia y en Flandes. Son, sencillamente, gentes que viven en ciudades y se dedican a actividades mercantiles, y todavía en el siglo XIII podrá decir Salimbene:

“Tune recordatus sum quod vera est Gallicorum consuetudo. Nam in Francia solummodo burguenses in civitatibus habitant, milites vero et nobiles domine morantur in villis et possessionibus suis”. [15]

como extrañado por esa tajante separación que no observaba en Italia [16]. Esa circunstancia diferenciará unas ciudades de otras desde el punto de vista institucional, pero por entre esas diferencias se entrevé una fisonomía semejante en el tipo del burgués. Para vivir del modo que se ha propuesto –el único mediante el cual ha podido lograr su ascenso– el burgués necesita lograr un status que lo libere en cierta medida del régimen vigente, y según cuál sea éste serán las reivindicaciones que el burgués defienda. Sin duda no se propone al principio destruir el orden institucional, pero querrá ciertos privilegios, tratará de obtener ciertas libertades y el reconocimiento de un derecho especial –jus mercatorum– y finalmente logrará organizar una magistratura específica para la defensa de los intereses de su clase; los échevins, el capitano del popolo y sus consigli.

Pero quienes quieren vivir de esa manera y desarrollar esas actividades no componen un grupo determinado ni por el origen ni por ninguna otra circunstancia sino que constituyen desde el principio una clase abierta que sólo accidentalmente ha tendido a cerrarse. Por esa característica ha logrado superar la resistencia que le han opuesto las fuerzas predominantes hasta entonces, que vieron en las ciudades un principio de perturbación, como lo expresaba Guibert de Nogent en la frase tantas veces citada: “Communio autem novum ac pessimum nomen” [17] y más explícitamente aún en el discurso del arzobispo de Reims:

“de execrabilibus communiis illis in quibus contra jus et fas violenter servi a dominorum jure se subtrahunt”. [18]

Pero las ciudades crecen y la burguesía logra enriquecerse en un proceso que permitía a muchos –de arriba y de abajo— incorporarse a su corriente, de modo que al calor de los beneficios que podía reportar la actividad burguesa se adoptó más bien la política de seguir sus aguas y se abrió la posibilidad de conexión entre la burguesía y las clases superiores, que pronto se advirtió claramente en ciertos grupos intermedios, caballeros villanos, cavallerotti o squires, por ejemplo.

Las ciudades, en efecto, comenzaron muy pronto a sorprender por su riqueza y esplendor. Un poeta que participaba de la más pura tradición caballeresca, Chrétien de Troyes, describía así en el siglo XII una ciudad:

“…peupléé de tres beau monde

et les tables des changeurs d”or et d”argent

toutes couvertes de monnaies.

Il vit les places et les rues

toutes pleines de bons ouvriers

qui pratiquaient divers métiers

ceux-ci fourbissent les épées

les uns foulent les draps,

d”autres les fissent

ceux-ci les peignent, ceux-la les tondent

les autres fondent or et argent,

faisant oeuvres bonnes et bolles,

faisnant hanaps et écuelles,

et joyaux émaillés,

anneaux, ceintures, fermaux;

on eût pu diré et croiré

qu”en le ville ce fût toujours foire

tant de richesse elle était pleine,

de cire, de poivre, d”ecarlate,

de fourrures de petit gris

et de toutes marchandise”. [19]

Un sentimiento parecido de entusiasmo experimentaba en el siglo XIV Froissart, también sostenedor empero de la tradición señorial:

“Quand les haines et tribulations vinrent premièrement en Flandres, le pays étoit si plein et si rempli de biens que merveilles seroit à raconter et à considerer; et tenoient les gens des bonnes villes si grands états que merveilles étoit à regarder”. [20]

Esas ciudades eran el resultado del esfuerzo de los burgueses, sostenido y tenaz contra toda suerte de dificultades. Pero para lograr sus objetivos necesitaban los burgueses que coadyuvaran con ellos, de distinto modo, los que estaban más arriba y los que estaban más abajo que ellos en la escala social. Su actividad manufacturera y comercial no pudo desarrollarse ni aun concebirse sin cierta protección que, con el tiempo, fue cada vez más amplia y firme hasta concluir en un derecho expresamente establecido. Esta solidaridad de los señores con la burguesía no era gratuita; tuvo su precio, y algunas veces arrastró a aquellos definitivamente tras las huellas de los ricos mercaderes que comenzaron a prestar dinero hasta tener en sus manos a buena parte de la nobleza; y con ello se quebraban poco a poco las vallas entre los dos grupos sociales. Entre tanto, la burguesía necesitaba el trabajo de los artesanos, entre los cuales se fueron estableciendo poco a poco notables diferencias que situaban a los de más arriba a muy poca distancia de los burgueses propiamente dichos.

Así quedó establecida cierta posibilidad de trasvasamiento entre los grupos constituidos a lo largo de la crisis, todos los cuales comenzaron a girar de uno u otro modo alrededor de un eje constituido por la clase burguesa, promotora de riqueza y de nuevas e inagotables posibilidades económicas. La participación en ciertas formas de vida propias de la burguesía acarreaba en alguna medida una participación en sus nuevos ideales, en su concepción de la existencia individual y social y en su actitud ante el mundo. Con mayor o menor reticencia, se consiente en cierta actitud que asciende como impulsada por una fuerza incontenible, y mientras el movimiento general tiende a ceder ante su empuje, aparecen algunos esfuerzos aislados para resistir a la mutación. Pero el espíritu burgués –pues eso es lo que resulta de aquellos ideales, concepciones y actitudes— posee a su favor la correspondencia entre las formas de realización y los sistemas de ideas; y esa coherencia lo hará imbatible por mucho tiempo frente a las meras supervivencias o a las nacientes utopías.

Consustanciada con el espíritu burgués apareció la aspiración a la libertad individual. Fue al principio mera libertad física para que el mercader pudiera desplazarse de acuerdo con las necesidades de su actividad, libertad para poder disponer de los bienes y realizar diversas y complejas operaciones, todo muy próximo a lo que se llamará libertad de iniciativa y saturado de sentido práctico e inmediato; pero sobre esa situación de hecho debía empezar a trabajar la reflexión hasta esbozar un sistema de ideales que desembocaba en la aspiración a la libertad como condición propia del hombre. Acentuada influencia ejercieron los autores antiguos, sobre todo en lo de dar a esta idea ropaje digno y contenido doctrinario. Pero en su base latía un sentimiento muy vivo y una clara e inusitada intuición del valor del hombre. Quien sólo dependía de sus propias calidades para ascender o descender en la escala social abrigaba la certidumbre de que residían en él ciertas potencias cada vez más dignas de estimación. El individualismo se acentúa y el biógrafo que acomete un día la tarea de reflejar la historia de una vida no puede resistirse al encanto de las personalidades vigorosas –hombres nuevos especialmente– que se imponen por su propio esfuerzo o como condottiere, o como político, o como poeta, o como erudito [21]. Pero no es necesario esperar la apoteosis para empezar a sentir la propia grandeza; la riqueza o el poder conferían al individuo, a los ojos de sus conciudadanos y a los suyos propios, una dignidad suficiente como para que pareciera lícito encomendar al artista que pintara la propia imagen como “donante” en el cuadro que se pensaba obsequiar al templo [22]; y aun se entreveía de pronto la posibilidad de que resultara atrayente una autobiografía como la que nos ha legado el curiosísimo Salimbene de Parma [23].

Pero el ambiente de libertad que el individuo conciente de su significación deseaba sólo podía lograrse en una atmósfera de seguridad. A la pasión por la aventura, por el riesgo promisorio que atraía a los caballeros, comienza a suceder una acentuada preocupación por la seguridad, por el futuro sin sorpresas. Froissart señala agudamente esta peculiaridad del espíritu burgués:

“Les bonnes gens de Gand –dice [24]– les riches et notables hommes qui avoient là dedans leurs femmes, leurs enfans, leurs marchandises leurs héritage dedans et dehors, et qui avoient appris à vivre honorablement et sans danger…”

Y no faltará ejemplo de cómo se introduce esta tendencia en los pendencieros señores que seguían aspirando siempre a acrecentar sus dominios [25]. Pero vivir honorablement et sans danger era esencialmente una preocupación burguesa; había comenzado siendo una necesidad del tráfico mercantil, iniciado como aventura y organizado luego como actividad regular, pero poco a poco fue configurando un ideal de vida para todos aquellos que lograban alcanzar con sus sudores una posición cómoda y digna y se resistían a comprometerla en los vaivenes de una existencia sin estabilidad. Seguridad significaba, pues, mantenimiento del bienestar, la riqueza, la consideración y acaso el ostentoso boato con que se ha adornado la existencia; y la burguesía, que como clase social existe gracias a una profunda revolución, se opone a la revolución y se transforma prontamente en una fuerza conservadora.

Ciertamente, el lujo al que comienza a acostumbrarse la burguesía constituye un reflejo del lujo cortesano, pero muy pronto se advertirá en él un aire peculiar. Cierta gravedad y cierta ostentación revelarán las sólidas fortunas que lo alimentan, y con esas características lo encontraremos más tarde en las cortes por irradiación de los nuevos ideales de vida.

El lujo, el refinamiento —le morbidezze– pasó a Toscana y a toda Italia desde Oriente, dice en cierta ocasión Boccaccio [26], pero sería equivocado tomar al pie de la letra esta observación y sacar de ella exageradas consecuencias. Si llegaron a Italia algunas costumbres y determinados elementos para satisfacer este apetito de boato, es innegable que el sentido predominante de la vida después de iniciada la crisis —el espíritu burgués– conducía necesariamente a un desarrollo del refinamiento. Era la consecuencia forzosa de la acumulación de la riqueza, operada en el seno de un grupo que necesitaba consolidar su reciente prestigio y demostrar su superioridad social, basada en la fuerza arrolladora del dinero, del que decía el Arcipreste [27]:

“En suma te lo digo, tómalo tú mejor:

El dinero del mundo es gran revolvedor,

Señor face del siervo, de señor servidor,

Toda cosa del siglo se face por su amor,

Por dineros se muda el mundo e su manera… “.

Pero el lujo —obsérvese bien— no significaba solamente vana ostentación de riqueza; era, además, la expresión más cumplida de una inequívoca tendencia al hedonismo que se advierte desde la primera hora de la crisis. Como el lujo, también el hedonismo refleja cierta influencia de algunas tradiciones cortesanas, pero como él adquiere prontamente un aire singular por la deliberada omisión de todo trascendentalismo y una vigorosa afirmación de terrenalidad apenas encubierta por las formas exteriores de la religiosidad. Lo importante es la risa, el amor y el goce [28] gracias a los cuales vale la pena vivir la vida sin acordarse del mañana. La juventud del espíritu embarga a los florentinos, de quienes dice Giovanni Villani [29]:

“Eper allegrezza e buono stato, ogni anno per calen di maggio sifaceano le brigate compagnie di gentili giovani vestiti di nuovo, e faccendo corti coperte di drappi e zendali, e chiuse di legname in piü partí della cittade; e simili di donne e dipulcelle, andando per la tetra bailando accoppiati con ordine, e signori congli strumenti e colle ghirlande difiori in capo, stando in giuochi e in allegrezza e in desinari e cene”.

Estos burgueses che volcano bene vivere [30] no eran ya los que Dante Alighieri recordaba melancólicamente en la antigua Florencia
sobria e pudica [31] sino aquellos que él mismo condenaba acerbamente [32] y deseaban aprovechar su riqueza para disfrutar de este mundo antes de que llegara la muerte, con argumento acaso semejante al de las rachiuse ne “monisteri o al de la propia Pampinea:

“O crediam la nostra vita con più forte catena esser legata al nostro corpo che quella degli altri sia… “. [33]

Nada, ni la Peste Negra, ni las hambres y carestías, ni las imprecaciones de los que, como el prior de Santa María Novella, Jacopo Passavanti, en su Specchio di Penitenza, clamaban recordando la proximidad de la muerte y el horror del pecado, ni las Danzas macabras, ni los espeluznantes frescos del Cementerio de Pisa o de la Capilla de los Españoles en aquella misma iglesia, nada lograba contener ese anhelo de goce que era a un tiempo reacción frente a la angustia del tiempo e impulso vigoroso derivado de una manera de vivir diferente, volcada sobre los intereses mundanos.

El goce de vivir se nos presenta aquí como una suerte de comunión con el arte y la naturaleza. Obsérvese el deleite con que Salimbene hablaba de fray Enrique de Pisa y sus aptitudes estéticas:

“Item sciebat scribere, miniare —quod aliqui illuminare dicunt, pro eo quod ex minio liber illuminatur—, notare, cantus pulcherrimus et delectabiles invenire, tam modulatos, id est tractos, quam firmos. Sollemnis cantor fuit. Habebat vocem grossam et sonoram, ita ut totum repleret chorum. Quillam vero habebat sublilem, altissimam etacutam, dulcem, suavem et delectabilem supra modum”. [34]

Viene a la memoria la Lauda de Noel e inmediatamente las baladas de Vincenzo da Rimini, Giovanni da Cascia, Guillaume de Machault y Franceso Landino y los madrigales de Jacope da Bologna, reveladores de una exquisita musicalidad en la Italia del Trecento [35]. Se deleitaban los oídos con aquellas canzoni vaghette e liete [36] y se buscaba placer para la vista con las pinturas y esculturas que decoraban libros, iglesias y palacios: las de los Pisano y de Sluter, de los Limburg, Giotto y Orcagna, en tanto que poetas y narradores satisfacían ese vago anhelo de aprender riendo propio del siglo y daban rienda suelta a un lirismo profundo que alcanzaba a veces, como en Petrarca, inigualable belleza [37].

El interés por la creación estética corría parejo con el encanto que ahora despertaba la naturaleza. Parecía como si se la descubriera de nuevo, y al contemplarla sorprendía por su riqueza y variedad así como por los estados de ánimo que suscitaba. El espíritu creador comenzaba a volverse hacia ella, como se advertirá muy pronto en Pol de Limbourg o Enguerrand Charonton, Masaccio o Benozzo Gozzoli, Van Eyck o Van Der Goes. Las labores de campo, las escenas de caza, la recia anatomía de los corceles o el fondo de colinas y árboles comienzan a atraer y a deleitar al artista que se regocija con el equilibrio de los conjuntos tanto como con la pujanza de las formas singulares y aun con el encanto de la anécdota [38]. Pero la naturaleza misma seducía por su gracia y su belleza y se descubría el deleite de contemplarla cuando llegaba la buena estación; era entonces cuando los peregrinos se dirigían a Canterbury [39]:

“Whan that Aprille with his shoures sote

The droghte of Marche hath perced to the rote,

And bathet every veyne in swich licour,

Of which vertu engendred is the flour;… “.

Y su seducción servía para calmar las amarguras y preocupaciones; por eso proponía Pampinea a sus amigas que abandonaran la ciudad para refugiarse en la campiña [40]:

“Quivi s”odono gli uccelletti cantare, veggionvisi verdegiare i colli e le pianure, e i campipieni di biade non altramente ondeggiare che il mare, e d”alberi ben mille maniere, e il cielo più apertamente, il quale ancora che crucciato ne sia, non perciò le sue bellezze eterno ne nega, le quali molto più belle sono a riguardare che le mura vòte delta nostra città”.

Esa naturaleza que regocijaba los sentidos y predisponía el ánimo para vivir amablemente, comenzaba también ahora a excitar la imaginación de quienes se sorprendían por sus maravillas. Si a algunos incitaban esas maravillas a amar a Dios y a reconocer su omnipotencia [41], otros, omitiendo el problema de la creación, aplicaban su observación y su inteligencia a descubrir los secretos de la naturaleza y aun la manera de servirse de ella. Asistimos a cierta renovación del sentido técnico y del conocimiento empírico: pues el alquimista que aspiraba a conocer el secreto de los cuerpos y a enriquecerse al mismo tiempo [42] revela una actitud bien distinta de la del celoso glosador de textos o del místico que buscaba a Dios a través de su propia experiencia interior. Hay una estrecha relación entre el despertar del sentimiento naturalístico y los comienzos del empirismo [43], y ambas notas constituirán otros tantos rasgos del espíritu burgués, preocupado por la realidad inmediata, celoso de su conocimiento directo y deseoso de obrar sobre ella a sabiendas de su peculiar comportamiento [44].

Todas estas características —y acaso otras— configuran, en efecto, el espíritu burgués, tal como empieza a diseñarse a partir de los orígenes de la crisis bajomedieval, y a lo largo de su curso. Se entremezclan en él distintas actitudes, provenientes algunas de ellas de diversas tradiciones y otras de reacciones inéditas frente a las cosas, pero todas ellas combinadas bajo un nuevo y unitario signo que les imprime su aire singular, un aire burgués. Porque en la raíz de todo ello hay una peculiar manera de operar frente a la realidad que proviene de la situación en que la burguesía se encontró ante ella en el momento en que tienta y consigue trazar un nuevo camino por entre los que ofrecía el orden tradicional; la burguesía fue la que innovó en la actividad económica, que es tanto como decir en el terreno primario de las relaciones entre el hombre y las cosas; ella fue la que se desprendió resueltamente de multitud de viejos prejuicios, restauró ciertas ideas, desarrolló algunas tendencias del espíritu occidental antes adormecidas y logró finalmente imponer nuevos módulos a la existencia social con lo que ganó luego rápidamente un presagio inusitado. Por eso el espíritu burgués es, en principio y durante las primeras etapas de su constitución, el espíritu que anima a la clase burguesa.

Pero esta relación unívoca sólo mantiene su legitimidad por poco tiempo. Cuando se constituyó como un nuevo módulo de vida, el espíritu burgués sobrepasó los límites de la clase social que lo estaba forjando y se hizo patrimonio común; fue una posibilidad nueva y renovadora de vasta perspectiva, y la adoptaron grupos sociales diversos, cada uno de los cuales robusteció en él una de sus faces según su peculiar idiosincrasia. Siguió siendo un estilo, pero se enriqueció y multiplicó sus facetas hasta hacerse polimórfico; muy poco después, ya ordenados y precisados sus límites, había de ser el estilo propio de una época.

Acaso el aspecto más delicado de una investigación histórico-cultural sobre los orígenes del espíritu burgués sea el establecimiento de cómo, habiendo surgido en el seno de la burguesía, se derrama luego sobre otros grupos sociales que se compenetran de él en mayor o menor escala y lo elaboran imprimiéndole diversos acentos. Pero es necesario, ante todo, precisar cómo constituye en un principio patrimonio exclusivo de un grupo.

Ese grupo es, sin duda, la alta burguesía, el único que en rigor agrupaba a los típicos burgueses. La alta burguesía era el conjunto de los majores, divites o grandes, lo que en Florencia se llamó il popolo grasso, a diferencia del popolo minuto, comune, plebs, cuyas posibilidades eran harto reducidas. La alta burguesía, en cambio, unía a su capacidad de acción y a su eficacia económica y política, un desahogo económico que le permitía intervenir de lleno en la vida pública, ejercer el poder y, sobre todo, disponer de sus ocios para gozar de todo ello a su albedrío. Ella fue la que modeló ese nuevo tipo de vida animado por un espíritu no menos nuevo.

Una experiencia valiosa había acuñado su peculiar forma de actividad, y en este terreno la alta burguesía manifestó una total originalidad. En cambio, el uso de sus ocios reveló que miraba muy de cerca las formas de vida cortés; para dignificarlos y dignificarse, la alta burguesía procuró llevar una existencia amable y gozosa y para ello gastó su dinero con desenvoltura y alegría; pero trató al mismo tiempo de pulirse mediante el cultivo de las letras –que servía asimismo como instrumento para el ascenso social— y el goce estético, que se proporcionaba no sólo contemplativamente sino también activamente mediante el mecenazgo. Organizó fiestas suntuosas, lució un insospechado boato y cultivó las maneras corteses; y muy pronto se advirtió que, tras haberla combatido acerbamente en el terreno político, procuró aproximarse a la antigua nobleza, que era, por lo demás, su constante deudora.

“Figliuol mió –aconsejaba el burgués de Boccaccio a su hijo [45]–, tu se”oggimai grandicello egli è ben fatto che tu incominci tu medesimo a vedere de fatti tuoi, per che noi ci contenteremmo molto che tu andassi a stare a Parigi alquanto, dove gran parte delta tua ricchezza vedrai come si traffica: senza che, tu diventerai molto migliore e più costumato e più da bene che qui no faresti, veggendo quei signori e quei baroni e quei gentili uomini che vi sono assai e de”lor costumi apprendendo; poi te ne potrai que venire”.

De esta tendencia, y de las circunstancias económicas que favorecían a la burguesía, provino un intercambio entre los dos grupos superiores de la sociedad, uno por el origen y otro por la riqueza. Fue frecuente por entonces oír argumentar acerca de “la verdadera nobleza”, sosteniéndose la tesis de que no era el origen sino la virtud lo que la confería [46], doctrina ésta, a mi modo de ver, típicamente burguesa que tendía a borrar los límites infranqueables entre las clases y a facilitar la intercomunicación.

No faltó el burgués que, enamorado de las costumbres caballerescas, resolviera abandonar sus habituales formas de vida para adoptar otra según aquella deslumbrante tradición aún viva en algunas cortes. Es sabido cómo explotó esa tendencia Carlos de Valois mientras estuvo en Florencia [47]; pero difícilmente pueda hallarse más sugestivo testimonio que el que nos conserva en su famosa Historia Matteo Villani [48]:

“Degna cosa ne pare, e debito nel nostro trattato, appresso la coronazione del Re Luigi [de Nápoles], di rendere memoria per chiara fama di M. Nicola degli Acciaiuoli, cittadino popolare de Firenze, balio e governatore della infamia del detto Re. Il quale essendo prima compagno della compagnia degli Acciaiuoli, con animo più cavalieresco che mercantile, si mise al servigio della Imperadrice, moglie che fu del Prenze di Taranto…”.

Se decide el mercader y se maravilla el cronista, ambos de buena y firme tradición burguesa, en ese turbulento siglo XIV que ha visto tantas agitaciones y asistirá todavía a otras muchas; una poderosa corriente debe haber roto las compuertas que antes separaban los dos grupos. Porque, entre tanto, los caballeros han comenzado a compenetrarse del espíritu burgués, a saturarse de lo que Matteo Villani llamaba “animo mercantile”. No faltó caballero –grande o magnate— que en las comunas optara por renunciar a su tradición para inscribirse en una de las artes; pero mucho más importante aún es observar cómo, desde la primera irrupción del “animo mercantile”, se consustancian con él nobles caballeros que no por eso renuncian a sus honores. Es particularmente aleccionador recorrer las páginas de La conquête de Constantinople de Robert de Clari para hacerse una idea de cómo había cundido la codicia y el interés por la riqueza entre los “haus hommes”, en pareja competencia con los venecianos.

“Et cil meisme –dice en un pasaje [49]– qui l”avoir devoient garder si prenoient les joiaus d”or et ce qu”il vouloient, et embloient l”avoir; et prenoi chascuns des riches hommes ou joiaus d”or ou dras de soie à or, ou ce qu”il amoit mieux, si l”en portoit. Einsi commiencièrent l”avoir à embler, si que on ne départi onques au commun de l”ost, ne aus povres chevalier ne aus serjans qui l”avoir avoient aidié à gaignier fors le gros argent si comme des poetes d”argent que les dames de la cité portoient aus bains. Mais toutes eures en eurent li Venicien leur moitié; et les pierres précieuses et li grans trésors qui remest à partir ala si males voies comme nous vous dirons aprés”.

Muy poca distancia separa por entonces, pues, las preocupaciones de los grandes barones –apenas entrevisto el espectáculo de la rica Constantinopla— de las de los ricos comerciantes venecianos que tan ajustadamente representa Marco Polo. Pero no son solamente las preocupaciones de orden económico las que señalan la lenta asimilación, sino también todos los otros rasgos del naciente espíritu burgués.

Una asimilación semejante del espíritu burgués se produjo por parte de los hombres de iglesia, que constituían un grupo compuesto por individuos provenientes de todas las napas sociales. Escasa extrañeza puede suscitar el hecho de que los miembros del alto clero se deslizaran hacia una concepción de la vida que participaba de muchos elementos de la vida caballeresca; pero es importante recordar que, como la nobleza, el grupo de los hombres de iglesia se adhirió no sólo a las preocupaciones de orden económico sino también a otros rasgos del espíritu burgués menos compatibles con el apostolado. Sería ocioso recordar los numerosos testimonios que conservan las fuentes medievales acerca del desarrollo de la sensualidad en el clero, a partir de los trovadores provenzales y Dante [50]; pero vale la pena alinear algunos de los que se refieren a las órdenes regulares por lo sorprendente de la transformación que se produce en su seno, a los pocos años de haber predicado San Francisco la necesidad de la pobreza, y tratar de indagar si no es una franca asimilación del espíritu burgués lo que la produce.

Es bien conocida la dirección que imprime a la orden franciscana Elías de Cortona, cuya compleja personalidad suscita verdadera estupefacción. Pero dejando a un lado otras características vale la pena señalar cómo ve su figura en cierto aspecto un cronista de la misma orden, Salimbene de Parma, que analiza sus errores y dice en cierto lugar:

“Porro septimus defectus fratris Helye fuit, quia nimis volebat splendide vivere… Et habebat palafredos pingues et quadratus; et semper ibat eques etiam si transibat ab una Ecclesia adaliam per dimidium miliare, faciens contra regulam, que dicit quod fratres Minores non debeant equitare, nisi manifesta necessitate, vel infirmitate cogantur. Item domicellos habebat pueros seculares, sicut habent episcopi, vestitos diversicoloribus indumentis, qui ei in omnibus assistebant et ministrabant… Item specialem coquum habebat in conventu Assisii, fratrem Bartholomeum Paduanum, quem vidi et cognovi, qui cibos delicatissimos faciebat”. [51]

Si en la nobleza el desarrollo de un sentimiento hedonístico de la vida podía explicarse como una retracción de la influencia cristiana y un avance del espíritu burgués, en un hombre de iglesia y particularmente en un fraile mendicante ese sentimiento significaba una opción categórica por un modo de vida que, contrastando radicalmente con los principios de la orden, debía ofrecerse como muy tentador y muy apoyado en el consenso general. Lo más grave es que el ejemplo de Elías de Cortona cundió considerablemente, y en el siglo XIV la figura del monje epicúreo se transformó en uno de los lugares comunes de la literatura realista y de costumbres. Recuerda el pasaje de Salimbene a otros muchos de Boccaccio, de Sacchetti y, sobre todo, a la preciosa descripción de Chaucer [52], en la que predomina cierta aguda observación del abandono con que el monje accede a los llamados de la carne.

Acaso pudiera señalarse que el vigoroso movimiento místico del siglo XIV no es sino una reacción contra esta terrenalidad —contra este espíritu burgués– que predomina en el clero. Su nota peculiar es el retorno al Evangelio, a la pobreza, al renunciamiento; pero como fenómeno social apenas produce algunas olas de fervor, en tanto que el fenómeno contrario se difunde sostenidamente durante largo tiempo y con gran intensidad; todo ello sin perjuicio de que el misticismo –como la lírica de un Petrarca, por ejemplo— acusen a su vez un despertar acentuado del individualismo que proviene también del avasallante espíritu burgués.

Podría agregarse –para concluir esta guía de los problemas que suscita esta investigación– que también los grupos sociales que estaban por debajo de la burguesía se plegaron resueltamente a los ideales de este grupo. En los vigorosos movimientos revolucionarios que desencadenarán las clases asalariadas, tanto urbanas como campesinas, en el curso del siglo XIV especialmente, aparecerá alguna vez cierta raíz religiosa, pero late con mucho mayor fuerza la aspiración puramente práctica de alcanzar un mejoramiento en las condiciones de vida. Era, por otra parte, lo natural teniendo en cuenta cuáles eran las que prevalecían. Y resulta sumamente explícito el programa de la plebe florentina en 1343:

“Noi cresceremo tanto che faremo grande richezze, sicchè i poveri saranno una volta ricchi”.

Y no es difícil traducir los elementos que constituyen por entonces la concepción plebeya de la vida a términos que componen la definición burguesa.

He aquí indicados someramente los caracteres con que se constituye el espíritu burgués y la mecánica de su difusión a través de diversas capas sociales. Tan profundamente como la dislocación económica operará la dislocación de las formas de vida, que acompaña ese fenómeno pero que lo supera, extiende y generaliza hasta independizarse de él y constituir un fenómeno histórico-cultural de vasta trascendencia. No es difícil descubrir en él los gérmenes de la modernidad.

Notas:

1 E. Perroy, “Les crisis du XIVè siécle”, en Annales E. S. C, avril-juin 1949.

2 Carmen, en Migne, Pat. Lat., CXLI, 782.

3 Partidas, II, 21.

4 Lulio, Libro de la Orden de Caballería, I ,9-10.

5 D. Juan Manuel, Libro de los Estados, I, 93.

6 Gutierre Diez de Games, El Victorial, Crónica de D. Pero Niño, Proemio, Int.

7 Lulio, loc. cit.

8 Libro de Buen Amor, 126.

9 Política, VI, 3.

10 Defensor Pacis, I, 5.

11 Una bibliografía completísima sobre historia económica de la Edad Media en Armando Sapori, Il mercante italiano nel medioevo”, en Questioni di Storia Medievale, a cura di Ettore Rota, Milano, Marzorati, 1946.

12 H. Pirenne, Les anciennes démocraties des Pays-Bas, París, Flammarion, 1910.

13 H. Pirenne, “Le mouvement économique et social”, en Hist. du Moyen Age, VIII, en G. Glotz, Hist. Gén., París, 1933.

14 Véase la distinción que hace M. Bloch, La Societé féodal; La formation des tiens de dépen­dence, París, Evol. de L”Hum., 1939, pp. 85 y ss.

15 Salimbene de Adam, Crónica, a cura di F. Bernini, Roma, Laterza, 1942, p. 317; en el mismo sentido véase pp. 339 y 921.

16 Téngase presente las observaciones de N. Ottokar sobre diferencias entre las comunas italianas y las ciudades francesas y flamencas en I comuni cittadini del Medio Evo, Firenze, 1936 e “Il problema della formazione comunale” en Quest. di St. Med. ya citada.

17 Guibert de Nogent, Histoire de sa vie, ed. G. Bourgin, París, 1907, p. 156. Ottokar ha sostenido, en Le città francesi nel Medio Evo, Firenze, Vallechi, 1927, pp. 7 y ss., la tesis de que Guibert de Nogent no se refiere a las comunas en general ni al movimiento comunal, por lo cual cree, por el contrario, que se interesa solamente en el caso concreto de Laon. Insisten en cambio en considerarlo típica expresión de los sectores conservadores Pirenne, Le mouvement économique et social, p. 49 y Ch. Petit-Dutaillis, Les communes françaises, París, Evol. de l”Hum., 1947, pp. 85 y ss.

18 Guibert de Nogent, Histoire de sa vie, p. 117.

19 Chrétien de Troyes, Perceval ou le Conte du Graal, w. 5721 y ss.

20 Froissart, Chroniques, II, cap. LII.

21 Véanse, como tipos, la Vita di Dante de Boccaccio, la Vita Philippi Mariae Vicecomitis de Pier Candido Decembrio, la Chronique de Bertrand du Guesclin de Jean Cuvelier, la vida de Don Rodrigo de Villadrando de Hernando del Pulgar en Claros Varones de Castilla y la vida de Cosimo de Medici de Vespasiano da Bisticci en Vite di uomini ilustri del secolo XV.

22 Obsérvense, por vía de ejemplo, la Madonna del canciller Rolin de Jan van Eyck, la Visión de San Bernardino y dos donantes en oración, atribuida a Simón Marmio (Musée Grobet- Labadié, Marsella), o el fresco del Giotto en Padova en el que Enrico Scrovegni ofrece a la Virgen el modelo de la Iglesia. Desde otro punto de vista, sería largo citar los retratos que empiezan a aparecer por la época, pero recuérdense los del Giotto y Andrea del Castagno de los grandes poetas florentinos, los de Melozzo da Forli en El bibliotecario Platina ante Sixto IV, los de ilustres florentinos en El cortejo de los Reyes Magos de Benozzo Gozzoli, los de Giovanna Albizi Tornabuoni, Poliziano y Julián de Medicis de Ghirlandaio, y los abundantes de las escuelas francesa y flamencoborgoñona. No resisto, finalmente, a la tentación de recordar las representaciones de los grandes condottieri: John Hawkwood por Paolo Ucello, Pippo Spano por Andrea del Castagno, Colleoni por Verrocchio y luego pintado por Giovanni Bellini y Gattamelatta por Donatello.

23 En el texto de su crónica está incluida una autobiografía llena, por cierto, de pormenores pintorescos. Del siglo XIV es la autobiografía del emperador Carlos IV de Alemania.

24 Chroniques, II, cap. LV.

25 D. Juan Manuel, Libro de los enxiemplos del conde Lucanor, I, IV. Patronio empieza contando una curiosísima historia de un genovés epicúreo que, en trance de muerte, le reprocha a su alma que quiera abandonarlo habiéndole él proporcionado tantos goces; y en el razonamiento moral que sigue, dice: “Más, por el mi consejo, en cuanto pudieres haber paz et sosiego a vuestra honra, et sin vuestra mengua non vos metades en cosa que lo hayades todo a aventurar”. No deja de ser sugestivo que esto escriba un señor tan díscolo como el infante, y precisamente después de recordar el caso del genovés.

26 Decamerone, VI, X.

27 Libro de Buen Amor, 510. En el mismo sentido hay otros pasajes que recuerdan demasiado la descripción del mercader en Chaucer, Canterbury Tales, y más aun los versos con que comienza el Shipman”s Tale:

“A marchant whylom dwelled at Seint Denys,

That riche was, for which men helde him wys”.

28 Arcipreste de Hita, Libro de Buen Amor, 44 et alibi. Recuérdense la Introduzione a la primera jornada del Decamerone, el prólogo de los Canterbury Tales de Chaucer y la expresiva frase que él mismo pone en boca de su hostelero:

“Your tale anoyeth al this companye;

Swich talking is nat worth a boterflye;

For ther-in is ther no desport ne game”.

29 Cronacca, VII, 132; en el mismo sentido VIII, 39.

30 Ibid. VIII, 1. Chaucer proporciona numerosos pasajes en el mismo sentido, véase la caracterización del hacendado:

“To liven in delyt was ever his wone,

For he was Epicurus owne sone,

That heeld opinioun, that pleyn delyt Was verraily felicitee parfyt”.

31 Commedia, Par., XV, 99.

32 Cf. supra, pp. 51-65.

33 Decamerone, I, Int.

34 Crónica, p. 262.

35 Véanse los discos I, 59 y 63 de L”Anthologie sonore, dirigida por Curt Sachs.

36 Decamerone, loc. cit.

37 Véase la Conclusione dell”autore con que se cierra el Decamerone y la Introduzione a la cuarta jornada.

38 Otro capítulo dentro del análisis del espíritu burgués es el que se refiere al gusto por la burla y la ironía. Los testimonios literarios abundan, pues el género se presta; pero es curioso el desarrollo de esa tendencia en la plástica. En los libros de caza, como el de Gastón Phébus, en los de horas, como los de Anne de Bretagne o de Charles d”Anguléme, y en otros por el estilo se acentúa este regocijo en el detalle grotesco y en la burla que más tarde alcanzará inusitada alcurnia en Hieronymus Bosch. Siempre me ha impresionado un detalle curioso en uno de los postigos del Tríptico de Nicolás Froment que está en la Galleria degli Uffizi, en Florencia, y representa la cena en casa de Simón el Fariseo con Santa María Magdalena; por la ventana que está al fondo se divisa un paisaje –curiosísimo, por lo demás– y en él, muy pequeñita, una pareja que juega al ajedrez. Sólo el humour puede justificar ese detalle, seguramente el que entretuvo más al artista. Por lo demás, aquel a quien María Magdalena lava los pies mira al espectador y señala a la pecadora con una expresión que parece cargada de intención.

39 Canterbury Tales. Prologue.

40 Decameron, I, Intr.

41 Así aconsejó a Félix su padre en el Félix o Las maravillas del mundo de Raimundo Lulio.

42 Abundan los testimonios en Boccaccio, D. Juan Manuel y otros autores de la época, pero el más curioso es el relato del criado del canónigo de Chaucer (The Cannon”s Yeoman”s Tale), junto al cual pueden ponerse las numerosas referencias de Fernán Pérez de Guzmán en Generaciones y semblanzas y de Hernando del Pulgar en Claros varones de Castilla sobre el interés por la alquimia que demostraban muchos de sus personajes.

43 Véase cómo habla Roger Bacon de Petrus Peregrinus, cuyas huellas seguía el maestro de Oxford: “Un hombre conozco y sólo uno, que pueda ser renombrado por sus conquistas en esta ciencia (experimental). De discursos y lucha de palabras él no se ocupa; él sigue la obra de la sabiduría y en ella confía tranquilo. Lo que otros con esfuerzo ven oscura y difícilmente, como murciélagos en el crepúsculo, él mira a la completa luz del día, porque es maestro del experimento. A través del experimento, conquista conocimiento de las cosas naturales, médicas, químicas, en verdad de todas las cosas del cielo y de la tierra”. El pasaje pertenece a su Opus Tertium y está citado por Aldo Mieli en su Panorama general de Historia de la ciencia, Buenos Aires, T. II, p. 233, 946.

44 Esta tendencia empieza a asomar también en las que hoy llamamos ciencias de la cultura, especialmente en la historia. Sería interesante subrayar la aparición de expresiones como ego vidi et cognovi que figura en el texto correspondiente a la nota 51.

45 Decamerone, IV, VIII.

46 La tesis es aristotélica (Política, IV, 8) y vuelve a aparecer en Juvenal (Sátira, VIII) y en Boecio (De Consolatione, III, metro 63). Dante la desarrolla en Convivio, especialmente en IV, 3, en que atribuye la definición aristotélica a Federico II, y en De Monarchia, II, 3. Luego se forma un lugar común que desarrollan Juan de Meung en Le Roman de la Rose ( w. 18.561 y ss.), y Chaucer, The Parsons Tale.

47 El caso más curioso es el de Musciarto Franzesi –a quien los franceses llamaban Mr. Mouche–, de quien dice Boccaccio (Decamerone, I, I): “di ricchissimo e gran mercatante in Francia cavalier divenuto”. Sobre la política de los Anjou en Toscana, véase Villari, I primi due secoli della storia di Firenze, Firenze, s. d.

48 Historia, III, IV.

49 Conquête de Constantinople, 81.

50 Cf. supra, pp. 51-65.

51 Crónica, p. 229.

52 Canterbury Tales. Prologue.