La ‘Vida de Dante’ de Boccaccio. 1947

Boccaccio y su Vida de Dante

Una devota admiración, un acendrado e intenso amor por la figura excelsa del poeta de la Commedia que llamaron “divina”, movió a Giovanni Boccaccio a escribir la narración de su vida, junto con su elogio y su retrato espiritual. Esto es, en síntesis, el breve opúsculo titulado La vita di Dante, o, más exactamente, Trattatello in laude di Dante, como prefería llamarlo su autor. Quien tome en sus manos el libro y se suma en su lectura podrá hallar en él cosas diversas, y gustarlo por muy varias razones. Porque encierra una visión de Dante que por lo menos es, sin duda alguna, una de las visiones posibles de su compleja personalidad; y constituye al mismo tiempo un testimonio del propio Boccaccio, que entraña los secretos de su espíritu y de la cultura de su tiempo. Si el primero de esos aspectos es atrayente para el lector, el segundo significa, para el estudioso a quien atraiga el análisis histórico de la cultura, un aliciente y un estímulo. La vita di Dante es, en su tiempo, una obra de nuevo tipo, de la que arranca una rica corriente en el campo de los estudios históricos. Es la biografía de un poeta, de un artista en cuanto tal; Vasari no olvidará su ejemplo cuando componga sus vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos y, más tarde, seguirá sus aguas el doctor Samuel Johnson escribiendo las vidas de poetas. Luego, fueron muchos. Pero el esfuerzo creador, el esfuerzo de concebir una existencia en cuanto desenvolvimiento de un espíritu poético, se debió originariamente a ese espíritu poético también, pero multiforme y a veces paradójico, que fue Giovanni Boccaccio; un espíritu alerta a todos los llamados de la realidad de su época y pronto para reordenar la interpretación de las cosas del pasado según los principios de su tiempo, que él contribuía por cierto, a elaborar, a modelar y a definir.

Su vida misma —llena de incertidumbres para nosotros— revela el singular encuentro de las diversas circunstancias propias de la época. Giovanni Boccaccio, el padre de la prosa florentina, nació en París y pertenecía por su origen a una familia burguesa. Su padre, Boccaccio di Chelino, natural de Certaldo, era un rico mercader florentino relacionado por sus negocios con la casa bancaria de los Bardi, una de las más poderosas de su tiempo. Solía viajar por asuntos comerciales, y en el año 1310 llegó a París con ánimo de permanecer allí algún tiempo. Y como era enamorado no quiso resignarse a la soledad, sino que vivió en unión de una joven de la que quisiéramos saber algo y lo ignoramos todo: acaso se llamara Gianna y pudiera ser que perteneciera a la familia de la Roche. Seguramente, ni su hijo supo de ella gran cosa. Su hijo fue Giovanni Boccaccio, que nació en 1313 y llegó poco después a Florencia sólo con su padre y conoció luego como madrastra a cierta Margherita dei Mardoli. Desde entonces será florentino, y en algún cuento del Decamerone hablará de París como de una tierra extraña.

Giovanni fue educado para que siguiera el mismo camino de su padre. En Florencia primero y luego en Nápoles desde los diez o doce años, hizo su aprendizaje de mercader, duro sobremanera para él, que demostraba ya en los años de su adolescencia una marcada predisposición para las letras. Pero se resistía a dejarse llevar por los designios paternos, y su resistencia dio, en parte, buenos frutos, porque, al fin, consintió su padre en que abandonara el comercio con la condición de que se iniciara en el estudio del derecho canónico. Giovanni intentó satisfacer a su padre, mas de tan mala gana que llegó a convencerse a sí mismo de que no era ese camino para él. Así resolvió abandonarse a su vocación a costa de cualquier cosa, y desde entonces no fue sino un letrado y un artista.

Sin duda, todo lo inducía a seguir este camino en la corte napolitana del rey Roberto, protector de las letras, en la que había licencia para gozar de la vida sin sujeciones. En tal corte transcurrió su primera juventud hasta los veintisiete años, y allí se modeló su sentimiento hedonístico de la vida, su temperamento creador y, sobre todo, su espontánea aptitud para percibir y trasmutar artísticamente la palpitante realidad de la sociedad en que vivía. Recordará la ciudad de Nápoles en uno de los cuentos del Decamerone (III, VI) llamándola “una de las más agradables de Italia”, y conservará durante gran parte de su vida el aire despreocupado y cortesano que había adquirido en ella, al tiempo mismo que adquiría los rudimentos del saber antiguo. Porque precisamente en Nápoles, junto a Paolo di Perugia, el erudito bibliotecario del rey Roberto, tomó Boccaccio contacto con la Antigüedad clásica, con el mundo griego, especialmente, y con sus obras.

En Nápoles inició, pues, su carrera literaria, y no contribuyó poco a ello el estímulo de sus amores con una noble dama de la corte, discreta y apasionada: María de Aquino, sobrina de Santo Tomás, que gozaba de gran crédito ante el rey Roberto, por suponer este fundadamente que era hija suya. Por esta época, en efecto, y en relación con sus amores, compuso Boccaccio el Filocolo, y no mucho después el Filostrato y la Teseida. Exaltación amorosa, erudición, retórica, todo se mezcla allí en proporción diversa, sin que resulte ahogado, empero, el ya perceptible soplo del genio literario. Y cuando Boccaccio, hacia el año 1340, regrese a Florencia y evoque los recuerdos de su existencia dulce y muelle en la corte napolitana, saldrá de su pluma el Ninfale d’Ameto, la Amorosa visione, el Ninfale fiesolano, y la Elegía di Madonna Fiammetta, nombre este último con que solía ocultar el de María de Aquino.

Por esta época recoge Boccaccio muy diversas experiencias. Interviene en la política florentina y se le encomiendan varias misiones diplomáticas gracias a las cuales recorre muchas ciudades. Ha vivido la tragedia de la gran peste de 1348 y ha escrito, durante largos años, los cien cuentos del Decamerone. Además, ha trabado relación con Petrarca, y comienza desde entonces a remodelar su pensamiento, a veces siguiendo las huellas del maestro a quien tanto admira y a veces según sus propias reacciones frente al poeta del Canzoniere . Si ya de antiguo tenía marcado amor por la Antigüedad, el contacto con Petrarca lo robustece y afirma. A requerimiento del rey Hugo de Chipre escribe el De genealogiis deorum gentilium y luego, el diccionario historicogeográfico titulado De montibus, silvis, fontibus, lacubus, fluminibus, stagnis seu paludibus, et de nominibus maris liber. El erudito se sumerge en el estudio de las obras antiguas y en el de la Antigüedad misma; pero no se satisface con eso. Su vena realista no se ha extinguido aunque cambie de signo y vuelve a aparecer en el Corbaccio, mientras se aviva su entusiasmo por Dante Alighieri, cuya biografía compone por entonces. Pero, con ser tantas, no son éstas las únicas experiencias de esta etapa. Hay otra en su existencia acaso más intensa. Poco a poco ha comenzado a operarse en su ánimo cierta transformación, cierta derivación hacia una actitud menos mundanal, que se precipita en 1362 cuando llega a sus oídos la severa admonición del monje que se decía portador del mensaje póstumo de fray Pietro Petroni, anunciándole la necesidad de abandonar su actividad literaria y seguir una vía de perfeccionamiento interior.

Boccaccio acusa la profunda impresión que suscita en su ánimo la palabra del monje, y consulta a su amigo Petrarca. Le pide consejo y le anuncia que dejará los estudios y las preocupaciones literarias que han sido hasta ahora las más importantes de su vida; pero Petrarca no era un espíritu propenso a los abandonos irreflexivos; intenta disuadir a su amigo y logra introducir en su ánimo cierta seguridad de que es compatible su actividad de letrado con sus escrúpulos morales. Mas Boccaccio renunciará a su prosa libérrima de trasmutador de realidades, y desde allí en adelante preferirá la erudición severa y la literatura moralizante. De esta época es el De casibus virorum illustrium y el De Claris mulieribus, dos obras que hacen de él un humanista.

Poco después lo vemos en Nápoles, adonde ha acudido en busca de protección a causa de su pobreza, y más tarde en Venecia, junto a Petrarca, de donde volvió luego a su casa de Certaldo. Allí vivió algunos años, y sólo la abandonó en 1365 para dar cumplimiento a algunas misiones diplomáticas que de nuevo le encargaron los florentinos. Viajó otra vez por diversas ciudades de Italia y de Francia, y volvió a recluirse en su residencia de Certaldo hasta 1373, en que volvió a Florencia para ocupar en el studio florentino la cátedra que se le había asignado a fin de que explicara la Commedia. En la iglesia de Santo Stefano della Badia comenzó sus lecciones —de las que nació el Comento— y se prolongaron por algún tiempo hasta que se sintió demasiado fatigado y enfermo para seguir enseñando. Entonces volvió de nuevo a su vieja casa de Certaldo. La amaba profundamente, con su loggia y su torrezuela, con su biblioteca bien provista y su paz campesina. En ella se abandonó esperando la muerte, y en tal estado tuvo noticia de que había llegado para Petrarca. Acaso entonces comenzó a desearla él también:

De’, s’a grado ti fui nel mondó errante

tirani dietro a te, dove gioioso

veggia colei che pria d’amor m’accese!

Giovanni Boccaccio no esperaba ya nada. Hizo testamento dejando su biblioteca al monje Martino da Signa del monasterio de Santo Spirito, y expiró el 21 de diciembre de 1375. Fue enterrado en la iglesia de San Jacopo en su Certaldo amada, que en su epitafio quiso que se señalara como su patria.

Acaso la gloria imperecedera que el Decamerone ha deparado a Giovanni Boccaccio haya contribuido no poco a deformar ligeramente su fisonomía a través del tiempo. Sin duda el del Decamerone es un Boccaccio, pero es menester no olvidar que no es todo Boccaccio. Su imagen se perfecciona si la recomponemos sumando al cuentista celoso de captar y reflejar fielmente la realidad inmediata, el poeta culto y cortesano, el erudito enamorado de la Antigüedad clásica, el estudioso afanado en la busca de una expresión madura, que opone a la libertad de su prosa satírica las fórmulas engoladas por la retórica que no desdeña para alguna de sus obras. Acaso todo su secreto esté en esta confluencia de las dos corrientes de su espíritu. Fruto de ciertas inquietudes intelectuales de la Italia de su tiempo, bastante acentuadas en la corte de Nápoles, su preocupación de hombre de estudio configura cierta faceta de su personalidad. Boccaccio no es hombre de universidad —como Guido, o Dante, o Cinok—, y sin embargo hay en él un marcado rigor, un claro sentido de las formas clásicas, un acendrado amor por la quietud majestuosa de la tradición antigua. Acaso aspira a conformar una poesía o una prosa semejante a la de sus modelos, y quizás admirara en Dante Alighieri, sobre todo, la aproximación que había logrado a la grandeza antigua. Y tras haber dejado en el Filocolo o la Teseida la huella de sus designios de poeta clasicista, buscó en la labor erudita el modo de fijar aquellas formas de vida que reflejaban sus modelos: así nacieron el Decasibus y el De Claris mulieribus. Todo esto configura una imagen cierta de Boccaccio, la misma del que admira por otras razones a Dante, la misma del que saluda a Petrarca como poeta supremo, la misma del que estudia junto a Paolo di Perugia o a Leonzio Pilato para desentrañar el arcano de la lengua griega. Y este Boccaccio, aparentemente tan distinto del autor del Decamerone, es en el fondo el mismo, con las mismas ambiciones de gloria, con los mismos impulsos de burgués florentino que busca la fama inmortal en el cultivo de la sabiduría.

Porque, ciertamente, hay tras este letrado erudito un burgués que refleja muy a las claras el ambiente propio de su siglo. Ni siquiera puede decirse que lo menosprecie o se rebele contra él, sino que lo admite, lo comprende y lo refleja. Sin duda prefería personalmente evadirse de las formas superficiales de vida que lo caracterizaban, sustrayéndose al mundo de los mercaderes en que había nacido e incorporándose a las cortes en que se refugiaban las élites , mitad caballerescas todavía y mitad burguesas ya. Pero no se sentía desarraigado de esa realidad, con la cual conserva permanente contacto aunque un poco lejano; le interesaba como espectáculo, casi le apasionaba, y sobre todo, le divertía porque encontraba en ella la vida palpitante, esa vida que él sabía amar, que había aprendido a amar a través de sus intensas experiencias juveniles. Ese interés hace de él un testigo agudo, un observador minucioso y sagaz, apto para desentrañar todos los secretos ocultos tras el convencionalismo y la farsa, todas las contradicciones propias de la vida pujante y renovada propia de su siglo. Y Boccaccio sabe agregar al caudal de sus observaciones directas el hilo de agua —hecho a veces torrente— de su ironía profunda. Quiere sin duda divertir y divertirse, pero no quiere menos poner al descubierto todo aquello que es convencional, falso y contradictorio en la realidad que lo circunda, esa realidad en la que no quiere vivir del todo y lo ha movido a refugiarse en ciertos círculos de élite, porque no parece estimar su militancia de letrado y de poeta y finge apreciar más el presunto ascetismo del monje o la juiciosa seriedad del mercader o la vacua heroicidad del caballero. Para todos hay en el Decamerone su conveniente porción de burla, porque Boccaccio es en el fondo un burgués que, a fuer de letrado, sabe elevarse por sobre la realidad inmediata y contemplarla desde su alto mirador de experto en flaquezas y grandezas humanas. Y así, mientras echa la sonda en el mar agitado que le rodea, Boccaccio siente que su navío es marinero; se siente seguro siguiendo su sino de letrado erudito, seguro con su escasa pero sincera y firme fe en Dios, seguro con su limitado pero profundo sentido ciudadano, seguro con su pobreza de burgués escapado de los mandatos de su clase, y seguro con su sabiduría conquistada con un esfuerzo que solía parecer a los más un solaz inútil pero que él sabía dirigido hacia valores que tienen sabor de eternidad.

Su orgullo de letrado parece descansar en la admiración por Petrarca y, sobre todo, por Dante Alighieri, a quien no escatima la devoción más alta, el más grande amor. Pero su orgullo tenía algo de militancia. Acaso hubiera preferido para sí el destino de Dante, rebelde a toda sujeción, pero ajustado a ciertos módulos de vida cuya vigencia nadie podría negar. El suyo podía parecerle incierto e indefinido, porque no podía ya ser el de Dante, en un mundo que había cambiado aceleradamente, y él no quería que fuera como el de Petrarca en quien habían desaparecido todos los vínculos de unión con la realidad inmediata.

Ya no podía ser el ciudadano poeta, porque no se sentía ciudadano con la vehemencia necesaria, pese a que esa condición del individuo conservaba a sus ojos gran parte de su antiguo prestigio; pero tampoco quería ser el poeta cortesano que ya Petrarca principiaba a ser. Era en verdad un tipo nuevo de letrado, y él realiza ese tipo a través de su obra multiforme y hasta contradictoria, porque multiforme y contradictorio era su tiempo en la Italia que dejaba de ser la de las comunas y comenzaba a ser la de las señorías.

Esta mutación comienza a operarse precisamente en la época de Boccaccio. En el mismo año en que nace —1313— moría el emperador Enrique VII, aquél en quien ponía Dante una de sus últimas esperanzas porque creía que hubiera podido restaurar el primado de los gibelinos y contener de esa manera el desarrollo de la anarquía. Vana esperanza, ciertamente, porque estaba en la esencia del proceso económico-social de las comunas italianas entrar en esa etapa y desembocar luego en la de los dictadores de varia catadura. Pero no por eso resultaba menos trágica la muerte de quien representaba esa ilusión para quienes advertían la desaparición definitiva del mundo que aun amaban. Una vez muerto Enrique VII, el Imperio dejó de significar para Italia una fuerza reguladora, y el juego de las fuerzas políticas y sociales condujo a las ciudades hacia un régimen nuevo, encarnado por los dictadores que se apoyaban en los intereses antagónicos de las diversas clases para asegurar su autoridad ilimitada. Tampoco el papado podía constituir un instrumento de moderación, constreñido en Avignon por la monarquía francesa. Y en cada ciudad, al calor de las enconadas luchas entre las facciones, empezó a aparecer el hombre de armas favorecido por la fortuna que se encaramaba al poder y se afirmaba en él por la violencia, aplastando a sus enemigos, favoreciendo a sus partidarios y estimulando la sumisión y la bajeza al tiempo que condenaba los últimos arrestos de orgullo ciudadano que pudieran manifestarse. Mateo Visconti se había hecho fuerte en Milán con el apoyo de| propio emperador; pero por otras vías se habían apoderado del poder en otras ciudades otros señores de diversas calidades humanas y variadas tendencias políticas. Castruccio Castracanni fue señor de Lucca, Simón Boccanegra de Génova, el duque de Atenas de Florencia, Cola di Rienzo de Roma, y Marino Faliero quiso serlo de Venecia, mientras otros muchos surgían en los abandonados estados pontificios de la Romaña, y dominaban en Verona los Scaligeri, en Pisa Huguccio della Faggiuola, en Mantua los Gonzaga y los Este en Ferrara. Frente a ellos, no cabía la libre oposición de los partidos ni la expresión de las ideas adversas. La resistencia era delito y el solo mérito la alabanza, la sumisión y la obsecuencia. Así comenzó a palidecer el espíritu público, que antaño había vitalizado las comunas, y empezó a desarrollarse en su reemplazo el espíritu cortesano.

Había contribuido a formar esa atmósfera el intenso acrecentamiento de la riqueza, y ahora contribuía esa atmósfera a concentrar el interés predominante en los valores económicos. No sólo era ésa la única manera de llegar a escalar las posiciones sociales, sino que era también la vía más adecuada para alcanzar cierta significación política y acaso el poder mismo. Y con ese predominio del poder omnímodo crecía y se difundía un sentimiento de la vida terrenal inspirado por la más mordiente sensualidad, por la más anticristiana actitud frente a los goces de la carne, por un anhelo de olvidar las tristezas humanas y de reír con estrépito, como ríen el borracho o la prostituta del Decamerone sin que asome la sombra del temor al castigo divino.

Sin duda ese castigo del infierno que prometiera a Boccaccio el mensajero de fray Pietro Petroni arredraba todavía a muchos espíritus. Allí estaba Catalina de Siena vibrando de místico patetismo, o Jacopo Pasavanti llamando fervientemente a la penitencia. Pero sus voces, como sus sentimientos, están en un ocaso y son cubiertas por las carcajadas de los bebedores y no llegan a los oídos de los enamorados furtivos. El mismo Boccaccio, el letrado erudito, se había sentido antaño muy feliz en la corte alegre y sentimental del rey Roberto de Nápoles, y acaso hubiera gozado más aún en la corte voluptuosa de la reina Juana. Amar es para él como vivir, y es menester que alcance sus oídos aquel mensaje de ultratumba para que, casi a los cincuenta años, resuelva abandonar sus temas predilectos para refugiarse en la severa y gris sabiduría.

Con todo, el amor a Florencia y a sus tradiciones comunales no había desaparecido nunca del todo de su alma. A veces pareció olvidarlo, arrastrado por el torbellino de sus pasiones o movido por la tendencia del letrado al apartamiento; pero a la menor apelación de las circunstancias reaparecía en él cierto vivo vestigio del sentimiento ciudadano. Cuando se entera de que Petrarca permanece al lado del arzobispo Giovanni Visconti mientras trabajaba desde Milán contra la libertad de Florencia, Boccaccio no vacila en reprochárselo en términos enérgicos que revelan un espíritu todavía capaz de exaltarse por los problemas públicos. Y en otra ocasión, con motivo de una conjuración contra el gobierno de Florencia, escribe a miser Pino dei Rossi una epístola vibrante en la que vuelve a manifestarse como hombre inquieto por el destino de su patria.

Con todo, acaso la prueba más señalada del valor que atribuía Boccaccio a la militancia ciudadana sea su admiración por Dante Alighieri, en cuya imagen ve confundirse la del poeta excelso y la del patriota sacrificado en aras de sus ideales. Sería difícil establecer en qué medida contribuyen una y otra faz del autor de la Commedia a formarla. Pero aunque parezca detenerse menos en su aspecto de político, no debe olvidarse que el mero contraste de sus apreciaciones sobre la actitud de Petrarca y la de Dante revelan la estimación que todavía suscitaba en él un temperamento esforzado y conmovido por las cuestiones ciudadanas.

Acaso contribuía a mantener encendido en él ese fuego, precisamente, la inmensa admiración que sentía por Dante, cuya existencia parecía a sus ojos espejo de virtud humana, y grande aun en sus debilidades y sus errores. Más que admiración era profundo amor, amor por la grandeza del poeta, por el dolor del hombre, por la crueldad del sino. La misma voz que había sonado casi truhanesca para narrar la aventura equívoca, adquiere una desusada profundidad para evocar la grandeza y el infortunio del poeta, en el magnífico soneto:

Dante Alighieri son, Minerva oscura

D’inteligenza e d’arte, nel cui ingeggno

L’eleganza materna aggiunse al segno.

Che si tien gran miracol di natura.

L’alta mia fantasía pronta e sícura

Passò il tartareo e poit il celeste regno,

E’l nobil mio volume feci degno

Di temporale e spirital lettura.

Fiorenza gloriosa ebbi per madre,

Anzi matrigna a me pietoso figlio,

Colpa di lingue scellerate e ladre.

Ravenna fummi albergo del mio esiglio;

Ed ella ha il corpo, e l’alma il sommo Padre,

Pressi cui invidia non vince consiglo.

(Rime, sonetto CVIII)

Era admiración y era amor. Acaso era también indignación vehemente por el olvido en que tenía Florencia al hijo ilustre enterrado en extraña tierra. Y para compensar de alguna manera la ingratitud de la patria común, cumpliendo un deber que era grato a su corazón de florentino y de letrado, quiso escribir la breve historia de su vida y describir el perfil de su espíritu creador. Así nació La vita di Dante, un libro breve y rico en humana sustancia, tras el que late el propósito justiciero de Boccaccio. El poeta de la Commedia había sido ya un poco olvidado por su propio tiempo y acaso hubiera sido olvidado más aún por la corriente clasicista que triunfaba por doquiera. Fue Boccaccio quien supo decir a tiempo que no había constricción que valiera para Dante Alighieri, poeta universal.

El pequeño estudio biográfico que Boccaccio dedicó a la memoria de Dante ha dado lugar a más de un problema erudito. Se conocen de él tres versiones, de las cuales una es bastante extensa y las otras dos más breves y ceñidas. No hay duda, sin embargo, en cuanto a la paternidad de ninguna de las tres. En cambio, con respecto a la fecha —o las fechas— en que fueron compuestas no han podido resolverse las dudas; suele admitirse, en general, que la primera redacción —que es la más extensa— debe colocarse entre 1357 y 1362, y en fechas posteriores las otras dos más breves. Sin duda pensaba Boccaccio en esta obra desde algunos años antes, y acaso se decidiera a escribirla luego de la visita que, a fines de 1350, hizo a Beatriz, la hija de Dante, que era por entonces monja en el monasterio de Santo Stefano dell’Uliva, en Ravena. Allí acudió Boccaccio en misión diplomática ante Bernardino de Polenta, con motivo de la hostilidad que manifestaba contra Florencia el arzobispo y señor de Milán Giovanni Visconti y a fin de pactar una alianza de ayuda mutua. En esa oportunidad recibió el encargo de entregar a Beatriz diez florines de oro en nombre de los capitanes de la compañía de Or San Michele. Boccaccio aprovechó la ocasión para obtener noticias acerca del poeta y acaso concibiera por entonces el proyecto de componer el breve tratado que vería la luz algunos años más tarde.

Considerado en su conjunto —y dejando de lado los abundantes excursus— el libro es una biografía del poeta concebida según cierta tradición clásica y cuya estructura explica Boccaccio al concluir el proemio y luego en el capítulo VIII. Tras una introducción sobre los infortunios del poeta, Boccaccio comienza su biografía partiendo de una descripción de los orígenes de Florencia; se detiene luego en las distintas etapas de su vida y analiza luego sus hábitos y costumbres, sus cualidades y defectos, y finalmente, sus diversas obras literarias acerca de las cuales razona brevemente proporcionando algunas noticias interesantes y sugestivas.

Intercalados en esta trama, aparecen los numerosos ex-cursus sobre diversos temas, de algunos de los cuales conviene establecer en este punto la significación y el carácter, antes de entrar en mayores detalles acerca de lo que más importa para alcanzar a comprender el valor de la biografía como tal, esto es, la singular perspectiva que proporciona de la personalidad del poeta, por una parte, y la concepción del género biográfico que supone, por otra.

En primer término, es particularmente significativo el análisis psicológico del amor que Boccaccio intercala en el desarrollo del capítulo III, en el que exalta la significación de los elementos pasionales con caracteres que difieren esencialmente de los que supone una concepción ceñidamente cristiana; es evidente que está presente el recuerdo de las observaciones que hace el propio Dante en la Commedia, en el canto V del Inferno. Boccaccio señala con curiosos matices la significación interior y la trascendencia externa del estado de predominio pasional, para tejer luego algunos curiosos comentarios sobre sus proyecciones sociales y sobre el matrimonio. Este tema de la pasión vuelve a aparecer en otro breve ex-cursus del capítulo IV, en el que Boccaccio lo relaciona con el de la fortuna y el del destino individual; este último está presente en muchas páginas de la obra; Boccaccio piensa en el sino del individuo como en cierto enigma doloroso, porque ve predominar en su realización los tumultuosos vaivenes del azar, y da entrada a una concepción profana que se desliga del providencialismo tradicional de la Edad Media para aproximarse cada vez más a la tesis clásica del fatum. Esta tesis reaparece a lo largo del capítulo VII —titulado Reproche a los florentinos— en el que desarrolla el tema de la ingratitud de las ciudades respecto a su hijo ilustre; Boccaccio apoya ahora sus reflexiones sobre el supuesto de que esa ingratitud no es sino un reflejo del sistema predominante de valores, dentro del cual tanto el mercader como el artista envilecido por la mercantilización de su arte gozan de una estimación que se deniega al hombre sincero y veraz cuyo genio excede la capacidad común de comprensión. En algo recuerdan estas páginas el tono de algunas de la Crónica de los blancos y los negros de Dino Compagni, y acaso también el de las violentas imprecaciones de la Commedia.

Pero el ex-cursus más importante es el que desarrolla Boccaccio a lo largo de los capítulos X, XI y XII, sobre el tema de la poesía, sus relaciones con la teología y sobre los honores debidos a los poetas. Boccaccio se pregunta qué es la poesía y cuál el secreto del alma del poeta. Sostiene que la poesía nació en tiempos muy remotos del afán de rendir culto a las divinidades paganas con “palabras tan diferentes del plebeyo estilo de hablar, que fuesen dignas de pronunciarse ante la divinidad, para tributarle sagradas alabanzas. Y para que las palabras pareciesen adquirir mayor eficacia, también quisieron que fuesen compuestas conforme a leyes de ritmo y medida, para que con ellas se experimentara cierta dulzura que alejara el disgusto y el cansancio. Y era conveniente que todo ello se hiciese no en la vulgar forma acostumbrada, sino artificiosa, exquisita y nueva”. Boccaccio enlaza el origen y la evolución de la poesía con el de la religión, siguiendo en este último aspecto el camino trazado por el criticismo racionalista de los griegos; pero muy pronto lleva su análisis a los problemas que suscita la relación entre poesía y teología cristiana, sosteniendo que los poetas paganos hicieron con sus dioses —y a su modo— lo que el Espíritu Santo hizo con la verdadera divinidad: revelarla y ponerla de manifiesto para que fuera conocida y reverenciada. Por esta vía llega a establecer su tan característica fórmula, signo del entrecruzamiento gradual de lo profano y lo sagrado de que ya daba muestras el propio Dante: “Afirmo que teología y poesía pueden considerarse casi una misma cosa, allí donde el tema es el mismo; y digo más aún: que la teología no es sino la poesía de Dios”. A esta digresión pone fin un curioso y poético razonamiento sobre el significado que tiene el laurel que se concede a los poetas, que Dante había aspirado a ganar, y con el que hubiera querido ornarse junto a la misma fuente del baptisterio de San Giovanni donde, como su abuelo Cacciaguida, fuera hecho cristiano.

Si hacemos caso omiso de estos ex-cursus, la biografía de Dante Alighieri comprende un relato secuente de su vida y un análisis de algunos aspectos de su personalidad. En cuanto a lo primero, Boccaccio recoge sin exceso de crítica las noticias que circulaban en su época sobre el poeta proscripto; con frecuencia eran oscuras y contradictorias, especialmente en cuanto se referían a la época posterior a su destierro, y estaban ya envueltas en cierta niebla de leyenda. Y en cuanto a lo segundo, Boccaccio despliega su análisis tratando de indagar los caracteres singulares del hombre, del ciudadano y del poeta.

Cierta tendencia poética y numerosas reminiscencias antiguas parecen inducir a Boccaccio a revestir de algún misterio el origen de Dante. Su madre —se decía— había tenido un sueño premonitor cuando estaba a punto de nacer el poeta, y Boccaccio se esfuerza por interpretarlo cumplidamente: lo narra de modo sucinto al comenzar la biografía y lo desarrolla en toda su riqueza simbólica en el último capítulo, en el que extrema la exégesis y agota el significado presumible a sus ojos de cada fase. Cosa curiosa, esa exégesis importa paralelamente algunos elementos sacados de la tradición pagana unos y de la tradición cristiana otros, y todos son fundidos y orientados por Boccaccio para engrandecer y afirmar la figura excelsa del poeta y la singularidad de su genio, si no divino —porque los tiempos ya cambiaban— difícilmente alcanzable.

Sin embargo, sólo en su sabiduría y en su genio poético descubre Boccaccio la excelsitud de Dante. Ha dejado de lado los modelos de la biografía tradicional que la Edad Media le ofrecía —la del santo o la del héroe— y no tiende a presentar la tenue humanidad de un ser sobrenatural sino tan sólo un hombre de excepción por la avasalladora grandeza de su genio poético. Este divorcio entraña un retorno al hombre desde la concepción heroica y arquetípica, aunque con una pausa a mitad de camino, para señalar en el hombre lo que es inusitado. Fuera de este aspecto, Boccaccio encuentra a su personaje hombre de carne y hueso, y se detiene a estudiar su carácter sin vacilar en señalar los defectos que halla en él; le impresiona fuertemente su soberbia —que el mismo Dante no disimulaba— y señala también su lujuria aunque excusándola con retórica digresión sobre la radical liviandad que manifiestan tantos y tan altos personajes de la historia. En cambio, sorprende Boccaccio algunos rasgos de su personalidad que lo conmueven. Ve en él un temple viril poco frecuente para soportar la adversa fortuna y una significativa perseverancia en el cumplimiento de lo que creía su misión, aun a pesar de tantos obstáculos como se interponían en su camino: la pobreza, la inseguridad, las acechanzas de la envidia, la incomprensión, hasta el amor frustrado. Porque ese amor por Beatriz, que Dante sublimiza elevándolo hasta hacer de él el núcleo de su pensamiento poético, no es para Boccaccio sino un amor humano aunque purísimo, un amor posible y verosímil que sólo las circunstancias frustraron ulcerando para siempre el corazón de Dante. Boccaccio ve una Beatriz de carne y hueso sin llegar a descubrir la Beatriz que el poeta forja después sobre su inextinguible imagen; y ve un amor desesperado sin alcanzar después el sosegado amor que Dante alcanza. Pero es que, para Boccaccio, Dante es, sobre todo un hombre de carne y hueso, que sólo trasciende en la instancia del poeta. Así, el ciudadano militante, el gibelino —como dice Boccaccio acaso exagerando un poco la significación de su militancia—, el hombre de partido y el proscripto no constituyen a sus ojos sino aspectos secundarios e intrascendentes con respecto a Dante poeta. Sin duda alguna es para él cosa respetable ese interés apasionado por la vida política; pero el acento y el matiz ha cambiado tanto en su propio tiempo que Boccaccio, sin subestimar aquel temperamento, se resiste involuntariamente a considerarlo como fundamental en la existencia de un hombre capaz de alcanzar la virtud necesaria para crear la Commedia. Parecería pensar que acaso hubiera sido preferible para su destino de poeta una vida menos agitada, más plácida y serena. El erudito que es Boccaccio concibe un Dante erudito también, sumido en su gabinete y elaborando en solitario ensimismamiento el multiforme barro de su mundo. “Soledad, despreocupación de inquietudes y tranquilidad de ánimo —dice al comenzar el capítulo III— suelen exigir los estudios, y muy en especial los especulativos, a los cuales nuestro Dante, como ya se ha mostrado, se entregó por completo.” Pero si Dante hubiera gozado de esta existencia plácida del letrado erudito, hubiera sido otro distinto del que fuera, y acaso el vigoroso dramatismo que hay en el poema no hubiera llegado a plasmar en los versos sabios y profundos sin el acicate de la propia experiencia.

Pero es que a Boccaccio no le interesa en el fondo sino el poeta, y en éste no sólo el áureo artista de la creación sino también, y acaso más, el sabio conocedor de arcanos. Se inclina ante la magia del verso dantesco, porque también era poeta y sabía valorar la fuerza y la gracia del maestro, pero saluda con más reverencia todavía la doctrina profunda que el verso —oscuro o claro— esconde. Y en la Commedia, cuya lengua vulgar defiende con claro sentido literario y social, Boccaccio advierte cierta sublimidad que radica en ciertas curiosas calidades: en que posee una simple e inmutable verdad; en que está envuelta en una forma angelical y sobrehumana; en que se adorna, sin descender, con un humilde estilo; en que produce cierto horror por la inflamada voz que suena en ella. Y en menor escala, Boccaccio parece descubrir algunas de estas virtudes en sus restantes obras, que enumera y comenta ligeramente, sin que falte, empero, la observación profunda o la interpretación transparente.

Con estas virtudes —y con las tachas que no vacila en señalar— Dante Alighieri sale de las manos de su devoto biógrafo hecho poeta inmortal, intérprete del azar humano y del orden universal, digno, en fin, de severo y meditado estudio. No era fácil —bien lo sabemos hoy— hacer esta labor de escrupuloso biógrafo de un poeta. Los modelos que hubiera podido hallar a su alcance no contenían vidas de poetas ni constituían un paradigma para esa curiosa labor de exégesis que se proponía Boccaccio. Por esto es un innovador, porque se atreve a abordar un género distinto y desusado, y renuncia a sustraer a su protagonista del contorno sin caer por eso en el peligro de reducir la grandeza con que se proponía modelarlo para que la posteridad guardara de él memoria. Ni santo como los de Cavalca, ni héroe como los de la gesta francesa o castellana, ni mezcla extraña de ambos tipos como el San Luis que forjara el señor de Joinville, ni sabio como los de Diógenes Laercio, ni capitán de guerra, ni prelado, ni mercader. Algo nuevo, distinto, peculiar: poeta. Y en tal peculiaridad quiere encerrarlo su biógrafo, trazando con sabia artesanía el curriculum de su vida, lleno de profundidades y meandros. Su ejemplo hará fortuna y serán numerosos sus imitadores, lejanos y cercanos hasta nuestros días. Pero a Giovanni Boccaccio —el del Decamerone, no lo olvidemos— corresponderá el honor de haber entrevisto que era el poeta un tipo singular de humanidad, el poeta, esto es, aquel cuya existencia puede ponerse bajo la advocación de este lema que acaso él mismo labró para sí: “Studium fuit alma poesis”, su culto fue la poesía divina.