El problema de las alianzas. 1941

Quizá sean muchos los que hubieran deseado nacer en el transcurso de períodos de paz, en los que el equilibrio político constituido permite forjar la ilusión de la inmutabilidad del orden internacional; pero este tipo de nostalgia debe ser rechazado porque arrastra hacia un indiferentismo peligroso y estimula la nefasta aspiración de lograr un enclaustramiento en el que el universo pueda encerrarse en los límites del mundo interior. Quede este reducto para quienes —en las épocas tormentosas— agudizan una reconcentrada actitud lírica o mística; pero esta actitud es un fenómeno de selección que no puede postularse como conducta sino que nace de intergiversables imperativos íntimos; quien no se siente llamado a ella con una decidida vocación y en grado heroico, puede estar seguro de que solo aspira a huir y a encontrar una falsa paz, de cuya serenidad será arrojado un día por la inexorable fuerza de los hechos.

Cuando los tiempos son tormentosos y el hombre vive —en mayor o menor medida— en el plano que crea la convivencia humana, aquella nostalgia no conduce sino a falsas posiciones y a conductas equívocas; vale, pues, la pena que se piense que también los tiempos de inquietud tienen su secreta grandeza y que no a todas las generaciones les ha sido dado contemplar el ciclópeo espectáculo que —aun a riesgo de la vida— nos ha tocado observar. Porque nadie que piense seriamente en la magnitud de la crisis a que asistimos podrá dudar de que estamos presenciando una mutación trascendental para la historia de Occidente y, acaso, del mundo.

Medida de la fuerza

Quien cumpla hoy su deber primero y se esfuerce por aclarar la posición de la comunidad en que vive, descubrirá que, habiendo quebrado un orden de derecho, se asiste a una etapa en la que debe prevalecer, antes que todo, el coeficiente de fuerza material. El peligro que amenaza a las comunidades desprevenidas o a las inevitablemente débiles puede expresarse en una fórmula tan dramática como simple: desaparecer.

Para evitarlo, para que en el caos de la acción de fuerza no se cree una situación de hecho que habrá de legitimizarse luego de manera siempre perjudicial y denigrante, para tener el derecho de hacer valer luego pretensiones legítimas, es imprescindible que desde ahora se afirme de manera categórica la voluntad de no ser arrastrado hacia zonas de influencia extranjera, esto es, de no entrar a integrar el área de un moderno imperio económico; pero esta decisión no pasará de ser una vana expresión de deseos si no se aclara desde ahora cuál es la medida de la fuerza que es hoy necesaria para competir con las grandes potencias imperialistas o, por lo menos, para asegurar la independencia frente a ellas.

En rigor, esta última posibilidad es también ilusoria: hoy es necesario competir, oponerse con fuerzas de igual magnitud para no ser absorbidos; el cálculo de la fuerza debe llevar, pues, a precisar de qué manera es posible alcanzar el módulo de poderío determinado hoy, precisa-mente, por las potencias en lucha. De este examen deducirá alguna comunidad nacional que no le es posible alcanzar ese módulo y podrá entonces estar segura de que solo un azar —el azar del milagro suizo— podrá asegurar su independencia. Otras, en cambio, descubrirán que, si no les es posible centuplicar su población ni crear en dos años una industria pesada, les es posible orientar su política exterior hacia determinadas alianzas mediante las cuales se constituya un bloque solidario, la totalidad de cuyas fuerzas alcancen el coeficiente necesario como para competir con los imperios formados o en formación, con probabilidades de éxito. Este es el caso de los países americanos.

El problema de las alianzas

El problema de las alianzas no es solamente de difícil solución; también es de difícil planteo, porque implica tener que dar opinión sobre cosas que, aunque sabidas, se resisten a ser dichas en alta voz. Pero los americanos tenemos ahora que apelar a las verdades más íntimas para justipreciar la gravedad de la posición en que nos hallamos y no puede haber razón suficientemente fuerte como para hacer que nos engañemos sobre lo que somos y lo que podemos.

El problema de las alianzas nos llevará a afirmar que hace ya muchos años que la política exterior americana —y en especial sudamericana— se ha apoyado sobre una incalculable imprevisión y sobre una indiferencia muchas veces culpable; su más grave defecto ha sido cubrir su inseguridad o su torpeza con posiciones verbales que a nada han conducido sino a adormecer la conciencia pública. Será necesario que quien quiera servir honradamente los intereses de la comunidad en que ha nacido se esfuerce por mirar en su contorno con penetración y por lograr una concepción “realista” de los hechos contemporáneos.

La palabra tiene su tradición. El calumniado Maquiavelo no ha podido todavía sacudir el estigma con que se señaló su clara inteligencia política; pero es innegable que quiso ver claro y que ha dejado una lección que —quiérase o no confesarlo— ha sido utilizada muchas veces y ha dado resultados excelentes.

Apresurémonos a decir que su lección fundamental no fue su consejo sobre medios con-cretos de éxito político, en la que apenas innovaba y en la que se limitó a postular lo que era cotidiano en la Italia renacentista o en la España del siglo XV, en cuyas postrimerías reinaba el príncipe que constituyó su modelo. Su lección fundamental es que cuando se plantean situaciones de hecho es imprescindible afrontarlas con un criterio acorde con la realidad. El ilustre político florentino reconoce —recuérdese el comienzo del capítulo XVIII del Príncipe— que acaso el realismo político carezca de la nobleza que puede ornar a otra conducta.

Pero nadie es responsable de que la dura lucha por la existencia de las naciones sea llevada por uno de los contendientes a otro terreno, y si se es responsable de no combatir en ese terreno y de abandonar el campo con actitudes equívocas: cabe el suicidio personal frente a situaciones inafrontables, pero no cabe la entrega de una comunidad de hondas raíces históricas por ceguera de quienes la conducen.

Ya aconsejaba replantear el problema de las alianzas en los momentos difíciles, un político tan experto como era Polibio de Megalópolis, que había visto caer, una tras otra, las ciudades griegas en odiosas servidumbres. Sin duda, la experiencia que tenemos a nuestro alrededor no es menos grave y conviene aprovecharla antes de que sea tarde.

La experiencia histórica

En materia de alianzas, la experiencia histórica es abundante. Se ha visto la constitución de coaliciones contra las coaliciones, en esfuerzos desesperados por equilibrar la fuerza material, como en la guerra mundial de 1914, en que a cada nueva carta de un adversario se oponía otra en el frente opuesto, hasta que una de ellas, que no se podía equilibrar, determinó la victoria de quien la puso sobre el tapete. Se ha visto igualmente operar con éxito semejante las coaliciones constituidas contra los imperios, como las que sucesivamente lucharon contra Napoleón, o como la que las ciudades griegas opusieron contra los persas.

Pero las más ilustrativas son quizá las alianzas de ciudades de escasa magnitud material, cu-yo esfuerzo solidario consiguió afrontar la fuerza de grandes imperios: esa fue la actitud de la liga de las ciudades lombardas contra Federico Barbarroja o la de las Provincias Unidas contra Felipe II. Una estrecha solidaridad de intereses aseguraba la cohesión y, eventualmente, el auxilio de grandes potencias solidarias pudo robustecerlas; pero era necesaria una decidida conducta y una profunda comprensión de sus permanentes intereses para que ese auxilio no se tornara en nueva dominación. Una situación semejante parece presentarse como única solución posible para los países latinoamericanos.

El panorama ante los ojos

En efecto, grandes bloques económico-políticos están ya constituidos y acaso otros nuevos salgan de la actual contienda. Incontenibles —por el momento— exigencias económicas explican la magnitud de estas grandes unidades cuya destrucción o cuya moderación sería ilusorio esperar. Para los países americanos, unidos por intereses y tendencias comunes y, sobre todo, por la fuerza geográfica del continente, no hay más política posible que la de una alianza continental cuya fuerza pueda equilibrar la de las grandes masas políticas en formación o en reajuste, sin descontar el eventual auxilio de potencias solidarias —en este caso los Estados Unidos— cuya ayuda debe ser aceptada en condiciones tales que no pueda convertirse en una nueva dominación. Solo la alianza continental puede tratar de igual a igual con la gran potencia del Norte, y solo el gran bloque continental podrá oponerse a los grandes bloques que resulten de esta contienda.