Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica. 1945

Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica

En la agitada crisis del siglo XV —más tempestuosa aun en los abismos de la vida espiritual que en la superficie de la existencia cotidiana— la noble figura de Fernán Pérez de Guzmán, señor de Batres, posee dentro de España el valor de un símbolo y se ofrece a nosotros como una clave reveladora de múltiples secretos. Acaso podría decirse que su espíritu constituye un intrincado microcosmos en el que se refleja, con ajustada correspondencia, la fiera realidad que lo circunda; y el conflicto interior que trasciende de su actitud, manifestado en el constante entrecruzamiento de ciertos principios básicos con otros que sólo son circunstanciales y adyacentes, reproduce fidelísimamente el drama espiritual que agita a España en la primera mitad del siglo XV y vive por entonces toda la Europa occidental.

Antes que nada y por sobre todo, Guzmán es, a mi juicio, una conciencia en estado de perpetua vigilia, inclinada sobre el espectáculo de la realidad que lo circunda, y por eso parece importante analizar su actitud histórica. Ni el poeta ni el moralista que hay en él adquieren su plena significación si no se los considera fundidos en el vigoroso vigía del destino patrio, en el juicioso observador de una realidad en movimiento cuyo sentido quiere percibir, en el profeta de una España que adviene cargada de promesas y de oscuros presagios. Y su actitud histórica se nutre en una vigorosa doctrina moral, y se perfecciona y madura en una indecisa concepción política, al servicio de la cual quiere luego ponerla para entender mejor y aconsejar con eficacia.

Sin ser excepcional, el hecho es importante. Si hoy descubrimos en el siglo XV todo lo que tiene de encrucijada, si advertimos cuán rico es en posibilidades latentes, susceptibles o no de realizarse en el futuro inmediato, no podrá escapársenos la significación desusada de un espíritu avizor que ha captado siquiera algunas de las notas con que la crisis se ofrecía a sus ojos de atalaya y de actor a un tiempo mismo. En el examen de sus ideas el historiador puede hallar testimonios inestimables; en la mera expresión de las preocupaciones que lo agitan, en la indecisa estimación moral de las diversas actitudes que se ofrecen ante sus ojos, en los objetivos que propone a la conducta pública o privada y a la íntima actividad del espíritu, descubrirá el observador los signos inequívocos de aquel intrincado cruzamiento de ideales y principios que caracteriza su tiempo, vivificado por la dramática expectativa de un espíritu alerta que vive y comprende la significación del tránsito. Y como el instante es decisivo, adquiere el testimonio de tan sutil observador una importancia singular.

Un examen de la significación historiográfica de Guzmán podría extenderse sobre múltiples aspectos de su personalidad y de su labor. Aquí estará centrado alrededor de su actitud histórica, en cuanto puede discernirse a través de tres notas que parecen capitales y características: su concepción política, su concepción de la nación y su concepción de la historia. Sin duda quedarán al margen otros aspectos de su pensamiento y, ciertamente, algunos significativos de su personalidad; pero entrarán en él —y esto es lo que, a mi juicio, importa— todos aquellos que su obra proporciona para coadyuvar a la comprensión de la agitada crisis que conmueve a España y a Europa en la primera mitad del siglo XV, punto de partida y de llegada de este estudio.

Puede afirmarse que los problemas fundamentales que se debaten en la crisis del siglo XV —en España como en toda Europa occidental— giran alrededor del núcleo que forman aquellas cuestiones capitales. Si algunas circunstancias prestan a los fenómenos políticos y sociales de España, en la primera mitad de ese siglo, cierta singularidad, su tono peculiar no alcanza a diferenciarlos profundamente de los que se producen en los países vecinos, y un cotejo superficial bastará para descubrir ciertas analogías reveladoras de la comunidad del proceso histórico. La insubordinación de la nobleza durante los reinados de Enrique III y Juan II, el enervamiento de la autoridad real, el ascenso de la burguesía, la aparición de una codicia incontenida y el afán de riquezas con su secuela de inmoralidad y de trastorno de los principios directores de la conducta, si bien adquieren en España una vibración peculiar —no ajena, por otra parte, a la sanción contemporánea de Ayala o de Guzmán—, no son, de ningún modo, fenómenos sociales y políticos privativos de ella y de su estructura nacional, sino que se corresponden con otros que revelan la misma inquietud en los estados vecinos.

En efecto, los últimos años del siglo XIV y los primeros del XV son en Inglaterra de terribles conflictos; de ellos resultará la caída de los Plantagenet y el acceso al trono de los Lancaster con Enrique IV, no sin que se pusiera de manifiesto la misma inestabilidad social y política que se nota bajo los reyes contemporáneos de Castilla. En Francia, por la misma época, se suscitan los conflictos derivados de la rivalidad entre borgoñones y armagnacs, con semejantes características generales. Apenas es necesario recordar la situación italiana, con su duelo a muerte entablado entre los antiguos y los nuevos señores, entre la burguesía y sus amos prepotentes y violentos, sin que subsista nada en orden y sin que quede en pie ninguno de los viejos principios morales tal como los sostenía la tradición medieval. Y en Alemania, por su parte, todo contribuye a mostrar una inestable dominación de los señores, frente a un poder imperial que guardaba en latencia sus aspiraciones centralizadoras.

Todo es, pues, inquietud y zozobra; la nobleza se siente vencida por la conjunción de diversas fuerzas y quiere sostener sus privilegios políticos golpeando donde cree que reside la amenaza más temible; la burguesía lucha como puede para asegurar su lento pero seguro ascenso social, introduciendo una nueva concepción de la vida que consigue difundir por capas cada vez más extensas del cuerpo social y logra sacudir los más recios principios de la tradición nobiliaria; la monarquía, por su parte, realiza con mayor o menor fortuna una misión a la que es conducida por un oscuro proceso económicosocial, sin que la talla de tal o cual rey sea suficiente para afirmar su política o parar los golpes de la nobleza amenazada. En este cuadro, España cabe, como cualquiera de las naciones occidentales, porque el proceso es común y sus consecuencias políticas y sociales deben serlo también. Y alrededor de este problema —esencialmente político— que es capital para la ordenación de Europa occidental, giran múltiples y diversas cuestiones de más profunda raíz, que anidan y se desenvuelven en el seno de las conciencias pero que trascienden hacia la conducta y advierten sobre la metamorfosis de los ideales medievales de vida.

Sin embargo, estrechamente vinculado al problema estrictamente político hay otro que constituye el núcleo mismo de la crisis. Es el de la formación y estructuración de las grandes unidades nacionales, nacidas en cierto modo de las exigencias de algunas fuerzas económico-sociales que no hallaban exacta colocación dentro de los esquemas de la feudalidad, y que comenzaban a tejer por sobre ellos otro tipo de solidaridad extendida a lo ancho de ciertas unidades territoriales que parecían configuradas como tales por razones naturales. Desde entonces, el esquema de la nación se yergue como un paradigma político y se está contra él o en favor de él sin que se pueda olvidar su existencia; y, en la marcha hacia la modernidad, la percepción de esta tendencia, que comienza a deformar la realidad tradicional, mide la acuidad histórica del observador contemporáneo.

Sin duda la sensibilidad histórica se afina con el continuado ejercicio de la observación del proceso históricosocial; pero es imprescindible cierta aptitud previa que oriente acerca de las líneas hacia las cuales es preciso dirigir la atención, sin lo cual sólo es posible marchar a la zaga de quienes son capaces de orientarse o permanecer perdido irremisiblemente. Es justamente esa aptitud la que parece florecer en los momentos, de crisis históricas; la crisis estimula el afán de filiar su origen, su significado y su trascendencia y por esa vía se interna el espíritu en el campo de los problemas históricos hasta trascender de las primitivas y limitadas preocupaciones y llegar, acaso, hasta una concepción de la vida histórica y del pensamiento que la interpreta capaz de satisfacer las graves exigencias de la hora. Esto es lo que ocurre en la crisis del siglo XV, tan fértil en inteligencias militantes, en observadores sagaces y en historiadores con certera visión del proceso del que el presente formaba parte; por esto, pues, el examen de una concepción histórica, en sus aspectos teóricos y en su funcionamiento circunstancial, otorga al observador un documento inestimable de la actitud peculiar con que la crisis se siente a sí misma. Y unido ese examen al de la concepción política y al de la concepción de la nación se configurará un cuadro fiel, a través del microcosmos individual, de este momento decisivo.

La posibilidad de escrutar a fondo estas tres caras del problema en la obra de Guzmán —que proporciona para ello ricos materiales— hace de él una clave para comprender esa época y para llegar a las raíces de esa dramática metamorfosis de las ideas que constituye su rasgo peculiar.

No sabemos mucho de su vida privada y pública; pero acaso sea este uno de los casos en que menos importa, porque abundan los testimonios de su posición espiritual en su obra, espejo de su incansable reflexión. Sin embargo, acaso sea útil recordar que pertenecía Fernán Pérez de Guzmán a la vieja nobleza y que era sobrino del canciller López de Ayala, parentesco que ayuda a comprender su antiguo contacto con las letras y con el ambiente cortesano. Había nacido en el último tercio del siglo XIV —entre 1377 y 1379, según parece[2]— y se extendió su vida de hombre maduro durante toda la primera mitad del siglo XV, pues parece que murió alrededor de 1460; participó por ese tiempo en las luchas políticas que se desarrollaron entre las facciones señoriales constituidas durante el reinado de Juan II, pero poco después de 1431 se alejó de ellas; en efecto, parece que la batalla de la Higuera señala una etapa en su vida, porque, adherido a la facción de los infantes de Aragón, uno de cuyos prohombres era su primo don Gutiérrez de Toledo, resolvió, poco después de ella y por razones que nos resultan oscuras, abandonar la vida pública y retirarse a su castillo de Batres. “Entre labradores vivo”, dirá después; pero su verdadera compañía no fueron desde entonces sino los espíritus selectos cuyas obras leía con afán y su actividad, la reflexión y las letras, en que se ocupó hasta su muerte.

Nos ha quedado de él mucho más que el recuerdo de su efímera acción en el levantisco bando de los infantes aragoneses. En su retiro de Batres, al que lo condujeron no sólo el desfavor real —causa fortuita— sino también la natural tendencia de su ánimo, se entregó de lleno a los ejercicios del espíritu, fruto de los cuales habían sido en su juventud sus coplas y decires y fueron ahora las severas reflexiones históricas y morales. De esta época son las obras que interesan para este estudio: Los Loores de los claros varones de España[3] y Las Generaciones y Semblanzas[4]. A través de esas dos obras, nacidas de una misma voluntad, aunque distintas en su forma y en su estructura, el investigador de las ideas puede explorar con fruto la actitud de Guzmán frente a los problemas capitales que definen y precisan la crisis de su tiempo. Pero acaso sea útil, antes de entrar en el examen de cada aspecto particular, adelantar algunas observaciones acerca de cuál es la situación de ánimo con que Guzmán se coloca frente a ellos. Porque es necesario no olvidar que no es la suya una personalidad simple o vulgar, que no posee otro valor que el de un mero testimonio; es, por el contrario, un espíritu particularmente denso y complejo que enriquece —e interpreta— los fenómenos que contempla y vive, arrojando sobre ellos una luz cuyos tonos, tan brillantes como se quiera, pueden haber desfigurado la realidad y condicionar nuestra propia visión.

Espíritu culto y refinado, de tradición nobiliaria, pero dotado de una aguda penetración para discriminar el sentido de la realidad histórica, Guzmán es, por el conflicto que provoca en su espíritu su militancia y su sagacidad objetiva, un testimonio que exige harta cautela. Sobre su espontánea reacción se superpone la que proviene de su reflexión madurada en el estudio, y es menester —descontada su posición primaria— recordar los elementos de su formación intelectual.

Por tradición familiar y por vocación, Guzmán es hombre de estudio. Nos es posible, gracias a sus citas, a sus cartas y al estudio de sus fuentes, alcanzar a descubrir cuáles fueron sus autores predilectos y cuál es el caudal de inspiración y de conocimientos que recogió de ellos.

En general, predominan los autores latinos; Salustio, Lucano y Séneca le proporcionaron muchas de sus ideas fundamentales, quizá porque su espíritu se orientaba espontáneamente hacia ellos y encontraba allí el haz de principios que buscaba. Al mismo tiempo, Julio César, Quinto Curcio, San Jerónimo, San Agustín, Orosio y San Isidoro le proveyeron de noticias y contribuyeron, en diversa medida, a formar su sistema acerca de la vida histórica. Para el conocimiento de la Edad Media, los cronistas españoles —don Rodrigo, la Crónica General, quizá Gil de Zamora— le proveen de informaciones y aun de criterios.

En sus líneas generales, Guzmán configura una personalidad tipificada por lo que podríamos llamar la sensibilidad hispanolatina, pero es necesario señalar la influencia que, en ciertos aspectos, ha ejercido sobre él el estudio de la Biblia. Por la doble influencia de estas corrientes, Guzmán vive un sistema de convicciones morales, políticas o históricas, en el que lo latino se infiltra en lo contemporáneo, saturado de nociones de origen testamentario; este sistema se proyecta sobre su interpretación de la realidad circundante, trasmutando ciertos valores, aún vigentes y de distinto origen, según esos esquemas preconcebidos y orientados hacia una virtualidad que él descubre en esa realidad. Así, en lo moral, en lo político y en lo histórico, el fondo medieval puro —el que se perfila en la concepción feudal de la vida— sufre, a través de su espíritu, una elaboración singular que lo somete a duro — e injusto— cotejo con otros principios de estimación que no los que le eran propios, contraste en el que, por otra parte, está presente la convicción de que se adivina ya un orden nuevo para la vida política y social.

En efecto, el plano doctrinario en el que Guzmán plantea a veces los problemas de la realidad circundante permite que se desprenda de su actitud primaria y trabaje con un sistema estimativo que proviene de su reflexión intelectual. Así resulta visible en su actitud un juego pendular en el que va desde un haz de principios y prejuicios feudales, fortalecidos en el fragor de las contiendas facciosas, hasta un sistema de convicciones intelectualmente elaboradas, de raíz romana y testamentaria. “Espíritu inexorable y justiciero” le llamó Menéndez y Pelayo[5]; pero esas calidades del espíritu no actúan permanentemente en la estimación de la realidad; acaso sea fundamental para comprender su actitud tener presente que, con frecuencia, esa tendencia se entrecruza con aquel haz de prejuicios; y así, nos proporciona, con su inestable criterio de valor, un testimonio inapreciable de la situación espiritual del momento, a la que no escapaba, pues, ni el más ponderado de los espíritus.

Su tiempo es, en efecto, la etapa de elaboración del tránsito dramático y decisivo desde la España feudal hacia la España moderna. Pudieron o no servir inconscientemente a ese proceso los reyes y los nobles con sus defectos y sus virtudes individuales; pero, sin duda, otras fuerzas de la realidad económicosocial y de la realidad espiritual trabajaban con clara certidumbre de sus fines para franquear la etapa de transición, y la mutación obraba ya secretamente en todas las formas de la vida. Guzmán refleja a su modo, en el microcosmos de su espíritu, ese tránsito singular, al que aspiraba con su inteligencia mientras lo temía con su instinto primario. Lo moderno —arriesguemos la idea— era una relatinización de Europa, y Guzmán era uno de los agentes silenciosos de ese proceso; pero era al mismo tiempo uno de los privilegiados del orden decadente y se acumulaban en su espíritu con categoría de verdades eternas —sólo por ser seculares— los criterios estimativos y los juicios estereotipados provenientes de una precisa realidad económicosocial que poseía la inmensa fuerza derivada de su vigencia tradicional.

A veces, Guzmán se aferra a ellos y se subleva en su nombre, si no contra los ideales que doctrinariamente sostenía, sí contra las formas mediante las cuales el proceso histórico salvaba, bajo sus ojos, las primeras etapas. Y así, mientras aparece antifeudal cuando observa la anarquía reinante en su país o la quiebra de las antiguas virtudes de la nobleza, se torna enemigo de reyes, burgueses y privados cuando analiza los pasos inciertos con que se opera el tránsito hacia una ordenación estatal del poder.

Quizá, de todo, sea el odio faccioso contra el condestable don Álvaro de Luna lo que orienta de modo más apasionado y decidido su juicio cuando abandona su clara objetividad. Afiliado por razones de parentesco y de grupo a la facción enemiga del condestable, Guzmán sufrió su hostilidad y se mantuvo, aun alejado de la liza, entre los que condenaban su conducta política y privada. Pero los enemigos del condestable eran, precisamente, los sostenedores de ese orden políticosocial que Guzmán no puede juzgar sin dureza cada vez que se enfrenta con la realidad de su tiempo. Luna, en cambio, aun con los errores y defectos que él pudiera advertir, era precisamente el principal actor de esa mutación por la que Castilla se acercaba al ideal político que Guzmán entreveía y deseaba. De esta situación no podía resultar sino una dualidad en el juicio: amigo solidario de los que ignoraban o negaban sus ideales teóricos, combatía con vigor —por la fuerza ciega de impulsos primarios— a quienes trabajaban por realizarlos históricamente.

Este conflicto —reiterado tantas veces— entre los medios y los fines del desarrollo histórico, alcanzó a manifestarse también en un espíritu crítico y observador como Guzmán. A fuerza de querer conceder a cada uno lo que justicieramente le corresponde, el juicio se sutiliza, se torna a veces sofístico e impreciso y la contradicción se hace en él — como suele ocurrir siempre en los espíritus críticos y observadores— más profunda y más irreductible. Pero no se vea en ello un signo negativo; por el contrario, esa contradicción no es sino el signo peculiar de la crisis y esta del siglo XV era particularmente aguda. Precisamente por ello es Guzmán un microcosmos de ajustadas resonancias; porque sólo se contradice quien advierte una y otra posición y descubre la validez histórica de ambas sin que se atreva a dar por consumada a la una ni por definitiva a la otra. Hombre esencialmente reflexivo, Guzmán realiza su sino de tal, sopesando con cautela —a diferencia del que se rige principalmente por impulsos— las posibilidades que se ofrecen, temeroso de dar por aniquilado lo que tiene derecho a sobrevivir o de jugar la vida en una carta destinada al fracaso.

Con estos caracteres de su vigorosa personalidad refleja Guzmán aquellas tres preocupaciones propias de los espíritus reflexivos de su siglo y por eso el estudio de su actitud histórica posee, a mi juicio, una reveladora significación.

La concepción política

Quizá podría afirmarse —según los testimonios que poseemos—, que nadie poseyó en esta primera mitad del siglo XV tan aguda sensibilidad para captar las peculiaridades de la realidad política como Fernán Pérez de Guzmán. Acaso el arcipreste de Talavera, como más próximo a la vida cotidiana, profundizara más en la disección del panorama social; pero Guzmán lo sobrepasa en la amplitud y profundidad para percibir el problema de la comunidad como ente político.

Posee Guzmán, además de su natural agudeza, la preparación doctrinaria imprescindible. Ya se dijo que alentaba en él una concepción política que, en principio, revelaba ciertas tendencias romanizantes y algunas influencias escriturarias, y acaso convenga señalar desde ahora ciertas ideas que arrancan de la agitada controversia que, sobre los problemas de estado, suscitó el conflicto entre el papado y el imperio. Este bagaje, que en algo debe Guzmán a la frecuentación de Alonso de Cartagena, lo pone sobre la huella de las transformaciones que se agitan en el seno de la indecisa estructura política de la España de entonces.

Sin duda, Guzmán no siente ya plenamente, pese a los resabios que se advierten en él, la organización social feudal y estamentaria. No la rechaza ni la condena; pero es notorio que algo encuentra en ella que no satisface su concepción política. La observación no carece de trascendencia. La poderosa nobleza feudal a la que él mismo pertenecía, ignoraba las grietas que se abrían en su estructura y procedía como si su estructura se confundiera con la de la comunidad nacional. Guzmán, en cambio, descubre nuevos ideales que flotan indecisamente a su alrededor, pero que siente más valederos y más sólidos; en rigor, lo que se presenta ante sus ojos es la imagen de una comunidad nacional integrada por todos los elementos sociales, jerarquizada, porque no en balde es un hombre de transición, pero coherente en su intimidad.

Esta idea de la unidad solidaria de la comunidad nacional la percibe Guzmán a través del problema de la responsabilidad que a cada cual corresponde en el desencadenamiento de tantos males como se presentan a sus ojos, demasiado graves y profundos para ser explicados simplemente por la incapacidad de un monarca o la codicia de un privado. La maldad de un rey no es sino el signo de un destino común a todo el grupo social, cuya maldad castiga la Providencia mediante la más alta cabeza. “Las maneras e condiciones tanto estrañas de este rey e los males que por ello vinieron a sus reynos, al juicio de muchos, son atribuydos a los pecados de los naturales deste reyno, concordando con la Santa Escritura que dize que ‘por pecados del pueblo faze Dios reinar al ipócrita'”[6]. Sólo de manera secundaria influye la acción personal de un rey o de un privado o la de una clase, por alta que sea: “Lo cual (los males de España), a juiçio de muchos, es venido por los pecados de los naturales della e, accidentalmente o açesoria, por la remisa e nigligente condiçion del rey e por la cobdiçia e ambiçion desordenada del condestable, dando en alguna parte cargo a los grandes señores e caualleros”[7]. Así, el destino común resulta de una estrecha reciprocidad del comportamiento de los distintos agentes de la colectividad; la integran los “naturales”, las “gentes” todas, sin que puedan evadirse de la sanción moral ni los privilegiados ni las clases humildes en situación de ascenso social[8].

Esta comunidad es la que constituye, a los ojos de Guzmán, el cuerpo viviente de la patria cuyo destino le angustia íntimamente, una patria que, además, se le presenta configurada por un marco territorial que dibuja con precisión la tradición romana y visigoda. Ya se verá más adelante con qué sentido peculiar percibe Guzmán la España tradicional y nueva a un tiempo; pero es importante señalar ahora cómo aquella comunidad social se le presenta adherida indisolublemente a esta patria geográfica. Fenómeno general del siglo XV, y harto significativo, el sentimiento feudal de la fidelidad vasallática se ofrece a su intuición política como insuficiente para asegurar la cohesión de la nación, que se comienza a entrever ya bajo la forma del estado de derecho público. Al vínculo feudal comienza ahora a reemplazar otro vínculo que no une al individuo con el individuo sino a cada individuo con el cuerpo abstracto de la nación, y cuya primera forma es el sentimiento del amor a la patria, en el que se anuncia la noción de los deberes ciudadanos.

Guzmán retoma la noción romana del amor patrio y del deber ciudadano; movido por ese sentimiento quiere escribir los hechos gloriosos de sus varones más esforzados[9]; y guiado por él introduce un nuevo criterio de valor en el enjuiciamiento de la conducta política. A la simple lealtad, Guzmán agrega como mérito excelso el amor a la nación[10]; y así, cuando se enfrenta con los señores feudales de su propio bando, que conducían su acción guiados solamente por el tradicional principio de la lealtad feudal, su condenación es violenta; y no sólo porque la lealtad feudal conduzca a veces a tomar posición contra el rey, representante excelso de la unidad de la nación, sino porque “non es de perdonar la cobdiçia de los grandes caualleros que por creger e auanzar sus estados e rentas, prosponiendo la conçiencia e el amor de la patria” ocasionen daño a España[11].

Parece evidente que Guzmán percibe el divorcio que por entonces comienza a producirse entre los ideales feudales y los ideales nacionales. Los primeros se apoyaban principalmente en la exaltación del caballero como tal; los segundos, en cambio, entrañan, en este instante la transición, una primera sumisión de la gloria individual a una finalidad compartida por el conjunto de la comunidad social. Y si Guzmán procura —cuando asoma en él el espíritu de facción— justificar a sus partes remitiéndolos a su tradicional sistema de valoración de la acción caballeresca, su espíritu justiciero y, sobre todo, su intuición de las mutaciones políticas lo conducen muy pronto a señalar los males que derivaban de esa conducta, guiada solamente por aquellos ideales que considera ya inapropiados para las nuevas realidades políticas.

Parejo sentido tiene el juicio de Guzmán cuando considera las formas de la conducta individual. Gloria y fama son los objetivos hacia los cuales debe marchar el caballero; pero Guzmán se aleja insensiblemente de la noción medieval de la gloria para aferrarse a otro concepto. Es fácil observar —porque él lo dice expresamente— el sentido romano de ese concepto; la gloria es un valor humano proyectado hacia la posteridad y vivificado por el calor de la comunidad en función de cuyos ideales se logra[12]; pero esta gloria carece de sentido si no se alcanza trascendiendo del mero ejercicio de la virtud individual para volcarla en el cauce común de un grupo histórico. Desprendida de su trascendentalismo religioso, la acción se terrenaliza y se constriñe dentro de los precisos límites de una realidad históricosocial que comienza a ofrecerse parcelada dentro de formas nacionales.

Esta peculiar concepción de la gloria como fruto de una militancia al servicio de una colectividad le permite radicar el valor sobre otras formas de vida que no las que se realizan en el caballero o el santo como tales. No son sólo ellos los que pueden prestar su esfuerzo a la realización del destino colectivo. En efecto, el ejercicio de la actividad intelectual también se enaltece en Guzmán, pero solamente cuando cumple y satisface aquella condición de militancia; quizá por eso no estima la creación literaria o el conocimiento puro y se adhiere a la burla contra Villena, porque “sabía mucho en el çielo e poco en la tierra”[13], acaso con la misma intención con que fustiga a Virgilio por no ser nada más que un poeta:

con singular elegancia,

la poca e pobre sustancia

con verbosidad ornando.[14]

En cambio, cuando lo halla movido por un riguroso sentido de servicio moral, el ejercicio del espíritu parece a Guzmán equivalente en significación a aquellas otras formas excelsas de virtud. “Esos grandes sabios e letrados que con grande cura e diligençia hordenan e componen libros, ansi para inpugnar los erejes como para acreçentar la fe e devoçion en los christianos, e para exerçitar la justicia e dar buenas doctrinas morales”[15], esos son los que merecen el recuerdo de la posteridad, esto es, esos son los que alcanzan gloria cumplida, según su concepción de la militancia moral. Y esta concepción es lo que le hace decir, acordándose de Séneca o de Quintiliano, que

España nunca da flores

mas fruto util e sano,[16]

porque ve en ellos la expresión de lo que considera el típico sentido español de la vida pero más aun porque sostiene que sólo de ese modo cumple el espíritu su labor de colaboración en la obra de afianzamiento del espíritu nacional, tal como la requiere su tiempo. Las que no satisfacen este deber, Guzmán se apresura a subestimarlas y las declara resueltamente “obras baldías”[17].

He aquí, pues, cómo subyace en Guzmán una intuición firme de la comunidad nacional que, aunque a cada instante choca con arraigados prejuicios y con circunstanciales intereses de clase, surge al cabo como criterio dominante. Ya se verá en qué medida esa noción está debilitada por aquellos prejuicios; pero entre tanto, quede señalada su singular agudeza del plano político, que le ha permitido adoptar una actitud histórica en ajustada correspondencia con la realidad y entrever el destino de los ideales que, en principio, debía compartir.

Porque, sin duda, el plano en el que Guzmán percibe estos fenómenos es, esencialmente, el de la vida política. Si acaso esta actitud le impide descubrir o señalar las raíces sociales que nutren esa mutación, en cambio le permite descubrir las grandes líneas del proceso de desintegración del orden feudal y de estructuración de nuevas formas. Pero la consecuencia de esta diversa reacción frente a aquellos distintos planos de la vida es profunda y compromete su visión panorámica. En efecto, si bien es cierto que descubre las líneas del proceso político, en cambio, su insensibilidad para apreciar el proceso económicosocial que reside en su base confunde su sistema; y, frente a ciertos elementos que, a su modo y según las modalidades circunstanciales, trabajan por el logro de las nuevas formas que él adivina como inminentes, se alza con energía movido por reacciones primarias que provienen de sus prejuicios de clase.

El caso no es extraño ni privativo de Guzmán. Su percepción de las nuevas realidades políticas es el fruto de una inteligencia madurada en la reflexión doctrinaria, con la que él discrimina las formas diversas en que se manifiesta su contorno histórico para alcanzar, finalmente, ciertos esquemas que no sobrepasan el plano intelectual. Pero la realidad históricosocial sólo puede alcanzar esas formas a través de mutaciones que —observadas en cada una de sus fases— no se ajustan al definitivo ideal, intelectualmente concebido. En esas mutaciones, que tienen los caracteres típicos de las crisis, los esquemas sociales y morales que han nutrido la existencia del observador intelectual se conmueven hasta aniquilarse en ciertos aspectos y caen con ellos no sólo los privilegios que, pese a todo, le eran caros, sino también ciertas formas radicales de la concepción de la vida que no es dado al hombre alterar por vía intelectual. Guzmán sufre esta crisis en su conciencia y el duelo entre sus convicciones intelectuales y el juicio que le merecen las formas reales que adopta el proceso que él adivina se manifiesta en su constante incertidumbre y en su amargo pesimismo. Pero no es escaso mérito mantener la recta apreciación en el plano intelectual, aun cuando se filtren por entre los hilos de su pensamiento algunas incomprensiones nacidas de las irreductibles exigencias de una posición moral y personal menos flexible que la inteligencia discriminadora.

Los elementos que Guzmán destaca en el campo de su observación son, como corresponde a esta interpretación de su actitud, los que adquieren valor en el plano político, y sólo a través de ellos es posible inferir cuál es su posición frente al fenómeno social que lo circunda. Pero en ese plano sus observaciones son ricas y profundas; los reyes, la nobleza feudal y la nobleza cortesana, los privados y favoritos, surgen de sus observaciones con caracteres precisos en cuanto elementos del juego político y su examen es revelador del desarrollo del proceso contemporáneo.

También aquí reaparece, al juzgar la misión de los reyes, la concepción romana y escrituraria, revelada a través de la fórmula de Recaredo, que él restaura como nuevo ideal político:

Quel reino le fuera dado

non para del se servir,

mas para bien lo regir

e tener bien gobernado.[18]

Esta idea, aunque sin desaparecer del todo, había palidecido en la Edad Media porque no se ajustaba al concepto de la monarquía feudal; Guzmán destaca su significación reiteradamente porque para él la realeza es, ante todo, el símbolo de la nación; el rey tiene, en efecto, una misión específica que diferencia su autoridad de la de los simples señores —tan grande como fuera su poder— y lo coloca por encima no sólo de ellos sino de toda la comunidad nacional:

De la virtud del rey pende

la paz e tranquilidad;

buen rey sostiene e defiende

la fe en su integridad.

De concordia et igualdad

es el principal auctor;

vive so el buen regidor

leda la comunidad.[19]

Esta misión presta a los reyes un aire excepcional y Guzmán no vacila en presentarlos como instrumentos de la Providencia. Ya se ha visto cómo interpretaba su conducta juzgándola como una sanción o un premio otorgado a toda la comunidad[20]. Pero es importante destacar además cómo Guzmán traslada a los reyes la concepción antigua del héroe y justifica su existencia sólo por su misión; así se advierte cuando habla de la corta vida de Ramiro I, en cuyo juicio la observación de la intervención milagrosa de la Providencia corresponde a una sublimación de su aventura humana[21]. Correspondientemente, el cumplimiento de esa misión exige, a sus ojos, que los reyes posean una autoridad que él no descubría en los de la España de su tiempo. El rey debía ser temido y amado[22], porque sólo una voluntad poderosa es capaz de llevar orden y ventura al reino: “claro enxenplo e noble dotrina en que todos los principes que son en subjecion e señorío de reyes en que, como en un espejo, se deuen mirar, porque con ambiçion e cobdicia desordenada de rigir o mandar nin de otra utilidad propia se entremetan de turbar nin ocupar el señorio real nin mouerse contra el, mas con toda obidiencia e lealtad, estar so aquel yugo en que Dios los puso, a enxenplo de aquel santo e notable rey Dauid.”[23]

Pero para que los reyes puedan alcanzar tal autoridad es menester que posean aquellas virtudes que Guzmán recuerda lleno de gozo hablando de antiguos monarcas, como ejemplo y sanción de los de su tiempo. Tras esbozar las calidades que ornaban a Salomón, Guzmán pone al descubierto el hilo secreto de su pensamiento: “De aquesta virtud fue ansi priuado e menguado este rey, que auiendo todas las gracias suso dichas, nunca una ora sola quiso entender nin trabajar en el regimiento del reino…”[24] Paralelamente, al conferir realidad a su arquetipo en ciertos ejemplos, Guzmán define, a través de algunas figuras históricas, los caracteres que deben ornar a un rey, trasluciéndose entonces aquellas tendencias que vamos señalando: “Ca la prinçipal virtud del rey, despues de la fee, es ser industrioso e diligente en la gouernaçion e rigimiento de su reyno”[25], dice para señalar lo que no poseía don Juan II; y aclarará su posición más de una vez sosteniendo la necesidad de una austera entrega a los deberes de la función real, sin debilidades ni refinamientos enervantes[26]. Con tales caracteres, el rey adquiere en la concepción de Guzmán una significación que lo aparta de la típicamente feudal, según la cual sólo era el más importante de los señores, reconociéndole una posición rectora por encima de sus gobernados. El éxito en el ejercicio de esa función, dice, merece el elogio de un Tito Livio[27] que asegure la perduración de su recuerdo.

Una prueba de la ponderación del juicio de un rey se obtiene examinando la elección de sus consejeros, en los que Guzmán descubre un papel importante en la organización del estado. “Non es pequeña uirtud para el prinçipe”[28] rodearse de gentes discretas y dignas que no utilicen la proximidad real para su medro personal. Esta función es la que corresponde principalmente, a sus ojos, a los hombres de estudio y experiencia[29]; pero suele ser encomendada, por un “biçio común de los reyes”[30], a los que, por meras preferencias personales, se transforman en privados dé los reyes. Guzmán apunta varias veces este problema, muy importante en su tiempo; sin solución aún la cuestión del tránsito desde las formas feudales hacia las formas estatales del poder real, las funciones que debe delegar la corona, que tradicionalmente recaían en la nobleza, comienzan a encomendarse ahora circunstancialmente, a individuos que sólo valen por su propia habilidad o capacidad y que no corresponden ni representan a un grupo estamentario definido. Ya se señaló cómo escapa a Guzmán que esa era una de las vías mediante las cuales se constituía, bien o mal, la unidad española, y cómo reacciona frente a ella.

Una actitud dubitativa muestra Guzmán frente a la nobleza, la díscola nobleza de su tiempo. El largo pasaje de la semblanza de don Álvaro de Luna, en que se refiere a la situación del reino y a las luchas facciosas, resulta extraordinariamente significativo para comprender su posición[31]. Como hombre de facción, Guzmán se niega a conceder que el condestable ejerciera sus funciones con celo, rectitud y habilidad; insiste, en cambio, en su codicia y en su ambición personal, y señala cómo se vale de su ascendiente sobre el rey para mantener su predominio. Pero todo ello no lo mueve a justificar totalmente a la nobleza; su concepción política Jo induce, por el contrario, a afirmar que debe ser sumisa frente a la autoridad del rey, de modo que, para justificar a las facciones feudales, se aferra a la explicación convencional de que sólo buscaban libertar al rey y que jamás pensaron levantarse quebrando la lealtad jurada. Sin embargo, Guzmán está acostumbrado a juzgar los hechos de cerca, y cuando se enfrenta a ellos, no vacila en reconocer que, en el fondo, aspiraban —como don Alvaro— a dominar la débil voluntad del monarca.

De su indecisa argumentación queda, sin embargo, una idea clara: Guzmán reconoce la necesidad de que la nobleza se subordine al rey, pero advierte y señala que esa condición no puede lograrse, por entonces, sobre la mera base del derecho sino que requiere un prestigio y una fuerza de que la monarquía, por entonces, carece. Junto a esta idea se desarrollan otras, con mayor o menor claridad; es cierto que no vacila en fustigar la codicia y la ambición de los nobles, guiado por su fino sentido moral[32]; pero se indigna también con ellos porque toleraron —ellos “cuyos anteçesores e manificos e notables reyes pusieron freno”[33]— el predominio de gentes de baja condición que circunstancialmente gozaron del favor real. Y este aspecto del problema conduce a uno de los puntos fundamentales en el examen de la actitud de Guzmán.

En efecto, víctima de la hostilidad de don Álvaro de Luna y amigo de los que lo combatieron y consiguieron su caída, gran parte de los juicios y las opiniones de Guzmán aparecen marcados, con mayor o menor intensidad, por la secuela que el odio había dejado en su espíritu. La propia experiencia en el caso de Luna lo lleva a generalizar el problema de la actuación de los privados reales, y, sobre todo, cuando se trata de gentes de baja condición. Don Pedro de Frías, Fernán Alfonso de Robles y el propio don Alvaro le proporcionan ocasión para destacar esta última circunstancia; el bajo origen[34], del que se derivaban, a los ojos de Guzmán, muchas cualidades vituperables[35], constituía una condición negativa en Castilla, “un reyno tan grande e donde tantos e tan poderosos caualleros auía”[36]. Guzmán, movido por sus preocupaciones nobiliarias, se detendrá a señalar los caracteres y las consecuencias de su acción; y no contento con apostrofarlos duramente, querrá contar con minuciosa complacencia el triste fin de Frías[37] — harto parecido al de Luna—, el de Robles[38], y, finalmente, el del propio don Alvaro, seguro de reflejar un designio divino, según el cual la injusticia del éxito se paga al fin con la dura caída.[39]

De este modo procura Guzmán recoger todos los hilos de la urdimbre política de la España de su época. Con todos ellos reconstruye una imagen clara del panorama de su tiempo, en la que se destacan con nitidez las notas morales y psicológicas que lo caracterizan. Señalemos una vez más el contraste entre sus esquemas ideales y sus reacciones primarias; pero quede justificado el desliz circunstancial por la penetración del enfoque panorámico, cuya justeza permite afirmar que fue Guzmán uno de los más finos observadores políticos de su tiempo.

La concepción de la nación

Ya ha sido señalado cómo a tal concepción política corresponde, en la actitud histórica de Guzmán, una concepción de la nación como realidad geográfica. También en este terreno oscila su juicio entre dos actitudes, surgida una de su intuición inmediata de la realidad y otra de su reflexión y su conocimiento de ciertas tradiciones literarias. De la primera resulta la afirmación de que es Castilla el ámbito político en el que espera que se realicen sus ideales políticos; de la segunda surge una concepción de la España peninsular, la España de las tradiciones romanas y visigodas.

En una y otra percibe Guzmán la crisis singular del momento que le toca vivir y examinar. Su saber, su experiencia intelectual amasada en la lectura de los viejos autores, le ofrece una tradición de generosidad, de heroísmo, de militancia en el ejercicio de los más nobles ideales. Pero nada de eso parece hallar en su contorno presente, y entonces se abisma en amargas reflexiones, reflejo de una nostalgia activa y polémica. Ni Castilla ni España —parece decir— son íntimamente esto que hoy parecen a quien sólo mira su presente estado; y movido por esa militancia del espíritu que consideraba virtud excepcional y que sin duda reside en él, se lanza a probarlo en sus Loores tanto como en sus Generaciones y Semblanzas.

Guzmán ama más el pasado que el presente. Pese a la vivacidad de las pasiones y a la mutabilidad de las situaciones, el pasado tradicional prueba, a sus ojos, la existencia de virtudes excelsas en el espíritu nacional, reveladas en todo el curso de su historia:

Non quedó España callada

et mudas las estorias

por defeto de victorias

nin de virtudes loadas.[40]

Pero este pasado —en el que se aprende cómo se ha sabido escapar de las desventuras con el esfuerzo— contrasta a sus ojos con la realidad circundante de modo dramático. Lo siente como una realidad continua desde los más antiguos tiempos: desde las gestas heroicas de Numancia y de la rebelión de Viriato[41] hasta los tiempos —ahora ejemplares —de don Fernando el Honesto,[42] con la trágica interrupción de los últimos reinados visigodos y la caída de España en poder de los musulmanes[43]. Hasta entonces, el pasado tiene a sus ojos una perfección ideal; males y conflictos no son sino episodios que ve salvados con presteza por el ejercicio de la virtud; pero a partir del instante en que termina la acción de don Femando, siente Guzmán que comienza para Castilla y para España una época incomparablemente trágica: “non negando que, segunt por las estorias se falla, siempre España fue mouible e poco estable en sus fechos e muy poco tiempo caresçio de insultos e escándalos, pero non ouo alguno que tanto tiempo durase como este que dura por espaçio de cuarenta años”[44].

La responsabilidad de tantos males corresponde, a su juicio, a todos los elementos del juego político y quiere atribuir a cada uno la suya: los reyes, por su “negligencia e remisión”[45], los nobles, por sus “rebueltas e mouimientos”[46], sus “daños e insultos”[47], su irrefrenable codicia y su insensato amor por las riquezas[48]; los privados, por su “cobdiçia e ambiçion desordenada”[49] y su excesivo poder. Todo ello contribuye a que Guzmán asigne a su tiempo caracteres de siniestra oscuridad, pero no provoca en él, sin embargo, un pesimismo irreparable; por el contrario, su decisión de refugiarse en la historia constituye una actitud activa que le permite hallar cuál es el tono eterno y verdadero del espíritu castellano y español; y frente a la crisis presente, exalta la tradición secular para señalar la buena vía y el claro ejemplo.

Es entonces cuando se advierte que la noción de España subyace vigorosa en su ánimo, al recoger indistintamente lo que en ella es de Castilla —realidad inmediatamente percibida— y lo que en ella es de Españarealidad virtual y postulada por sus ideales políticos. La crisis que describe y que tanto le espanta es castellana y la vive con su propia experiencia[50], pero la siente proyectada sobre toda España, de la que Guzmán siente a Castilla como símbolo y núcleo, porque ve entrecruzados por toda ella los mismos intereses y tendencias.

En Castilla, Guzmán advierte algunas singularidades perfectamente discernibles; es curioso cómo insiste en señalar que es tierra de fortuna inestable[51], en la que los reyes poseen gran poder[52], o cuyos naturales “se fartan con poca vitoria”[53]. Pero algunos de esos rasgos se proyectan también hacia España, de la que señala en otro lugar, por ejemplo, que es tierra “mouible e poco estable en sus fechos[54]. España es, en efecto, el esquema cuya realidad política quiere estructurar Guzmán, y esta idea parece obrar subconscientemente en él, apoyada en la vasta tradición romana y visigoda.

Siguiendo la tradición de los autores latinos, así como la de San Isidoro y otros autores medievales, Guzmán piensa en una España que se afirma como una unidad desde los tiempos romanos. Sin embargo, se funde en ese primer período lo indígena con lo romano propiamente dicho; y así los numantinos y los lusitanos de Viriato se cuentan como españoles con igual derecho que Trajano o Séneca, Lucano o Teodosio[55], y se reprocha a Lucano que no haya poseído el patriotismo de dedicar su inspiración a exaltar el “reino hispano”[56].

Sin embargo, Guzmán parece sentir alguna preferencia por la raíz visigoda del pueblo español, bien que sentida más como romanovisigoda que no en su auténtica pureza. No solo se atribuye a Alarico la calidad de “rey de España, gótico”[57], sino que procura establecer —con clara y consciente intención— la secuencia entre la monarquía visigoda y la que se inicia con don Pelayo y se continúa a través de toda la España medieval. Así, elogia a don Pelayo precisamente porque ve en él el vínculo de unión entre la España visigoda y la cristiana[58], y reitera esta idea explícitamente al intentar establecer una línea directa de parentesco entre Recaredo y Enrique III[59], de quien dice que “desçendio de la noble e muy antigua e clara generation de los reyes godos”.

Esta tradición de la España romanovisigoda se interrumpe con la conquista musulmana, episodio que evoca Guzmán con singular amargura[60]. Lo musulmán es para él un vacío en la historia de la península.

Historia triste et llorosa

indigna de metro e prosa;[61]

pero, tras el restablecimiento de un núcleo cristiano en el pequeño reino astur, se reinicia una historia de hazañas luminosas en la que Guzmán se detiene con delectación porque ve en ella el ejercicio de una conciencia política y moral que satisface sus aspiraciones y sus ideales presentes.

En esa nueva España perdurará la tradición visigoda; y no sólo porque lo prueba, a sus ojos, la continuidad genealógica de los reyes, sino también por la prueba de otros signos, entre los que destaca la tradición de Toledo:

do es el ceptro real

de España, é la primacia.[62]

Sin embargo, están presentes en su ánimo otros elementos de juicio para interpretar el proceso político de la nueva España. Dividida en diversos reinos, la realidad de la España unida se ha perdido. La pesadumbre que le inspira esta idea se trasluce a lo largo de muchas reflexiones circunstanciales, pero la expresa también paladinamente cuando juzga el reparto del reino por el rey Alfonso[63], después de lo cual agrega un sabroso comentario —muy propio de su tiempo y de su concepción— acerca de los pequeños estados y de su impotencia[64].

Esta idea del estado grande y poderoso se entronca, naturalmente, con la concepción de la España totalmente cristiana, ideal que, en su tiempo, parecía lejano por la ceguera y la incapacidad de los reyes. Si le parece tolerable la división de España entre varios reyes, porque ve en ello un resabio feudal que no compromete definitivamente la unidad hispánica, en cambio, la supervivencia del reino musulmán de Granada le parece incompatible con los sentimientos patrióticos y cristianos. Todos los elogios que merecen los reyes que consumieron sus energías en la reconquista se tornan reproches violentos contra los que abandonaron esa empresa:

Si fuere bien comparada

aquesta obra excelente

con la del tiempo presente,

es una gran bofetada

á nosotros, pues Granada

non digo que se defiende

de España, mas que la ofende

é la tiene trabajada.[65]

Así, le resulta catastrófico que don Fernando el Honesto tuviera que abandonar la regencia de Castilla tras sus primeros triunfos sobre los musulmanes, porque “sin dubda este noble infante diera fin a la dicha guerra e tornara a España en su antigua posesion, lançando los moros della e restituyendola a los christianos”[66]. Así se hubiera realizado entonces, lo que en su tiempo seguía siendo una aspiración atormentadora: una España “de mar a mar”[67].

Esta España, de la que Guzmán se esfuerza por señalar las glorias comunes, los reyes ilustres, los caballeros esforzados y los santos prelados, los sabios[68] y las hermosas ciudades[69], no es en su tiempo, sin embargo, sino una unidad virtual. Ante los ojos de Guzmán han formado las huestes de uno y otro reino para luchar entre sí, y, sin embargo, el señor de Batres sigue pensando —apoyado en su firme intuición y en la experiencia histórica— que hay una España real escondida tras la apariencia de su parcelación, una España que se confunde en cierto modo con su Castilla y que le parece como una proyección de ella, pero que es más que ella y se extiende de mar a mar. Cosa curiosa, esa latencia que Guzmán entrevé al promediar el siglo XV comenzaría a realizarse, poco a poco, no mucho después; prueba cierta de que existía como verdadera latencia. Pero el hecho prueba, sobre todo, el agudo sentido histórico de Guzmán, que lo conducía a adivinar la existencia de una estructura nacional donde no podía ver sino disgregación y localismo.

La concepción de la vida histórica

La percepción de la comunidad nacional como algo distinto y superior a cada uno de los grupos que la constituyen —y que conservan, por tradición, cierta estructura estamentaria— se revela también en Guzmán a través de su singular concepción de la vida histórica y de la significación de su conocimiento. No había faltado en España ni el cantar de gesta que enaltecía al héroe, ni la crónica real que procuraba centrar el desarrollo de la vida política alrededor del monarca. Cabe, entonces, preguntarse por qué Guzmán, que tan bien conocía esa tradición literaria, afirma que la gloria de España se esconde por la ausencia de quienes la exalten.

Quizá contesta él mismo en la Introducción a sus Loores :

Loemos los muy famosos

prudentes de nuestra España,

segund que Sirac se baña

en loar los gloriosos

varones et virtuosos

príncipes del pueblo hebreo,

pues de nuestros muchos veo

nobles et virtuosos.

Non quedó España callada

et mudas las estorias

por defecto de victorias

nin de virtudes loada;

mas porque non fué dotada

de tan alto pregonero

como Grescia de Omero

en la famosa lliada.[70]

Dos aspectos tiene esa respuesta. Por una parte, cree seguramente Guzmán que falta a la exaltación de las virtudes patrias el acento literario, quizá porque no le satisface ya ni el tono épico, ni el hagiográfico, ni el de la crónica de encargo; sin duda hay en esto una cierta influencia de las corrientes literarias italianas y acaso por eso Guzmán se decide por el retrato biográfico, forma más próxima a la individualidad del personaje histórico, aunque no se decida —ya lo he señalado en otro lugar[71]— a romper totalmente con los esquemas estamentarios medievales.

Pero por otra, su observación parece ir más al fondo del problema histórico-político. Lo que Guzmán encuentra que ha faltado a España —sin pensar que no pudo tenerla— es una historia que testifique la pluralidad de las virtudes patrias y que, sobre todo, se muestre equidistante de los intereses estamentarios y evoque la radical unidad de la comunidad nacional. Se trata, pues, de una reacción movida por un espíritu tímidamente renacentista contra la tradición medieval. Con tantas limitaciones como se quiera, Guzmán, sin decidirse plenamente por nuevas corrientes historiográficas, comienza por rechazar las vías tradicionales de expresión del pensamiento histórico. Y, en la forma al menos, opta por la biografía[72] aun cuando no se libere del todo del esquema medieval que pretende rechazar.

Pero hay algo más que debe atraer la atención. A su constante afirmación de que Castilla es tierra de mudanzas frecuentes y de variable fortuna[73], corresponde una afirmación de que no hay en ella amor por las antigüedades. En efecto, la labor solidaria de construcción de los reinos cristianos corresponde a una multitud de varones, muchos de los cuales constituyeron troncos nobiliarios aun cuando provinieran de humilde origen. La ausencia de esta historia del progresivo desarrollo de la reconquista —verdadero crisol del pueblo hispánico— contribuye a que Guzmán, a quien le interesa, sobre todo, como estímulo y como plan para el cumplimiento de un sino histórico, lamente la escasa notoriedad de la tradición aglutinadora de España.

Todo ello hace que Guzmán aspire a un nuevo tipo de historia, acaso indeciso en su mente, pero sin duda, certeramente intuido. Movido por ella, procurará realizarlo en sus semblanzas y en sus loores de varones significativos. Inseguro en sus estructuras formales, contradictorio en su criterio valorativo, su ensayo posee, a pesar de todo, una orientación clara.

Lo que se advierte con mayor evidencia es su certeza de la trascendental importancia que tiene, para una colectividad, el recuerdo fiel y vivo de su pasado. España —la España unida que él entrevé y a la que aspira— tiene a sus ojos una personalidad histórica inconfundible que es necesario definir, quizá frente a los otros grupos nacionales que, por entonces, se constituyen a su alrededor; él no lo dice —porque es curioso señalar que lo extranjero apenas aparece en su obra— pero se advierte ese sentimiento en la vehemencia con que afirma lo singular y característico del espíritu nacional, tanto bajo la especie de lo castellano como de lo español. Y para fundamentar su propósito, dejará constancia de cuán viva era esa preocupación entre los dos pueblos cuya historia conoce mejor: los judíos y los romanos.

Pero en él, la actitud histórica no implica mera supervivencia de fórmulas heredadas; hay sentimiento vivo del problema y elaboración personal, que se advierte en los dos planos de su reflexión: cuando intenta caracterizar la naturaleza de la vida histórica y su dinámica interna, y cuando piensa en el significado del conocimiento histórico y en su misión.

Con respecto a la vida histórica, Guzmán maneja el conjunto de ideas que son propias del siglo XV, con el tono peculiar que presentan en España. La trama más gruesa de la historia está dada, a sus ojos, por el designio divino, que, en último término, señala el curso de la existencia colectiva e individual. Pero él, que exclama: “Que podemos aqui dizir, sino temer y obedeçer los escuros juyzios de Dios!”[74] y se dirigía a Dios reconociendo su grandeza:

Señor, tu fieres é sanas,

Tú adoleces é tú curas,

Tú das las claras mañanas

despues de noches oscuras,[75]

esboza, en cambio, sus dudas en otro lugar, señalando la existencia de una fuerza misteriosa —la Fortuna— que actúa dirigiendo los destinos humanos y que no es la Providencia, porque admite que es virtuoso luchar contra ella:

Ser siempre victorioso

es don de la alta tribuna,

mas pugnar contra fortuna

exercicio es virtuoso.[76]

Más aun, Guzmán pone alguna vez en presencia esas dos fuerzas, que, estando presentes en su ánimo como nacidas de distintas vertientes, dejan indecisa su resolución:

¡Oh fortuna, si fortuna

es verdad que ay en el mundo.

Oh más claro y más profundo

Señor de la alta tribuna![77]

Sin duda, la idea romana de la fortuna —sobre la que Salustio había bordado algún comentario que seducía a Guzmán[78]— había llegado a arraigarse en su ánimo, si no con tanta fuerza como en otros espíritus de su tiempo, menos cristianos que el señor de Batres, al menos con la suficiente para convencerlo de que existían ciertas zonas del acontecer histórico en las que regía[79]. No hay, sin embargo, elementos suficientes para señalar la justa relación en que esas dos ideas se mezclan en su espíritu, pero basta señalar su presencia y su colisión para definir a Guzmán como un típico espíritu de transición.

Con respecto a su concepción de la historia como forma de conocimiento, su actitud es más segura. Un conjunto de ideas muy precisas conforman su pensamiento, tradicionales unas, y otras, según creo, de propia elaboración, aunque saturadas de inspiración romanizante.

Guzmán demuestra una aguda preocupación por la historia verdadera y manifiesta insistentemente sus dudas acerca de la validez de ciertos datos, cuando cree que puede ponerse en duda su origen. Así, es categórico con respecto al valor de la tradición oral, que rechaza en absoluto señalando sus preferencias por la escrita[80]; sin embargo, no le parece suficiente testimonio la tradición escrita por el mero hecho de llegar bajo esa forma, y cuando los datos que ofrece se tambalean frente a su sesuda crítica de verosimilitud, se limita a trasmitir el dato con marcada reticencia[81]. Generalizando sobre la cuestión, Guzmán afirma que el motivo fundamental de la inexactitud histórica es la voluntad consciente del historiador —”trufador” en este caso— de desfigurar la verdad por circunstancias ajenas al estricto menester histórico. Por eso, la crónica de encargo le parece la más vil forma de narración histórica y sus datos le resultan, por principio, sospechosos[82]; y por eso, cuando tiene que postular —en un significativo pasaje— las condiciones que debe reunir la obra histórica para merecer categoría de tal, se expresa como un hombre de espíritu independiente que sabe de la amargura que entraña toda constricción espiritual, y exige para el historiador toda suerte de garantías para que pueda expresar libremente no sólo los hechos en su cruda realidad, sino su juicio y su interpretación personal[83].

No caree de interés su distingo entre la historia —”progeso de estoria”[84]— y la simple biografía concebida como retrato y caracterización de personajes significativos. Quizá la mayor novedad, con respecto a esta última forma, sea que, al hacer la selección de los que constituirán su colección de semblanzas, ensaya un renovado principio valorativo que, aun ajustándose a ciertos esquemas tradicionales, señala cierta desviación de los ideales que los informaban. Así observó Menéndez y Pelayo que por primera vez se incluyen en una serie de varones ilustres los que se destacaron por su labor intelectual[85].

Pero lo que constituye el rasgo más notable de su pensamiento es, a mi juicio, cómo concibe la misión de la historia. La tradición romana de la historia pragmática —tal como él pudo recogerla en Salustio[86]— aparece enunciada en los versos con que inicia la narración de los últimos tiempos del reino visigodo:

Pero como relatar

los buenos fechos aplaze

a los nobles é los faze

a virtudes animar,

asi mesmo memorar

los fechos malos é viles,

los corazones gentiles

faze de yerros guardar.[87]

Pero cuando comienza a ordenar sus propias ideas para expresar con qué intención inicia sus Generaciones y Semblanzas, Guzmán nos sorprende con unas reflexiones en las que reelabora aquella tradición y en las que creo que no se ha reparado suficientemente[88].

Guzmán da por admitido que la acción individual está guiada, de modo eminente, por la aspiración a la gloria; pero esta noción —ya se ha indicado— se libra aquí de su estricto significado medieval de exaltación individual, orientada finalmente hacia Dios, y se presenta como una gloria humana, estrechamente ligada a los intereses terrenales y, más estrictamente, políticos. Si en algunos pasajes afirma que en su tiempo sólo se lucha por la codicia o la ambición, en otros reconoce expresamente que siempre hubo en España quien obrara movido por un noble ideal de “defension de su ley e serviçio de su rey e utilidat de su república”; y quienes han obrado de ese modo, no esperan sino que la posteridad reconozca su mérito y, colocándolos por encima de los que estuvieron movidos por pasiones e intereses bastardos, perpetúe el recuerdo de su virtud.

Sin duda, la idea de la gloria como dependiente del juicio de la posteridad es típicamente romana. No está, sin embargo, expresamente expuesta en Salustio —o en los otros autores conocidos por Guzmán— al hablar en general sobre la misión de la historia, y no pudo, pues, tomarla de aquél, en quien habitualmente se admite que se inspiró con más frecuencia. Pero está latente en toda la tradición romana de la que Tácito es un ejemplo significativo. Guzmán comparte y reivindica esta concepción, sin reparar en lo que hay en ella de contraste con el núcleo central de sus ideas, todavía adherido a la tradición medieval. Y en las letras, esto es, en la tradición de la historia escrita, es donde la posteridad expresa de manera valedera y perpetua su juicio de valor.

De esta circunstancia proviene el profundo significado que Guzmán asigna a la exactitud histórica. La historia, es, ante todo, expresión de la justicia póstuma. Frente a la adversidades de la vida, frente a los mezquinos intereses circunstanciales y a la ceguera de los contemporáneos, la virtud de los mejores puede pasar oscurecida e ignorada, mientras parecen triunfar los mediocres y los malos; pero el deber de la historia es rechazar ese sistema convencional de valores e imponer uno más imparcial y justiciero que defienda y destaque —ante la eternidad de los tiempos— las calidades sobresalientes.

Así concebida, la historia es mucho más que una “maestra de la vida”, mucho más que un ejemplo que “faze a virtudes animar” y “de yerros guardar”. Además de eso, es, por sobre todo, un espejo fiel de los eternos y supremos valores de la existencia —realizados por algunos individuos de excepción en quienes el contorno social no suele descubrir el mérito—, cuya misión es proyectar la imagen verdadera de los hechos, deformados con frecuencia por la pasión contemporánea. Este espejo, sin embargo, no posee el solo valor de guiar la conducta de las generaciones sucesivas; posee, además, un valor autónomo: el de realizar una justicia sin restricciones ni trabas cuya esperanza reconforte el espíritu, con la certeza de la perennidad del recuerdo.

Pero ¿y la justicia divina? Una vez más, Guzmán se nos presenta como un hombre que oscila entre dos concepciones. La transferencia de la justicia eterna a una posteridad capaz de realizarla, fija en el mundo terrenal una posibilidad de asegurar la eternidad de la virtud, que, otras veces, nos presenta él mismo como refugiada en la eternidad de Dios. Así, lo que alguna vez ha sido llamado el renacimiento romano muestra aquí toda la intensidad de su influencia; es, en efecto, la tradición romana la que se infiltra en la concepción de Guzmán, saturada de convicciones estoicas pero estructurada en el espontáneo ideal de vida de la romanidad. La gloria ante los hombres para el servicio de la comunidad: he aquí el núcleo vigoroso alrededor del cual, empalidecidas, se agrupan las convicciones tradicionales de Guzmán. Y he aquí el apuntar de un Renacimiento como fue posible en España, lleno de perduraciones medievales y en el que predomina cierta sombra romana que, si ha crecido a partir de los últimos tiempos del siglo XIV, parece no haber desaparecido nunca del todo en España durante la Edad Media.

Tres ideas fundamentales, la de la comunidad centralizada, la de la comunidad española y la de la historia como justicia póstuma y terrenal, constituyen, a mi juicio, el núcleo del pensamiento histórico de Fernán Pérez de Guzmán. Las tres parecen ser facetas de una misma actitud histórica. La nutrieron las Escrituras y la tradición romana — acaso deformadas las primeras por la segunda— y el profundo saber de cuanto la tradición medieval permitió que llegara a sus manos. Con todo ello, este extraordinario testigo de la situación espiritual de su tiempo revela cuál es el complejo haz en el que se aprietan, imperfectamente compenetradas, las viejas y las nuevas ideas, las nacientes aspiraciones y los ideales vernáculos, el menguante y el naciente saber. Punto de cruzamiento de dos etapas de una cultura, el siglo XV se refleja, con su cambiante imagen, en el espíritu contradictorio de Guzmán y presta el adecuado marco para su espíritu singular, en el que germinan y florecen, sobre la tierra fértil de la Edad Media, las promisorias semillas de la modernidad.

Notas:

2 Véase Foulché-Delbosc, Etude bibliographique sur Fernán Pérez de Guzmán , en Revue Hispanique , tomo XVI. Pueden hallarse más datos biográficos en el estudio de Menéndez y Peiayo —en el prólogo al tomo V de los Poetas líricos castellanos — y en el breve estudio preliminar de Domínguez Bordona, en su edición de Generaciones y Semblanzas , en la colección de Clásicos Castellanos .

3 Los Loores de los claros varones de España fueron publicados en 1844 por Ochoa. Aqui se cita según la selección de Menéndez y Pelayo, Poetas líricos castellanos , tomo I.

4 Las Generaciones y Semblanzas han sido publicadas varias veces y se hallan en la Biblioteca de Autores Españoles, tomo 68, a continuación de la Crónica de don Juan II ; más accesible aún es la edición de Dominguez Bordona en la colección de Clásicos Castellanos , Madrid, 1932, que es la que se cita aquí.

5 El ensayo de Menéndez y Pelayo, ya citado, trata de caracterizar a Guzmán como poeta, pero se extiende en diversas consideraciones sobre su personalidad y su obra total. Con su acostumbrada penetración, señala allí algunos puntos de partida fundamentales para comprender su pensamiento; en general, sus opiniones son justas, pero, por la índole de su examen, no están desarrolladas. En algunos aspectos, he partido de ciertas observaciones suyas, aun sin coincidir totalmente en su punto de vista. Debo señalar que he tenido presente también el hermoso ensayo de Américo Castro, Lo hispánico y el erasmismo .

6 Gen y Semb., Don Juan II de Castilla , pp. 133-4, ed. Clásicos Castellanos , Madrid, 1932. En el mismo sentido en Id., Fernán Alfonso de Robles , p. 110 ven Loores p. 243.

7 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 143.

8 Los mismos reproches se hallan referidos a las gentes de bajo origen; véanse las biografías de Frías y Robles.

9 Loores , p. 200-1.

10 Gen. y Semb., Introducción , p. 7 y Don Fernando I de Aragón , p. 24; Loores , p. 245.

11 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 141; en el mismo sentido, en p. 147.

12 Gen. y Semb., Introducción , p. 4: “De los cuales ouo muchos que mas lo fizieron porque su fama e nombre quedase clao e glorioso en las estorias, que non por la utilidad e prouecho que dello se les podía seguir, aunque grande fuese.” Guzmán se aparta de esta concepción sólo para fustigar a Luna; Véase Don Alvaro de Luna, p. 133: “ca, segunt los abtos que aquel dia fizo e las palabras que dixo mas pertenesçían a la fama que a devoción”.

13 Gen. y Semb., Don Enrique de Villena , p. 102.

14 Loores , p. 209.

15 Gen. y Semb., Introducción , p. 7.

16 Loores , p. 209.

17 Loores , p. 210.

18 Loores , p. 216.

19 Loores , p. 218. En el mismo sentido, en la página 219:

¿Quien dubda que la salud

de la patria sale et mana del Rey é de su virtud como de viva fontana?

20 Véanse los textos citados en las notas 5, 6 y 7.

21 Loores , p. 228.

Aunque vivio pocos dias,

fizo actos muy famosos,

así en cavalleria

como en fecbos virtuosos.

…………………………………..

Non se dize luenga vida

por muchos años e edad

mas por lo que de bondad

e virtudes es cumplida.

22 Gen. y Semb., Fernán Alfonso de Robles , p. 110: “e por su piedad alumbre el entendimiento e esfuerce el coraçon del rey por que todos le amen e terman”.

23 Gen. y Semb., Don Fernando I de Aragón , pp. 23-4.

24 Gen. y Semb., Don Juan II de Castilla , p. 213.

25 Gen. y Semb., Don Juan II de Castilla , pp. 122-3. Cf. Loores , p. 227.

26 Loores , p. 236-7.

27 Loores , p. 225.

28 Gen. y Semb., Don Enrique III de Castilla , página 14.

29 Gen. y Semb., Don Pedro Tenorio , p. 60 y Don Juan II de Castilla , p. 124.

30 Gen. y Semb., Doña Catalina de Lancaster , página 19.

31 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 142 y siguientes.

32 Gen. y Semb., Don Gonzalo Núñez de Guzmán , p. 51: “ca, en este tiempo, aquel es mas noble que es mas rico”. En el mismo sentido en Don Alvaro de Luna , pp. 140 y 150-1.

33 Gen. y Semb., Fernán Alfonso de Robles , página 108.

34 Gen. y Semb., Don Pedro de Frías , p. 115; Fernán Alfonso de Robles , p. 107; Don Juan II de Castilla , p. 127 y Don Alvaro de Luna , p. 135-6.

35 Gen. y Semb., Fernán Alfonso de Robles , p. 107.

36 Gen. y Semb., Don Juan II de Castilla , p. 127.

37 Gen. y Semb., Don Pedro de Frías , p. 116.

38 Gen. y Semb., Fernán Alfonso de Robles , p. 111.

39 Gen. y Semb., Don Juan II de Castilla , p. 130 y siguientes.

40 Loores , p. 200-1.

41 Loores , pp. 202 y 205.

42 Gen. y Semb., Don Fernando I de Aragón , páginas 24-27 y Don Juan II de Castilla , p. 121.

43 Loores , p. 221.

44 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 143.

45 Loc. cit . y Don Juan II de Castilla , p. 124.

46 Loc. cit.

47 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 143.

48 Gen. y Semb., Don Fernando I de Aragón , página 28; Don Ruy López Dávalos , p. 34-5; Don Gonzalo de Guzmán , p. 51; Don Pablo de Santa María , p. 95; Fernán Alfonso de Robles , p. 109; Don Alvaro de Luna , p. 140.

49 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 143.

50 Gen. y Semb., Don Ruy López Dávalos , p. 34-5; Don Gonzalo Núñez de Guzmán , p. 51; Don Pablo de Santa María , p. 94-5; Fernán Alfonso de Robles , p. 108 y 110; Don Juan II de Castilla , páginas 121 y 123-4.

51 Gen. y Semb., Don Diego Gómez de Sandoval , p. 90; Don Pedro de Frías , p. 117.

52 Gen. y Semb., Don Enrique III de Castilla , página 13.

53 Gen. y Semb., Don Fernando I de Aragón , página 27.

54 Gen. y Semb., Don Alvaro de Luna , p. 143.

55 Loores , p. 202, 205-2011.

56 Loores , p. 204.

57 Loores , p. 214.

58 Loores , p. 221-3.

59 Gen. y Semb., Don Enrique III de Castilla , página 11-12.

60 Loores , p. 221. En el mismo sentido Gen. y Sem., Fernán Alfonso de Robles , p. 109-10.

61 Loores , p. 221.

62 Loores , p. 240.

63 Loores , p. 242.

64 Loores, loc. cit.

65 Loores , p. 223-4; en el mismo sentido en página 264.

66 Gen. y Semb., Don Juan II de Castilla , p. 121.

67 Loores , p. 264.

68 Loores , p. 209.

69 Loores , p. 251 y 255.

70 Loores , p. 200-1.

71 Véase mi trabajo Sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida
, en Cuadernos de Historia de España , I y II, 1944, que forma parte de este volumen.

72 Gen. y Semb., Introducción , p. 8.

73 Gen. y Semb., Introducción , p. 4-5; Don Gonzalo Nuñez de Guzmán, p. 50-1; Loores , p. 225.

74 Gen. y Semb., Don Juan I de Castilla , p. 132.

75 Loores , p. 222; en et mismo sentido en Loores , p. 21; Gen. y Sem., Introducción , p. 7; Don Juan II de Castilla , p. 127, 130, 133. La Providencia manifiesta su acción por milagros y prodigios que Guzmán se preocupa por señalar; véase Loores , p. 218, 219, 222, 226, 228, 240.

76 Loores , p. 263-4.

77 Guzmán, Coplas que hizo F. P. de G. a la muerte del obispo de Burgos , en Menéndez y Pelayo, Poetas líricos castellanos , p. 273. En el mismo sentido en Loores , p. 259.

78 Salustio, Catilina, 8.

79 Algunos pasajes permitieron suponer que era en el destino individual donde Guzmán admitía la influencia de la fortuna; véase Loores , p. 241; Gen. y Semb, Don Pedro Suárez de Quiñones , p. 83; sobre su influencia en el destino colectivo. Gen. y Semb., Don Diego Gómez de Sandoval , p. 90 y Fernán Alfonso de Robles , p. 110.

80 Gen. y Semb., Don Gonzalo Núñez de Guzmán , p. 50; Don Juan de Velazco , p. 55; Don Alvar Pérez de Osorio , p. 79.

81 Loores , p. 227; Gen. y Semb., Don Gómez Manrique , p. 66; Don Gutierre de Toledo , p. 105.

82 Gen. y Semb., Introducción , p. 3-5.

83 Gen. y Semb., Introducción , p. 5.

84 Gen. y Semb., Don Fernando I de Aragón, página 24; Introducción , p. 8.

85 Loores , p. 209 y ss.; 217; 248; véanse en Gen. y Semb. , las biografías de los prelados ilustres. No puede dejarse de señalar, sin embargo, que tal era la tradición de San Jerónimo, San Ildefonso y Gennadio.

86 Salustio, Catilina, 3.

87 Loores , p. 220.

88 La idea aparece expuesta en Gen. y Semb., Introducción, p. 3-9, y ha sido señalada, aunque insuficientemente, por Menéndez y Pelayo en el estudio citado.