Humanismo y conocimiento del hombre. 1961

El humanismo constituye una tradición intelectual de antigua data. Pero su larga trayectoria no debe confundimos. A lo largo del tiempo ha variado sustancialmente de contenidos, y si todos ellos remiten a una misma forma para definirse es porque están ligados por cierta referencia a una actitud constante que constituye su punto de partida. Para el observador superficial, el humanista parece condenado a ofrecer una fisonomía arcaizante que transparente los rasgos de Juan de Salisbury, de Erasmo o de Leibniz. Y cuando el filisteo quiere imitarlos, cree necesario asumir la postura con que hoy sobreviven sus modelos, sin advertir que bajo la forma que luego se tornó tradicional había un compromiso irrenunciable con las dramáticas contingencias del tiempo y con las nuevas conquistas del saber. Acaso esta circunstancia sea la que más contribuya a confundir el problema. La actitud del humanista ha sufrido una y otra vez el desmedro que ha proyectado sobre ella la de aquellos que han fingido adoptarla sin compartir sus puntos de partida; y éstos son, precisamente, los que le dan validez, en la medida en que responden a una profunda inquietud de la inteligencia.

Si el humanismo pretende perpetuar sus contenidos —como de costumbre suele proponer el falso humanista—, se condena inevitablemente a un formalismo estéril. Pero el humanismo es incompatible con él. Su esencia es una vivaz percepción de los cambios sociales y culturales, y cuando ha logrado madurar ha sido abrazando y comprendiendo los problemas vivos y nuevos del contorno histórico. Nada más explicable que el rechazo del humanismo formalista por parte de aquellos que se ven sumergidos en la lucha creadora o en la conquista del nuevo saber. Pero nada más torpe que confundir las formas caducas del humanismo con la actitud que las creara; y nada más falso que suponer justificado y lícito un saber ajeno a los puntos de partida del humanismo, indiferente a sus interrogantes y ciego a sus preocupaciones.

El humanismo parte de la necesidad de una comprensión del hombre histórico y de la necesidad de una justificación del conocimiento. Típica actitud intelectual, acepta la vocación cognoscitiva del hombre pero cuestiona su sentido. Y de este modo desafía a todo saber, sobre todo cuando adopta la forma de un conocimiento experiencial deliberadamente limitado en su alcance por una concepción del saber científico, que niega el derecho de avanzar más allá de las comprobaciones de hecho y veda el examen de sus propios fines. Si el conocimiento científico se autodelimita, es inevitable que se instrumentalice y que alguien asuma, con mayor o menor responsabilidad, la misión de establecer sus fines. Siempre hay un humanismo potencial detrás del saber científico, que acepta las nuevas conquistas del saber y las enfrenta reiterando las preguntas que otras formas de humanismo hicieron en otras ocasiones frente a nuevas oleadas de nuevos conocimientos. El dilema es inevitable. O el saber científico acepta la responsabilidad de proponer y definir sus propios fines, o alguien lo hace por él y asume la función intelectual propia del hu-manismo. Este problema es más imperioso cuando se plantea en relación con las ciencias del hombre, que aspiran a inducir de la experiencia el conocimiento de su condición. ¿Es posible que, ellas precisamente, se confinen dentro de los límites de la experiencia y renuncien, aunque sea en la instancia transitoria de la investigación, a la constante justificación de sus fines y a la constante y renovada asignación de un sistema de fines para el hombre? Nada más falso que una oposición entre empirismo y humanismo. Este problema, sin embargo, está planteado hoy frente al desarrollo de las ciencias del hombre.

Es notoria la extensión y la profundidad que han alcanzado en los últimos decenios la sociología, la psicología, la economía, la antropología, el derecho y otras disciplinas de tema conexo. La ciencia histórica ha aprovechado este esfuerzo y se ha enriquecido acercándose a esas disciplinas, hasta tornr confusos los límites que la separan de algunos de sus temas, y tiene hoy, entre las ciencias del hombre, un lugar cada vez más importante gracias a la posibilidad de síntesis que encierra. Pero acaso lo más llamativo en ese desarrollo de las ciencias del hombre no sea el volumen de sus investigaciones sino los caracteres que han adoptado: han avanzado considerablemente en la delimitación conceptual de sus campos, han precisado sus objetos y han ajustado y corregido sus métodos. Pero por esa vía han resuelto algunos problemas y han suscitado otros. A medida que las ciencias del hombre delimitan sus campos, los restringen dentro de los límites tolerados por una actitud científica muy estricta. Y aquellos problemas que constituyen un reclamo permanente de la inteligencia, pero que se resisten a los métodos de las ciencias empíricas, han quedado fuera, como tema propio de disciplinas especulativas. Al aferrarse a aquel planteo, la actitud científica extrema su tendencia a escapar de los problemas radicales que atañen al sentido de la existencia humana y a soslayar los interrogantes acerca del sentido y de la justificación del saber. De ese modo se insinúa un dilema con perfiles de paradoja: disciplinas destinadas a acrecentar el conocimiento del hombre se vedan el derecho de llegar hasta los supuestos últimos en que descansan sus propios temas. Pero como el conocimiento de esos supuestos constituye un reclamo incoercible de la inteligencia y de la vida misma, las ciencias del hombre siguen dejando vacante un área de preocupaciones —aquellas típicas del huma-nismo—, como si el conocimiento empírico del hombre en su historia no pudiera afrontadas.

Si así fuera, el actual desarrollo de las ciencias del hombre tendría menos importancia del que se le reconoce generalmente. Y así sería, si por entre los resquicios de las nuevas actitudes científicas no se advirtiera cierta tendencia a elaborar una nueva actitud humanística a partir del conocimiento empírico del hombre, tal como hoy se ve enriquecido por la investigación de su comportamiento en cada uno de los aspectos que sistematizan las diversas ciencias. Hay una nueva actitud humanística y un nuevo humanismo en proceso de elaboración, derivado de las actitudes predominantes hoy en las ciencias del hombre si no implícito en ellas. Pero acaso detenga su maduración cierta falta de elasticidad que parece predominar, no en las ciencias del hombre sino en ciertas escuelas y en ciertos investigadores. Resistirse a sobrepasar los límites del conocimiento empírico puede ser un buen consejo metodológico en cierta etapa de la formación personal del investigador; pero resistir a que las ciencias del hombre, consideradas como un sistema de cuestiones, reivindiquen para sí su propia justificación como saber y problematicen el sentido de la existencia humana, constituye un peligro capaz de esterilizarlas.

¿Cómo se comporta el hombre en el seno de la sociedad? ¿Cuáles son las formas de su actividad económica? ¿Cómo se constituyen y transforman sus creencias? Responder a éstas y a otras preguntas exige sin duda una laboriosa investigación. Pero no es forzoso, tratándose de estas cuestiones, que esa labor suscite el viejo conformismo pretendidamente científico cuya expresión es la idea de que todavía no se sabe bastante, de que la etapa de la descripción o del análisis no ha terminado. Lo que se sepa tiene que estar en el camino de los problemas radicales. ¿Cuándo concluye la etapa descriptiva y analítica y cuándo se sabe lo bastante? Entretanto, y en el plazo de cada vida, los problemas radicales torturan a la inteligencia y comprometen la vida misma. Quien afirma vivir para la ciencia sin saber lo que significa la ciencia para la vida confiesa satisfacerse en una existencia sin examen y conformarse con una misión instrumental. Y si acaso pareciera explicable esa actitud en quien maneja los elementos del mundo físico —que no lo es—, no tiene justificación posible en aquel cuyo tema es el hombre mismo y su vida. Si algo no deben hacer las ciencias del hombre, tan circunscripto como sea el tema que se fijen y tan estricto como sea el método que utilicen, es considerar interrumpido el camino que conduce desde el saber hacia la sabiduría. Y la sabiduría desemboca en lo que vagamente llamamos humanismo, hacia el que tiende en el fondo todo saber. ¿Para qué conocemos? ¿Para qué queremos conocer al hombre? ¿Qué relación hay entre existencia y conocimiento? ¿Cuál es el sentido de una y otro? Y si no tienen un sentido dado, ¿cuál queremos o debemos asignarle? Quizá a estas preguntas no puedan responder taxativamente en cada instante las ciencias del hombre, pero es seguro que no pueden delimitar sus campos, precisar sus objetos y ajustar sus métodos de manera tal que parezca olvidable que ellas existen precisamente porque esas preguntas existen, y que su objeto es, en última instancia, proporcionar los datos empíricos para responderlas.

Si las ciencias del hombre sortean y sobrepasan esas limitaciones engendrarán el nuevo humanismo que se adivina subyacente en ellas, aun cuando no se entrevean las vías por las cuales desembocarán sus conquistas en un nuevo sistema de nociones. Cabe entonces preguntarse en que medida advierten esa posibilidad y asumen esa misión, y que relación hay entre ese humanismo naciente y las formas tradicionales del humanismo.

El humanismo posee puntos de partida permanentes pero ha conocido muy diversas respuestas. Para alcanzarlas, el humanista se ha volcado sobre el saber de una cierta manera, configurando una singular actitud intelectual. El humanista nunca ha sido un filósofo, ni un matemático, ni un filólogo, aunque originariamente haya explorado un campo restringido del saber. Si ha alcanzado la actitud del humanista, si se le ha reconocido legítimamente esa condición, es porque ha sobrepasado los límites de la especialización, y lo que es más, los límites del mero saber. Si algo lo caracteriza parece ser la preocupación por el sentido del conocimiento, que ha buscado en el examen de las conquistas que el saber ha logrado en cada uno de sus campos. Cuando ha transformado esa preocupación en el centro de su actividad intelectual, el humanista ha trascendido los límites de las ciencias particulares: sin desdeñarlas, pero desdeñando la actitud cognoscitiva de quien contribuye a acrecentar el caudal del saber sin preguntarse qué lo mueve a conocer, cuál es el sentido del conocimiento, por qué y para qué consume el hombre su existencia en el inagotable aprendizaje.

Esta actitud cognoscitiva —que para algunos parece confundirse ingenuamente con la actitud científica— cede el paso a quien quiera plantearse estos problemas. Este es el humanista. Si la actitud especulativa procura asignar al hombre un sentido, la actitud humanística consiste fundamentalmente en desentrañar el que el hombre se asigna a sí mismo en el complejo y multiforme juego de la teoría y la práctica, de la especulación y la experiencia. El humanista descubre que este sentido es histórico y no absoluto. Por eso la actitud humanística —contra lo que suele creer el fariseo— ha sido militante y comprometida y se ha nutrido tanto en la experiencia de la vida como en la indagación de la verdad.

Si la vida y la cultura de nuestro tiempo trabajan en la elaboración de un nuevo humanismo, serán las ciencias del hombre las que más contribuyan a su elaboración. Pero es menester que tengan clara idea de ello para que el celo metodológico no cave un abismo entre los problemas inmediatos y los problemas radicales. Si ese abismo se ahondara y no pudiera ser sobrepasado, quedaría probado que el camino seguido no era el mejor y será menester intentar otro. Porque el saber es para el hombre y no el hombre para el saber.