Francia y el Tratado de París. 1954

Apenas termine la conferencia de Bruselas -tan esperada y tan temida por quienes contemplan con inquietud el panorama internacional europeo- corresponde a la Asamblea Nacional francesa considerar, a partir del 28, el proyecto de tratado con Alemania Occidental, Italia y los países del Benelux en virtud del cual se constituiría la Comunidad Europea de Defensa.

Las vicisitudes del originario proyecto, suscrito en medio del mayor optimismo en mayo de 1952, constituyen enseñanzas de inestimable valor para apreciar los cambios que en los dos últimos años se han operado tanto en la situación interna de algunos de los países democráticos como en el cuadro de las relaciones recíprocas.

En un principio, y como resultado de las experiencias de la segunda guerra mundial, fue preocupación dominante en las potencias occidentales el problema de su seguridad frente a un presunto ataque soviético, que se imaginó con caracteres análogos a los que tuvo la agresión de Hitler, aunque agravado por la situación interna que en cada país podía crear la existencia de los partidos comunistas. Se trataba, pues, de crear un potencial militar conjunto capaz de sostener los primeros choques sobre el continente; la guerra fría, considerablemente intimidada merced al conflicto coreano, hizo pensar que ese choque podía ser inminente, y la idea de la unidad europea -el viejo ideal de la Federación Europea, el sueño de Briand- adquirió actualidad y vigor. Las reticencias nacionalistas cedieron el paso y las conversaciones diplomáticas se hicieron más concretas, hasta que por último, al día siguiente de firmar la paz con Alemania, suscribieron aquellos seis países del Tratado de París, por el que se convino en constituir un ejército común bajo el comando unificado, que implicaba una organización “supranacional”.

El acuerdo requería, naturalmente, ratificación parlamentaria, y los países del Benelux la prestaron rápidamente, haciéndolo más tarde la República Federal Alemana, que con el pacto veía la posibilidad inminente de recuperar su soberanía y la idea reconstituir su ejército. Italia, cuya mayoría parlamentaria apoyaba la ratificación, la supeditó, empero, a la resolución del asunto de Trieste, y se prepara ahora para formalizar su compromiso. Pero Francia -acaso la piedra angular del pacto- tiene dificultades insuperables para ratificar el Tratado de París, concebido a iniciativa suya y en la salvaguardia de su seguridad.

Hasta ahora ninguno de los gobiernos franceses de coalición quiso arriesgar el debate parlamentario, para evitar el rechazo del tratado. Pero la presión de los países consignatarios, y junto a ella la de los Estados Unidos y Gran Bretaña, obligó últimamente al gobierno de París a adoptar una resolución definitiva, habiéndose fijado fecha para tratar el asunto en la Asamblea Nacional. En tan situación, el señor Mendès- France ha juzgado imprudente adoptar una actitud que comportaba acabar de una vez con el proyecto del ejército común y alianza política europea. Computados cuidadosamente los votos a favor y en contra y comprobado que, en sus términos actuales, el proyecto sería rechazado inevitablemente, ha preferido proponer la única alternativa que le queda: una modificación de los términos del pacto que soslayara la oposición de ciertos grupos y permitiera alcanzar la mayoría parlamentaria necesaria para su aprobación.

Tanto los cinco países consignatarios del Tratado de París como los gobiernos de Washington y Londres han manifestado a Francia su disgusto, primero por la demora en tratar el proyecto y ahora por las modificaciones propuestas por el señor Mendès-France. Pero la actitud del jefe de gobierno francés es clara y terminante: en su texto actual el tratado de París era inevitablemente rechazado por la Asamblea. Y acaso podría agregar que, en este caso, la votación reflejaría exactamente la situación de la opinión pública de su país.

En este punto reside la mayor gravedad del problema. Por lo que el tratado expresa y por las implicaciones que pueden adivinarse, dos grandes grupos de opinión se oponen categóricamente a su ratificación. Mientras los comunistas ven en él un arma contra la Unión Soviética y lo rechazan de plano por tal razón, otro nutrido grupo que, a este solo efecto, podría definirse como nacionalista se opone a su ratificación sosteniendo que enajena parte de la soberanía nacional y que no se defiende suficientemente a Francia contra los peligros que ven en el rearme alemán. Inició este movimiento de resistencia al pacto el general de Gaulle, pero forman en su filas hombres de casi todos los partidos, en los que se han suscitado con este motivo serias disensiones. Todo hace suponer, pues, que el problema es grave, desde que las opiniones en favor o en contra han sido dictadas por sentimientos profundos, a veces al margen de los compromisos y los intereses partidarios.

Sería injusto ver en esta actitud de cierto sector de la opinión pública francesa un resultado directo de la insinuante política de Rusia, que en sucesivas ofensivas diplomáticas ha manifestado estar dispuesta hacer concesiones a cambio de que se abandone el Tratado del Atlántico y el proyecto de la C. E. D. Puede asegurarse que, este sector al menos, es impermeable a esta influencia y más bien debe interpretarse su actitud como un reavivamiento del sentimiento nacionalista, acentuado por el temor de que las delegaciones de poder pongan a Francia en una situación más peligrosa todavía en el caso de una nueva contienda europea.

Ello es que comunistas y nacionalistas coinciden en negar su aprobación al pacto y el señor Mendès-France ha llegado al convencimiento de que se trata de actitudes definitivas, en las que no cabe esperar modificación alguna a corto plazo. De aquí las proposiciones que ha presentado en la conferencia de Bruselas con miras a buscar una transacción.

Parecen, por lo demás, estériles los cargos y las exhortaciones que se hacen al gobierno francés. Resulta, desde luego, evidente que está fuera de sus posibilidades modificar la opinión pública. Y juzga, sin duda, improcedente procurar una ratificación forzada, pues convenios de tal alcance solo pueden ser eficaces si están respaldados por el libre consentimiento de las partes. Es cierto que el ideal de la unidad europea constituye una de las esperanzas de paz, mas es necesario convencerse de que todavía hay reticencias que se oponen a ella.

La comprobación de este hecho ha movido al Sr. Mendès-France a tentar la posibilidad de salvar algo del proyecto. Lo que se mantendría si se aceptaran sus puntos de vista no sería, ciertamente, la Comunidad Europea de Defensa como se la imaginó en mayo de 1952, en la época de las entusiastas reuniones de la Asamblea de Europa en Estrasburgo. Pero quedaría aún bastante y acaso la organización fuera instrumento eficaz para afianzar y difundir el ideal paneuropeo allí donde todavía suscita resistencias. ¿No valdría la pena asentir a esa propuesta y realizar lo que se pueda del viejo proyecto? Es lo que toca decidir a la conferencia de Bruselas, que ha desarrollado ayer, y hasta las primeras horas de hoy, una actividad afiebrada e inquietante. Todavía quedan esperanzas, fortalecidas esta madrugada. Confiemos en que la Asamblea Nacional francesa se halle la próxima semana ante una fórmula que allane todos los obstáculos que hasta hace dos días parecían cernirse sobre la Comunidad Europea de Defensa.